sábado, 11 de abril de 2015

La tarea suprema del cristiano es anunciar a Cristo; enseñar que Él es el Maestro, Modelo y Meta Suprema del pueblo de Dios

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 

 
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LOS FUNDAMENTOS DE LA IGLESIA

Entre las diferentes figuras que son empleadas en el Nuevo Testamento para describir a la iglesia de Jesucristo, tres de ellas plantean un asunto de capital importancia. Son las figuras del templo, del edificio y de la planta. Estas suponen una realidad: deben tener un fundamento, cimiento o raíz.
La base o la raíz es lo que está por debajo de la tierra. Permanece prácticamente invisible pero sin ella no puede erigirse lo visible. El fundamento o raíz debe ser adecuado y proporcional al volumen, peso y forma del edificio o árbol. El cimiento es lo que garantiza la estabilidad de lo que se construye encima.
Desde otra perspectiva se dice que el fundamento o base real de la iglesia es el sistema económico sobre el cual se levanta todo el edificio de la religión y por lo tanto, de la iglesia. Este es el típico acercamiento que procede de la ideología marxista y de la sociología que ella fundamenta, desde la cual se acusa a la iglesia de ser un simple producto del sistema económico capitalista. Este tipo de explicación se encuentra ampliamente difundido en nuestro continente y ha sido empleado aun por personas y grupos que se dicen ser cristianos.
También en el interior mismo de la iglesia se dan procesos y experiencias que a menudo hacen pensar que algunos de sus dirigentes parecen desconocer por completo cuál es la verdadera base sobre la que se asienta la iglesia y cuáles son las implicaciones o consecuencias de esto. Por ello a menudo los “edificios se desmoronan” fácilmente porque han sido asentados sobre las arenas de personas, de ideas que surgen al calor de circunstancias, de la interpretación de éstas, o de intereses muy variados.
Jesús dijo que él edificaría su iglesia, y él mismo puso su fundamento.
Los apóstoles reconocieron tal cimiento, y sobre él, fielmente, empezaron a levantar algo que no ha podido ser destruido (1 Co 3:11; 1 P 2:4–8). A los cristianos del final del siglo XX, y a los que estén en el XXI, si el Rey aún no ha regresado, les corresponde la misma tarea y responsabilidad: conocer la base y raíz de la iglesia, no sustituirla, no alterarla, sino reafirmarla y sobre ella edificar ardua y confiadamente. Si así procedemos, no trabajaremos en vano, pues Dios edificará al lado de sus constructores (Sal 127:1–2).
1.     IGLESIA: ¿QUÉ SIGNIFICA?
El término iglesia tiene en la Biblia varios significados, tanto a partir de su empleo en el idioma griego del Nuevo Testamento, como en el hebreo del Antiguo.
(1) Uso en el Antiguo Testamento
La palabra aparece unas cien veces y es traducida como “congregación”, “asamblea” o “compañía”. Se refiere a las asambleas constituidas para hacer un mal consejo (Gn 49:6; Sal 26:5). También se emplea para asuntos civiles, como en el caso cuando los ancianos se reunían para discutir un asunto civil importante, para coronar un rey, etc. (1 R 12:3; Pr 5:14), o bien con fines de guerra (Nm 22:4; Jue 20:2), con fines de adoración o para referirse a una asamblea de ángeles (2 Cr 20:5; Sal 89:5).
(2) Uso en el mundo griego secular
La palabra iglesia se refería a una asamblea legislativa o reunión. Significa “llamar fuera”. También describe una reunión tal como la situación de alboroto presentada en Hch 19:32–39. Así en la mentalidad griega dicho término no tenía una implicación religiosa.
(3) Uso teológico en el Nuevo Testamento
La mayoría de las referencias indican dos sentidos básicos de la palabra iglesia. Uno es la congregación de cristianos que se reúne en determinado lugar. Son los casos citados en los Hechos de los Apóstoles o bien en las epístolas cuando dice “la iglesia en Jerusalén”, o “las iglesias tenían paz por toda Judea …”, o “la iglesia de Dios que está en Corinto”, o “a las iglesias de Galacia”, o “a todos los santos en Cristo Jesús que están en Filipos, con los obispos y diáconos”, etc.
Este sentido es el que en nuestro mundo latinoamericano conocemos comúnmente como la “congregación local”. La mayoría de los documentos apostólicos fueron dirigidos precisamente a estos grupos o iglesias. Y es a partir de estos núcleos donde se da la más palpable realidad de lo que es la iglesia de Jesucristo, pues no sólo se reúnen los que tienen una fe común y experiencia en el Señor, sino que llevan a cabo los propósitos que él les ha señalado.
En el sentido evangélico entendemos que el punto vital, la fuerza mayor de lo que es la iglesia, se da precisamente en la congregación local. Por lo cual ella tiene una importancia extraordinaria. Y toda persona que trabaje en la obra del Señor debe entender que el interés de Dios está dirigido primordialmente hacia ese núcleo humano. Y esto debe determinar, en consecuencia, la valoración, interés y cuidado que debemos prestarle a nuestra congregación.
De la misma manera en el Nuevo Testamento se presenta el otro sentido de la iglesia: Es su expresión universal. Es la visión de la totalidad de congregaciones o iglesias en un lugar, región, país o mundo entero. Incluso se habla de esa congregación total que ha existido en todos los tiempos y lugares, a la que se da el nombre de cuerpo místico de Cristo o iglesia triunfante.
En este amplio contexto bíblico, la iglesia es más que la congregación local. Y aunque ésta sea el primer foco de nuestra atención, lógicamente porque allí participamos, jamás podemos dejar de percibir el todo. Tampoco podemos perder de vista el modo en que afecta la vida y misión de las congregaciones locales la imagen que se va proyectando de lo que es la iglesia de Jesucristo en su sentido más amplio.
En realidad el Nuevo Testamento nos presenta ambos conceptos como parte de la realidad de la iglesia, a la cual debemos comprender y someternos. O sea, que uno y otro deben ayudarnos a determinar actitudes y acciones. No existe la iglesia universal sin las iglesias locales. Igualmente, las iglesias locales deben admitir que hay algo mucho mayor que ellas, que es la iglesia universal, aunque ella no exista en forma de una gran organización, pero sí como el cuerpo de Cristo.
Cuando se toma conciencia de esto, se aprende a darle la importancia necesaria a la iglesia local, y paralelamente, aprendemos a ver, amar y respetar a las otras congregaciones cristianas. Y en vez de entrar en conflictos aprendemos a colaborar, puesto que edificamos un solo organismo y, figurativamente, preparamos a una sola novia para sus bodas con el Cordero (Ef 4:1–6; 5:25–27).
2.     FIGURAS DE LA IGLESIA
El Nuevo Testamento presenta a la iglesia bajo una serie de figuras o símbolos. Ellos aclaran lo que Dios piensa de ella y lo que los cristianos deben disponerse a realizar. Las figuras más importantes son las siguientes.
(1) Un cuerpo
Es sumamente importante esta perspectiva que aparece en las cartas a los Romanos, Corintios, Efesios y Colosenses. En Romanos plantea la multiplicidad de miembros, personas, que al estar en Cristo forman un cuerpo, por lo cual son miembros los unos de los otros (Ro 12:4, 5). Esta misma idea discurre en los otros pasajes.
Pero se señala además que dicho cuerpo se forma por la incorporación de personas las cuales, al creer en Cristo Jesús como Salvador y Señor, son bautizadas “en un cuerpo” (1 Co 12:12–13). La cabeza de este cuerpo es Jesucristo y él da dones o capacidades por su Espíritu Santo para que cada uno tome parte activa en la edificación de dicho cuerpo. Al mismo tiempo se establece que esa realidad espiritual que vive el cristiano, le impone toda una nueva forma de verse a sí mismo y de ver a sus hermanos, no importa la raza, nacionalidad, sexo o cultura. Por consiguiente, debe desarrollar toda una nueva manera de relacionarse (Ro 12:3–5, 6–7, 9–16; 1 Co 12:1–11, 12–26, 27–31; 14:1–40; 1 P 4:10; Ef 4:11–16; Gá 3:27–28; Col 3:11).
(2) El edificio
Jesús anunció que él edificaría su iglesia (Mt 16:18). Él hablaba a judíos para quienes el templo de Jerusalén era una realidad objetiva. Acerca de las iglesias en Judea, Galilea y Samaria se afirma que eran edificadas (Hch 9:31). A los cristianos se les insta a edificar (1 Co 3:10, 12; 8:1; 10:23; 14:4, 17; Ef 2:22; 4:16; 1 Ts 5:11; 1 P 2:5; Jud 20), lo que nos conduce a ver a la iglesia como un edificio que se va construyendo día a día hasta la venida del Señor.
El edificio tiene su plan trazado por el arquitecto; tiene su fundamento, el cual es prácticamente invisible y sostiene todo lo visible. Igualmente tiene sus edificadores que deben sujetarse a lo planeado a fin de que resulte en “un templo santo en el Señor” (Ef 2:21).
(3) La planta
San Pablo emplea la figura de una planta que es sembrada por alguien, regada por otros, pero cuyo crecimiento proviene de Dios (1 Co 3:6–9). Puede ponerse al lado de lo anterior el relato de la vid verdadera, en la cual el Padre es el labrador, Jesús es el tronco mismo y los cristianos los pámpanos (Jn 15:1–17). Y aun en un sentido más amplio Pablo retoma el concepto y lo aplica a judíos y gentiles cuando habla del olivo en el cual unos son parte natural y han sido cortados y otros injertados (Ro 11:23–34). En esta figura se destaca la idea de unidad y permanencia para ser alimentados y llevar el fruto requerido.
(4) La esposa
En este acercamiento se destaca por un lado la relación de Cristo con su iglesia que es de entrega incondicional a fin de santificarla y presentársela “gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Ef 5:25–27). De lo anterior se desprende que la iglesia debe ser fiel a su esposo, debe amarlo y obedecerlo.
(5) El rebaño
Jesús se presentó a sí mismo como el buen pastor que da su vida por sus ovejas. Evidentemente se refirió a su pueblo (judíos) pero también dijo “tengo otras ovejas que no son de este redil (gentiles); aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor” (Jn 10:1–11, 16). A los dirigentes en la iglesia se les llama pastores y a Cristo el gran pastor y príncipe de los pastores (Ef 4:11; He 13:20; 1 P 5:4). Aquí se destaca la idea del cuidado que Jesús tiene sobre su iglesia, pero igualmente la obediencia y seguimiento que ésta le debe.
(6) Nación y reino
Aunque esta es la idea judía tradicional, es retomada por el apóstol Pedro para indicar que la iglesia en otro sentido es un “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 P 2:9–10). La idea es mucho más amplia y diferente porque es un pueblo sin territorio pero formado con gente de muchos pueblos, razas, culturas y lenguas; es un reino de sacerdotes, ya no para ofrecer animales en sacrificio sino para anunciar las “virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” y para “ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo” (1 P 2:5; Ro 12:1). Evidentemente se destaca la dignidad del pueblo de Dios en virtud de su relación con Cristo, al mismo tiempo que su responsabilidad.
3.     LA EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA
Las figuras anteriormente expuestas son mucho más que simple retórica. Ellas indican el modo como Dios ve a su iglesia, la importancia que le da y al mismo tiempo las actitudes que los cristianos como sus integrantes deben tener hacia ella.
Los símbolos empleados hablan claramente de un diseño o modelo, o sea de lo que Dios tiene en mente y qué es lo que toca a los cristianos seguir y construir y, muy en particular, es una señal clara a los dirigentes de cómo deben proceder. Así como a Moisés Dios le advirtió: “Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte”, igualmente el Señor espera que sus ministros y todos los cristianos plantemos, edifiquemos y organicemos al pueblo conforme a los modelos mostrados (He 8:5).
De allí que los dirigentes somos instados a “perfeccionar a los santos para la obra del ministerio”, responsabilidad que debe ser tomada muy en serio para que el pueblo de Dios sea un pueblo no sólo santo sino activo y comprometido en el servicio (Ef 4:12). Por otro lado, se nos exhorta que al edificar “cada uno” lo haga con un alto sentido de responsabilidad y cuidado. Por lo que se habla de usar los mejores materiales, aquellos que resisten la prueba del fuego como el oro, la plata y las piedras preciosas (1 Co 3:12–15). De todo lo anterior, y lo que se dirá más adelante, toma sentido el título de este curso LA IGLESIA EN QUE SIRVO que tampoco es una simple expresión literaria, sino más bien la realidad que debe caracterizar a los que tomamos parte en ella.
4.     LA PIEDRA FUNDAMENTAL DE LA IGLESIA
He mencionado ya que las figuras de la iglesia no son simplemente retóricas u ornamentales. La Biblia no desperdicia palabras ni ideas. Cuando llegamos a considerar el aspecto de qué o quién es fundamental en la iglesia, tampoco entramos en otra forma literaria interesante, sino en la verdad que le da sostén y realidad al Cuerpo de Cristo. Y aunque este fundamento fue puesto hace dos mil años, sin embargo debe ser materia de constante reflexión y evaluación en cada iglesia local, para ver si dicho fundamento es permanentemente reconocido o si está siendo sustituido por otro.
(1) Dos estratos básicos
La lectura del Nuevo Testamento nos permite entender que el gran edificio que es la iglesia, y que se está construyendo en el tiempo y el espacio, posee como fundamento dos estratos básicos.
El más profundo, una roca sobre la que se asienta todo. ¿Qué o quién es ella? La iglesia cristiana evangélica sostiene que la roca es Jesucristo mismo. ¿De dónde procede tal aseveración?
Primeramente Jesús dijo a sus discípulos “y sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mt 16:18). Alrededor de este pasaje hay un gran altercado principalmente entre católicos y protestantes. La iglesia católicorromana insiste que la roca es Pedro. Pero si seguimos el principio exegético de que la Biblia se explica a sí misma, encontramos que, por un lado, la roca a la cual se refirió Jesús en aquella declaración, es la respuesta que Pedro dio a la pregunta de Jesús: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt 16:13, 16). O sea que la respuesta es Jesús, Hijo de Dios y Cristo o Mesías.
El concepto de Cristo como roca no se fundamenta caprichosamente. La explicación de la Biblia va en ese sentido. Simbólicamente en Éxodo se habla de la roca golpeada, de la cual brotó agua abundante para el pueblo. Posteriormente San Pablo afirma que se trata de Cristo (Éx 17:6; Nm 20:8; 1 Co 10:4).
En el libro de Daniel, por el sueño del rey Nabucodonosor, sabemos que la gran imagen representativa de todo lo que el hombre ha creado (podríamos llamarlo la civilización universal de todos los tiempos), es destruida y desmenuzada por una piedra que venía de fuera de la tierra, y que ella fue hecha un gran monte que permanecería para siempre (Dn 2:31–35, 44–45). Entendemos que se refiere no sólo a Cristo sino a su reino.
También coinciden perfectamente con esto las referencias de los Salmos y del profeta Isaías al hablarnos de una roca, cuyo sentido es claramente definido tanto por Cristo, como por los apóstoles Pedro y Pablo. Sin duda ellas dicen que se trata de Cristo Jesús (Is 28:16; Sal 118:22; 18:31; Mt 21:42; Hch 4:11; Ro 9:33; 1 P 2:4–6).
El segundo estrato, hacia arriba, son los “apóstoles y profetas” (Ef 2:20). ¿Por qué es así? Porque ellos tuvieron el privilegio de iniciar la iglesia, tanto entre judíos como entre gentiles. Luego porque, habiendo sido inspirados por el Espíritu Santo, los apóstoles nos recordarían todo lo que Jesús dijo y nos ofrecerían por escrito la verdad de Dios. Bajo el ministerio de los apóstoles el Señor nos puso en forma permanente no sólo el relato de la vida y obra de Jesús, sino la interpretación correcta de ella y su aplicación en la vida de las personas y de las iglesias cristianas. Es lo que Judas denomina la “fe que ha sido una vez dada a los santos” (Jn 14:26; 16:13; 2 Ti 3:16–17; 2 P 1:19–21; Jud 3). Por esto en la visión apocalíptica la nueva Jerusalén aparece con un muro de doce cimientos “y sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero” (Ap 21:14).
(2) Cristo como piedra fundamental
¿En qué manera es Cristo la piedra, no sólo de la iglesia en su sentido universal, sino de la congregación local? Juzgo que esta pregunta es esencial para el buen desarrollo del cuerpo de Cristo, ya que la historia muestra cuán fácilmente los teólogos, predicadores y creyentes, se apartan de la verdad central que sostiene a la iglesia. Señalaré algunos de los conceptos más importantes.
Primeramente, Cristo debe ser reconocido en todo tiempo y lugar como la suprema expresión del amor divino hacia la humanidad. No hay otro don tan precioso ni forma tan grande con la que Dios pudo haber mostrado su bondad hacia la raza humana, sino por medio de su Hijo Jesucristo (Jn 1:18; 3:16; Ro 5:8; 2 Co 8:9; He 10:5–10; 1 Jn 4:9).
En segundo lugar, Jesucristo establece el hecho de que la iglesia existe por causa de un acto milagroso, la encarnación de Dios. Este aspecto es básico; no puede ser negado. Puede haber algo que se llame iglesia o cristianismo pero si no parte de este aspecto fundamental, se constituye en un grupo humano cualquiera como lo es un club, un sindicato o sociedad. La iglesia se funda en este hecho, y se sostiene permanentemente en su afirmación y anuncio al mundo (1 Ti 3:16; Mt 1:18–23; Jn 1:1, 14–16; Fil 2:5–11; 1 Jn 2:22; 4:2; 2 Jn 7).
En tercer lugar, Jesucristo se constituye fundamento de la iglesia en el sentido que él es nuestro maestro y modelo por excelencia. Su vida, su labor, su conducta y su enseñanza no sólo deben ser estudiadas, conocidas y aprendidas, sino que deben ser tomadas como la verdad última y suprema en el mundo y a la cual debemos aferrarnos, aun cuando existan muchas otras alternativas. Ella debe ser la meta de todo cristiano, a fin de que crezcamos a su semejanza y a la medida de su estatura (Jn 13:13–14; Mt 10:24–25; 2 Co 3:18; Ro 8:29; Ef 4:3; Fil 3:8–14).
Lamentablemente muchas veces este fundamento es puesto de lado, o se le da poco énfasis cuando en las congregaciones tienen prioridad reglamentos, características denominacionales y asuntos externos que conforman la identidad cristiana. El más hondo sentir del Nuevo Testamento es que debemos proponer y enseñar a Cristo, no sólo como el Salvador, sino como el modelo del nuevo hombre y nueva mujer, a partir de la conversión (2 Co 5:17; Ef 4:22–24; Col 3:10–11). Esto es lo que se define como “hacer discípulos”, “enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mt 28:19–20; Jn 8:31–32).
En cuarto lugar Jesús es la base de la iglesia por su sacrificio voluntario por el pecado de la humanidad, a fin de que pudiéramos tener un camino de reconciliación con Dios, de perdón de nuestros pecados, de regeneración espiritual y de esperanza de resurrección y vida eterna. Dicha obra expiatoria que fue un acto cargado de debilidad, de humillación y de vergüenza pública, según la mente del mundo, es el acto central en la Biblia, el mensaje básico y autoritario de la iglesia al mundo, el cual se convierte, a pesar de su debilidad, en su gran poder (Is 52:13–53:12; Jn 1:29; Lc. 24:44–47; Hch 2:22–36; 3:13–21; 1 Co 1:17–25; He 7:22–28; 9:11–14, 22–28; 10:1–18).
En quinto lugar Jesús es el fundamento de su iglesia con su resurrección, pues por ella vino a ser la esperanza de quienes mueren en el Señor. Por lo cual la muerte no sólo ha perdido el poder de su ponzoña y los creyentes son liberados del temor a ella, sino que surge gloriosa la seguridad de que resucitaremos para vida eterna con un cuerpo semejante al del Cristo resucitado. Así él ha venido a ser el primogénito entre los muertos y entre muchos hermanos (Hch 2:31; 4:2, 33; 23:6; 24:15; 1 Co 15:1–8, 12–50; 8:29; Ap 1:5; He 2:14–15).
En sexto lugar la iglesia se asienta sobre Jesucristo en el sentido que debido a su triunfo en la obra redentora, ascendió a los cielos y se sentó a la diestra del Padre. Desde allí actúa como Señor en los cielos y en la tierra, Pastor de su iglesia y su único mediador y abogado. Por medio de él tanto los pecadores no arrepentidos pueden tener acceso al Padre para obtener perdón y vida nueva, como también los cristianos, pecadores regenerados y en vía de santificación, podemos obtener perdón, misericordia, ayuda y victoria contra el diablo, el poder del mundo y la fuerza de las propias pasiones (Mt 28:18; Hch 2:36; 1:9–11; He 1:1–2; 1 Jn 1:7, 9; 2:1–2; 3:6–9; 5:4–5).
Finalmente, Jesucristo es el fundamento de la iglesia, por cuanto en él, como Señor que regresará, se resume la aspiración suprema de ver reinar la justicia, la paz, el amor y la reconciliación en todo el orbe. Y aunque hay diferencias de comprensión acerca de si lo hará antes o después de la tribulación, o antes o después de otros acontecimientos, el Nuevo Testamento es unánime en cuanto a que él regresará.
Su regreso no será ya como el siervo sufriente de Isaías, sino como el Hijo del Hombre de Daniel a quien “le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido”. Quien regresará será el que cabalga sobre un caballo blanco, que se llama “Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea”. Es el Verbo de Dios que herirá a las naciones, y “Él las regirá con vara de hierro”, pues es “Rey de reyes y Señor de señores” (Mt 24:29–31; Hch 1:11; 1 Ts 5:1–11; 2 Ts 2:1–12; Col 1:20; Dn 7:13–14; Ap 19:11–16; 22:7, 12, 20).
Esta esperanza es cierta porque se fundamenta en la promesa de Dios y no en una utopía, sueño, artificio ideológico o político pensado por el ser humano. Por ello la iglesia debe aprender en todo tiempo y lugar a juzgar toda esperanza que se proponga a la humanidad y permanecer fiel y anunciar al mundo la esperanza divina.
De manera que Jesucristo no es para la iglesia un simple recuerdo histórico, o materia de una reflexión teológica sobre cosas que pasaron hace dos mil años. El sentido verdadero es que habiendo dado su vida, y en base a su obra y sus palabras, la iglesia y sus líderes que toman esto seriamente, y lo hacen el centro de su vida, de su mensaje y su enseñanza, están verdaderamente fundados sobre la roca. Las demás son casas asentadas sobre la arena (Mt 7:21–29).
5.     EL FUNDAMENTO APOSTÓLICO
Anteriormente vimos que la base de la iglesia tiene dos estratos: la roca fundamental que es Cristo, y sobre él los apóstoles que son los ministerios de más amplitud citados en la carta a los Efesios (Ef 4:11). ¿Qué razones hay para pensar en la función de cimiento que juegan los apóstoles en la iglesia?
(1) La relación que tuvieron con Jesús durante su ministerio terrenal. Él pasó una noche en oración, luego llamó a los que él quiso, primeramente para que “estuviesen con él”, luego para “enviarlos a predicar”, y finalmente para “que tuviesen autoridad para sanar enfermedades y para echar fuera demonios”. Fue su círculo más cercano (Mr 3:13–15).
A ellos les reveló secretos que no eran para otros; les llamó “amigos”; les prometió enviarles un sustituto igual que él, el Espíritu Santo, para que les acompañara y les guiara a toda la verdad; les indicó que en su gloria, los doce se sentarían sobre doce tronos para juzgar a las tribus de Israel; y finalmente, les confirmó su confianza y misión después de su crucifixión y resurrección (Mt 13:11; Jn 15:14–16; 14:16–18, 26; 16:7, 13–15; Mt 20:28; 28:18–20; Mr 16:14–20; Lc 24:44–49; Jn 20:21–23; Hch 1:6–8).
@NUMERED HEADING = (2) Los apóstoles por todo lo anterior son considerados como testigos oculares y presenciales de la vida y obra de Jesús, desde que empezó su ministerio, pasando por la cruz, la resurrección y su ascensión. Este dato es fundamental y es empleado como un argumento importantísimo ya que le da validez histórica al hecho milagroso de nuestra redención (Lc 24:48; Hch 1:8, 22; 2:32; 3:15; 5:32; 13:31; 1 P 5:1).
(3) Igualmente el grupo de los doce, habiéndose nombrado a otro después de la traición de uno de ellos, fueron testigos por su propia experiencia del derramamiento del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Con ello, se dio el cumplimiento de profecías del Antiguo Testamento, profecías de Juan el Bautista y promesas de Jesús mismo, lo que venía a confirmar la urgencia e importancia de la tarea que debían emprender (Jl 2:28–32; Lc 3:16; Jn 14:16; Lc 24:49; Hch 1:8; 2:1–21; 4:29–31).
(4) Merece consideración especial el caso de un apóstol que no fue de los doce, ni reunió muchas de las características que ellos tenían: Pablo. Curiosamente fue el más importante personaje en el Nuevo Testamento después de Jesucristo. Pero él reclamó una y otra vez, como ninguno, su función en la iglesia como apóstol, igual que los demás (Ro 1:1; 11:13; 1 Co 1:1; 9:1, 2, 5; 15:9; 2 Co 1:1; 11:5; 12:12; Gá 1:1, 17; Ef 1:1; Col 1:1; 1 Ti 1:1; 2:7; 2 Ti 1:1, 11; Tit 1:1).
Para afirmar su participación como apóstol, Pablo alega que, aunque no anduvo con Jesús, sí lo vio y se le reveló en el camino de Damasco. Y que fue bautizado con el Espíritu Santo. Y que recibió el evangelio por revelación directa de Jesucristo. Además recibió de Dios revelaciones donde “oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar”. Igualmente que recibió un ministerio a los gentiles y que en su labor de enseñanza y predicación el Espíritu Santo le guiaba (Hch 9:1–22; 1 Co 9:1; 15:8–10; 2 Co 12:1–4; Hch 13:47; 15:7; Ro 11:13; Gá 1:16; Ef 3:8).
Su autoridad apostólica fue luego aceptada y confirmada por los otros apóstoles y por la iglesia. Las columnas de Jerusalén le dieron la diestra de compañerismo (Gá 2:9). En el Concilio de Jerusalén, año 51, no sólo se reconoció su autoridad personal, sino que se afirmó la verdad de su enseñanza (Hch. 15:1–31). El apóstol Pedro reconoce la “sabiduría” que Dios le ha dado (2 P 3:15). Autores del Nuevo Testamento como Lucas y Marcos estuvieron largo tiempo muy cerca de él (2 Ti 4:11).
Pablo escribió trece cartas. Quizá catorce con la carta a los Hebreos, cuya autoría sigue oculta. No sólo demostró ser un apóstol para estar entre el grupo original, sino que su función fue determinante para el arranque, desarrollo y estabilidad del Cuerpo de Cristo. Pablo llegó a ser parte del fundamento, como “perito arquitecto” (1 Co 3:10).
6.     CONCLUSIONES
(1) Los dirigentes en la iglesia de Cristo deben ser personas profundamente conocedoras de lo que ella es, sea en su manifestación básica como congregación local, sea ésta de dos o tres personas, de veinticinco miembros o de cientos, como en su sentido total de cuerpo de Cristo. Esta comprensión debe inspirar actitudes consecuentes y responsables las cuales resultarán en una edificación más amplia y más sólida. Y este mismo sentir debe ser transmitido a todos los creyentes, a fin de que en forma conjunta, todos contribuyamos a presentarle a Jesús una novia bellamente vestida (1 Co 3:9–17).
(2) Las figuras de la iglesia son en sí modelos o parámetros que deben ayudarnos a proyectar su vida sobre bases concretas. La iglesia no es únicamente un grupo de personas reunidas bajo un techo, cantando, orando y escuchando un sermón. Hay una tarea de grandes dimensiones, revestida de una dignidad sin igual, a la que todos los que servimos en ella nos debemos dedicar con toda la inteligencia y fuerzas de nuestro ser. Nada hay tan grande y glorioso en este mundo como regar, abonar, cuidar y podar la planta de Dios para que lleve fruto, mucho fruto, abundante y permanente fruto (Jn 15:1–16).
De todo lo anterior se desprende el principio establecido de que la tarea del liderazgo en la iglesia es que no sólo éstos hagan la obra del ministerio, sino que perfeccionen, capaciten y movilicen a “todos los santos”. Es el sentido del sacerdocio universal de los creyentes establecido por los apóstoles, opacado durante muchos siglos, redescubierto en la Reforma del siglo XVI y fuerza motivadora de la iglesia evangélica latinoamericana (Ef 4:11–16; 1 P 1:9–10).
(3) La iglesia de Cristo, aunque puede parecerse a muchas actividades colectivas que se dan en el mundo corriente, es radicalmente distinta. Es un organismo al que el Señor mismo le ha establecido sus fundamentos, sus principios, sus objetivos, sus medios y sus guías. Esto Dios lo ha revelado en Su palabra. La tarea de los siervos del Señor y de las iglesias, lejos de andar buscando ideas o metas u objetivos según los criterios del mundo, debe ser conocer bien sus fundamentos bíblicos y arraigarse en ellos. En un mundo de tanta confusión, filosofías, ideologías y proyectos, la tarea del dirigente cristiano es saber hacer lo que Dios le pide para su iglesia, a fin de que Dios le dé su crecimiento. De otra manera puede agradar a los hombres y contemporizar con lo que los hombres crean, pero su labor será en vano. El trabajo de la iglesia se hace con los principios que Dios mismo ha establecido (He 8:5).
(4) Es necesario recordar que si bien el Espíritu Santo vino y está presente en la iglesia, lo está como motor y poder de ella, reconociendo, desde luego, que es una Persona. Pero el centro sobre el cual gira la vida de ella es el Señor Jesucristo mismo. Y sabemos que aun la función del Espíritu es exaltarlo a él, darlo a conocer y glorificarlo. Todo lo que Cristo significa en la Biblia debe estar en forma íntegra en la vida y misión de la iglesia. Es nuestra tarea suprema anunciar a Cristo a todo hombre y mujer; enseñar que él es el maestro, modelo y meta suprema de todos los que se llamen cristianos. Es nuestro deber darlo a conocer en toda la dimensión con que lo presentan las páginas de la Biblia. Con la ayuda del Espíritu Santo nos corresponde hacer de la iglesia un verdadero organismo en el cual Jesucristo sea el centro y tenga en todo la preeminencia (Fil 1:20–21; Ef 3:8–12; Col 1:15–20).
(5) Finalmente, dirigentes y cristianos en general necesitamos amar la Iglesia. Cristo la amó y se dio por ella. Pablo también la amó, y cumplió en su carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por ella. Por ella trabajó, se gastó y luché según la potencia de Dios que actuaba en él (Ef 5:25, 27, 29, 32; Col 1:24–29; 2 Co 12:15; 11:28). Trabajar dentro de la iglesia, ya sea en una congregación local o en lo que se conoce como ministerios, puede hacerse por muchas motivaciones que no giran alrededor del interés que Dios tiene para su cuerpo. Él necesita hombres y mujeres dispuestos a darse por entero en este magno proyecto.
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Es un privilegio indescriptible conocer el nuevo pacto y formar parte del plan divino por medio de la iglesia

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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Información 


RAÍCES HISTÓRICAS DE LA IGLESIA
INTRODUCCIÓN
Son muchos los criterios que se han emitido respecto a la iglesia cristiana, tanto favorables como en contra. Si bien en muchos casos se le compara con la sal que perdió su sabor, por lo cual fue hollada por los hombres, con todo, el hecho de que permanezca hasta hoy, y esté llena de vigor en un mundo que le es adverso en mil maneras, indica que, en mayor o menor grado, ella ha cumplido su labor.
Para algunos la iglesia representa simplemente el producto de un sistema económico; un instrumento en manos de los poderes políticos; un medio que tienen ciertos grupos e intereses para manipular personas y pueblos; un rasgo todavía presente de expresiones culturales muy antiguas y ya superadas en el desarrollo de la historia, y por tanto, condenada a desaparecer.
Otros, un poco menos negativos, piensan que la iglesia es como un organismo que ayuda a amalgamar la sociedad; o bien es un factor que si no existiera sería ideal crearlo porque proporciona un ambiente para tener compañerismo.
Otros ven en ella un organismo que no tiene explicación ni razón de ser aparte de lo que la Biblia enseña, por lo cual la entienden, la ven y la viven como un verdadero proyecto de Dios en la tierra.
Las cuestiones así planteadas, y que están en la mesa de discusión hoy día en todo sitio, exigen ser analizadas. Para ello debemos irnos a las fuentes mismas de donde la iglesia toma su fundamento, esto es, la palabra de Dios, la Biblia.
En sus páginas encontramos tres escenarios principales y tres protagonistas: una entidad religioso-política que es la nación hebrea; una persona, Jesucristo; y un organismo espiritual, que trasciende razas, naciones, lenguas y culturas: la iglesia. Los tres están en relación única y absoluta con Dios el Padre y con la realización de un plan de proyecciones personales, cósmicas, temporales y eternas.
¿Cómo surgió la iglesia cristiana? ¿Qué razones se dieron para que esto sucediera? ¿En qué manera el mundo actual se ve afectado por la presencia de la iglesia? ¿Qué importancia tiene para los que nos llamamos cristianos? Estas cuestiones, que atañen a la raíz histórica y bíblica de la iglesia, son de las que nos ocuparemos en seguida.
1.     PROMESAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO
Necesitamos ubicarnos en la más amplia perspectiva bíblica para comprender mejor a la iglesia, como fenómeno histórico y como factor teológico de alcances extraordinarios. La raíz histórico-teológica de la iglesia se hunde en el principio del plan divino de redención. ¿En qué nos apoyamos para decir esto?
(1) Primeramente en la promesa hecha por Dios a Abraham, en un sentido doble. Por un lado porque “serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Gn 12:3). Indudablemente que el propósito divino fue en un principio que por medio de la simiente misma de Abraham, y de su pueblo, aquello tuviera cumplimiento. Pero al fallar la nación judía al llamamiento y vocación que Dios le asignó, la bendición celestial llegó al mundo a través de la predicación del evangelio por medio de la iglesia, a partir del siglo I de nuestra era (Mt 21:43; Jn 1:11–12).
Por otro lado las familias de la tierra serían bendecidas en la promesa a Abraham por el solo hecho de creer en la promesa de Dios. En el Antiguo Testamento los judíos no alcanzaron la promesa, ni llegaron a ser bendición al mundo, porque la buscaron por medio del cumplimiento de la ley. Pero en el Nuevo Testamento la bendición al mundo llega por el evangelio que llama al hombre y a la mujer, al igual que a Abraham, a creer en Dios, a creer en Su palabra. Por eso Abraham vino a ser también padre de todos los que hoy formamos la iglesia, simplemente por la fe en el Hijo y en su obra redentora (Ro 4:1–25; Gá 3:6–18; He 4:2).
(2) Dios también dio una promesa respecto al remanente fiel de su pueblo. Israel una y otra vez fue infiel a su Dios. Dios tuvo que castigarle muchas veces hasta que lo hizo en forma muy severa como en el caso de la destrucción de Samaria, reino del Norte (722 A.C.), luego con la destrucción de Jerusalén, reino del Sur (586 A.C.) y el consiguiente cautiverio babilónico y finalmente, con la destrucción total y esparcimiento judío por el mundo a partir del 70 A.D.
La promesa consistió en dejar un remanente, o sea un residuo, una parte de la comunidad que sobreviviría después de la destrucción y que a su vez, sería el núcleo de una nueva comunidad. El remanente no sólo habla de lo que quedaría del grupo, sino de la misericordia divina en conservarlo para continuar con el desarrollo de su plan (Is 19:24; 45:20; 66:18–23). Dios establecería un nuevo pacto por medio del cual vendrían las bendiciones más preciosas. Este acontecimiento toma lugar con la obra de Jesucristo y la correspondiente presencia y testimonio de la iglesia (Is 40:3–11; 59:20–21; Ez 34:11–16, 23–24; 36:24–27; Sof 3:17–20; Zac 12:10; 2 Cr 3:4–6; He 8:6–13).
Consecuentemente, la primera comunidad cristiana, la iglesia en Jerusalén, se vio a sí misma como aquel remanente electo de Israel y como la restauración del tabernáculo de David que estaba caído (Jl 2:32; Hch 2:17; 15:15–18).
(3) La promesa divina de un derramamiento del Espíritu Santo sobre toda carne, como nunca antes fue conocido, dada por el profeta Joel y hecha vivencia común, primero por un grupo de judíos y prosélitos el día de Pentecostés, luego sobre samaritanos y posteriormente más extensamente a todos los gentiles (Jl 2:28–32; Hch 2:14–21; 8:4–17; 10:1–48).
De modo que si bien en el Antiguo Testamento no se inicia la iglesia en el sentido que se presenta en el Nuevo, sin embargo, por la sabiduría y misericordia divinas ya se presentan elementos que darán fundamento sólido a la parte del proyecto divino que se concentra en la iglesia.
Es sumamente importante reconocer este factor porque lleva al estudiante de la palabra de Dios a comprender otros elementos. Por ejemplo, la profunda unidad de la Biblia, que a pesar del tiempo y circunstancias en que fue escrita, está tejida cuidadosamente por la mano de Dios. Y podemos también entender cómo el Nuevo Testamento no se da ni se comprende sin el Antiguo y viceversa, aunque sí debemos aprender a trazar las líneas de lo que continúa de uno a otro y también lo que fue interrumpido.
2.     PREPARACIÓN PARA EL NACIMIENTO DE LA IGLESIA
Una serie de acontecimientos altamente significativos e importantes se dieron en un lapso muy breve y antecedieron al surgimiento de la iglesia cristiana. Los más sobresalientes son los siguientes.
(1) El ministerio de Juan el Bautista
Durante su carrera profética, este hombre de Dios, primeramente anuncia un mensaje que demanda a las gentes arrepentimiento ante Dios, una actitud nueva ante la religiosidad y una expresión de genuina sinceridad e integridad ante los semejantes. Todo ello debido a que preparaba el camino al que habría de bautizar con Espíritu Santo y con fuego (Mt 3:1–12; Lc 3:1–18).
Juan el Bautista es quien señala específicamente al que habría de sentar las bases para la nueva comunidad con la cual Dios llevaría adelante sus planes redentores en el mundo. Presenta a Jesús como el que “es antes de mí” (aunque Juan nació primero que Jesús); como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; como el Hijo de Dios al descender el Espíritu Santo en forma de paloma el día de su bautismo; y Juan lo hizo de tal manera que sus discípulos empezaron a seguir a Jesús. Con ellos empezó a formarse el núcleo con el cual se fundó la iglesia (Jn 1:26–27, 29–34, 35–42).
Aunque Juan el Bautista nunca conoció la iglesia, en modo indirecto le brindó su apoyo. Cuando el apóstol Pedro habla en Jope al gentil Cornelio y a otros que él había reunido, Pedro da por sentado que el ministerio de Juan el Bautista se había divulgado por toda Judea y Galilea y en alguna manera era conocido por Cornelio (Hch 10:32–37). Cuando Pablo llegó a la lejana ciudad de Éfeso, encontró un grupo de personas que habían recibido el “bautismo de Juan” (Hch 19:3). Con ese grupo, al ser “bautizados en el nombre de Jesús”, se establece una importantísima avanzada de la iglesia cristiana en Asia Menor.
Aunque es materia de discusión, muchos opinan que las palabras de Jesús en Samaria, “otros labraron”, era una referencia al testimonio de Juan el Bautista a la gente de dicha región (Jn 4:38). Sabemos que Samaria, después de Jerusalén, recibió el evangelio con “gran gozo” (Hch 8:4–17). Así como los casos citados, no sabemos en qué manera el ministerio de Juan preparó otros terrenos y corazones para el establecimiento en el futuro de iglesias cristianas.
Desde otro punto de vista, vale la pena notar cómo de nuevo en este caso, las “piezas” aparentemente tan separadas en el plan de Dios, están perfectamente engarzadas y coordinadas. Juan el Bautista, el último de los profetas de la antigua dispensación, viene a servir, indirectamente, como eslabón para lo nuevo que Dios estaba creando: su iglesia.
(2) El ministerio de Jesucristo
Indudablemente que es mucho lo que se puede decir sobre la manera en que contribuyó el ministerio de Jesucristo en el surgimiento de su iglesia. Podemos citar lo más notorio.
Por un lado llama siempre la atención el hecho de que Jesús casi no se refiriera a la iglesia. En el evangelio de Mateo aparecen las dos únicas citas: “sobre esta roca edificaré mi iglesia” y “si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia …” (16:18; 18:17). En el segundo caso, evidentemente, se refiere a la sinagoga.
Con todo, la referencia de Mt 16:18 es suficiente para comprender lo que Jesús ya tenía en mente, considerando el hecho de que él vino a los suyos pero éstos no lo recibieron. Así la iglesia se abrió paso, primeramente entre un grupo de judíos que creyeron y luego con los muchos gentiles que sí lo recibieron y lo siguen recibiendo por la fe.
También es necesario tener presente el papel transitorio que ocupa el Señor Jesús al venir por un lado a hacer lo que ni la nación judía ni nadie había hecho: cumplir la ley. Y hacerlo por todos los que no lo hicieron ni lo podrían hacer. Por otra parte, vino a cumplir la demanda divina de sacrificio por el pecado, llevando la maldad de la humanidad en su calidad de Cordero de Dios. Finalmente, vino a revelar el amor, la gracia y la verdad del Padre para toda la humanidad, lo que viene a cristalizarse en el evangelio que llega a todas las gentes por medio de la iglesia (Mt 5:17–18; Jn. 19:30; Gn 22:7; Éx 12:1–11; Is 53:7; Jn 1:29; He 10:5–10; Jn 1:16–18; Hch 1:8). Así Jesús cierra el capítulo de la ley para abrir de par en par las puertas de la gracia (He 8:8–13).
El Señor Jesús igualmente hizo una avanzada decisiva en el establecimiento de su iglesia al formar el núcleo apostólico de los doce, íntimo y decisivo en sus planes, y el círculo mayor de los setenta. Aun se puede incluir en el círculo a las mujeres y otras personas que anduvieron muy cerca de él y participaron del derramamiento del Espíritu el día de Pentecostés. El número total se aproximaba a los ciento veinte (Le 9:1–6; 10:1–20; 8:1–3; 23:27; Hch 1:12–14; 2:1–4).
Otro factor que debe ser reconocido como preparatorio para el surgimiento de la iglesia fue el extenso ministerio de Jesús en toda su nación. Su nacimiento milagroso rodeado de hechos exclusivos, su vida excepcional, sus milagros, su enseñanza y predicación, fueron del conocimiento de quizá toda la gente que habitaba Judea, Samaria, Galilea y aun más allá. Es indudable, por ejemplo, que la conversación con la mujer samaritana, y con sus coterráneos, preparó el ambiente para lo que posteriormente se dio cuando Felipe les anunció el evangelio (Jn 4:1–42; Hch 8:5–25). Y así muchos otros casos más.
Pero sobre todo, Jesús coloca el fundamento de la iglesia en el acontecimiento central de la Biblia y de toda la historia de la humanidad, esto es, su sacrificio expiatorio por el pecado en la cruz, su resurrección como el sello de la aprobación divina sobre su obra para nuestra justificación, su ascensión a la diestra del Padre para desempeñarse como único mediador, su anuncio del inminente envío del Espíritu Santo, su próximo regreso como Señor en plenitud, y su orden de llevar hasta lo “último de la tierra” el mensaje del evangelio (Is 52:13–53:12; Mt 16:21; Lc 24:44–49; Hch 1:6–8; He 1:1–2; Ro 4:25; Mr 16:15–20; Mt 28:18–20).
De los datos anteriores que nos brindan las Sagradas Escrituras, unos son hechos históricos, objetivos, y otros palabras y promesas de Dios que constituyen, no meramente el trasfondo histórico, sino el fundamento y razón de ser de la iglesia cristiana. Por ello su vida y misión quedan inseparablemente vinculadas con dichos principios.
(3) La expectativa mesiánica frustrada
Quizá la última pregunta que le formularon los discípulos al Señor Jesús antes de ascender a la diestra del Padre, revela en forma clara la expectación política de los judíos en aquel momento. “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hch 1:6). Esperaban la redención política de su nación. Era tal su sentir al respecto que algunos de los discípulos portaban armas para entrar en acción en el momento, que suponían, su Mesías les habría de indicar (Lc 22:38, 49; Jn 18:10).
Por eso no podían entender la redención espiritual que Jesús realizó (Mt 16:21–23; Lc 24:13–27).
Dicha expectativa, tan arraigada en el pueblo, tenía razones bien fundadas. La nación judía estaba bajo el poder del Imperio Romano, aspecto por demás indigno para el pueblo de Jehová, y para los movimientos de liberación que ya se daban, entre ellos los Zelotes (Lc 6:15; Hch 5:36–37). La aparición de Juan el Bautista confirmaba promesas del Antiguo Testamento acerca de la venida del Señor a su pueblo (Lc 3:15; Is 40:3; Mal 3:1).
La serie de profecías dadas en el tiempo del anuncio del nacimiento, tanto de Juan el Bautista como de Jesús, indicaba la llegada del momento esperado de redención de la nación (Lc 1:26–38, 46–55, 65–66, 67–79; 2:8–20, 25–28, 29–35, 36–38). Por lo cual, incluso, el Rey Herodes estuvo muy atento a las circunstancias y trató de destruir al niño Jesús (Mt 2:1–21).
En la opinión de muchos intérpretes bíblicos, el abandono que hicieron los discípulos de su maestro, la traición de Judas, el vuelco del pueblo después de haberlo recibido con hosannas como el hijo de David y rey de Israel, y la preferencia por la liberación del sedicioso Barrabás, estuvieron directamente relacionados con la frustración sentida al ver que Jesús no encarnó al Mesías que esperaban ni el establecimiento del reino de Dios en forma terrenal.
Sin embargo el mismo Nuevo Testamento nos da la respuesta. Por un lado los judíos, en unión con los gentiles, al rechazar a Jesús y darle muerte (Hch 2:22–23; 3:13–15; 4:25–27), llenaron “la medida” de sus padres (Mt 23:32). Por lo que fueron castigados y el reino de Dios fue quitado de ellos y dado a “gente que produzca los frutos de él” (Mt 23:32–36; 21:33–46). Parte de esto se cumplió con la destrucción de Jerusalén en el 70 A.D. por las fuerzas romanas con la consiguiente dispersión judía por el mundo hasta el día de hoy.
El apóstol Pablo retoma este asunto en su carta a los Romanos y nos ofrece la más clara y autorizada explicación. Dice que aunque Dios “no ha desechado a su pueblo”, por lo que “aún en este tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia”; sin embargo por “su transgresión —la de los judíos— vino la salvación a los gentiles …”. Que el endurecimiento de los judíos es “en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles” (Ro 11:1–35).
Este factor toma cuerpo con el establecimiento de la primera iglesia cristiana en Jerusalén, más los judíos y prosélitos de muchas naciones que creyeron en el día de Pentecostés y regresaron a sus lugares de origen, así como también con los que huyeron por causa de la persecusión; todos ellos en realidad constituyeron aquel “remanente escogido por gracia”, base de las primeras congregaciones cristianas. Luego el remanente se incrementa con la predicación de la buena noticia y establecimiento de la iglesia entre los pueblos gentiles (Hch 2:43–47, 9–11; 8:1, 4; 11:19–21). De manera que la expectación mesiánica se cumplió en parte con el establecimiento de la iglesia.
Para no dejar un vacío en el tema, diré brevemente que mi apreciación bíblica es que la función mesiánica de Jesús hacia su pueblo no quedó frustrada. Las promesas del Señor están hechas y tendrán su cumplimiento. Pero por el ministerio de Jesús, en la realización del plan divino de redención, aquello se detuvo “momentáneamente”.
3.     EL DÍA DE PENTECOSTÉS
Pentecostés es el día del verdadero nacimiento de la iglesia de Jesucristo. Aunque en forma previa se dio una serie de acontecimientos como los mencionados anteriormente, y se fueron sentando bases para lo que habría de surgir, el cumplimiento de la profecía de Joel tocante al Espíritu Santo, marca el inicio de la iglesia (Jl 2:28–32; Hch 2:16–21).
Pentecostés era una de las tres grandes fiestas anuales establecidas por Dios para su pueblo. La palabra significa “quincuagésimo día”. Se daba entre mayo y junio, cincuenta días después de la Pascua. Son términos sinónimos la fiesta de las semanas, la fiesta de las primicias y la fiesta de las cosechas (Dt 16:10; Nm 28:26; Éx 23:16).
Para esta fecha 120 seguidores de Jesús estaban reunidos. Ellos “perseveraban unánimes en oración y ruego” (Hch 1:14–15). Lo hacían en expectante obediencia a la orden del maestro al final de su ministerio terrenal: “He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lc 24:49).
El capítulo 2 del libro de los Hechos de los Apóstoles narra un acontecimiento sobrenatural, que no sólo abarcó a los 120, sino a tres mil personas que aquel día recibieron la gracia del nuevo pacto y empezaron a experimentar sus bendiciones. Como lo indica el pasaje, había judíos y prosélitos reunidos en Jerusalén, no sólo de las regiones inmediatas, sino de lugares tan lejanos como Mesopotamia, Asia y África. Muchas de estas personas, debido a la persecusión desatada a los pocos días con motivo de la muerte de Esteban, fueron semilla de la nueva fe y fundadores de la iglesia en muchos lugares (Hch 2:9–11; 11:19–21).
En realidad Pentecostés, en conformidad a su significado original, vino a ser una verdadera fiesta de la cosecha de los primeros frutos. Lo fue en un sentido diferente al tradicional judío. La cosecha era del Señor de la mies, del Señor que contrató obreros para su campo, del Hijo del dueño de la viña que fue despreciado y muerto por los labradores, del Hijo de Dios que se entregó a sí mismo por los pecados del mundo.
Conforme a la profecía de Isaías, el que ahora estaba a la diestra del Padre, empezaba a ver “el fruto de la aflicción de su alma”; por “su conocimiento” estaba justificando a muchos y quitando las “iniquidades de ellos” (Mt 21:33–46; 20:1–16; Is 53:10–11). Los primeros frutos eran personas que creían que Jesucristo era el hijo de David, el Cristo, el Señor y Salvador.
Pero Pentecostés fue algo infinitamente mayor e inesperado. Lo que trajo no fue sólo la experiencia de las lenguas de fuego y la ágil comunicación de la fe como lo vivieron los 120 y muchos más. Recibieron un nuevo corazón y un nuevo espíritu; se les quitó de sus vidas el corazón de piedra y recibieron un corazón de carne. Además recibieron el Espíritu mismo de Dios para poder andar en sus estatutos, guardar sus preceptos y ponerlos por obra. Esta fue la experiencia que vivió en un principio la primera iglesia cristiana de Jerusalén, conocida por muchos como la “iglesia primitiva” (Ez 36:25–27; He 7:20–28; 8:8–13; Hch 2:43–47; 4:32–35).
Pentecostés en este sentido no es simplemente un día del calendario religioso común, sino una fecha extraordinaria en la cual Dios, en la persona de su Santo Espíritu, viene en forma permanente a las personas que acatan el llamado de Dios en Cristo Jesús. Es lo que Pablo llamó “el misterio que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria …” (Col 1:26–27). Pentecostés es nada menos que Dios entre los hombres de buena voluntad, y Dios habitando en las personas que acuden al llamado de su Hijo.
Así empieza la iglesia cristiana. Y así queda marcada su vida y su misión.
4.     LAS PRIMERAS IGLESIAS CRISTIANAS
El desarrollo de este capítulo, como del resto del libro, está enmarcado fundamentalmente en los datos que nos ofrecen las páginas de la Biblia. De manera que en los siguientes párrafos, presentaré las iglesias acerca de las cuales tenemos referencias en el Nuevo Testamento y no en otros documentos históricos. En esta sección haré sólo una mención general de las congregaciones, ya que el desarrollo de los capítulos siguientes nos llevará a considerar aspectos particulares de ellas.
Las referencias bíblicas que tenemos nos indican que se formaron iglesias cristianas, primeramente en Jerusalén (Hch 2:37–47; 15:4). Después de cierto asentamiento de esta congregación, en forma quizá simultánea, o velozmente sucesiva, como reacción en cadena, encontramos iglesias en Samaria, Judea, Galilea, Damasco y Fenicia. Esto se dio como resultado del esparcimiento de los cristianos debido a la persecusión de Saulo y de las autoridades religiosas judías (Hch 8:1, 4, 5; 9:19; 15:3).
Son muy pocas las referencias que tenemos sobre el establecimiento de las primeras iglesias en dichas regiones. De Samaria sabemos que no sólo en la ciudad misma se anunció el evangelio y se estableció una congregación, sino que por haberse predicado en “muchas poblaciones” es de presumir que también en ellas se formaron iglesias. En modo semejante ocurrió en la región de Judea y Samaria. Sabemos que después de cierto tiempo dichas iglesias “tenían paz por toda Judea, Galilea y Samaria; y eran edificadas, andando en el temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo” (Hch 9:31).
Luego hay una serie de congregaciones de las cuales tenemos más datos. Son las de Antioquía de Siria, Antioquía de Pisidia, Listra, Derbe, Iconio, Filipos, Tesalónica, Berea, Atenas, Corinto, Éfeso, Troas, Roma, Galacia, Colosas, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia, Laodicea y Creta.
San Pablo expresó su inmenso regocijo al decir “todo lo he llenado del evangelio de Cristo” (Ro. 15:19). Él vivió varios años en su lugar de origen, Tarso, donde se supone, su testimonio y labor deben haber desarrollado alguna congregación, acerca de la cual no tenemos referencia. Hasta el día de hoy en España piensan que San Pablo visitó sus tierras y existe una ruta que supuestamente siguió. Sin embargo, bíblicamente, lo único que sabemos es que él tenía la intención de visitarla (Ro 15:24).
Al igual que dichos ejemplos, el apóstol Pedro escribe a los “expatriados de la dispersión” en varios lugares. Lo mismo hacen Santiago, Juan y Judas. Es de suponer que igualmente lo hicieron pensando en congregaciones cristianas que, debido a persecuciones, estaban integradas en modo muy rudimentario basándose en el principio de que “donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18:20).
Sorprende que en un lapso cercano a los 60–70 años, del grupo inicial establecido en Jerusalén, la iglesia se extendiera por tantos lugares en forma tan rápida, teniendo en cuenta las dificultades, persecuciones, falta de recursos económicos y falta de buenos medios de locomoción. Así se pone en evidencia el cumplimiento del mandato del Señor de que su evangelio partiera de Jerusalén hasta lo último de la tierra. Y, además, que el poder recibido por el Espíritu Santo como una experiencia transformadora de la vida y capacitadora para testificar, era el elemento vital para el avance del evangelio y el desarrollo de la iglesia.
5.     CONCLUSIONES
Con base en los elementos que han sido expuestos, considerados como raíz histórica y bíblica de la iglesia cristiana, cierro este capítulo con una serie de consideraciones o conclusiones generales.
(1) En primer lugar, para quienes hemos creído que Dios ha hablado a la humanidad, tanto por medio del Señor Jesucristo, como de la palabra escrita que tenemos en la Santa Biblia, tenemos que reconocer claramente lo siguiente: La iglesia no aparece en el mundo como un accidente más de la historia o como un simple resultado en la conjugación de fenómenos puramente humanos, económicos o culturales. La iglesia no es el producto de una mentalidad formada alrededor de mitos, leyendas o ingenuas creencias.
La iglesia es el producto del sentir, del pensar y del actuar manifiestamente intencionados de Dios en el mundo, en su preocupación por la redención, regeneración, protección y destino eterno de sus criaturas racionales. Ella constituye una parte fundamental en el desarrollo total del plan pensado y dirigido por Dios mismo.
Cualquiera que haya decidido seguir la fe de Jesucristo, y quien comprenda que su vocación cristiana es un llamado a servirle, debe armarse primeramente con estos pensamientos. Pues “no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios”. Tenemos ahora la “mente de Cristo”. Por lo cual debemos acomodar “lo espiritual a lo espiritual” (1 Co 2:12, 13, 16).
Comprendemos que algunas de las experiencias tocante a la iglesia cristiana no son las mejores ni las más acordes con lo que Dios espera y busca de ella. Pero esto de ninguna manera debe hacernos perder de vista su más íntima realidad, y que debe ser la que inspire y mantenga nuestras mejores actitudes y acciones hacia ella. Nuestra identificación con el proyecto de Dios en Cristo y en su iglesia debe instarnos, por un lado, a bendecir al Señor por su misericordia, y por otro, a disponernos a ser factores que permitan a la iglesia ser lo que Dios se ha propuesto que sea.
(2) La iglesia viene a ser el producto de un genuino “soplo” divino, al ser el Espíritu Santo mismo quien la inicia, la alienta, y la sostiene. No se puede entender, entonces, a la iglesia aparte de esa presencia, acción, aliento y dirección. Por la fe en Jesús, por el bautismo en agua y por el bautismo en un solo Espíritu, hemos sido incorporados a la iglesia (2 Co 3:17).
De manera que cuando se quiere ver a la iglesia únicamente como organización, o como parte de la historia o de algunas sociedades, primeramente debemos preguntar cuál es el lugar que el Espíritu Santo tiene en ella y en qué medida la está animando. Porque ciertamente la iglesia en sus muchas expresiones, una y otra vez se ha desviado o ha perdido su objetivo. Pero también una y otra vez el mismo Espíritu la ha vuelto a vivificar. Cualquiera que sea la orientación teológica que el estudiante de la Biblia y servidor del Señor en la iglesia tenga, debe entender que si el Espíritu de Dios no tiene el lugar que le corresponde, ella no podrá ser lo que Dios, y no los hombres, se ha propuesto que sea.
(3) La iglesia está formada por personas y es para las personas. Para ellas es el nuevo pacto y la nueva comunidad de creyentes.
Aunque este factor parece una repetición de cosas muy conocidas, sin embargo la historia de la iglesia, posterior a la época apostólica, indica claramente que el objetivo muchas veces se cambia. Se cambia por intereses económicos, políticos, militares, personales, colectivos o institucionales. Y hay que estar en guardia constantemente contra esto.
Dios busca hombres y mujeres. La iglesia, formada por estos, debe seguir buscando hombres y mujeres para que entren en toda la experiencia del nuevo pacto hecho posible por su mediador, nuestro Señor Jesucristo.
(4) Si bien en los rasgos históricos destacados vemos que en el plan divino las personas juegan un papel de trascendental importancia, hay que ver que lo son, no únicamente como el objeto del amor de Dios, sino como sujetos o agentes activos de una importante acción divina en el mundo. La iglesia recibe la bendición divina. Pero ella debe moverse, debe ir, debe agilizarse para que la bendición divina llegue por su medio a más personas. Por esto algunos dicen que la iglesia es misión, es tarea, es acción. Y esto plantea también serias inquietudes cuando las congregaciones cristianas se vuelven estáticas, sólo buscadoras de bendición, sin entrar en un serio y permanente compromiso con su Señor y con los seres que la necesitan.
Lo anterior atañe en forma muy especial a quienes tienen funciones de liderazgo en las iglesias. Porque cuidar y guiar al rebaño no es solamente alimentarlo y procurar que esté bien. Es guiarle para que dé lana, carne y leche. Dicho en los términos de Jesús respecto al reino de Dios, “para que produzca los frutos de él” (Mt 21:43).
¡Es un privilegio indescriptible conocer el nuevo pacto y formar parte del plan divino por medio de la iglesia! ¡Armémonos con estos pensamientos!
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