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sábado, 19 de diciembre de 2015
El que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar
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Castillo Fuerte
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Allegheny Springs
History, Wentzville, MO 63385, EE. UU.
martes, 24 de marzo de 2015
José experimentó doce pasos de la providencia que lo llevaron a ser Primer Ministro de Egipto. Si uno hubiera fallado, entonces la historia habría terminado en una forma distinta
Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6
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Allegheny Springs
Alabama, EE. UU.
martes, 8 de octubre de 2013
La nueva geografía de la historia: La Nueva historia de la Iglesia
Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6
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La nueva cartografía
La historia de la iglesia está cambiando radicalmente. Tanto, que esa historia es ahora una disciplina muy distinta de lo que era cuando por primera vez la estudié hace poco más de cuarenta años. Lo más importante que ha ocurrido en esos cuarenta años no es algún descubrimiento arqueológico o algún nuevo manuscrito, de los cuales ha habido varios. Hoy la vanguardia de los estudios de historia eclesiástica no se encuentra en el estudio de algún momento particular de esa historia, o de algún manuscrito recién descubierto. Es posible que eso sea parte de la vanguardia, pero la vanguardia es mucho más amplia. Se encuentra en realidad en los grandes cambios que han tenido lugar, y que todavía continúan a una velocidad cada vez mayor, en la disciplina misma. En una palabra, el campo entero de la historia eclesiástica está cambiando, hasta tal punto que ya no es lo que era hace cuarenta años, y sólo podemos adivinar lo que será dentro de otros cuarenta más.
Quizá alguien se pregunte cómo es posible que el pasado cambie. Ciertamente, no es posible. Pero la historia no es lo mismo que el pasado. El pasado nunca nos resulta directamente accesible. El pasado se nos llega a través de la mediación de la interpretación. La historia es ese pasado interpretado.
La historia como diálogo
Quizá un buen modo de expresar esto sea usando la imagen de un diálogo. En un diálogo, el otro no me resulta directamente accesible. Todo lo que tengo son palabras, gestos, tonos, mediante los cuales la otra persona intenta comunicarse conmigo, pero que yo a mi vez recibo e interpreto según mis propias experiencias y presuposiciones. Para que haya verdadero diálogo, debo respetar la otredad de mi interlocutor. No puedo interpretar sus palabras a mi antojo. Esas palabras están ahí, fuera de mí. Por otra parte, por mucho que me esfuerce, el único modo en que puedo oírlas e interpretarlas es desde mi propia perspectiva. Si nos detenemos a analizarlo, llegamos a la conclusión de que el diálogo es imposible. Y sin embargo, a pesar de su imposibilidad, ¡hay diálogo! La comunicación pura y sin impedimentos no es sino una quimera inalcanzable. A pesar de todo ello, la comunicación es el fundamento de toda la vida social. Yo mismo sé al escribir estas palabras que ni uno solo de mis lectores las leerá exactamente como yo lo intento—lo que es más, no habrá dos de ellos que las lean exactamente del mismo modo. Y a pesar de ello, insisto en escribir. Ello se debe al milagro de la comunicación, la cual, a pesar de ser imposible, es el fundamento de toda la vida social.
Pensemos entonces acerca de la historia como un diálogo. Es un diálogo en que no solamente el pasado se dirige a nosotros sino también nosotros al pasado. Como historiador, no soy mero observador pasivo de los acontecimientos pasados, sino interlocutor que dialoga con el pasado, que le plantea preguntas. Las respuestas que el pasado me da dependen en buena medida de las preguntas que le hago.
Lo que todo esto significa es que los cambios que están teniendo lugar en la historia de la iglesia son la contraparte de los cambios que están teniendo lugar en la iglesia hoy.
Historia y geografía
Como imagen fundamental para describir y discutir los cambios que están teniendo lugar en la historia eclesiástica, he decidido utilizar la metáfora de la geografía. En cierto modo se trata de algo más que una metáfora, puesto que hay una verdadera conexión entre la historia y la geografía. Si la historia es drama, la geografía es el escenario donde el drama tiene lugar. Por mucho que uno se interese en la trama, es imposible entenderla o seguirla sin verla sobre el escenario. Lo que es más, buena parte de la trama y de su impacto tienen que ver con el lugar que cada actor ocupa en el escenario, con sus entradas y salidas, con la decoración que establece el ambiente, con el movimiento de los actores hacia el frente o hacia el fondo.
De igual modo, aprendí hace muchos años que resulta imposible seguir la historia sin comprender el escenario en que tiene lugar. Debo confesar que durante mis primeros años de estudio el tema que menos me interesaba era la historia. Tal fue el caso hasta que un día llegué a descubrir que la razón por la que no me gustaba la historia era precisamente porque estaba tratando de entender los acontecimientos únicamente en términos de su secuencia cronológica, como si la geografía o el escenario en que tuvieron lugar no fuese importante. El resultado fue que lo que debió haber sido el estudio fascinante de vidas y dramas humanos se volvió una serie de nombres y fechas colgados en el aire, de fantasmas desencarnados que marchaban por las páginas de mis libros de texto en una sucesión rápida y confusa. Sólo cuando empecé a verles como personas reales, con los pies en tierra firme, y cuando comencé a entender los sufrimientos de los pueblos y las naciones, no solamente a través del tiempo y la cronología, sino también a través del espacio y la geografía, la historia se me volvió un fascinante tema de estudio.
Como profesor, he llegado a la convicción de que uno de los principales obstáculos en la enseñanza y aprendizaje de la historia eclesiástica es que la geografía que sirve de escenario para tal historia resulta desconocida para la mayoría de los estudiantes. Puedo estar muy interesado en los contrastes teológicos y hermenéuticos entre Alejandría y Antioquía, y dedicarle toda una hora a la explicación de tales contrastes y de sus consecuencias para la cristología o para la soteriología, y al fin de esa hora descubrir que mis estudiantes no tienen la más ligera idea de dónde se encuentran Alejandría y Antioquía en un mapa del Imperio Romano.
Mi esposa es también profesora de historia eclesiástica. Hace algunos años comenzó a sospechar que una de las razones por las que algunos estudiantes tenían enormes dificultades en comprender la historia de la iglesia antigua y medieval era que carecían de una visión geográfica fundamental. Un año, en la primera clase del curso, aun antes de decir la primera palabra acerca de la historia, repartió entre los estudiantes mapas mudos de Europa y del Imperio Romano, y les pidió que marcaran en esos mapas la localización de ciertas ciudades y lugares. Casi todos sabían suficiente geografía para colocar a Roma en algún punto de esa bota que es Italia. La mayoría sabía que Jerusalén se encontraba hacia el borde oriental del Mediterráneo. Pero hasta ahí llegaban sus conocimientos. Un estudiante puso a Irlanda en Ucrania. Otro colocó a España en Alemania y a Egipto en España. Alejandría salió a la deriva desde Egipto hasta la Gran Bretaña, y los pobres libios se congelaban al norte de Moscú. De más está decir que a partir de entonces uno de los textos requeridos en ese curso de introducción a la historia eclesiástica es un buen atlas histórico.
Tras divertirnos a costa de los estudiantes que apenas se asoman al campo de la teología, es hora de que los historiadores y profesores de teología veamos la viga en nuestro propio ojo. Ciertamente, sabemos aproximadamente dónde colocar a Alejandría en el mapa, y no se nos ocurriría colocar a España al este del Rhin; pero, ¿tenemos suficiente conciencia del modo en que el mapa de la iglesia ha cambiado durante el tiempo que nos ha tocado vivir, y cómo ello comienza a afectar la historia misma de la iglesia?
Los cambios en el mapa del cristianismo deberían ser evidentes para quien conozca el modo en que el cristianismo ha evolucionado durante las últimas décadas. A principios del siglo 20, la mitad de todos los cristianos en el mundo vivía en Europa. Ahora son menos de la cuarta parte. A principios del mismo siglo, aproximadamente el ochenta por ciento de los cristianos eran blancos; ahora, menos del cuarenta por ciento. A principios del siglo 20, los grandes centros misioneros se encontraban en Londres y Nueva York. Hoy salen más misioneros de Corea que de Londres, y Puerto Rico envía misioneros a Nueva York por docenas.
El viejo mapa
Lo que esto significa es que el mapa del cristianismo que nos servía hace unas pocas décadas ya no funciona. En aquel mapa el centro se encontraba en el Atlántico del Norte—Europa y Norteamérica. Aparte de algunas iglesias cuyo interés estaba mayormente en su función como reliquias del pasado, poco fuera del Atlántico del Norte atraía la atención de los historiadores. Esos mismos historiadores eran en su mayoría personas del Atlántico del Norte, o al menos personas que, como yo, habían sido educadas de tal modo que prácticamente se sentían parte de ese centro.
Quizá algunos ejemplos nos ayuden a explicar este punto.
El primer ejemplo lo tenemos en el texto de historia eclesiástica que sirvió de base para la formación de mi generación. Ese texto era el libro de Williston Walker, Historia de la iglesia. Aunque cuando entré al seminario ya ese libro había sido revisado repetidamente, su estructura fundamental era la misma de la primera edición.
Al parecer, el criterio fundamental para el proceso de selección de temas a discutirse en la Historia de Walker es la importancia que cada acontecimiento tiene para el protestantismo norteamericano. La tabla de contenido es tal que cualquier protestante norteamericano al leer el libro podrá decir: «Esta es mi historia». La narración durante los primeros siglos se limita casi exclusivamente al Imperio Romano, luego a la Europa occidental, y después de la Reforma al Atlántico del Norte. La conversión de Armenia se menciona sólo parentéticamente en una oración acerca del alcance del monofisismo. La iglesia en Etiopía ocupa un poquito más de espacio—aproximadamente medio párrafo—, también en una sección acerca de la rebelión monofisita que resultó de las políticas de Justiniano. El avance del Islam alcanza también la importancia de medio párrafo—un párrafo que también se ocupa de los lombardos, los ávaros, los croatas, los serbios, y otros. Otro párrafo despacha la Reconquista española. Apenas se menciona la importancia de la civilización árabe para el renacimiento teológico de los siglos 12 y 13, y en particular para el desarrollo del tomismo. Hasta donde sé, ni siquiera se recuerda el papel fundamental de Sicilia y de España en ese encuentro entre civilizaciones.
Llegamos entonces a la Reforma del siglo 16. Ese período ocupa ciento veintiuna páginas, de las cuales poco más de siete se dedican al catolicismo romano. En esa breve sección acerca del catolicismo, se habla acerca de movimientos monásticos y místicos, de la polémica antiprotestante y del Concilio de Trento. Pero no se dice una sola palabra acerca de la gran actividad teológica que estaba teniendo lugar dentro de la Iglesia Católica Romana, aun aparte de la polémica antiprotestante. Esas siete páginas incluyen también una referencia, como de paso, a Ricci en China y a De Nobili en India. De Francisco Suárez, teólogo fundamental para la orden de los jesuitas, no se dice ni una sola palabra. Hacia el final del libro, se retoma la historia del catolicismo romano, ahora en nueve páginas que se ocupan del «catolicismo romano moderno» y que cubren todo el período desde el jansenismo hasta el tiempo en que el libro fue escrito.
Tras la controversia iconoclasta, las iglesias orientales reciben dos páginas en las que se cubre todo su desarrollo medieval, y por último siete páginas que traen su historia hasta el presente.
Esto puede parecer harto crítico; y en realidad lo es. Pero también es necesario señalar que como seminarista el único lugar en el currículo teológico, aparte de un breve curso sobre el ecumenismo, donde se mencionó siquiera la existencia de cristianos y de iglesias en Etiopía o en Armenia fue en los estudios de historia de la iglesia.
Una nueva conciencia y un nuevo mapa
Por otra parte, y lo que es peor, cuando repaso el modo en que por primera vez estudié la historia eclesiástica y la cartografía que se encontraba tras esa historia como presuposición tácita, me sorprendo y avergüenzo por el grado en que permití que esa narración se volviera parte de mi historia, aun cuando en varios modos nos marginaba a mí y a mi comunidad.
Un ejemplo también sirve para aclarar esto. El libro de Walker, como todos los demás que se usaban como texto entonces, parecía decir que la importancia del siglo 16 para la historia eclesiástica se limitaba a la Reforma protestante, y en una medida secundaria a su contraparte católica. Esto se entiende. Se trataba principalmente de libros protestantes, escritos en un tiempo en que todavía existía una gran enajenación entre protestantes y católicos, y eran libros del Atlántico del Norte, escritos desde una perspectiva en la que esa porción del globo terráqueo era el nuevo mare nostrum de la nueva civilización imperial. Lo que es notable es que, aunque yo había estudiado la historia de la conquista y colonización del hemisferio occidental desde que tenía siete años de edad y estaba en segundo grado, al leer estos libros en el seminario no se me ocurrió pensar que había en ellos una gran omisión.
Hoy no puedo hablar acerca de la historia de la iglesia en el siglo 16 sin tener en cuenta que el 26 de mayo de 1521, cuando la dieta imperial de Worms promulgó su edicto contra Lutero, Hernán Cortés asediaba la ciudad imperial de Tenochtitlán. Hoy, tras el Segundo Concilio Vaticano y varios otros acontecimientos en América Latina, es necesario insistir que todavía no sabemos cuál de esos dos acontecimientos a la larga resultará ser más importante para la historia de la iglesia.
Yo había estudiado la historia de la conquista y colonización del hemisferio occidental desde segundo grado. Conocía las fechas de fundación de las principales ciudades en las colonias españolas y cómo los habitantes originales de estas tierras habían sido explotados y cristianizados. Sabía de la fundación de las principales sedes eclesiásticas en las Antillas y en tierra firme. Todas estas eran fechas del siglo 16, al igual que las fechas de la Dieta de Worms y de la Confesión de Augsburgo. Sin embargo, aunque los números eran semejantes y todos empezaban con «15», en la práctica pertenecían a dos mapas diferentes. En el mapa de mi propia historia secular y política, el siglo 16 era la época de la conquista y colonización del hemisferio occidental, de Cortés, Pizarro y Las Casas. En el mapa en que supuestamente debía colocar mi propia historia religiosa, el siglo 16 era la época de la Reforma, de Lutero, de Zuinglio y Calvino.
Hoy tengo que funcionar con otros mapas. El mapa con que hoy funciono ya no coloca al Atlántico del Norte en el centro, sino que es policéntrico. Quizá este sea el cambio más radical que ha tenido lugar en la cartografía de la historia eclesiástica. En el pasado podíamos hablar de un centro, o quizá de dos, y contar toda la historia a partir de esos centros, hacia afuera. Ya hoy eso no es posible. Hoy hay muchos centros, tanto en la vida actual de la iglesia como en el modo en que la historia pasada de la iglesia se escribe.
Un mapa policéntrico
Es útil detenerse a pensar sobre el carácter policéntrico del cristianismo de hoy. En un grado sin paralelo en la historia de la iglesia, hoy los centros de vitalidad no son los mismos que los centros de recursos económicos. Y esos centros son varios. En tiempos pasados, hubo muchos cambios en la geografía del cristianismo. Ya en el Nuevo Testamento vemos como el centro se mueve de Jerusalén a Antioquía, y aún más hacia Asia Menor. Pero allí resulta claro que, al mismo tiempo que la importancia de la iglesia en Jerusalén se va eclipsando en comparación con el resto del cristianismo, lo mismo sucede con sus recursos económicos, de tal modo que una parte importante de la misión de Pablo es recoger fondos para los creyentes en Jerusalén. Más tarde, cuando las invasiones islámicas y el Renacimiento carolingio movieron el centro hacia la Europa occidental, resulta claro que hay ahora un nuevo centro, no sólo en vitalidad, sino también en recursos económicos.
Hoy la situación ha cambiado. No cabe duda de que la inmensa mayoría de los recursos financieros de la iglesia se encuentra todavía en el Atlántico del Norte. El presupuesto de algunos de los principales seminarios en los Estados Unidos es bastante mayor que el presupuesto entero de toda una denominación en otros países. Algunas congregaciones en los Estados Unidos poseen edificios cuyo valor es más que la suma total del valor de todos los edificios de denominaciones enteras en otros lugares. Lo mismo es cierto en cuanto al número de libros y revistas publicados, en cuanto a lo que se invierte en los medios de comunicación, etc. Y sin embargo, la proporción de cristianos en el Atlántico del Norte continúa disminuyendo, mientras en los países tradicionalmente más pobres hay una verdadera explosión en el crecimiento del cristianismo.
Esto es lo primero que quiero decir al afirmar que la nueva geografía del cristianismo es policéntrica. Desde el punto de vista de los recursos, los centros se encuentran todavía en los Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental. Desde el punto de vista de la vitalidad, del celo evangelizador y misionero, y hasta de la creatividad teológica, ya desde hace algún tiempo los centros se van moviendo hacia el sur.
La segunda dimensión de la nueva realidad policéntrica es que aun en el sur no hay un nuevo centro. Hay importantes movimientos teológicos que nos vienen del Perú así como de Africa del Sur y de las Filipinas. Hay un crecimiento increíble en Chile, así como en Brasil, Uganda y Corea. Ya no es posible referirse a lugar alguno como el centro del cristianismo, ni siquiera como uno de unos pocos centros.
Consecuencias del nuevo mapa
Este nuevo mapa del cristianismo implica a su vez que hemos de leer la historia eclesiástica de una manera diferente, al menos en lo que se refiere a dos puntos.
El primero de ellos es que ya no nos es posible separar la historia de la iglesia de la historia de las misiones o de la historia de la expansión del cristianismo. El modo en que la historia eclesiástica se ha leído, escrito y enseñado tradicionalmente, no sólo en el Atlántico del Norte, sino en todo el mundo, daba la impresión de que el cristianismo del Atlántico del Norte era la meta de la historia eclesiástica, y que por tanto todo lo que llevaba a él era parte de una historia diferente, de otro campo de estudios que normalmente se denominaba «historia de la misiones». Así, por ejemplo, la conversión del Imperio Romano y de las tribus germánicas eran parte de la historia eclesiástica, pero la conversión de Etiopía y los orígenes del cristianismo en Japón eran parte de la historia de las misiones. La controversia acerca de la presencia de Cristo en la eucaristía durante el período carolingio eran parte de la historia de la iglesia; pero la controversia acerca de los ritos chinos entre jesuitas y dominicos no lo era. Los debates acerca de la veneración de imágenes en la Europa del siglo 8 eran parte de la historia de la iglesia; pero el debate acerca de la veneración de los ancestros en el Asia del siglo 19 no lo era.
Hoy es imposible hacer tales distinciones. Puesto que el mapa del cristianismo ya no tiene al Atlántico del Norte al centro, el nuevo bosquejo de la historia de la iglesia ya no tiene al cristianismo de esa zona como punto culminante desde el cual mirar al pasado. Precisamente porque el cristianismo se ha vuelto policéntrico, la historia eclesiástica se ha vuelto global y ecuménica en un modo y en una medida que hubieran resultado inconcebibles hace unas pocas generaciones.
Esto nos lleva al segundo punto en el que el nuevo mapa de la iglesia exige una nueva lectura de la historia eclesiástica. Cuando por primera vez estudié esa historia, se daba por sentado que la esencia del cristianismo había quedado prácticamente determinada para el siglo 4. Por lo general se reconocía el hecho de que el cristianismo tal como nos ha llegado era el resultado de un encuentro entre el movimiento original de Palestina y la cultura grecorromana que dominaba entonces. Aunque Harnack y otros hayan expresado dudas acerca de si esto representaba el carácter original del cristianismo, o si lo traicionaba, por lo general aquella adaptación de la fe a la cultura dominante del mundo helenista se consideraba inevitable—y, por parte de los historiadores más ortodoxos, se la veía como un acontecimiento positivo. Se esperaba, sin embargo, que a partir de entonces el cristianismo seguiría siendo esencialmente el mismo, quizá con algún pequeño cambio de énfasis. Por ello, se estudiaba la conversión de los pueblos germánicos en términos de cómo habían sido añadidos a la iglesia, pero poco se decía acerca de la medida en que esa añadidura había traído consigo nuevas y diferentes interpretaciones de la fe. Después de todo, la mayoría de quienes escribían la historia eclesiástica se consideraban a sí mismos herederos intelectuales, espirituales y hasta genéticos del cristianismo, de la civilización grecorromana y de los invasores germánicos, y veían todo ello como parte de una misma entidad. Todo fluía en medio de la gran corriente que llevaba hacia el cristianismo del Atlántico del Norte y por lo tanto, aunque se reconocieran algunas diferencias entre cada uno de esos fenómenos, no se pensaba que esas diferencias fuesen tales que no se les pudiese unir en un solo cristianismo.
La justificación teológica que desde fecha muy temprana se dio para unir el cristianismo y la cultura grecorromana se encontraba en la antigua doctrina del Logos. Mediante esa doctrina se justificó aquella unión ya en la obra de teólogos como Justino Mártir, Clemente de Alejandría y Orígenes, quienes sostenían que el Logos que se encarnó en Jesucristo fue el mismo Logos mediante el cual toda la sabiduría que tuvieron les llegó a los antiguos, y que por ello la iglesia del Verbo encarnado tenía pleno derecho de apropiarse de cualquier verdad que hubiese en la tradición grecorromana.
El caso fue muy distinto cuando se trataba del encuentro entre el cristianismo y otras culturas que no eran parte del ancestro de quienes se dedicaban a la historia de la iglesia. En tal caso, ya no se trataba de descubrir lo que esas culturas podían contribuir al cristianismo y a su entendimiento de sí mismo. Ahora era cuestión de ver cómo comunicarle a una cultura pagana la fe dada de una vez y por todas, no solamente a los apóstoles y profetas, sino también a sus herederos del Atlántico del Norte. Es por ello que tales encuentros quedaron marginados, excluidos del campo fundamental de la historia eclesiástica y colocados en aquel otro campo separado, la historia de las misiones o la historia de la expansión del cristianismo. La historia de la iglesia sí debía estudiar cómo Justino Mártir interpretó el cristianismo en diálogo con la cultura grecorromana; pero la cuestión de la poligamia en algunas culturas africanas, y de cómo los cristianos africanos se enfrentaron a ella, era parte de la historia de las misiones. La historia de la iglesia estudia la importancia de la imprenta de tipo movible para los primeros estadios de la Reforma protestante; pero la importancia del caballo para la conquista y colonización del hemisferio occidental nada tenía que ver con la historia de la iglesia. Lo que es más, si los cristianos africanos o los cristianos de las culturas ancestrales americanas de algún modo se atrevían a permitir que sus tradiciones se manifestaran en su modo de interpretar y manifestar la fe, inmediatamente se les acusaba de sincretismo, con lo cual se implicaba, no sólo que su cristianismo no era parte de la historia de la iglesia, sino aún más que no era parte de la iglesia misma.
Aunque no se notara ni se dijera, lo que estaba en juego en tales casos era la doctrina misma del Logos que había servido de justificación para el diálogo anterior entre el cristianismo y la cultura grecorromana. Gracias a la doctrina del Logos, los cristianos de los siglos 2 y 3 pudieron acercarse a la cultura grecorromana esperando encontrar alguna verdad en ella, para luego establecer un diálogo entre esa verdad y la fe. Gracias a la doctrina del Logos, San Agustín pudo producir una interpretación moderadamente neoplatónica del cristianismo, y esa interpretación se impuso por largos siglos. Gracias a la doctrina del Logos, Tomás de Aquino pudo producir su imponente síntesis del cristianismo tradicional con el recientemente redescubierto pensamiento aristotélico. Todo esto fue posible porque los antiguos griegos tenían el Logos.
Pero cuando más tarde los cristianos se encontraron con otros pueblos y otras culturas, especialmente pueblos y culturas que podían ser conquistados, la doctrina del Logos quedó olvidada. Los conquistadores cristianos quemaron los antiguos libros mayas aun antes de leerlos, porque cualquier cosa que hubiese en ellos no podía ser sino obra del demonio. A la postre, la justificación para las misiones entre los pueblos supuestamente atrasados fue «la carga del hombre blanco»—the white man’s burden—que era otro modo de decir que el blanco del Atlántico del Norte se consideraba superior al resto del mundo. Con las excepciones notables de unos pocos pasajes en los escritos de Bartolomé de Las Casas y de otros autores, los cristianos europeos encontraron al Logos solamente en aquellas culturas y civilizaciones que no podían conquistar a la fuerza. Fue así como Mateo Ricci encontró al Logos en los chinos, y Roberto De Nobili entre las castas altas de la sociedad hindú.
Fue todo esto lo que le dio origen al viejo mapa de la historia eclesiástica, donde el centro era el resultado del encuentro y diálogo del antiguo cristianismo, primero con la cultura grecorromana, y luego con las tradiciones germánicas. Aparte de ese centro, todo lo demás era periferia cuyo valor se medía en términos de su asimilación de los valores e interpretaciones procedentes del centro—una periferia a la cual el centro estaba obligado a proveer sus beneficios, su entendimiento superior y su fe auténtica.
No se trata sólo de un cambio más
El mapa de la iglesia ha cambiado repetidamente a través de los siglos. Lo que primero fue una secta limitada a Palestina y sus alrededores, pronto se esparció por todo el Imperio Romano y allende sus fronteras. Ya para el siglo 4 el mapa incluía a Etiopía, a Armenia, Georgia, Persia, y hasta la India. En el 8, China vino a ser parte del mismo mapa. Después vino el gran período de expansión de las potencias europeas, y el mapa cambió radicalmente, de modo que pronto incluyó a Africa, Asia, y todo el hemisferio occidental. Más tarde se añadieron Australia, Nueva Zelanda y las islas del Pacífico.
Aunque todos estos cambios habían tenido lugar en el mapa del cristianismo en términos puramente geográficos, en términos ideológicos el mapa seguía siendo el mismo de tiempos de Eusebio de Cesarea. El mapa de Eusebio era bien claro. Daba un paso más allá de Justino, Clemente y Orígenes, quienes habían dicho que Dios, mediante el Logos, había provisto las dos corrientes que llevaban a Cristo: la tradición hebrea, especialmente el Antiguo Testamento, y la cultura grecorromana, especialmente la filosofía. Ambas llevaban a Jesús y debían por tanto ser vistas ahora como propiedad de la iglesia. Lo que Eusebio hizo fue añadirle la dimensión política a esta manera de ver a Dios actuando hacia una meta única. Tal como Eusebio nos cuenta la historia de la iglesia, el plan de Dios no era solamente que la revelación judía y la cultura grecorromana se uniesen en el cristianismo, sino también que el cristianismo y el imperio se uniesen en Constantino. La iglesia y el Imperio habían sido creados el uno para la otra. Por lo tanto, Eusebio lee los siglos anteriores de la historia eclesiástica en términos del modo en que llevaron a esa gloriosa unidad de la iglesia y el Imperio que él mismo experimentó, y a Constantino como el nuevo David.
El mapa de Eusebio era monocéntrico y providencial, puesto que para él todos los acontecimientos del pasado llevaban a la situación que él mismo experimentaba y que estaba convencido era obra de Dios.
A partir de entonces, aunque el mapa se ha expandido, y sus centros han cambiado, la estructura ideológica no ha cambiado. Es un mapa más grande, pero usualmente ha continuado siendo un mapa monocéntrico y providencial, en el cual el historiador se encuentra en la cima y mira hacia atrás para leer una historia que de algún modo culmina en el presente, y específicamente en el presente del historiador. Lo que no puede interpretarse como parte de ese movimiento escasamente tiene lugar en la narración histórica, y si se lo incluye, se trata de una condescendencia, de aquella «carga del hombre blanco», de una responsabilidad que el historiador tiene que cumplir por una especie de noblesse oblige.
El nuevo mapa es muy diferente. Al tiempo que el cristianismo se ha vuelto una religión verdaderamente universal, con profundas raíces en cada cultura, también se contextualiza más y más, y por lo tanto de cada uno de sus diversos centros vienen diferentes lecturas de toda la historia de la iglesia. El resultado es aterrador e inspirador.
Es aterrador, porque en buena medida implica que a cada paso tengo que volver a aprender mi propia disciplina. Ya no puedo seguir leyendo la historia a partir de una sola perspectiva o de un solo contexto. De algún modo tengo que escuchar las voces que vienen de distintos centros y de los márgenes, cada una de ellas con su visión desde diferente perspectiva, y por lo tanto cada una de ellas con una visión del pasado diferente a como yo lo veo. Por ello, ya no puedo hablar de un solo pasado, puesto que en esta variedad de centros y perspectivas se ven varios pasados. A veces el caos es tal que casi parecería que la historia eclesiástica amenaza explotar en mil fragmentos.
Por otra parte, la situación es inspiradora porque se trata de un momento único para dedicarse a la historia de la iglesia, ya que se ve claramente que esa historia no se ha hecho. La fluidez misma de nuestros mapas y la consiguiente fluidez del pasado implican que tenemos la libertad y hasta la obligación de escribir la historia de nuevo. Cada vez que leo lo que he escrito acerca de la historia eclesiástica, quisiera poder escribirlo de nuevo, puesto que algo falta, hay otra perspectiva que debo tomar en cuenta. Esto les devuelve a mis estudios históricos las fascinación que tuvieron cuando los emprendí por primera vez.
Otras dimensiones
Sin embargo, la geografía no es plana. Esto nos lo recuerda el hecho de que constantemente tenemos que proyectar el globo terráqueo sobre una superficie plana, y que toda proyección de algún modo distorsiona la realidad. Además, la geografía incluye, no sólo mapas planos, sino también topografía, montañas y valles. También en ese sentido la geografía de la historia está cambiando, como veremos en la próxima entrega o post.
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La nueva cartografía
La historia de la iglesia está cambiando radicalmente. Tanto, que esa historia es ahora una disciplina muy distinta de lo que era cuando por primera vez la estudié hace poco más de cuarenta años. Lo más importante que ha ocurrido en esos cuarenta años no es algún descubrimiento arqueológico o algún nuevo manuscrito, de los cuales ha habido varios. Hoy la vanguardia de los estudios de historia eclesiástica no se encuentra en el estudio de algún momento particular de esa historia, o de algún manuscrito recién descubierto. Es posible que eso sea parte de la vanguardia, pero la vanguardia es mucho más amplia. Se encuentra en realidad en los grandes cambios que han tenido lugar, y que todavía continúan a una velocidad cada vez mayor, en la disciplina misma. En una palabra, el campo entero de la historia eclesiástica está cambiando, hasta tal punto que ya no es lo que era hace cuarenta años, y sólo podemos adivinar lo que será dentro de otros cuarenta más.
Quizá alguien se pregunte cómo es posible que el pasado cambie. Ciertamente, no es posible. Pero la historia no es lo mismo que el pasado. El pasado nunca nos resulta directamente accesible. El pasado se nos llega a través de la mediación de la interpretación. La historia es ese pasado interpretado.
La historia como diálogo
Quizá un buen modo de expresar esto sea usando la imagen de un diálogo. En un diálogo, el otro no me resulta directamente accesible. Todo lo que tengo son palabras, gestos, tonos, mediante los cuales la otra persona intenta comunicarse conmigo, pero que yo a mi vez recibo e interpreto según mis propias experiencias y presuposiciones. Para que haya verdadero diálogo, debo respetar la otredad de mi interlocutor. No puedo interpretar sus palabras a mi antojo. Esas palabras están ahí, fuera de mí. Por otra parte, por mucho que me esfuerce, el único modo en que puedo oírlas e interpretarlas es desde mi propia perspectiva. Si nos detenemos a analizarlo, llegamos a la conclusión de que el diálogo es imposible. Y sin embargo, a pesar de su imposibilidad, ¡hay diálogo! La comunicación pura y sin impedimentos no es sino una quimera inalcanzable. A pesar de todo ello, la comunicación es el fundamento de toda la vida social. Yo mismo sé al escribir estas palabras que ni uno solo de mis lectores las leerá exactamente como yo lo intento—lo que es más, no habrá dos de ellos que las lean exactamente del mismo modo. Y a pesar de ello, insisto en escribir. Ello se debe al milagro de la comunicación, la cual, a pesar de ser imposible, es el fundamento de toda la vida social.
Pensemos entonces acerca de la historia como un diálogo. Es un diálogo en que no solamente el pasado se dirige a nosotros sino también nosotros al pasado. Como historiador, no soy mero observador pasivo de los acontecimientos pasados, sino interlocutor que dialoga con el pasado, que le plantea preguntas. Las respuestas que el pasado me da dependen en buena medida de las preguntas que le hago.
Lo que todo esto significa es que los cambios que están teniendo lugar en la historia de la iglesia son la contraparte de los cambios que están teniendo lugar en la iglesia hoy.
Historia y geografía
Como imagen fundamental para describir y discutir los cambios que están teniendo lugar en la historia eclesiástica, he decidido utilizar la metáfora de la geografía. En cierto modo se trata de algo más que una metáfora, puesto que hay una verdadera conexión entre la historia y la geografía. Si la historia es drama, la geografía es el escenario donde el drama tiene lugar. Por mucho que uno se interese en la trama, es imposible entenderla o seguirla sin verla sobre el escenario. Lo que es más, buena parte de la trama y de su impacto tienen que ver con el lugar que cada actor ocupa en el escenario, con sus entradas y salidas, con la decoración que establece el ambiente, con el movimiento de los actores hacia el frente o hacia el fondo.
De igual modo, aprendí hace muchos años que resulta imposible seguir la historia sin comprender el escenario en que tiene lugar. Debo confesar que durante mis primeros años de estudio el tema que menos me interesaba era la historia. Tal fue el caso hasta que un día llegué a descubrir que la razón por la que no me gustaba la historia era precisamente porque estaba tratando de entender los acontecimientos únicamente en términos de su secuencia cronológica, como si la geografía o el escenario en que tuvieron lugar no fuese importante. El resultado fue que lo que debió haber sido el estudio fascinante de vidas y dramas humanos se volvió una serie de nombres y fechas colgados en el aire, de fantasmas desencarnados que marchaban por las páginas de mis libros de texto en una sucesión rápida y confusa. Sólo cuando empecé a verles como personas reales, con los pies en tierra firme, y cuando comencé a entender los sufrimientos de los pueblos y las naciones, no solamente a través del tiempo y la cronología, sino también a través del espacio y la geografía, la historia se me volvió un fascinante tema de estudio.
Como profesor, he llegado a la convicción de que uno de los principales obstáculos en la enseñanza y aprendizaje de la historia eclesiástica es que la geografía que sirve de escenario para tal historia resulta desconocida para la mayoría de los estudiantes. Puedo estar muy interesado en los contrastes teológicos y hermenéuticos entre Alejandría y Antioquía, y dedicarle toda una hora a la explicación de tales contrastes y de sus consecuencias para la cristología o para la soteriología, y al fin de esa hora descubrir que mis estudiantes no tienen la más ligera idea de dónde se encuentran Alejandría y Antioquía en un mapa del Imperio Romano.
Mi esposa es también profesora de historia eclesiástica. Hace algunos años comenzó a sospechar que una de las razones por las que algunos estudiantes tenían enormes dificultades en comprender la historia de la iglesia antigua y medieval era que carecían de una visión geográfica fundamental. Un año, en la primera clase del curso, aun antes de decir la primera palabra acerca de la historia, repartió entre los estudiantes mapas mudos de Europa y del Imperio Romano, y les pidió que marcaran en esos mapas la localización de ciertas ciudades y lugares. Casi todos sabían suficiente geografía para colocar a Roma en algún punto de esa bota que es Italia. La mayoría sabía que Jerusalén se encontraba hacia el borde oriental del Mediterráneo. Pero hasta ahí llegaban sus conocimientos. Un estudiante puso a Irlanda en Ucrania. Otro colocó a España en Alemania y a Egipto en España. Alejandría salió a la deriva desde Egipto hasta la Gran Bretaña, y los pobres libios se congelaban al norte de Moscú. De más está decir que a partir de entonces uno de los textos requeridos en ese curso de introducción a la historia eclesiástica es un buen atlas histórico.
Tras divertirnos a costa de los estudiantes que apenas se asoman al campo de la teología, es hora de que los historiadores y profesores de teología veamos la viga en nuestro propio ojo. Ciertamente, sabemos aproximadamente dónde colocar a Alejandría en el mapa, y no se nos ocurriría colocar a España al este del Rhin; pero, ¿tenemos suficiente conciencia del modo en que el mapa de la iglesia ha cambiado durante el tiempo que nos ha tocado vivir, y cómo ello comienza a afectar la historia misma de la iglesia?
Los cambios en el mapa del cristianismo deberían ser evidentes para quien conozca el modo en que el cristianismo ha evolucionado durante las últimas décadas. A principios del siglo 20, la mitad de todos los cristianos en el mundo vivía en Europa. Ahora son menos de la cuarta parte. A principios del mismo siglo, aproximadamente el ochenta por ciento de los cristianos eran blancos; ahora, menos del cuarenta por ciento. A principios del siglo 20, los grandes centros misioneros se encontraban en Londres y Nueva York. Hoy salen más misioneros de Corea que de Londres, y Puerto Rico envía misioneros a Nueva York por docenas.
El viejo mapa
Lo que esto significa es que el mapa del cristianismo que nos servía hace unas pocas décadas ya no funciona. En aquel mapa el centro se encontraba en el Atlántico del Norte—Europa y Norteamérica. Aparte de algunas iglesias cuyo interés estaba mayormente en su función como reliquias del pasado, poco fuera del Atlántico del Norte atraía la atención de los historiadores. Esos mismos historiadores eran en su mayoría personas del Atlántico del Norte, o al menos personas que, como yo, habían sido educadas de tal modo que prácticamente se sentían parte de ese centro.
Quizá algunos ejemplos nos ayuden a explicar este punto.
El primer ejemplo lo tenemos en el texto de historia eclesiástica que sirvió de base para la formación de mi generación. Ese texto era el libro de Williston Walker, Historia de la iglesia. Aunque cuando entré al seminario ya ese libro había sido revisado repetidamente, su estructura fundamental era la misma de la primera edición.
Al parecer, el criterio fundamental para el proceso de selección de temas a discutirse en la Historia de Walker es la importancia que cada acontecimiento tiene para el protestantismo norteamericano. La tabla de contenido es tal que cualquier protestante norteamericano al leer el libro podrá decir: «Esta es mi historia». La narración durante los primeros siglos se limita casi exclusivamente al Imperio Romano, luego a la Europa occidental, y después de la Reforma al Atlántico del Norte. La conversión de Armenia se menciona sólo parentéticamente en una oración acerca del alcance del monofisismo. La iglesia en Etiopía ocupa un poquito más de espacio—aproximadamente medio párrafo—, también en una sección acerca de la rebelión monofisita que resultó de las políticas de Justiniano. El avance del Islam alcanza también la importancia de medio párrafo—un párrafo que también se ocupa de los lombardos, los ávaros, los croatas, los serbios, y otros. Otro párrafo despacha la Reconquista española. Apenas se menciona la importancia de la civilización árabe para el renacimiento teológico de los siglos 12 y 13, y en particular para el desarrollo del tomismo. Hasta donde sé, ni siquiera se recuerda el papel fundamental de Sicilia y de España en ese encuentro entre civilizaciones.
Llegamos entonces a la Reforma del siglo 16. Ese período ocupa ciento veintiuna páginas, de las cuales poco más de siete se dedican al catolicismo romano. En esa breve sección acerca del catolicismo, se habla acerca de movimientos monásticos y místicos, de la polémica antiprotestante y del Concilio de Trento. Pero no se dice una sola palabra acerca de la gran actividad teológica que estaba teniendo lugar dentro de la Iglesia Católica Romana, aun aparte de la polémica antiprotestante. Esas siete páginas incluyen también una referencia, como de paso, a Ricci en China y a De Nobili en India. De Francisco Suárez, teólogo fundamental para la orden de los jesuitas, no se dice ni una sola palabra. Hacia el final del libro, se retoma la historia del catolicismo romano, ahora en nueve páginas que se ocupan del «catolicismo romano moderno» y que cubren todo el período desde el jansenismo hasta el tiempo en que el libro fue escrito.
Tras la controversia iconoclasta, las iglesias orientales reciben dos páginas en las que se cubre todo su desarrollo medieval, y por último siete páginas que traen su historia hasta el presente.
Esto puede parecer harto crítico; y en realidad lo es. Pero también es necesario señalar que como seminarista el único lugar en el currículo teológico, aparte de un breve curso sobre el ecumenismo, donde se mencionó siquiera la existencia de cristianos y de iglesias en Etiopía o en Armenia fue en los estudios de historia de la iglesia.
Una nueva conciencia y un nuevo mapa
Por otra parte, y lo que es peor, cuando repaso el modo en que por primera vez estudié la historia eclesiástica y la cartografía que se encontraba tras esa historia como presuposición tácita, me sorprendo y avergüenzo por el grado en que permití que esa narración se volviera parte de mi historia, aun cuando en varios modos nos marginaba a mí y a mi comunidad.
Un ejemplo también sirve para aclarar esto. El libro de Walker, como todos los demás que se usaban como texto entonces, parecía decir que la importancia del siglo 16 para la historia eclesiástica se limitaba a la Reforma protestante, y en una medida secundaria a su contraparte católica. Esto se entiende. Se trataba principalmente de libros protestantes, escritos en un tiempo en que todavía existía una gran enajenación entre protestantes y católicos, y eran libros del Atlántico del Norte, escritos desde una perspectiva en la que esa porción del globo terráqueo era el nuevo mare nostrum de la nueva civilización imperial. Lo que es notable es que, aunque yo había estudiado la historia de la conquista y colonización del hemisferio occidental desde que tenía siete años de edad y estaba en segundo grado, al leer estos libros en el seminario no se me ocurrió pensar que había en ellos una gran omisión.
Hoy no puedo hablar acerca de la historia de la iglesia en el siglo 16 sin tener en cuenta que el 26 de mayo de 1521, cuando la dieta imperial de Worms promulgó su edicto contra Lutero, Hernán Cortés asediaba la ciudad imperial de Tenochtitlán. Hoy, tras el Segundo Concilio Vaticano y varios otros acontecimientos en América Latina, es necesario insistir que todavía no sabemos cuál de esos dos acontecimientos a la larga resultará ser más importante para la historia de la iglesia.
Yo había estudiado la historia de la conquista y colonización del hemisferio occidental desde segundo grado. Conocía las fechas de fundación de las principales ciudades en las colonias españolas y cómo los habitantes originales de estas tierras habían sido explotados y cristianizados. Sabía de la fundación de las principales sedes eclesiásticas en las Antillas y en tierra firme. Todas estas eran fechas del siglo 16, al igual que las fechas de la Dieta de Worms y de la Confesión de Augsburgo. Sin embargo, aunque los números eran semejantes y todos empezaban con «15», en la práctica pertenecían a dos mapas diferentes. En el mapa de mi propia historia secular y política, el siglo 16 era la época de la conquista y colonización del hemisferio occidental, de Cortés, Pizarro y Las Casas. En el mapa en que supuestamente debía colocar mi propia historia religiosa, el siglo 16 era la época de la Reforma, de Lutero, de Zuinglio y Calvino.
Hoy tengo que funcionar con otros mapas. El mapa con que hoy funciono ya no coloca al Atlántico del Norte en el centro, sino que es policéntrico. Quizá este sea el cambio más radical que ha tenido lugar en la cartografía de la historia eclesiástica. En el pasado podíamos hablar de un centro, o quizá de dos, y contar toda la historia a partir de esos centros, hacia afuera. Ya hoy eso no es posible. Hoy hay muchos centros, tanto en la vida actual de la iglesia como en el modo en que la historia pasada de la iglesia se escribe.
Un mapa policéntrico
Es útil detenerse a pensar sobre el carácter policéntrico del cristianismo de hoy. En un grado sin paralelo en la historia de la iglesia, hoy los centros de vitalidad no son los mismos que los centros de recursos económicos. Y esos centros son varios. En tiempos pasados, hubo muchos cambios en la geografía del cristianismo. Ya en el Nuevo Testamento vemos como el centro se mueve de Jerusalén a Antioquía, y aún más hacia Asia Menor. Pero allí resulta claro que, al mismo tiempo que la importancia de la iglesia en Jerusalén se va eclipsando en comparación con el resto del cristianismo, lo mismo sucede con sus recursos económicos, de tal modo que una parte importante de la misión de Pablo es recoger fondos para los creyentes en Jerusalén. Más tarde, cuando las invasiones islámicas y el Renacimiento carolingio movieron el centro hacia la Europa occidental, resulta claro que hay ahora un nuevo centro, no sólo en vitalidad, sino también en recursos económicos.
Hoy la situación ha cambiado. No cabe duda de que la inmensa mayoría de los recursos financieros de la iglesia se encuentra todavía en el Atlántico del Norte. El presupuesto de algunos de los principales seminarios en los Estados Unidos es bastante mayor que el presupuesto entero de toda una denominación en otros países. Algunas congregaciones en los Estados Unidos poseen edificios cuyo valor es más que la suma total del valor de todos los edificios de denominaciones enteras en otros lugares. Lo mismo es cierto en cuanto al número de libros y revistas publicados, en cuanto a lo que se invierte en los medios de comunicación, etc. Y sin embargo, la proporción de cristianos en el Atlántico del Norte continúa disminuyendo, mientras en los países tradicionalmente más pobres hay una verdadera explosión en el crecimiento del cristianismo.
Esto es lo primero que quiero decir al afirmar que la nueva geografía del cristianismo es policéntrica. Desde el punto de vista de los recursos, los centros se encuentran todavía en los Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental. Desde el punto de vista de la vitalidad, del celo evangelizador y misionero, y hasta de la creatividad teológica, ya desde hace algún tiempo los centros se van moviendo hacia el sur.
La segunda dimensión de la nueva realidad policéntrica es que aun en el sur no hay un nuevo centro. Hay importantes movimientos teológicos que nos vienen del Perú así como de Africa del Sur y de las Filipinas. Hay un crecimiento increíble en Chile, así como en Brasil, Uganda y Corea. Ya no es posible referirse a lugar alguno como el centro del cristianismo, ni siquiera como uno de unos pocos centros.
Consecuencias del nuevo mapa
Este nuevo mapa del cristianismo implica a su vez que hemos de leer la historia eclesiástica de una manera diferente, al menos en lo que se refiere a dos puntos.
El primero de ellos es que ya no nos es posible separar la historia de la iglesia de la historia de las misiones o de la historia de la expansión del cristianismo. El modo en que la historia eclesiástica se ha leído, escrito y enseñado tradicionalmente, no sólo en el Atlántico del Norte, sino en todo el mundo, daba la impresión de que el cristianismo del Atlántico del Norte era la meta de la historia eclesiástica, y que por tanto todo lo que llevaba a él era parte de una historia diferente, de otro campo de estudios que normalmente se denominaba «historia de la misiones». Así, por ejemplo, la conversión del Imperio Romano y de las tribus germánicas eran parte de la historia eclesiástica, pero la conversión de Etiopía y los orígenes del cristianismo en Japón eran parte de la historia de las misiones. La controversia acerca de la presencia de Cristo en la eucaristía durante el período carolingio eran parte de la historia de la iglesia; pero la controversia acerca de los ritos chinos entre jesuitas y dominicos no lo era. Los debates acerca de la veneración de imágenes en la Europa del siglo 8 eran parte de la historia de la iglesia; pero el debate acerca de la veneración de los ancestros en el Asia del siglo 19 no lo era.
Hoy es imposible hacer tales distinciones. Puesto que el mapa del cristianismo ya no tiene al Atlántico del Norte al centro, el nuevo bosquejo de la historia de la iglesia ya no tiene al cristianismo de esa zona como punto culminante desde el cual mirar al pasado. Precisamente porque el cristianismo se ha vuelto policéntrico, la historia eclesiástica se ha vuelto global y ecuménica en un modo y en una medida que hubieran resultado inconcebibles hace unas pocas generaciones.
Esto nos lleva al segundo punto en el que el nuevo mapa de la iglesia exige una nueva lectura de la historia eclesiástica. Cuando por primera vez estudié esa historia, se daba por sentado que la esencia del cristianismo había quedado prácticamente determinada para el siglo 4. Por lo general se reconocía el hecho de que el cristianismo tal como nos ha llegado era el resultado de un encuentro entre el movimiento original de Palestina y la cultura grecorromana que dominaba entonces. Aunque Harnack y otros hayan expresado dudas acerca de si esto representaba el carácter original del cristianismo, o si lo traicionaba, por lo general aquella adaptación de la fe a la cultura dominante del mundo helenista se consideraba inevitable—y, por parte de los historiadores más ortodoxos, se la veía como un acontecimiento positivo. Se esperaba, sin embargo, que a partir de entonces el cristianismo seguiría siendo esencialmente el mismo, quizá con algún pequeño cambio de énfasis. Por ello, se estudiaba la conversión de los pueblos germánicos en términos de cómo habían sido añadidos a la iglesia, pero poco se decía acerca de la medida en que esa añadidura había traído consigo nuevas y diferentes interpretaciones de la fe. Después de todo, la mayoría de quienes escribían la historia eclesiástica se consideraban a sí mismos herederos intelectuales, espirituales y hasta genéticos del cristianismo, de la civilización grecorromana y de los invasores germánicos, y veían todo ello como parte de una misma entidad. Todo fluía en medio de la gran corriente que llevaba hacia el cristianismo del Atlántico del Norte y por lo tanto, aunque se reconocieran algunas diferencias entre cada uno de esos fenómenos, no se pensaba que esas diferencias fuesen tales que no se les pudiese unir en un solo cristianismo.
La justificación teológica que desde fecha muy temprana se dio para unir el cristianismo y la cultura grecorromana se encontraba en la antigua doctrina del Logos. Mediante esa doctrina se justificó aquella unión ya en la obra de teólogos como Justino Mártir, Clemente de Alejandría y Orígenes, quienes sostenían que el Logos que se encarnó en Jesucristo fue el mismo Logos mediante el cual toda la sabiduría que tuvieron les llegó a los antiguos, y que por ello la iglesia del Verbo encarnado tenía pleno derecho de apropiarse de cualquier verdad que hubiese en la tradición grecorromana.
El caso fue muy distinto cuando se trataba del encuentro entre el cristianismo y otras culturas que no eran parte del ancestro de quienes se dedicaban a la historia de la iglesia. En tal caso, ya no se trataba de descubrir lo que esas culturas podían contribuir al cristianismo y a su entendimiento de sí mismo. Ahora era cuestión de ver cómo comunicarle a una cultura pagana la fe dada de una vez y por todas, no solamente a los apóstoles y profetas, sino también a sus herederos del Atlántico del Norte. Es por ello que tales encuentros quedaron marginados, excluidos del campo fundamental de la historia eclesiástica y colocados en aquel otro campo separado, la historia de las misiones o la historia de la expansión del cristianismo. La historia de la iglesia sí debía estudiar cómo Justino Mártir interpretó el cristianismo en diálogo con la cultura grecorromana; pero la cuestión de la poligamia en algunas culturas africanas, y de cómo los cristianos africanos se enfrentaron a ella, era parte de la historia de las misiones. La historia de la iglesia estudia la importancia de la imprenta de tipo movible para los primeros estadios de la Reforma protestante; pero la importancia del caballo para la conquista y colonización del hemisferio occidental nada tenía que ver con la historia de la iglesia. Lo que es más, si los cristianos africanos o los cristianos de las culturas ancestrales americanas de algún modo se atrevían a permitir que sus tradiciones se manifestaran en su modo de interpretar y manifestar la fe, inmediatamente se les acusaba de sincretismo, con lo cual se implicaba, no sólo que su cristianismo no era parte de la historia de la iglesia, sino aún más que no era parte de la iglesia misma.
Aunque no se notara ni se dijera, lo que estaba en juego en tales casos era la doctrina misma del Logos que había servido de justificación para el diálogo anterior entre el cristianismo y la cultura grecorromana. Gracias a la doctrina del Logos, los cristianos de los siglos 2 y 3 pudieron acercarse a la cultura grecorromana esperando encontrar alguna verdad en ella, para luego establecer un diálogo entre esa verdad y la fe. Gracias a la doctrina del Logos, San Agustín pudo producir una interpretación moderadamente neoplatónica del cristianismo, y esa interpretación se impuso por largos siglos. Gracias a la doctrina del Logos, Tomás de Aquino pudo producir su imponente síntesis del cristianismo tradicional con el recientemente redescubierto pensamiento aristotélico. Todo esto fue posible porque los antiguos griegos tenían el Logos.
Pero cuando más tarde los cristianos se encontraron con otros pueblos y otras culturas, especialmente pueblos y culturas que podían ser conquistados, la doctrina del Logos quedó olvidada. Los conquistadores cristianos quemaron los antiguos libros mayas aun antes de leerlos, porque cualquier cosa que hubiese en ellos no podía ser sino obra del demonio. A la postre, la justificación para las misiones entre los pueblos supuestamente atrasados fue «la carga del hombre blanco»—the white man’s burden—que era otro modo de decir que el blanco del Atlántico del Norte se consideraba superior al resto del mundo. Con las excepciones notables de unos pocos pasajes en los escritos de Bartolomé de Las Casas y de otros autores, los cristianos europeos encontraron al Logos solamente en aquellas culturas y civilizaciones que no podían conquistar a la fuerza. Fue así como Mateo Ricci encontró al Logos en los chinos, y Roberto De Nobili entre las castas altas de la sociedad hindú.
Fue todo esto lo que le dio origen al viejo mapa de la historia eclesiástica, donde el centro era el resultado del encuentro y diálogo del antiguo cristianismo, primero con la cultura grecorromana, y luego con las tradiciones germánicas. Aparte de ese centro, todo lo demás era periferia cuyo valor se medía en términos de su asimilación de los valores e interpretaciones procedentes del centro—una periferia a la cual el centro estaba obligado a proveer sus beneficios, su entendimiento superior y su fe auténtica.
No se trata sólo de un cambio más
El mapa de la iglesia ha cambiado repetidamente a través de los siglos. Lo que primero fue una secta limitada a Palestina y sus alrededores, pronto se esparció por todo el Imperio Romano y allende sus fronteras. Ya para el siglo 4 el mapa incluía a Etiopía, a Armenia, Georgia, Persia, y hasta la India. En el 8, China vino a ser parte del mismo mapa. Después vino el gran período de expansión de las potencias europeas, y el mapa cambió radicalmente, de modo que pronto incluyó a Africa, Asia, y todo el hemisferio occidental. Más tarde se añadieron Australia, Nueva Zelanda y las islas del Pacífico.
Aunque todos estos cambios habían tenido lugar en el mapa del cristianismo en términos puramente geográficos, en términos ideológicos el mapa seguía siendo el mismo de tiempos de Eusebio de Cesarea. El mapa de Eusebio era bien claro. Daba un paso más allá de Justino, Clemente y Orígenes, quienes habían dicho que Dios, mediante el Logos, había provisto las dos corrientes que llevaban a Cristo: la tradición hebrea, especialmente el Antiguo Testamento, y la cultura grecorromana, especialmente la filosofía. Ambas llevaban a Jesús y debían por tanto ser vistas ahora como propiedad de la iglesia. Lo que Eusebio hizo fue añadirle la dimensión política a esta manera de ver a Dios actuando hacia una meta única. Tal como Eusebio nos cuenta la historia de la iglesia, el plan de Dios no era solamente que la revelación judía y la cultura grecorromana se uniesen en el cristianismo, sino también que el cristianismo y el imperio se uniesen en Constantino. La iglesia y el Imperio habían sido creados el uno para la otra. Por lo tanto, Eusebio lee los siglos anteriores de la historia eclesiástica en términos del modo en que llevaron a esa gloriosa unidad de la iglesia y el Imperio que él mismo experimentó, y a Constantino como el nuevo David.
El mapa de Eusebio era monocéntrico y providencial, puesto que para él todos los acontecimientos del pasado llevaban a la situación que él mismo experimentaba y que estaba convencido era obra de Dios.
A partir de entonces, aunque el mapa se ha expandido, y sus centros han cambiado, la estructura ideológica no ha cambiado. Es un mapa más grande, pero usualmente ha continuado siendo un mapa monocéntrico y providencial, en el cual el historiador se encuentra en la cima y mira hacia atrás para leer una historia que de algún modo culmina en el presente, y específicamente en el presente del historiador. Lo que no puede interpretarse como parte de ese movimiento escasamente tiene lugar en la narración histórica, y si se lo incluye, se trata de una condescendencia, de aquella «carga del hombre blanco», de una responsabilidad que el historiador tiene que cumplir por una especie de noblesse oblige.
El nuevo mapa es muy diferente. Al tiempo que el cristianismo se ha vuelto una religión verdaderamente universal, con profundas raíces en cada cultura, también se contextualiza más y más, y por lo tanto de cada uno de sus diversos centros vienen diferentes lecturas de toda la historia de la iglesia. El resultado es aterrador e inspirador.
Es aterrador, porque en buena medida implica que a cada paso tengo que volver a aprender mi propia disciplina. Ya no puedo seguir leyendo la historia a partir de una sola perspectiva o de un solo contexto. De algún modo tengo que escuchar las voces que vienen de distintos centros y de los márgenes, cada una de ellas con su visión desde diferente perspectiva, y por lo tanto cada una de ellas con una visión del pasado diferente a como yo lo veo. Por ello, ya no puedo hablar de un solo pasado, puesto que en esta variedad de centros y perspectivas se ven varios pasados. A veces el caos es tal que casi parecería que la historia eclesiástica amenaza explotar en mil fragmentos.
Por otra parte, la situación es inspiradora porque se trata de un momento único para dedicarse a la historia de la iglesia, ya que se ve claramente que esa historia no se ha hecho. La fluidez misma de nuestros mapas y la consiguiente fluidez del pasado implican que tenemos la libertad y hasta la obligación de escribir la historia de nuevo. Cada vez que leo lo que he escrito acerca de la historia eclesiástica, quisiera poder escribirlo de nuevo, puesto que algo falta, hay otra perspectiva que debo tomar en cuenta. Esto les devuelve a mis estudios históricos las fascinación que tuvieron cuando los emprendí por primera vez.
Otras dimensiones
Sin embargo, la geografía no es plana. Esto nos lo recuerda el hecho de que constantemente tenemos que proyectar el globo terráqueo sobre una superficie plana, y que toda proyección de algún modo distorsiona la realidad. Además, la geografía incluye, no sólo mapas planos, sino también topografía, montañas y valles. También en ese sentido la geografía de la historia está cambiando, como veremos en la próxima entrega o post.
Aporte:
Castillo Fuerte
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7:04:00
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domingo, 6 de octubre de 2013
Los Libros de Historia para el Pueblo de Israel: Una historia para la humanidad
Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6
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HISTORIA CON UNA DIFERENCIA
Josué • Jueces • Rut • Samuel • Reyes • Crónicas
A primera vista, los libros de la Biblia desde Josué a 2 Reyes parecen más bien libros de historia para el pueblo de Israel. Relatan las experiencias de la nación desde el ingreso en la tierra prometida de Canaán hasta que fueron llevados al exilio en Babilonia, unos 600 años más tarde. Pero estos libros hacen algo más que relatar acontecimientos. De hecho, la presentación judía de las escrituras los considera libros de los primeros profetas, y no libros de historia.
Un profeta es una persona que proclama el mensaje de Dios, interpretando los hechos desde el punto de vista de Dios y pronunciando su veredicto. Los autores de estos libros hacen justamente eso. Se preocupan no solo por detallar sucesos de los años que reseñan sino también por explicar los hechos como Dios los ve. Proporcionan la perspectiva de Dios sobre los asuntos humanos. Estos libros registran la historia con una diferencia.
Se piensa que 1 y 2 Crónicas no fueron escritos en la misma época que los demás libros de esta sección; con todo, también utilizan sucesos del pasado para brindar lecciones a los lectores de su tiempo. Los dos libros de Crónicas, escritos después del exilio y del regreso a la patria, tenían por objeto estimular una renovada fidelidad.
Josué
JOSUÉ
PASAJES Y HECHOS CLAVE
Josué designado jefe1
Rahab y los espías 2
Cruce del Jordán 3
La caída de Jericó 5-6
El pecado de Acán; desastre en Hai 7-8
La conquista de Canaán 9-12
La tierra dividida entre las tribus 13-19
Discurso de despedida y muerte de Josué 23-24
Nunca habría otro líder como Moisés. Él había conducido al pueblo de Israel desde la esclavitud en Egipto hasta la frontera misma de la tierra prometida de Canaán. Ahora Moisés había muerto: Dios continuaría su obra de salvación por intermedio de un nuevo jefe. Josué, que había sido el brazo derecho de Moisés, fue elegido por Dios para llevar adelante la obra desde el punto en que la había dejado Moisés. Al iniciar la tarea, Dios le hizo una promesa especial:
«Como estuve con Moisés, estaré contigo; no te dejaré ni te desampararé. Esfuérzate y sé valiente, porque tú repartirás a este pueblo como heredad la tierra que juré dar a sus padres. Solamente esfuérzate y sé muy valiente, cuidando de obrar conforme a toda la Ley que mi siervo Moisés te mandó…» (Jos 1.5-7)
Eran enérgicas palabras de estímulo, y Josué las necesitaba. Canaán, la tierra prometida por Dios a los descendientes de Abraham, no estaba vacía y esperando al pueblo de Israel. Estaba ocupada por un conjunto de diferentes tribus, establecidas como ciudades-estado, construidas una tras otra en las planicies y a lo largo del camino de Egipto a Siria y Mesopotamia (la tierra entre los ríos Hidequel y Éufrates). En otro tiempo estas ciudades habían estado bajo el dominio egipcio. Muchas de ellas estaban separadas por apenas cinco kilómetros, pero cada una tenía su fortaleza y su gobernante, para respaldar y proteger su población. Para habitar la tierra, los israelitas tendrían que luchar por el territorio y desalojar a la gente que ya estaba allí.
El primer obstáculo que enfrentó Josué fue la inmensamente fuerte ciudad fronteriza de Jericó, una de las ciudades más antiguas del mundo. Envió dos hombres a explorar, mientras los israelitas todavía estaban al otro lado del río Jordán, límite de Canaán.
Ambos espías deben haberse sentido reconfortados cuando Rahab, la prostituta que los hospedaba en Jericó, los ocultó de los soldados del rey, y les aseguró que había oído y creído las hazañas del Dios de Israel en favor de su pueblo. Las noticias sobre las triunfantes batallas de Israel habían llegado antes que ellos.
El cruce del Jordán
Durante tres días la gente acampó ante el aparentemente infranqueable río Jordán. Era la última barrera para la tierra prometida; el río se extendía amplio y profundo, en la crecida primaveral, separándolos de su meta. Entonces Josué envió un mensaje por el campamento, instando a todos a estar listos para ver actuar a Dios. Los sacerdotes iniciarían la marcha, transportando el arca de la alianza, y el pueblo los seguiría, a una respetuosa distancia.
Cuando los sacerdotes con su preciosa carga empezaron a entrar al agua, la corriente se detuvo y las aguas se amontonaron río arriba. El pueblo pasó el Jordán en terreno seco, así como sus padres habían atravesado el Mar Rojo al comienzo mismo de la peregrinación.
Josué hizo ver claramente a su pueblo la lección que entrañaba este milagro. El Dios que podía actuar con tal poder ciertamente los ayudaría a vencer a los habitantes de esa tierra. El milagro obrado al cruzar el Jordán sería una garantía de la ayuda venidera:
«En esto conoceréis que el Dios viviente está en medio de vosotros, y que él echará de delante de vosotros al cananeo…» (Jos 3.10)
Josué ordenó recoger doce piedras del río y hacer un montículo para recordar a las futuras generaciones el gran acto de Dios en su favor.
El comandante del ejército del Señor
Cerca de Jericó un hombre armado se acercó a Josué, quien le dio el alto: «¿Eres de los nuestros o de nuestros enemigos?» El recién llegado replicó:
«He venido como Príncipe del ejército de Jehová». (Jos 5.14)
Josué se postró en tierra y lo adoró. Sin duda, Dios estaba al mando.
La caída de Jericó
Jericó no sería conquistada por asedio o ataque. En cambio, se llevaría a cabo una extraña ceremonia. Durante seis días sucesivos, le dijo Dios a Josué, los soldados marcharían alrededor de la ciudad fortificada. La guardia de avance iría primero, mientras siete sacerdotes hacían sonar sus trompetas. Luego vendría el arca de la alianza, portada por sacerdotes, y después la retaguardia. Los soldados no debían hablar ni gritar. En el séptimo día, la procesión marcharía siete veces alrededor de la ciudad. Cuando los sacerdotes hicieran resonar largamente una nota en sus trompetas de cuerno de carnero, los soldados lanzarían un grito de guerra con todas sus fuerzas.
Josué puso en ejecución esta extraordinaria orden. En el séptimo día, tras el séptimo circuito de la ciudad, los soldados gritaron con fuerza y las murallas de la ciudad se derrumbaron. Los soldados pudieron entrar directamente y capturar la ciudad y su gente. Josué y su pueblo comprendieron, como nunca antes, que sus victorias en Canaán eran cosa de Dios y no dependían solo de la fuerza o habilidad humanas.
El pueblo de Canaán
Naturalmente, nos estremecemos ante las sangrientas conquistas que se realizaron en nombre de Dios. Los autores del Antiguo Testamento vieron estas batallas como el juicio de Dios sobre la maldad de los habitantes. Dios había dicho a Abraham que sus descendientes tendrían que esperar 400 años en Egipto antes de entrar en Canaán, hasta que los amonitas se volvieran tan malvados que debieran ser castigados. Las campañas de Josué se consideraron como actos de purificación y justicia, no como agresión y rapiña de tierras.
La religión del país era ciertamente decadente. Las tribus cananeas tenían diferentes dioses, cada uno de los cuales supuestamente controlaba su propio territorio. El nombre genérico de estos dioses era baal, que se traduce como señor, amo o marido. A veces el baal se representaba con una imagen de toro o de serpiente. La tierra era la esposa del baal; y la gente de la tierra, sus esclavos.
Cada aldea tenía su santuario, en la cima de un cerro o debajo de un gran árbol, marcado por una piedra vertical o poste de madera. Los festivales se vinculaban con la siembra y la cosecha, y la luna nueva. Se ofrecían frutos a los dioses y se sacrificaban animales. Los baales eran dioses de la fertilidad y en consecuencia el culto incluía ritos sexuales. La embriaguez era común, especialmente durante las fiestas de la cosecha. A veces se practicaban sacrificios de niños.
A medida que el pueblo de Israel se fue estableciendo en el país, comenzaron a sentir —consciente o inconscientemente— que sería más sabio y más seguro incorporar el culto a Baal en el ejercicio de su religión. Después de todo, estos dioses sabían todo repecto a hacer crecer las mieses, algo que Dios no había hecho durante su travesía por el desierto. Con el tiempo, aunque seguían adorando en el nombre de Dios, utilizaron los santuarios de Baal y adoptaron los ritos de su culto, y se entregaron a la misma clase de ceremonias inmorales y crueles que practicaban sus vecinos cananeos.
Distribución de la tierra
Josué se lanzó a una campaña de conquista y obtuvo la victoria sobre varias ciudades-estado. Una vez que el pueblo de Israel tomaba control de un área, le correspondía a Josué dividir el territorio entre las tribus. Luego se instaba a cada tribu a exterminar o desalojar a los habitantes de su sector, para establecerse allí.
Las opiniones difieren en cuanto a cómo se llevó esto a cabo, pero no hay duda de que los israelitas no aniquilaron a todos los cananeos de una vez. Pareciera que al principio se interesaron por las zonas centrales altas más que por las fértiles planicies. Pero la verdadera lucha vino después de los tiempos de Josué, cuando aparecieron otros contendientes a disputar la tierra: filisteos, amonitas y moabitas, así como los propios cananeos.
Josué asignó ciudades especiales a los levitas a través del país, pues ellos no recibían territorio propio. Su labor consistía en ayudar en el servicio a los sacerdotes, y se les pagaba con los diezmos que los israelitas comunes y corrientes tenían por ley que contribuir.
Josué, el jefe
Josué tuvo una vida larga y pródiga en acontecimientos. Había sido el brazo derecho de Moisés durante muchos años antes de asumir el liderazgo de Israel. Hacia el fin de su vida hizo una súplica apasionada para que el pueblo permaneciera fiel a Dios y observara sus leyes:
«Ahora, pues, temed a Jehová y servidlo con integridad y verdad… Si mal os parece servir a Jehová, escogeos hoy a quién sirváis… yo y mi casa serviremos a Jehová». (Jos 24.14-15)
El pueblo sinceramente prometió servir a Dios y serle fiel, y Josué renovó las promesas de la alianza entre Israel y Dios.
LOS CANANEOS
El pueblo conocido como cananeo colonizaba la tierra en el extremo oriente del mar Mediterráneo hacia 2000 a.C. En tiempos de Josué (aprox. 1300 a.C.), el país estaba dividido en pequeñas ciudades- estado, cada una con su rey. Las ciudades eran minúsculas desde la perspectiva moderna, pero fuertemente amuralladas y fortificadas.
Los cananeos eran grandes comerciantes; recorrían sin cesar el mar Mediterráneo en sus barcos mercantes, desde Egipto hasta Creta y Grecia. Tiro, Sidón, Berito (Beirut) y Biblos eran sus puertos principales. Biblos —a causa del comercio en papiro (la versión antigua del papel)— dio su nombre al libro: biblia (de donde viene también la palabra Biblia). Los cananeos fueron también los primeros en desarrollar un alfabeto.
La fama de sus artesanos era ampliamente conocida. Mucho después que los israelitas conquistaron Canaán, cuando querían los más finos artesanos para trabajar en el templo, recurrieron a albañiles y carpinteros cananeos.
Jueces
JUECES
PASAJES Y HECHOS CLAVE
Débora y Barac derrotan a los cananeos 4-5
El vellón de Gedeón; derrota de los madianitas 6-7
La hija de Jefté; batalla contra los amonitas 11-12
Historia de Sansón: los filisteos 13-16
El título del libro de Jueces evoca la ley y los tribunales de justicia, pero los jueces de los que ahora hablamos no eran jueces en sentido jurídico. Se trataba de personas intensas y carismáticas que aparecían en tiempos de crisis y liberaban al pueblo de sus enemigos. Algunos también administraban justicia según las leyes. Muchos de ellos emprendieron batallas a la vez que organizaron a las tribus para que se mantuvieran unidas y permanecieran leales a Dios. Se los llamaba jueces porque «hacían justicia»; esto es, enderezaban lo que estaba torcido, a veces por medio de las armas.
El libro de Jueces sigue un modelo reiterado. Los autores explican que Israel prosperaba cuando el pueblo era fiel a Dios; por el contrario, cuando lo abandonaban por otros dioses ya no podían resistir ante sus enemigos y caían bajo su dominación. Entonces, atribulados, solicitaban la ayuda de Dios y él suministraba un juez, o liberador, para enfrentar la situación:
Cuando Jehová les levantaba jueces, Jehová estaba con el juez, y los libraba de manos de los enemigos mientras vivía aquel juez… Pero acontecía que, al morir el juez, ellos volvían a corromperse, más aún que sus padres… (Jue 2.18-19)
Disputa por la tierra
Las constantes incursiones y batallas campales nos recuerdan que el tiempo de los jueces fue una época de lucha por la posesión de la tierra. También otros grupos querían extender su territorio. Diferentes jueces repelían a diferentes enemigos, y por lo común solo una o dos tribus —y no todo Israel— tomaban parte en la refriega.
Un jefe zurdo llamado Aod dirigió una batalla contra los moabitas.
Una jueza —Débora— y un soldado, Barac, lucharon contra los cananeos.
Gedeón atacó a los madianitas.
Jefté atacó a los amonitas.
En los tiempos del juez llamado Sansón, los filisteos eran el enemigo y siguieron siéndolo durante un largo tiempo.
Débora y Barac
Débora era una profetisa y jueza que administraba justicia y sabiduría desde su lugar habitual debajo de una palmera entre Ramá y Bet-el. A un hombre llamado Barac le entregó un mensaje de Dios con la orden de combatir contra Sísara, comandante del ejército cananeo, que tenía enorme poder y toda la ventaja militar de sus carros de hierro. Estos cananeos habían estado oprimiendo cruelmente a Israel durante 20 años y el pueblo había clamado a Dios en busca de ayuda. Débora le prometió a Barac la victoria en nombre de Dios, pero Barac estaba demasiado atemorizado como para ir sin ella.
Llegó la orden de ataque, y los ejércitos de Sísara cayeron en confusión, aparentemente por la lluvia torrencial e inundaciones que atascaban los carros. Sísara escapó a pie y sufrió la ignominia de ser muerto por una mujer, mientras dormía en su tienda. Por esa razón, Barac no obtuvo crédito por la victoria.
Historia de Gedeón
Durante siete años, los madianitas, tribus beduinas del desierto de Arabia, hicieron la vida insoportable para Israel. Hordas a lomo de camello hacían incursiones en Israel, arrasaban sus cosechas y robaban bueyes, ovejas y asnos. Los israelitas quedaban sin nada para subsistir. En su tribulación clamaron a Dios.
El santuario de Dios
La época de los jueces fue de un período de transición. La tosca muchedumbre de israelitas que había viajado hacia la tierra prometida no se convirtió de inmediato en una nación unificada. A menudo actuaban como tribus separadas. Pero en los primeros 200 años había un santuario central al que las tribus se acercaban para adorar a Dios. Albergaba el arca de la alianza, que había sido la pieza esencial del Tabernáculo itinerante durante el peregrinaje por el desierto.
Siquem fue la primera sede del santuario. Más tarde fue trasladada a Silo, al sur de Bet-el, y luego regresó a Silo. Debido a que diferentes lugares se llaman santuarios, algunos piensan que pudo haber más de uno de estos centros al mismo tiempo.
En respuesta, Dios envió un ángel a un joven llamado Gedeón, quien estaba trillando el trigo oculto en un lagar, a escondidas de los merodeadores madianitas. El ángel le habló al tímido joven granjero:
«Jehová está contigo, hombre esforzado y valiente». (Jue 6.12)
Encargó a Gedeón el rescate de Israel de la opresión madianita, y le prometió:
«Ciertamente yo estaré contigo». (Jue 6.16)
Gedeón comenzó por destruir el altar a Baal que tenía su padre y erigió en cambio un altar a Dios. Luego reunió un ejército, pero todavía abrigaba temores. ¿Dios lo había llamado realmente, y le daría la victoria? Entonces oró:
«Si has de salvar a Israel por mi mano, como has dicho, he aquí que yo pondré un vellón de lana en la era; si el rocío está sobre el vellón solamente, y queda seca toda la otra tierra, entonces entenderé que salvarás a Israel por mi mano, como lo has dicho». (Jue 6.36-37)
Ocurrió como Gedeón quería, pero sus dudas persistían. Rogó a Dios que repitiera el milagro al revés: que el vellón estuviera seco y el suelo húmedo. Dios concedió la señal nuevamente.
Tranquilizado, Gedeón alistó un ejército para enfrentar a los madianitas en su campamento; Dios le dijo que tenía demasiados hombres. Indicó a todos los que tuvieran miedo que volvieran a sus casas, pero de todos modos Dios repitió que eran demasiados. Dijo a Gedeón que llevara a sus hombres al río a tomar agua. Algunos se arrodillaron para beber; otros sacaron el agua con las manos y la lamieron con la lengua. Aquellos que lamieron, dijo Dios, formarían el ejército de Gedeón: apenas 300 hombres.
Esa noche Gedeón llamó a su gente: «Levantaos, porque Jehová ha entregado el campamento de Madián en vuestras manos».
Cada soldado llevaba una trompeta y un cántaro vacío para esconder adentro una antorcha encendida. Luego siguieron las órdenes de Gedeón:
«Miradme a mí y haced como hago yo; cuando yo llegue al extremo del campamento, haréis vosotros como hago yo». (Jue 7.17)
Llegaron al campamento justamente para el cambio de guardia, que ocasionaba un desasosiego momentáneo. A la orden de Gedeón, sus 300 hombres tocaron las trompetas, y vociferaron:
«¡Por la espada de Jehová y de Gedeón!» (Jue 7.20)
Entonces rompieron los cántaros. Llameó la luz de las antorchas, aterrorizando a los enemigos que acababan de despertar. El grito de batalla de las trompetas y el resplandor de las antorchas sembraron el pánico entre los madianitas. Blandieron las espadas unos contra otros, causando muertes entre sus propias filas, y huyeron fuera del campamento hacia la oscuridad.
Gedeón pidió refuerzos para cortar su retirada en los vados del río Jordán. La victoria fue completa.
Sansón
Sansón es probablemente el más famoso de los jueces. Antes de su nacimiento se le ordenó a su madre que no bebiera vino o cerveza ni comiera ningún alimento prohibido, porque el niño estaría consagrado a Dios como nazareo. Este voto nazareo, tomado habitualmente por un adulto (a veces solo por un breve período) implicaba abstenerse de alcohol y dejarse crecer el cabello. Significaba para todos que esta persona estaba apartada de una manera especial para el servicio de Dios. Sansón fue consagrado de esta forma desde su nacimiento.
LOS FILISTEOS
Los filisteos eran un pueblo marítimo que vino de Creta y se estableció en Canaán a lo largo de la costa en los siglos XIII y XII a.C. Fundaron cinco ciudades-estado cerca de la costa: Gaza, Ascalón, Asdod, Ecrón y Gat. Dieron su nombre —Palestina— a todo el país. No sabemos qué dioses adoraban al llegar a Canaán, pero más tarde adoptaron las deidades cananeas de Dagón, Astoret y Beelzebú. Introdujeron el hierro en la región y por algún tiempo tuvieron el monopolio de herramientas y armas de hierro. Esto les daba una gran ventaja en la guerra, porque el hierro es mucho más fuerte que el bronce o el cobre.
Los filisteos (véase texto aparte), otro pueblo inmigrante que vivía a lo largo del borde costero de Canaán, eran los enemigos que Sansón fue llamado a contrarrestar.
Sansón estaba dotado de una enorme fuerza física. Mató a un cachorro de león a mano limpia y en otra ocasión desquició las rejas de la ciudad, con puertas, postes, candados y todo. Sin embargo, su historia es una de vacilaciones y oportunidades perdidas. Se casó con una muchacha filistea, apenando a sus padres, y se vengó del engaño que le hicieron los parientes de ella atando zorros —o chacales— por sus colas, prendiéndoles fuego y soltándolos en medio del trigo maduro y los olivares.
Las mujeres fueron la ruina de Sansón. Fue la hermosa Dalila, pagada por los espías filisteos, quien finalmente le arrancó el secreto de su gran fuerza:
«Nunca a mi cabeza llegó navaja, porque soy nazareo para Dios desde el vientre de mi madre. Si soy rapado, mi fuerza se apartará de mí, me debilitaré y seré como todos los hombres». (Jue 16.17)
Mientras Sansón dormía con su cabeza en el regazo de Dalila, esta llamó a un hombre para que le cortara el pelo. Luego despertó a Sansón a gritos:
«¡Sansón, los filisteos sobre ti!» (Jue 16.20)
Pero su fuerza había desaparecido con el quebrantamiento del voto y los filisteos lo tomaron prisionero. Le sacaron los ojos y lo pusieron a moler trigo en una cárcel filistea.
En una fiesta a su dios Dagón, los gobernantes filisteos mandaron traer a Sansón para divertirse a costa suya. Se burlaban de su debilidad y de su ceguera; pero el pelo de Sansón había comenzado a crecer nuevamente y él volvió a sentir el aguijoneo de su antigua fuerza y su lealtad a Dios. Pidió al mozo que le hacía de lazarillo que lo condujera junto a las columnas principales del gran salón. Imploró a Dios una vez más para que le diera fuerzas y empujó las columnas con todo su poder, derrumbándolas. El edificio se desplomó, matando a los que hacían fiesta y con ellos a Sansón.
Los que mató al morir fueron muchos más que los que había matado durante su vida. (Jue 16.30)
Rut
El libro de Rut cuenta la historia de una familia que vivía en tiempos de los jueces. Incluye muchas costumbres propias de ese período, aunque quizá se escribiera mucho más tarde. Es una historia de mucha belleza y sentimiento. Relata los avatares de una viuda y el amor y lealtad de su nuera —nacida como extranjera al Dios de Israel— y del amoroso cuidado de Dios hacia ambas.
La hambruna azotó el pueblo de Belén, y la familia de Elimelec abandonó la tierra de Israel y se fue a vivir a la vecina región de Moab. La tragedia siguió persiguiéndolos, pues no solo Elimelec murió, sino también sus dos hijos, unos diez años más tarde. Ambos jóvenes se habían casado con mujeres moabitas. Noemí —viuda y madre— añoraba su patria; cuando tuvo noticias de que otra vez había alimentos en Belén, se preparó para regresar. Ambas nueras se ofrecieron para acompañarla. Cuando trató de disuadirlas, una de ellas, Rut, imploró:
«No me ruegues que te deje
y me aparte de ti,
porque a dondequiera que tú vayas, iré yo,
y dondequiera que vivas, viviré.
Tu pueblo será mi pueblo
y tu Dios, mi Dios.
Donde tú mueras, moriré yo
y allí seré sepultada.
Traiga Jehová sobre mí
el peor de los castigos,
si no es solo la muerte lo que hará separación entre nosotras dos». (Rt 1.16-17)
Así que Noemí y Rut se establecieron en Belén. Rut proveía de alimento a ambas, espigando detrás de los segadores, como la ley permitía hacerlo a la gente pobre. Sin saberlo, eligió un campo perteneciente a Booz, pariente del marido de Noemí. Esta vio la mano de Dios en la aparente coincidencia y dio ciertas instrucciones a Rut.
Acabada la cosecha, Rut pidió a Booz que cumpliera su deber como pariente cercano, estipulado por ley, y adquiriese un campo que antes había pertenecido a Elimelec. Su deber como pariente también implicaba casarse con Rut, lo que hizo de buen grado. El hijo de ambos reconfortó a Noemí, que ya estaba envejeciendo.
El autor enumera osadamente los descendientes directos de Rut y Booz, mostrando que entre ellos se encuentra el propio gran rey David. Rut, que podría haber sido despreciada como extranjera, fue su antepasada.
Algunos piensan que la historia fue escrita para poner de relieve la preocupación de Dios por los no israelitas así como por su propio pueblo, tal vez para enderezar la balanza en un tiempo en que había un indebido énfasis en la pureza racial.
1 y 2 Samuel
1 y 2 SAMUEL
1 SAMUEL: PASAJES Y HECHOS CLAVE
El nacimiento de Samuel: la oración de Ana 1-2
El niño Samuel. El llamado de Dios 3
Saúl llega a ser rey, y luego es rechazado 10-15
Samuel unge a David como futuro rey l6
David mata a Goliat l7
La amistad entre David y Jonatán 20
David es proscrito 21-30
Muerte de Saúl y Jonatán 31
2 SAMUEL: PASAJES Y HECHOS CLAVE
Elegía de David por Saúl y Jonatán 1
David es coronado rey 2
David conquista Jerusalén 5
David trae el arca de la alianza a Jerusalén 6
Promesa de Dios a David 7
Adulterio de David con Betsabé y muerte de Urías 11
Mensaje de Natán a David 12
Rebelión de Absalón contra su padre 15
David huye de Jerusalén 15
Victoria de David; muerte de Absalón 18
Cántico de alabanza y últimas palabras de David 22-23
Estos dos libros de Samuel eran originalmente uno. Se ocupan de otro período de transición en la historia de Israel, cuando la nación dejó de ser gobernada por un juez o líder carismático, y pasó a ser regida por un rey. Muestran diferentes tipos de liderazgo. Describen la época de los últimos dos jueces —Elí y Samuel— y de los primeros dos reyes —Saúl y David—, estableciendo así un vínculo entre Jueces y los libros 1 y 2 de Reyes, que siguen luego.
El primer libro de Samuel, como Rut, comienza con la historia de una familia. Elcana y sus dos esposas hacían su viaje anual al santuario de Silo para adorar a Dios. Una de las esposas, Penina, tenía hijos, pero la otra, Ana, era estéril. Ana se desesperaba por esta carencia, y en el santuario oró a Dios:
«¡Jehová de los ejércitos!, si te dignas mirar a la aflicción de tu sierva, te acuerdas de mí y no te olvidas de tu sierva, sino que das a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida…» (1S 1.11)
Cuando su oración tuvo respuesta y Samuel nació, ella fue fiel a su palabra. Consagró su hijo a Dios; apenas destetado, lo puso al cuidado de Elí, sacerdote del santuario. Su cántico de agradecimiento a Dios fue ferviente y jubiloso:
«No hay santo como Jehová;
porque no hay nadie fuera de ti
ni refugio como el Dios nuestro...
Jehová empobrece y enriquece,
abate y enaltece.
Él levanta del polvo al pobre;
alza del basurero al menesteroso,
para hacerlo sentar con príncipes…» (1S 2.2,7-8)
El niño Samuel dormía en el santuario donde estaba el arca de la alianza. Una noche oyó su nombre: «¡Samuel!» Corrió donde dormía Elí, pero este no lo había llamado. Dos veces más la voz llamó a Samuel y dos veces más él corrió a presentarse ante Elí. El anciano sacerdote comprendió entonces que era Dios quien llamaba al joven. Le dijo que volviera a su cama y que, al oir nuevamente el llamado, respondiese: «Habla, que tu siervo escucha.»
Samuel así lo hizo y Dios llamó otra vez. Entregó a Samuel un mensaje de condenación para los perversos hijos de Elí.
Después de 40 años de liderazgo de Elí, Samuel ocupó su lugar. Sirvió bien al pueblo como jefe sabio y probo, como sacerdote en el santuario y también como profeta y administrador de justicia.
La necesidad de un rey
Samuel envejeció. Sus hijos fueron nombrados jueces, pero no le trajeron honra. De ahí que el pueblo de Israel pidiera a Samuel que les diera un rey. Al hacerlo así no solo lo rechazaban a él; también rechazaban a Dios. Estaban desechando el gobierno de Dios, que había sido rey de su pueblo, por el de un gobernante terrenal.
Samuel les advirtió sobre el tipo de opresión que sufrirían bajo un poder centralizado. Sus reyes se convertirían en despreciables dictadores, exigiéndoles impuestos y bienes y haciéndoles la vida difícil. Pero la gente persistió en su solicitud y Dios dijo a Samuel que hiciera lo que le pedían. Samuel quería que el rey de Israel fuera regente de Dios: que no estuviese por encima de las leyes de Dios, sino que fuese él mismo súbdito de Dios. Además de gobernar bien y con justicia, debería animar al pueblo a mantener su pacto con Dios y adorarlo solo a él. El rey no debía ser un déspota autocrático, como los reyes de las naciones vecinas.
Samuel recibió orden de ungir a Saúl como primer rey: era más alto que todos los demás hombres y tenía todas las condiciones de un líder. Comenzó como un héroe militar local y luego fue proclamado rey de todo Israel. Sin embargo, después de un comienzo promisorio, Saúl decidió hacer las cosas por su cuenta y desobedeció a Dios. Al final, Samuel le dijo: «Rechazaste la palabra de Jehová y Jehová te ha rechazado para que no seas rey sobre Israel».
Con todo, Samuel seguía sintiendo afecto por Saúl y no se alegró mucho cuando Dios le dijo que nombrara al que posteriormente sucedería a Saúl.
Biografía de David
David, un niño pastor, es ungido rey de Israel por el profeta Samuel (1 Samuel 16)
Tomado para el servicio del rey, toca el arpa para Saúl (1 Samuel 16)
David mata al campeón filisteo, Goliat (1 Samuel 17)
Una profunda amistad se desarrolla entre David y Jonatán, hijo del rey Saúl (1 Samuel 18)
Saúl se pone celoso; David huye, su vida peligra (1 Samuel 18-21)
David, proscrito y en fuga, elude al rey y dos veces perdona la vida de Saúl (1 Samuel 22-24, 26)
David es coronado rey a la edad de 30 años (2 Samuel 5)
El arca de la alianza es llevada a la nueva ciudad capital de Jerusalén (2 Samuel 6)
David sueña con edificar un templo dedicado a Dios, quien se lo prohibe, pero promete a David una sucesión «para siempre» (2 Samuel 7)
Las victorias militares de David extienden las fronteras de su reino (2 Samuel 5, 8, 10)
David comete adulterio con Betsabé y mata a su marido Urías; el profeta Natán, enviado por Dios a David, lo reprende severamente. El hijo de David y Betsabé muere, pero nace un segundo hijo, Salomón (2 Samuel 11-12)
Problemas de familia. Absalón, hijo de David, dirige una rebelión y David huye de él (2 Samuel 15-16)
Absalón muere; tristeza de David. El rey vuelve a Jerusalén (2 Samuel 18-19)
David designa a Salomón como el nuevo rey y le da sus últimas instrucciones. Después de un gobierno de 40 años, muere, dejando un reino fuerte y estable (1 Reyes 1-2)
David es ungido
David, el menor de ocho hijos, estaba cuidando ovejas cuando Samuel visitó a su familia para elegir a uno de ellos como futuro rey. David fue llamado a toda prisa cuando los otros siete hermanos fueron rechazados por Samuel. A instancias de Dios, Samuel ungió la cabeza de David con aceite, en señal de su nombramiento como próximo rey. Esta ceremonia discretamente se celebró en privado.
David y Goliat
Después de ser ungido como futuro rey de Israel, David continuó pastoreando las ovejas de su padre. Fue convocado a la corte para tocar el arpa con el fin de aliviar al rey Saúl de unos violentos ataques depresivos, descritos como «un espíritu malo de parte de Jehová». En una oportunidad se trasladó desde los campos de su padre hasta el frente de batalla, donde sus tres hermanos servían en el ejército del rey Saúl.
El enemigo filisteo acampaba en un cerro y los israelitas en otro, separados por un valle. Goliat era el campeón presentado por los filisteos para decidir la batalla contra Israel, en un combate individual. Salía cada día a lanzar su desafío, pero los hombres de Saúl se acobardaban a la vista del gigante.
Al llegar y oir el desafío, David se ofreció como voluntario para enfrentar a Goliat; rehusó la oferta de una armadura del rey y eligió su honda de pastor y cinco piedras lisas del torrente. Así armado salió a pelear, una figura esmirriada en contraste con la corpulencia del filisteo.
Goliat lo miró incrédulo:
«Ven hacia mí y daré tu carne a las aves del cielo y a las bestias del campo». (1S 17.44)
En la respuesta de David estaba el secreto de su triunfo:
«Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina; pero yo voy contra ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado». (1S 17.45)
Puso una piedra en su honda y la arrojó a la frente de Goliat. El filisteo cayó a tierra, aturdido, y David le saltó encima, tomó la espada del hombretón y le cortó la cabeza. Aterrorizadas, las tropas filisteas huyeron en desorden, perseguidas por el ejército israelita.
David y Jonatán
Después de la muerte de Goliat, David se instaló en la corte de Saúl y llegó a ser un exitoso oficial de su ejército. Una profunda amistad creció entre David y Jonatán, hijo de Saúl. Confiaban plenamente el uno en el otro y eran profundamente leales entre sí.
Pronto Saúl se puso encarnizadamente celoso de David y de sus proezas militares. Jonatán trató de protegerlo de la ira de su padre y finalmente previno a David de que debía abandonar la corte y ocultarse, o Saúl lo asesinaría.
Desde entonces David vivió en constante fuga, a menudo escapando de Saúl solo en el último momento. Sin embargo, cuando en dos ocasiones lo tuvo en su poder, David se negó a matar a Saúl porque era el rey ungido por Dios.
Saúl y Jonatán murieron trágicamente en lucha contra los filisteos y David los lloró sinceramente. Escribió un lamento elegíaco:
«Saúl y Jonatán, amados y queridos;
inseparables en la vida, tampoco en su
muerte fueron separados;
más ligeros eran que águilas,
más fuertes que leones...
»Angustia tengo por ti, Jonatán, hermano mío,
cuán dulce fuiste conmigo.
Más maravilloso me fue tu amor
que el amor de las mujeres.
»¡Cómo han caído los valientes,
cómo han perecido las armas de guerra!». (2S 1.23-27)
David el rey
Tras una lucha por el poder con otro hijo de Saúl, David se convirtió en rey de todo el territorio de Israel.
Pese a sus fallas, David representaba el modelo de todo lo que debía ser un rey israelita. Se lo describe como un hombre conforme al corazón de Dios. Su reino fue considerado posteriormente como la edad de oro de Israel.
Defectos de David
Una tarde de primavera David contempló desde una ventana de su palacio a una mujer muy bella que estaba bañándose. Era Betsabé, esposa de uno de sus fieles oficiales de ejército, que en ese mismo momento estaba lejos, combatiendo por David. El rey dio órdenes para que le trajeran a Betsabé al palacio. Poco tiempo después, Betsabé le envió recado de que estaba encinta.
David hizo venir a su marido, habló con él de cuestiones militares y luego sugirió que volviera a casa donde su mujer. Urías no tragó el anzuelo. Firmemente rehusó disfrutar de los goces del hogar mientras sus compañeros de armas luchaban en el frente.
Desesperado, David urdió la muerte de Urías. Despachó una nota a su comandante, por mano del propio Urías, ordenándole poner a este en el punto donde más dura fuera la lucha. La orden fue obedecida y Urías murió en combate. Entonces David se casó con Betsabé.
Dios envió al profeta Natán a decirle a David que había violado las leyes de Dios. Natán expuso su punto de vista mediante una parábola.
Había dos hombres en una ciudad, uno rico y el otro pobre. El rico tenía numerosas ovejas y vacas, pero el pobre no tenía más que una sola corderita, que él había comprado y criado, y que había crecido con él y con sus hijos juntamente, comiendo de su bocado, bebiendo de su vaso y durmiendo en su seno igual que una hija. Un día llegó un viajero a visitar al hombre rico, y este no quiso tomar de sus ovejas y de sus vacas para dar de comer al caminante que había venido a visitarlo, sino que tomó la oveja de aquel hombre pobre, y la preparó para quien había llegado de visita (2S 12.1-4).
Al oir la historia, David montó en cólera y declaró que el hombre rico merecía la muerte por su inhumanidad.
Natán dijo entonces a David: «Tú eres ese hombre».
David tuvo la humildad de aceptar la reprimenda, reconocer su culpa y confesar su pecado a Dios. Fue perdonado, pero el hijo de Betsabé murió. Les nació otro hijo, Salomón; cuando David estaba viejo y próximo a morir, eligió a este hijo para que reinara después de él.
Pacto de Dios con David
El gran sueño de David era construir un maravilloso templo dedicado a Dios y apropiado para contener el arca de la alianza. Al principio, el profeta Natán estuvo de acuerdo con sus planes. Pero después trajo el mensaje de Dios de que no sería David quien construyese una casa para Dios. En cambio, Dios construiría «la casa» de David: prometió afianzar su dinastía.
«Tu casa y tu reino permanecerán siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente». (2 S 7.16)
Este es un capítulo importante como base para la secuencia de promesas mesiánicas. El rey venidero, cuyo reino no tendría fin, habría de ser un descendiente de David.
David estaba lleno de alabanza y gratitud a Dios por su promesa de alianza. Y se contentó con preparar materiales para el templo que, a su debido tiempo, construiría su propio hijo Salomón.
1 y 2 Reyes
1 y 2 REYES
1 REYES: PASAJES Y HECHOS CLAVE
Salomón pide sabiduría 3
La construcción y la consagración del templo; la oración de Salomón 5-6, 8
Visita de la reina de Sabá 10
El reino se divide 12
Elías y la vasija de aceite 17
Elías y los profetas de Baal 18
Una voz suave: Dios se aparece a Elías 19
El rey Acab y la viña de Nabot 21
2 REYES: PASAJES Y HECHOS CLAVE
Elías arrebatado al cielo; el carro de fuego 2
Eliseo y sus milagros 2, 4, 6
La curación de Naamán 5
La reina Atalia y Joás, el niño rey 11
Caída de Samaria; Israel capturado por Asiria 17
El rey Ezequías y la amenaza asiria 18
El rey Josías descubre el Libro de la Ley: reformas 22-23
Jerusalén cae en manos de Babilonia 25
Tal como lo indica el título, los dos libros de 1 y 2 Reyes, que eran originalmente uno, cuentan la historia de los reyes de Israel. Registran el apogeo, la decadencia y la caída de la monarquía hebrea. Estos acontecimientos no se presentan como hechos y números áridos sino en historias vívidas y reales de hombres y mujeres.
La voz del autor se manifiesta claramente, emitiendo el veredicto de Dios sobre cada sucesivo gobernante. El comentario reza: «hizo lo recto ante los ojos de Jehová» o lamentablemente y más a menudo: «hizo lo malo ante los ojos de Jehová». A continuación llegaba la prosperidad o la calamidad.
A veces aparecían profetas. Hablaban en nombre de Dios, diciéndole al rey y al pueblo cuál era el veredicto de Dios. Eran particularmente francos en su defensa de los desvalidos y hacían hincapié en la necesidad de justicia y rectitud. A fin de mantener su alianza con Dios, rey y pueblo debían obedecer a Dios y ser bondadosos y compasivos con los compañeros miembros de la alianza. Los profetas estaban preparados para enrostrar directamente al rey, si usurpaba la ley de Dios o corrompía la justicia.
Sabiduría de Salomón
Poco después de ser coronado rey en lugar de su padre David, Salomón se dirigió al santuario de Dios en Gabaón para ofrecer sacrificios. Mientras allí estaba, Dios se le apareció en un sueño y le dijo: «Pide lo que quieras que yo te dé.»
Salomón suplicó:
«Ahora pues, Jehová, Dios mío, tú me has hecho rey a mí, tu siervo, en lugar de David, mi padre. Yo soy joven y no sé cómo entrar ni salir... Concede, pues, a tu siervo un corazón que entienda para juzgar a tu pueblo y discernir entre lo bueno y lo malo…». (1R 3.7-9)
A Dios le complació que Salomón solicitara sabiduría y se la prometió, añadiendo lo que Salomón no había pedido: riqueza y honores.
Salomón se hizo conocido en muchos países por su sabiduría. Se cuenta una historia de dos prostitutas que le pidieron justicia. Ambas habían dado a luz, pero uno de los bebés había muerto y ahora cada una reclamaba al niño vivo como propio. Salomón dio orden de cortar a la criatura en dos y dar una mitad a cada mujer. De inmediato la verdadera madre protestó. Dejaría al niño con la otra mujer, si así salvaba su vida. Salomón descubrió la verdad merced a su sabio dictamen.
EL TEMPLO DE SALOMÓN
El templo de Salomón fue construido según un diseño fenicio. Era notable no por su tamaño sino por su belleza. Los costosos paneles de cedro que guarnecían el edificio de piedra estaban cubiertos de oro. El interior del edificio tenía 27 metros de largo y 9 metros de ancho. Había dos habitaciones principales. La interior —el Lugar santísimo— era un cubo de nueve metros de largo, ancho y alto. Contenía el arca de la alianza, donde estaban las tablas de la ley de Moisés. Dos querubines extendían sus alas en la parte alta. Estas figuras labradas estaban hechas de madera de olivo cubierto con planchas de oro.
En la habitación exterior había un altar cubierto de oro, encima del cual los sacerdotes quemaban incienso. El altar para sacrificios animales estaba en el patio exterior.
Salomón construye el templo
Salomón comenzó a construir el templo a los cuatro años de su reinado. Reanudó la amistad que David había tenido con Hiram, rey de Tiro. Hiram podía proporcionarle artesanos calificados y madera de cedro de las montañas del Líbano. Los troncos de árboles eran enviados aguas abajo por la costa desde Tiro, y luego arrastrados por tierra hasta Jerusalén.
Es probable que el templo fuera edificado enteramente de piedra, recubierta de madera de cedro. En el lugar sagrado no se oyó golpe de martillo u otra herramienta. La piedra era traída ya labrada de la cantera que estaba debajo de la ciudad.
El templo completo no era grande. Seguía estrechamente el modelo del Tabernáculo, con dos cuartos interiores y amplios patios exteriores. Estaba soberbiamente decorado y tomó siete años de trabajo.
En la consagración del templo Salomón reconoció que ningún edificio, por espléndido que fuera, podría servir de morada a Dios todopoderoso:
«Pero ¿es verdad que Dios habitará sobre la tierra? Si los cielos, y los cielos de los cielos, no te pueden contener; ¿cuánto menos esta Casa que yo he edificado?». (1R 8.27)
Los autores nos dicen que al terminar Salomón su oración la gloria del Señor invadió el templo.
El reino de Salomón
El reino de Salomón ostentó enorme prosperidad. No luchó para extender sus fronteras, como David había hecho, pero salvaguardó su imperio mediante el comercio y matrimonios políticamente útiles. Construyó palacios espléndidos para sí y sus mujeres, coronando estas obras con el esplendor del templo. Construyó una flota de barcos mercantes en Ezión–geber en la costa del Mar Rojo en el extremo del golfo de Aqaba. Cerca de ahí estaban sus minas de cobre y las plantas de fundición. También crió y exportó caballos.
Con fines impositivos, Salomón dividió al país en distritos administrativos, cada uno con un gobernador. Usó asimismo trabajo forzado para sus vastos proyectos arquitectónicos.
En Reyes y en Crónicas hay brillantes y suntuosas descripciones de su fabulosa riqueza. La plata no valía nada en un reino donde el oro era tan abundante. Entre las importaciones exóticas de Salomón había pavos reales y monos, oro, plata y marfil.
Su fama cundió, y la reina de Sabá llegó de un largo viaje —quizás desde Yemen— a visitar a este rey cuya fama llegaba a remotas regiones. El autor nos cuenta que venía con intención de someterlo a prueba con preguntas difíciles, si bien su visita pudo también haber sido una misión comercial. Salomón respondió a todas sus preguntas; su riqueza y sabiduría excedieron aun las fantasías de la reina:
«¡Es verdad lo que oí en mi tierra de tus cosas y tu sabiduría! Yo no lo creía hasta que he venido y mis ojos han visto que ni aun se me dijo la mitad: tu sabiduría y tus bienes superan la fama que yo había oído... ¡Y bendito sea Jehová, tu Dios, que te vio con agrado y te ha colocado en el trono de Israel!». (1R 10.6-9)
La reina lo colmó de oro, piedras preciosas y especias; Salomón, a su vez, le hizo pródigos regalos.
Todo en Salomón era desmesurado; lamentablemente para el pueblo común, también lo era la carga de impuestos y la explotación de mano de obra. En consecuencia, al morir Salomón dejó a un pueblo resentido, en el que ardía la llama de la rebelión. Su sabiduría no lo había salvado de cometer algunos errores básicos, tanto en su relación con Dios como con su pueblo. Incluso había comenzado a adorar los dioses que sus esposas extranjeras traían consigo. Los autores comentan:
Y se enojó Jehová contra Salomón, por cuanto su corazón se había apartado de Jehová, Dios de Israel. (1R 11.9)
La división del reino
Tras la muerte de Salomón, una delegación se presentó para pedir a su hijo Roboam un alivio a las cargas del pueblo. Los asesores veteranos de la corte lo exhortaron a acceder a estas peticiones, pero Roboam siguió el consejo de sus cortesanos jóvenes y amenazó con medidas aún más severas:
«Mi padre agravó vuestro yugo, pero yo lo haré más pesado aún; mi padre os castigó con azotes, pero yo os castigaré con escorpiones». (1R 12.14)
Las tribus del sur, que habían sido tratadas menos duramente por Salomón, permanecieron fieles a Roboam. Pero las amenazas del rey fueron demasiado para las tribus del norte, que se separaron y fundaron un reino independiente bajo la égida de Jeroboam, funcionario de la corte de Salomón. El reino del norte mantuvo el nombre Israel; el reino del sur se llamó Judá desde entonces.
A partir de este punto los autores siguen el curso tanto de Israel como de Judá, conservando los relatos en forma más o menos cronológicamente paralela. Israel tenía más territorio y riqueza que Judá, pero era políticamente menos seguro. Judá estaba alejado de las rutas comerciales importantes, y por lo tanto era estratégicamente menos importante para probables invasores, y estaba más a salvo de posibles ataques.
Jeroboam I de Israel
Jeroboam fue caracterizado por los autores como el rey que condujo a Israel al pecado. Lo hizo mediante la construcción de santuarios en dos sitios, Dan en el norte y Bet-el en el sur. Estos altares tenían significación religiosa tanto para Israel como para los cananeos. Jeroboam estaba decidido a impedir que su pueblo se marchara otra vez a Jerusalén, el antiguo centro de monarquía y de culto. Por eso instaló un becerro de oro en cada uno de estos santuarios. Puede ser que su sentido fuera representar a los portadores del trono de Dios, pero pronto se hicieron objetos de culto por sí mismos. Por largo tiempo el becerro había sido un símbolo de fertilidad en el culto cananeo. En opinión de los autores bíblicos, esta profanación del verdadero culto a Dios sembró las semillas de la ruina final de Israel, 200 años más tarde.
Omri y Acab de Israel
Durante los reinados de Omri y de su hijo Acab, Israel se fortaleció. Omri construyó una nueva capital para Israel en Samaria. Acab se casó con la princesa Jezabel, de Sidón, cimentando una alianza con los fenicios. Ella trajo consigo el culto de su pueblo a los baales y trató de imponerlo subrepticiamente en Israel. Los autores comentan sobre Acab:
También hizo Acab una imagen de Asera, para provocar así la ira de Jehová, Dios de Israel, más que todos los reyes de Israel que reinaron antes de él. (1R 16.33)
Un audaz profeta llamado Elías apareció repentinamente en escena. Con valentía intentó convocar otra vez a Israel a la fe de la alianza. (Véase el capítulo 4 para las historias de Elías y su sucesor, Eliseo.)
En reacción al culto de Baal y a las injusticias de los reinados de Omri y de Acab, Jehú, oficial del ejército, llevó a cabo un golpe de estado que resultó triunfante. No obstante, Jehú convirtió su campaña justiciera en un cruel baño de sangre, matando incluso a Ocozías, rey de Judá, que casualmente visitaba a su aliado israelita.
Judá
Judá fue bendecido con más reyes buenos que Israel. El rey Asa, nieto de Roboam, fue un rey bueno y piadoso durante la mayor parte de su vida y también lo fue su hijo Josafat. Pero su hijo Joram concertó un matrimonio con Atalía (hija de Acab y Jezabel), que era tan malvada como su madre.
Cuando su hijo Ocozías fue asesinado por Jehú, Atalía se convirtió en una poderosa reina madre en Judá. Eliminó a todos los herederos del trono apropiándose del poder e imponiendo el culto a Baal en el territorio durante seis años. Sin embargo, sin que Atalía lo supiese, uno de los hijos del rey fue rescatado y escondido por una tía y su marido, que era sacerdote en Jerusalén. Después de seis años de clandestinidad, este joven fue coronado públicamente. El grito de «¡Traición!» de Atalía solo sirvió para atraer a los guardias, quienes le dieron muerte de inmediato.
Israel y Judá
Jeroboam II en Israel coincidió con Azarías en Judá, y ambos disfrutaron de reinos prósperos por más de 40 años. Se aliaron para extender las fronteras de sus tierras hasta casi alcanzar las dimensiones del imperio de Salomón. Sin embargo, el comentario de los autores sobre Azarías es solo parcialmente favorable y de Jeroboam se dice que pecó contra el Señor. Los autores evaluaron a estos reyes menos por sus logros y su prosperidad que por su obediencia o desobediencia a las leyes de la alianza.
Israel
Aunque aparentemente próspera, Israel estaba moralmente empobrecida. Padecía un colapso político y social. El profeta Amós había denunciado los pecados de Israel durante el reinado de Jeroboam II. Acusó a los ricos de llevar una vida de relajo y diversión, explotando a los pobres y menospreciando sus derechos. No había justicia en los tribunales ni religión pura en los santuarios.
Al morir Jeroboam, lo sucedió su hijo Zacarías. Luego de seis meses este fue asesinado y Salum reinó durante un mes antes de ser también asesinado. Lo sucedió Manahem, pero sus diez años de reinado estuvieron marcados por su desobediencia a la ley de Dios. También hizo grandes concesiones a Asiria. Siguieron otros golpes de estado, hasta que finalmente Asiria, fortalecida durante el reinado de Tiglat–pileser III, puso sitio a Samaria. Después de dos años terribles, el pueblo de Israel, desfalleciente de hambre, se rindió. En conformidad con la política Asiria, los israelitas fueron deportados y otros pueblos conquistados fueron traídos para ocupar su tierra. La historia de las diez tribus llegaba a su fin.
LOS ASIRIOS
Durante la mayor parte del período del Antiguo Testamento, los asirios ocupaban la tierra entre los ríos Hidekel y Éufrates, actualmente Irak. Asiria se había convertido en una gran potencia hacia 1100 a.C., pero el imperio asirio se estableció aproximadamente en el 900 a.C.
Tiglat-pileser III —conocido en la Biblia como Pul— expandió las fronteras de su imperio en todas direcciones.
Los asirios eran crueles y despiadados en la guerra. El rey se sentaba en su trono en la puerta de la ciudad mientras hacían desfilar ante él a los hombres principales del pueblo capturado, en jaulas o encadenados. Luego eran torturados, cegados y quemados hasta morir.
Un rey se vanagloriaba de haber erigido una torre humana retorcida de dolor. Entretanto, los escribas contaban las cabezas de los muertos comunes, antes de amontonarlas en una pirámide.
Asurbanipal (669-636) gobernó en Nínive, la capital asiria, e hizo de su palacio un centro de literatura y artes visuales. Tenía una biblioteca de 20.000 «libros» de arcilla. La historia y las tradiciones de Mesopotamia fueron escritas por orden suya.
Se escribía marcando bloques de barro húmedo con un palo en forma de cuña, en escritura cuneiforme (o de cuña; véase el artículo sobre la escritura). Los ladrillos de barro luego eran cocidos al sol hasta que endurecían. Buena parte de lo que sabemos sobre la antigua civilización mesopotámica proviene de esta colección de tablillas de arcilla.
Las tallas o grabados asirios muestran a Asurbanipal en su deporte favorito, la caza. Se lo representa viajando en un coche liviano de dos ruedas, armado con jabalina o arco y flecha. Se vanagloriaba de haber cazado en una expedición 30 elefantes, 360 leones y otras 250 bestias feroces.
Judá
Con la desaparición de Israel, Judá resultaba más vulnerable ante Asiria, imperio que ahora tenía sus fronteras a menos de 30 kilómetros. Acaz, rey de Judá, se había negado a escuchar el sabio consejo de Isaías, profeta de Dios y consejero del rey y de la corte. Acaz fue obligado a pagar un pesado tributo a Asiria, y para congraciarse animó el culto de los dioses asirios. Su hijo Ezequías, en cambio, estuvo dispuesto a escuchar a Isaías y se movió con astucia para obtener la independencia. Fortaleció las murallas de Jerusalén, reorganizó el ejército y construyó un túnel para asegurar el suministro de agua a la ciudad. Más tarde fue obligado a pagar tributo a Asiria, pero evitó un ataque. Así es como los autores describen la tragedia que sufrieron los asirios en su campamento, en las afueras de Jerusalén:
«Aconteció que aquella misma noche salió el ángel de Jehová y mató en el campamento de los asirios a ciento ochenta y cinco mil hombres. A la hora de levantarse por la mañana, todo era cuerpos de muertos. Entonces Senaquerib, rey de Asiria, partió y regresó a Nínive.» (2R 19.35-36)
Al parecer, una peste mortal asoló las filas asirias.
Manasés, hijo de Ezequías, reinó durante 55 años y su gobierno fue un desastre. Volvió a introducir el culto a Baal, hasta en el templo mismo. Fue tarea de su nieto Josías emprender la reforma y purificar el templo. Durante las tareas de reparación, fue descubierto el Libro de la Ley (muy probablemente Deuteronomio). Cuando el rey escuchó su mensaje, quedó consternado. Convocó a los líderes nacionales a renovar las promesas de la alianza en una reunión pública en el templo. Con todo, el mensaje de Dios a Judá era de juicio. A pesar de los intentos de Josías por enderezar las cosas, la desobediencia del pueblo era profunda y general.
Los reyes que siguieron a Josías fueron débiles y necios. Los babilonios, que ahora habían conquistado Asiria, asediaron Jerusalén, robaron sus tesoros y llevaron en cautiverio al rey Joaquín y a los ciudadanos nobles. Un rey títere, Sedequías, fue puesto en el trono en 597 a.C., pero intentó rebelarse. Después de otro sitio de ocho meses, Jerusalén cayó ante Nabucodonosor de Babilonia.
La ciudad fue saqueada, el templo sagrado fue destruido y la mayoría de la gente fue deportada a Babilonia. Solo los verdaderos profetas, que habían advertido del desastre inminente, veían algún atisbo de esperanza más allá de este exilio. (Véase en el capítulo 6 la historia de la nación durante y después del exilio.)
1 y 2 Crónicas
1 y 2 CRÓNICAS
1 CRÓNICAS: PASAJES Y HECHOS CLAVE
Arboles genealógicos: registro histórico desde Adán hasta los primeros reyes 1-9
Muerte del rey Saúl 10
Historia del rey David 11-21
David hace preparativos para la construcción del templo y el culto 22-29
2 CRÓNICAS: PASAJES Y HECHOS CLAVE
Historia del rey Salomón 1-9
División del reino: la historia de Judá 10-21
Atalía y Joás 22-24
Historia del rey Ezequías: Asiria pone sitio a Jerusalén 29-32
Reformas de Josías: hallazgo del Libro de la Ley 34-35
Últimos días y caída de Jerusalén 36
Sería fácil reaccionar al leer Crónicas y decir: «¡Ya lo hemos oído todo!», porque estos libros repiten muchas historias ya relatadas en Samuel y Reyes. 1 Crónicas comienza con listas tribales que establecen los antecedentes de la nación, y luego se concentran en la historia de Judá desde el tiempo de David hasta la caída de Jerusalén. Estos libros completan el material de Samuel y Reyes, y ponen énfasis particularmente en los preparativos para la construcción del templo, su realización y consagración. Se ocupan de los reyes de Judá: la genealogía de David.
Probablemente 1 y 2 Crónicas fueron escritas mucho después que la serie de libros desde Josué hasta Reyes, grupo que se supone fueron escritos o editados por las mismas personas que compilaron Deuteronomio. Como fuese, los libros de Crónicas, tal como aquellos, hacen historia con un propósito.
Muchos piensan que las Crónicas fueron escritas por los judíos del siglo IV, que vivían bajo el imperio persa (véase capítulo 6). Las historias de la nación antes del exilio eran tan remotas para ellos como lo son para nosotros. Los autores, sin embargo, utilizaron las historias de los reyes y sacerdotes de Judá para ilustrar sus temas: la gracia de Dios y su juicio.
Es importante tomar en cuenta lo que los cronistas dejaron fuera del relato, tanto como lo que incluyeron. Los reinados de David y Salomón son destacados como las edades de oro. No hay mención del adulterio de David con Betsabé ni de su participación en la muerte de Urías, como tampoco del culto de Salomón a dioses falsos. Desde el momento en que el reino se divide, hay escasa mención del reino septentrional de Israel. Puede ser que los cronistas lo consideraron demasiado corrupto desde un comienzo. Sin duda les interesaba más seguir la genealogía de David y rastrear la forma en que se llevaba a cabo la promesa divina de un reino sempiterno.
Los cronistas seleccionan y describen vívidamente acontecimientos del pasado, a fin de extraer las lecciones de la historia: cómo se comporta Dios con su pueblo. Cuando muestran desobediencia terca, Dios debe juzgar y castigar; pero después restaura y vemos en acción su misericordiosa bondad. Tales son los principios por los cuales Dios actúa en cada época; su perdón y su bondad en la restauración y la bendición son mucho más grandes de los que su pueblo merece. La preocupación de Dios por los suyos está bien expresada en palabras del rey Asa, que salía a enfrentar al enemigo con esta declaración:
«¡Jehová, para ti no hay diferencia alguna en dar ayuda al poderoso o al que no tiene fuerzas! Ayúdanos, Jehová, Dios nuestro, porque en ti nos apoyamos, y en tu nombre marchamos contra este ejército.» (2Cr 14.11)
Para los cronistas, el pueblo de Dios debiera seguir hoy la senda recorrida por este mismo pueblo de Dios en el pasado.
Aporte:
Castillo Fuerte
en
19:12:00
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