lunes, 16 de mayo de 2016

En la ley de Jehová está su delicia y en su ley medita de día y de noche...Ustedes que pretenden ser justificados en la ley, ¡han quedado desligados de Cristo y de la gracia han caído!

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




Abraham y el Cristianismo

Las raíces judías del cristianismo

 Al leer el Nuevo Testamento resulta claro que uno de los asuntos que la iglesia tuvo que enfrentar fue el de su relación con Israel y con las eternas promesas hechas a Abraham y sus descendientes.

Según el testimonio de los evangelios, incluso durante su vida hubo quien asoció a Jesús con Elías, con Juan el Bautista o con uno de los profetas (Mt 16:14; Mc 6:15; 8:28; Lc 8:9, 19).

En sus enseñanzas, Jesús se refirió repetida y constantemente a los textos sagrados de Israel. Lo mismo fue cierto de sus primeros seguidores y de todos los escritores del Nuevo Testamento. Incluso Pablo—el «apóstol a los gentiles», que por lo general comenzaba su misión hablando en la sinagoga de cada ciudad a la que llegaba—en su predicación constantemente citaba la Biblia hebrea; aunque es cierto que siguió la traducción griega que ya existía y, según Hechos, su predicación fue sobre «la esperanza de Israel» (Hch 28:20).

 Según los evangelios, algunos de los líderes religiosos de Israel creyeron ver en Jesús un peligro para su nación y su religión. Para prevenir esto, lo entregaron a las autoridades romanas para que fuera crucificado.

Cuando los discípulos de Jesús comenzaron a predicar—después de los acontecimientos de Semana Santa y Pentecostés—tuvieron que enfrentarse a la oposición de muchos miembros del concilio judío, quienes les ordenaron abandonar esas actividades y los castigaron cuando se negaron a obedecer.

 Conforme el cristianismo se fue extendiendo por el mundo gentil, muchos de sus primeros conversos fueron judíos, además de otras personas a quienes los judíos llamaron «temerosos de Dios» (quienes creían en el Dios de Israel y que seguían la mayoría de las enseñanzas morales de las escrituras hebreas, pero que todavía no estaban listos para aceptar la circuncisión, ni seguir todas las leyes rituales y las dietas de los judíos).

Tradicionalmente, cuando esos temerosos de Dios decidían hacerse judíos, solamente se les aceptaba como miembros del pueblo de Israel a través de una serie de actos que incluían un rito bautismal. Una vez realizado, se les consideraba «prosélitos». Sin embargo, a estas personas temerosas de Dios la predicación cristiana les ofreció una nueva opción. Ahora podían unirse a la iglesia a través de un proceso que también culminaba en un rito bautismal, pero dentro de esa comunidad podían adorar al Dios de Israel sin tener que someterse a las prácticas rituales judías que antes se habían interpuesto en su camino.

A tal grado tantos judíos aceptaron la predicación cristiana—a Jesús como el Mesías prometido—que, por varias décadas, una buena parte de los miembros de la iglesia fue de origen judío.

 Algunos vieron al cristianismo como una nueva forma del judaísmo que parecía hacer más accesible la vida religiosa en medio de una sociedad donde los judíos ortodoxos temían mancharse por su contacto con los inmundos gentiles.

Desde esta perspectiva, el cristianismo parecía ser una forma menos estricta del judaísmo. Sin embargo, esta era la continuación de una tendencia que ya había aparecido bastante tiempo antes entre el pueblo judío. Incluso antes del advenimiento del cristianismo hubo judíos que estaban buscando maneras de construir puentes entre su tradición hebrea y la sociedad y cultura helenistas. Para esos judíos, y no solo para los temerosos de Dios, el cristianismo parecía ser una atractiva alternativa.

Debido a esto surgió un espíritu de competencia y sospecha entre los cristianos y los judíos. Una competencia que por lo general se centró en la cuestión de quién interpretaba las Escrituras correctamente.

Los cristianos reclamaron para sí la Biblia hebrea y acusaron al judaísmo de interpretar mal sus propias Escrituras. Insistieron en que había profecías en la Biblia hebrea que apuntaban a Jesús.

Incluso, entre los cristianos pronto comenzaron a circular listas de «testimonios»: pasajes de los profetas y de los otros libros sagrados de los judíos que, según los polemistas cristianos, predecían la llegada de Jesús y muchos de los acontecimientos de su vida.

En el fragor de la competencia y la controversia, los cristianos comenzaron a culpar a los judíos en general por la muerte de Jesús, y no, como en realidad fue el caso, únicamente a la cúpula religiosa de Jerusalén. Culpar a los judíos por la muerte de Jesús tuvo el doble papel de ser un instrumento útil para los cristianos en su polémica contra los judíos y, al mismo tiempo, les permitió dejar a un lado el hecho de que Jesús había sido ejecutado como un criminal subversivo por el poderoso imperio romano.

 Durante esa polémica y competencia, el judaísmo también se hizo más rígido en su oposición al cristianismo, particularmente después de la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C., que los dejó sin templo e identidad territorial. Hasta ese entonces, el judaísmo había sido la religión de un pueblo que tenía una tierra y un antiguo centro de culto. Así pues, se vio en la necesidad de definirse a sí mismo de una manera que no incluyera el templo ni la tierra, además de competir por un lugar dentro de la multitud de religiones que circulaban en el mundo grecorromano.

En esa competencia, su rival más serio fue el cristianismo, precisamente porque éste tenía raíces judías y reclamaba para sí buena parte de la tradición religiosa de Israel. El resultado fue un nuevo despertar del judaísmo cuyo centro fue Jamnia (hoy Yavneh, en Israel), donde algunos eruditos judíos se dedicaron al estudio y también a polemizar contra los cristianos.

En el año 90 d.C., los rabinos reunidos en Jamnia hicieron una lista de libros oficiales (el canon) de las Escrituras hebreas. Todavía se debate si lo hecho en Jamnia fue sencillamente una confirmación de aquello que los judíos habían creído por largo tiempo, o hasta dónde solamente fue una reacción en contra del cristianismo y su propaganda.

En todo caso, el canon de Jamnia excluyó muchos de los libros más recientes que, por varias razones, también fueron algunos de los más citados entre los cristianos.

 Hoy se nos hace difícil entender los debates y controversias que todo esto provocó. Por largos siglos el cristianismo y el judaísmo han sido religiones con una identidad bastante clara, a pesar de que hayan existido diferentes escuelas, tendencias y grupos dentro de cada una de ellas. Durante buena parte de ese tiempo los cristianos ejercieron el poder político y social, y frecuentemente lo utilizaron para suprimir al judaísmo, para abusar a sus seguidores, y hasta para perseguirlos y matarlos. Sin embargo, la situación fue muy diferente durante los primeros siglos de la era cristiana, porque tanto el cristianismo como el judaísmo estaban tomando forma: el cristianismo por ser una nueva expresión religiosa, y el judaísmo porque estaba aprendiendo a vivir bajo nuevas circunstancias (ya sin tierra y sin templo). Así pues, ni el judaísmo ni el cristianismo eran exactamente lo que son hoy. Y por largo tiempo hubo duda sobre cual sería el resultado final de esa competencia.

 La Biblia hebrea
 Al igual que Jesús, los primeros cristianos fueron judíos, y no creyeron ser parte de una nueva religión.

Estuvieron convencidos de que las buenas nuevas—el evangelio—eran que en Jesús y su resurrección se habían cumplido las antiguas promesas hechas a Israel. En otras palabras, que con ello se cumplía «la esperanza de Israel».

Tal como el libro de los Hechos cuenta la historia, al principio los cristianos ni siquiera pensaron que el evangelio fuera un mensaje de esperanza para toda la humanidad. Solamente después de pasar por algunas experiencias extraordinarias fue que decidieron que esas buenas nuevas también eran para los gentiles.

A pesar de esto, basta con leer las epístolas de Pablo para darse cuenta de que las buenas nuevas para los gentiles consistían en que por la fe ellos también eran invitados a convertirse en hijos y herederos de Abraham. Tal como lo diría Karl Barth en el siglo veinte: que los gentiles podían convertirse en «judíos honorarios».

Como judíos—sin importar que lo fueran por descendencia biológica o por adopción mediante la fe—los cristianos tuvieron una Biblia, la Biblia hebrea.

Esta Biblia fue la que leyeron al reunirse para adorar a Dios, para tratar de discernir su voluntad y el significado de los acontecimientos de que habían sido testigos: la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret.

En el libro de los Hechos tenemos varios ejemplos sobre cómo Pablo—y otros cristianos—utilizó las Escrituras hebreas para decir a los otros judíos en las sinagogas que Jesús era el cumplimiento de las promesas hechas a Abraham, y para invitarlos a creer en él.

Así pues, la primera Biblia cristiana fue la Biblia judía. Fue la que usaron para enseñar, la que usaron en las controversias y la que usaron en el culto. Al parecer, ni siquiera soñaron con añadirle otros libros a las Escrituras hebreas.

 Sin embargo, conforme la primera generación de testigos fue desapareciendo, los cristianos sintieron la necesidad de tener algún medio de instrucción que preservara las enseñanzas de aquellos primeros testigos.

Ya no bastaba con leer los libros de los profetas o la ley de Moisés en la iglesia, también se hacía necesario leer materiales que trataran más directamente sobre Jesús y los deberes y creencias cristianas.

De cierta manera las cartas de Pablo trataron de llenar esa necesidad. Dado que no podía estar presente en todas las iglesias que había fundado, entonces les escribió.

Sus cartas—con la excepción de su nota personal a Filemón—fueron escritas para que se leyeran en voz alta a toda la congregación.

Esas cartas fueron para instrucción, admonición, reto, inspiración, algunas veces para recolectar dinero y fueron dirigidas a iglesias específicas con necesidades específicas.

Aunque no conocía a la mayoría de los miembros, Pablo incluso se atrevió a escribir una larga carta a los cristianos en Roma. Al parecer lo hizo preparando el camino para la visita que tenía planeada a esa ciudad, pero el poder y discernimiento de esa carta fue tal que se siguió leyendo en la iglesia mucho tiempo después de la muerte de Pablo.

De hecho, el impacto de las cartas de Pablo provocó que muchas iglesias las copiaran y las compartieran entre sí, e incluso que las leyeran en los cultos y las usaran paralelamente a la Biblia hebrea como materiales de instrucción. Casi al final del siglo primero, cuando estuvo exiliado en Patmos, Juan «el teólogo» escribió un libro—Apocalipsis—dirigido a iglesias en la provincia romana de Asia. Pero muy pronto comenzó a circular entre otras iglesias de la región, y con el tiempo fue copiado, vuelto a copiar y leído en todas las iglesias.

 Pablo y Juan de Patmos escribieron para ocasiones específicas y, por lo tanto, no escribieron sobre toda la vida y enseñanzas de Jesús. Ellos todavía estaban vivos cuando algunas personas comenzaron a sentir la necesidad de documentos que se pudieran leer en la iglesia. Necesitaban documentos que presentaran toda la vida de Jesús y sus enseñanzas, y que se concretaron en lo que ahora llamamos evangelios. La mayoría de los eruditos están de acuerdo en que el primero fue el de Marcos, al que poco después le siguieron Mateo y Lucas, y al final el evangelio de Juan.

 Cuando estos libros se comenzaron a leer en la iglesia, los cristianos no debatieron si eran «Palabra de Dios» o no, o si eran inspirados. Al principio, parece que ni siquiera consideraron el asunto de su relativa autoridad en comparación con los libros de la Biblia hebrea.

 Simplemente los consideraron valiosos para su culto, en especial para esa parte del culto que principalmente consistía en la lectura y exposición de las Escrituras. Más o menos como a la mitad del segundo siglo, el escritor cristiano Justino Mártir dijo que los creyentes se reunían «en el día que comúnmente es llamado del sol», y que leían «según el tiempo lo permite, las memorias de los apóstoles o los escritos de los profetas».

Así pues, y al parecer sin mucho debate, fue en el contexto del culto que las «memorias de los apóstoles»—o tal vez los evangelios, o los evangelios junto con algunas de las epístolas—comenzaron a igualarse en autoridad con los profetas.

El reto de Marción
 Más o menos por la misma época en que Justino escribió las palabras ya citadas, se suscitó una controversia sobre la autoridad y valor de las Escrituras hebreas. En parte, esa controversia se debió a que algunos cristianos intentaron rechazar todo lo que fuese de origen judío.

Algunos creyentes cristianos se opusieron de tal forma al judaísmo que llegaron al extremo de intentar romper toda conexión entre su fe y la religión de Israel.

Por ejemplo, aunque fue una secta muy poco conocida, los ofitas (seguidores de la serpiente), decían que el verdadero héroe en el huerto del Edén había sido la serpiente porque intentó liberar a los humanos del poder tiránico del Dios de los judíos.

Los caininitas, tuvieron opiniones semejantes, aunque para ellos Caín fue el gran héroe. No está completamente claro hasta qué punto esas sectas hicieron uso de algunas de las doctrinas cristianas. En todo caso, Marción fue el más famoso y el más influyente de entre los cristianos que intentaron desconectarse de todo lo que se relacionara con la fe de Israel.

 Marción nació en la ciudad de Sinope, en el Mar Negro, y fue hijo del obispo cristiano de esa ciudad. Aunque se sabe poco de su juventud, a mediados del siglo segundo lo encontramos en Roma donde sus enseñanzas empezaron a causar gran revuelo.

Con el tiempo, sus seguidores se apartaron de la iglesia y fue así que surgió la iglesia marcionita con sus propios obispos y estructuras. La existencia de ese cuerpo eclesiástico rival fue la razón por la cual Marción fue tan influyente, y la razón por la que algunos de los líderes intelectuales de la iglesia (que escribieron tratados polémicos contra los judíos) también escribieron tratados contra Marción.

 Según Marción, no solamente había un contraste bastante marcado, sino hasta oposición entre el Dios de la Biblia hebrea y el Padre de Jesús.

Ni siquiera eran dos conceptos diferentes sobre Dios, ¡en realidad eran dos dioses diferentes! Según Marción, el Jehová de la Biblia hebrea era un dios inferior, un dios que—ya fuera por ignorancia o por maldad—había creado este mundo y ahora lo gobernaba.

Este era un dios vengativo que insistía en la justicia y en el castigo por la desobediencia, y cuya veleidad se manifestaba en el hecho de que había escogido arbitrariamente a los judíos como su pueblo privilegiado.

En contraste, según Marción, el Padre de Jesucristo—y el Dios de la fe cristiana—se encontraba muy por encima del pequeño dios de Israel, y muy por encima de cualquier preocupación por lo material o el mundo físico.

Este Dios altísimo perdonaba al pecador en lugar de demandar que se le pagara hasta lo más mínimo que se le debía. Éste no era el dios de la ley y la justicia, sino el Padre de amor y gracia, y el que había enviado a Jesús a este mundo de Jehová para salvar lo que se había perdido, es decir, a los espíritus humanos que Jehová había aprisionado en este mundo material que había creado.

 Según Marción, muy pronto la mayoría de los cristianos se olvidaron de ese mensaje, y solamente Pablo, el apóstol de la gracia, conservó el mensaje de amor y perdón del Dios altísimo.

A pesar de ello, Marción decía que hasta los mismos escritos de Pablo habían sido secuestrados por personas que no habían entendido ese mensaje, ni veían el contraste entre Jehová y el Padre. Así que corrompieron las epístolas de Pablo e introdujeron en ellas todo tipo de referencias a la Biblia hebrea y al Dios de Abraham y Jacob.

 Por eso, a diferencia del resto de la iglesia, Marción rechazó las ancestrales Escrituras de los judíos, no porque fueran falsas en el sentido de que faltaran a la verdad, sino porque eran la verdadera revelación ¡pero de un dios inferior!

Fue por eso que se sintió obligado a proponer una nueva Biblia cristiana, una que no incluyera los libros de los judíos o alguna referencia a esos libros por muy positiva que fuera. En realidad ese fue el primer canon del Nuevo Testamento, que incluyó diez epístolas de Pablo y el evangelio de Lucas.

Y es que, según Marción, este último fue uno de los verdaderos intérpretes del mensaje cristiano por haber sido acompañante de Pablo. Sin embargo, ¿qué hacer con las referencias a las Escrituras hebreas que contenían el evangelio de Lucas y las epístolas de Pablo?

Marción dijo que habían sido introducidas en el texto original por «judaizantes». Por lo tanto, los escritos de Lucas y Pablo tenían que ser limpiados de cualquier referencia a la Biblia hebrea o al Dios de los judíos. El resto de la iglesia se escandalizó con esas enseñanzas.

 Aunque es cierto que había conflictos y competencia entre judíos y cristianos, éstos últimos siempre habían reconocido sus raíces judías. La discusión con el judaísmo era sobre el asunto de si Jesús era el Mesías o no, pero nunca si el Dios de Abraham era el verdadero y Dios altísimo, o si ese Dios había creado todas las cosas.

Los textos de las Escrituras hebreas, que hasta ese entonces los cristianos habían empleado para probar a los judíos que Jesús era el Mesías, ahora habían empezado a tener un uso diferente. Es decir, se emplearon para probar que los libros donde aparecían esas declaraciones proféticas en verdad eran la Palabra del mismo Dios que había hablado en Jesús.

Por ejemplo, aunque por mucho tiempo los cristianos habían afirmado que el pasaje de Isaías 53 predecía que el Mesías sufriría (y contra el judaísmo lo habían usado para probar que Jesús era el Mesías), ahora lo usaron para refutar a Marción y probar que lo dicho por Isaías en verdad era Palabra de Dios
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