Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6
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Ella tiene derecho a estar amargada
A pesar de ser talentosa, durante años pasó inadvertida. Prestigiosos círculos de ópera se negaron a darle cabida cuando intentó entrar. Los críticos estadounidenses pasaron por alto su voz impactante. La rechazaron repetidamente en papeles para los que le sobraban condiciones. Apenas se fue a Europa y se ganó los corazones de públicos difíciles de complacer, líderes de la opinión nacional reconocieron su talento.
Su vida profesional no solo ha sido una lucha, sino también su vida personal presenta el mismo desafío. Es madre de dos niños minusválidos, uno de ellos tiene un severo retraso mental. Hace años, a fin de escapar del ritmo de la ciudad de Nueva York, adquirió una casa en Martha’s Víneyard. Se incendió totalmente dos días antes de mudarse.
Rechazo profesional. Trabas personales. Terreno ideal para las semillas de amargura. Un campo receptivo para las raíces de resentimiento. Pero en este caso, la ira no encontró dónde habitar.
Sus amigos no la llaman amargada; le dicen «Bubbles» [Burbujas],
Beverly Sills. Cantante de ópera de fama internacional. Directora retirada de la Ópera de la ciudad de Nueva York.
La risa endulza sus frases. La serenidad suaviza su rostro. Al entrevistarla, Mike Wallace declaró que «es una de las damas más impactantes, o tal vez la más impactante, que haya entrevistado jamás».
¿Cómo puede una persona enfrentarse a semejante rechazo profesional y trauma personal y aun así recibir el apodo de Burbujas? «Decido ser alegre», dice ella. «Años atrás sabía que no tenía demasiada posibilidad de decidir el éxito, las circunstancias, ni siquiera la felicidad; pero sabía que podía optar por la alegría.
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«Pedimos sanidad. Dios no la ha dado. Pero nos bendice».
Glyn hablaba lentamente. En parte por su convicción. En parte por su enfermedad. Su esposo, Don, estaba sentado en una silla junto a ella. Los tres vinimos a programar un funeral... el suyo. Y ahora, después de cumplir esa tarea, de seleccionar los himnos y dar las indicaciones, Glyn habló.
«Él dio una fortaleza que desconocíamos. Nos la dio cuando nos hizo falta y no antes». Sus palabras se arrastraban, pero eran claras. Sus ojos estaban humedecidos, pero confiados.
Me pregunté qué pasaría si me quitasen la vida a los cuarenta y cinco años. Me pregunté el efecto que me produciría decir adiós a mis hijos y a mi cónyuge. Me pregunté qué sentiría como testigo de mi muerte.
«Dios nos ha dado paz en el dolor. Nos cubre en todo momento. Incluso cuando estamos fuera de control, sigue presente».
Hacía un año que Glyn y Don se enteraron de la condición de Glyn: esclerosis lateral amiotrófíca (mal de Lou Gehrig). La causa y la cura permanecen en el misterio. Pero el resultado no. La fuerza muscular y la movilidad se van deteriorando a ritmo constante, quedando solo la mente y la fe.
Y la combinación de la mente y la fe de Glyn fue lo que me llevó a comprender que hacía más que programar un funeral. Contemplaba las joyas santas que ella extrajo de la mina de la desesperanza.
«Podemos usar cualquier tragedia como piedra de tropiezo o como escalón…
»Espero que esto no cause amargura en mi familia. Espero poder ser un ejemplo de que Dios desea que confiemos en tiempos buenos y en malos. Porque si no confiamos cuando los tiempos son difíciles, es porque en realidad no confiamos».
Don la tomó de la mano. Le enjugó las lágrimas. Se enjugó las propias.
«¿Quiénes son estos dos?» Me pregunté mientras lo observaba secar la mejilla de ella con un pañuelo. «¿Quiénes son estos que, estando a la orilla del río de la vida, pueden mirar hacia la otra orilla con tanta fe?»
El momento era solemne y dulce. Hablé poco. No somos audaces en presencia de lo sagrado.
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«¡Tengo todo lo que necesito para gozar!»
dijo Robert Reed.
«¡Sorprendente!» pensé.
Sus manos están retorcidas y sus pies inutilizados. No se puede bañar solo. No se puede alimentar. No puede cepillarse los dientes, ni peinarse, ni ponerse la ropa interior. Sus camisas se abrochan con tiras de Velero®. Su hablar es arrastrado como un audiocasete gastado.
Robert tiene parálisis cerebral.
La enfermedad le impide conducir automóvil, andar en bicicleta y salir a caminar. Pero no le impidió graduarse de la secundaria ni asistir a Abilene Christian University, de donde se graduó como profesor de latín. Su parálisis cerebral no le impidió enseñar en una escuela secundaria de St. Louis ni aventurarse a realizar cinco viajes misioneros al extranjero.
La enfermedad de Robert no le impidió ser misionero en Portugal.
Se mudó a Lisboa, solo, en 1972. Allí alquiló una habitación de hotel y empezó a estudiar portugués. Encontró un dueño de restaurante que le daba de comer después de la hora más atareada y un tutor que le enseñaba el idioma.
Después se ubicaba diariamente en un parque, donde distribuía folletos acerca de Cristo. A los seis años había llevado a setenta a entregarse al Señor, una de las cuales llegó a ser su esposa. Rosa.
Hace poco escuché a Robert. Vi a varios hombres llevarlo a la plataforma en su silla de ruedas. Los observé colocar una Biblia en su falda. Observé cómo sus dedos rígidos forzaban las páginas a abrirse. Y observé cómo las personas que integraban el público secaban sus lágrimas de admiración de los rostros. Robert pudo pedir simpatía o compasión, pero hizo lo contrario. Levantó su mano retorcida al aire y se jactó: «Tengo todo lo que necesito para estar gozoso».
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Sus camisas son sostenidas por Velcro®, pero su vida es sostenida por gozo.
Ningún hombre tenía mayor motivo para ser desdichado que él, sin embargo ninguno era más gozoso.
Su primer hogar fue un palacio. Tenía sirvientes a la mano. El chasquido de sus dedos cambiaba el curso de la historia. Su nombre era conocido y amado. Tenía todo: riqueza, poder, respeto.
Y luego se quedó sin nada.
Los estudiantes del caso todavía lo consideran. Los historiadores tropiezan al intentar explicarlo. ¿Cómo podría un rey perder todo en un instante?
En un momento pertenecía a la realeza; al siguiente quedó en la pobreza.
Su cama llegó a ser, en el mejor de los casos, un camastro prestado… y, por lo general, la tierra dura. Nunca fue dueño de siquiera el medio más elemental de transporte y dependía de donaciones para sus ingresos. A veces estaba tan hambriento que comía granos crudos o agarraba fruta de algún árbol. Sabía lo que era estar bajo la lluvia, el frío. Sabía lo que significaba no tener hogar.
Los predios de su palacio fueron impecables; ahora estaban expuestos a la suciedad. Nunca había conocido dolencia, pero ahora estaba rodeado de enfermedades.
En su reino fue reverenciado; ahora era ridiculizado. Sus vecinos intentaron matarlo. Algunos dijeron que era un lunático. Su familia intentó confinarlo a su casa.
Aquellos que no lo ridiculizaron intentaron usarlo. Querían favores. Querían que hiciera trucos. Él era una novedad. Querían ser vistos con él, es decir, hasta que pasó de moda el ser visto con él. Después quisieron matarlo.
Se le acusó de un delito que nunca cometió. Contrataron testigos para que mintiesen. El jurado fue preparado. No se le asignó abogado para su defensa. Un juez impulsado por los políticos dictó la pena de muerte.
Lo mataron.
Se fue del mismo modo que llegó, sin un centavo. Fue enterrado en una tumba prestada, y su funeral financiado por amigos compasivos. Aunque una vez lo tuvo todo, murió sin nada.
Debería ser desdichado. Debería estar amargado. Tenía todo el derecho a ser una caldera hirviente de ira. Pero no lo fue.
Estaba gozoso.
Los agrios no atraen seguidores. La gente lo seguía dondequiera que iba.
Los niños rechazan a los malhumorados. Corrían en pos de este hombre.
Las multitudes no se reúnen a escuchar a los llorones. Ellas clamaban al oírlo.
¿Por qué? Porque tenía gozo. Sentía gozo en su pobreza. Cuando fue abandonado. Cuando fue traicionado. Incluso al colgar de un instrumento de tortura, sus manos atravesadas por clavos romanos de quince centímetros.
Jesús personificaba el gozo inquebrantable. Un gozo que rehusaba doblegarse ante el viento de los tiempos difíciles. Un gozo que se mantenía en pie ante el dolor. Un gozo cuyas raíces se extendían en lo profundo del fundamento de la eternidad.
Quizás fue allí donde lo aprendió Beverly Sills. Sin duda, fue allí donde lo aprendieron Glyn Johnson y Robert Reed. Y es allí donde podemos aprenderlo nosotros.
¿Qué tipo de gozo es este? ¿Qué cosa es este regocijo que osa guiñar a la adversidad? ¿Qué ave es esta que canta en la oscuridad? ¿Cuál es la fuente de esta paz que desafía al dolor?
Yo lo llamo deleite sagrado.
Es sagrado porque no es terrenal. Lo que es sagrado es de Dios. Y este gozo es de Dios.
Es deleite porque puede satisfacer y sorprender al mismo tiempo.
Deleite es los pastores de Belén bailando fuera de una cueva. Deleite es María contemplando a Dios dormido en un pesebre. Deleite es el canoso Simeón alabando a Dios, que está a punto de ser circuncidado. Deleite es José enseñándole al Creador del mundo cómo sostener un martillo.
Deleite es la expresión en el rostro de Andrés al mirar el recipiente con alimentos que nunca se vacía. Deleite es invitados a una boda adormecidos por beber el vino que había sido agua. Deleite es Jesús atravesando las olas como quien atraviesa un cortinaje. Deleite es un leproso que ve un dedo donde antes sólo había un muñón… una viuda que hace una fiesta con la comida preparada para un funeral… un paraplégico haciendo piruetas. Deleite es Jesús haciendo cosas imposibles de maneras alocadas: sanando al ciego con saliva, pagando los impuestos con una moneda encontrada en la boca de un pez y resucitando de entre los muertos vestido de jardinero.
¿Qué es un deleite sagrado? Es cuando Dios hace lo que los dioses harían únicamente en sus sueños más alocados: usar pañales, montar burros, lavar pies, dormir durante tormentas. Deleite es el día que acusaron a Dios de divertirse demasiado, de asistir a demasiadas fiestas y de pasar demasiado tiempo con la gente que se junta en el bar.
Deleite es el salario de un día abonado a jornaleros que sólo habían trabajado una hora… es el padre que lava la espalda de su hijo para quitarle el olor a marrano… es el pastor que hace una fiesta porque encontró a la oveja perdida. Deleite es descubrir una perla, es un talento multiplicado, es un mendigo camino al cielo, es un malhechor en el reino. Deleite es sorpresa en los rostros de gente de la calle que ha sido invitada al banquete de un rey.
Deleite es una mujer samaritana boquiabierta con expresión de sorpresa, es la adúltera que se aleja del terreno donde hay piedras desparramadas y es Pedro en ropa interior que se lanza al agua fría para acercarse al que había maldecido.
Deleite sagrado es una buena noticia que entra por la puerta trasera de su corazón. Es lo que siempre ha soñado pero nunca esperó que sucediese. Es aquello que es demasiado bueno para ser cierto que se hace realidad. Es tener a Dios de bateador suplente, abogado, papá, principal fanático y mejor amigo. Dios a su lado, en su corazón, delante de usted y protegiendo su espalda. Es esperanza en el lugar que menos esperaba encontrarla: una flor en la acera de la vida.
Es sagrado porque sólo Dios lo puede conceder. Es un deleite porque emociona. Como es sagrado, no puede ser robado. Y por ser deleitoso, no se puede predecir.
Esta fue la alegría que danzó por el Mar Rojo. Este fue el gozo que hizo sonar la trompeta en Jericó. Este fue el secreto que hizo cantar a María. Esta fue la sorpresa que dio la primavera a la mañana de Pascua.
Es la alegría de Dios. Es deleite sagrado.
Y este es el deleite sagrado que promete Jesús en el Sermón del Monte.
Nueve veces lo promete. Y se lo promete al grupo de gente menos pensado:
• «Los pobres en espíritu». Mendigos en la cocina de Dios.
• «Los que lloran». Pecadores anónimos unidos por la verdad de su presentación: «Hola, soy yo. Un pecador».
• «Los de corazón humilde». Pianos en una casa de empeño tocados por Van Cliburn. (Es tan bueno que nadie nota las teclas faltantes.)
• «Los que tienen hambre y sed de justicia». Huérfanos hambrientos que conocen la diferencia entre alimentos congelados y un banquete.
• «Los compasivos». Ganadores de la lotería de un millón de dólares que comparten el premio con sus enemigos.
• «Los de corazón limpio». Médicos que aman a los leprosos y escapan a la infección.
• «Los pacificadores». Arquitectos que construyen puentes con la madera de una cruz romana.
• «Los perseguidos». Los que logran mantener un ojo puesto en el cielo mientras andan por un infierno terrenal.
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Este es el grupo de peregrinos al cual Dios promete una bendición especial. Un gozo celestial. Un deleite sagrado.
Pero este gozo no es barato. Lo que Jesús promete no es una treta para producirle piel de gallina ni una actitud mental que necesita estimulación. No, Mateo 5 describe la divina reconstrucción radical del corazón.
Observe la secuencia. Primeramente, reconocemos nuestra necesidad (somos pobres en espíritu). Acto seguido, nos arrepentimos de nuestra autosuficiencia (lloramos). Dejamos de controlar la situación y cedemos el control a Dios (tenemos corazón humilde). Quedamos tan agradecidos por su presencia que anhelamos más de Él (tenemos hambre y sed). Al acercarnos más a Él, nos parecemos más a Él. Perdonamos a otros (somos compasivos). Cambiamos nuestra perspectiva (tenemos corazón limpio). Amamos a otros (somos pacificadores). Soportamos injusticia (somos perseguidos).
No se trata de una modificación fortuita de la actitud. Es una demolición de la vieja estructura para crear una nueva. Cuanto más radical es el cambio, mayor es el gozo. Y todo esfuerzo vale la pena, pues se trata del gozo de Dios.
No es accidental que la misma palabra usada por Jesús para prometer deleite sagrado sea la misma que Pablo usó para describir a Dios:
«Dios el único y bendito soberano».2
Reflexione acerca del gozo de Dios. ¿Qué puede empañarlo? ¿Qué puede apagarlo? ¿Qué puede matarlo? ¿Se altera Dios ante largas filas o congestionamiento de tránsito? ¿Se niega Dios, alguna vez, a rotar la tierra por tener heridos los sentimientos?
No. Su gozo no puede ser apagado por consecuencias. Su paz no puede ser robada por circunstancias.
Hay una deliciosa alegría que viene de Dios. Un gozo santo. Un deleite sagrado.
Y está a su alcance. Sólo hay una decisión entre usted y el gozo.
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