Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6
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El versículo 16 continúa el tema de los versículos 14 y 15: Cristo nuestro Libertador. Él vino para libertarnos del imperio de la muerte. Él es nuestro Ayudador, el que nos presta el oportuno socorro.
Lo primero que nos sorprende en este versículo es que de repente los ángeles vuelven a hacer acto de presencia. Fueron un constante punto de contraste con el Señor Jesucristo a lo largo del capítulo 1 y en el 2:5–7, pero habían desaparecido del escenario durante un tiempo. ¿A qué se debe su reaparición ahora?
Sabemos de sobra que el Señor Jesucristo ciertamente no socorrió a los ángeles. ¿Por qué, pues, necesita el autor introducir esta idea aquí?
Sólo podemos contestar a esta pregunta si hemos entendido bien el conjunto del argumento del autor a partir del 2:5. Hemos visto que esta sección nos habla de la humanidad de Jesucristo, pero, más aún, del por qué de su humanidad. Por supuesto, Él en sí mismo no tuvo ninguna necesidad de hacerse hombre. Era absolutamente completo, en todos los sentidos, en su condición de Hijo eterno. Su experiencia terrenal no pudo contribuir nada a su perfección. La razón de la necesidad de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo la hemos de buscar en nosotros, en lo que Él vino a hacer a favor nuestro.
Él vino a salvarnos. Pero ¿cómo ha enfocado el autor el tema de nuestra salvación? Si volvemos a los versículos 5 al 7 de este capítulo, recordaremos que su punto de partida ha sido el propósito glorioso que Dios tiene para el hombre como señor de la creación. Así pues, Cristo ha venido para «salvarnos», no solamente en el sentido de evitar que tengamos que ir al infierno, sino en el sentido de restaurar nuestra gloria humana y hacer viable el cumplimiento de todos los propósitos y promesas de Dios para con la humanidad. ¿Y cuáles son estos propósitos? El autor ha acudido al Salmo 8 para definirlos: coronarle de gloria y de honra, y sujetar todo bajo sus pies.
Ahora bien, este propósito, que empezó a funcionar en el Edén con Adán y Eva, quedó anulado, o al menos desvirtuado, a causa del pecado. Por nuestro pecado, los seres humanos dejamos de alcanzarlo. Dios no puede coronar como señor del universo al hombre estropeado sin que esto represente una catástrofe para el mismo universo.
Por lo tanto, el Hijo eterno toma naturaleza humana a fin de poder restaurar la posibilidad de que el propósito de Dios se cumpla. Él es el postrer Adán, el nuevo hombre, el cabeza de la nueva humanidad. Él, por lo tanto, es el que supremamente es coronado de gloria y honra y tiene todo sujeto bajo sus pies. Él es el hombre al que Dios designa como heredero de todo (1:2).
Pero además de cumplir en su propia persona los propósitos de Dios para con la humanidad, también abre la puerta para que aquellos que creen en Él, llegando así a participar de su nueva humanidad, puedan ser coherederos con Él, «co-señores» de la tierra (Mateo 5:5).
Por lo tanto, el capítulo 2, al ir explicando diversos matices acerca de cómo Cristo nos salva, siempre entiende que la meta hacia la cual la salvación apunta es la glorificación en Cristo de los que participan de la nueva humanidad, la llegada a la gloria de muchos hijos (v. 10).
Es decir, el autor nunca ha perdido de vista la cuestión del lugar que el hombre debe ocupar en el universo según los designios de Dios. Desde el principio de esta sección (v. 5) ha establecido que el universo no está destinado a estar sujeto a los ángeles, sino al hombre. Ésta ha sido la intención de Dios desde el primer momento. Ya se ha cumplido en nuestro Señor Jesucristo, y un día se cumplirá en el conjunto de la humanidad redimida por Él.
La primera gran razón por la cual el Hijo debió humanarse es que, sin la encarnación, Él nunca habría llegado a ser el Heredero de las promesas divinas acerca del universo, porque éstas son para el hombre. La segunda es que, sin tomar forma humana, El nunca podría haber llegado a ser Cabeza de una nueva humanidad redimida. Si los propósitos de Dios para la creación se iban a cumplir, era necesario que el Hijo se hiciera hombre.
A quienes el hijo tiene que salvar es a los hombres, no a los ángeles, por cuanto los hombres, y no los ángeles, son los herederos de las promesas de Dios.
De ahí que el versículo 16 pueda ser contemplado como la contrapartida del versículo 5: Ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham, porque Dios no sujetó a los ángeles el mundo venidero, sino al hombre (vs. 7–8).
Así pues, Jesús no vino para socorrer a los ángeles. Naturalmente, de entre las muchas cosas que las Escrituras no nos revelan, se halla ésta: no sabemos por qué motivo, escondido en los eternos consejos de Dios o quizás en la misma naturaleza del ser angelical, Dios no ha tenido a bien dar a los ángeles el señorío del universo, ni por lo tanto por qué el Hijo tomó forma humana y no angelical. No nos corresponde a nosotros saberlo. Pero lo que sí sabemos es que, aun cuando sería de suponer que los ángeles, por ser superiores a nosotros, tendrían derecho al señorío, por alguna razón Dios no ha querido que sea así, sino que ha enviado a su Hijo para socorrernos a nosotros, restaurar nuestra humanidad perdida y renovar nuestra esperanza en las promesas. Si bien esto nos deja asombrados, debería también despertar en nosotros una eterna gratitud.
EL SOCORRO DE CRISTO
El versículo 16, pues, nos presenta al Señor Jesucristo como aquel que socorre. En el texto griego original, el verbo empleado es un poco especial. Más adelante, en el versículo 18, el autor volverá a la idea del socorro de Cristo, y allí utilizará el verbo más habitual. Pero en el 16, dos veces él emplea otro verbo menos frecuente y cuyo significado es extender la mano, o coger la mano. Se trata, por lo tanto, de un verbo especialmente gráfico. Dice que nuestro Señor Jesucristo no vino para coger de la mano a los ángeles, sino para coger de la mano a la descendencia de Abraham. La salvación de Jesucristo es enfocada aquí en términos de una iniciativa por la cual el Señor Jesucristo extiende su mano para salvarnos.
Me vienen a la mente dos episodios en la vida de Pedro. En primer lugar, vemos a Pedro, con esa fe impetuosa que le caracterizaba, lanzándose al mar y caminando sobre las aguas. Todo va bien mientras mira al Señor Jesucristo. Pero las olas son grandes, el viento sopla y la noche es oscura, y en un momento empieza a mirar al agua y a olvidarse del Señor. Entonces comienza a hundirse, y en su desesperación clama a Jesús: ¡Señor, sálvame!
«Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? (Mateo 14:31).
El Señor Jesucristo ha venido para socorrer. Él extiende la mano, nos ase y nos salva.
La segunda ilustración: Pedro se encuentra en prisión, cuando he aquí que se presentó un ángel del Señor, y una luz resplandeció en la cárcel (Hechos 12:7). ¿Qué son los ángeles? Pues son espíritus ministradores, enviados por el Señor para hacer su voluntad y para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación. Ahora uno de ellos es enviado por el Señor para socorrer a uno de los primeros hombres que heredaron la salvación en Cristo.
«… y tocando a Pedro en el costado, le despertó, diciendo: Levántate pronto. Y las cadenas se le cayeron de las manos. Le dijo el ángel: Cíñete, y átate las sandalias. Y lo hizo así. Y le dijo: Envuélvete en tu manto, y sígueme. Y saliendo, le seguía; pero no sabía que era verdad lo que hacía el ángel, sino que pensaba que veía una visión. Habiendo pasado la primera y la segunda guardia, llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad, la cual se les abrió por sí misma; y salidos, pasaron una calle, y luego el ángel se apartó de él. Entonces Pedro, volviendo en sí, dijo: Ahora entiendo verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel, y me ha librado de la mano de Herodes, y de todo lo que el pueblo de los judíos esperaba» (Hechos 12:7–11).
Sí, el Señor puede enviar un ángel para socorrernos. Pedro estaba en la cárcel. Hacía falta que las puertas de la cárcel se abriesen y que el ángel condujera a Pedro fuera de la prisión y le librara de la mano de Herodes. Pero nosotros también estamos en una cárcel, como veíamos en los versículos 14 y 15. No es la de Herodes, sino la de un enemigo mucho más fuerte y cruel. Necesitamos que alguien nos abra la puerta, nos coja de la mano y nos saque a la calle. Pero esta liberación el Señor Jesucristo no la puede dejar en manos de un ángel. Tiene que venir Él mismo. Y ha venido.
En el capítulo anterior veíamos cómo Jesús saquea la fortaleza de Satanás, la despoja (conforme a la epístola a los Colosenses), y abre sus puertas. Veíamos que el diablo ha sido destruido en el sentido de rendido impotente. Está con las manos atadas. Si alguien quiere salir de esta fortaleza y ser libre, el enemigo de nuestras almas es impotente para impedirlo. Ahora el autor añade otro matiz. Jesús no sólo nos abre las puertas y ata las manos a Satanás, para luego esperar que nosotros salgamos solitos; sino que Él entra en la fortaleza, nos coge de la mano y nos saca, personal e individualmente.
De hecho, el autor de Hebreos está recogiendo aquí una idea familiar en el Antiguo Testamento. Más adelante, en el 8:9, va a citar de la profecía de Jeremías:
«He aquí vienen días, dice el Señor, en que estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto; no como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto…»
Los tomé de la mano para sacarlos. Ahora la historia de la salvación se repite. Nuevamente el Señor nos socorre. El Hijo de Dios toma forma humana a fin de poder cogernos de la mano y efectuar nuestra liberación.
Una de las frases más trágicas de la Biblia hace referencia a la misma idea:
«Pero acerca de Israel dice: Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde y contradictor» (Romanos 10:21).
Dios ofrece sacarlos, pero no quieren. A aquel que se resiste al llamamiento, Cristo le deja en la fortaleza de Satanás. Nos trata como seres responsables. Pero para quien quiere salir, el Señor está allí con su mano extendida.
«He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar» (Isaías 59:1).
Salimos de nuestro Egipto una sola vez. Hay una sola liberación. Pero después descubrimos que, en todo el trayecto del peregrinaje por el desierto a la Tierra Prometida, la mano del Señor se extiende para socorrernos en medio de los apuros, peligros y tentaciones del camino.
Por esto el salmista dice:
«Esté tu mano pronta para socorrerme» (Salmo 119:173).
Extiéndeme la mano. Llévame. Protégeme. Ayúdame.
Nuestra liberación inicial da lugar a un peregrinaje largo sembrado de peligros. Pero Aquel que nos abrió las puertas de la cárcel también es poderoso para seguir extendiendo su mano para ayudarnos hasta el fin del trayecto. En este sentido, hacemos bien en enlazar nuestro texto con el 2:18:
«En cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados».
Y también con el 4:16:
«Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro».
El versículo 16 continúa el tema de los versículos 14 y 15: Cristo nuestro Libertador. Él vino para libertarnos del imperio de la muerte. Él es nuestro Ayudador, el que nos presta el oportuno socorro.
Lo primero que nos sorprende en este versículo es que de repente los ángeles vuelven a hacer acto de presencia. Fueron un constante punto de contraste con el Señor Jesucristo a lo largo del capítulo 1 y en el 2:5–7, pero habían desaparecido del escenario durante un tiempo. ¿A qué se debe su reaparición ahora?
Sabemos de sobra que el Señor Jesucristo ciertamente no socorrió a los ángeles. ¿Por qué, pues, necesita el autor introducir esta idea aquí?
Sólo podemos contestar a esta pregunta si hemos entendido bien el conjunto del argumento del autor a partir del 2:5. Hemos visto que esta sección nos habla de la humanidad de Jesucristo, pero, más aún, del por qué de su humanidad. Por supuesto, Él en sí mismo no tuvo ninguna necesidad de hacerse hombre. Era absolutamente completo, en todos los sentidos, en su condición de Hijo eterno. Su experiencia terrenal no pudo contribuir nada a su perfección. La razón de la necesidad de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo la hemos de buscar en nosotros, en lo que Él vino a hacer a favor nuestro.
Él vino a salvarnos. Pero ¿cómo ha enfocado el autor el tema de nuestra salvación? Si volvemos a los versículos 5 al 7 de este capítulo, recordaremos que su punto de partida ha sido el propósito glorioso que Dios tiene para el hombre como señor de la creación. Así pues, Cristo ha venido para «salvarnos», no solamente en el sentido de evitar que tengamos que ir al infierno, sino en el sentido de restaurar nuestra gloria humana y hacer viable el cumplimiento de todos los propósitos y promesas de Dios para con la humanidad. ¿Y cuáles son estos propósitos? El autor ha acudido al Salmo 8 para definirlos: coronarle de gloria y de honra, y sujetar todo bajo sus pies.
Ahora bien, este propósito, que empezó a funcionar en el Edén con Adán y Eva, quedó anulado, o al menos desvirtuado, a causa del pecado. Por nuestro pecado, los seres humanos dejamos de alcanzarlo. Dios no puede coronar como señor del universo al hombre estropeado sin que esto represente una catástrofe para el mismo universo.
Por lo tanto, el Hijo eterno toma naturaleza humana a fin de poder restaurar la posibilidad de que el propósito de Dios se cumpla. Él es el postrer Adán, el nuevo hombre, el cabeza de la nueva humanidad. Él, por lo tanto, es el que supremamente es coronado de gloria y honra y tiene todo sujeto bajo sus pies. Él es el hombre al que Dios designa como heredero de todo (1:2).
Pero además de cumplir en su propia persona los propósitos de Dios para con la humanidad, también abre la puerta para que aquellos que creen en Él, llegando así a participar de su nueva humanidad, puedan ser coherederos con Él, «co-señores» de la tierra (Mateo 5:5).
Por lo tanto, el capítulo 2, al ir explicando diversos matices acerca de cómo Cristo nos salva, siempre entiende que la meta hacia la cual la salvación apunta es la glorificación en Cristo de los que participan de la nueva humanidad, la llegada a la gloria de muchos hijos (v. 10).
Es decir, el autor nunca ha perdido de vista la cuestión del lugar que el hombre debe ocupar en el universo según los designios de Dios. Desde el principio de esta sección (v. 5) ha establecido que el universo no está destinado a estar sujeto a los ángeles, sino al hombre. Ésta ha sido la intención de Dios desde el primer momento. Ya se ha cumplido en nuestro Señor Jesucristo, y un día se cumplirá en el conjunto de la humanidad redimida por Él.
La primera gran razón por la cual el Hijo debió humanarse es que, sin la encarnación, Él nunca habría llegado a ser el Heredero de las promesas divinas acerca del universo, porque éstas son para el hombre. La segunda es que, sin tomar forma humana, El nunca podría haber llegado a ser Cabeza de una nueva humanidad redimida. Si los propósitos de Dios para la creación se iban a cumplir, era necesario que el Hijo se hiciera hombre.
A quienes el hijo tiene que salvar es a los hombres, no a los ángeles, por cuanto los hombres, y no los ángeles, son los herederos de las promesas de Dios.
De ahí que el versículo 16 pueda ser contemplado como la contrapartida del versículo 5: Ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham, porque Dios no sujetó a los ángeles el mundo venidero, sino al hombre (vs. 7–8).
Así pues, Jesús no vino para socorrer a los ángeles. Naturalmente, de entre las muchas cosas que las Escrituras no nos revelan, se halla ésta: no sabemos por qué motivo, escondido en los eternos consejos de Dios o quizás en la misma naturaleza del ser angelical, Dios no ha tenido a bien dar a los ángeles el señorío del universo, ni por lo tanto por qué el Hijo tomó forma humana y no angelical. No nos corresponde a nosotros saberlo. Pero lo que sí sabemos es que, aun cuando sería de suponer que los ángeles, por ser superiores a nosotros, tendrían derecho al señorío, por alguna razón Dios no ha querido que sea así, sino que ha enviado a su Hijo para socorrernos a nosotros, restaurar nuestra humanidad perdida y renovar nuestra esperanza en las promesas. Si bien esto nos deja asombrados, debería también despertar en nosotros una eterna gratitud.
EL SOCORRO DE CRISTO
El versículo 16, pues, nos presenta al Señor Jesucristo como aquel que socorre. En el texto griego original, el verbo empleado es un poco especial. Más adelante, en el versículo 18, el autor volverá a la idea del socorro de Cristo, y allí utilizará el verbo más habitual. Pero en el 16, dos veces él emplea otro verbo menos frecuente y cuyo significado es extender la mano, o coger la mano. Se trata, por lo tanto, de un verbo especialmente gráfico. Dice que nuestro Señor Jesucristo no vino para coger de la mano a los ángeles, sino para coger de la mano a la descendencia de Abraham. La salvación de Jesucristo es enfocada aquí en términos de una iniciativa por la cual el Señor Jesucristo extiende su mano para salvarnos.
Me vienen a la mente dos episodios en la vida de Pedro. En primer lugar, vemos a Pedro, con esa fe impetuosa que le caracterizaba, lanzándose al mar y caminando sobre las aguas. Todo va bien mientras mira al Señor Jesucristo. Pero las olas son grandes, el viento sopla y la noche es oscura, y en un momento empieza a mirar al agua y a olvidarse del Señor. Entonces comienza a hundirse, y en su desesperación clama a Jesús: ¡Señor, sálvame!
«Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? (Mateo 14:31).
El Señor Jesucristo ha venido para socorrer. Él extiende la mano, nos ase y nos salva.
La segunda ilustración: Pedro se encuentra en prisión, cuando he aquí que se presentó un ángel del Señor, y una luz resplandeció en la cárcel (Hechos 12:7). ¿Qué son los ángeles? Pues son espíritus ministradores, enviados por el Señor para hacer su voluntad y para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación. Ahora uno de ellos es enviado por el Señor para socorrer a uno de los primeros hombres que heredaron la salvación en Cristo.
«… y tocando a Pedro en el costado, le despertó, diciendo: Levántate pronto. Y las cadenas se le cayeron de las manos. Le dijo el ángel: Cíñete, y átate las sandalias. Y lo hizo así. Y le dijo: Envuélvete en tu manto, y sígueme. Y saliendo, le seguía; pero no sabía que era verdad lo que hacía el ángel, sino que pensaba que veía una visión. Habiendo pasado la primera y la segunda guardia, llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad, la cual se les abrió por sí misma; y salidos, pasaron una calle, y luego el ángel se apartó de él. Entonces Pedro, volviendo en sí, dijo: Ahora entiendo verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel, y me ha librado de la mano de Herodes, y de todo lo que el pueblo de los judíos esperaba» (Hechos 12:7–11).
Sí, el Señor puede enviar un ángel para socorrernos. Pedro estaba en la cárcel. Hacía falta que las puertas de la cárcel se abriesen y que el ángel condujera a Pedro fuera de la prisión y le librara de la mano de Herodes. Pero nosotros también estamos en una cárcel, como veíamos en los versículos 14 y 15. No es la de Herodes, sino la de un enemigo mucho más fuerte y cruel. Necesitamos que alguien nos abra la puerta, nos coja de la mano y nos saque a la calle. Pero esta liberación el Señor Jesucristo no la puede dejar en manos de un ángel. Tiene que venir Él mismo. Y ha venido.
En el capítulo anterior veíamos cómo Jesús saquea la fortaleza de Satanás, la despoja (conforme a la epístola a los Colosenses), y abre sus puertas. Veíamos que el diablo ha sido destruido en el sentido de rendido impotente. Está con las manos atadas. Si alguien quiere salir de esta fortaleza y ser libre, el enemigo de nuestras almas es impotente para impedirlo. Ahora el autor añade otro matiz. Jesús no sólo nos abre las puertas y ata las manos a Satanás, para luego esperar que nosotros salgamos solitos; sino que Él entra en la fortaleza, nos coge de la mano y nos saca, personal e individualmente.
De hecho, el autor de Hebreos está recogiendo aquí una idea familiar en el Antiguo Testamento. Más adelante, en el 8:9, va a citar de la profecía de Jeremías:
«He aquí vienen días, dice el Señor, en que estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto; no como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto…»
Los tomé de la mano para sacarlos. Ahora la historia de la salvación se repite. Nuevamente el Señor nos socorre. El Hijo de Dios toma forma humana a fin de poder cogernos de la mano y efectuar nuestra liberación.
Una de las frases más trágicas de la Biblia hace referencia a la misma idea:
«Pero acerca de Israel dice: Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde y contradictor» (Romanos 10:21).
Dios ofrece sacarlos, pero no quieren. A aquel que se resiste al llamamiento, Cristo le deja en la fortaleza de Satanás. Nos trata como seres responsables. Pero para quien quiere salir, el Señor está allí con su mano extendida.
«He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar» (Isaías 59:1).
Salimos de nuestro Egipto una sola vez. Hay una sola liberación. Pero después descubrimos que, en todo el trayecto del peregrinaje por el desierto a la Tierra Prometida, la mano del Señor se extiende para socorrernos en medio de los apuros, peligros y tentaciones del camino.
Por esto el salmista dice:
«Esté tu mano pronta para socorrerme» (Salmo 119:173).
Extiéndeme la mano. Llévame. Protégeme. Ayúdame.
Nuestra liberación inicial da lugar a un peregrinaje largo sembrado de peligros. Pero Aquel que nos abrió las puertas de la cárcel también es poderoso para seguir extendiendo su mano para ayudarnos hasta el fin del trayecto. En este sentido, hacemos bien en enlazar nuestro texto con el 2:18:
«En cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados».
Y también con el 4:16:
«Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro».