lunes, 7 de octubre de 2013

La Misericordia en los planes de Dios: Ayuda Ministerial

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
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LA PRÁCTICA DE LA Misericordia

MATEO 6:1


  Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.


INTRODUCCIÓN: EL PRINCIPIO GENERAL

Por tanto, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mateo 5:48). Con esta sentencia lapidaria, Jesús acaba de concluir la primera gran sección del Sermón del Monte, dedicada al carácter cristiano (5:1–16) y al verdadero alcance de la ley de Moisés (5:17–48).
Hasta aquí, el discurso del Maestro ha tenido un fuerte contenido ético. Ha demostrado que la justicia enseñada y practicada por los escribas y fariseos, lejos de sostener exigencias morales excesivamente elevadas —como opinaban algunos de sus contemporáneos—, erraba a causa de su superficialidad. Ellos se conformaban con una justicia externa que no llegaba nunca a satisfacer a Dios. De cara a la galería, practicaban una ética severa que exigía un cumplimiento riguroso y aparentemente costoso; pero, en la intimidad de su corazón, eran egocéntricos, soberbios y, en última instancia, profundamente injustos. A pesar de sus alardes de rectitud, no tenían una auténtica hambre de justicia. A pesar de creerse buenos y aceptables delante de Dios, estaban muy lejos del reino de los cielos.
Por lo tanto, si los discípulos aspiran a ser realmente justos y entrar en el reino, tendrán que seguir otro camino diferente del practicado por los escribas y fariseos. Tendrán que ser mejores que ellos (5:20). No basta con que hagan alguna que otra buena obra. En vano intenta el ser humano hacer buenas obras si no es bueno en la intimidad de su fuero interior. Sólo puede dar buenos frutos el árbol sano. Sólo puede agradar a Dios un carácter completamente renovado y santificado (5:3–16). Por lo tanto, sólo puede servir para capacitarnos para el reino de Dios una justicia que llegue a los resortes más íntimos del ser, informando no solamente nuestras acciones externas, sino también nuestros deseos, nuestras aspiraciones y nuestras motivaciones. La ética de Jesús tiene que ver no sólo con actos justos, sino con una manera de ser justa. El reino de Dios no es para los meramente buenos, sino para los perfectos (5:48). Esto respecto al capítulo 5.
Ahora, al llegar a esta nueva sección de su discurso (6:1–18), Jesús sigue hablando explícitamente de la «justicia». El tema del capítulo 6, pues, continúa siendo el mismo que el del 5: es decir, la práctica de vuestra justicia (6:1). Existe una clara continuidad entre las dos secciones (cf. 5:6, 10, 20) que se manifiesta también en el hecho de que Jesús siga contrastando la justicia genuina con las prácticas de los escribas y fariseos, esos «hipócritas» a los que el Maestro está a punto de denunciar (6:2, 5, 16). Además, se ve en que Jesús sigue manteniendo el listón alto: todos somos capaces de hacer obras de caridad o de piedad si pensamos que con ellas recibiremos los aplausos de los demás, pero Cristo exige la misma entrega y dedicación cuando nadie nos ve.
Sin embargo, además de la continuidad, también existe un claro contraste entre los dos capítulos. Para empezar, mientras el capítulo 5 se centra en nuestra necesidad de apartarnos del mal, el 6 nos enseña positivamente a practicar el bien. Además, ahora el énfasis recae no sobre la justicia practicada en las relaciones sociales, sino sobre la vida religiosa, la que solemos entender como la piedad; es decir, sobre prácticas como la caridad, la oración y el ayuno, las cuales eran tenidas por los judíos como las tres columnas sobre las cuales se apoyaba la vida piadosa. Este desplazamiento de nuestra atención desde nuestro prójimo hacia Dios se ve en que Jesús, en el transcurso del capítulo 6, hace referencia a vuestro Padre que está en los cielos (o alguna frase similar) nada menos que doce veces. Claramente, el énfasis del capítulo recae sobre la vida vivida de cara a Dios.
De inmediato conviene señalar que el solo hecho de que Jesús pueda servirse de la misma palabra —justicia— para hablar tanto acerca de las relaciones sociales (5:20–48) como acerca de la práctica de la piedad (6:1–18) indica que, para él, la vida del hombre no puede dividirse en compartimientos, algunos de los cuales deben ser regidos por la piedad (o la justicia) y otros no. La vida es un conjunto indivisible en el cual absolutamente todo debe ser vivido en rectitud ante Dios. Debemos ser justos no sólo en la vida social, sino también en la vida piadosa; no sólo al apartarnos del mal, sino también al abrazar positivamente la voluntad de Dios.


LAS DOS ALTERNATIVAS

En el versículo 1, Jesús enuncia aquel principio general que subyacerá en toda la sección: para que nuestras acciones sean realmente justas, debemos renunciar a toda motivación turbia, a toda clase de ostentación en el ministerio, a todo motivo de jactancia y a toda búsqueda de la aplausos humanos, y debemos entender que Dios desea la verdad en lo más íntimo (Salmo 51:6). En otras palabras, la vida piadosa se puede entender y practicar de dos maneras: una vivida de cara a los hombres; la otra, de cara a Dios. En el primer caso, las prácticas religiosas se convierten en meras obras de teatro realizadas con el fin de conseguir los aplausos de los demás; en el segundo, la motivación es vivir en consecuencia con el evangelio, en integridad y sencillez de corazón, deseando la gloria de Dios y el bien del prójimo, y desterrando toda motivación egocéntrica y todo deseo de reconocimiento humano.
Ahora bien, es muy triste que la vida del discípulo nunca sea motivo de aprobación y admiración para los demás. Si el creyente vive en consecuencia con su profesión de fe, debe ser cierto que sus vecinos vean sus buenas acciones y glorifiquen al Padre que está en los cielos (5:16). Algo anda mal si nuestras vidas no se caracterizan por un nivel de bondad y generosidad muy por encima de lo común y si nuestros prójimos nunca hablan bien de nosotros. Pero otra cosa bien diferente es hacer las cosas con el fin expreso de ganarnos sus aplausos. Nuestras acciones deben merecer la aprobación del vecindario, pero nuestras motivaciones deben ser la integridad, la sencillez, el sincero deseo de ayudar al prójimo y de glorificar a Dios. Una cosa es procurar conseguir que Dios sea alabado; otra es intentar obtener alabanza para nosotros mismos.
El objeto de la denuncia de Cristo no es tanto el solo hecho de recibir palabras de aprobación humana, sino la hipocresía de fingir motivaciones espirituales cuando, en realidad, sólo nos interesa la adulación humana.

  Los hipócritas … ejecutan sus deberes religiosos con el fin de atraer la atención de la gente … Esperan que entonces los espectadores digan: «¡Qué devotos, qué notablemente piadosos son estos escribas y fariseos!» Naturalmente, hay que evitar una demostración pública con tal motivación.

  Los humanos somos una raza de lo más extraña. Oímos hablar de elevados mandatos morales, vislumbramos un poquito de la belleza genuina de la santidad perfecta, y luego prostituimos la visión al pensar en cuánta estima nos tendrían los demás si nos comportáramos así. La exigencia de perfección genuina se pierde en la meta, más baja, de la piedad externa; la meta de complacer al Padre se troca en su prima enana, la de complacer a los hombres. Casi parece que cuanto mayor es la exigencia de santidad, más se acrecienta la oportunidad de ser hipócrita.

Los animales luchan entre sí por establecer su posición jerárquica dentro de la manada. Los hombres carnales se pisotean los unos a los otros en su afán de subir peldaños sociales y ganar poder e influencia. Los hombres religiosos suelen ser mucho más sutiles. Utilizan los bienes espirituales para hacer avanzar su propia reputación. Intentan deslumbrar a los demás con su espiritualidad, su bondad y hasta con su humildad, y así ser tenidos por líderes destacados de la comunidad. Esconden su afán de protagonismo tras una máscara de abnegación y afabilidad. Sus buenas obras son el medio por el cual ganan puntos en las rivalidades eclesiásticas.
La clase de hipocresía que Cristo denuncia en los fariseos y escribas —la de tocar la trompeta antes de dar limosna, por ejemplo— nos indigna. Sin embargo, se trata de un fenómeno universal y muy sutil. ¿Quién de nosotros conoce suficientemente su propio corazón como para poder asegurar que sus motivaciones siempre son puras? En estas cuestiones es muy fácil cegarnos y engañarnos a nosotros mismos. Tanto en la práctica de la piedad como en el ejercicio de dones espirituales, podemos creernos libres de carnalidad y, sólo después, caer en la cuenta de que hemos actuado abrigando aspiraciones egocéntricas. Podemos empezar bien, con auténticos deseos de glorificar a Dios o con una sincera preocupación por nuestro prójimo, y luego acabar mal por haber dado entrada en nuestro ministerio a móviles interesados.
Recuerdo que, después de varios años en el pastoreo de una iglesia de Barcelona, durante los cuales intenté ser fiel siempre a la Palabra y a la dirección de Dios en mi predicación, empecé a ser consciente de que algo andaba mal en mí. Descubrí que, si después de un sermón mío no venían los hermanos a darme las gracias y a expresar el bien que habían recibido a través de él, me sentía deprimido. Después de examinarme delante del Señor, tuve que reconocer que, a pesar de mi intención inicial de utilizar el púlpito siempre para la gloria de Dios, se había infiltrado en mí otro deseo no tan loable: el de utilizarlo para la gloria de mi propia reputación.
Por lo tanto, antes de señalar con el dedo a los fariseos y escribas, haremos bien en reconocer nuestra propia debilidad. Seguramente, no haremos sonar trompetas cuando hagamos actos de caridad. Somos mucho más sofisticados en nuestra hipocresía. Hay mil maneras más sutiles en las que podemos hacer rentables para nuestro propio prestigio aquellos actos que, supuestamente, proceden, con toda sencillez, de nuestra devoción al Señor y de nuestro amor al prójimo. Cualquier ministerio cristiano se presta a ser plataforma de nuestros intereses humanos. Siempre existe la tentación de utilizar nuestra piedad para «barrer para dentro» y de convertir en medios de protagonismo humano los dones y servicios que Dios nos ha encomendado.
Precisamente porque el peligro es real y sutil, el Señor empieza esta sección con el imperativo: ¡Cuidad! Es decir, guardaos, estad en guardia, vigilad, tened mucho cuidado, ¡ojo! En el momento menos esperado, el maligno puede insinuar en nuestra piedad móviles impíos. Es prescriptivo, pues, un periódico auto-examen para asegurarnos de que seguimos sirviendo al Señor con corazón limpio. Un buen chequeo que podemos hacernos es el de considerar si actuamos de la misma manera cuando nadie nos ve que cuando sabemos que otros nos miran. ¿Oramos tanto o más en privado que en público? ¿Damos limosnas cuando nadie nos ve o sólo cuando vamos acompañados? ¿Es tan intensa nuestra práctica religiosa cuando estamos lejos de nuestro lugar habitual de residencia como cuando estamos en casa, sujetos a las presiones de nuestros familiares o amigos creyentes? En una palabra, ¿vivimos y actuamos para ser vistos por los hombres o porque sabemos que Dios nos mira?
Las dos maneras de practicar la piedad conducen a dos premios diferentes. Aquel que practica la piedad sólo para ganar los aplausos de los demás quizás consiga el premio de la adulación humana —la recompensa del honor, la admiración y la alabanza—; pero no debe pensar que recibirá la aprobación de Dios, ni siquiera cuando sus actos sean de carácter religioso, porque, en el fondo, jamás quiso glorificar a Dios. Su piedad nunca fue auténtica, sino una especie de teatro religioso.
En cambio, aquel que no actúa de cara a la galería, sino en la integridad y sencillez de su corazón, quizás no reciba nunca los aplausos de sus contemporáneos, pero disfrutará de una amplia recompensa de parte de su Padre celestial.

En los versículos 2 a 18 de este capítulo, Jesús procede del principio general del versículo 1 a unos ejemplos específicos: las limosnas, la oración y el ayuno. Como ya hemos dicho, todos ellos eran tenidos por muy importantes tanto en el judaismo como en la iglesia cristiana primitiva. Para reforzar la unidad de esta sección, el Señor emplea una misma estructura literaria en los tres casos.
De hecho, la estructura de todo el Sermón del Monte depende de la frecuente repetición de las mismas fórmulas. Ya hemos visto que cada una de las bienaventuranzas del 5:3–12 se ajusta a un mismo patrón, como también las seis antítesis del 5:21–48 (habéis oído que se dijo … pero yo os digo). Ahora, en su enseñanza en torno a las tres obras de piedad, Cristo emplea un claro paralelismo de lenguaje. Esto se ve en los siguientes puntos:

          —      Cada ejemplo empieza con una frase similar: cuando des limosna …, cuando oréis …, cuando ayunéis …

          —      A continuación vienen instrucciones en cuanto a lo que no hay que hacer, ilustradas siempre por medio de la ostentosa pseudo-piedad practicada por los «hipócritas».

          —      En cada caso, los hipócritas son acusados de realizar su justicia para ser vistos (o alabados) por los hombres.

          —      Y en cada caso se dicta la misma sentencia irónica: ya han recibido su recompensa completa (vs. 2, 5, 16). La recompensa en cuestión consiste en la efímera adulación de los espectadores. En cambio, los hipócritas no deben esperar recibir recompensa de parte de Dios, pues él no premiará la hipocresía.

          —      Sigue una frase similar que introduce las instrucciones positivas acerca de lo que los discípulos deben hacer: pero tú, cuando des limosna … pero tú, cuando ores … pero tú, cuando ayunes.

          —      Las instrucciones positivas, en cada caso, versan sobre la auténtica piedad y sobre el carácter secreto de su práctica.

          —      Y cada ejemplo acaba con la misma promesa: tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (vs. 4, 6 y 18). En contraste con los aplausos de una multitud voluble y olvidadiza, ésta sí es una recompensa sólida y duradera.

Se trata, pues, de una sección tan rigurosamente estructurada como las bienaventuranzas o las enseñanzas éticas del 5:21–48. La única parte que no se ajusta a esta estructura es la digresión o ampliación del tema de la oración que ocupa los versículos 7 a 15.

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