Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6
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La nueva cartografía
La historia de la iglesia está cambiando radicalmente. Tanto, que esa historia es ahora una disciplina muy distinta de lo que era cuando por primera vez la estudié hace poco más de cuarenta años. Lo más importante que ha ocurrido en esos cuarenta años no es algún descubrimiento arqueológico o algún nuevo manuscrito, de los cuales ha habido varios. Hoy la vanguardia de los estudios de historia eclesiástica no se encuentra en el estudio de algún momento particular de esa historia, o de algún manuscrito recién descubierto. Es posible que eso sea parte de la vanguardia, pero la vanguardia es mucho más amplia. Se encuentra en realidad en los grandes cambios que han tenido lugar, y que todavía continúan a una velocidad cada vez mayor, en la disciplina misma. En una palabra, el campo entero de la historia eclesiástica está cambiando, hasta tal punto que ya no es lo que era hace cuarenta años, y sólo podemos adivinar lo que será dentro de otros cuarenta más.
Quizá alguien se pregunte cómo es posible que el pasado cambie. Ciertamente, no es posible. Pero la historia no es lo mismo que el pasado. El pasado nunca nos resulta directamente accesible. El pasado se nos llega a través de la mediación de la interpretación. La historia es ese pasado interpretado.
La historia como diálogo
Quizá un buen modo de expresar esto sea usando la imagen de un diálogo. En un diálogo, el otro no me resulta directamente accesible. Todo lo que tengo son palabras, gestos, tonos, mediante los cuales la otra persona intenta comunicarse conmigo, pero que yo a mi vez recibo e interpreto según mis propias experiencias y presuposiciones. Para que haya verdadero diálogo, debo respetar la otredad de mi interlocutor. No puedo interpretar sus palabras a mi antojo. Esas palabras están ahí, fuera de mí. Por otra parte, por mucho que me esfuerce, el único modo en que puedo oírlas e interpretarlas es desde mi propia perspectiva. Si nos detenemos a analizarlo, llegamos a la conclusión de que el diálogo es imposible. Y sin embargo, a pesar de su imposibilidad, ¡hay diálogo! La comunicación pura y sin impedimentos no es sino una quimera inalcanzable. A pesar de todo ello, la comunicación es el fundamento de toda la vida social. Yo mismo sé al escribir estas palabras que ni uno solo de mis lectores las leerá exactamente como yo lo intento—lo que es más, no habrá dos de ellos que las lean exactamente del mismo modo. Y a pesar de ello, insisto en escribir. Ello se debe al milagro de la comunicación, la cual, a pesar de ser imposible, es el fundamento de toda la vida social.
Pensemos entonces acerca de la historia como un diálogo. Es un diálogo en que no solamente el pasado se dirige a nosotros sino también nosotros al pasado. Como historiador, no soy mero observador pasivo de los acontecimientos pasados, sino interlocutor que dialoga con el pasado, que le plantea preguntas. Las respuestas que el pasado me da dependen en buena medida de las preguntas que le hago.
Lo que todo esto significa es que los cambios que están teniendo lugar en la historia de la iglesia son la contraparte de los cambios que están teniendo lugar en la iglesia hoy.
Historia y geografía
Como imagen fundamental para describir y discutir los cambios que están teniendo lugar en la historia eclesiástica, he decidido utilizar la metáfora de la geografía. En cierto modo se trata de algo más que una metáfora, puesto que hay una verdadera conexión entre la historia y la geografía. Si la historia es drama, la geografía es el escenario donde el drama tiene lugar. Por mucho que uno se interese en la trama, es imposible entenderla o seguirla sin verla sobre el escenario. Lo que es más, buena parte de la trama y de su impacto tienen que ver con el lugar que cada actor ocupa en el escenario, con sus entradas y salidas, con la decoración que establece el ambiente, con el movimiento de los actores hacia el frente o hacia el fondo.
De igual modo, aprendí hace muchos años que resulta imposible seguir la historia sin comprender el escenario en que tiene lugar. Debo confesar que durante mis primeros años de estudio el tema que menos me interesaba era la historia. Tal fue el caso hasta que un día llegué a descubrir que la razón por la que no me gustaba la historia era precisamente porque estaba tratando de entender los acontecimientos únicamente en términos de su secuencia cronológica, como si la geografía o el escenario en que tuvieron lugar no fuese importante. El resultado fue que lo que debió haber sido el estudio fascinante de vidas y dramas humanos se volvió una serie de nombres y fechas colgados en el aire, de fantasmas desencarnados que marchaban por las páginas de mis libros de texto en una sucesión rápida y confusa. Sólo cuando empecé a verles como personas reales, con los pies en tierra firme, y cuando comencé a entender los sufrimientos de los pueblos y las naciones, no solamente a través del tiempo y la cronología, sino también a través del espacio y la geografía, la historia se me volvió un fascinante tema de estudio.
Como profesor, he llegado a la convicción de que uno de los principales obstáculos en la enseñanza y aprendizaje de la historia eclesiástica es que la geografía que sirve de escenario para tal historia resulta desconocida para la mayoría de los estudiantes. Puedo estar muy interesado en los contrastes teológicos y hermenéuticos entre Alejandría y Antioquía, y dedicarle toda una hora a la explicación de tales contrastes y de sus consecuencias para la cristología o para la soteriología, y al fin de esa hora descubrir que mis estudiantes no tienen la más ligera idea de dónde se encuentran Alejandría y Antioquía en un mapa del Imperio Romano.
Mi esposa es también profesora de historia eclesiástica. Hace algunos años comenzó a sospechar que una de las razones por las que algunos estudiantes tenían enormes dificultades en comprender la historia de la iglesia antigua y medieval era que carecían de una visión geográfica fundamental. Un año, en la primera clase del curso, aun antes de decir la primera palabra acerca de la historia, repartió entre los estudiantes mapas mudos de Europa y del Imperio Romano, y les pidió que marcaran en esos mapas la localización de ciertas ciudades y lugares. Casi todos sabían suficiente geografía para colocar a Roma en algún punto de esa bota que es Italia. La mayoría sabía que Jerusalén se encontraba hacia el borde oriental del Mediterráneo. Pero hasta ahí llegaban sus conocimientos. Un estudiante puso a Irlanda en Ucrania. Otro colocó a España en Alemania y a Egipto en España. Alejandría salió a la deriva desde Egipto hasta la Gran Bretaña, y los pobres libios se congelaban al norte de Moscú. De más está decir que a partir de entonces uno de los textos requeridos en ese curso de introducción a la historia eclesiástica es un buen atlas histórico.
Tras divertirnos a costa de los estudiantes que apenas se asoman al campo de la teología, es hora de que los historiadores y profesores de teología veamos la viga en nuestro propio ojo. Ciertamente, sabemos aproximadamente dónde colocar a Alejandría en el mapa, y no se nos ocurriría colocar a España al este del Rhin; pero, ¿tenemos suficiente conciencia del modo en que el mapa de la iglesia ha cambiado durante el tiempo que nos ha tocado vivir, y cómo ello comienza a afectar la historia misma de la iglesia?
Los cambios en el mapa del cristianismo deberían ser evidentes para quien conozca el modo en que el cristianismo ha evolucionado durante las últimas décadas. A principios del siglo 20, la mitad de todos los cristianos en el mundo vivía en Europa. Ahora son menos de la cuarta parte. A principios del mismo siglo, aproximadamente el ochenta por ciento de los cristianos eran blancos; ahora, menos del cuarenta por ciento. A principios del siglo 20, los grandes centros misioneros se encontraban en Londres y Nueva York. Hoy salen más misioneros de Corea que de Londres, y Puerto Rico envía misioneros a Nueva York por docenas.
El viejo mapa
Lo que esto significa es que el mapa del cristianismo que nos servía hace unas pocas décadas ya no funciona. En aquel mapa el centro se encontraba en el Atlántico del Norte—Europa y Norteamérica. Aparte de algunas iglesias cuyo interés estaba mayormente en su función como reliquias del pasado, poco fuera del Atlántico del Norte atraía la atención de los historiadores. Esos mismos historiadores eran en su mayoría personas del Atlántico del Norte, o al menos personas que, como yo, habían sido educadas de tal modo que prácticamente se sentían parte de ese centro.
Quizá algunos ejemplos nos ayuden a explicar este punto.
El primer ejemplo lo tenemos en el texto de historia eclesiástica que sirvió de base para la formación de mi generación. Ese texto era el libro de Williston Walker, Historia de la iglesia. Aunque cuando entré al seminario ya ese libro había sido revisado repetidamente, su estructura fundamental era la misma de la primera edición.
Al parecer, el criterio fundamental para el proceso de selección de temas a discutirse en la Historia de Walker es la importancia que cada acontecimiento tiene para el protestantismo norteamericano. La tabla de contenido es tal que cualquier protestante norteamericano al leer el libro podrá decir: «Esta es mi historia». La narración durante los primeros siglos se limita casi exclusivamente al Imperio Romano, luego a la Europa occidental, y después de la Reforma al Atlántico del Norte. La conversión de Armenia se menciona sólo parentéticamente en una oración acerca del alcance del monofisismo. La iglesia en Etiopía ocupa un poquito más de espacio—aproximadamente medio párrafo—, también en una sección acerca de la rebelión monofisita que resultó de las políticas de Justiniano. El avance del Islam alcanza también la importancia de medio párrafo—un párrafo que también se ocupa de los lombardos, los ávaros, los croatas, los serbios, y otros. Otro párrafo despacha la Reconquista española. Apenas se menciona la importancia de la civilización árabe para el renacimiento teológico de los siglos 12 y 13, y en particular para el desarrollo del tomismo. Hasta donde sé, ni siquiera se recuerda el papel fundamental de Sicilia y de España en ese encuentro entre civilizaciones.
Llegamos entonces a la Reforma del siglo 16. Ese período ocupa ciento veintiuna páginas, de las cuales poco más de siete se dedican al catolicismo romano. En esa breve sección acerca del catolicismo, se habla acerca de movimientos monásticos y místicos, de la polémica antiprotestante y del Concilio de Trento. Pero no se dice una sola palabra acerca de la gran actividad teológica que estaba teniendo lugar dentro de la Iglesia Católica Romana, aun aparte de la polémica antiprotestante. Esas siete páginas incluyen también una referencia, como de paso, a Ricci en China y a De Nobili en India. De Francisco Suárez, teólogo fundamental para la orden de los jesuitas, no se dice ni una sola palabra. Hacia el final del libro, se retoma la historia del catolicismo romano, ahora en nueve páginas que se ocupan del «catolicismo romano moderno» y que cubren todo el período desde el jansenismo hasta el tiempo en que el libro fue escrito.
Tras la controversia iconoclasta, las iglesias orientales reciben dos páginas en las que se cubre todo su desarrollo medieval, y por último siete páginas que traen su historia hasta el presente.
Esto puede parecer harto crítico; y en realidad lo es. Pero también es necesario señalar que como seminarista el único lugar en el currículo teológico, aparte de un breve curso sobre el ecumenismo, donde se mencionó siquiera la existencia de cristianos y de iglesias en Etiopía o en Armenia fue en los estudios de historia de la iglesia.
Una nueva conciencia y un nuevo mapa
Por otra parte, y lo que es peor, cuando repaso el modo en que por primera vez estudié la historia eclesiástica y la cartografía que se encontraba tras esa historia como presuposición tácita, me sorprendo y avergüenzo por el grado en que permití que esa narración se volviera parte de mi historia, aun cuando en varios modos nos marginaba a mí y a mi comunidad.
Un ejemplo también sirve para aclarar esto. El libro de Walker, como todos los demás que se usaban como texto entonces, parecía decir que la importancia del siglo 16 para la historia eclesiástica se limitaba a la Reforma protestante, y en una medida secundaria a su contraparte católica. Esto se entiende. Se trataba principalmente de libros protestantes, escritos en un tiempo en que todavía existía una gran enajenación entre protestantes y católicos, y eran libros del Atlántico del Norte, escritos desde una perspectiva en la que esa porción del globo terráqueo era el nuevo mare nostrum de la nueva civilización imperial. Lo que es notable es que, aunque yo había estudiado la historia de la conquista y colonización del hemisferio occidental desde que tenía siete años de edad y estaba en segundo grado, al leer estos libros en el seminario no se me ocurrió pensar que había en ellos una gran omisión.
Hoy no puedo hablar acerca de la historia de la iglesia en el siglo 16 sin tener en cuenta que el 26 de mayo de 1521, cuando la dieta imperial de Worms promulgó su edicto contra Lutero, Hernán Cortés asediaba la ciudad imperial de Tenochtitlán. Hoy, tras el Segundo Concilio Vaticano y varios otros acontecimientos en América Latina, es necesario insistir que todavía no sabemos cuál de esos dos acontecimientos a la larga resultará ser más importante para la historia de la iglesia.
Yo había estudiado la historia de la conquista y colonización del hemisferio occidental desde segundo grado. Conocía las fechas de fundación de las principales ciudades en las colonias españolas y cómo los habitantes originales de estas tierras habían sido explotados y cristianizados. Sabía de la fundación de las principales sedes eclesiásticas en las Antillas y en tierra firme. Todas estas eran fechas del siglo 16, al igual que las fechas de la Dieta de Worms y de la Confesión de Augsburgo. Sin embargo, aunque los números eran semejantes y todos empezaban con «15», en la práctica pertenecían a dos mapas diferentes. En el mapa de mi propia historia secular y política, el siglo 16 era la época de la conquista y colonización del hemisferio occidental, de Cortés, Pizarro y Las Casas. En el mapa en que supuestamente debía colocar mi propia historia religiosa, el siglo 16 era la época de la Reforma, de Lutero, de Zuinglio y Calvino.
Hoy tengo que funcionar con otros mapas. El mapa con que hoy funciono ya no coloca al Atlántico del Norte en el centro, sino que es policéntrico. Quizá este sea el cambio más radical que ha tenido lugar en la cartografía de la historia eclesiástica. En el pasado podíamos hablar de un centro, o quizá de dos, y contar toda la historia a partir de esos centros, hacia afuera. Ya hoy eso no es posible. Hoy hay muchos centros, tanto en la vida actual de la iglesia como en el modo en que la historia pasada de la iglesia se escribe.
Un mapa policéntrico
Es útil detenerse a pensar sobre el carácter policéntrico del cristianismo de hoy. En un grado sin paralelo en la historia de la iglesia, hoy los centros de vitalidad no son los mismos que los centros de recursos económicos. Y esos centros son varios. En tiempos pasados, hubo muchos cambios en la geografía del cristianismo. Ya en el Nuevo Testamento vemos como el centro se mueve de Jerusalén a Antioquía, y aún más hacia Asia Menor. Pero allí resulta claro que, al mismo tiempo que la importancia de la iglesia en Jerusalén se va eclipsando en comparación con el resto del cristianismo, lo mismo sucede con sus recursos económicos, de tal modo que una parte importante de la misión de Pablo es recoger fondos para los creyentes en Jerusalén. Más tarde, cuando las invasiones islámicas y el Renacimiento carolingio movieron el centro hacia la Europa occidental, resulta claro que hay ahora un nuevo centro, no sólo en vitalidad, sino también en recursos económicos.
Hoy la situación ha cambiado. No cabe duda de que la inmensa mayoría de los recursos financieros de la iglesia se encuentra todavía en el Atlántico del Norte. El presupuesto de algunos de los principales seminarios en los Estados Unidos es bastante mayor que el presupuesto entero de toda una denominación en otros países. Algunas congregaciones en los Estados Unidos poseen edificios cuyo valor es más que la suma total del valor de todos los edificios de denominaciones enteras en otros lugares. Lo mismo es cierto en cuanto al número de libros y revistas publicados, en cuanto a lo que se invierte en los medios de comunicación, etc. Y sin embargo, la proporción de cristianos en el Atlántico del Norte continúa disminuyendo, mientras en los países tradicionalmente más pobres hay una verdadera explosión en el crecimiento del cristianismo.
Esto es lo primero que quiero decir al afirmar que la nueva geografía del cristianismo es policéntrica. Desde el punto de vista de los recursos, los centros se encuentran todavía en los Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental. Desde el punto de vista de la vitalidad, del celo evangelizador y misionero, y hasta de la creatividad teológica, ya desde hace algún tiempo los centros se van moviendo hacia el sur.
La segunda dimensión de la nueva realidad policéntrica es que aun en el sur no hay un nuevo centro. Hay importantes movimientos teológicos que nos vienen del Perú así como de Africa del Sur y de las Filipinas. Hay un crecimiento increíble en Chile, así como en Brasil, Uganda y Corea. Ya no es posible referirse a lugar alguno como el centro del cristianismo, ni siquiera como uno de unos pocos centros.
Consecuencias del nuevo mapa
Este nuevo mapa del cristianismo implica a su vez que hemos de leer la historia eclesiástica de una manera diferente, al menos en lo que se refiere a dos puntos.
El primero de ellos es que ya no nos es posible separar la historia de la iglesia de la historia de las misiones o de la historia de la expansión del cristianismo. El modo en que la historia eclesiástica se ha leído, escrito y enseñado tradicionalmente, no sólo en el Atlántico del Norte, sino en todo el mundo, daba la impresión de que el cristianismo del Atlántico del Norte era la meta de la historia eclesiástica, y que por tanto todo lo que llevaba a él era parte de una historia diferente, de otro campo de estudios que normalmente se denominaba «historia de la misiones». Así, por ejemplo, la conversión del Imperio Romano y de las tribus germánicas eran parte de la historia eclesiástica, pero la conversión de Etiopía y los orígenes del cristianismo en Japón eran parte de la historia de las misiones. La controversia acerca de la presencia de Cristo en la eucaristía durante el período carolingio eran parte de la historia de la iglesia; pero la controversia acerca de los ritos chinos entre jesuitas y dominicos no lo era. Los debates acerca de la veneración de imágenes en la Europa del siglo 8 eran parte de la historia de la iglesia; pero el debate acerca de la veneración de los ancestros en el Asia del siglo 19 no lo era.
Hoy es imposible hacer tales distinciones. Puesto que el mapa del cristianismo ya no tiene al Atlántico del Norte al centro, el nuevo bosquejo de la historia de la iglesia ya no tiene al cristianismo de esa zona como punto culminante desde el cual mirar al pasado. Precisamente porque el cristianismo se ha vuelto policéntrico, la historia eclesiástica se ha vuelto global y ecuménica en un modo y en una medida que hubieran resultado inconcebibles hace unas pocas generaciones.
Esto nos lleva al segundo punto en el que el nuevo mapa de la iglesia exige una nueva lectura de la historia eclesiástica. Cuando por primera vez estudié esa historia, se daba por sentado que la esencia del cristianismo había quedado prácticamente determinada para el siglo 4. Por lo general se reconocía el hecho de que el cristianismo tal como nos ha llegado era el resultado de un encuentro entre el movimiento original de Palestina y la cultura grecorromana que dominaba entonces. Aunque Harnack y otros hayan expresado dudas acerca de si esto representaba el carácter original del cristianismo, o si lo traicionaba, por lo general aquella adaptación de la fe a la cultura dominante del mundo helenista se consideraba inevitable—y, por parte de los historiadores más ortodoxos, se la veía como un acontecimiento positivo. Se esperaba, sin embargo, que a partir de entonces el cristianismo seguiría siendo esencialmente el mismo, quizá con algún pequeño cambio de énfasis. Por ello, se estudiaba la conversión de los pueblos germánicos en términos de cómo habían sido añadidos a la iglesia, pero poco se decía acerca de la medida en que esa añadidura había traído consigo nuevas y diferentes interpretaciones de la fe. Después de todo, la mayoría de quienes escribían la historia eclesiástica se consideraban a sí mismos herederos intelectuales, espirituales y hasta genéticos del cristianismo, de la civilización grecorromana y de los invasores germánicos, y veían todo ello como parte de una misma entidad. Todo fluía en medio de la gran corriente que llevaba hacia el cristianismo del Atlántico del Norte y por lo tanto, aunque se reconocieran algunas diferencias entre cada uno de esos fenómenos, no se pensaba que esas diferencias fuesen tales que no se les pudiese unir en un solo cristianismo.
La justificación teológica que desde fecha muy temprana se dio para unir el cristianismo y la cultura grecorromana se encontraba en la antigua doctrina del Logos. Mediante esa doctrina se justificó aquella unión ya en la obra de teólogos como Justino Mártir, Clemente de Alejandría y Orígenes, quienes sostenían que el Logos que se encarnó en Jesucristo fue el mismo Logos mediante el cual toda la sabiduría que tuvieron les llegó a los antiguos, y que por ello la iglesia del Verbo encarnado tenía pleno derecho de apropiarse de cualquier verdad que hubiese en la tradición grecorromana.
El caso fue muy distinto cuando se trataba del encuentro entre el cristianismo y otras culturas que no eran parte del ancestro de quienes se dedicaban a la historia de la iglesia. En tal caso, ya no se trataba de descubrir lo que esas culturas podían contribuir al cristianismo y a su entendimiento de sí mismo. Ahora era cuestión de ver cómo comunicarle a una cultura pagana la fe dada de una vez y por todas, no solamente a los apóstoles y profetas, sino también a sus herederos del Atlántico del Norte. Es por ello que tales encuentros quedaron marginados, excluidos del campo fundamental de la historia eclesiástica y colocados en aquel otro campo separado, la historia de las misiones o la historia de la expansión del cristianismo. La historia de la iglesia sí debía estudiar cómo Justino Mártir interpretó el cristianismo en diálogo con la cultura grecorromana; pero la cuestión de la poligamia en algunas culturas africanas, y de cómo los cristianos africanos se enfrentaron a ella, era parte de la historia de las misiones. La historia de la iglesia estudia la importancia de la imprenta de tipo movible para los primeros estadios de la Reforma protestante; pero la importancia del caballo para la conquista y colonización del hemisferio occidental nada tenía que ver con la historia de la iglesia. Lo que es más, si los cristianos africanos o los cristianos de las culturas ancestrales americanas de algún modo se atrevían a permitir que sus tradiciones se manifestaran en su modo de interpretar y manifestar la fe, inmediatamente se les acusaba de sincretismo, con lo cual se implicaba, no sólo que su cristianismo no era parte de la historia de la iglesia, sino aún más que no era parte de la iglesia misma.
Aunque no se notara ni se dijera, lo que estaba en juego en tales casos era la doctrina misma del Logos que había servido de justificación para el diálogo anterior entre el cristianismo y la cultura grecorromana. Gracias a la doctrina del Logos, los cristianos de los siglos 2 y 3 pudieron acercarse a la cultura grecorromana esperando encontrar alguna verdad en ella, para luego establecer un diálogo entre esa verdad y la fe. Gracias a la doctrina del Logos, San Agustín pudo producir una interpretación moderadamente neoplatónica del cristianismo, y esa interpretación se impuso por largos siglos. Gracias a la doctrina del Logos, Tomás de Aquino pudo producir su imponente síntesis del cristianismo tradicional con el recientemente redescubierto pensamiento aristotélico. Todo esto fue posible porque los antiguos griegos tenían el Logos.
Pero cuando más tarde los cristianos se encontraron con otros pueblos y otras culturas, especialmente pueblos y culturas que podían ser conquistados, la doctrina del Logos quedó olvidada. Los conquistadores cristianos quemaron los antiguos libros mayas aun antes de leerlos, porque cualquier cosa que hubiese en ellos no podía ser sino obra del demonio. A la postre, la justificación para las misiones entre los pueblos supuestamente atrasados fue «la carga del hombre blanco»—the white man’s burden—que era otro modo de decir que el blanco del Atlántico del Norte se consideraba superior al resto del mundo. Con las excepciones notables de unos pocos pasajes en los escritos de Bartolomé de Las Casas y de otros autores, los cristianos europeos encontraron al Logos solamente en aquellas culturas y civilizaciones que no podían conquistar a la fuerza. Fue así como Mateo Ricci encontró al Logos en los chinos, y Roberto De Nobili entre las castas altas de la sociedad hindú.
Fue todo esto lo que le dio origen al viejo mapa de la historia eclesiástica, donde el centro era el resultado del encuentro y diálogo del antiguo cristianismo, primero con la cultura grecorromana, y luego con las tradiciones germánicas. Aparte de ese centro, todo lo demás era periferia cuyo valor se medía en términos de su asimilación de los valores e interpretaciones procedentes del centro—una periferia a la cual el centro estaba obligado a proveer sus beneficios, su entendimiento superior y su fe auténtica.
No se trata sólo de un cambio más
El mapa de la iglesia ha cambiado repetidamente a través de los siglos. Lo que primero fue una secta limitada a Palestina y sus alrededores, pronto se esparció por todo el Imperio Romano y allende sus fronteras. Ya para el siglo 4 el mapa incluía a Etiopía, a Armenia, Georgia, Persia, y hasta la India. En el 8, China vino a ser parte del mismo mapa. Después vino el gran período de expansión de las potencias europeas, y el mapa cambió radicalmente, de modo que pronto incluyó a Africa, Asia, y todo el hemisferio occidental. Más tarde se añadieron Australia, Nueva Zelanda y las islas del Pacífico.
Aunque todos estos cambios habían tenido lugar en el mapa del cristianismo en términos puramente geográficos, en términos ideológicos el mapa seguía siendo el mismo de tiempos de Eusebio de Cesarea. El mapa de Eusebio era bien claro. Daba un paso más allá de Justino, Clemente y Orígenes, quienes habían dicho que Dios, mediante el Logos, había provisto las dos corrientes que llevaban a Cristo: la tradición hebrea, especialmente el Antiguo Testamento, y la cultura grecorromana, especialmente la filosofía. Ambas llevaban a Jesús y debían por tanto ser vistas ahora como propiedad de la iglesia. Lo que Eusebio hizo fue añadirle la dimensión política a esta manera de ver a Dios actuando hacia una meta única. Tal como Eusebio nos cuenta la historia de la iglesia, el plan de Dios no era solamente que la revelación judía y la cultura grecorromana se uniesen en el cristianismo, sino también que el cristianismo y el imperio se uniesen en Constantino. La iglesia y el Imperio habían sido creados el uno para la otra. Por lo tanto, Eusebio lee los siglos anteriores de la historia eclesiástica en términos del modo en que llevaron a esa gloriosa unidad de la iglesia y el Imperio que él mismo experimentó, y a Constantino como el nuevo David.
El mapa de Eusebio era monocéntrico y providencial, puesto que para él todos los acontecimientos del pasado llevaban a la situación que él mismo experimentaba y que estaba convencido era obra de Dios.
A partir de entonces, aunque el mapa se ha expandido, y sus centros han cambiado, la estructura ideológica no ha cambiado. Es un mapa más grande, pero usualmente ha continuado siendo un mapa monocéntrico y providencial, en el cual el historiador se encuentra en la cima y mira hacia atrás para leer una historia que de algún modo culmina en el presente, y específicamente en el presente del historiador. Lo que no puede interpretarse como parte de ese movimiento escasamente tiene lugar en la narración histórica, y si se lo incluye, se trata de una condescendencia, de aquella «carga del hombre blanco», de una responsabilidad que el historiador tiene que cumplir por una especie de noblesse oblige.
El nuevo mapa es muy diferente. Al tiempo que el cristianismo se ha vuelto una religión verdaderamente universal, con profundas raíces en cada cultura, también se contextualiza más y más, y por lo tanto de cada uno de sus diversos centros vienen diferentes lecturas de toda la historia de la iglesia. El resultado es aterrador e inspirador.
Es aterrador, porque en buena medida implica que a cada paso tengo que volver a aprender mi propia disciplina. Ya no puedo seguir leyendo la historia a partir de una sola perspectiva o de un solo contexto. De algún modo tengo que escuchar las voces que vienen de distintos centros y de los márgenes, cada una de ellas con su visión desde diferente perspectiva, y por lo tanto cada una de ellas con una visión del pasado diferente a como yo lo veo. Por ello, ya no puedo hablar de un solo pasado, puesto que en esta variedad de centros y perspectivas se ven varios pasados. A veces el caos es tal que casi parecería que la historia eclesiástica amenaza explotar en mil fragmentos.
Por otra parte, la situación es inspiradora porque se trata de un momento único para dedicarse a la historia de la iglesia, ya que se ve claramente que esa historia no se ha hecho. La fluidez misma de nuestros mapas y la consiguiente fluidez del pasado implican que tenemos la libertad y hasta la obligación de escribir la historia de nuevo. Cada vez que leo lo que he escrito acerca de la historia eclesiástica, quisiera poder escribirlo de nuevo, puesto que algo falta, hay otra perspectiva que debo tomar en cuenta. Esto les devuelve a mis estudios históricos las fascinación que tuvieron cuando los emprendí por primera vez.
Otras dimensiones
Sin embargo, la geografía no es plana. Esto nos lo recuerda el hecho de que constantemente tenemos que proyectar el globo terráqueo sobre una superficie plana, y que toda proyección de algún modo distorsiona la realidad. Además, la geografía incluye, no sólo mapas planos, sino también topografía, montañas y valles. También en ese sentido la geografía de la historia está cambiando, como veremos en la próxima entrega o post.
Tipo de Archivo: PDF | Tamaño: MBytes | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
La nueva cartografía
La historia de la iglesia está cambiando radicalmente. Tanto, que esa historia es ahora una disciplina muy distinta de lo que era cuando por primera vez la estudié hace poco más de cuarenta años. Lo más importante que ha ocurrido en esos cuarenta años no es algún descubrimiento arqueológico o algún nuevo manuscrito, de los cuales ha habido varios. Hoy la vanguardia de los estudios de historia eclesiástica no se encuentra en el estudio de algún momento particular de esa historia, o de algún manuscrito recién descubierto. Es posible que eso sea parte de la vanguardia, pero la vanguardia es mucho más amplia. Se encuentra en realidad en los grandes cambios que han tenido lugar, y que todavía continúan a una velocidad cada vez mayor, en la disciplina misma. En una palabra, el campo entero de la historia eclesiástica está cambiando, hasta tal punto que ya no es lo que era hace cuarenta años, y sólo podemos adivinar lo que será dentro de otros cuarenta más.
Quizá alguien se pregunte cómo es posible que el pasado cambie. Ciertamente, no es posible. Pero la historia no es lo mismo que el pasado. El pasado nunca nos resulta directamente accesible. El pasado se nos llega a través de la mediación de la interpretación. La historia es ese pasado interpretado.
La historia como diálogo
Quizá un buen modo de expresar esto sea usando la imagen de un diálogo. En un diálogo, el otro no me resulta directamente accesible. Todo lo que tengo son palabras, gestos, tonos, mediante los cuales la otra persona intenta comunicarse conmigo, pero que yo a mi vez recibo e interpreto según mis propias experiencias y presuposiciones. Para que haya verdadero diálogo, debo respetar la otredad de mi interlocutor. No puedo interpretar sus palabras a mi antojo. Esas palabras están ahí, fuera de mí. Por otra parte, por mucho que me esfuerce, el único modo en que puedo oírlas e interpretarlas es desde mi propia perspectiva. Si nos detenemos a analizarlo, llegamos a la conclusión de que el diálogo es imposible. Y sin embargo, a pesar de su imposibilidad, ¡hay diálogo! La comunicación pura y sin impedimentos no es sino una quimera inalcanzable. A pesar de todo ello, la comunicación es el fundamento de toda la vida social. Yo mismo sé al escribir estas palabras que ni uno solo de mis lectores las leerá exactamente como yo lo intento—lo que es más, no habrá dos de ellos que las lean exactamente del mismo modo. Y a pesar de ello, insisto en escribir. Ello se debe al milagro de la comunicación, la cual, a pesar de ser imposible, es el fundamento de toda la vida social.
Pensemos entonces acerca de la historia como un diálogo. Es un diálogo en que no solamente el pasado se dirige a nosotros sino también nosotros al pasado. Como historiador, no soy mero observador pasivo de los acontecimientos pasados, sino interlocutor que dialoga con el pasado, que le plantea preguntas. Las respuestas que el pasado me da dependen en buena medida de las preguntas que le hago.
Lo que todo esto significa es que los cambios que están teniendo lugar en la historia de la iglesia son la contraparte de los cambios que están teniendo lugar en la iglesia hoy.
Historia y geografía
Como imagen fundamental para describir y discutir los cambios que están teniendo lugar en la historia eclesiástica, he decidido utilizar la metáfora de la geografía. En cierto modo se trata de algo más que una metáfora, puesto que hay una verdadera conexión entre la historia y la geografía. Si la historia es drama, la geografía es el escenario donde el drama tiene lugar. Por mucho que uno se interese en la trama, es imposible entenderla o seguirla sin verla sobre el escenario. Lo que es más, buena parte de la trama y de su impacto tienen que ver con el lugar que cada actor ocupa en el escenario, con sus entradas y salidas, con la decoración que establece el ambiente, con el movimiento de los actores hacia el frente o hacia el fondo.
De igual modo, aprendí hace muchos años que resulta imposible seguir la historia sin comprender el escenario en que tiene lugar. Debo confesar que durante mis primeros años de estudio el tema que menos me interesaba era la historia. Tal fue el caso hasta que un día llegué a descubrir que la razón por la que no me gustaba la historia era precisamente porque estaba tratando de entender los acontecimientos únicamente en términos de su secuencia cronológica, como si la geografía o el escenario en que tuvieron lugar no fuese importante. El resultado fue que lo que debió haber sido el estudio fascinante de vidas y dramas humanos se volvió una serie de nombres y fechas colgados en el aire, de fantasmas desencarnados que marchaban por las páginas de mis libros de texto en una sucesión rápida y confusa. Sólo cuando empecé a verles como personas reales, con los pies en tierra firme, y cuando comencé a entender los sufrimientos de los pueblos y las naciones, no solamente a través del tiempo y la cronología, sino también a través del espacio y la geografía, la historia se me volvió un fascinante tema de estudio.
Como profesor, he llegado a la convicción de que uno de los principales obstáculos en la enseñanza y aprendizaje de la historia eclesiástica es que la geografía que sirve de escenario para tal historia resulta desconocida para la mayoría de los estudiantes. Puedo estar muy interesado en los contrastes teológicos y hermenéuticos entre Alejandría y Antioquía, y dedicarle toda una hora a la explicación de tales contrastes y de sus consecuencias para la cristología o para la soteriología, y al fin de esa hora descubrir que mis estudiantes no tienen la más ligera idea de dónde se encuentran Alejandría y Antioquía en un mapa del Imperio Romano.
Mi esposa es también profesora de historia eclesiástica. Hace algunos años comenzó a sospechar que una de las razones por las que algunos estudiantes tenían enormes dificultades en comprender la historia de la iglesia antigua y medieval era que carecían de una visión geográfica fundamental. Un año, en la primera clase del curso, aun antes de decir la primera palabra acerca de la historia, repartió entre los estudiantes mapas mudos de Europa y del Imperio Romano, y les pidió que marcaran en esos mapas la localización de ciertas ciudades y lugares. Casi todos sabían suficiente geografía para colocar a Roma en algún punto de esa bota que es Italia. La mayoría sabía que Jerusalén se encontraba hacia el borde oriental del Mediterráneo. Pero hasta ahí llegaban sus conocimientos. Un estudiante puso a Irlanda en Ucrania. Otro colocó a España en Alemania y a Egipto en España. Alejandría salió a la deriva desde Egipto hasta la Gran Bretaña, y los pobres libios se congelaban al norte de Moscú. De más está decir que a partir de entonces uno de los textos requeridos en ese curso de introducción a la historia eclesiástica es un buen atlas histórico.
Tras divertirnos a costa de los estudiantes que apenas se asoman al campo de la teología, es hora de que los historiadores y profesores de teología veamos la viga en nuestro propio ojo. Ciertamente, sabemos aproximadamente dónde colocar a Alejandría en el mapa, y no se nos ocurriría colocar a España al este del Rhin; pero, ¿tenemos suficiente conciencia del modo en que el mapa de la iglesia ha cambiado durante el tiempo que nos ha tocado vivir, y cómo ello comienza a afectar la historia misma de la iglesia?
Los cambios en el mapa del cristianismo deberían ser evidentes para quien conozca el modo en que el cristianismo ha evolucionado durante las últimas décadas. A principios del siglo 20, la mitad de todos los cristianos en el mundo vivía en Europa. Ahora son menos de la cuarta parte. A principios del mismo siglo, aproximadamente el ochenta por ciento de los cristianos eran blancos; ahora, menos del cuarenta por ciento. A principios del siglo 20, los grandes centros misioneros se encontraban en Londres y Nueva York. Hoy salen más misioneros de Corea que de Londres, y Puerto Rico envía misioneros a Nueva York por docenas.
El viejo mapa
Lo que esto significa es que el mapa del cristianismo que nos servía hace unas pocas décadas ya no funciona. En aquel mapa el centro se encontraba en el Atlántico del Norte—Europa y Norteamérica. Aparte de algunas iglesias cuyo interés estaba mayormente en su función como reliquias del pasado, poco fuera del Atlántico del Norte atraía la atención de los historiadores. Esos mismos historiadores eran en su mayoría personas del Atlántico del Norte, o al menos personas que, como yo, habían sido educadas de tal modo que prácticamente se sentían parte de ese centro.
Quizá algunos ejemplos nos ayuden a explicar este punto.
El primer ejemplo lo tenemos en el texto de historia eclesiástica que sirvió de base para la formación de mi generación. Ese texto era el libro de Williston Walker, Historia de la iglesia. Aunque cuando entré al seminario ya ese libro había sido revisado repetidamente, su estructura fundamental era la misma de la primera edición.
Al parecer, el criterio fundamental para el proceso de selección de temas a discutirse en la Historia de Walker es la importancia que cada acontecimiento tiene para el protestantismo norteamericano. La tabla de contenido es tal que cualquier protestante norteamericano al leer el libro podrá decir: «Esta es mi historia». La narración durante los primeros siglos se limita casi exclusivamente al Imperio Romano, luego a la Europa occidental, y después de la Reforma al Atlántico del Norte. La conversión de Armenia se menciona sólo parentéticamente en una oración acerca del alcance del monofisismo. La iglesia en Etiopía ocupa un poquito más de espacio—aproximadamente medio párrafo—, también en una sección acerca de la rebelión monofisita que resultó de las políticas de Justiniano. El avance del Islam alcanza también la importancia de medio párrafo—un párrafo que también se ocupa de los lombardos, los ávaros, los croatas, los serbios, y otros. Otro párrafo despacha la Reconquista española. Apenas se menciona la importancia de la civilización árabe para el renacimiento teológico de los siglos 12 y 13, y en particular para el desarrollo del tomismo. Hasta donde sé, ni siquiera se recuerda el papel fundamental de Sicilia y de España en ese encuentro entre civilizaciones.
Llegamos entonces a la Reforma del siglo 16. Ese período ocupa ciento veintiuna páginas, de las cuales poco más de siete se dedican al catolicismo romano. En esa breve sección acerca del catolicismo, se habla acerca de movimientos monásticos y místicos, de la polémica antiprotestante y del Concilio de Trento. Pero no se dice una sola palabra acerca de la gran actividad teológica que estaba teniendo lugar dentro de la Iglesia Católica Romana, aun aparte de la polémica antiprotestante. Esas siete páginas incluyen también una referencia, como de paso, a Ricci en China y a De Nobili en India. De Francisco Suárez, teólogo fundamental para la orden de los jesuitas, no se dice ni una sola palabra. Hacia el final del libro, se retoma la historia del catolicismo romano, ahora en nueve páginas que se ocupan del «catolicismo romano moderno» y que cubren todo el período desde el jansenismo hasta el tiempo en que el libro fue escrito.
Tras la controversia iconoclasta, las iglesias orientales reciben dos páginas en las que se cubre todo su desarrollo medieval, y por último siete páginas que traen su historia hasta el presente.
Esto puede parecer harto crítico; y en realidad lo es. Pero también es necesario señalar que como seminarista el único lugar en el currículo teológico, aparte de un breve curso sobre el ecumenismo, donde se mencionó siquiera la existencia de cristianos y de iglesias en Etiopía o en Armenia fue en los estudios de historia de la iglesia.
Una nueva conciencia y un nuevo mapa
Por otra parte, y lo que es peor, cuando repaso el modo en que por primera vez estudié la historia eclesiástica y la cartografía que se encontraba tras esa historia como presuposición tácita, me sorprendo y avergüenzo por el grado en que permití que esa narración se volviera parte de mi historia, aun cuando en varios modos nos marginaba a mí y a mi comunidad.
Un ejemplo también sirve para aclarar esto. El libro de Walker, como todos los demás que se usaban como texto entonces, parecía decir que la importancia del siglo 16 para la historia eclesiástica se limitaba a la Reforma protestante, y en una medida secundaria a su contraparte católica. Esto se entiende. Se trataba principalmente de libros protestantes, escritos en un tiempo en que todavía existía una gran enajenación entre protestantes y católicos, y eran libros del Atlántico del Norte, escritos desde una perspectiva en la que esa porción del globo terráqueo era el nuevo mare nostrum de la nueva civilización imperial. Lo que es notable es que, aunque yo había estudiado la historia de la conquista y colonización del hemisferio occidental desde que tenía siete años de edad y estaba en segundo grado, al leer estos libros en el seminario no se me ocurrió pensar que había en ellos una gran omisión.
Hoy no puedo hablar acerca de la historia de la iglesia en el siglo 16 sin tener en cuenta que el 26 de mayo de 1521, cuando la dieta imperial de Worms promulgó su edicto contra Lutero, Hernán Cortés asediaba la ciudad imperial de Tenochtitlán. Hoy, tras el Segundo Concilio Vaticano y varios otros acontecimientos en América Latina, es necesario insistir que todavía no sabemos cuál de esos dos acontecimientos a la larga resultará ser más importante para la historia de la iglesia.
Yo había estudiado la historia de la conquista y colonización del hemisferio occidental desde segundo grado. Conocía las fechas de fundación de las principales ciudades en las colonias españolas y cómo los habitantes originales de estas tierras habían sido explotados y cristianizados. Sabía de la fundación de las principales sedes eclesiásticas en las Antillas y en tierra firme. Todas estas eran fechas del siglo 16, al igual que las fechas de la Dieta de Worms y de la Confesión de Augsburgo. Sin embargo, aunque los números eran semejantes y todos empezaban con «15», en la práctica pertenecían a dos mapas diferentes. En el mapa de mi propia historia secular y política, el siglo 16 era la época de la conquista y colonización del hemisferio occidental, de Cortés, Pizarro y Las Casas. En el mapa en que supuestamente debía colocar mi propia historia religiosa, el siglo 16 era la época de la Reforma, de Lutero, de Zuinglio y Calvino.
Hoy tengo que funcionar con otros mapas. El mapa con que hoy funciono ya no coloca al Atlántico del Norte en el centro, sino que es policéntrico. Quizá este sea el cambio más radical que ha tenido lugar en la cartografía de la historia eclesiástica. En el pasado podíamos hablar de un centro, o quizá de dos, y contar toda la historia a partir de esos centros, hacia afuera. Ya hoy eso no es posible. Hoy hay muchos centros, tanto en la vida actual de la iglesia como en el modo en que la historia pasada de la iglesia se escribe.
Un mapa policéntrico
Es útil detenerse a pensar sobre el carácter policéntrico del cristianismo de hoy. En un grado sin paralelo en la historia de la iglesia, hoy los centros de vitalidad no son los mismos que los centros de recursos económicos. Y esos centros son varios. En tiempos pasados, hubo muchos cambios en la geografía del cristianismo. Ya en el Nuevo Testamento vemos como el centro se mueve de Jerusalén a Antioquía, y aún más hacia Asia Menor. Pero allí resulta claro que, al mismo tiempo que la importancia de la iglesia en Jerusalén se va eclipsando en comparación con el resto del cristianismo, lo mismo sucede con sus recursos económicos, de tal modo que una parte importante de la misión de Pablo es recoger fondos para los creyentes en Jerusalén. Más tarde, cuando las invasiones islámicas y el Renacimiento carolingio movieron el centro hacia la Europa occidental, resulta claro que hay ahora un nuevo centro, no sólo en vitalidad, sino también en recursos económicos.
Hoy la situación ha cambiado. No cabe duda de que la inmensa mayoría de los recursos financieros de la iglesia se encuentra todavía en el Atlántico del Norte. El presupuesto de algunos de los principales seminarios en los Estados Unidos es bastante mayor que el presupuesto entero de toda una denominación en otros países. Algunas congregaciones en los Estados Unidos poseen edificios cuyo valor es más que la suma total del valor de todos los edificios de denominaciones enteras en otros lugares. Lo mismo es cierto en cuanto al número de libros y revistas publicados, en cuanto a lo que se invierte en los medios de comunicación, etc. Y sin embargo, la proporción de cristianos en el Atlántico del Norte continúa disminuyendo, mientras en los países tradicionalmente más pobres hay una verdadera explosión en el crecimiento del cristianismo.
Esto es lo primero que quiero decir al afirmar que la nueva geografía del cristianismo es policéntrica. Desde el punto de vista de los recursos, los centros se encuentran todavía en los Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental. Desde el punto de vista de la vitalidad, del celo evangelizador y misionero, y hasta de la creatividad teológica, ya desde hace algún tiempo los centros se van moviendo hacia el sur.
La segunda dimensión de la nueva realidad policéntrica es que aun en el sur no hay un nuevo centro. Hay importantes movimientos teológicos que nos vienen del Perú así como de Africa del Sur y de las Filipinas. Hay un crecimiento increíble en Chile, así como en Brasil, Uganda y Corea. Ya no es posible referirse a lugar alguno como el centro del cristianismo, ni siquiera como uno de unos pocos centros.
Consecuencias del nuevo mapa
Este nuevo mapa del cristianismo implica a su vez que hemos de leer la historia eclesiástica de una manera diferente, al menos en lo que se refiere a dos puntos.
El primero de ellos es que ya no nos es posible separar la historia de la iglesia de la historia de las misiones o de la historia de la expansión del cristianismo. El modo en que la historia eclesiástica se ha leído, escrito y enseñado tradicionalmente, no sólo en el Atlántico del Norte, sino en todo el mundo, daba la impresión de que el cristianismo del Atlántico del Norte era la meta de la historia eclesiástica, y que por tanto todo lo que llevaba a él era parte de una historia diferente, de otro campo de estudios que normalmente se denominaba «historia de la misiones». Así, por ejemplo, la conversión del Imperio Romano y de las tribus germánicas eran parte de la historia eclesiástica, pero la conversión de Etiopía y los orígenes del cristianismo en Japón eran parte de la historia de las misiones. La controversia acerca de la presencia de Cristo en la eucaristía durante el período carolingio eran parte de la historia de la iglesia; pero la controversia acerca de los ritos chinos entre jesuitas y dominicos no lo era. Los debates acerca de la veneración de imágenes en la Europa del siglo 8 eran parte de la historia de la iglesia; pero el debate acerca de la veneración de los ancestros en el Asia del siglo 19 no lo era.
Hoy es imposible hacer tales distinciones. Puesto que el mapa del cristianismo ya no tiene al Atlántico del Norte al centro, el nuevo bosquejo de la historia de la iglesia ya no tiene al cristianismo de esa zona como punto culminante desde el cual mirar al pasado. Precisamente porque el cristianismo se ha vuelto policéntrico, la historia eclesiástica se ha vuelto global y ecuménica en un modo y en una medida que hubieran resultado inconcebibles hace unas pocas generaciones.
Esto nos lleva al segundo punto en el que el nuevo mapa de la iglesia exige una nueva lectura de la historia eclesiástica. Cuando por primera vez estudié esa historia, se daba por sentado que la esencia del cristianismo había quedado prácticamente determinada para el siglo 4. Por lo general se reconocía el hecho de que el cristianismo tal como nos ha llegado era el resultado de un encuentro entre el movimiento original de Palestina y la cultura grecorromana que dominaba entonces. Aunque Harnack y otros hayan expresado dudas acerca de si esto representaba el carácter original del cristianismo, o si lo traicionaba, por lo general aquella adaptación de la fe a la cultura dominante del mundo helenista se consideraba inevitable—y, por parte de los historiadores más ortodoxos, se la veía como un acontecimiento positivo. Se esperaba, sin embargo, que a partir de entonces el cristianismo seguiría siendo esencialmente el mismo, quizá con algún pequeño cambio de énfasis. Por ello, se estudiaba la conversión de los pueblos germánicos en términos de cómo habían sido añadidos a la iglesia, pero poco se decía acerca de la medida en que esa añadidura había traído consigo nuevas y diferentes interpretaciones de la fe. Después de todo, la mayoría de quienes escribían la historia eclesiástica se consideraban a sí mismos herederos intelectuales, espirituales y hasta genéticos del cristianismo, de la civilización grecorromana y de los invasores germánicos, y veían todo ello como parte de una misma entidad. Todo fluía en medio de la gran corriente que llevaba hacia el cristianismo del Atlántico del Norte y por lo tanto, aunque se reconocieran algunas diferencias entre cada uno de esos fenómenos, no se pensaba que esas diferencias fuesen tales que no se les pudiese unir en un solo cristianismo.
La justificación teológica que desde fecha muy temprana se dio para unir el cristianismo y la cultura grecorromana se encontraba en la antigua doctrina del Logos. Mediante esa doctrina se justificó aquella unión ya en la obra de teólogos como Justino Mártir, Clemente de Alejandría y Orígenes, quienes sostenían que el Logos que se encarnó en Jesucristo fue el mismo Logos mediante el cual toda la sabiduría que tuvieron les llegó a los antiguos, y que por ello la iglesia del Verbo encarnado tenía pleno derecho de apropiarse de cualquier verdad que hubiese en la tradición grecorromana.
El caso fue muy distinto cuando se trataba del encuentro entre el cristianismo y otras culturas que no eran parte del ancestro de quienes se dedicaban a la historia de la iglesia. En tal caso, ya no se trataba de descubrir lo que esas culturas podían contribuir al cristianismo y a su entendimiento de sí mismo. Ahora era cuestión de ver cómo comunicarle a una cultura pagana la fe dada de una vez y por todas, no solamente a los apóstoles y profetas, sino también a sus herederos del Atlántico del Norte. Es por ello que tales encuentros quedaron marginados, excluidos del campo fundamental de la historia eclesiástica y colocados en aquel otro campo separado, la historia de las misiones o la historia de la expansión del cristianismo. La historia de la iglesia sí debía estudiar cómo Justino Mártir interpretó el cristianismo en diálogo con la cultura grecorromana; pero la cuestión de la poligamia en algunas culturas africanas, y de cómo los cristianos africanos se enfrentaron a ella, era parte de la historia de las misiones. La historia de la iglesia estudia la importancia de la imprenta de tipo movible para los primeros estadios de la Reforma protestante; pero la importancia del caballo para la conquista y colonización del hemisferio occidental nada tenía que ver con la historia de la iglesia. Lo que es más, si los cristianos africanos o los cristianos de las culturas ancestrales americanas de algún modo se atrevían a permitir que sus tradiciones se manifestaran en su modo de interpretar y manifestar la fe, inmediatamente se les acusaba de sincretismo, con lo cual se implicaba, no sólo que su cristianismo no era parte de la historia de la iglesia, sino aún más que no era parte de la iglesia misma.
Aunque no se notara ni se dijera, lo que estaba en juego en tales casos era la doctrina misma del Logos que había servido de justificación para el diálogo anterior entre el cristianismo y la cultura grecorromana. Gracias a la doctrina del Logos, los cristianos de los siglos 2 y 3 pudieron acercarse a la cultura grecorromana esperando encontrar alguna verdad en ella, para luego establecer un diálogo entre esa verdad y la fe. Gracias a la doctrina del Logos, San Agustín pudo producir una interpretación moderadamente neoplatónica del cristianismo, y esa interpretación se impuso por largos siglos. Gracias a la doctrina del Logos, Tomás de Aquino pudo producir su imponente síntesis del cristianismo tradicional con el recientemente redescubierto pensamiento aristotélico. Todo esto fue posible porque los antiguos griegos tenían el Logos.
Pero cuando más tarde los cristianos se encontraron con otros pueblos y otras culturas, especialmente pueblos y culturas que podían ser conquistados, la doctrina del Logos quedó olvidada. Los conquistadores cristianos quemaron los antiguos libros mayas aun antes de leerlos, porque cualquier cosa que hubiese en ellos no podía ser sino obra del demonio. A la postre, la justificación para las misiones entre los pueblos supuestamente atrasados fue «la carga del hombre blanco»—the white man’s burden—que era otro modo de decir que el blanco del Atlántico del Norte se consideraba superior al resto del mundo. Con las excepciones notables de unos pocos pasajes en los escritos de Bartolomé de Las Casas y de otros autores, los cristianos europeos encontraron al Logos solamente en aquellas culturas y civilizaciones que no podían conquistar a la fuerza. Fue así como Mateo Ricci encontró al Logos en los chinos, y Roberto De Nobili entre las castas altas de la sociedad hindú.
Fue todo esto lo que le dio origen al viejo mapa de la historia eclesiástica, donde el centro era el resultado del encuentro y diálogo del antiguo cristianismo, primero con la cultura grecorromana, y luego con las tradiciones germánicas. Aparte de ese centro, todo lo demás era periferia cuyo valor se medía en términos de su asimilación de los valores e interpretaciones procedentes del centro—una periferia a la cual el centro estaba obligado a proveer sus beneficios, su entendimiento superior y su fe auténtica.
No se trata sólo de un cambio más
El mapa de la iglesia ha cambiado repetidamente a través de los siglos. Lo que primero fue una secta limitada a Palestina y sus alrededores, pronto se esparció por todo el Imperio Romano y allende sus fronteras. Ya para el siglo 4 el mapa incluía a Etiopía, a Armenia, Georgia, Persia, y hasta la India. En el 8, China vino a ser parte del mismo mapa. Después vino el gran período de expansión de las potencias europeas, y el mapa cambió radicalmente, de modo que pronto incluyó a Africa, Asia, y todo el hemisferio occidental. Más tarde se añadieron Australia, Nueva Zelanda y las islas del Pacífico.
Aunque todos estos cambios habían tenido lugar en el mapa del cristianismo en términos puramente geográficos, en términos ideológicos el mapa seguía siendo el mismo de tiempos de Eusebio de Cesarea. El mapa de Eusebio era bien claro. Daba un paso más allá de Justino, Clemente y Orígenes, quienes habían dicho que Dios, mediante el Logos, había provisto las dos corrientes que llevaban a Cristo: la tradición hebrea, especialmente el Antiguo Testamento, y la cultura grecorromana, especialmente la filosofía. Ambas llevaban a Jesús y debían por tanto ser vistas ahora como propiedad de la iglesia. Lo que Eusebio hizo fue añadirle la dimensión política a esta manera de ver a Dios actuando hacia una meta única. Tal como Eusebio nos cuenta la historia de la iglesia, el plan de Dios no era solamente que la revelación judía y la cultura grecorromana se uniesen en el cristianismo, sino también que el cristianismo y el imperio se uniesen en Constantino. La iglesia y el Imperio habían sido creados el uno para la otra. Por lo tanto, Eusebio lee los siglos anteriores de la historia eclesiástica en términos del modo en que llevaron a esa gloriosa unidad de la iglesia y el Imperio que él mismo experimentó, y a Constantino como el nuevo David.
El mapa de Eusebio era monocéntrico y providencial, puesto que para él todos los acontecimientos del pasado llevaban a la situación que él mismo experimentaba y que estaba convencido era obra de Dios.
A partir de entonces, aunque el mapa se ha expandido, y sus centros han cambiado, la estructura ideológica no ha cambiado. Es un mapa más grande, pero usualmente ha continuado siendo un mapa monocéntrico y providencial, en el cual el historiador se encuentra en la cima y mira hacia atrás para leer una historia que de algún modo culmina en el presente, y específicamente en el presente del historiador. Lo que no puede interpretarse como parte de ese movimiento escasamente tiene lugar en la narración histórica, y si se lo incluye, se trata de una condescendencia, de aquella «carga del hombre blanco», de una responsabilidad que el historiador tiene que cumplir por una especie de noblesse oblige.
El nuevo mapa es muy diferente. Al tiempo que el cristianismo se ha vuelto una religión verdaderamente universal, con profundas raíces en cada cultura, también se contextualiza más y más, y por lo tanto de cada uno de sus diversos centros vienen diferentes lecturas de toda la historia de la iglesia. El resultado es aterrador e inspirador.
Es aterrador, porque en buena medida implica que a cada paso tengo que volver a aprender mi propia disciplina. Ya no puedo seguir leyendo la historia a partir de una sola perspectiva o de un solo contexto. De algún modo tengo que escuchar las voces que vienen de distintos centros y de los márgenes, cada una de ellas con su visión desde diferente perspectiva, y por lo tanto cada una de ellas con una visión del pasado diferente a como yo lo veo. Por ello, ya no puedo hablar de un solo pasado, puesto que en esta variedad de centros y perspectivas se ven varios pasados. A veces el caos es tal que casi parecería que la historia eclesiástica amenaza explotar en mil fragmentos.
Por otra parte, la situación es inspiradora porque se trata de un momento único para dedicarse a la historia de la iglesia, ya que se ve claramente que esa historia no se ha hecho. La fluidez misma de nuestros mapas y la consiguiente fluidez del pasado implican que tenemos la libertad y hasta la obligación de escribir la historia de nuevo. Cada vez que leo lo que he escrito acerca de la historia eclesiástica, quisiera poder escribirlo de nuevo, puesto que algo falta, hay otra perspectiva que debo tomar en cuenta. Esto les devuelve a mis estudios históricos las fascinación que tuvieron cuando los emprendí por primera vez.
Otras dimensiones
Sin embargo, la geografía no es plana. Esto nos lo recuerda el hecho de que constantemente tenemos que proyectar el globo terráqueo sobre una superficie plana, y que toda proyección de algún modo distorsiona la realidad. Además, la geografía incluye, no sólo mapas planos, sino también topografía, montañas y valles. También en ese sentido la geografía de la historia está cambiando, como veremos en la próxima entrega o post.
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