domingo, 9 de agosto de 2015

Desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del pleno conocimiento de su voluntad, en toda sabiduría y discernimiento espiritual; para que andéis como es digno del Señor

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6



 
Tipo de Archivo: PDF | Tamaño: MBytes | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
Información 


CONSTRUCCIÓN DE SERMONES
COLOSENSES 
1: 3-14

3      Damos gracias al Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, orando siempre por                 vosotros,
4      habiendo oído de vuestra fe en Cristo Jesús, y el amor que tenéis hacia todos los                 santos,
5      a causa de la esperanza que os está reservada en los cielos, la cual supisteis antes             por la palabra de la verdad del Evangelio,
6      el cual ha llegado a vosotros, y así en todo el mundo está llevando fruto y creciendo             como también en vosotros, desde el día que oísteis y conocisteis plenamente la gracia         de Dios en verdad;
7      según lo aprendisteis de Epafras, nuestro consiervo amado, quien es fiel ministro de             Cristo para vosotros,
8      el cual también nos declaró vuestro amor en el Espíritu.
9      Por esto también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por                    vosotros, y de pedir que seáis llenos del pleno conocimiento de su voluntad, en toda             sabiduría y discernimiento espiritual;
10      para que andéis como es digno del Señor, con el fin de agradarle en todo, dando                  fruto en toda buena obra y creciendo en el pleno conocimiento de Dios;
11      fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia             y longanimidad;
12      con gozo dando gracias al Padre que os hizo aptos para participar de la herencia de             los santos en la luz;
13      quien nos rescató de la potestad de las tinieblas, y nos trasladó al reino del Hijo de su           amor,
14      en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados.


Una acción de gracias y oración ferviente
COLOSENSES 1:3 – 14


A. Acción de gracias

3. Al orar por vosotros siempre damos gracias a Dios. En las cartas de ese entonces, el saludo del principio era seguido por una acción de gracias. Así, una antigua carta se lee: “Doy gracias al señor Serapis que cuando estaba en peligro en medio del mar, él me salvó inmediatamente”. 

Esta secuencia (una salutación seguida por una acción de gracias) también es paulina. 
Sin embargo, Pablo no da gracias a una deidad pagana, sino al único Dios verdadero. La espontánea acción de gracias de Pablo, a la cual se adhiere Timoteo, y que según el testimonio explícito del apóstol siempre es un elemento de las oraciones que se hacen por los colosenses, es ofrecida a Dios el Padre de nuestro Señor Jesucristo (cf. Ro. 15:6; 2 Co. 1:3; 11:31; Ef. 1:3; 3:14). 

Nuestro Señor, quien tiene el derecho a ese nombre debido a que compró con su sangre a su pueblo, siendo entonces su Señor Soberano, y al cual como a su Salvador Ungido, Pablo da gozosamente este honor, es en su mismísima esencia el único Hijo de Dios. 

El es Hijo por naturaleza. Nosotros somos hijos por adopción. El tiene todo el derecho de llamar a Dios “mi Padre” (Mt. 26:39, 42), y hacer la majestuosa afirmación: “Yo y el Padre uno somos” (Jn. 10:30; cf. 14:9). Llamar a Dios “el Padre de nuestro Señor Jesucristo” tiene un propósito eminentemente práctico, como el apóstol demuestra claramente en 2 Co. 1:3.

En su capacidad de Padre de nuestro Señor Jesucristo él es el “Padre de misericordia y Dios de toda consolación”. A través de Cristo toda bendición espiritual desciende hasta nosotros del Padre. Y si Cristo es “el Hijo del amor de Dios”, como Pablo afirma en este mismo capítulo (Col. 1:13), entonces Dios debe ser el Padre de amor, el Padre amante.

Nótese también esa hermosa palabra que está llena de una fe que logra tomar posesión de su objeto, me refiero a nuestro: “el Padre de nuestro Señor Jesucristo”. Por tanto, en el sentido más sublime y consolador, él es nuestro Padre. ¡Que razón más poderosa para dar gracias!

4, 5a. Pablo dice, “Al orar por vosotros, siempre damos gracias a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo”, porque hemos oído de vuestra fe en Cristo Jesús y del amor que abrigáis para con todos los santos. La construcción más sencilla de los versículos 4–8 es la de considerar toda esta sección como dando las razones para la acción de gracias. 

La petición propiamente dicha comienza en el versículo 9. Tanto la acción de gracias como la petición pertenecen a la esencia de la oración (Fil. 4:6). Ahora bien, también es una excelente psicología cristiana que Pablo tan tempranamente mencione algunas razones para dar gracias a Dios tocante a ciertas condiciones básicas que se daban en Colosas. 

Existían peligros que amenazaban la iglesia. Además, ciertas debilidades están claramente implicadas (3:5–11; cf. 2:2, 4, 8, etc.). Pero aun antes que Pablo comience a referirse a estas cosas, ante todo les asegura a los destinatarios de esta carta que está convencido de que la obra de la gracia de Dios es evidente en sus vidas. 

¡Qué lección para todo padre, consejero, maestro y pastor, especialmente en esos casos en que pareciera apropiado tener que amonestar o aun reprender fuertemente! Hay tal cosa como tacto cristiano (véase el apéndice). Y este tacto está en completa armonía con la honestidad.

Pablo menciona el hecho de que él y Timoteo han oído (véase sobre el v. 8) de la fe que los colosenses tienen en Cristo Jesús, es decir, de su permanente confianza en y entrega personal al Salvador Ungido. También asocia con la fe en Cristo Jesús el amor hacia todos los santos. Estas dos cosas van juntas, porque la fe siempre obra a través del amor (Gá. 5:6). 

El mismo imán (Cristo Jesús) que los atrajo a sí mismo y que los transformó en santos, al mismo tiempo las lleva a la íntima comunión de los unos con los otros. De modo que, idealmente hablando, cada creyente guarda en su corazón a sus hermanos en la fe, no importa donde vivan o de qué raza sean (Jn. 13:34; Fil. 1:7, 8; 1 Jn. 4:7–11). Pablo continúa, a causa de la esperanza reservada en los cielos para vosotros. De este modo, a la fe y el amor ahora agrega la esperanza, completando así la bien conocida tríada. 

En el Nuevo Testamento esta tríada no está limitada a los escritos de Pablo. También aparece frecuentemente en la literatura anteapostólica. Es muy probable que Pablo no la inventara. Puede haber sido parte de la terminología común de los primeros cristianos. De hecho, estas mismas gracias se destacan en la enseñanza y el ministerio de Jesús. El Señor, cuando estaba en el mundo, vez tras vez hizo énfasis en la importancia de la fe (Mt. 6:30; 8:10, 26; 9:2, 22, 29; 14:31; 15:28; 16:8; 17:20; 21:21; 23:23, etc.). Su presencia misma, sus palabras de regocijo, sus brillantes y hermosas promesas y sus obras de redención inspiraban esperanza, aun cuando no usara la palabra misma (Mt. 9:2; 14:27; Mr. 5:36; 6:50; 9:23; Jn. 11:11, 23, 40; 1 P. 1:3, etc.). 

También colocó mucho énfasis en el amor y por cierto lo consideraba como la misma esencia de la ley y el evangelio, el mayor de la tríada (Mt. 5:43–46; 19:19; Jn. 13:34, 35; 14:15, 23; 15:12, 13, 17; 17:26; 21:15, 16, 17, etc.). Muy a menudo y en la forma más natural combinó estas tres cosas. Un ejemplo notable de esto se encuentra en Juan 11:

1. Amor

“Y Jesús amaba (o: apreciaba con amor) a Marta, a su hermana y a Lázaro” (v. 5).
“De manera que los judíos decían: mirad cómo (constantemente) le amaba” (v. 36).

2. Esperanza

“Esta enfermedad no es para muerte …” (v. 4).
“Nuestro amigo Lázaro está durmiendo, mas yo voy para despertarle” (v. 11).
“Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muera, con todo vivirá, y todo aquel que vive y cree en mí nunca jamás morirá” (vv. 25, 26a).
A pesar de que ninguna de estas afirmaciones contienen la palabra esperanza, con todo son del todo inspiradoras de esperanza.

3. Fe

“¿Crees esto?” (v. 26b). (Nótese cómo la esperanza y la fe están íntimamente relacionadas).
“¿No te dije que si creyereis, verás la gloria de Dios?” (v. 40).

Otro ejemplo sobresaliente de amor, fe y esperanza lo encontramos en el discurso de Cristo en el aposento alto, durante la noche en que lavó los pies de sus discípulos, instituyó la Cena del Señor y fue traicionado. 

“Habiendo amado a los suyos, los que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13:1). Y subrayó la importancia del amor mediante el lavamiento de los pies de sus discípulos y la institución del nuevo mandamiento, “que os améis continuamente los unos a los otros” (13:34). Inmediatamente después exhortó a sus discípulos a tener una fe permanente en Dios y en él: “No dejéis que vuestros corazones sigan turbados. Seguid confiando en Dios, seguid también confiando en mí” (14:1). Y en seguida levantó en ellos la esperanza, al asegurarles: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay. Si así no fuera, os lo hubiera dicho; porque voy a preparar lugar para vosotros. Y cuando vaya y prepare lugar, vendré otra vez y os tomaré para que estéis cara a cara conmigo, para que donde yo esté, vosotros también estéis” (14:2, 3).

Por tanto, no sorprende encontrar esta tríada en los escritos inspirados de aquellos que captaron el espíritu de los ejemplos y enseñanzas de Cristo. Encontramos la secuencia en variadas formas, aunque los tres miembros de la tríada no siempre ocurran en sucesión inmediata:
a. fe, esperanza y amor (Ro. 5:1–5; 1 Co. 13:13 «el pasaje más conocido de aquellos en los que aparece esta tríada»; He. 10:22–24; 1 P. 1:21, 22).

b. fe, amor y esperanza (Col. 1:4, 5; 1 Ts. 1:3; 5:8).

c. esperanza, fe y amor (1 P. 1:3–8).

d. amor, esperanza y fe (Ef. 4:2–5; He. 6:10–12).

Sin embargo, algunos han tenido dificultad con el hecho de que Pablo aquí en Col. 1:4, 5 (donde sigue la secuencia b.) parece estar diciendo que la fe y el amor de los colosense están basados en la esperanza. 

Repare en las palabras: “a causa de la esperanza”. ¿Cómo puede la esperanza ser la razón para la fe y el amor? Muchos intérpretes, aparentemente desesperados por encontrar una solución a este problema tratan de reconstruir la claúsula (o por lo menos las ideas que en ella se expresan) de tal forma que les permita zafarse de la idea de que la fe y el amor pudieran estar basados en la esperanza. 

No obstante, semejante reordenación de las palabras de esta oración es absolutamente innecesaria. Las actitudes y actividades mentales y morales del cristiano, tales como el tener fe, esperanza y amor, siempre reaccionan unas sobre otras. Por lo general, mientras más crezca una, más crecerá la otra. Esto vale también para la esperanza. 

Ella afecta poderosa y beneficiosamente a la fe y el amor.30 La esperanza cristiana no es un mero deseo. Es más bien un anhelo ferviente, una expectación confiada y una espera paciente del cumplimiento de las promesas de Dios, una certeza totalmente Cristocéntrica (cf. Col. 1:27) de que estas promesas realmente se realizarán. Es una fuerza viva y santificante (1 P. 1:3; 1 Jn. 3:3). 

Por tanto, ¿cómo va a ser posible que la esperanza de gloria, gloria de la que ya hemos recibido un anticipo (2 Co. 1:22; 5:5; Ef. 1:14), no fortalezca nuestra fe en Aquel que mereció para nosotros todas estas bendiciones, a saber, el Señor Jesucristo? ¿Y cómo no va a aumentar nuestro amor hacia aquellos con los cuales vamos a compartir esta bendición por la eternidad? ¿Cómo no va a intensificar nuestro sentimiento de unidad con los santos de todas las edades? Y si esto es verdad respecto a la esperanza considerada como una actitud y actividad del corazón y la mente, de seguro que no es menos cierto por lo que respecta a la esperanza considerada como una realidad objetiva, es decir, lo que estamos esperando, que es el sentido en el que se usa la palabra aquí en Col. 1:5a, como también en Gá. 5:5 y Tit. 2:13 (algunos intérpretes añadirían a la lista He. 6:18). 

Como el contexto mismo lo indica, la esperanza a la que se refiere es “la herencia de los santos en la luz” (Col. 1:12). Por tanto, leemos aquí que está “reservada en el cielo para vosotros”, una expresión que inmediatamente nos recuerda los tesoros celestiales de los que Jesús habla en Mt. 5:20, y de la “herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros”, de la cual habla Pedro (1 P. 1:4). Es la gloria que nos será revelada (Ro. 8:18), la paz y el gozo que pertenecen a “nuestra patria que está en el cielo” (Fil. 3:20; cf. Jn. 14:1–4). 

Esta realización de nuestra esperanza, esta gloria, es tan fascinante que en la medida que la podemos contemplar desde lejos la saludamos (He. 11:13), fortalecida nuestra fe en el Donador, y aumentado e intensificado nuestro amor por todos sus hijos, con quienes la compartiremos.

5b–8. Con respecto a esta esperanza, Pablo afirma lo siguiente, de la cual ya habéis oído antes en el mensaje de la verdad, a saber, el evangelio. Dado que el apóstol mismo explica esta declaración en el versículo 7, es poco lo que tenemos que comentar nosotros aquí. La idea principal es todavía la acción de gracias por las bendiciones derramadas sobre los colosenses. Nótese, sin embargo, que aunque ésta es la idea principal en la mente de Pablo, con todo su afirmación encierra algo más. Entre líneas puede verse fácilmente una advertencia, “Oh colosenses, lleno de gratitud testifico que por lo que respecta a esta gloriosa esperanza vosotros habéis oído un mensaje que era verdadero, creciente y fructificante (5b, 6). Por tanto, no permitáis que maestros de doctrinas falsas os desvíen del camino correcto. Persistid firmemente en la verdad que os fue proclamada en el evangelio”. 

Este es el evangelio, el cual ha hecho que su entrada sea sentida entre vosotros, como por cierto está produciendo fruto y creciendo en el mundo entero. Como una razón para estar agradecidos, se les recuerda a los colosenses el poder (cf. Ro. 1:16) y la exitosa carrera del evangelio. 

Esta afirmación también encierra algo más: “¿Acaso no recordáis el glorioso cambio ocurrido cuando la verdad redentora de Dios hizo su primera aparición entre vosotros? Ese evangelio no necesita ninguna adición o suplemento. Su influencia se deja sentir en una forma siempre creciente, tanto extensiva, invadiendo región tras región, como intensivamente, produciendo más y más fruto en los corazones ganados para Cristo. No intentéis cambiar la poderosa obra de Dios por los pobres recursos humanos” (cf. 2:8).

Lo que siempre ha dejado pasmado al historiador, es el rápido progreso del evangelio en sus primeros dias. Por la mitad del segundo siglo, Justino Martir escribió: “No existe gente, griegos o bárbaros, o de la raza que sean, no importa por qué apelativo o de qué manera sean llamados, si moran en tiendas o si vagan en carretas cubiertas, entre quienes no sean ofrecidas oraciones y acciones de gracias al Padre y Creador de todas las cosas en el nombre del Jesús crucificado”. Medio siglo después Tertuliano añadía: “Tan sólo aparecimos ayer, y sin embargo ya hemos llenado vuestras ciudades, islas, campos, vuestros palacios, senado y foro. Solamente les hemos dejado sus templos”. R. H. Glover (The Progress of World-Wide Missions, p. 39), afirma: “Basado sobre todos los datos disponibles, se ha calculado que para fines del período apostólico, el número total de discípulos cristianos había llegado a medio millón”.

Ahora bien, no existía bajo la dirección divina otro hombre que fuera más eficaz en la predicación de las gloriosas buenas nuevas de salvación que Pablo mismo. Habiendo sido rescatado por Cristo (contra quien antes luchara rencorosamente), su corazón fue lleno de amor y celo santo por la verdad. Llegó a dar su propia vida por ella. Razonó con judios y gentiles, les imploró (cf. 2 Co. 5:20, 21), hizo milagros entre ellos, les visitó en sus hogares, lloró por ellos. En pocas palabras, les amó. 

Cuando estuvo presente entre ellos, su ejemplo—trabajando con sus manos para ganarse la vida, amonestándolos y animándolos, tratando con ellos como un padre lo haría con sus hijos—causó una profunda impresión. Estaba siempre señalando fuera de sí mismo, a Cristo. Cuando estaba ausente, estuvieron siempre en su mente y les envió vibrantes y palpitantes mensajes, de corazón a corazón. 

Si las circunstancias lo permitían, los volvería a visitar o bien les enviaría un delegado que les ayudara a resolver sus problemas. Llevó sus cargas hasta el trono de la gracia en oración. Y no sorprende que la gente viniera de cerca y de lejos para verle y oírle. 

Y aquellos que le escucharon lo comunicaron a otros, y éstos todavía a otros más, etc. Los siguientes pasajes sirven para ilustrar cómo fue que el evangelio, a través del ministerio de Pablo y de aquellos que pusieron atención a su predicación, fructificaba y crecía:
“Todos los que habitaban en (la provincia romana de) Asia, judíos y griegos, oyeron la palabra del Señor Jesús” (Hch. 19:10).

“Y la palabra del Señor crecía y prevalecía poderosamente” (Hch. 19:20).

“Pues desde vosotros (tesalonicenses) la palabra del Señor ha resonado no solamente en Macedonia y Acaya, sino en todo lugar vuestra fe en Dios se ha divulgado, de modo que no es necesario a nosotros decir cosa alguna; porque ellos mismos están informando acerca de nosotros, qué manera de entrada tuvimos entre vosotros, y cómo os volvisteis a Dios de aquellos ídolos (de vosotros), para servir a Dios, el vivo y verdadero” (1 Ts. 1:8, 9).

“Quiero que sepáis, hermanos, que las cosas que me han sucedido, han redundado más bien para el progreso del evangelio, de tal manera que se ha hecho patente en todo el pretorio y a todos los demás que mis prisiones son por Cristo” (Fil. 1:12, 13).

Sin embargo, aunque Pablo ocupó el papel principal en la propagación del evangelio, él mismo aquí en Col. 1:6 está colocando todo el énfasis en el hecho de que el evangelio mismo está fructificando y creciendo por el poder y la gracia de Dios. Es como si estuviese diciendo: “no menosprecien la vitalidad de la semilla que ha sido esparcida sobre el terreno (véase Mr. 4:26–29; cf. Is. 55:11). Esa semilla está germinando, creciendo y produciendo fruto”. El evangelio jamás depende del hombre, ni siquiera de Pablo. Es la obra de Dios en la que le place usar al hombre.

Lo que se ha dicho implica también un crecimiento y una fructificación intensiva o interior, una influencia ejercida por el evangelio sobre las vidas de la gente que lo ha oído y le ha prestado atención. Pensemos en frutos tales como la fe, el amor y la esperanza (vv. 4 y 5), con un énfasis marcado en el amor (v. 8). Y agregemos a esto los frutos mencionados con tan sorprendente belleza en los versículos 9–12 (cf. Gá. 5:22, 23). Los frutos para la eternidad se evidenciaban por todas partes. Y hablando en forma mas definida, este por todas partes, también incluía el valle de Lico, ahora con un nuevo énfasis en la iglesia de Colosas. 

Ya se dejó sentado (en los vv. 4 y 5) que el evangelio no era infructuoso en ese lugar, y por implicación se reafirmó la misma cosa al principio mismo del versículo 6 (“el cual ha hecho que su entrada sea sentida entre vosotros”). El apóstol vuelve a este caso específico de fructificación, al continuar diciendo: como también lo hace entre vosotros desde el dia en que oísteis y reconocisteis la gracia de Dios en su carácter genuino. La nota principal todavía es la de acción de gracias. 

La inferencia es, “así que, colosenses, no destruyáis este árbol fructífero. No escuchéis a aquellos que están tratando de privaros de la gran bendición que ha llegado a vosotros”. No sólo habían llegado a conocer la verdad, sino que también a reconocerla como cierta, y esto desde el día mismo en que la escucharon por primera vez. Ese reconocimiento es algo más que un conocimiento abstracto e intelectual. Es la aceptación y apropiación gozosa de la verdad centrada en Cristo. Esta verdad tiene que ver con nada menos que con la gracia de Dios, su amor soberano en acción y su favor hacia aquellos que no lo merecen. Ellos habían llegado a reconocer esta gracia de Dios “en su carácter genuino”, sin haber sido diluida por extravagancias filosóficas o agregados del judaísmo.

En relación con este verdadero evangelio de gracia, el cual está fructificando cada vez más por todas partes, así como también lo está haciendo entre los colosenses desde el día en que lo oyeron y aceptaron, Pablo sigue diciendo: como lo aprendisteis de Epafras, nuestro amado consiervo, quien es un fiel ministro de Cristo de parte nuestra. En cuanto a Epafras, el “ministro” de la iglesia de Colosas, etc. (el cual vino para ver a Pablo a Roma, a fin de, entre otras cosas, informar al apóstol sobre las condiciones en que estaba la iglesia, y para conseguir su ayuda en la batalla contra la mundanalidad y la herejía), véase la Introducción III A y IV A. 

Al llamarlo “nuestro amado consiervo” y “fiel ministro de Cristo de parte nuestra”, Pablo está haciendo tres cosas: 
a. está colocando el sello de su aprobación sobre Epafras y sobre el evangelio que él había enseñado a los colosenses; 

b. por implicación está condenando cualquier sistema de pensamiento que esté en conflicto con este único evangelio verdadero; y 

c. está afirmando: “Aquellos que rechazan el evangelio como lo enseñó nuestro amado Epafras, también están rechazándonos a nosotros (Pablo y Timoteo) y nuestra enseñanza … y recordad que nosotros, a su vez, representamos a Cristo (véase sobre el v. 1), así como también Epafras es un fiel ministro de Cristo”. 

Por supuesto, la idea principal es la gratitud a Dios por el hecho de que por boca del fiel siervo Epafras, los colosenses habían escuchado y aceptado el glorioso evangelio que estaba produciendo fruto entre ellos. 

Las palabras del versículo 3, “al orar por vosotros, siempre damos gracias a Dios”, controlan todo lo que viene a continuación en los versículos 4–8. El apóstol continúa hablando acerca de Epafras, el cual también nos dió a conocer vuestro amor en el Espíritu. 

Esta declaración vuelve a tomar la idea expresada anteriormente (véase el v. 4b). El hecho de que tanto Pablo como los otros apóstoles consideraban el amor como el fruto más precioso de la gracia de Dios, es evidente no sólo por 1 Co. 13:13 (“y el más importante de ellos es el amor”), sino que lo es también por pasajes tales como:

                                       Colosenses 3:14
                                                                   1 Juan 4:8
             1 Juan 3:14
                                             1 Pedro 4:8

¿Y acaso no era precisamente éste el énfasis de Cristo mismo? Véase Jn. 13:1, 34, 35; 15:12; cf. Mr. 12:28–31. Con toda probabilidad, el apóstol, para evitar que se arraigue la idea de que Epafras le había pintado un cuadro excesivamente sombrío acerca de las condiciones prevalecientes entre los creyentes de Colosas, hace énfasis en el hecho de que su digno consiervo le había entregado un informe entusiasta del amor que ellos tenían. 

Este es el amor “para con todos los santos”, sobre el cual Pablo acaba de hablar. Ese amor jamás puede separarse de aquel amor que tiene a Dios como su objeto. Este último señala al deleite inteligente y con propósito que se tiene en el Dios trino, a la entrega espontánea y agradecida de la personalidad entera a aquel que se ha revelado a sí mismo en Jesucristo, lo cual también resulta en un anhelo profundo y firme por una verdadera prosperidad para todos sus hijos. 

Tocante a este último aspecto de este amor—sobre el cual recae el énfasis en este contexto—, se manifiesta en las tres gracias de la unidad, la humildad, y el servicio (Fil. 2:2–4); por tanto, en amabilidad, verdadera simpatía y en un espíritu perdonador (Col. 3:12–14). Nótese el modificador, “vuestro amor en el Espiritu”. 

Aunque hay algunos que afirman que simplemente significa “amor espiritual”, sin referirse en ninguna forma al Espiritu Santo, sin embargo esta opinión está en contra del hecho de que en pasajes como Ro. 15:30; Gá. 5:22 y Ef. 3:16, 17 el amor cristiano es considerado decididamente como fruto del Espíritu que mora en nosotros. Ese amor es plantado y alimentado por el Espiritu. Además, es más bien una característica de Pablo que, habiendo mencionado a Dios el Padre (vv. 2 y 3) y a Cristo Jesús el Hijo (vv. 3, 4 y 7), después se refiera a la tercera persona de la trinidad, a saber, el Espíritu. Cf. Ro. 8:15–17; 2 Co. 13:14; Ef. 1:3–14; 2:18; 3:14–17; 4:4–6; 5:18–21.


1:9–14
B. Oración

9. La claúsula de Pablo que contiene 218 palabras comienza aquí en el versículo 9 y llega hasta el versículo 20. Sin embargo, la preeminencia de Cristo se establece comenzando con el versículo 15, continuando hasta el versículo 20. 

Por lo tanto, 1:9–14 puede considerarse como una unidad de pensamiento por sí mismo, una conmovedora descripción de la oración que Pablo y sus asociados elevan por los colosenses. En el original, esta parte de la claúsula—seis versículos en total—contiene 106 palabras. 

Esta sección empieza como sigue: Y por esta razón, es decir, no sólo a causa del amor que se mencionó en el versículo que precede en forma inmediata, sino sobre la base de todas las evidencias de la gracia de Dios en la vida de los colosenses, como se describen en los versículos 3–8, desde el día que lo oímos jamás hemos cesado de orar por vosotros. 

Pablo quiere decir que él y sus asociados (Timoteo, véase v. 1; Epafras y otros que también son mencionados en 4:10–14) comenzaban ahora a orar “como nunca antes habían orado”; esto es, concediendo que antes habían estado orando por esta iglesia, las noticias que habían llegado hasta el apóstol con la llegada de Epafras habían producido un notable aumento de oración, intercesión ferviente, y esto con gran regularidad (“jamás hemos cesado de orar”). Esto nos trae a la mente la vez que la predicación de Pablo acreció en Corinto después de la llegada de Silas y Timoteo (Hch. 18:5).

El apóstol creía firmemente en “la comunión en oración”: a. él (y sus asociados) estaba orando por los destinatarios, y b. a su vez se les pedía a los destinatarios que oraran por él. Para el punto a. véase la columna 1; para el b. la columna 2. Nótese como en cada uno de los ejemplos que vienen a continuación tanto la certeza de que Pablo ora por los destinatarios como la petición (expresa o tácita) de que ellos oren por él, aparece en la misma carta:

             1.                                                                             2.
        Ro. 1:9                                                                     15:30
         Ef. 1:16                                                                      6:18, 19
        Fil. 1:4                                                                        3:17a; 4:9 (tácita)
       Col. 1:9                                                                      4:3
     1 Ts. 1:2                                                                     5:25
     2 Ts. 1:11                                                                   3:1
      Flm. 4                                                                         22
  
En base a las bendiciones que ellos ya habían recibido, el apóstol pide favores adicionales. Animado por las evidencias de la gracia de Dios que ya estaban presentes, pide por pruebas adicionales. Ese es el significado de “Y por esta razón”, etc. El Señor no desea que su pueblo pida por demasiado poco. El no desea que vivan pobremente y con mezquindad en la esfera espiritual. ¡Que vivan rica y suntuosamente, en armonía con el Sal. 81:1!

Ahora bien, la oración que aquí se registra en los versículos 9b–14 debe compararse con las oraciones de Pablo que se hallan en las otras epístolas de su primer encarcelamiento en Roma (Ef. 1:17–23; 3:14–21; Fil. 1:9–11). Al combinarlas, nos damos cuenta de que el apóstol ora que aquellos a quienes se dirige sean enriquecidos en cosas tales como sabiduría, conocimiento, poder, paciencia, longanimidad, gozo, gratitud y amor. Además, notamos que Jesucristo (aquí “el Hijo de su amor”) es considerado como aquel a través de quien son derramadas estas gracias sobre el creyente, y que la gloria de Dios (aquí, “dando gracias al Padre”) es reconocida como el propósito máximo de todas las cosas. Verdaderamente, de ninguna forma puede uno permitirse ignorar las lecciones de Pablo sobre la vida de oración.

Pablo acaba de usar la palabra orar. Ahora añade pidiendo. El término más general y comprensivo es “orar”, el cual señala cualquier forma de expresión reverente dirigida a la deidad, sin importar si “nos asimos de Dios” mediante una intercesión, súplica, adoración o acción de gracias. Pero pidiendo es mucho más específico, pues indica que se está haciendo una petición definida y humilde. 

Véase también Fil. 4:6; 1 Ti. 2:1 para varios sinónimos de oración. La oración continúa como sigue, que seáis llenos con el conocimiento claro de su voluntad (conocimiento que consiste) en toda sabiduría y entendimiento espiritual. En vano trataremos de servir a Dios si no sabemos qué es lo que desea de nosotros (Hch. 22:10, 14; Ro. 12:2). Ahora bien, el conocimiento al que se alude aquí no es un conocimiento abstracto o teórico. Tal conocimiento meramente teórico puede ser obtenido por un cristiano nominal, y en efecto hasta cierto punto por un incrédulo declarado y aun por Satanás mismo. Pablo tampoco tiene en mente un depósito de información oculta, tal como el conocimiento de algunas contraseñas. 

Este conocimiento tampoco es del género de la gnosis misteriosa que los maestros del tipo gnóstico pretendían tener para sus “iniciados”. Por el contrario, es una comprensión profunda de la naturaleza de la revelación de Dios en Jesucristo, una revelación maravillosa y redentora; y es un discernimiento que produce fruto para la vida practica, como lo indica también el contexto inmediato (v. 10). 

Este conocimiento fluye de la comunión con Dios y lleva a una comunión aún más profunda. Por tanto, este conocimiento claro (ἐπίγνωσις) trasforma el corazón y renueva la vida. Todas las veces que esta palabra se usa en el Nuevo Testamento, tiene este sentido definido: Ro. 1:28; 10:2; Ef. 1:17; 4:13; Fil. 1:9, 10; Col. 1:9, 10; 2:3; 3:10; 1 Ti. 2:4; 2 Ti. 2:25; 3:7; Tit. 1:1; Flm. 6; He. 10:26; 2 P. 1:2, 3, 8; 2 P. 2:20; y cf. el verbo de la misma raíz en 1 Co. 13:12. 

Compárese también el trasfondo del Antiguo Testamento: “El principio de la sabiduría es el temor a Jehová” (Pr. 1:7; cf. 9:10; y también Sal. 25:12, 14; 111:10). Pablo ora para que los destinatarios sean llenos del conocimiento rico, profundo y experimental de la voluntad de Dios. No hay duda de que aquí se alude intencionalmente al error gnóstico, con el cual los falsos maestros estaban tratando de desviar a los colosenses del camino correcto. Es como si Pablo estuviese diciendo: “El conocimiento claro de la voluntad de Dios (que es lo que principalmente estamos pidiendo para vosotros) es incomparablemente más rico y satisfaciente que el conocimiento o gnosis que los defensores de herejías les ofrecen”. Este conocimiento penetrante, que es parte del equipo espiritual del cristiano, consiste en “toda sabiduría y entendimiento espiritual”. 

Esa sabiduría es la habilidad de usar los mejores medios para alcanzar la meta más alta, a saber, una vida para la gloria de Dios. Y equivale a un entendimiento que es a la vez espiritual y práctico. Tal entendimiento pues, no se deja engañar por las tretas de Satanás, la seducción de la carne o las presuntuosas pretensiones de los falsos maestros. Semejante sabiduría y entendimiento—para la combinación de estas dos palabras, véase Ex. 31:3; 35:31, 35; Is. 10:13; 11:2; etc.—es la obra del Espíritu Santo en los corazones humanos. Para las características de la verdadera sabiduría véase también el precioso pasaje de Stg. 3:17.

10–12. El propósito práctico o el resultado que se espera de este conocimiento claro (el cual es el punto de partida de la oración de Pablo por los colosenses) se expone a continuación: de modo que viváis vidas dignas del Señor (cf. Ef. 4:1; Fil. 1:27; 1 Ts. 2:12; 3 Jn. 6). El apóstol y los que están con él oran pidiendo que los colosenses puedan “andar” (cf. Gn. 5:22, 24; 6:9, etc.) o conducirse en armonía con las responsabilidades que su nueva relación con Dios les impone, y en armonía con las bendiciones que esta nueva relación proporciona. 

No debe haber nada de indiferencia en esta forma de vida. Por el contrario, debe ser de (su) completo agrado (véase además sobre 3:22), debe ser un esfuerzo consciente por agradar a Dios en todo (cf. 1 Co. 10:31; 1 Ts. 4:1). El hecho de que esta conducta que glorifica a Dios será efectivamente el resultado de haber sido lleno del conocimiento claro de su voluntad, es algo fácil de ver, ya que mientras más le amen, más desearán obedecerle en pensamiento, palabra y obra.

El apóstol pasa ahora a describir esta vida de santificación mediante cuatro participios:
(1) en toda buena obra llevando fruto.
Pablo atribuye a las buenas obras un inmenso valor cuando son consideradas como el fruto—no la raíz—de la gracia. Ef. 2:8–10 es su propio comentario.
(2) y creciendo en el conocimiento claro de Dios.

Nótese que el apóstol hace del conocimiento claro de Dios tanto el punto de partida (v. 9) como también la característica resultante (v. 10) de la vida que agrada a Dios. Esto no debe extrañarnos, ya que el conocimiento verdadero y experimental de Dios produce siempre una creciente medida de esta misma gracia. Por esto, aunque desde el mismo principio de la historia, Job ya conocía a Dios, con todo después de un tiempo considerable él pudo testificar:

         “De oídas te había oído;
         Mas ahora mis ojos te ven.
         Por tanto me aborrezco,
         Y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:5, 6)

Los siguientes pasajes tienen un significado muy similar: “Irán de poder en poder” (Sal. 84:7). “Mas la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto” (Pr. 4:18). El apóstol mismo, a pesar que ya conocía a Cristo, sigue todavía orando por un conocimiento más grande: “a fin de conocerle” (Fil. 3:10).

(3) siendo fortalecidos con toda fortaleza.
La sentencia que dice “el conocimiento es poder” es una verdad en la vida espiritual más que en ninguna otra parte. Cuando una persona crece en el conocimiento claro de Dios, su fuerza y valor aumentan. La divina presencia que mora en él lo capacita para decir, “todo lo puedo en aquel que infunde poder en mí” (Fil. 4:13). Pablo añade, en conformidad con su glorioso poder. “En conformidad con” es una expresión mucho más fuerte que “de” o “por”. Cuando un multimillonario da algo “de” sus riquezas para una buena causa, bien podría estar dando muy poco; pero si dona “en conformidad con” sus riquezas, la cantidad será cuantiosa. 

El Espíritu Santo no sólo da “de” sino que da “en conformidad con”. Ef. 1:19–23 nos muestra por qué el poder de Dios es, por cierto, “glorioso”. Aquello para lo cual es capacitado el cristiano por esta fuerza en acción (κράτος) se declara por las palabras de forma que podáis ejercer toda clase de paciencia y longanimidad. La paciencia es la gracia de poder permanecer firme, es la valentía de perseverar en la ejecución de la tarea que uno ha recibido de Dios a pesar de todas las dificultades y aflicciones, es el rehusarse a sucumbir a la deseperación o a la cobardía. Es un atributo humano, y se manifiesta en relación a las cosas, esto es, en relación a las circunstancias en que una persona se ve envuelta: aflicción, sufrimiento, persecución, etc. 

La longanimidad caracteriza a la persona que, en relación con aquellas personas que se le oponen o afligen, ejercita paciencia, rehusando rendirse a la pasión o a la explosión de ira. En los escritos de Pablo se la relaciona con tales virtudes como la bondad, la misericordia, el amor, la benevolencia, la compasión, la mansedumbre, la humildad, la clemencia, y con un espíritu perdonador (Ro. 2:4; Gá. 5:22; Ef. 4:2; Col. 3:12, 13). A diferencia de la paciencia, esta longanimidad no sólo es un atributo humano, sino también es un atributo divino. Se le atribuye a Dios (Ro. 2:4; 9:22), a Cristo (1 Ti. 1:16), como también al hombre (2 Co. 6:6; Gá. 5:22; Ef. 4:2; Col. 3:12, 13; 2 Ti. 4:2). Otra distinción es que la longanimidad se muestra en nuestra actitud hacia las personas y no hacia las cosas. Consideradas como virtudes humanas, tanto la paciencia como la longanimidad son dones de Dios (Ro. 15:5; Gá. 5:22), y ambas son estimuladas por la esperanza, por la certeza de que Dios cumplirá sus promesas (Ro. 8:25; 1 Ts. 1:3; 2 Ti. 4:2, 8; He. 6:12).

(4) con gozo dando gracias al Padre.
Gracias a la fuerza que Dios les imparte, los creyentes pueden, aun en medio de tribulaciones, dar gracias con gozo y regocijarse con acción de gracias (cf. Mt. 5:10–12; Lc. 6:22, 23; Hch. 5:41; 2 Co. 4:7–17; Fil. 1:12–21). Esta acción de gracias se dirige al Padre, ya que él es quien nos da libremente todas las cosas (Ro. 8:32) a través del “Hijo de su amor” (v. 13). Pablo enfatiza la necesidad de dar gracias una y otra vez (2 Co. 1:11; Ef. 5:20; Fil. 4:6; Col. 3:17; 1 Ts. 5:18). Por lo que respecta a este contexto, las razones por las que los colosenses deben dar gracias al Padre se expresan en los versículos 12b, 13. Aquí, pues, se hace notar que el Padre es quien os hizo aptos para participar de la herencia de los santos en la luz. 

Así como el Señor en la antigua dispensación proveyó para Israel una heredad terrena, la cual fue distribuida por suerte entre las varias tribus y unidades más pequeñas de la vida nacional (Gn. 31:14; Nm. 18:20; Jos. 13:16; 14:2; 16:1, etc.), de la misma forma ha provisto para los colosenses una porción o parte en la heredad que es mejor. 

Esta gente provenía principalmente del mundo gentil (véase Introducción III B), y en un tiempo estuvieron “separados de Cristo, alienados de la república de Israel y extraños a los pactos de la promesa, no teniendo esperanza y sin Dios en el mundo”. Pero “ahora, en Cristo Jesús, vosotros, que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido acercados por la sangre de Cristo” (Ef. 2:12, 13).

El hecho de que esta participación es un asunto de gracia soberana y que nada tiene que ver con el mérito humano, está bien claro, ante todo, por la palabra misma que se usa, a saber, herencia: uno recibe una herencia como una dádiva; uno no la gana. Además, este hecho también se enfatiza por las palabras, “quien os hizo aptos”. El mejor comentario de este versículo es la declaración que Pablo hace en 2 Co. 3:5: “nuestra suficiencia viene de Dios”. Es Dios quien hace dignos a aquellos que en sí mismos no son dignos, y quien los capacita en esta forma para participar de la herencia.

La herencia de los santos quiere decir la herencia de los creyentes redimidos, esto es, de aquellos individuos humanos que, habiendo sido sacados fuera de las tinieblas y colocados en la luz, están consagrados a Dios. Aunque algunos comentaristas son de la opinión de que aquí, en Col. 1:12, la palabra santos se refiere a ángeles, sin embargo no existe ninguna base que sostenga este punto de vista. Pablo ama la palabra santos, y vez tras vez la usa en sus epístolas. Ni una sola vez la usa para referirse a ángeles, sino siempre para los redimidos (véase Ro. 1:7; 8:27; 12:13; 15:25, 26, 31; 16:2, 15; 1 Co. 1:2; 6:1, 2; 14:33, etc.). Ni 1 Ts. 3:13 es una excepción a la regla; véase C.N.T. sobre este pasaje.

Esta herencia “de los santos” es al mismo tiempo la herencia “en la luz”. Esta es “la luz del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Co. 4:6). Es “el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Ro. 5:5); “la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento” (Fil. 4:7); el “gozo inefable y lleno de gloria” (1 P. 1:8).

El hecho de que en la Escritura la palabra luz efectivamente se usa para expresar en una forma metafórica todas esas ideas y muchas más, está claro por los siguientes pasajes, en cada uno de los cuales la palabra luz es usada en un contexto que la interpreta:

La palabra luz se usa en conexión con:

(1) santidad, ser santificado (Hch. 20:32; 26:18, 23). Estos pasajes son de especial                  importancia, ya que aparecen en declaraciones pertenecientes a Pablo.
(2) la revelación divina: verdad, y penetración en esa revelación: conocimiento (Sal. 36:9;      2 Co. 4:4, 6).
(3) amor (1 Jn. 2:9, 10).
(4) gloria (Is. 60:1–3).
(5) paz, prosperidad, libertad, gozo (Sal. 97:11; Is. 9:1–7).

Dado que Dios mismo en su mismísimo ser es santidad, omnisciencia, amor, gloria, etc., y dado que él es para su pueblo la fuente de todas las gracias que hemos mencionado arriba en los puntos (1) al (5), él es luz en sí mismo. “Dios es luz, y en él no hay ningunas tinieblas” (1 Jn. 1:5). Jesús dijo, “Yo soy la luz del mundo” (Jn. 8:12). Como tal Dios es en Cristo la salvación de su pueblo. La luz y la salvación son, por tanto, sinónimos (Sal. 27:1; Is. 49:6). Lo mismo sucede con la luz y la gracia o el favor divino (Sal. 44:3).

Lo contrario a la luz son las tinieblas, las que, por consiguiente, son el símbolo de Satanás y sus ángeles; por lo tanto, son también el símbolo del pecado, la desobediencia, rebelión, ignorancia, ceguera, falsedad, odio, ira, vergüenza, lucha, carencia, esclavitud y tristeza, como lo muestran varios de los pasajes que hemos citado arriba, bajo (1) al (5), y muchos otros también.

Por lo tanto, lo que el apóstol está afirmando aquí en Col. 1:12 es que el Padre de su amado Hijo Jesucristo—y por consiguiente, nuestro Padre también—en virtud de su gracia soberana, ha hecho a los colosenses dignos de y competentes para participar de la herencia de los santos en el reino de la salvación plena y libre. 

No es difícil contestar la siguiente pregunta: “¿este reino es presente o futuro?” En principio los colosenses ya están en él. Ya han sido “transferidos al reino del Hijo de su amor” (Col. 1:13; cf. Ef. 2:13). La posesión plena, sin embargo, pertenece al futuro. Es “la esperanza que está reservada en los cielos para vosotros” (Col. 1:5). Del Señor recibirán la recompensa, a saber, la herencia (Col. 3:24). Véase también Ef. 1:18; Fil. 3:20, 21; y cf. He. 3:7–4:11. Pablo ora—porque debe recordarse que esto todavía es parte de su oración—que los colosenses puedan constante y gozosamente dar gracias a Dios por todo esto.

13, 14. Los versículos 13 y 14 resumen la obra divina de la redención. Los detalles de la misma siguen en los versículos 15–23. Esto nos recuerda el libro de Romanos, donde 1:16, 17 resume lo que se describe con grandes detalles en Ro. 1:18–8:39.

El corazón de Pablo estaba en su escrito. Nunca escribió en el abstracto cuando hablaba de las grandes bendiciones que los creyentes tienen en Cristo. Siempre estuvo profundamente consciente del hecho de que sobre él también, a pesar de ser completamente indigno, el Padre había derramado estos favores. Por tanto, no nos debe extrañar que, al ser afectado profundamente por lo que estaba escribiendo, haya cambiado la expresión de “vosotros” a “nosotros”: “quien os hizo …” (v. 12); “y quien nos rescató …” (v. 13). 

Nótese, además, cómo todas las ideas principales de los versículos 12–14—tinieblas, luz, herencia, perdón de pecados—aparecen también en Hch. 26:18, 23, pasaje que narra la experiencia propia de Pablo y que predice también la experiencia de los gentiles a quienes era ahora enviado. 

De modo que, al describir la gracia otorgada a los colosenses, a él mismo y a sus asociados (sí, y a todos los pecadores redimidos), el apóstol hace eco de las palabras mismas que el Salvador usara para dirigirse a él, que era “Saulo”, el gran y terrible perseguidor:
“Yo soy Jesús, a quien tú estás persiguiendo; pero levántate y ponte sobre tus pies, ya que con este propósito me he aparecido a ti … librándote del pueblo y de los gentiles, a los cuales yo te envío para que abras sus ojos, a fin de que se vuelvan de las tinieblas a la luz, y del poder (o, jurisdicción) de Satanás a Dios; para que reciban perdón de pecados y una herencia entre los santificados por la fe en mí” (Hch. 26:15b–18, citado en parte).

Por esto, pues, Pablo escribe: y quien nos rescató. El Padre nos atrajo hasta él, liberándonos de nuestra miserable condición. 

El verbo rescató del presente contexto, implica tanto la oscuridad y miseria del todo irreparable, en la cual, al estar apartados de la misericordia de Dios, “nosotros” (los colosenses, Pablo, etc.) estuvimos andando a tientas, como también la gloriosa pero ardua labor redentora que era necesaria para libertarnos del estado desdichado en que nos encontrábamos. 

El Padre nos rescató mediante el envío de su Hijo, quien se hizo hombre (Col. 1:22; 2:9; cf. Gá. 1:15, 16; 4:4, 5), con el propósito de:

a. morir por nuestros pecados en la cruz (Col. 1:22; 2:14; cf. Gá. 2:20; 6:14), y
b. resucitar y subir al cielo, desde donde derrama su Espíritu dentro de nuestros corazones (Col. 3:1; cf. 2 Ts. 2:13; Jn. 16:7), para que nosotros, habiendo sido llamados (Co. 1:6, 7; cf. Gá. 1:15, 16; Fil. 3:14), fuésemos “vivificados” (Col. 2:13; cf. Ef. 2:1–5; Jn. 3:3; Hch. 16:14), y aceptásemos a Cristo Jesús como nuestro Señor mediante un acto de conversión genuino, y fuésemos entonces bautizados (Col. 2:6, 12; cf. Hch. 9:1–19).

Todo este proceso se incluye en las palabras, “nos rescató”, y esto del dominio de las tinieblas, la esfera en la que Satanás ejerce la jurisdicción que usurpara (Mt. 4:8–11; Lc. 22:52, 53; cf. Hch. 26:18), dominando sobre los corazones, las vidas y las actividades de los hombres, como también sobre todos “los poderes del aire” y “las huestes espirituales de maldad en los lugares celestiales” (Ef. 2:2; 6:12). (Para el significado de luz y tinieblas véase arriba sobre el v. 12) 

Eramos esclavos impotentes sin esperanza, encadenados en la prisión de Satanás por nuestros pecados … hasta que vino el Conquistador para rescatarnos (cf. 2 Co. 2:14). Dios nos rescató en Cristo y nos trasladó al reino del Hijo de su amor. 

Nos sacó del oscuro y lúgubre reino de los ideales falsos e imaginarios para introducirnos en la tierra bañada por el sol del conocimiento claro y la expectación realista; nos sacó de la aturdidora esfera de los deseos pervertidos y los apetitos egoístas al bienaventurado reino de los anhelos santos y las gloriosas abnegaciones; nos sacó de la miserable mazmorra de cadenas intolerables y agudos lamentos al palacio de una libertad gloriosa y de hermosas canciones.

      “De servidumbre, noche y dolor
         Vengo, Jesús, vengo, Jesús;
      A libertad, solaz, luz y amor
         Vengo, Jesús, a ti.
      De mi pobreza y enfermedad
         A tu salud y prosperidad,
      A ti con toda mi gran maldad.
         Vengo, Jesús, a ti.

      Ya de la tumba y de su terror
         Vengo, Jesús, vengo, Jesús;
      Al hogar tuyo de luz y amor
         Vengo, Jesús, a ti.
      De mi inquietud y falta de paz,
         A tu redil y dulce solaz;
      Al cielo do podré ver tu faz
         Vengo, Jesús, a ti”.
                               (W.T. Sleeper)

Es probable que esta sobresaliente expresión figurada fuera una que los desinatarios—tanto gentiles como judíos—entendiesen fácilmente. Ellos sabían que los gobernantes terrenales a veces trasladaban al pueblo conquistado de una tierra a otra (2 R. 15:29; 17:3–6; 18:13; 24:14–16; 25:11; 2 Cr. 36:20; Jer. 52:30; Dn. 1:1–4; Ez. 1:1; véase también Introducción, II. La ciudad de Colosas, C). De la misma forma, también “nosotros” hemos sido trasladados, y esto no de la libertad a la esclavitud, sino de la esclavitud a la libertad. Por tanto, permanezcamos firmes en esta libertad. No vayamos a pensar que nuestra liberación es tan sólo de un carácter parcial, o que por medio de ritos místicos, penosas ceremonias, culto a ángeles o cualquier otro medio (tanto en ese entonces como ahora) debemos lograr lentamente nuestra salida del pecado a la santidad. Hemos sido libertados de una vez por todas. No hemos sido trasladados de las tinieblas a una especie de semitinieblas, sino de la oscuridad lúgubre a la “luz maravillosa” (1 P. 2:9). Ya estamos en este momento dentro “del reino del Hijo de su (del Padre) amor”. Aquí tenemos lo que podría verdaderamente llamarse “escatología realizada”. En esta vida presente ya estamos en principio participando de la gloria prometida. Dios ya comenzó una buena obra en nosotros, y por lo que respecta al futuro cada uno de nosotros puede testificar:

         “Tu obra en mi corazón
         Tendrá de ti la perfección”
                                (Sal. 138:8; Fil. 1:6).

“Nosotros” hemos recibido el Espíritu Santo. Y las “arras” (primera cuota y prenda) de nuestra herencia (Ef. 1:14; cf. 2 Co. 1:22; 5:5) consisten en su presencia morando en nosotros. Es la garantía de una gloria venidera que es aún mucho más grande. Esto se desprende también del hecho de que Cristo, quien mereciera esta gloria para nosotros, es “el Hijo del amor del Padre”. 

El es tanto el objeto de su amor (Is. 42:1; Sal. 2:7; Pr. 8:30; Mt. 3:17; 17:5; Lc. 3:22) como la manifestación personal de éste (Jn. 1:18; 14:9; 17:26). ¿Cómo, pues, el Padre no nos dará “juntamente con él” todas las cosas libremente? (Ro. 8:32). Hemos sido trasladados al reino del Hijo del amor de Dios, en quien tenemos nuestra redención, esto es, nuestra liberación como resultado del pago de un rescate. 

Así como en conformidad a la antigua ley de Israel, la vida que estaba condenada y destinada a la muerte podía ser liberada por un precio (Ex. 21:30), de la misma forma también nuestra vida, perdida a causa del pecado, fue rescatada por el derramamiento de la sangre de Cristo (Ef. 1:7). 

También podemos añadir la observación de A. Deissmann, “Cuando alguien escuchaba la palabra griega λύτρον, precio del rescate (en la cual está basada la palabra ἀπολύτρωσις, redención, rescate o liberación por el pago de un precio) … era cosa natural que pensara en el dinero que compraba la emancipación de los esclavos”. Por lo tanto, “en él”, esto es, mediante nuestra unión espiritual con él (Col. 3:1–3), tenemos redención plena y libre. Por consiguente, esta redención es emancipación de la maldición (Gá. 3:13), y particularmente de la esclavitud al pecado (Jn. 8:34; Ro. 7:14; 1 Co. 7:23), una liberación que resulta en una verdadera libertad (Jn. 8:36; Gá. 5:1). Por el pago que Cristo hizo del rescate y mediante nuestra fe en él, hemos obtenido del Padre el perdón o remisión (cf. Sal. 103:12) de nuestros pecados. 

Las cadenas que nos tenían atrapados han sido rotas. Aunque sólo aquí y en Ef. 1:7 (perdón de … transgresiones) el apóstol usa esta expresión “perdón de pecados” (la cual aparece con mucha frecuencia en el Nuevo Testamento), y aunque Pablo generalmente nos transmite una idea similar por palabras y frases que pertenecen a la familia de la “justificación por la fe”, con todo él conocía bien la idea del perdón de los pecados, como se puede ver por Ro. 4:7; 2 Co. 5:19; y en Colosenses por 2:13 y 3:13. De hecho, en Colosenses la idea del perdón hasta es enfatizada. Véase la nota 131.

La justificación y la remisión son inseparables. Así también lo son la redención y la remisión, aunque a veces esto fue negado. Así, Ireneo en su obra Contra herejías I.xxi.2, escrita cerca de 182–188 d.C., nos habla acerca de ciertos herejes de sus días, que enseñaban que en esta vida la salvación se llevaba a cabo en dos etapas, que son las siguientes:
a. La remisión de pecados en el bautismo, que fue instituido por el Jesús visible y humano;
b. La redención en una etapa subsecuente, mediante el Cristo divino, el que descendió sobre Jesús. En esta segunda etapa, la persona a la cual ya se le habían perdonado sus pecados, alcanzaba la perfección y la plenitud.

Es posible, considerando pasajes como Col. 2:9, 10; 4:12, que los maestros del error ya estuviesen diseminando en Colosas este concepto o bien uno similar. Sea como fuere, el apóstol escribió estas palabras en virtud del Espíritu Santo, quien conoce todas las cosas aun antes que acontezcan, y que, por lo tanto, puede dar advertencias que sean aplicables tanto en el futuro como en el presente. Sus palabras indican claramente que cuando un pecador es sacado fuera de la potestad de las tinieblas y trasladado al reino de luz, él debe ser considerado como habiendo sido redimido, y que esta redención implica el perdón de los pecados.
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