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biblias y miles de comentarios
Libertad del abuso sexual femenino
El ciclo de pecar, confesar, pecar, confesar, pecar, «me doy por vencido» es más común en las esclavitud. Supongamos que el perro del vecino se haya metido al patio porque usted dejó abierto el portón. Ahora la mandíbula del perro se ha prendido de su pantorrilla. ¿Se golpea usted o al perro?
Con todo el dolor del alma y conscientes de haber dejado una puerta abierta al pecado, clamamos a Dios por su perdón. Adivine lo que hace Dios: ¡Nos perdona! Había dicho que lo haría, pero el perro todavía está adentro. En vez de la rutina de pecar y confesar, la perspectiva bíblica completa es pecar, confesar y resistir: «Someteos pues a Dios. Resistid al diablo, y él huirá de vosotros» (Santiago 4:7).
En nuestro mundo occidental nos portamos como si los únicos actores en el drama fuéramos nosotros y Dios, lo cual no es cierto. Si fueran sólo usted y Dios, entonces o usted o Dios tendría que llevar encima la culpa de los espantosos estragos cometidos en este mundo. Creo que Dios no es el autor de la confusión ni de la muerte, sino del orden y de la vida. El arquitecto principal de la rebelión, del pecado, de la enfermedad y de la muerte es el dios de este mundo: el padre de las mentiras (Juan 8:44).
Sin embargo, «el diablo me empujó» no forma parte de mi teología ni de mi práctica. Es nuestra la responsabilidad de no dejar que el pecado reine en nuestros cuerpos mortales (Romanos 6:12). Pero sería el colmo del juicio farisaico y del rechazo humano tratar como culpables principales y a las personas atadas y echarlas por no lograr poner orden.
Si usted fuera testigo de una violación sexual de una niñita que dejó la puerta abierta y los intrusos malévolos se aprovecharon de su descuido, ¿no haría caso a los abusadores y confrontaría únicamente a la niña? De ser así, esa niñita llegaría a concluir que hay algo maligno en su ser, que es lo que han experimentado Nancy y muchas otras como ella. Aprendamos por medio de su historia.
* * *
La historia de Nancy
Parecíamos una familia normal y feliz.
Mis padres eran jóvenes y no eran cristianos. Cuando yo nací tenían dos años de casados, y su matrimonio estaba tambaleante. Luego se agregaron a la familia dos hermanos y una hermana y las fotos de esa época muestran que parecíamos una familia normal y feliz. Papá era guapo y mamá también era bonita. La mayoría de las fotos fueron tomadas cuando la familia estaba lista para ir a la iglesia un domingo de resurrección, el único día del año en que asistíamos a la iglesia.
Nos mudábamos a menudo, por lo que asistí a ocho escuelas distintas antes de entrar a la secundaria, en dos colegios diferentes.
Mi padre me decía que yo era su hija favorita. Luego me tocaba.
Mi padre tenía un problema de drogas y de alcohol, entraba y salía de la cárcel porque robaba para obtener lo que necesitaba para alimentar el vicio. Hasta rompió mi alcancía para sacar el poco dinero que tenía, y una vez vendió todas las lámparas de la casa. Se iba por un par de días y luego regresaba totalmente ebrio y agresivo, quebrando muebles, cuadros y cristalería. No era nada raro que cuando se enojaba destruyera las cosas.
Cuando tenía tres años de edad mi padre me dijo que podía dormir en su cuarto mientras mi madre trabajaba. Recuerdo estar acostada en la cama de mis padres, mi papá hablándome como si fuera su esposa. Me decía que me amaba más que a mi madre y que yo era su hija favorita. Entonces me tocaba sexualmente. No tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo, sólo que esto hacía feliz a papá y entonces me trataba bien. Me advertía que jamás le contara a mi mamá porque ella no lo comprendería. Fue entonces cuando empecé a masturbarme, generalmente varias veces al día.
Fue una época muy confusa para mí. A veces me sentía dividida entre mis padres porque otras noches, cuando mi madre estaba en casa, mi padre me pegaba y me tiraba contra la pared. Una noche tomó una cobija, la arrojó sobre mi cuerpo entero y se sentó en ella. No podía respirar ni ver la luz. Al principio mi madre sólo se rió, pero luego le gritó a papá que se levantara. Esa experiencia fue una de las primeras veces en que recuerdo haber estado fuera de mi cuerpo observando lo que sucedía.
Otra vez mi papá nos emborrachó a mi hermanito y a mí. Nos daba a probar lo que tomaba y luego nos daba vueltas y observaba nuestra cómica manera de caminar.
Cada dos o tres meses mamá dejaba a papá y nos íbamos una temporada a donde mis abuelos hasta que papá decía: «Lo siento; no lo vuelvo a hacer». Entonces regresábamos a vivir con él. Durante esos períodos de separación siempre estuve con mamá, y me alegraba mucho porque me daba muchísimo miedo quedarme totalmente sola con mi padre.
La casa estaba destruida totalmente, peor que de costumbre. Papá estaba parado sobre nosotros con una pistola.
Una vez, cuando tenía cerca de cinco años, Papá llegó a casa y hubo el común destrozo de muebles y cuadros; pero esta vez fue diferente. Era muy tarde en la noche y mamá y yo estábamos levantadas pero estábamos empacando para irnos, como hacíamos a menudo. Esta noche, en particular, estábamos agachadas en un rincón de su dormitorio. La casa estaba totalmente destrozada, peor que nunca, y papá estaba de pie sobre nosotras con una pistola apuntando a la cabeza de mi madre. Nos dijo:
«Ahora sí, voy a jalar el gatillo».
Mamá me abrazó fuertemente y le rogó que no la matara. Lloré y oí que el gatillo sonó, pero no hubo explosión. Mamá había botado las balas, y la pistola que papá creía tener cargada estaba vacía; aunque mamá no estaba segura si él habría conseguido o no más balas.
Con eso, papá se enojó mucho más y levantó a mamá y la arrojó al otro lado del cuarto. Mamá me dijo que me fuera corriendo donde los vecinos, cosa que hice. Vino la policía y se llevó a papá, me quedé toda la noche en casa de los vecinos, durmiendo sola en una cama extraña y llorando como jamás lo había hecho antes. Quería que mamá me abrazara, pero no estaba allí. No sé a dónde fue pero cada vez que las cosas andaban mal me tenía que quedar en otro lado sin mamá. Todavía no entiendo a dónde iba ni por qué no quería llevarme con ella.
Amaba a mamá, pero nunca sentí que ella me amara. Sabía que papá me amaba, sin embargo me asustaba.
Otra vez estaban peleando, papá tenía un cuchillo y mamá una botella quebrada. Recuerdo el conflicto en mi mente en cuanto a quién quería que ganara. Amaba a mamá pero nunca sentía que ella me amaba. Sabía que papá me amaba pero me asustaba mucho. Esta vez papá logró cortar la garganta de mamá y darle una paliza, por cuanto una vecina la tuvo que llevar al hospital donde permaneció varios días. Por supuesto, me quedé en casa de una amiga … otra vez sola.
Pensaba que mis padres amaban más a los animales que a la gente. Una vez papá trajo un perro a casa porque alguien lo había estado maltratando. Mis padres se compadecieron de él, lo mimaron, le dieron comida extra y hablaron de lo terribles que habían sido sus dueños anteriores. Recuerdo que me sentía celosa del perro, pues deseaba que mis padres fueran buenos «dueños» de mí.
Cuando cumplí seis años de edad, ya papá había estado varias veces en la cárcel y mi madre al fin lo dejó. Nos mudamos a vivir con mis abuelos por un par de años y luego nos fuimos a otra casa en el mismo pueblo.
Constantemente hablaba sola, diciendo cuánto necesitaba masturbarme para sentirme mejor. Soñaba con los niños de la clase en la escuela y simulaba que estábamos haciendo el amor. Una vez, mientras me masturbaba viendo televisión mi madre entró al cuarto y me estuvo mirando. Al principio no la vi, pero cuando lo hice, simplemente me sonrió y me dijo que eso era normal.
Había momentos, mientras me bañaba, que viajaba fuera de mi cuerpo y soñaba con que yo misma me ahogaba. Lo sentía agradable, pero a la vez me asustaba. Llenaba la bañera hasta donde pudiera, me metía y me veía entre el agua, boca arriba y muerta.
Las sombras salían del ropero de mi abuela. Oía voces y algo se movía en todo el cuarto.
Me quedaba cuanto tiempo pudiera donde mi abuela y veía cosas extrañas: sombras que entraban y salían de su ropero, voces y ruidos y cosas que se movían en el cuarto. Una vez mi escoba de juguete, salió volando hasta el otro lado del dormitorio. Al principio estas cosas me asustaban, pero después disfrutaba tratando de hacerlas mover.
Mi abuela nos dio un tablero de la ouija para que jugáramos mi hermano y yo. Fue en esta época que le pedí a mi hermano que durmiera conmigo. Nos besábamos y nos agarrábamos de la mano, pues lo amaba tanto y sentía que no había otra forma de mostrarle cuánto lo quería (¡oh, cómo te odio, Satanás!).
Me dieron un perro y lo miraba, pensando: «Te amo de todo corazón». Dejaba que me lamiera y por un tiempo me hacía sentir bien, pero luego me deprimía. Un día lo miré y me pregunté cómo sería si se muriera. En pocos minutos salió corriendo a la calle donde lo atropelló un auto matándolo de inmediato. Recuerdo que otros sueños también resultaron ciertos.
Cuando tenía unos siete años asistí a una iglesia en el barrio. Me gustaban los cantos y la gente parecía muy buena, pero jamás recuerdo que alguien me preguntara quién era yo ni por qué estaba allí sola.
Escribía historias acerca de fantasmas amigables. Así que pensé que los fantasmas que veía en su casa también eran buenos.
Mis abuelos no dormían juntos. Más tarde supe que mi abuelo había tenido relaciones con otra mujer y mi abuela le había dicho que se podía quedar; pero jamás volvieron a dormir juntos, por lo que yo dormía con mi abuela. Ella escribía cuentos y me los contaba, cuentos que por lo general eran de fantasmas amistosos, y por eso yo creía que los fantasmas que veía en su casa eran buenos.
Mi abuelo me amaba y me decía que yo era su nieta favorita. Dormía con él también, pero jamás me tocó de manera inapropiada, me gritó ni me hizo ningún daño. Conversábamos y jugábamos en el comedor y él tocaba su guitarra y me cantaba. Aun cuando había cosas extrañas en su casa, en mi experiencia fue lo más cercano a una familia feliz.
Mi madre se volvió a casar y nos fuimos de allí. Los primeros años de su matrimonio parecían normales. Nos castigaban, pero no nos golpeaba. Participaba en el grupo de niñas exploradoras, en clases de zapateado, en gimnasia y sacaba buenas notas. Pero siempre seguí escuchando voces que decían: «Eres fea y estúpida. Esto se va a acabar y tu verdadero padre vendrá a agarrarte».
Empecé a soñar que me moría, por lo que me quedaba tendida en la cama rogándole a Dios que me ayudara:
«Por favor, que haya algo que no sea la muerte, algo que sea más allá de la muerte». Soñaba que mis abuelos se iban a morir, que nunca los volvería a ver. Soñaba que mi madre se moría. Llegó a convertirse en tal obsesión, que no me dejaba dormir hasta que pensara en la muerte de alguno de mis familiares, y luego lloraba hasta quedar dormida.
Asistí a una iglesia con una amiga cristiana y me presenté al altar cuando dieron la invitación, deseando de corazón que alguien me amara y me ayudara. Pero este no era el momento ni el lugar. El consejero dijo que tenía que «morir bajo la cruz» para poder hablar en otro lengua. Mi amiga me dijo que después me caería para atrás, pero que no me asustara.
Unas treinta personas a mi alrededor empezaron a orar, algunos en lenguas y otros no. Hacía calor y yo simplemente quería regresar a casa, por lo que se me ocurrió hablar en jerigonza y caerme, cosa que hice. Todo mundo se emocionó mucho porque ahora yo era «cristiana». Sabía que los había burlado y estaba confundida, preguntándome si no sería que los cristianos eran falsos.
Jugábamos en el vivero, nos tomábamos de las manos y nos besábamos.
Cuando estaba en la escuela primaria me cuidaba una muchacha solo unos años mayor que yo. Nos quitábamos la ropa y nos acostábamos una encima de la otra en el suelo de la sala. A veces pasaba la noche en su casa y jugaba conmigo desnuda.
En los veranos visitaba la casa de mis abuelos, y el verano después de terminar quinto grado me llevé conmigo a una amiga.
Jamás había tenido deseos homosexuales, pero ese verano fue distinto. Jugábamos en el vivero y yo le decía que era mi esposa o que yo era la suya, nos tomábamos de la mano y nos besábamos. Una cosa conducía a otra y terminábamos en el piso, dando vueltas las dos hasta que yo terminaba masturbándome. No creo que ella lo hizo jamás, y parecía un poco nerviosa, pero siempre estaba dispuesta a jugar así varias veces al día.
Cuando regresamos a casa nos metimos a los arbustos y tratamos de jugar de nuevo, pero esta vez no nos pareció bien y no lo volvimos a hacer. Mantuvimos nuestra amistad durante todos nuestros años escolares pero jamás volvimos a mencionar los veranos juntas.
El año siguiente llevé a otra amiga a casa de mi abuela. Esta vez nos quedamos en el dormitorio leyendo revistas y representando las historias que leíamos en las mismas.
La voz me decía: «Imbécil. Eres tan estúpida y fea que nadie te va a querer».
En mis primeros años de secundaria, mi madre y mi padrastro peleaban cada vez más. Me sentía culpable de sus pleitos, pero peor me sentía por mi problema de masturbación. No le podía contar a nadie ni preguntar si realmente era algo normal, aunque también sabía que no lo podía. Trataba al máximo de dejar de hacerlo pero siempre oía esa voz que me decía: «No, está bien. Todo el mundo lo hace». Entonces más tarde la misma me decía: «Imbécil. Eres tan estúpida y fea que nadie te va a querer».
Cuando cursaba los últimos tres años de secundaria, la mentira se convirtió en algo muy importante en mi vida. Deseaba tener amistades y disfrutar de la vida, pero me sentía estúpida e inferior, por lo que inventaba historias para verme mejor a los ojos de los demás y para sentirme mejor.
Salía mucho con muchachos y dejaba que hicieran conmigo lo que quisieran, hasta llegar al punto inmediatamente anterior al acto sexual, podía terminar a solas esa sensación en casa. Por supuesto que los muchachos no sabían eso, por lo que tenía fama de atormentadora. Varios me dijeron que los volvía locos por el sexo, lo que me hizo sentir desprecio por mí misma, culpabilidad, sucia por dentro y por fuera, fea y fracasada.
Finalmente ocurrió lo inevitable. Realicé el acto sexual con un muchacho en el asiento delantero de su auto fuera de un teatro al aire libre. Realmente no fue doloroso; no fue nada. Volvimos a su casa porque su papá era alcohólico y nunca estaba. Nos bañamos juntos y le hice bailes sexuales.
Cuando llegué a casa me esperaba mi padrastro, como siempre. No hablamos mucho, simplemente nos miramos y me fui a acostar, sintiéndome entumecida mientras dormitaba pensando en todo lo sucedido esa noche. A la mañana siguiente, llamé al muchacho y le dije que no quería volverlo a ver jamás y a todos en la escuela les conté que era un perdedor.
Luego le pregunté a mamá que si una se podía vestir de blanco en la boda aunque no fuera virgen. Ella se limitó a decir: «Puedes vestirte como quieras».
Me sentí rechazada, hubiera deseado que por lo menos me hubiera preguntado qué pasaba.
Recuerdo lo bien que me sentía de niña en la iglesia, y ahora volvía a sentir lo mismo.
Después de una de las mudanzas de nuestra familia yo viajaba en ómnibus a mi nueva escuela, donde había decidido que no haría amistad con nadie, porque odiaba el lugar y odiaba a mi padrastro por habernos trasladado otra vez. Se sentó a mi lado una alegre muchacha que era animadora de los partidos deportivos. En sus manos tenía un trofeo y en su cara una gran sonrisa. Sólo le di una mirada de reojo. Yo había participado en esa misma actividad en el colegio de donde me acababa de mudar y no me hacía gracia que me recordara todo lo que había tenido que dejar atrás.
Habló todo el camino al colegio y terminó invitándome a ir con ella al grupo de jóvenes de su iglesia. No tenía la menor idea qué era un grupo de jóvenes de una iglesia y tampoco me iba a hacer amiga de ella. Sin embargo, después de viajar juntas en el ómnibus por varias semanas al fin estuve de acuerdo en acompañarla.
Fue una sorpresa encontrarme con un grupo de muchachas que cantaban, reían y leían sus Biblias. Recuerdo lo bien que me sentí de niña en la iglesia y volví a sentir lo mismo ahora. Mis voces me decían: «¡No! Estos muchachos no te van a querer. Eres estúpida por estar aquí». Pero la chica que conocí en el ómnibus siguió siendo mi amiga y al final de ese año escolar le pedí a Cristo que entrara en mi vida y me bauticé.
Me sentí muy entusiasmada con el Señor. Al fin había encontrado a alguien que jamás me dejaría, ni me pegaría, ni me obligaría a hacer cosas malas, alguien que siempre me amaría. A todo el mundo le contaba de Jesús y andaba por toda la casa, para arriba y para abajo con mi Biblia, citando versículos. Empecé un estudio bíblico con mis hermanos y orábamos juntos y hablábamos del amor de Cristo.
Tomé todo el dinero que encontré en casa y me fugué.
En mi último año de secundaria, mi madre y mi padrastro tuvieron un pleito muy violento. Estaba aterrorizada y sentía que no podría aguantar que se volviera a repetir lo que sucedía con mi padre natural, por lo que tomé todo el dinero que encontré en la casa y me di a la fuga.
Salí en auto a otro estado y me fui a vivir con un muchacho a quien había conocido anteriormente. Las voces dentro de mí empezaron de nuevo, diciendo: «¡Ramera! ¿Y dices ser cristiana?»
Después de un tiempo mi novio y yo rompimos y regresé a casa, pero mi padrastro no quería que me quedara. Una noche asistí a una actividad deportiva en la universidad bíblica local, pues en medio de todo lo ocurrido, anduve siempre con la fachada de ser cristiana y de que Dios es muy grande.
Sin embargo, durante el partido sólo pude pensar en mi situación: me había fugado de la casa, había vivido con un muchacho y ahora no tenía dónde vivir. En ese momento se volvió hacia mí la muchacha sentada a mi lado y me preguntó si necesitaba donde vivir. Le pregunté si podía leer la mente porque sí me hacía falta. Me mudé a vivir con ella y con otras dos muchachas, me enteré que era lesbiana y que pensaba que yo era atractiva. Pero esa fue una relación en la que jamás me metí.
Le fue difícil aceptar algunas cosas de mi vida. Sin embargo, me dijo que de todos modos me amaba.
Una de las muchachas con las que vivía tenía un hermano que me gustaba, pero ella trataba de cuidar su inocencia y realmente no quería que yo saliera con él. A pesar de ello, empezamos a salir y fue una relación distinta a cualquier otra que había tenido. Sabía que Jim me quería, ¡me amaba de verdad!
Al poco tiempo de comprometernos, le jugué sucio. Me sentí tan culpable que le devolví el anillo de compromiso, pero no quiso romper la relación. Estaba confundida, me masturbaba todavía y no comía bien. En mi corazón añoraba que me amara y se quedara conmigo, pero me porté mal con él.
Decidí que el hombre con quien me casara tendría que conocer la verdad respecto a mí, así que le conté mi pasado. Creció en un hogar cristiano muy estricto y protegido, y le fue difícil aceptar algunas de las cosas en mi vida, pero me dijo que de todos modos me amaba. A los siete meses nos casamos.
Antes de casados nunca nos habíamos acostado juntos, pero después nuestra relación sexual fue muy anormal. Yo era adicta al sexo, no sólo con mi marido sino también con la masturbación. Esto creaba tensión entre nosotros y peleábamos, por lo que empecé otra vez a sentirme sucia y sola.
Nuestros primeros diez años de matrimonio fueron turbulentos. Jim asistía a un instituto bíblico, trabajó con una corporación por siete años y luego entró oficialmente al ministerio. Me entusiasmaba ser la esposa de un pastor y me impuse expectativas muy altas, de ser perfecta y de estar siempre dispuesta a ayudar a los demás.
Teníamos dos hijos pero yo no era muy buena madre. Les pegaba mucho y me deprimía fácilmente. Sentía que mi vida era un desperdicio; el suicidio llegó a ser una idea diaria. Alternaba entre arranques de ira y pedir perdón. Quise estar cerca de Dios pero no lo sentía.
Cuando quedé embarazada por tercera vez, gran parte de mí quería abortar, pero una partecita decía: «Ama a esta criatura».
Mi marido estaba contento con el embarazo, pero peleábamos todavía más y mis cambios de temperamento se descontrolaron del todo. Llegó el bebé y no sabía cómo cuidar a otro hijo. Lo único que quería era dejar esta vida, pues estaba deprimida y aburrida, y me sentía fea, estúpida, indeseable y solitaria.
Mientras tanto, en la iglesia y en las reuniones parecía que yo le gustaba a todo el mundo. Normalmente era el centro de atención en las fiestas, pero esa era una fachada. Nadie me conocía en verdad.
Estuve muy cerca de tener relaciones con uno de los diáconos casado con mi mejor amiga. Jamás pasé de la etapa de hablar, pero me sentí muy tentada y sumamente confundida. Dentro de mí, una voz me decía: «Hazlo. Nadie se va a dar cuenta». Pero otra decía: «Sé fiel a tu marido». Después de esto perdí interés por el sexo con Jim, pero seguí con el problema de la masturbación.
Veía sombras atravesando rápidamente el pasillo. Intenté matarme.
Mi padrastro murió y nos llevamos a casa su sillón favorito. Cada vez que me sentaba en el sillón y miraba por el corredor veía sombras saltar de los cuartos de los niños hacia el dormitorio al otro lado del pasillo. Al principio creí que era porque estaba cansada, pero luego me enteré que mi marido y otros también las vieron.
Una noche se paró una figura al pie de mi cama y me miró fijamente. Era alto y moreno, con un niño pequeño a su lado. Estas apariciones volvieron de vez en cuando por varios meses. Me deprimía cada vez más, hasta que intenté matarme varias veces con pastillas. Hablaba de morir y entonaba canciones acerca de la muerte. Le dije a mi marido que era la única forma en que tendría paz, entonces todo estaría tranquilo y yo estaría con Dios.
Como me volvía cada vez más taciturna, Jim empezó a irse de casa por las noches llevándose a los niños los fines de semana. No sabía qué hacer, por lo que salía huyendo para esconderse. Yo permanecía en cama durante dos o tres días manteniendo la puerta con llave y con un rótulo para evitar que me molestaran. Mientras tanto, Jim me disculpaba con la iglesia, diciendo que yo estaba enferma.
Varias veces nuestro hijo mayor llamó una ambulancia porque le pareció que me estaba muriendo. Me llevaban a la sala de emergencias, me hacían pruebas, me decían que todo estaba bien y me devolvían a casa. Una vez recordé el nombre de un pastor y clamé desesperadamente que lo llamaran para que me ayudara. Jim no estaba en casa, pero la muchacha que cuidaba a los niños lo llamó. Oró conmigo y me refirió a un consejero cristiano a quien consulté durante tres meses.
El consejero empezó diciendo que yo era cristiana y él también pero que este no era un problema espiritual. Me dijo que había recibido maltrato de varios hombres en mi vida, que estaba demasiado atareada y que no me estaba enfrentando con la niña dentro de mí. Una vocecita interna dijo: «¿Pero dónde está Cristo en todo esto?» Sabía que las respuestas tenían que estar en Él, pero simplemente no lograba alcanzarlas. Finalmente dejé de visitar al consejero.
Uno de nuestros hijos empezó a ver «cosas» y a tener pesadillas.
Un día decidí que ya era hora de actuar, por lo que llevé la silla de mi padrastro al mercado de las pulgas y la vendí. Después ya no volvimos a ver fantasmas en casa. Renuncié a mi trabajo porque allí también estuve viendo fantasmas. En ese momento empecé a tener un estudio bíblico diario.
Jim y yo nos empezamos a llevar mejor y las cosas llegaron a ser casi normales, aunque todavía deseaba morir para que él pudiera encontrarse una mejor esposa y nuestros hijos una madre buena que no se encogiera cuando le dijeran: «Mami, te amo». Entonces a Jim le ofrecieron otro trabajo y nos mudamos, deseando desesperadamente que esta nueva situación nos ayudara.
En el nuevo lugar, uno de nuestros hijos empezó a ver «cosas» y a tener pesadillas. No podíamos dejarlo solo. Veía a un hombre rubio correr por su dormitorio y salir por la puerta. Una noche, cuando tenía cuatro años de edad, nos dijo: «Necesito que el Señor viva en mí».
Recibió a Cristo en su vida, y no sólo desaparecieron las apariciones y las pesadillas, ¡sino que también sanó inmediatamente de los graves ataques de asma que lo tenían con medicamentos y con un respirador! Hoy en día, si le preguntan sobre el asunto, siempre dice que: «Dios me sanó».
Después de ese breve período y estar casi normales, el nuevo empleo se volvió un desastre. Empecé a masturbarme de nuevo, peleando y mintiendo. Despidieron a mi marido y nos mudamos a otro lugar, donde Dios suplió milagrosamente una casa y otro empleo con el personal de una iglesia. Contentos con esa nueva situación pasamos un tiempo muy bien, pero de nuevo llegó la depresión. No podía desempeñar mis funciones y de nuevo quería morir. No tenía amistades; ni en quien confiar. ¿Quién iba a comprender lo que eran voces, fantasmas, depresiones tremendas y la obsesión por morir? Llevaba una doble vida, trataba de ayudar en la iglesia, aun presentándole el Señor a unas personas, mientras que en casa era histérica e iracunda. Tenía engañado a todo el mundo, menos a mi familia. Sentía que me volvía loca.
Un médico me diagnosticó el problema como síndrome premenstrual y me contó que había una pastilla nueva. Yo creía que un cristiano podía tener problemas físicos, pero en el caso mío el problema era de la mente y sabía que de algún modo tendría que ponerle fin a este tormento mental.
Sentía miedo … miedo de bañarme por temor a que la cortina de baño me envolviera y me matara … temor de contestar el teléfono por no querer hablar con nadie … temor de ser responsable, pues ya no era la persona a quien le encantaba planear, organizar y realizar grandes actividades … temor a las caras en el espejo de mi cuarto … y temor a manejar el auto de noche porque figuras y culebras aparecían en los focos.
Las oraciones tenían respuesta y nuestro ministerio en la iglesia crecía.
En una librería cristiana encontré un cuaderno para la oración y Jim me lo compró, pues estaba muy desesperado y hacía cualquier cosa para ayudarme. Mientras tanto me decía que Dios nos sacaría de esto, oraba por mí constantemente y esta vez no se enfrascó en su trabajo.
Me traje el portafolio de oración a casa y empecé a tener estudios bíblicos todas las mañanas. Había predicado a otros de la importancia del estudio diario, pero jamás lo había podido cumplir en mi propia vida. Empecé a tener ese rato diario con Dios y fue maravilloso. Las voces negativas cesaron, por un tiempo dejé de masturbarme, las oraciones tenían respuesta y creció nuestro ministerio en la iglesia.
Me sentía tan asustada y enferma que deseaba que Neil cancelara la actividad.
En preparación para un congreso acerca de «Cómo resolver conflictos personales y espirituales» en nuestra iglesia, mostraron una película donde Neil hablaba y algunas personas daban testimonios. Mientras lo veía empecé a sentirme enferma y quise salir corriendo, pero me quedé por el qué dirán. Camino a casa le dije a Jim que no quería asistir al congreso, que ya me sentía mejor. Pensaba que mientras estudiara y orara todas las mañanas estaría bien. Hablamos del asunto, luego dejamos el tema y me sentí tranquila, pues todavía faltaban dos meses.
En las semanas anteriores al congreso hubo mucho alborozo en la iglesia. Todo el mundo hablaba de lo interesante que iba a ser e invitaban a sus amistades. Decidí que iría sólo para aprender a ayudar a otros y para apoyar a Jim. Entonces comenzó de nuevo el tormento: no podía orar, me enojaba por cualquier cosa y volví a masturbarme. Me sentía tan asustada y enferma que deseaba que Neil cancelara la actividad.
La primera noche del congreso estuve sentada haciéndome la que estaba totalmente tranquila, tomando apuntes como si no me afectara. Pero la tercera noche ya no podía concentrarme y nada tenía sentido. Sentía que me vomitaría o que lloraría. Escuché voces, tuve pensamientos terribles e iba cuesta abajo con rapidez, especialmente cuando Neil habló sobre la violación sexual.
Jim hizo una cita para mí con Neil y cuando me lo contó, empecé a temblar fuertemente. Cuando llegó la mañana de la cita, le dije a Jim que no había forma de que fuera a conversar con un conferenciante engreído, que simplemente me diría que estaba mintiendo y que tendría que dejar de hacer todo eso.
Jim oró y me convenció de acompañarlo a la conferencia y luego a la cita. Esa mañana lloré durante todas las sesiones. Finalmente, no aguanté más y me fui a sentar en el auto. Este conflicto interno fue el peor que jamás había experimentado en mi vida entera. Me decía: «¿Por qué vendría? ¿No sabe que no necesito su ayuda? Me gusta estar así. Estoy muy bien. ¿Por qué no se va? Va a arruinarlo todo». Ese último pensamiento era el que me seguía resonando: Va a arruinarlo todo.
Luego otra parte de mí decía: «¿Y qué podría arruinar?» Sentí tal temor que pensé guiar el auto hasta atravesar la cerca que tenía al frente y escaparme, pero no lo hice. No tenía dónde esconderme. Deseaba que me ayudaran, pero dudaba que Neil tuviera las soluciones. Entonces me enojé. Odiaba a Neil; era el enemigo. Iría a esa cita estúpida, pero ganaría.
Le dije a Neil que no me agradaba y que esto no daría resultados.
Jim me encontró en el auto y fuimos a almorzar con un amigo. Regresamos a la conferencia y casi sin darme cuenta estaba sentada en un cuarto con Neil y con una pareja, miembros de su personal. Jamás olvidaré lo que transcurrió en las dos horas siguientes y jamás seré la misma.
Primero, le dije a Neil que no me agradaba y que esto no daría resultados. De manera prosaica le conté algunas cosas respecto a mi familia. Luego empecé, sin ningún problema, con la primera oración en los pasos hacia la libertad, aunque no sabía lo que leía. Pero no pude orar cuando llegué al punto de tener que renunciar a todas mis experiencias cúlticas, al ocultismo y a lo no cristiano. Sentía que me vomitaba, mi visión se iba y volvía, sentía que me ahogaba y no podía respirar. Recuerdo que muy tranquilamente Neil le dijo a Satanás que me liberara, afirmando que yo era hija de Dios. Me sentí calmada y continué con las oraciones.
Cuando llegamos a la parte del perdón le dije a Neil que no tenía que perdonar a nadie, que amaba a todo el mundo, excepto a él en ese preciso momento. Me dijo que orara y le pidiera a Dios que me ayudara a recordar a quiénes debía perdonar. Vinieron a mi mente nombres en los que no había pensado en muchos años. Cuando empecé a orar para perdonarlos, lloré profundamente y esta vez salieron bien las lágrimas. Sentí que me quitaban un enorme peso de encima.
Pasamos por las otras oraciones y me iba sintiendo cada vez mejor. Podía respirar y me sentía amada. Cuando terminamos, Neil me sugirió que fuera al cuarto de damas y me examinara bien en el espejo. Lo hice y, por primera vez en mi vida, ¡me gustó lo que vi! Dije: «Me gustas, Nancy. Es más, te amo». Miré a mis ojos y estaba feliz porque sentí que gracias a Jesús, allí se reflejaba una persona realmente buena. Fue la primera vez en mi vida en que pude mirar el espejo sin sentir autorrepugnancia.
Esa noche tuve que manejar el auto durante tres horas para llegar a la graduación de uno de mis hermanos. Jim no pudo ir conmigo debido a sus responsabilidades con el congreso.
Miré al cielo y dije: «¡Gloria a Dios, estoy completamente libre!»
Había manejado muy poco en la oscuridad por las imágenes que veía, normalmente eran culebras blancas que saltaban hacia el auto. Una vez vi un auto envuelto en llamas pero cuando llegué al sitio no había nada. He visto a gente parando su carro y de repente no había nadie. Por eso, manejar de noche me producía muchísimo temor. Pero esa noche, durante las tres horas que maneje, no vi nada. ¡Gloria a Dios!
Al día siguiente, junto a veintiocho mil personas más, asistí a la ceremonia de graduación. Antes, las multitudes me causaban pánico. Me sentía atrapada y no podía salir, como que me ahogaba y no podía respirar, y era como si el cielo se derrumbara a mi alrededor. Sin embargo, ese día no sentí ninguno de estos síntomas. Por cierto, no fue sino hasta que salí del estadio con la gente a mi alrededor que me di cuenta que se había ido el temor. Miré al cielo y dije: «¡Gracias a Dios, soy verdaderamente libre!»
Lo que más agradecí cuando oré con Neil fue que no era una típica cita de consejería; pasamos un rato con Dios. Neil me guió en las oraciones y me ayudó a seguir adelante, pero fue Dios el que me libró de las garras de Satanás; fue Dios el que limpió la casa de mi mente.
Miré en torno a nuestro dormitorio y escuché. Estaba silencioso, verdaderamente silencioso. No habían voces.
La primera mañana en nuestra casa, después del congreso, miré en torno a nuestro dormitorio y escuché. Estaba silencioso, verdaderamente silencioso … no habían voces, ¡y no han vuelto! De vez en cuando me he sentido frustrada, pero ahora sé cómo manejar la situación.
Desde entonces nuestro hijo menor tuvo algunos temores y pesadillas. En vez de orar con temor, hablamos de quién es él en Cristo. Nuestro hijo dijo: «¡Oye! Satanás me tiene miedo. Mejor que me tengas mucho cuidado porque soy hijo de Dios».
Mi esposo y yo llevamos a una pareja a través de los pasos hacia la libertad. Ahora ellos también son libres.
Varios meses después se quedaron con nosotros, por una semana, unos amigos nuestros que eran misioneros. La esposa había sufrido mucho hostigamiento de varias maneras, incluyendo la depresión y los pensamientos de suicidio. Jim y yo los condujimos por los pasos hacía la libertad y ahora ¡ellos también son libres!
Desde que encontré mi libertad en Cristo puedo decir «Te amo» a mi marído sin oír pensamientos de Mentira, no es cierto o Este matrimonio no va a durar. Ya hace mucho tiempo que no siento depresión. No grito histéricamente a mis hijos. Ya no temo a la cortina del baño.
La masturbación ya no es un problema. Jim y yo hemos podido llevar a muchos de nuestros amigos en la iglesia por los pasos hacia la libertad, y estamos disfrutando de ver que la libertad se extiende. ¡Gloria a Dios, soy realmente libre!
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¿Le odian?
Tal vez se esté preguntando por qué Nancy, Sandy y otros expresaban odio hacia mí. Me alegra decir que no eran sus sentimientos reales, porque esos no eran ellos. A Satanás no le gusta lo que digo ni que esté ayudando a la gente a recuperar terreno donde él tenía una fortaleza. Si esto sucede cuando está ayudando a alguien, no le haga caso a esos comentarios y siga adelante. Una vez terminados los pasos, cuando ya se sientan libres, a menudo le expresarán un gran cariño. ¿Recuerda el comentario que hizo Anne en el capítulo 2? Dijo: «Inmediatamente sentí amor en mi corazón para usted, Neil».
La transferencia demoníaca
Si se puede traspasar la influencia demoníaca de una persona a otra, más que en cualquier otro momento, que yo sepa, sucederá durante el acto sexual ilícito. Cada persona abusada sexualmente con quien he trabajado ha tenido graves dificultades espirituales. La masturbación compulsiva desde la edad de tres años no es parte «normal» del desarrollo, especialmente para las niñas. Pero es un bastión muy común en aquellas alas que se han violado sexualmente. Estas mujeres casi siempre se encuentran en un estado de profunda condenación, tanto por el enemigo como por sí mismas, y con gusto se despojan de la masturbación al entender cómo renunciar su punto de entrada y hacerle frente a Satanás.
La fortaleza tiene más arraigo cuando el abusador sexual fue uno de los padres. Estos son la autoridad del hogar, y se supone que deben proporcionar la protección espiritual que todo niño necesita para desarrollarse espiritual, social, mental y físicamente. Los padres que se encuentren esclavizados pasan su iniquidad a la generación siguiente. Cuando son abusadores, abren directamente la puerta para que haya un asalto espiritual sobre su hijo. En vez de ser el paraguas espiritual de la protección, abren las compuertas de la devastación.
Vigilar lo que Dios nos ha encomendado
El principio fundamental es la mayordomía. Debemos ser buenos mayordomos de todo lo que Dios nos encargue (1 Corintios 4:1–3). En mi libro, The Seduction Of Our Children [La seducción de nuestros hijos], desarrollo este concepto más extensamente. Cada padre o madre debe saber lo que significa dedicar sus hijos al Señor y cómo orar por su protección espiritual. Como padres no tenemos mayordomía más importante que las vidas de las criaturas que Dios nos ha confiado.
Unión sexual: atadura espiritual
Cada iglesia tiene la historia de una bella señorita que se involucra con un hombre inapropiado. Después de tener relaciones con él ya no se logra apartar. Todo el mundo trata de convencerla de que no vale la pena. A veces hasta sus amistades más cercanas toman partido con sus padres, y ella sabe con certidumbre que la relación es enfermiza por el desprecio con que la tratan. ¿Por qué simplemente no le dicen que se largue? Porque la unión sexual ya ha creado una atadura «espiritual». A menos que la rompa, siempre se sentirá atada a él por algo que ni siquiera comprende.
Me llamó un pastor un día y me dijo: «Si no puedes ayudar a esta jovencita que he estado aconsejando, la van a tener que internar en la sala de siquiatría del hospital». Hacía dos años que sostenía una relación enfermiza con un muchacho que traficaba con drogas y que la trataba generalmente como un objeto sexual. El asalto mental que experimentaba era tan vivo que no entendía por qué los demás no escuchaban las voces que ella oía. Al conocer su historia, le pregunté qué haría si yo le exigiera que dejara a este muchacho y no tuviera nunca más nada que ver con él. Empezó a temblar y dijo: «Seguramente tendría que salir de esta sesión».
La guié por los pasos hacia la libertad, animándola a pedir perdón por usar su cuerpo como instrumento de maldad, a renunciar a toda experiencia sexual que Dios le hubiera revelado, y a reconocer que su cuerpo es el templo del Espíritu Santo. Su libertad recién lograda fue inmediatamente evidente para mí y para los compañeros en oración que se encontraban en el cuarto. Sin ningún consejo, dijo que también estaba libre del muchacho, y que yo sepa, jamás lo volvió a ver.
Dios desea la libertad de sus hijos
He visto que es necesaria la renuncia a todo pecado sexual. Normalmente insto a tales personas que le pidan al Señor que revele a sus mentes todo pecado sexual y toda persona con la que se hayan involucrado, ya sea como víctima o victimario. Es increíble cómo viene a la mente un torrente de experiencias. Dios desea la libertad de sus hijos. Cuando renuncian a la experiencia, están específicamente renunciando a Satanás, a sus obras y a sus caminos, y rompiendo sus ataduras. Cuando piden perdón, deciden andar a la luz con Dios. El poder de Satanás y del pecado se ha roto y la comunión con el Señor se restaura de manera muy bella.