domingo, 10 de mayo de 2015

Tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina. Que Los ancianos [de la Iglesia] deben ser sobrios, dignos, prudentes, sanos en la fe, en amor, en perseverancia.

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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LOS CREYENTES VETERANOS: TITO 2:1–2

  Pero en cuanto a ti, enseña lo que está de acuerdo con la sana doctrina. Los ancianos deben ser sobrios, dignos, prudentes, sanos en la fe, en amor, en perseverancia.

Las ideas que suscribimos con nuestra mente influyen poderosamente en nuestro comportamiento y nuestro estilo de vida. La doctrina y la ética suelen ir cogidas de la mano.

Por supuesto, es posible profesar fe en ciertas creencias y luego comportarnos de tal manera que nuestra vivencia pone en entredicho la fe que profesamos. Pero, en general, nuestro estilo de vida es un reflejo de lo que auténticamente creemos, y las doctrinas que abrazamos determinan en gran medida nuestras actitudes y acciones ante la vida.

No debe extrañarnos, por tanto, que las epístolas del Nuevo Testamento combinen a menudo enseñanzas doctrinales con exhortaciones éticas. Para los apóstoles, ambas cosas eran inseparables.

Tal es el caso del escrito que servirá de base para las reflexiones de este libro: los capítulos 2 y 3 de la Epístola a Tito. En ellos, el apóstol Pablo irá alternando textos de notable contenido ético (2:2–10; 3:1–3) con otros de profunda enseñanza doctrinal (2:11–14; 3:4–7). Lo hace porque tiene la convicción de que los cristianos sólo aprenderán a vivir correctamente si antes se les ha enseñado a pensar correctamente. Una adecuada comprensión de los propósitos de Dios revelados en el evangelio es el fundamento para una vida moralmente sana.

En el capítulo 1, el apóstol ha denunciado el serio daño que ciertos maestros judaizantes estaban causando en las iglesias de Creta, desviando la atención de los fieles hacia asuntos necios que no contribuían para nada a su verdadera edificación moral y espiritual. Para combatir esta influencia nociva, el apóstol ha propuesto un ataque en dos frentes. Ve la necesidad, por un lado, de reprender duramente a aquellos creyentes que se dejan influir por esas enseñanzas (vs. 13–14); y, por otro, de taparles la boca a los falsos maestros (vs. 10–11). Para llevar a cabo esta estrategia doble, entiende la importancia de nombrar en cada congregación a un buen equipo de ancianos (v. 5), hombres de Dios fieles y maduros que pueden servir como pastores proporcionando sana comida al rebaño y protegiéndolo de los estragos causados por los judaizantes.

Por lo tanto, una de las notas dominantes del capítulo 1 ha recaído sobre el contraste entre la enseñanza enfermiza de los falsos maestros (vs. 10–11, 15–16) y lo que Pablo denomina la sana doctrina (v. 9), aquella doctrina saludable que procede de la revelación divina y que sirve para la curación de los males morales y espirituales de la congregación. Sólo la sana doctrina debe ser enseñada por los líderes de la iglesia.

Ahora, en el capítulo 2, dejamos atrás el tema de los pastores a fin de concentrar nuestra atención en diferentes grupos sociales dentro de la iglesia —cinco en total— y en los deberes morales de cada uno de ellos (vs. 2–10). En cada caso, Pablo enseña la ética que debe caracterizar al grupo en cuestión. La implicación es que el evangelio, cuando es fielmente enseñado, debe producir cierto estilo de vida en los que lo abrazan. Quien nace de nuevo, como consecuencia de haberse arrepentido de sus pecados y de haber creído el evangelio, no puede vivir igual que antes.

Esta idea, fundamental en la enseñanza de esta epístola, será ampliamente expuesta en los capítulos 2 y 3, pero ya estaba implícita en el capítulo 1, en el contraste entre los falsos maestros y los ancianos fieles: los falsos maestros ni comen ni dejan comer; ni son santos ellos mismos, ni cultivan la santidad en sus seguidores; son inútiles para cualquier obra buena (v. 16). Tito y los ancianos, en cambio, por medio de su ejemplo y su predicación fiel (1:9; 2:7), deben inculcar en los miembros de la congregación aquellas buenas obras que son apropiadas para su situación social y que hacen honor al evangelio que profesan (2:10).

LA EXHORTACIÓN A TITO (v. 1)

El contenido de esta nueva sección, por lo tanto, versa sobre las distintas exhortaciones que Tito debe dirigir a las congregaciones. Sin embargo, Pablo empieza con una exhortación al propio Tito: Pero en cuanto a ti, enseña lo que está de acuerdo con la sana doctrina. Es una de aquellas frases de exhortación personal que —como ya dijimos en nuestra introducción a la Epístola— se encuentran esparcidas a lo largo del texto. Y, como también hemos indicado, no queda claro si estas exhortaciones son la culminación de lo que el apóstol acaba de decir o si constituyen la introducción a lo que está a punto de exponer.

En este caso (2:1), la exhortación podría mirar atrás, al capítulo 1, en cuyo caso la fiel predicación de Tito es contemplada como el antídoto de las enseñanzas enfermizas de los falsos maestros. Esta interpretación viene reforzada por el carácter enfático del pero en cuanto a ti que abre la exhortación: los falsos maestros enseñan necedades que no convienen a los oyentes (1:11) y que no les conducen a buenas obras; pero tú, por tu parte, Tito, debes predicar las verdades de Dios que pueden hacer que sean sanos en la fe (1:13).

Con mucha facilidad, los predicadores podemos dejarnos arrastrar por temas y debates que están de moda, descuidando así nuestra responsabilidad de alimentar al rebaño del Señor con la comida que él ha prescrito. En el caso de Tito, puede que sufriera la tentación de utilizar el púlpito para debatir los argumentos necios de los judaizantes y dar su opinión sobre las genealogías y mitos que tenían fascinados a muchos de sus oyentes. Pero si lo hubiera hecho, habría sido a expensas de malgastar oportunidades para conducirlos hacia la madurez y la santidad, porque éstas sólo son el fruto de la proclamación de la doctrina sanadora de Dios. Igualmente, el predicador de hoy, si quiere ser fiel al Señor, tendrá que negarse a ser distraído por polémicas o cuestiones que quizás apasionen a la congregación, pero que no contribuyen nada a su verdadera edificación.

Pero, por otro lado, la exhortación también podría mirar hacia adelante, al contenido ético del capítulo 2. Aquella enseñanza que está de acuerdo con la sana doctrina se centra en la clase de comportamiento que el apóstol exige a continuación. Es decir, después de la acción negativa de reprender duramente a la congregación por prestar atención a lo que no conviene (1:13), Tito debe dedicarse a la acción positiva de enseñar aquello que concuerda con la sana doctrina.

Un pequeño detalle que apoya esta segunda interpretación es que ahora Pablo no dice que Tito debe predicar la sana doctrina, sino aquello que está de acuerdo con ella. Aunque quizás sea buscarle tres pies al gato, parece que el énfasis de Pablo ya no recae tanto sobre la doctrina sanadora del evangelio en sí, como sobre la enseñanza ética que está en consonancia con el evangelio. O sea, además de nombrar ancianos para que enseñen las grandes verdades de la revelación divina, Tito debe mandar a las congregaciones que practiquen una manera de vivir que honre al Señor. Las necedades de los falsos maestros conducen a una mala ética; el evangelio verá recortado su efecto si no conduce a una buena ética.

En realidad, no es cuestión de escoger entre estas dos interpretaciones, porque las exhortaciones a Tito sirven como mortero para unir las diferentes secciones de la Epístola. Más bien, debemos tomar en consideración las dos: Pablo mira atrás para decir que la enseñanza de Tito debe distinguirse de la de los judaizantes; y mira adelante para decir que debe inculcar los frutos de una vida santa.

Tito —dice el apóstol— debe enseñar, o más exactamente hablar, estas cosas. Este verbo es muy amplio en su significado y cubre cualquier clase de comunicación verbal. Incluye la predicación y la docencia formal, pero también todo tipo de debate y conversación. No debe haber asomo de contradicción entre las declaraciones públicas y privadas del siervo de Cristo. Toda palabra suya debe ser la expresión de una fe consecuente. Debe ser como Apolos, quien, siendo ferviente de espíritu, hablaba y enseñaba con exactitud las cosas referentes a Jesús (Hechos 18:25).

Calvino sugiere que esta tarea de Tito no es sólo una respuesta puntual a la enseñanza de los falsos maestros, sino un aspecto esencial de todo ministerio pastoral. No basta con que proclamemos el evangelio; también hemos de enseñar aquella vivencia que debe acompañarlo. De hecho, algo de esto ya lo hemos visto en el 1:9: la enseñanza de la iglesia siempre debe ser sanadora; o sea, debe efectuar cambios morales y espirituales en los oyentes y conducirles a una vivencia santa.

Así pues, la enseñanza ética que Tito tiene que «hablar» debe estar de acuerdo con la sana doctrina, es decir, con la revelación de Dios en el evangelio. Además de proclamar la sana doctrina del evangelio en sí, debe enseñar aquel comportamiento ético que le corresponde a ésta. Lo primero corrige la mente; lo segundo, la vivencia. No basta con ser ortodoxos en nuestra doctrina; también debemos ser sanos en nuestra vivencia. Los que siguen doctrinas erróneas son corrompidos en su mente y conciencia y, como consecuencia, en toda su manera de vivir (1:15). En cambio, la sana doctrina debe extenderse a todas las áreas de nuestro ser y producir vidas puras y santas.

Pero no debemos pensar que las vidas de nuestros oyentes serán transformadas en santas y sanas por la sola proclamación del evangelio. Si fuera así, Pablo no habría tenido que exhortar a Tito ni que enseñarle a exhortar a los demás:

  Algunos creen y enseñan que el hecho de hacer hincapié en la «sana doctrina» automáticamente dará como resultado un modo piadoso de vida. Si esto fuera cierto, Pablo no hubiera empleado la mayor parte de su carta explicando qué debe acompañar a la sana doctrina: cuál debe ser ese nuevo modo de vida.

LOS HOMBRES MADUROS (v. 2)

El primer grupo social mencionado por Pablo lo constituyen los varones maduros. Ya no se trata de los ancianos-presbíteros que ostentan el cargo pastoral, sino de los ancianos-viejos de la congregación. Al hablar de ellos en primer lugar, Pablo sigue la jerarquía reconocida en el mundo antiguo y asumida por la Biblia: los varones maduros toman precedencia porque ellos deben marcar el tono para toda la congregación, lo cual implica que ésta debe tratarlos siempre con respeto. Vale la pena tomar nota de que la palabra asimismo, que introduce la exhortación a las mujeres maduras en el versículo 3, indica que todo lo que el apóstol dice acerca de los varones ancianos se aplica también a las mujeres ancianas.

Antes de considerar las diferentes cualidades morales que deben caracterizar a los ancianos, necesitamos aclarar quiénes constituyen este grupo. Es de notar que, tanto en este texto como habitualmente, el Nuevo Testamento sólo conoce dos grupos sociales en la iglesia en cuanto a divisiones por edad: los ancianos y los jóvenes (los niños son caso aparte). ¿Será porque los de mediana edad no necesitan ninguna clase de exhortación espiritual? Por supuesto que no. Se debe a que, mientras nosotros solemos emplear tres categorías —jóvenes, personas de mediana edad y ancianos—, los antiguos sólo empleaban dos. En nuestros días, dos factores sociales vienen a complicar esta cuestión. En primer lugar, vivimos en una época que rinde homenaje a la juventud (en cambio, los antiguos lo rendían a la vejez). Por lo tanto, todo el mundo quiere ser joven. Hoy en día ¡hay jovencitos —y jovencitas— de cuarenta años o más!

En segundo lugar, puesto que a nadie le gusta ser asociado con la pérdida de facultades de la vejez, no llamamos anciano a nadie mientras pueda caminar sin bastón. Como consecuencia, para nosotros, los dos primeros grupos son mayoritarios: los jóvenes forman un gran bloque compuesto por todos los que tienen de 15 a 40 años, y los de mediana edad otro que va desde los 40 a los 70 (aproximadamente). En nuestra sociedad, ¡tanto los jóvenes como los ancianos son cada vez más viejos!

Ahora bien, para aplicar con acierto las exhortaciones a «ancianos y jóvenes» que encontramos en el Nuevo Testamento, tendremos que renunciar a nuestras categorías actuales y volver a las que se empleaban en tiempos apostólicos. Tendremos que entender que, para Pablo, todos los miembros de la congregación están incluidos en estos dos conceptos y tendremos que decidir en cuál de ellos nos clasificamos a nosotros mismos.
Para el pensamiento bíblico, la juventud se caracteriza por el vigor físico, la hermosura, la energía y la fuerza:

  La gloria de los jóvenes es su fuerza; la belleza de los ancianos, su vejez (Proverbios 20:29).

Pero, aunque la juventud se reconoce como una etapa hermosa de la vida, también se caracteriza por la inmadurez y por la falta de sensatez y de experiencia. Así, el rey David, aun a sabiendas de que él mismo no había de construir el templo, empezó a almacenar materiales para su eventual construcción por pensar que su hijo Salomón, al ser joven, no tomaría las necesarias medidas de previsión (1 Crónicas 22:5).

El joven se apasiona con facilidad y siente emociones con una especial intensidad. Por esto, suele ser capaz de entregarse a diferentes «causas» con celo y sacrificio y de ofrecerse en generosa devoción. Pero, al no saber controlar bien su entusiasmo o sujetarlo a una prudencia de miras amplias, éste tiende a traicionarle conduciéndole a acciones impetuosas, haciendo que le ciegue la demagogia de otros o, por el contrario, llevándole a inhibirse ante compromisos difíciles (cf. Jueces 8:20). Por esto, los jóvenes suelen ser magníficos soldados pero malos consejeros. Como ejemplo de eso, tenemos el caso de los jóvenes consejeros de Roboam: le indujeron a tomar unas medidas políticas que le costaron la mitad de su reino e involucraron al país en una terrible guerra civil (1 Reyes 12:8–16).

Asimismo, la juventud se caracteriza por una relativa torpeza social, a la luz de la cual la reacción de Jeremías ante el llamamiento de Dios es comprensible: ¡Ah, Señor Dios! He aquí, no sé hablar, porque soy joven (Jeremías 1:6). El joven conoce, con especial fuerza, las demandas de los apetitos sensuales y las pasiones juveniles (2 Timoteo 2:22): Alégrate, joven, en tu mocedad, y tome placer tu corazón en los días de tu juventud. Sigue los impulsos de tu corazón y el gusto de tus ojos; mas sabe que por todas estas cosas, Dios te traerá a juicio (Eclesiastés 11:9). Es la edad en la cual la sensatez no está tan desarrollada como la energía, lo cual hace que el joven cometa acciones impetuosas, irresponsables y necias: La necedad está ligada al corazón del niño (Proverbios 22:15; cf. 7:7).

En resumidas cuentas, pues, la Biblia, lejos de practicar aquella adulación a la juventud que vemos en los medios de comunicación de hoy, la trata con realismo y con cierta ambivalencia: por un lado reconoce que es una etapa hermosa de la vida llena de actividad, ilusión y entusiasmo; por otra, ve en ella una fase de inmadurez que necesita ser gobernada por el consejo de los prudentes. Mientras hoy parece ser que los jóvenes sientan cátedra, establecen modas y dictan formas de vivir, en la antigüedad se daba por sentado que el joven necesitaba el consejo de sus mayores.

En contraste con la juventud, la vejez —nosotros, hoy en día, hablaríamos más bien de la madurez— se caracteriza por la sabiduría y la sensatez adquiridas por medio de los golpes de la vida y por largos años de reflexión y experiencia. Al menos, debería ser así. Desafortunadamente, hay excepciones. Nos encontramos con ancianos necios, así como con jóvenes sensatos. Pero, en general, la prudencia se adquiere por medio de la experiencia y los ancianos son más experimentados que los jóvenes.

Al ir creciendo en prudencia y sensatez, la persona madura llega a estar mejor capacitada para aconsejar y para gobernar. Por eso, los líderes de la iglesia son llamados ancianos. Deben ser personas maduras en la fe y en la sabiduría, y la madurez suele adquirirse con la edad (aunque no sólo con ella), por lo cual los pastores deben ser normalmente hombres maduros, y sólo excepcionalmente hombres jóvenes.

Por esas mismas razones, la Biblia nos enseña que los ancianos deben ser personas dignas de respeto y que, aun cuando no muestren la debida sensatez, en todo caso deben ser respetados:

  Delante de las canas te pondrás en pie; honrarás al anciano, y a tu Dios temerás; yo soy el Señor (Levítico 19:32).

En el concepto bíblico, pues, la vejez no es una cosa temible que deba ser rehuida o disfrazada, sino una señal de la bendición divina. Esto lo vemos en las cláusulas del pacto de Dios con Abraham, pues una de ellas dice: Tú irás a tus padres en paz; y serás sepultado en buena vejez (Génesis 15:15).

Es con este trasfondo como cada uno de nosotros debe decidir si es joven o anciano. No podemos eludir la cuestión; debemos entrar en una de esas categorías. Y si no podemos decidirnos, ¡tendremos que aplicar a nuestras vidas todo lo que el apóstol dice, tanto a los ancianos como a los jóvenes!

LAS CARACTERÍSTICAS DE LOS HOMBRES MADUROS

En cuanto a las virtudes que Tito debe inculcar en los hombres maduros de las congregaciones, Pablo menciona seis, que en realidad constituyen dos grupos de tres: es obvio que la sobriedad, la dignidad y la prudencia se parecen entre sí; y Pablo mismo agrupa las tres restantes al decir sanos en la fe, en amor y en perseverancia.

  Sobrios
En su origen etimológico, la sobriedad se refiere a la ausencia de vino o de embriaguez. No podemos rehuir este sentido literal de la palabra, puesto que el mismo Pablo es aun más explícito a este respecto en sus enseñanzas sobre las ancianas, quienes no deben ser esclavas de mucho vino (2:3), y sobre los pastores, que no deben ser dados a la bebida (1:7). ¡Parece ser que el abuso del alcohol era un problema serio en Creta!

Sin embargo, en tiempos de Pablo, la palabra traducida como sobrio se empleaba habitualmente con un sentido más amplio, indicando seriedad, prudencia y sensatez. Los comentaristas debaten acerca de cuál de estos matices tenía en mente el apóstol. Quizás hagamos mejor en dar cabida a todos: por una parte, los ancianos no deben ser esclavos del alcohol, ni de ningún otro vicio o atadura, sino que deben practicar la moderación y rehuir todo tipo de exceso; pero, por otra parte, deben ser personas racionales y prudentes, con un pleno uso de sus facultades morales y espirituales y con un amplio dominio sobre sí mismos. La embriaguez conduce a la desagradable escena de personas fuera de sí que han perdido el control de sus facultades. No así el hombre maduro en Cristo. Por la obra de gracia del Espíritu de Dios, ha ido creciendo en santidad, sabiduría y madurez, y ahora ejerce un equilibrado dominio sobre sus apetitos, ambiciones, pasiones y humores. No es zarandeado por las embriagantes influencias de sus estados anímicos ni por las desconcertantes presiones de los vientos de doctrina que soplan a su alrededor, sino que camina rectamente en el temor de Dios.

  Dignos
La dignidad (o seriedad), naturalmente, guarda una estrecha afinidad con la sobriedad. No está reñida con un buen sentido del humor ni se manifiesta mediante caras largas; tampoco debe confundirse con la melancolía. Más bien representa un repudio de actitudes frívolas y superficiales ante la vida. En aquel entonces se asociaba con la honorabilidad y el respeto.

  La palabra sugiere la gravedad y dignidad de porte que invita al respeto y a la reverencia.

El hombre maduro debe ser digno de respeto y hacerse respetar por su recta manera de vivir y por la sensatez de sus acciones y palabras.

  Nada es tan vergonzoso para un viejo como entregarse a los desenfrenos juveniles.

Cae por su propio peso el hecho de que el creyente maduro, que ha caminado desde hace años en comunión con Dios y ha adquirido con ello cierto grado de comprensión de la vida según la perspectiva celestial, forzosamente será una persona caracterizada por la dignidad. Puede ser una persona amable y sonriente, con mucha alegría y que resulta una buena compañía; pero, en el fondo, sus actitudes ante la vida serán sobrias, porque convivir con Dios es profundizar en el conocimiento de la santidad divina y de la miseria humana, de la vida abundante y de la perdición eterna, del juicio venidero y del Dios omnisciente que todo lo ve. Convivir con Dios es comprender lo que realmente está en juego en esta vida. Es tomarse la vida en serio.

  Prudentes

En tercer lugar, los hombres maduros deben ser sensatos, considerados y equilibrados. Deben ejercer templanza y dominio propio. Deben saber controlar sus apetitos carnales, instintos primarios y pasiones turbulentas a fin de reaccionar ante las circunstancias de la vida con sabiduría y discreción. Deben saber guardar confidencias y no ser dados al chismorreo, a la calumnia o a la murmuración.

La palabra traducida como prudentes —que ya hemos tenido ocasión de estudiar en el contexto del nombramiento de ancianos (v. 8)— es una de las palabras clave de esta sección de la Epístola. Aparece nada menos que cinco veces: en el caso de los hombres maduros, de las ancianas, de las mujeres jóvenes (v. 5), de los hombres jóvenes (v. 6) y de todos (v. 12). Constituye, pues, la característica dominante de la enseñanza ética de este capítulo19, lo cual quizás nos sorprenda, porque no solemos considerar la prudencia como una de las principales virtudes cristianas. Sin embargo, bien pensado, la persona que, por medio de la capacitación del Espíritu Santo, ejerce dominio propio, se libera de las diversas motivaciones carnales que la esclavizan y está en condiciones de poder ejercer aquellas virtudes que consideramos más importantes: el amor, la rectitud, la veracidad, la justicia… Quien no es prudente y no sabe controlar sus motivaciones egocéntricas, no será capaz de manifestar las demás características de Cristo. La prudencia trae consigo toda clase de virtud y bien.
Por tanto, todo creyente que vive conforme al evangelio ha de crecer forzosamente en prudencia; pues ésta, en esencia, es la capacidad de entender la vida con los criterios, pensamientos y sentimientos de Dios. Quien no crece en prudencia manifiesta la pobreza de su comunión con el Señor. Todos los cristianos deben ser prudentes en cierto grado por haber empezado a enfocar la vida en el temor de Dios, que es el principio de la sabiduría (Proverbios 1:7). Pero el hombre maduro debe serlo también por su larga experiencia de comunión con Dios y por haber aprendido a ver las cosas con los ojos de Dios.

Este primer grupo de virtudes —sobrios, dignos, prudentes— corresponde a las que el mundo antiguo solía considerar propias del anciano. En cambio, el segundo grupo —sanos en la fe, en amor, en perseverancia— consiste en virtudes propias del evangelio cristiano. Si la doctrina del evangelio es sana, producirá efectos sanadores en los que la abrazan. El anciano, pues, debe ser sano en sus relaciones con Dios y con su prójimo. Debe haber aprendido a comportarse de una manera que sea digna del Señor (Colosenses 1:10), de su vocación (Efesios 4:1) y de su edad.

Por supuesto, todo creyente debe ser sano. Ésta es la finalidad que Tito (1:13; 2:1) y los ancianos (1:9) deben perseguir en su ministerio. Pero la sanidad debería destacar especialmente como marca de los hombres maduros. La vejez cristiana debe significar un proceso de creciente victoria sobre los diversos males, tentaciones y defectos carnales que nos acechan. El envejecimiento siempre se caracteriza por el aumento de enfermedades físicas y la progresiva pérdida de facultades; pero en lo espiritual el proceso puede, y debe, ser al revés; la adquisición de una salud cada vez más robusta y el pleno ejercicio de facultades:

  No desfallecemos, antes bien, aunque nuestro hombre exterior va decayendo, sin embargo nuestro hombre interior se renueva de día en día (2 Corintios 4:16).

El creyente maduro debe rebosar de salud espiritual. Debe ser una persona sumamente sana en sus actitudes, palabras, acciones, aspiraciones y relaciones. Y su salud debe manifestarse especialmente en tres cosas, las cuales podrían ser consideradas las tres dimensiones fundamentales de la conducta cristiana: la fe, el amor y la paciencia.

  Sanos en la fe
Ya hemos visto que la palabra fe admite dos acepciones. Por un lado, casi puede ser un sinónimo de doctrina, en cuyo caso el apóstol está diciendo que los ancianos deben haber meditado larga y profundamente sobre la revelación de Dios y la enseñanza apostólica hasta haber adquirido una fe bien fundamentada y estable. Deben saber lo que creen y por qué lo creen.

Por otro lado, la fe nos habla de una confiada dependencia del Señor Jesucristo. Los ancianos deben ser como Abraham, que en la vejez se fortaleció en la fe, en esperanza contra esperanza (Romanos 4:19–20). Su confianza en el Señor y su comunión diaria con él deben ser mucho más grandes y firmes que al principio.

Es difícil saber cuál de estos matices tendría en mente el apóstol. Pero, en todo caso, los ancianos deben ser ejemplares, tanto en su entendimiento de la doctrina como en su vida de comunión con el Señor Jesucristo, tanto en su meditación de la Palabra como en su caminar con Dios.

  Sanos en amor
Si la fe contempla a Dios como su objeto, el amor —al menos, en sus manifestaciones prácticas— se dirige principalmente al prójimo. La fe resume las exigencias de la primera tabla de los diez mandamientos; el amor la segunda. El que es sano en la fe y en el amor, guarda los mandamientos de Dios.

A veces, los viejos se vuelven ariscos, intolerantes, gruñones, egoístas, quejumbrosos y críticos con los demás. Su conversación se centra en sus propios achaques físicos y ansiedades económicas. Se caracterizan por el malhumor y la impaciencia. Pero los hombres maduros en Cristo no deben ser así. Antes bien, deben ser ejemplos de amabilidad y ternura; deben ser afables en el trato, mostrando consideración y paciencia, y preocupándose no por sus intereses egoístas, sino por el bien de los demás.

  Sanos en perseverancia
Si la fe contempla a Dios, y el amor al prójimo, la perseverancia contempla la reacción fiel del creyente ante las adversidades y pruebas de la vida.

En 1 Corintios 13:13, Pablo establece su famosa trilogía de la fe, el amor y la esperanza. Aquí, en vez de nombrar la esperanza, habla de la perseverancia. Pero la esperanza y la perseverancia (o la paciencia), en su uso bíblico, están íntimamente relacionadas entre sí. 1 Tesalonicenses 1:3, que habla de la perseverancia de vuestra esperanza en el Señor Jesucristo, indica que estaban estrechamente asociadas en la mente del apóstol. La perseverancia es la fe ejercida a lo largo de la vida vivida con esperanza.

La vejez comporta muchas bendiciones, pero también muchos motivos de ansiedad y dolor. Es la edad de muchas enfermedades, porque el cuerpo se va desgastando. Es la edad de una soledad creciente, pues los amigos y parientes de la juventud sucumben ante la muerte. Es la edad de la frustración de aspiraciones incumplidas, de la triste nostalgia de ambiciones que ahora nunca podrán ser realizadas, de la comprensión de que la vida ha servido para bien poco. Estos sentimientos pueden conducir fácilmente a intensas experiencias de desánimo y desengaño. En cambio, el anciano maduro en Cristo, que mantiene vivos su fe y su amor, mantendrá viva también su esperanza y soportará las pruebas y tribulaciones de la vida sin perder el ánimo ni el valor.

Así pues, el evangelio tiene que ver con la sanidad, en el sentido más profundo de la palabra. Además de proclamar las doctrinas del evangelio, Tito debe enseñar a los creyentes a permitir que los efectos sanadores del evangelio se manifiesten en ellos. En el caso de los ancianos, la sana doctrina debe producir el fruto de la fe, el amor y la perseverancia. Todos ellos deben ser sanos y robustos. Así serán ejemplares para las generaciones que les siguen.

 
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