domingo, 23 de febrero de 2014

Nos damos cuenta...¿A quiénes va nuestra predicación?

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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En la época renacentista, se iniciaron tres corrientes en el pensamiento occidental: El catolicismo romano, que acepta como fuente de autoridad la tradición de la Iglesia; el humanismo, cuya fuente de autoridad es la razón; y el protestantismo, que reconoce únicamente la autoridad de las Sagradas Escrituras.

Latinoamérica ingresa al mundo occidental con la conquista, que fue orientada por el catolicismo romano. La cruz y la espada señorearon durante siglos en nuestras tierras.

La evangelización en la Conquista
El tema de la Conquista se relaciona siempre con la evangelización, por lo que conviene aclarar qué significa evangelizar.

Si por «evangelización» entendemos el anoticiamiento de que existe una religión llamada «cristiana», basada en sacramentos, que debe ser aceptada compulsivamente, entonces Latinoamérica ha sido evangelizada.

Pero si por «evangelización» entendemos lo que enseña la Biblia, esto es, la proclamación del evangelio, para que libremente los hombres se arrepientan de sus pecados y acepten a Jesucristo como su único Salvador y Señor, cambiando su forma de vivir de manera espontánea, entonces América Latina no ha sido evangelizada.

La protesta de los teólogos ante la barbarie desplegada por los colonizadores, que sometían a esclavitud a los aborígenes, hizo que en el siglo XVI fuera prohibida la esclavitud de indígenas, por lo menos en lo formal.

Eduardo Galeano, en Las venas abiertas de América Latina, dice: «En realidad, no fue prohibida, sino bendita: antes de cada entrada militar, los capitanes conquistadores debían leer a los indios, sin intérprete pero ante escribano público, un extenso y retórico “requerimiento” que los exhortaba a convertirse a la santa fe católica: “Si no lo hiciereis, o en ello dilación maliciosa pusiereis, certifícoos que con la ayuda de Dios, yo entraré poderosamente contra vosotros y os haré por todas las partes y maneras que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de su Majestad y tomaré vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé, y dispondré de ellos como su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere…”»
La religión retórica y sacramentalista de los conquistadores, fue así impuesta a nuestros pueblos, que se vengaron introduciendo en los ritos y ceremonias elementos de su cultura pagana, produciendo un sincretismo religioso totalmente alejado del cristianismo bíblico.

Los «Tribunales de la Inquisición», trasladados a América, impedían la llegada de las ideas humanistas y protestantes, prohibiendo y castigando la posesión de los libros producidos por estas corrientes. Juntamente con todos los escritos «herejes», se incluía las traducciones de la Biblia al lenguaje común, cuya entrada estaba prohibida.

Los barcos que atracaban en los puertos coloniales eran minuciosamente revisados por los inquisidores, que mostraban especial celo en impedir la llegada de ideas contrarias a sus intereses. El cardenal Hosius escribía en 1570: «Dar la Biblia a los legos es echar perlas delante de los cerdos. Las tradiciones bíblicas han hecho muchísimo daño; yo no quiero ninguna. La Biblia pertenece a la iglesia romana; fuera de ella no tiene más valor que las fábulas de Esopo».

El celo de la iglesia católica por evitar que la Biblia llegara al pueblo se mantuvo hasta muy avanzado el siglo XX.

América Latina está hoy superpoblada de iglesias, cristos, ritos y fiestas que la muestran como profundamente religiosa y cristiana. Sin embargo, esto no resiste el análisis: América Latina es un continente supersticioso y pagano. Los «cristos» latinoamericanos no tienen ninguna relación con el Señor Jesucristo revelado en los Evangelios.

La profusión de sacramentos y la ausencia de enseñanza ética unida al autoritarismo que caracterizó a la Conquista, hicieron de nuestro continente un lugar espiritual y éticamente carenciado, proclive a aceptar cualquier tipo de sometimiento con doloroso fatalismo.

Latinoamérica comienza a despertar con los movimientos revolucionarios del siglo pasado, y en el presente, venciendo su letargo, incluida por las comunicaciones en la aldea global de occidente, se presenta como un campo propicio para que toda semilla arraigue y fructifique: el humanismo ateo, las ideas liberales, los movimientos renovadores del catolicismo, las doctrinas esotéricas y/o el Evangelio de Jesucristo. Latinoamérica tiene una asombrosa capacidad de absorción, por eso todas las ideologías tienen cabida en esas tierras. La ingenuidad propia de los pueblos jóvenes la hace susceptible a todas las influencias.

Esta receptividad produce optimismo en todas las ideologías. Repetidas veces hemos escuchado que en el futuro «Latinoamérica será marxista», o «será liberal» o «protestante». Pero solo puede afirmarse con certeza que Latinoamérica está cambiando aceleradamente.

El humanismo avanza incontenible sobre ella, el catolicismo romano sabe que los viejos métodos represivos son cada vez más ineficaces. ¿Qué debemos hacer los cristianos aquí y ahora?

La necesidad de un enfoque bibliocéntrico
La influencia del humanismo se hizo sentir en el pensamiento teológico de los últimos siglos. Hemos sido influenciados a manejar nuestra reflexión en sentido inverso a los cristianos del pasado.
La realidad latinoamericana es triste: pobreza, miseria, subalimentación, ignorancia, sincretismo religioso, superstición son parte muchas veces de un cuadro desolador. Esta realidad nos puede querer llevar a desear partir del análisis sociológico, geopolítico o antropológico para llegar luego a la Palabra de Dios, y usarla como herramienta para producir cambios sociales o políticos. Luego, piensan muchos, llegará el momento de la predicación del evangelio, porque ¿cómo predicar a quien no tiene pan, vivienda o justicia?

El planteo parece muy lógico, pero en el enfoque prima el análisis humano, se coloca a la Palabra de Dios como herramienta y se posterga la misión evangelizadora.

Muchas veces creemos que si el análisis no sigue esa línea de pensamiento, demostramos insensibilidad social y menosprecio por las necesidades básicas del prójimo.

Debemos admitir, sin embargo, que los cristianos estamos puestos bajo autoridad. El planteamiento, por lo tanto, no debe hacerse partiendo de la realidad hacia la Palabra de Dios, sino de la Palabra de Dios hacia la realidad. Tenemos que preguntarnos: ¿Qué nos ordena la Biblia? ¿Qué mensaje tiene la Biblia para el hombre contemporáneo?

Este enfoque bibliocéntrico no permitirá que olvidemos nuestras inquietudes sociales, pero enfatizará las prioridades de acción.

Recordemos que nuestros primeros padres, Adán y Eva, cayeron por un enfoque antropocéntrico de la realidad que desplazó la autoridad de Dios. El mayor peligro que afrontamos es postergar el teocentrismo para favorecer al humanismo antropocéntrico.

Tengamos presente el fracaso de Saúl. Jehová le mando: Ve, pues, y hiere a Amalec, y destruye todo lo que tiene, y no te apiades de él; mata a hombres, mujeres, niños y aun los de pecho, vacas, ovejas, camellos y asnos (1 Samuel 15:3). Saúl ejerció un perdón al que Dios no lo había autorizado, librando de la muerte a Agag y lo mejor del ganado amalecita. Su actitud humanitaria hubiera sido aplaudida por las Instituciones de Derechos Humanos, y tal vez galardonada con el Premio Nobel de la Paz. Fue una actitud «humanista», políticamente correcta, que lo mostraba como un vencedor benévolo. Pero fue condenado por Dios, su actitud no fue teocéntrica.

La gran victoria del cristianismo primitivo sobre el Imperio Romano se consumó porque aquella Iglesia era teocéntrica, pero la decadencia medieval fue consecuencia del antropocentrismo.
El enfoque teocéntrico es forzosamente bibliocéntrico, reconoce la autoridad absoluta de la Palabra de Dios, y actúa de acuerdo con lo que en ella está ordenado.

El mandato autoritativo
Jesucristo, el Señor resucitado de los muertos, en los cuarenta días que estuvo con sus discípulos, habló con ellos acerca del reino de Dios (Hechos 1:3). Fue en ese momento, habiendo consumado ya la obra de la redención con su triunfo sobre la muerte, que encomendó a sus discípulos la tarea evangelizadora.

Mateo recoge en su evangelio las palabras que sintetizan la misión de los suyos en el mundo: Por tanto id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles que guarden todas las cosas que yo os he mandado (Mateo 28:18–20).

Este mandato tiene vigencia actual, dentro de la expresión «todas las naciones» podemos colocar los nombres de cada uno de los países que componen nuestro continente. A ellos somos enviados para hacer discípulos, es decir, seguidores del Señor que conozcan sus demandas y las obedezcan.
En el Evangelio de Marcos se vuelve a señalar la responsabilidad de la tarea evangelizadora: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura, el que creyere y fuere bautizado será salvo y el que no creyere será condenado (Marcos 16:15–16). Es notable la forma en que enfatiza la universalidad de la tarea y la inmensa responsabilidad que conlleva por sus resultados: Condenación o salvación.

Inmediatamente se refiere a señales milagrosas que «seguirán a los que creen» (Marcos 16:17), mostrando que estas no formaban parte de la predicación, sino que eran el accionar con que Dios acompañaría el ministerio.

El tema a predicar fue también parte del mandato: Así está escrito y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones (Lucas 24:46–47). Nuevamente el alcance es universal, y el mensaje tiene dos elementos fundamentales: Arrepentimiento y perdón de pecados.

La realidad del pecado y la necesidad de arrepentimiento —para la filosofía moderna— es un mensaje desactualizado y ofensivo, apropiado para el hombre ingenuo del medioevo, pero totalmente fuera de lugar en el mundo moderno. Sin embargo, la predicación del pecado y el arrepentimiento, por impopular y ofensiva que parezca, es la única forma de cumplir el mandato autoritativo del Señor y de trasmitir el genuino mensaje del Evangelio. Es imposible atenuar las demandas, así lo entendieron los apóstoles cuando comenzaron la tarea evangelizadora.

La estrategia evangelizadora también fue claramente definida por el Señor: Me seréis testigos en Jerusalén, Judea, Samaria y hasta la último de la tierra (Hechos 1:8). Un progresivo avance hacia las fronteras más lejanas era el camino trazado para la proclamación del mensaje. Comenzaba en la cosmopolita ciudad de Jerusalén, se extendía a la provincia inmediata, Judea, y de allí saltaba la barrera cultural y racial hacia Samaria, para internarse a lo ignoto de lo último de la tierra.

La contextualización del mensaje

¿No deberá atenuarse el mandato en nuestro Tercer Mundo? ¿No debemos contextualizarlo ante la realidad de opresión, miseria e injusticia en la que viven nuestros pueblos? ¿No es necesario primero apuntar a las necesidades materiales y sociales?

Muchos contestarían afirmativamente a estos interrogantes, por lo que merecen nuestro análisis.
El Señor Jesucristo entregó su mensaje a un grupo de galileos (Hechos 1:11; 2:7), que, como tales, representaban lo más indigno dentro de su propio pueblo. Estos hombres no eran eruditos formados a los pies de los grandes rabinos, al contrario, eran humildes pescadores formados para la lucha por la supervivencia en un rudo trabajo.

Eran los representantes empobrecidos del «Tercer Mundo» de aquella época, estaban bajo el yugo imperialista de Roma y nada tenían que ver con la intelectualidad griega. Seguramente veían a Roma y Grecia como hoy, desde el Tercer Mundo miramos al mundo desarrollado. Tenían los mismos problemas que nos aquejan hoy: gobiernos colaboracionistas como el de Herodes, traidores a la causa nacional como los publicanos, focos de violencia revolucionaria como los cananitas, e insoportables cargas impositivas que sostenían la disipación y el lujo del imperio.

Dentro de este contexto tan similar al nuestro, fue dado el mandato autoritativo del Señor: Predicar el Evangelio a toda criatura, a todas las naciones, hasta lo último de la tierra.

¿Constituía eso insensibilidad frente a los problemas sociales que vivían? ¿Tenía Jesucristo una visión miope? ¿Les enseñaba el «trasmundismo» para atenuar los sufrimientos de su realidad? De ninguna manera. En menos de 300 años la influencia de los cristianos había cambiado la faz del imperio, el cual se derrumbó con los cimientos socavados por la nueva fe.

El problema del hombre está en su corazón, nada podemos hacer modificando las estructuras si no cambia su corazón.

  John R. W. Stott dice, refiriéndose a la evangelización:
  «Los cristianos tendrían que sentir compasión y un agudo dolor de conciencia frente a la opresión de otros seres humanos, o cuando se los descuida en cualquier sentido, sea que se les niegue libertades civiles, respeto racial, educación, atención médica, ocupación, alimentación adecuada, vestido o vivienda. Todo lo que tienda a menoscabar la dignidad humana tiene que resultarnos ofensivo. Pero, ¿existe algo más destructivo de la dignidad humana que la alienación de Dios como consecuencia de la ignorancia o el rechazo del evangelio? ¿Cómo podemos, además, sostener con seriedad que la liberación política y económica sean igualmente importantes que la salvación eterna?»

Observemos al apóstol Pablo cuando escribe con solemne énfasis acerca de su preocupación por sus compatriotas, los judíos: Verdad digo en Cristo, no miento, y mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo, que tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la carne (Romanos 9:1–3). ¿Cuál era la causa de su angustia? ¿El que habían perdido la independencia nacional y se encontraban bajo la bota colonialista de Roma? ¿El que a menudo eran despreciados y odiados por los gentiles, boicoteados socialmente, discriminados y privados de igualdad de oportunidad? De ninguna manera. Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón y mi oración a Dios por Israel, es para salvación (Romanos 10:1). Y el contexto aclara, sin dejar dudas, que la «salvación» que Pablo deseaba para ellos era su aceptación ante Dios (vv. 2–4).

La sensibilidad social de los cristianos
Los cristianos nunca han sido insensibles a las necesidades del prójimo. El primer dispensario gratuito de occidente, el primer asilo para ciegos, el primer hospital, fueron obra de cristianos. La condición del niño, la mujer y los ancianos, denigrada en el paganismo, fue jerarquizada por los cristianos.

Hoy mismo, todo nuestro continente está poblado de orfanatos, hogares de ancianos, centros de salud, organizaciones de recuperación de alcohólicos y drogadictos, asistencia al necesitado, obra entre los presos, etc., dirigidos por cristianos que muestran su coherencia con la misericordia manifestada por su Maestro.

Pero sería hacer un flaco favor a la sociedad, que los cristianos quisieran asumir las responsabilidades que han tomado o les han sido encomendadas a los gobernantes, a quienes se debe reclamar honestidad, fidelidad y eficiencia.

Tengamos en cuenta que la tarea evangelizadora es prioritaria, nadie puede cumplirla fuera de nosotros, mientras que las tareas sociales pueden ser instrumentadas aun por los incrédulos.
El Señor Jesucristo multiplicó los panes y los peces, dando de comer a la multitud, echó a los mercaderes que comerciaban en el templo con la fe de su prójimo, pero fue a la cruz. Esta era la razón de su venida a la tierra. Porque el problema humano no se soluciona con la distribución de las riquezas, el implantamiento de la justicia social o la violencia purificadora, sino con la redención.

CONCLUSIÓN
Nuestra generación, como todas las demás, necesita confrontarse con la realidad de su pecado y la necesidad del arrepentimiento así como con la fe en Jesucristo como único y suficiente Salvador. Este es el mandato que hemos recibido del Señor, y que debemos cumplir con máximo celo. Una tarea de esas dimensiones no está exenta de peligros. La búsqueda de «éxito» o «impacto masivo», puede desviarnos —si no somos cautelosos—, de las metas propuestas. Recordemos que no somos llamados a ser exitosos sino fieles.

La autoridad suprema de la Palabra de Dios debe ser la base de nuestra predicación al incrédulo y nuestra constante enseñanza al creyente. No privilegiemos la experiencia personal por encima de la Palabra de Dios.

Una corriente peligrosa de experiencialismo ha invadido las filas cristianas. La experiencia forma parte de la condición humana, sirve como testimonio subjetivo, pero es peligrosa si quiere erigirse en verdad absoluta. Corremos el riesgo de formar una nueva corriente de pensamiento, cuya fuente de autoridad ya no esté en la Palabra de Dios, sino en la experiencia personal.

El mundo al que predicamos muestra síntomas inequívocos del fracaso racionalista. Sus utopías se derrumban, y la huida desesperada hacia la irracionalidad del ocultismo y el voluntarismo, muestran la ineficacia de las doctrinas elegidas.

En medio de este nuevo caos el Espíritu Santo se mueve sobre nuestro continente. Escuchemos al Señor: Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega (Juan 4:35). El vasto campo del mundo nos espera. Y Él está con nosotros «todos los días, hasta el fin del mundo».


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