sábado, 7 de julio de 2012

El Abuso Sexual Femenino: Otra atadura que romper por Jesucristo Todopoderoso

biblias y miles de comentarios
 
Libertad del abuso sexual femenino
El ciclo de pecar, confesar, pecar, confesar, pecar, «me doy por vencido» es más común en las esclavitud. Supongamos que el perro del vecino se haya metido al patio porque usted dejó abierto el portón. Ahora la mandíbula del perro se ha prendido de su pantorrilla. ¿Se golpea usted o al perro?
Con todo el dolor del alma y conscientes de haber dejado una puerta abierta al pecado, clamamos a Dios por su perdón. Adivine lo que hace Dios: ¡Nos perdona! Había dicho que lo haría, pero el perro todavía está adentro. En vez de la rutina de pecar y confesar, la perspectiva bíblica completa es pecar, confesar y resistir: «Someteos pues a Dios. Resistid al diablo, y él huirá de vosotros» (Santiago 4:7).
En nuestro mundo occidental nos portamos como si los únicos actores en el drama fuéramos nosotros y Dios, lo cual no es cierto. Si fueran sólo usted y Dios, entonces o usted o Dios tendría que llevar encima la culpa de los espantosos estragos cometidos en este mundo. Creo que Dios no es el autor de la confusión ni de la muerte, sino del orden y de la vida. El arquitecto principal de la rebelión, del pecado, de la enfermedad y de la muerte es el dios de este mundo: el padre de las mentiras (Juan 8:44).
Sin embargo, «el diablo me empujó» no forma parte de mi teología ni de mi práctica. Es nuestra la responsabilidad de no dejar que el pecado reine en nuestros cuerpos mortales (Romanos 6:12). Pero sería el colmo del juicio farisaico y del rechazo humano tratar como culpables principales y a las personas atadas y echarlas por no lograr poner orden.
Si usted fuera testigo de una violación sexual de una niñita que dejó la puerta abierta y los intrusos malévolos se aprovecharon de su descuido, ¿no haría caso a los abusadores y confrontaría únicamente a la niña? De ser así, esa niñita llegaría a concluir que hay algo maligno en su ser, que es lo que han experimentado Nancy y muchas otras como ella. Aprendamos por medio de su historia.
*     *     *
La historia de Nancy
Parecíamos una familia normal y feliz.
Mis padres eran jóvenes y no eran cristianos. Cuando yo nací tenían dos años de casados, y su matrimonio estaba tambaleante. Luego se agregaron a la familia dos hermanos y una hermana y las fotos de esa época muestran que parecíamos una familia normal y feliz. Papá era guapo y mamá también era bonita. La mayoría de las fotos fueron tomadas cuando la familia estaba lista para ir a la iglesia un domingo de resurrección, el único día del año en que asistíamos a la iglesia.
Nos mudábamos a menudo, por lo que asistí a ocho escuelas distintas antes de entrar a la secundaria, en dos colegios diferentes.
Mi padre me decía que yo era su hija favorita. Luego me tocaba.
Mi padre tenía un problema de drogas y de alcohol, entraba y salía de la cárcel porque robaba para obtener lo que necesitaba para alimentar el vicio. Hasta rompió mi alcancía para sacar el poco dinero que tenía, y una vez vendió todas las lámparas de la casa. Se iba por un par de días y luego regresaba totalmente ebrio y agresivo, quebrando muebles, cuadros y cristalería. No era nada raro que cuando se enojaba destruyera las cosas.
Cuando tenía tres años de edad mi padre me dijo que podía dormir en su cuarto mientras mi madre trabajaba. Recuerdo estar acostada en la cama de mis padres, mi papá hablándome como si fuera su esposa. Me decía que me amaba más que a mi madre y que yo era su hija favorita. Entonces me tocaba sexualmente. No tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo, sólo que esto hacía feliz a papá y entonces me trataba bien. Me advertía que jamás le contara a mi mamá porque ella no lo comprendería. Fue entonces cuando empecé a masturbarme, generalmente varias veces al día.
Fue una época muy confusa para mí. A veces me sentía dividida entre mis padres porque otras noches, cuando mi madre estaba en casa, mi padre me pegaba y me tiraba contra la pared. Una noche tomó una cobija, la arrojó sobre mi cuerpo entero y se sentó en ella. No podía respirar ni ver la luz. Al principio mi madre sólo se rió, pero luego le gritó a papá que se levantara. Esa experiencia fue una de las primeras veces en que recuerdo haber estado fuera de mi cuerpo observando lo que sucedía.
Otra vez mi papá nos emborrachó a mi hermanito y a mí. Nos daba a probar lo que tomaba y luego nos daba vueltas y observaba nuestra cómica manera de caminar.
Cada dos o tres meses mamá dejaba a papá y nos íbamos una temporada a donde mis abuelos hasta que papá decía: «Lo siento; no lo vuelvo a hacer». Entonces regresábamos a vivir con él. Durante esos períodos de separación siempre estuve con mamá, y me alegraba mucho porque me daba muchísimo miedo quedarme totalmente sola con mi padre.
La casa estaba destruida totalmente, peor que de costumbre. Papá estaba parado sobre nosotros con una pistola.
Una vez, cuando tenía cerca de cinco años, Papá llegó a casa y hubo el común destrozo de muebles y cuadros; pero esta vez fue diferente. Era muy tarde en la noche y mamá y yo estábamos levantadas pero estábamos empacando para irnos, como hacíamos a menudo. Esta noche, en particular, estábamos agachadas en un rincón de su dormitorio. La casa estaba totalmente destrozada, peor que nunca, y papá estaba de pie sobre nosotras con una pistola apuntando a la cabeza de mi madre. Nos dijo:
«Ahora sí, voy a jalar el gatillo».
Mamá me abrazó fuertemente y le rogó que no la matara. Lloré y oí que el gatillo sonó, pero no hubo explosión. Mamá había botado las balas, y la pistola que papá creía tener cargada estaba vacía; aunque mamá no estaba segura si él habría conseguido o no más balas.
Con eso, papá se enojó mucho más y levantó a mamá y la arrojó al otro lado del cuarto. Mamá me dijo que me fuera corriendo donde los vecinos, cosa que hice. Vino la policía y se llevó a papá, me quedé toda la noche en casa de los vecinos, durmiendo sola en una cama extraña y llorando como jamás lo había hecho antes. Quería que mamá me abrazara, pero no estaba allí. No sé a dónde fue pero cada vez que las cosas andaban mal me tenía que quedar en otro lado sin mamá. Todavía no entiendo a dónde iba ni por qué no quería llevarme con ella.
Amaba a mamá, pero nunca sentí que ella me amara. Sabía que papá me amaba, sin embargo me asustaba.
Otra vez estaban peleando, papá tenía un cuchillo y mamá una botella quebrada. Recuerdo el conflicto en mi mente en cuanto a quién quería que ganara. Amaba a mamá pero nunca sentía que ella me amaba. Sabía que papá me amaba pero me asustaba mucho. Esta vez papá logró cortar la garganta de mamá y darle una paliza, por cuanto una vecina la tuvo que llevar al hospital donde permaneció varios días. Por supuesto, me quedé en casa de una amiga … otra vez sola.
Pensaba que mis padres amaban más a los animales que a la gente. Una vez papá trajo un perro a casa porque alguien lo había estado maltratando. Mis padres se compadecieron de él, lo mimaron, le dieron comida extra y hablaron de lo terribles que habían sido sus dueños anteriores. Recuerdo que me sentía celosa del perro, pues deseaba que mis padres fueran buenos «dueños» de mí.
Cuando cumplí seis años de edad, ya papá había estado varias veces en la cárcel y mi madre al fin lo dejó. Nos mudamos a vivir con mis abuelos por un par de años y luego nos fuimos a otra casa en el mismo pueblo.
Constantemente hablaba sola, diciendo cuánto necesitaba masturbarme para sentirme mejor. Soñaba con los niños de la clase en la escuela y simulaba que estábamos haciendo el amor. Una vez, mientras me masturbaba viendo televisión mi madre entró al cuarto y me estuvo mirando. Al principio no la vi, pero cuando lo hice, simplemente me sonrió y me dijo que eso era normal.
Había momentos, mientras me bañaba, que viajaba fuera de mi cuerpo y soñaba con que yo misma me ahogaba. Lo sentía agradable, pero a la vez me asustaba. Llenaba la bañera hasta donde pudiera, me metía y me veía entre el agua, boca arriba y muerta.
Las sombras salían del ropero de mi abuela. Oía voces y algo se movía en todo el cuarto.
Me quedaba cuanto tiempo pudiera donde mi abuela y veía cosas extrañas: sombras que entraban y salían de su ropero, voces y ruidos y cosas que se movían en el cuarto. Una vez mi escoba de juguete, salió volando hasta el otro lado del dormitorio. Al principio estas cosas me asustaban, pero después disfrutaba tratando de hacerlas mover.
Mi abuela nos dio un tablero de la ouija para que jugáramos mi hermano y yo. Fue en esta época que le pedí a mi hermano que durmiera conmigo. Nos besábamos y nos agarrábamos de la mano, pues lo amaba tanto y sentía que no había otra forma de mostrarle cuánto lo quería (¡oh, cómo te odio, Satanás!).
Me dieron un perro y lo miraba, pensando: «Te amo de todo corazón». Dejaba que me lamiera y por un tiempo me hacía sentir bien, pero luego me deprimía. Un día lo miré y me pregunté cómo sería si se muriera. En pocos minutos salió corriendo a la calle donde lo atropelló un auto matándolo de inmediato. Recuerdo que otros sueños también resultaron ciertos.
Cuando tenía unos siete años asistí a una iglesia en el barrio. Me gustaban los cantos y la gente parecía muy buena, pero jamás recuerdo que alguien me preguntara quién era yo ni por qué estaba allí sola.
Escribía historias acerca de fantasmas amigables. Así que pensé que los fantasmas que veía en su casa también eran buenos.
Mis abuelos no dormían juntos. Más tarde supe que mi abuelo había tenido relaciones con otra mujer y mi abuela le había dicho que se podía quedar; pero jamás volvieron a dormir juntos, por lo que yo dormía con mi abuela. Ella escribía cuentos y me los contaba, cuentos que por lo general eran de fantasmas amistosos, y por eso yo creía que los fantasmas que veía en su casa eran buenos.
Mi abuelo me amaba y me decía que yo era su nieta favorita. Dormía con él también, pero jamás me tocó de manera inapropiada, me gritó ni me hizo ningún daño. Conversábamos y jugábamos en el comedor y él tocaba su guitarra y me cantaba. Aun cuando había cosas extrañas en su casa, en mi experiencia fue lo más cercano a una familia feliz.
Mi madre se volvió a casar y nos fuimos de allí. Los primeros años de su matrimonio parecían normales. Nos castigaban, pero no nos golpeaba. Participaba en el grupo de niñas exploradoras, en clases de zapateado, en gimnasia y sacaba buenas notas. Pero siempre seguí escuchando voces que decían: «Eres fea y estúpida. Esto se va a acabar y tu verdadero padre vendrá a agarrarte».
Empecé a soñar que me moría, por lo que me quedaba tendida en la cama rogándole a Dios que me ayudara:
«Por favor, que haya algo que no sea la muerte, algo que sea más allá de la muerte». Soñaba que mis abuelos se iban a morir, que nunca los volvería a ver. Soñaba que mi madre se moría. Llegó a convertirse en tal obsesión, que no me dejaba dormir hasta que pensara en la muerte de alguno de mis familiares, y luego lloraba hasta quedar dormida.
Asistí a una iglesia con una amiga cristiana y me presenté al altar cuando dieron la invitación, deseando de corazón que alguien me amara y me ayudara. Pero este no era el momento ni el lugar. El consejero dijo que tenía que «morir bajo la cruz» para poder hablar en otro lengua. Mi amiga me dijo que después me caería para atrás, pero que no me asustara.
Unas treinta personas a mi alrededor empezaron a orar, algunos en lenguas y otros no. Hacía calor y yo simplemente quería regresar a casa, por lo que se me ocurrió hablar en jerigonza y caerme, cosa que hice. Todo mundo se emocionó mucho porque ahora yo era «cristiana». Sabía que los había burlado y estaba confundida, preguntándome si no sería que los cristianos eran falsos.
Jugábamos en el vivero, nos tomábamos de las manos y nos besábamos.
Cuando estaba en la escuela primaria me cuidaba una muchacha solo unos años mayor que yo. Nos quitábamos la ropa y nos acostábamos una encima de la otra en el suelo de la sala. A veces pasaba la noche en su casa y jugaba conmigo desnuda.
En los veranos visitaba la casa de mis abuelos, y el verano después de terminar quinto grado me llevé conmigo a una amiga.
Jamás había tenido deseos homosexuales, pero ese verano fue distinto. Jugábamos en el vivero y yo le decía que era mi esposa o que yo era la suya, nos tomábamos de la mano y nos besábamos. Una cosa conducía a otra y terminábamos en el piso, dando vueltas las dos hasta que yo terminaba masturbándome. No creo que ella lo hizo jamás, y parecía un poco nerviosa, pero siempre estaba dispuesta a jugar así varias veces al día.
Cuando regresamos a casa nos metimos a los arbustos y tratamos de jugar de nuevo, pero esta vez no nos pareció bien y no lo volvimos a hacer. Mantuvimos nuestra amistad durante todos nuestros años escolares pero jamás volvimos a mencionar los veranos juntas.
El año siguiente llevé a otra amiga a casa de mi abuela. Esta vez nos quedamos en el dormitorio leyendo revistas y representando las historias que leíamos en las mismas.
La voz me decía: «Imbécil. Eres tan estúpida y fea que nadie te va a querer».
En mis primeros años de secundaria, mi madre y mi padrastro peleaban cada vez más. Me sentía culpable de sus pleitos, pero peor me sentía por mi problema de masturbación. No le podía contar a nadie ni preguntar si realmente era algo normal, aunque también sabía que no lo podía. Trataba al máximo de dejar de hacerlo pero siempre oía esa voz que me decía: «No, está bien. Todo el mundo lo hace». Entonces más tarde la misma me decía: «Imbécil. Eres tan estúpida y fea que nadie te va a querer».
Cuando cursaba los últimos tres años de secundaria, la mentira se convirtió en algo muy importante en mi vida. Deseaba tener amistades y disfrutar de la vida, pero me sentía estúpida e inferior, por lo que inventaba historias para verme mejor a los ojos de los demás y para sentirme mejor.
Salía mucho con muchachos y dejaba que hicieran conmigo lo que quisieran, hasta llegar al punto inmediatamente anterior al acto sexual, podía terminar a solas esa sensación en casa. Por supuesto que los muchachos no sabían eso, por lo que tenía fama de atormentadora. Varios me dijeron que los volvía locos por el sexo, lo que me hizo sentir desprecio por mí misma, culpabilidad, sucia por dentro y por fuera, fea y fracasada.
Finalmente ocurrió lo inevitable. Realicé el acto sexual con un muchacho en el asiento delantero de su auto fuera de un teatro al aire libre. Realmente no fue doloroso; no fue nada. Volvimos a su casa porque su papá era alcohólico y nunca estaba. Nos bañamos juntos y le hice bailes sexuales.
Cuando llegué a casa me esperaba mi padrastro, como siempre. No hablamos mucho, simplemente nos miramos y me fui a acostar, sintiéndome entumecida mientras dormitaba pensando en todo lo sucedido esa noche. A la mañana siguiente, llamé al muchacho y le dije que no quería volverlo a ver jamás y a todos en la escuela les conté que era un perdedor.
Luego le pregunté a mamá que si una se podía vestir de blanco en la boda aunque no fuera virgen. Ella se limitó a decir: «Puedes vestirte como quieras».
Me sentí rechazada, hubiera deseado que por lo menos me hubiera preguntado qué pasaba.
Recuerdo lo bien que me sentía de niña en la iglesia, y ahora volvía a sentir lo mismo.
Después de una de las mudanzas de nuestra familia yo viajaba en ómnibus a mi nueva escuela, donde había decidido que no haría amistad con nadie, porque odiaba el lugar y odiaba a mi padrastro por habernos trasladado otra vez. Se sentó a mi lado una alegre muchacha que era animadora de los partidos deportivos. En sus manos tenía un trofeo y en su cara una gran sonrisa. Sólo le di una mirada de reojo. Yo había participado en esa misma actividad en el colegio de donde me acababa de mudar y no me hacía gracia que me recordara todo lo que había tenido que dejar atrás.
Habló todo el camino al colegio y terminó invitándome a ir con ella al grupo de jóvenes de su iglesia. No tenía la menor idea qué era un grupo de jóvenes de una iglesia y tampoco me iba a hacer amiga de ella. Sin embargo, después de viajar juntas en el ómnibus por varias semanas al fin estuve de acuerdo en acompañarla.
Fue una sorpresa encontrarme con un grupo de muchachas que cantaban, reían y leían sus Biblias. Recuerdo lo bien que me sentí de niña en la iglesia y volví a sentir lo mismo ahora. Mis voces me decían: «¡No! Estos muchachos no te van a querer. Eres estúpida por estar aquí». Pero la chica que conocí en el ómnibus siguió siendo mi amiga y al final de ese año escolar le pedí a Cristo que entrara en mi vida y me bauticé.
Me sentí muy entusiasmada con el Señor. Al fin había encontrado a alguien que jamás me dejaría, ni me pegaría, ni me obligaría a hacer cosas malas, alguien que siempre me amaría. A todo el mundo le contaba de Jesús y andaba por toda la casa, para arriba y para abajo con mi Biblia, citando versículos. Empecé un estudio bíblico con mis hermanos y orábamos juntos y hablábamos del amor de Cristo.
Tomé todo el dinero que encontré en casa y me fugué.
En mi último año de secundaria, mi madre y mi padrastro tuvieron un pleito muy violento. Estaba aterrorizada y sentía que no podría aguantar que se volviera a repetir lo que sucedía con mi padre natural, por lo que tomé todo el dinero que encontré en la casa y me di a la fuga.
Salí en auto a otro estado y me fui a vivir con un muchacho a quien había conocido anteriormente. Las voces dentro de mí empezaron de nuevo, diciendo: «¡Ramera! ¿Y dices ser cristiana?»
Después de un tiempo mi novio y yo rompimos y regresé a casa, pero mi padrastro no quería que me quedara. Una noche asistí a una actividad deportiva en la universidad bíblica local, pues en medio de todo lo ocurrido, anduve siempre con la fachada de ser cristiana y de que Dios es muy grande.
Sin embargo, durante el partido sólo pude pensar en mi situación: me había fugado de la casa, había vivido con un muchacho y ahora no tenía dónde vivir. En ese momento se volvió hacia mí la muchacha sentada a mi lado y me preguntó si necesitaba donde vivir. Le pregunté si podía leer la mente porque sí me hacía falta. Me mudé a vivir con ella y con otras dos muchachas, me enteré que era lesbiana y que pensaba que yo era atractiva. Pero esa fue una relación en la que jamás me metí.
Le fue difícil aceptar algunas cosas de mi vida. Sin embargo, me dijo que de todos modos me amaba.
Una de las muchachas con las que vivía tenía un hermano que me gustaba, pero ella trataba de cuidar su inocencia y realmente no quería que yo saliera con él. A pesar de ello, empezamos a salir y fue una relación distinta a cualquier otra que había tenido. Sabía que Jim me quería, ¡me amaba de verdad!
Al poco tiempo de comprometernos, le jugué sucio. Me sentí tan culpable que le devolví el anillo de compromiso, pero no quiso romper la relación. Estaba confundida, me masturbaba todavía y no comía bien. En mi corazón añoraba que me amara y se quedara conmigo, pero me porté mal con él.
Decidí que el hombre con quien me casara tendría que conocer la verdad respecto a mí, así que le conté mi pasado. Creció en un hogar cristiano muy estricto y protegido, y le fue difícil aceptar algunas de las cosas en mi vida, pero me dijo que de todos modos me amaba. A los siete meses nos casamos.
Antes de casados nunca nos habíamos acostado juntos, pero después nuestra relación sexual fue muy anormal. Yo era adicta al sexo, no sólo con mi marido sino también con la masturbación. Esto creaba tensión entre nosotros y peleábamos, por lo que empecé otra vez a sentirme sucia y sola.
Nuestros primeros diez años de matrimonio fueron turbulentos. Jim asistía a un instituto bíblico, trabajó con una corporación por siete años y luego entró oficialmente al ministerio. Me entusiasmaba ser la esposa de un pastor y me impuse expectativas muy altas, de ser perfecta y de estar siempre dispuesta a ayudar a los demás.
Teníamos dos hijos pero yo no era muy buena madre. Les pegaba mucho y me deprimía fácilmente. Sentía que mi vida era un desperdicio; el suicidio llegó a ser una idea diaria. Alternaba entre arranques de ira y pedir perdón. Quise estar cerca de Dios pero no lo sentía.
Cuando quedé embarazada por tercera vez, gran parte de mí quería abortar, pero una partecita decía: «Ama a esta criatura».
Mi marido estaba contento con el embarazo, pero peleábamos todavía más y mis cambios de temperamento se descontrolaron del todo. Llegó el bebé y no sabía cómo cuidar a otro hijo. Lo único que quería era dejar esta vida, pues estaba deprimida y aburrida, y me sentía fea, estúpida, indeseable y solitaria.
Mientras tanto, en la iglesia y en las reuniones parecía que yo le gustaba a todo el mundo. Normalmente era el centro de atención en las fiestas, pero esa era una fachada. Nadie me conocía en verdad.
Estuve muy cerca de tener relaciones con uno de los diáconos casado con mi mejor amiga. Jamás pasé de la etapa de hablar, pero me sentí muy tentada y sumamente confundida. Dentro de mí, una voz me decía: «Hazlo. Nadie se va a dar cuenta». Pero otra decía: «Sé fiel a tu marido». Después de esto perdí interés por el sexo con Jim, pero seguí con el problema de la masturbación.
Veía sombras atravesando rápidamente el pasillo. Intenté matarme.
Mi padrastro murió y nos llevamos a casa su sillón favorito. Cada vez que me sentaba en el sillón y miraba por el corredor veía sombras saltar de los cuartos de los niños hacia el dormitorio al otro lado del pasillo. Al principio creí que era porque estaba cansada, pero luego me enteré que mi marido y otros también las vieron.
Una noche se paró una figura al pie de mi cama y me miró fijamente. Era alto y moreno, con un niño pequeño a su lado. Estas apariciones volvieron de vez en cuando por varios meses. Me deprimía cada vez más, hasta que intenté matarme varias veces con pastillas. Hablaba de morir y entonaba canciones acerca de la muerte. Le dije a mi marido que era la única forma en que tendría paz, entonces todo estaría tranquilo y yo estaría con Dios.
Como me volvía cada vez más taciturna, Jim empezó a irse de casa por las noches llevándose a los niños los fines de semana. No sabía qué hacer, por lo que salía huyendo para esconderse. Yo permanecía en cama durante dos o tres días manteniendo la puerta con llave y con un rótulo para evitar que me molestaran. Mientras tanto, Jim me disculpaba con la iglesia, diciendo que yo estaba enferma.
Varias veces nuestro hijo mayor llamó una ambulancia porque le pareció que me estaba muriendo. Me llevaban a la sala de emergencias, me hacían pruebas, me decían que todo estaba bien y me devolvían a casa. Una vez recordé el nombre de un pastor y clamé desesperadamente que lo llamaran para que me ayudara. Jim no estaba en casa, pero la muchacha que cuidaba a los niños lo llamó. Oró conmigo y me refirió a un consejero cristiano a quien consulté durante tres meses.
El consejero empezó diciendo que yo era cristiana y él también pero que este no era un problema espiritual. Me dijo que había recibido maltrato de varios hombres en mi vida, que estaba demasiado atareada y que no me estaba enfrentando con la niña dentro de mí. Una vocecita interna dijo: «¿Pero dónde está Cristo en todo esto?» Sabía que las respuestas tenían que estar en Él, pero simplemente no lograba alcanzarlas. Finalmente dejé de visitar al consejero.
Uno de nuestros hijos empezó a ver «cosas» y a tener pesadillas.
Un día decidí que ya era hora de actuar, por lo que llevé la silla de mi padrastro al mercado de las pulgas y la vendí. Después ya no volvimos a ver fantasmas en casa. Renuncié a mi trabajo porque allí también estuve viendo fantasmas. En ese momento empecé a tener un estudio bíblico diario.
Jim y yo nos empezamos a llevar mejor y las cosas llegaron a ser casi normales, aunque todavía deseaba morir para que él pudiera encontrarse una mejor esposa y nuestros hijos una madre buena que no se encogiera cuando le dijeran: «Mami, te amo». Entonces a Jim le ofrecieron otro trabajo y nos mudamos, deseando desesperadamente que esta nueva situación nos ayudara.
En el nuevo lugar, uno de nuestros hijos empezó a ver «cosas» y a tener pesadillas. No podíamos dejarlo solo. Veía a un hombre rubio correr por su dormitorio y salir por la puerta. Una noche, cuando tenía cuatro años de edad, nos dijo: «Necesito que el Señor viva en mí».
Recibió a Cristo en su vida, y no sólo desaparecieron las apariciones y las pesadillas, ¡sino que también sanó inmediatamente de los graves ataques de asma que lo tenían con medicamentos y con un respirador! Hoy en día, si le preguntan sobre el asunto, siempre dice que: «Dios me sanó».
Después de ese breve período y estar casi normales, el nuevo empleo se volvió un desastre. Empecé a masturbarme de nuevo, peleando y mintiendo. Despidieron a mi marido y nos mudamos a otro lugar, donde Dios suplió milagrosamente una casa y otro empleo con el personal de una iglesia. Contentos con esa nueva situación pasamos un tiempo muy bien, pero de nuevo llegó la depresión. No podía desempeñar mis funciones y de nuevo quería morir. No tenía amistades; ni en quien confiar. ¿Quién iba a comprender lo que eran voces, fantasmas, depresiones tremendas y la obsesión por morir? Llevaba una doble vida, trataba de ayudar en la iglesia, aun presentándole el Señor a unas personas, mientras que en casa era histérica e iracunda. Tenía engañado a todo el mundo, menos a mi familia. Sentía que me volvía loca.
Un médico me diagnosticó el problema como síndrome premenstrual y me contó que había una pastilla nueva. Yo creía que un cristiano podía tener problemas físicos, pero en el caso mío el problema era de la mente y sabía que de algún modo tendría que ponerle fin a este tormento mental.
Sentía miedo … miedo de bañarme por temor a que la cortina de baño me envolviera y me matara … temor de contestar el teléfono por no querer hablar con nadie … temor de ser responsable, pues ya no era la persona a quien le encantaba planear, organizar y realizar grandes actividades … temor a las caras en el espejo de mi cuarto … y temor a manejar el auto de noche porque figuras y culebras aparecían en los focos.
Las oraciones tenían respuesta y nuestro ministerio en la iglesia crecía.
En una librería cristiana encontré un cuaderno para la oración y Jim me lo compró, pues estaba muy desesperado y hacía cualquier cosa para ayudarme. Mientras tanto me decía que Dios nos sacaría de esto, oraba por mí constantemente y esta vez no se enfrascó en su trabajo.
Me traje el portafolio de oración a casa y empecé a tener estudios bíblicos todas las mañanas. Había predicado a otros de la importancia del estudio diario, pero jamás lo había podido cumplir en mi propia vida. Empecé a tener ese rato diario con Dios y fue maravilloso. Las voces negativas cesaron, por un tiempo dejé de masturbarme, las oraciones tenían respuesta y creció nuestro ministerio en la iglesia.
Me sentía tan asustada y enferma que deseaba que Neil cancelara la actividad.
En preparación para un congreso acerca de «Cómo resolver conflictos personales y espirituales» en nuestra iglesia, mostraron una película donde Neil hablaba y algunas personas daban testimonios. Mientras lo veía empecé a sentirme enferma y quise salir corriendo, pero me quedé por el qué dirán. Camino a casa le dije a Jim que no quería asistir al congreso, que ya me sentía mejor. Pensaba que mientras estudiara y orara todas las mañanas estaría bien. Hablamos del asunto, luego dejamos el tema y me sentí tranquila, pues todavía faltaban dos meses.
En las semanas anteriores al congreso hubo mucho alborozo en la iglesia. Todo el mundo hablaba de lo interesante que iba a ser e invitaban a sus amistades. Decidí que iría sólo para aprender a ayudar a otros y para apoyar a Jim. Entonces comenzó de nuevo el tormento: no podía orar, me enojaba por cualquier cosa y volví a masturbarme. Me sentía tan asustada y enferma que deseaba que Neil cancelara la actividad.
La primera noche del congreso estuve sentada haciéndome la que estaba totalmente tranquila, tomando apuntes como si no me afectara. Pero la tercera noche ya no podía concentrarme y nada tenía sentido. Sentía que me vomitaría o que lloraría. Escuché voces, tuve pensamientos terribles e iba cuesta abajo con rapidez, especialmente cuando Neil habló sobre la violación sexual.
Jim hizo una cita para mí con Neil y cuando me lo contó, empecé a temblar fuertemente. Cuando llegó la mañana de la cita, le dije a Jim que no había forma de que fuera a conversar con un conferenciante engreído, que simplemente me diría que estaba mintiendo y que tendría que dejar de hacer todo eso.
Jim oró y me convenció de acompañarlo a la conferencia y luego a la cita. Esa mañana lloré durante todas las sesiones. Finalmente, no aguanté más y me fui a sentar en el auto. Este conflicto interno fue el peor que jamás había experimentado en mi vida entera. Me decía: «¿Por qué vendría? ¿No sabe que no necesito su ayuda? Me gusta estar así. Estoy muy bien. ¿Por qué no se va? Va a arruinarlo todo». Ese último pensamiento era el que me seguía resonando: Va a arruinarlo todo.
Luego otra parte de mí decía: «¿Y qué podría arruinar?» Sentí tal temor que pensé guiar el auto hasta atravesar la cerca que tenía al frente y escaparme, pero no lo hice. No tenía dónde esconderme. Deseaba que me ayudaran, pero dudaba que Neil tuviera las soluciones. Entonces me enojé. Odiaba a Neil; era el enemigo. Iría a esa cita estúpida, pero ganaría.
Le dije a Neil que no me agradaba y que esto no daría resultados.
Jim me encontró en el auto y fuimos a almorzar con un amigo. Regresamos a la conferencia y casi sin darme cuenta estaba sentada en un cuarto con Neil y con una pareja, miembros de su personal. Jamás olvidaré lo que transcurrió en las dos horas siguientes y jamás seré la misma.
Primero, le dije a Neil que no me agradaba y que esto no daría resultados. De manera prosaica le conté algunas cosas respecto a mi familia. Luego empecé, sin ningún problema, con la primera oración en los pasos hacia la libertad, aunque no sabía lo que leía. Pero no pude orar cuando llegué al punto de tener que renunciar a todas mis experiencias cúlticas, al ocultismo y a lo no cristiano. Sentía que me vomitaba, mi visión se iba y volvía, sentía que me ahogaba y no podía respirar. Recuerdo que muy tranquilamente Neil le dijo a Satanás que me liberara, afirmando que yo era hija de Dios. Me sentí calmada y continué con las oraciones.
Cuando llegamos a la parte del perdón le dije a Neil que no tenía que perdonar a nadie, que amaba a todo el mundo, excepto a él en ese preciso momento. Me dijo que orara y le pidiera a Dios que me ayudara a recordar a quiénes debía perdonar. Vinieron a mi mente nombres en los que no había pensado en muchos años. Cuando empecé a orar para perdonarlos, lloré profundamente y esta vez salieron bien las lágrimas. Sentí que me quitaban un enorme peso de encima.
Pasamos por las otras oraciones y me iba sintiendo cada vez mejor. Podía respirar y me sentía amada. Cuando terminamos, Neil me sugirió que fuera al cuarto de damas y me examinara bien en el espejo. Lo hice y, por primera vez en mi vida, ¡me gustó lo que vi! Dije: «Me gustas, Nancy. Es más, te amo». Miré a mis ojos y estaba feliz porque sentí que gracias a Jesús, allí se reflejaba una persona realmente buena. Fue la primera vez en mi vida en que pude mirar el espejo sin sentir autorrepugnancia.
Esa noche tuve que manejar el auto durante tres horas para llegar a la graduación de uno de mis hermanos. Jim no pudo ir conmigo debido a sus responsabilidades con el congreso.
Miré al cielo y dije: «¡Gloria a Dios, estoy completamente libre!»
Había manejado muy poco en la oscuridad por las imágenes que veía, normalmente eran culebras blancas que saltaban hacia el auto. Una vez vi un auto envuelto en llamas pero cuando llegué al sitio no había nada. He visto a gente parando su carro y de repente no había nadie. Por eso, manejar de noche me producía muchísimo temor. Pero esa noche, durante las tres horas que maneje, no vi nada. ¡Gloria a Dios!
Al día siguiente, junto a veintiocho mil personas más, asistí a la ceremonia de graduación. Antes, las multitudes me causaban pánico. Me sentía atrapada y no podía salir, como que me ahogaba y no podía respirar, y era como si el cielo se derrumbara a mi alrededor. Sin embargo, ese día no sentí ninguno de estos síntomas. Por cierto, no fue sino hasta que salí del estadio con la gente a mi alrededor que me di cuenta que se había ido el temor. Miré al cielo y dije: «¡Gracias a Dios, soy verdaderamente libre!»
Lo que más agradecí cuando oré con Neil fue que no era una típica cita de consejería; pasamos un rato con Dios. Neil me guió en las oraciones y me ayudó a seguir adelante, pero fue Dios el que me libró de las garras de Satanás; fue Dios el que limpió la casa de mi mente.
Miré en torno a nuestro dormitorio y escuché. Estaba silencioso, verdaderamente silencioso. No habían voces.
La primera mañana en nuestra casa, después del congreso, miré en torno a nuestro dormitorio y escuché. Estaba silencioso, verdaderamente silencioso … no habían voces, ¡y no han vuelto! De vez en cuando me he sentido frustrada, pero ahora sé cómo manejar la situación.
Desde entonces nuestro hijo menor tuvo algunos temores y pesadillas. En vez de orar con temor, hablamos de quién es él en Cristo. Nuestro hijo dijo: «¡Oye! Satanás me tiene miedo. Mejor que me tengas mucho cuidado porque soy hijo de Dios».
Mi esposo y yo llevamos a una pareja a través de los pasos hacia la libertad. Ahora ellos también son libres.
Varios meses después se quedaron con nosotros, por una semana, unos amigos nuestros que eran misioneros. La esposa había sufrido mucho hostigamiento de varias maneras, incluyendo la depresión y los pensamientos de suicidio. Jim y yo los condujimos por los pasos hacía la libertad y ahora ¡ellos también son libres!
Desde que encontré mi libertad en Cristo puedo decir «Te amo» a mi marído sin oír pensamientos de Mentira, no es cierto o Este matrimonio no va a durar. Ya hace mucho tiempo que no siento depresión. No grito histéricamente a mis hijos. Ya no temo a la cortina del baño.
La masturbación ya no es un problema. Jim y yo hemos podido llevar a muchos de nuestros amigos en la iglesia por los pasos hacia la libertad, y estamos disfrutando de ver que la libertad se extiende. ¡Gloria a Dios, soy realmente libre!
*     *     *
¿Le odian?
Tal vez se esté preguntando por qué Nancy, Sandy y otros expresaban odio hacia mí. Me alegra decir que no eran sus sentimientos reales, porque esos no eran ellos. A Satanás no le gusta lo que digo ni que esté ayudando a la gente a recuperar terreno donde él tenía una fortaleza. Si esto sucede cuando está ayudando a alguien, no le haga caso a esos comentarios y siga adelante. Una vez terminados los pasos, cuando ya se sientan libres, a menudo le expresarán un gran cariño. ¿Recuerda el comentario que hizo Anne en el capítulo 2? Dijo: «Inmediatamente sentí amor en mi corazón para usted, Neil».
La transferencia demoníaca
Si se puede traspasar la influencia demoníaca de una persona a otra, más que en cualquier otro momento, que yo sepa, sucederá durante el acto sexual ilícito. Cada persona abusada sexualmente con quien he trabajado ha tenido graves dificultades espirituales. La masturbación compulsiva desde la edad de tres años no es parte «normal» del desarrollo, especialmente para las niñas. Pero es un bastión muy común en aquellas alas que se han violado sexualmente. Estas mujeres casi siempre se encuentran en un estado de profunda condenación, tanto por el enemigo como por sí mismas, y con gusto se despojan de la masturbación al entender cómo renunciar su punto de entrada y hacerle frente a Satanás.
La fortaleza tiene más arraigo cuando el abusador sexual fue uno de los padres. Estos son la autoridad del hogar, y se supone que deben proporcionar la protección espiritual que todo niño necesita para desarrollarse espiritual, social, mental y físicamente. Los padres que se encuentren esclavizados pasan su iniquidad a la generación siguiente. Cuando son abusadores, abren directamente la puerta para que haya un asalto espiritual sobre su hijo. En vez de ser el paraguas espiritual de la protección, abren las compuertas de la devastación.
Vigilar lo que Dios nos ha encomendado
El principio fundamental es la mayordomía. Debemos ser buenos mayordomos de todo lo que Dios nos encargue (1 Corintios 4:1–3). En mi libro, The Seduction Of Our Children [La seducción de nuestros hijos], desarrollo este concepto más extensamente. Cada padre o madre debe saber lo que significa dedicar sus hijos al Señor y cómo orar por su protección espiritual. Como padres no tenemos mayordomía más importante que las vidas de las criaturas que Dios nos ha confiado.
Unión sexual: atadura espiritual
Cada iglesia tiene la historia de una bella señorita que se involucra con un hombre inapropiado. Después de tener relaciones con él ya no se logra apartar. Todo el mundo trata de convencerla de que no vale la pena. A veces hasta sus amistades más cercanas toman partido con sus padres, y ella sabe con certidumbre que la relación es enfermiza por el desprecio con que la tratan. ¿Por qué simplemente no le dicen que se largue? Porque la unión sexual ya ha creado una atadura «espiritual». A menos que la rompa, siempre se sentirá atada a él por algo que ni siquiera comprende.
Me llamó un pastor un día y me dijo: «Si no puedes ayudar a esta jovencita que he estado aconsejando, la van a tener que internar en la sala de siquiatría del hospital». Hacía dos años que sostenía una relación enfermiza con un muchacho que traficaba con drogas y que la trataba generalmente como un objeto sexual. El asalto mental que experimentaba era tan vivo que no entendía por qué los demás no escuchaban las voces que ella oía. Al conocer su historia, le pregunté qué haría si yo le exigiera que dejara a este muchacho y no tuviera nunca más nada que ver con él. Empezó a temblar y dijo: «Seguramente tendría que salir de esta sesión».
La guié por los pasos hacia la libertad, animándola a pedir perdón por usar su cuerpo como instrumento de maldad, a renunciar a toda experiencia sexual que Dios le hubiera revelado, y a reconocer que su cuerpo es el templo del Espíritu Santo. Su libertad recién lograda fue inmediatamente evidente para mí y para los compañeros en oración que se encontraban en el cuarto. Sin ningún consejo, dijo que también estaba libre del muchacho, y que yo sepa, jamás lo volvió a ver.
Dios desea la libertad de sus hijos
He visto que es necesaria la renuncia a todo pecado sexual. Normalmente insto a tales personas que le pidan al Señor que revele a sus mentes todo pecado sexual y toda persona con la que se hayan involucrado, ya sea como víctima o victimario. Es increíble cómo viene a la mente un torrente de experiencias. Dios desea la libertad de sus hijos. Cuando renuncian a la experiencia, están específicamente renunciando a Satanás, a sus obras y a sus caminos, y rompiendo sus ataduras. Cuando piden perdón, deciden andar a la luz con Dios. El poder de Satanás y del pecado se ha roto y la comunión con el Señor se restaura de manera muy bella.


Excesos alimentarios Vs. Bulimia: Transtornos de tipo espiritual - Liberacion por medio de Jesucristo

biblias y miles de comentarios
 
Libertad de los trastornos alimentarios
Recibí una llamada de Jennifer preguntándome si estaría dispuesto a darle un poco de tiempo para venir en avión a verme. Aparté un lunes por la mañana y tuve el privilegio de llevarla a través de los pasos hacia la libertad. Un mes más tarde recibí la siguiente carta:
Estimado Neil:
Le escribo porque quiero agradecerle el tiempo que pasó conmigo. Al parecer, en el momento en que oramos no sentía nada y creía que quizás no era un problema demoníaco el que tenía. Pero estaba equivocada. De verdad que algo sucedió y desde entonces no he tenido ni un sólo pensamiento, acción o compulsión autodestructivos.
Creo que el proceso de liberación empezó mediante mis oraciones de arrepentimiento en los meses siguientes a mi intento de suicidio. No lo comprendo del todo, pero sé que hay algo verdaderamente diferente en mi vida y hoy en día me siento libre. No me he cortado en un mes, lo cual es un verdadero milagro.
Tengo unas cuantas preguntas que me gustaría que contestara, si tiene tiempo. Se relacionan con mis problemas sicológicos. Se me dijo que tengo un trastorno maniacodepresivo, esquizoafectivo crónico y que me tienen con litio y con un medicamento antisicótico. ¿Necesito estas drogas? ¿Es realmente crónico mi problema?
Durante mis ratos de hiperactividad, sobre los cuales basaron mi diagnóstico, siempre sentí que no era yo, sino alguna tremenda fuerza externa que me obligaba a actuar de manera autodestructiva y loca. Las últimas tres veces que dejé de tomar litio volví a tener impulsos de suicidio y fui a parar al hospital. No quiero que vuelva a suceder, pero … ¿era eso demoníaco? Además, con las pastillas tuve muchos cambios de temperamento, ¡pero desde que le visité no he vuelto a tener ni uno! Esto me hace preguntar si ya estoy bien y no necesito las pastillas.
Además, desde pequeñita jamás pude orar: siempre parecía haber una pared entre Dios y yo. Nunca fui muy feliz y siempre tuve un sentido de temor y de inquietud, como que algo andaba mal.
Jennifer
La historia de Jennifer es importante porque aclara la necesidad que tenemos de conocer quiénes somos como hijos de Dios y de saber cuál es la naturaleza de la batalla espiritual en la que nos encontramos. Esa única mañana en que nos reunimos logramos desarrollar muchas cosas y obtuvo una sensación de libertad. Pero, ¿sabrá quién es como hija de Dios, y cómo mantener su libertad en Cristo?
Seis meses después Jennifer empezó de nuevo a experimentar dificultades. Transcurrió otro año antes de que estuviera lo suficientemente desesperada como para llamar. Decidió volver a hacer el viaje, pero esta vez asistió a un congreso completo. He aquí su relato.
*     *     *
La historia de Jennifer
Todo parecía un sueño y todo el mundo simplemente un personaje.
En el séptimo grado empezó mi trastorno de alimentación: comía demasiado y luego me obligaba a pasar hambre. Cuando iba a alguna casa a cuidar niños, me comía todo lo que había en el refrigerador y luego pasaba tres o cuatro días sin comer nada. Toda mi atención se concentraba en el peso; la necesidad de verme delgada me obsesionaba.
Alrededor de mí, todo parecía un sueño y todo el mundo simplemente un personaje. Pensaba: Algún día me despertaré pero no conoceré a la soñadora. Nada me parecía real. Vivía como en la luna, sin poder pensar. Cuando la gente hablaba, simplemente la miraba perpleja porque estaba en contacto con mi mente.
Durante el día parecía ser normal y en la escuela actuaba bastante bien. Las noches eran extrañas y llenas de pesadillas y terror. Lloraba muy a menudo debido a las voces en mi cabeza y a las imágenes y pensamientos tontos que a menudo saturaban mi mente. Pero jamás le conté nada a nadie. Sabía que la gente pensaría que estaba loca, y me aterraba la posibilidad de que nadie me creyera.
Mis años universitarios fueron durísimos, repletos de mis rutinarios excesos en comer para luego purgarme. Perdí treinta libras y empecé a desmayarme y a tener dolores en el pecho. Como me encontraba patéticamente flaca debido a la anorexia, literalmente la piel me colgaba de los huesos. Al fin estuve de acuerdo en que me hospitalizaran porque estaba totalmente exhausta, tanto física como mental y espiritualmente.
Casi me muero. Cuando me internaron tenía un pulso de cuarenta y con dificultad me encontraron la presión arterial. Mis padres me dieron mucho apoyo. El hospital era bueno y tuve terapeutas cristianos, pero jamás tocaron conmigo el tema espiritual. Me cortaba con navajas y cuchillos y todavía tengo cicatrices en las manos del daño que me hacía con las uñas.
Gateaba por el corredor tratando de escapar de las cosas que volaban alrededor de mi cuarto.
Las voces y las noches eran horribles, con visitaciones demoníacas y algo que me violaba sexualmente, sosteniéndome para que no me moviera. A veces me iba a gatas por el corredor, tratando de escapar de las cosas que volaban alrededor de mi cuarto. Estaba aterrorizada; en mi mente dominaba la idea de sacarme el corazón con un cuchillo. Una vez hasta hice el intento de atravesarme el pecho con cuchillos porque creía que mi corazón era veneno y que tenía que deshacerme de este para quedar limpia.
Cuando empezaron a salir a la superficie los recuerdos de mi niñez, me descontrolé. Otra vez me internaron en el hospital, totalmente descontrolada. Algunos días requerían cinco o seis personas para calmarme. Observaba desde fuera de mi cuerpo a esta gente que me sostenía mientras luchaba y pataleaba, hasta que me sedaban. Me diagnosticaron maniacodepresiva. Durante los seis años siguientes tomé litio y seguí con los antidepresivos, medicamentos que lograban calmarme un poco.
Mientras estaba en el hospital una amiga me sugirió que hablara con Neil Anderson, pero le dije que no. La idea de que hubiera algo demoníaco me aterraba, y le dije: «Dios dijo que si dos o más personas oran, Él escucha. ¿Por qué simplemente no vienen varias personas aquí al hospital a orar conmigo? ¿Por qué tengo que recibir a algún hombre?» Hablé con mis consejeros cristianos quienes me dijeron: «Lo que tus colegas quieren es hacer de esto un problema espiritual porque no quieren lidiar con el dolor en tu vida». Este año los consejeros habían logrado mi confianza por lo que les creí a ellos y no acepté ver a Neil. Esa fue la primera vez que escuché el nombre de Neil, pero no lo llegué a conocer hasta tres años después. Me daba demasiado miedo; todo el asunto me alarmaba sobremanera.
Desempeñaba una labor fantástica; luego me metía al auto y sacaba mis cuchillas de afeitar.
De algún modo me gradué y empecé a trabajar. Desempeñaba una labor fantástica y luego me metía al auto, sacaba mis cuchillas de afeitar y por dieciséis horas vivía en un mundo totalmente distinto. Después regresaba a mi trabajo, hablaba a todas mis «amistades» que tenía en la cabeza y ritualmente me cortaba para obtener sangre. Simplemente quería sentir algo; sabía que no estaba en contacto con la realidad.
De noche, a menudo me quedaba despierta, con la esperanza de morir antes del amanecer. Escribía notas de suicidio y conocía toda casa vacía en la zona: casas que estaban a la venta, donde podría meter mi auto al garaje, dejar el motor prendido y así matarme. También conocía todas las armerías de la ciudad y el horario en que atendían, en caso de que necesitara un arma. Guardaba en casa unas doscientas o trescientas pastillas como «escape» para cuando no pudiera aguantar más. Tenía muchos planes para suicidarme.
Le rogaba a Dios que me ayudara a sobrevivir una noche más.
Pensaba constantemente: El Señor tiene que sacarme de esto. Sabía que Él era mi única esperanza y que había una razón para vivir, por lo que seguía clamándole. Recuerdo que en la noche me iba a gatas a un rincón de mi cuarto y dormía allí en el piso. Trataba de escaparme de todo y le rogaba a Dios que me ayudara a sobrevivir una noche más. Le pedía que me diera fuerza y me protegiera de mí misma. Me culpaba por todo esto.
Temía por mi vida, al igual que muchas de mis amistades. Fui a ver a un pastor, le dije que creía tener un problema espiritual y que además sentía que me iba a morir. Me dijo:
—Estás visitando a uno de los mejores siquiatras de la ciudad; no sé por qué me vienes a buscar.
—¿Estás tomando tu medicina?—me preguntó después.
Me tenía miedo y no sabía cómo ayudarme.
Una vez pasé varias horas hablando con algunas amistades preocupadas por mí. Una sugirió:
—Jennifer, simplemente debes entrar a la sala del trono de Jesús.
—¡Eso es!—me dijeron las voces dentro de mí.
Para mí «entrar a la sala del trono» significaba morir. Me fui en auto a un hotel, tomé una habitación y me tragué doscientas pastillas. Me acosté junto a una nota sencilla que decía: Voy para mi casa a estar con Jesús. Ya no aguanto más.
No quería estar sola cuando muriera.
Llamé a alguien porque no quería estar sola cuando muriera. Creía que si al menos tenía a alguien al teléfono me sería una ayuda. Al principio no quise darle el número de teléfono a mi amiga, pero más tarde estaba tan adormecida y fuera de todo que se lo di para poderme dormir y para que mi amiga me llamara más tarde. A las dos horas y media me encontraron y me llevaron a un hospital en donde me hicieron limpieza de estómago. Me pusieron en la unidad de cuidados intensivos. Debí haber muerto, pero por un milagro de Dios eso no pasó.
Me hospitalizaron de nuevo en una clínica cristiana distinta. Jamás se mencionó la posibilidad de que mi problema fuera espiritual. Me diagnosticaron como esquizoafectiva y bipolar. Me dijeron que no sabía lo que era la realidad, y que debía basar mi confianza en lo que decían los demás y no en lo que me pasaba por la mente. Me dijeron que tendría que depender de los medicamentos el resto de mi vida. Los efectos secundarios de los antisicóticos y de los antidepresivos eran horrendos. Me daban temblores tan fuertes que hasta me costaba usar la mano para escribir mi nombre, y se me nublaba la visión. Estaba tan drogada que ni siquiera podía mantener abierta la boca.
Nunca exploraron la posibilidad de lo demoníaco.
En mis sesiones de consejería les dije que estaba oyendo voces, pero jamás exploraron la posibilidad de que fueran demoníacas. Me dijeron que como ya había tenido mucha terapia, ellos querían tratar conmigo a nivel espiritual. Me trajeron un hombre muy piadoso que era bueno, pero no pude oír ni recordar una sola palabra de lo que dijo. Apenas abría su Biblia y empezaba a hablar, yo oía otras cosas y planeaba matarme. Pensaba que si al menos pudiera salir de allí, lograría hacerlo y esta vez con éxito.
Un día me llamó un amigo a la clínica y trató honestamente con el pecado en mi vida. Básicamente me dijo que yo era manipuladora, deshonesta, odiosa, egoísta y que buscaba ser el centro de atención. Fue duro oírlo, pero lo hizo con cariño y yo estaba lista para escucharlo. Me arrodillé y escribí en mi diario una carta a Dios pidiéndole perdón. Esos pecados eran parte de mí que me avergonzaba, y había convivido con la culpabilidad de ellos toda mi vida. Experimenté un poco de alivio y sé que allí empezó mi sanidad.
Las voces hablaban tan alto que no podía escuchar una palabra de lo que él decía.
Unos amigos de California me invitaron a visitarles y decidí aprovechar para conocer a Neil Anderson. Fui a su oficina y hablamos cerca de dos horas. Abrió su Biblia y empezó a repasar algunas Escrituras, pero las voces resonaban tan fuerte que no podía escuchar ni una palabra de lo que me decía. Era como si estuviera hablando en jerigonza: sus palabras eran como de otro idioma. Siempre que la gente usaba la Biblia conmigo, me pasaba esto.
Realicé los pasos hacia la libertad, pero no sentí nada diferente cuando al salir. Me preguntaba si las palabras habrían pasado directo de mis ojos a mi boca sin interiorizar lo que leía. Pero entonces mejoraron dos aspectos de mi vida. Mejoró la lucha con la comida y no me volví a cortar más. Las voces también se alejaron durante dos semanas, pero luego volvieron. No recordaba qué debía hacer cuando volvieran las voces y los pensamientos según las instrucciones de Neil, y jamás se me ocurrió que no tenía que escucharlos. No sabía que tenía esa opción, por lo que me golpearon más fuerte que nunca.
Seis meses más tarde estaba de nuevo en el hospital, tanto por lo de suicida como por lo de lo sicótico. Estaba descontrolada y hacía todo lo que me ordenaban las voces. Mis amistades me animaron a que fuera a ver de nuevo a Neil, pero si eso no daba resultados, sabía que iba a morir. Todo esto sucedió durante siete años terribles, los efectos secundarios de los medicamentos eran tan horribles que lo único que hacía era trabajar cuatro horas, para luego dormir o sentarme frente a la televisión. No podía seguir una conversación que tuviera sentido ni tampoco me importaba nada. Me sentía desesperada, exhausta y desanimada.
Asistí al congreso sobre Cómo resolver conflictos personales y espirituales. De nuevo me reuní con Neil y en un momento dado me enfermé tanto que vomité. Me presentó una señora con un pasado similar al mío, quien se sentó a mi lado y oró por mí. Así logré escuchar y comprender lo que decía Neil.
Aprendí muchísimo sobre la batalla espiritual que se estaba librando en mi mente y lo que debía hacer para mantenerme firme. Una vez que tuve en claro esa parte, quedé libre. Sabía lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. Antes no sabía cómo mantenerme en libertad y andar en esta, aunque fui criada en un buen hogar cristiano. A pesar de que acepté a Cristo cuando tenía cuatro años, nunca supe quién era en Cristo y no entendía la autoridad de la que gozaba como hija de Dios.
Mi siquiatra no estaba de acuerdo en que dejara los medicamentos.
Le conté a mi siquiatra que ya estaba libre en Cristo y que quería dejar de tomar mis medicamentos.
—Ya lo has hecho antes y mira tu historia—me dijo.
—Pero ahora es distinto—repliqué—. ¿Me va a apoyar?
—No, no puedo—respondió.
—Bueno—repliqué—, lo haré de todos modos. Asumo toda la responsabilidad.
Me dijo que me vería en un mes. Cuando al cabo de un mes regresé, estaba tomando la mitad de los medicamentos, en dos meses más la había suprimido totalmente. Me preguntó cómo me sentía, y cuando le dije que estaba muy bien, me dio la mano y me comunicó que ya no tenía que volver. Fue como si estuviera descubriendo la vida por primera vez y me sentí motivada a escribirle la siguiente carta a Neil.
Querido Neil:
Estuve leyendo mis diarios de los años pasados y fue un recuerdo cruel y duro de las tinieblas y del mal en que estuve sumida por tantos años. Escribí a menudo acerca de «ellos» y de cómo me controlaban. A menudo creí que antes de sentirme dividida entre Satanás y Dios, prefería descansar en la oscuridad. No me había dado cuenta de que era hija de Dios y que estaba en Cristo, no pendiendo entre dos espíritus. Muchas veces sentía que me controlaban y que estaba loca, perdiendo todo sentido de mi propia identidad y de la realidad. Creo que de algún modo había aprendido a amar las tinieblas. Me sentía segura allí, y me engañaban las mentira de que moriría si dejaba el mal y de que Dios no supliría mis necesidades ni me cuidaría como yo deseaba.
Por eso no pude hablar con usted la primera vez. No quise que me quitara lo único que tenía, y la simple idea me aterrorizó. Supongo que el maligno tuvo algo que ver con esos pensamientos y temores, pues estaba muy engañada. Me esforzaba mucho para orar y leer la Biblia, pero no tenía sentido. Una vez traté de leer el libro The Adversary [El adversario] de Mark Bubeck, y literalmente no pude lograr que mi mano lo levantara. Sólo me quedé mirándolo.
En un intento de mejorar las cosas, los siquiatras probaron muchos medicamentos y dosis (incluyendo antisicóticos). Tomaba hasta quince pastillas diarias sólo para mantenerme en control y un poco en acción. Estaba tan drogada que no podía pensar ni sentir casi nada. ¡Era como un cadáver ambulante! Los terapeutas y los médicos estaban de acuerdo en que padecía de una enfermedad mental crónica, y que lidiaría con ella el resto de mi vida, ¡fue un pronóstico derrotante!
En el congreso pude ver el cuadro total. Sólo pocas semanas antes había tomado la decisión de no entretener más las tinieblas, y que realmente deseaba estar sana, pero sin la menor idea cómo dar ese paso. Bueno … aprendí, y de nuevo mi mente se tranquilizó. Pararon las voces, se levantaron las dudas y la confusión; estaba libre. Ahora sé cómo enfrentarlo.
Me siento como una niñita que ha pasado por una tormenta horrible y aterradora, perdida en la confusión y la soledad. Sabía que mi Padre amante estaba al otro lado de la puerta y que era mi única esperanza y alivio, pero no podía pasar por esa puerta tan pesada. Entonces alguien me enseñó cómo darle vuelta a la cerradura y me dijo que tenía todo el derecho y la autoridad para abrirla por ser hija de Dios. He levantado mis manos y he abierto la puerta para correr hacia mi Padre y ahora descanso en sus brazos fuertes y amorosos. Tengo toda la seguridad y la fe de que «ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo porvenir, ni poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Romanos 8:38).
Ahora me siento en paz y satisfecha por dentro.
Ahora trabajo en un ministerio, y saco horas para leer y orar y ser amada por el Dios, del cual tanto había oído pero jamás experimentado. Doy, y sirvo como siempre soñé. En mi esclavitud, nunca pude extenderme más allá de mi desesperación. Ahora me siento en paz y satisfecha por dentro, en cierto modo como una niña, con propósito, dirección, gozo y esperanza.
Ahora cuando tengo pensamientos acusadores o negativos, simplemente rebotan porque he aprendido a atar a Satanás con una frase rápida, haciendo a un lado sus mentiras y escogiendo la verdad. ¡Y realmente funciona! Gracias a mi fuerte Salvador, Satanás me deja casi instantáneamente. He tenido unos cuantos días bastante malos, pero entonces decido recordar quién soy y le digo a Satanás y a sus demonios que se vayan. Es un milagro … ¡se levanta la nube!
Me da tristeza pensar que he estado gran parte de mi vida en cautiverio, creyendo mentiras. Trato de recordar: «Por esto mismo te he dejado con vida, para mostrarte mi poder y para dar a conocer mi nombre en toda la tierra» (Éxodo 9:16). Sé que Dios usará poderosamente mis experiencias en mi vida, así como también en la de los demás. Las cadenas han caído; me he decidido por la luz y la vida.
Debido a los cambios tan evidentes en mi rostro, la gente me ha estado buscando para conocer la luz y la verdad. Son tantos los casetes suyos que he dado a otros que también se encuentran en esclavitud y necesitados, que no puedo seguir la pista a todos.
Tuve que ver que no soy la persona enferma.
Todavía estoy visitando a un consejero cristiano, lo que me ha sido muy útil. Es espantoso dejar atrás mi pasado y es una lucha aprender a vivir. La tentación más grande que siento es estar enferma, porque lograba recibir mucha atención. Tuve que ver que no soy esa persona enferma sino que soy una hija de Dios y que Él desea que yo esté libre. Me fue difícil aceptar esa nueva identidad, y unas cuantas veces he tenido días «locos». Pero reconozco que no es lo que quiero y llamo a mi amiga para que ore conmigo, y con su apoyo renuncio a las tinieblas.
La batalla más grande que tengo es permanecer estable porque mi tendencia es dejar que mi mente se divida. Mi oración diaria es que Él me ayude a permanecer centrada y que lo ame con todo mi corazón y mi alma, no a medias.
Otra amiga importante hace cinco años fue liberada como médium de la Nueva Era. Me ha sido de ayuda inmensa, pero mi apoyo principal es la amiga que conocí en su congreso. Nuestras cuentas de teléfono son enormes y nos vemos tres o cuatro veces por año. Verdaderamente creo que no habría sobrevivido ni permanecido libre en esos primeros meses sin la ayuda que ella me brindó.
Mi familia hizo todo lo posible por amarme.
Mi familia y el tratamiento que recibí fueron de lo mejor. Hicieron todo lo que pudieron por amarme, ayudarme y salvarme la vida. He recibido mucho amor en el transcurso de mi vida por parte de tantas amistades y familiares. Siento que es por sus oraciones, amor constante y apoyo que hoy estoy viva.
Creo firmemente que las drogas que me recetaron no me permitían pensar ni luchar. Me dejaban en un estado tan pasivo y semialerta, que no me podía concentrar. No podía escribir por el fuerte temblor de mis manos … no podía ver a veces por la visión nublada … no podía orar porque no había concentración … y jamás tuve la energía para discernir pensamientos o recordar verdades de las Escrituras … y no podía seguir el hilo a una conversación. Era como si estuviera tomando entre doce y quince antihistamínicos a la vez, quedando en condición desamparada sin ninguna calidad de vida.
Saco mis tarjetas y las leo en voz alta, hasta que la luz ahuyente a la oscuridad.
Tengo gran cantidad de tarjeticas en las que he escrito versículos conteniendo la verdad, y las llevo a todas partes. Ha habido momentos en que la oscura nube de la opresión es tan arrolladora que saco mis tarjetas y las leo en voz alta, hasta que la luz ahuyente a la oscuridad y logre volver a orar. Entonces descubro la mentira que había estado creyendo, reclamo la verdad, anuncio mi posición en Cristo y renuncio al diablo. Ya el proceso se ha vuelto tan automático que me encuentro reclamando y renunciando en voz baja, casi sin tener que pensarlo.
Mi amiga y yo hemos hablado mucho respecto a lo que es rendirse activamente. ¿Cómo reconozco mi dependencia total de Dios y sigo a la vez luchando? No lo comprendo totalmente pero es la entrega activa la que nos libera.
El mayor conflicto que tengo hasta la fecha es querer ser libre. Siento la tentación de usar mis «otros yo» o amigos desvinculados. Ocupaban los compartimientos en mi ser donde yo iba para escaparme de la realidad y para encontrar alivio. Satanás se aprovecha de esos escapes mentales, causando caos en mi mente y en mi vida.
Ahora deseo encontrar mi seguridad en Dios.
Literalmente enterré piedras que representaban cada parte de mi mente en las que persistía. En un sentido, fue una pérdida enorme. Por otro lado, sabía que tenía que hacerlo porque esas identidades y esos compartimientos tipo sicótico fueron las habitaciones de Satanás y de sus secuaces. Todavía me tientan, e incluso he regresado a ellas cuando me he sentido bajo mucha presión, pero lucho en contra y logro enderezarme. Me agarro del amor de Dios y de su fortaleza de una manera que jamás antes había podido. Ahora deseo encontrar mi seguridad en Él.
Jamás podré expresar la diferencia que he sentido en mi corazón y en mi vida. Donde residía un corazón hecho pedazos, ahora hay uno sano. Donde mi mente estaba vacía, ahora hay un canto y un intelecto muy superior a lo que jamás antes comprendí. Donde antes hubo una vida irreal y de desesperación, ahora hay gozo, libertad y luz. A Dios sea la gloria, porque lo único que he hecho es al fin decir «sí» a su oferta de libertad. ¡Estoy muy agradecida de estar con vida!
Jennifer
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Cómo obtener la libertad y mantenerse libre
Cuando Jennifer se reunió conmigo por primera vez, la conduje a través de los pasos hacia la libertad. El hecho de que hubiera cierta resolución se pudo notar claramente en la primera carta que envió. Sin embargo, no hubo tiempo suficiente en una sesión de tres horas de consejería para que yo, ni nadie, pudiera educarla lo suficiente acerca de su identidad en Cristo, mucho menos respecto a la naturaleza de la batalla espiritual. Además, en ese entonces yo no tenía la base de experiencia que ahora tengo. Como Jennifer no tenía el conocimiento volvió a caer en sus antiguos patrones y hábitos. En su segunda visita participó en todo un congreso diseñado con el fin de darle la información que necesitara para obtener su libertad y mantenerse libre.
La mayoría de los pastores no disponen de tiempo suficiente como para sentarse con la gente, uno por uno, para darles sesiones extensas de enseñanza. Normalmente pido a la persona antes de la primera entrevista, que al menos lea Victory Over the Darkness [Victoria sobre la oscuridad]. Cuando se tiene que luchar para poder leer como le sucedía a Jennifer, a menudo hay un síntoma de hostigamiento demoníaco. Entonces los dirijo primero por los pasos hacia la libertad y les doy seguimiento con tareas como leer el libro o escuchar casetes sobre el mismo tema.
Permítame destacar de nuevo que no doy nada por sentado respecto a los conflictos espirituales. Se necesita un medio, seguro para evaluar las cosas a nivel espiritual. No difiere de lo que hace un médico cuando pide primero un examen de sangre y de orina. La iglesia debe responsabilizarse del diagnóstico espiritual y de la resolución.
Si se ve la liberación como algo que uno puede hacer por una persona, normalmente habrá problemas. Quizás logre conseguir su libertad al echar un demonio, pero es muy posible que este regrese y que el estado final sea peor todavía. Cuando Jennifer confesó, renunció, perdonó, etcétera, aprendió cuál era la naturaleza del conflicto al experimentar todo el proceso. En vez de desviarla, apelé a su mente, donde se estaba librando la verdadera batalla, y la ayudé a asumir la responsabilidad de escoger la verdad.
Son muy apropiados los comentarios de Jennifer sobre los medicamentos recetados. El uso de drogas para curar el cuerpo es recomendable, pero para curar el alma es deplorable. Estaba tan dañada su capacidad para pensar que no podía elaborar nada a nivel mental. Veo a menudo personas en esta condición y es sumamente frustrante, sin embargo, jamás contradigo el consejo de un médico. Tengo muchísimo cuidado de advertirle a la gente que no dejen sus medicamentos demasiado pronto, para evitar los graves efectos secundarios que puedan resultar. Es cierto que Jennifer dejó de tomar sus medicamentos demasiado pronto después de su primera entrevista, y eso quizás contribuyó a que tuviera una recaída.
Algunos no quieren ser libres
A la gente espiritualmente sana le es muy difícil comprender a quienes no siempre quieren ser libres de la esclavitud de su estilo de vida. He conocido a muchos que no quieren librarse de sus «amigos». Una vez, después de conducir por los pasos hacia la libertad a la esposa de un pastor, sentí que no estaba completa su libertad. Me miró y me dijo:
—¿Y ahora qué?
—Dígale que se vaya—respondí después de una pausa.
Con una mirada perpleja, reaccionó:
—En el nombre del Señor Jesucristo, le ordeno que se vaya de mi presencia.
Inmediatamente recibió su libertad. Al día siguiente me confesó que la presencia le estaba diciendo a la mente: «¿Me vas a echar después de todos los años que hemos vivido juntos?» Apelaba a sus sentimientos de compasión.
Un joven me dijo que oía una voz que le rogaba que no lo obligara a irse porque no quería ir al infierno. El demonio quería quedarse con el joven para poder ir con él al cielo. Le pedí al muchacho que orara, pidiéndole a Dios que le revelara la naturaleza real de esa voz. Apenas había terminado de orar, exclamó con gran disgusto. No sé lo que vio ni escuchó, pero era obvio que era algo malévolo. Estos no son unos inofensivos guías espirituales: son espíritus engañadores que buscan desacreditar a Dios y promover alianzas con Satanás. Son destructores que destrozan una familia, una iglesia o un ministerio.
Excesos de comida seguidos de purgas
Es una condición inquietante de nuestra época la de los trastornos en la alimentación. Las filosofías enfermizas de nuestra sociedad han asignado al cuerpo humano un estado endiosado. Las muchachitas a menudo se obsesionan con su apariencia como norma para medir su propio valor. En vez de encontrar su identidad en el ser interior, la buscan en el exterior. En vez de centrarse en el desarrollo del carácter, lo hacen en la apariencia, y prestigio. Satanás aprovecha esta búsqueda equivocada de la felicidad y autoestima.
Agregado a ese problema vemos el aumento del abuso sexual y de la violación. Muchas niñas y muchachas adictas a los trastornos en la alimentación han sido víctimas de delitos sexuales. Como las agencias seculares no tienen el evangelio, no saben cómo liberar totalmente de su pasado a esta gente. Lo que las libera totalmente es conocer quiénes son en Cristo y reconocer lo imprescindible que es perdonar, aunque siempre deben lidiar con las mentiras que Satanás usa con ellas.
Una señorita tomaba setenta y cinco laxantes diarios. Se graduó en una excelente universidad cristiana y no era tonta. Sin embargo, fue inútil razonar con ella. Las unidades para el tratamiento de trastornos en la alimentación lograron detener su tendencia de perder peso usando fuertes controles de conducta. Cuando hablé con ella le pregunté:
—Esto no tiene nada que ver con tus hábitos de comer, ¿verdad?
—No—respondió.
—Estás defecando para purgarte del mal, ¿no es cierto?—le dije.
Asintió con la cabeza y le pedí que repitiera mis palabras:
—Renuncio a la defecación para purgarme del mal y declaro que únicamente la sangre de Jesucristo me limpia de toda maldad.
Por un corto tiempo dejó de tomar laxantes, pero en este caso, como en el de Jennifer, no tenía el cuadro total y no logró aprovechar el apoyo que necesitaba.
Otra mujer dijo que se había purgado toda la vida, igual que su madre. Dijo que no planeaba hacerlo conscientemente y que era un chiste entre sus hijas adolescentes poder vomitar en un vaso desechable mientras conducía el auto, sin jamás cruzar la línea media de la carretera. Cuando le pregunté por qué vomitaba, me respondió que se sentía limpia después. Le pedí que repitiera mis palabras: «Renuncio a la mentira de que vomitar me va a limpiar. Creo únicamente en la obra purificadora de Cristo en la cruz».
Después de repetirlo, inmediatamente exclamó: «Ah Dios mío, eso es, ¿verdad? Sólo Jesús puede lavarme de mi pecado».
Me contó que en su mente tuvo una visión de la cruz.
Por esa misma razón se corta la gente: trata de purgarse del mal. Es un engaño espiritual, una mentira de Satanás, de que podemos ser el dios de nuestra vida y lograr nuestra propia purificación. ¿Recuerda a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal que se levantaron contra Elías? Ellos se cortaron (1 Reyes 18:28). En muchas religiones paganas alrededor del mundo se cortan la piel, cosa que para el que viaja es fácil corroborar. Es importante desenmascarar esa mentira y renunciar a ella. En muchos casos la persona ni siquiera sabe por qué lo hace, así que pedirle la razón podría ser contraproducente. Jennifer trataba de extraerse el corazón porque creía que era maligno. También expuso que se cortaba la piel para mantenerse en contacto con la realidad, creyendo que las personas vivas sangran. La joven que tomaba laxantes empezó a llorar inmediatamente después de renunciar a la mentira. Apenas se logró calmar, le pregunté en qué pensaba y me dijo: «No puedo imaginar que creía tantas mentiras».
Es importante recalcar aquí que no todos los que se cortan tienen trastornos en su alimentación, ni que muchos de los que los tienen no se cortan.
Recibí una carta muy perspicaz de una señora que experimentó un alivio tremendo al seguir los pasos hacia la libertad, pero en ese momento el pastor no había tratado con ella el asunto de su trastorno en la alimentación. Me escribió:
Estimado Neil:
Acabo de leer The Seduction of Our Children [La seducción de nuestros hijos], que me iluminó bastante en muchas áreas. En el capítulo 13 leía los pasos para los niños cuando noté la sección aparte sobre los trastornos de alimentación. Conforme la leía, un dolor agudo me atravesaba el corazón, pero también hubo un suspiro de alivio. Sus palabras describían mi vida desde la escuela primaria.
Al principio de este año seguí los pasos hacia la libertad con un pastor y cambié radicalmente. Pero no me parecía bien la lucha que seguía librando en cuanto a mi apariencia física. Ese tema no había surgido en mi sesión de consejería.
A medida que leía su descripción de la persona típica que padece un trastorno en la alimentación, me puse a llorar delante del Señor. Empecé cortándome, luego me volví anoréxica, bulímica y finalmente una mezcla de los tres.
Repasé todas las renuncias y los anuncios que usted declaró y me puse de acuerdo con una amiga en orar al respecto. Dios es muy bueno conmigo. No importa por qué se pasó por alto en mis sesiones, el punto es que el enemigo quiso que fuera por mal, para mantenerme esclavizada en una área que había controlado gran parte de mi vida. Dios usó el libro suyo para agregarle a mi vida este paso de libertad. Muchísimas gracias.
La necesidad de que le crean a uno
Esta gente busca desesperadamente quién les crea y entienda lo que les sucede. Conocen lo suficiente como para no hablar con quienes no entienden de pensamientos extraños e imágenes raras. En el caso de Jennifer, cuando finalmente expuso su relato la gente no le quiso creer y algunos todavía dudan. Ven su sanidad como una casualidad. Los consejeros deben reconocer la realidad de las maniobras de Satanás, de que realmente no «luchamos» contra sangre y carne, «sino contra principados, contra autoridades, contra los gobernantes de estas tinieblas, contra espíritus de maldad en los lugares celestiales» (Efesios 6:12).
El seguimiento
Los pensamientos de Jennifer respecto al seguimiento son selectos. No se puede recalcar lo suficiente la importancia de tener una amistad con quien contar. Jamás fue la intención de Dios de que viviéramos solos; nos necesitamos unos a otros. Y Jennifer necesitaba seguir con una consejería que la ayudara a adaptarse a su nueva vida. En muchos aspectos no se había desarrollado lo mismo que otros y ahora necesita madurar hasta lograr la sanidad completa. En sí, la libertad no es madurez. Las personas como Jennifer están en proceso de desarrollar nuevos patrones de pensamiento y necesitan tiempo para reprogramar sus mentes.
Sus consejeros le proporcionaron el apoyo que necesitaba para sobrevivir, y son personas buenas que hubieran hecho cualquier cosa por ayudarla. Nadie tiene todas las respuestas. En primer lugar, y sobre todo, necesitamos al Señor, pero también nos necesitamos unos a otros.
La oración eficaz a favor de otros
Pienso en los pastores que tratan de ayudar a la gente como Jennifer. La mayoría no ha tenido preparación formal en consejería y muy pocos han estudiado en un seminario que los equipe a tratar con el reino de las tinieblas. Lo buscan personas desesperadas con necesidades arrolladuras, sabiendo que su única esperanza es el Señor. A veces, la única arma disponible al pastor es la oración, y así lo hace. Pero a menudo ve muy poca respuesta a su oración de fe, lo que puede desanimarlo.
La mayoría de los cristianos están conscientes del pasaje en Santiago que instruye al que está enfermo a llamar a los ancianos a que oren y los unjan con aceite. Creo que la iglesia debería estar haciendo esto, sin embargo creo que hemos pasado por alto algunos conceptos muy importantes, además del orden implícito en Santiago: «¿Está afligido alguno entre vosotros? ¡Que ore!» (5:13). Quien más debe orar es quien está sufriendo. Las personas con dolores que me veían cuando era pastor, me pedían oración. Por supuesto que oraba por ellos, pero quien realmente tenía que orar era la persona que me pedía oración.
Fue tan notable el cambio en el rostro de una trabajadora social después de llevarla a través de los pasos hacia la libertad que la insté a ir al cuarto de damas para que se mirara en el espejo. Al regresar a mi oficina brillaba de la felicidad. Reflexionando en la resolución de sus conflictos espirituales, me dijo: «Siempre pensé que otra persona tenía que orar por mí. Este es un concepto equivocado muy común. En los pasos hacia la libertad el aconsejado es quien hace casi toda la oración.
No podemos tener una relación de tipo secundario con Dios. Quizás necesitemos un tercero para facilitar la reconciliación de dos personas, pero no la van a lograr por lo que haga el mediador. Se reconciliarán sólo por las concesiones que hagan las partes principales. En la resolución del conflicto espiritual Dios no hace concesiones para que nos podamos reconciliar con él. Más bien, los «Pasos hacia la libertad» describen las «concesiones» que debemos hacer nosotros para aceptar nuestra responsabilidad.
«¿Está enfermo alguno entre vosotros? Que llame a los ancianos de la iglesia» (5:14). De nuevo vemos que la responsabilidad de sanarse siempre recae sobre el enfermo. Dudo que jamás seamos eficaces en nuestros intentos de sanar a una humanidad doliente que no quiera sanidad. Los pasos hacia la libertad funcionarán únicamente si la persona desea ser sanada y acepta su propia responsabilidad.
Marcos registra el incidente en que Jesús envió por delante a sus discípulos en un barco. El viento empezó a soplar fuerte y los discípulos se detuvieron en medio del mar y «se fatigaban remando». Mientras caminaba sobre el mar Jesús, «quería pasarlos de largo» (Marcos 6:48). Creo que el Señor quiere pasar de largo al autosuficiente. Cuando todo lo queremos hacer nosotros mismos, Él nos lo permite. Cuando los discípulos le clamaron a Jesús, Él fue donde ellos. Cuando el enfermo llama a los ancianos, ellos también deben acudir.
Sigue diciendo Santiago: «Por tanto, confesaos unos a otros vuestros pecados, y orad unos por otros de manera que seáis sanados. La ferviente oración del justo, obrando eficazmente, puede mucho» (5:16). Creo que las oraciones de nuestros pastores serán eficaces cuando la gente esté dispuesta a confesar sus pecados. Los pasos hacia la libertad son un inventario moral feroz. He oído a la gente confesar atrocidades increíbles conforme los van cumpliendo. Mi papel es darles la seguridad de que Dios contesta la oración y perdona a sus hijos arrepentidos.
Siento mayor confianza en la oración después de conducir a la persona por los pasos hacia la libertad. Juan escribe: «El que practica el pecado es del diablo, porque el diablo peca desde el principio. Para esto fue manifestado el Hijo de Dios: para deshacer las obras del diablo» (1 Juan 3:8). Creo que estamos dentro de la voluntad perfecta de Dios cuando le pedimos que restaure una vida dañada por Satanás, daño que puede ser físico, emocional o espiritual.
La orden es: «Buscad primeramente el Reino de Dios» y luego todo lo demás nos será añadido. Una joven se me acercó en una conferencia con un saludo muy alegre:
—¡Hola!
—¡Hola!—le respondí.
—No me reconoce, ¿verdad?—me dijo.
No la reconocía ni siquiera después que me recordó que la había aconsejado hacía un año. Había cambiado mucho. Como Jennifer, su apariencia y su rostro se veían totalmente distintos, una manifestación bellísima del cambio en la persona que «busca primeramente el Reino de Dios». ¡Qué distinto es todo cuando Cristo nos da la libertad!

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