Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6
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Tipo de Archivo: PDF | Tamaño: MBytes | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
LA PALABRA DEL MENSAJE CRISTIANO
Logos significa palabra. El Cuarto Evangelio usa este vocablo en sentido técnico cuando llama a Jesús El Verbo; pero antes de ocuparnos con este uso especial de logos,
necesitamos estudiar su utilización ordinaria en el NT. Naturalmente,
esta es una de las palabras griegas más comunes, pero, aún así, cuanto
más la estudiemos, más veremos la riqueza que contiene su significado.
Ho logos, la palabra, llega a ser casi sinónimo de mensaje cristiano. Marcos nos dice que Jesús predicaba la palabra a las multitudes (Mr. 2:2). En la parábola del sembrador, la semilla era la palabra (Mr. 4:14). La tarea de Pablo y de sus compañeros era predicar la palabra (Hch. 14:25). Muy a menudo se le llama palabra de Dios (Lc. 5:1; 11:28; Jn. 10:35; Hch. 4:31; 6:7; 13:44; 1 Co. 14:36; He. 13:7). Algunas veces, es la palabra del Señor (1 Ts. 4:15; 2 Ts. 3:1). Y, una vez, es la palabra de Cristo (Col. 3:16). Ahora bien, en griego, el genitivo puede ser subjetivo u objetivo. Si estos genitivos son subjetivos las frases significan: la palabra que Dios dio, la palabra que el Señor dio, la palabra que Cristo dio. Si son objetivos,
significan: la palabra que dice de Dios, del Señor y de Cristo. Con
toda probabilidad, tanto los significados subjetivos como los objetivos
están implicados en estas frases, lo cual quiere decir que el mensaje
cristiano, el logos, la palabra, es algo que viene de
Dios; no es un descubrimiento del hombre, sino un don de Dios. Y es algo
que dice de Dios, algo que el hombre no podía haber descubierto por sí
mismo.
El hecho mismo de que logos sea casi sinónimo de mensaje cristiano, ya es significativo, pues, evidentemente, quiere decir que este mensaje es hablado,
y, por tanto, no aprendido de un libro, sino transmitido de persona a
persona. Papías, el escritor cristiano del siglo II, dice que aprendió
más de vivir la palabra de Dios y de perseverar en ella, que de
cualquier libro. El mensaje cristiano viene muchísimo más a menudo a
través de la personalidad viva que a través de las páginas escritas o
impresas.
Esta palabra, este logos, tiene ciertos oficios.
(I) La palabra juzga (Jn. 12:48).
Un viejo catecismo pregunta qué sucederá a quien haga caso omiso de las
verdades detalladas en él. Su respuesta es: la condenación, y de las
más grandes, por cuanto el lector ya no puede alegar ignorancia. Saber
de la verdad no es solamente un privilegio; es, también, una
responsabilidad que recae sobre nosotros.
(II) La palabra purifica (Jn. 15:3; 1 Ti. 4:5).
Purifica, desenmascarando el mal e indicando el camino de hacer el
bien. La palabra corrige lo erróneo y exhorta a conducirse rectamente.
Purifica en el sentido de que procura desarraigar los viejos defectos e
infundir aliento para ir en pos de nuevas virtudes.
(III) A través de la palabra viene la creencia
(Hch. 4:4). Ningún hombre puede creer en el mensaje cristiano hasta que
no lo haya oído. La palabra es la que da a un hombre la oportunidad de
creer; y, habiéndola oído, tiene el deber de darla a conocer a otros
para que también crean.
(IV) La palabra es el agente del nuevo nacimiento
(1 P. 1:23). Una cosa es cierta, como G. K. Chesterton dijo: “Sea un
hombre lo que sea, no es lo que debe ser” (según Dios). Tiene que ser
cambiado tan radicalmente, que ese cambio puede únicamente llamarse
nuevo nacimiento, y la palabra es el primer agente en esta tremenda
operación recreadora.
El estudio de la palabra logos llega a ser de primera necesidad cuando conocemos lo que el NT dice sobre cuál ha de ser nuestra actitud para con ella.
(I) El logos debe ser oído (Mt. 13:20;
Hch. 13:7, 44). El cristiano tiene impuesto el deber de escuchar. Entre
las múltiples voces del mundo, debe afinar el oído para distinguir lo
que es mensaje de Dios. El cristiano nunca se dará la oportunidad de
conocer si, previamente, no se da la de escuchar.
(II) El logos debe ser recibido
(Lc. 8:13; Stg. 1:21; Hch. 8:14; 11:1; 17:11). Hay una forma de
escuchar que es puramente superficial. O la corriente de palabras
resbala sobre el oyente, por no hacerle efecto alguno, o escucha y se
desentiende del asunto por considerar que no le sirve para nada. El
mensaje cristiano no debe ser únicamente escuchado, sino también
introducido en el corazón y en la mente, i.e. incorporado.
(III) El logos debe ser afianzado
(Lc. 8:13). Los griegos decían que “el tiempo todo lo borra”. Una
palabra puede ser oída, aceptada y, más tarde o más temprano, borrada
por el paso del tiempo. El mensaje cristiano debe ser deliberadamente
retenido. Ha de ocupar en la mente un lugar privilegiado. Ha de pensarse
en él, meditarse, para que nunca se pierda.
(IV) El logos es para permanecer en él (Jn. 8:31).
Cada hombre tiene su propio círculo de pensamientos e ideas en que
vive, se mueve y tiene su razón de ser; en que descansa su vida y por el
que dirige sus actividades. El mensaje cristiano debe ser aquello en y
por lo que un hombre viva.
(V) El logos debe ser cumplido (Jn. 8:51; 14:23; 1 Jn. 2:5;
Ap. 3:8). El mensaje cristiano es más que materia de conocimiento para
la mente; es dirección para la vida. Se realiza en la acción, no en la
especulación. Demanda obediencia. No es meramente algo para pensar; es
una ética y una ley para ser acatadas.
(VI) El logos debe ser testificado
(Hch. 8:25; Ap. 1:2). Es algo de lo que toda la vida de un hombre es
testigo. Un hombre solamente demostrará que lo ha aceptado, viviéndolo.
Sea cual fuere la sociedad de este hombre y el lugar que ocupe en ella,
toda su vida y su acción deben decir del logos: “Yo sé que es verdadero, de lo cual doy fe”.
(VII) El logos debe ser servido (Hch. 6:4). El logos
impone deberes. No es algo que un hombre acepta para sí, y nada más; es
algo que ese hombre debe anhelar llevar a otros. No es algo que
únicamente trae salud a su alma, sino algo por lo que debe estar
dispuesto a consumir su vida.
(VIII) El logos debe ser anunciado. Dos palabras son especialmente usadas al respecto. 2 Ti. 4:2 usa la palabra kerussein, que es la utilizada con referencia a un heraldo que está proclamando algo. En Hechos 15:36 y 17:13 se emplea kataggellein,
que es la palabra usada cuando se trata de una declaración oficial y
autoritativa. La proclamación debe ser hecha con autoridad y con
certeza, porque, cuando anunciamos el mensaje cristiano a otros, no
partimos de: “Así digo yo”, sino de “así dice el Señor”.
(IX) El logos debe ser hablado con denuedo (Hch. 4:29; Fil. 1:14). Hace algún tiempo se publicó un libro con el sugestivo título de No Más Apologías.
Esto bien podría significar que hemos estado demasiado ansiosos de
enfrentarnos a medias con el mundo, que hemos tratado demasiado de
afinar el mensaje cristiano para los oídos del mundo, que lo hemos
aguado y mutilado a fin de hacerlo menos exigente y, por tanto, más
atractivo. Debería haber cierta inflexibilidad de calidad en nuestra
proclamación del logos.
(X) El logos debe ser enseñado
(Hch. 18:11). El mensaje cristiano principia con la proclamación, pero
debe seguir con la explicación. Una de las más graves flaquezas de la
iglesia es que hay demasiadas personas que no saben lo que significa
cristianismo ni lo que éste cree ni lo que representa; y una de las
mayores faltas de la predicación es que, a menudo, exhorta a los hombres
a ser cristianos sin enseñarles lo que es el cristianismo. La enseñanza
constituye una parte esencial del mensaje cristiano.
(XI) El logos debe ser llevado a la práctica
(Stg. 1:22). El mensaje cristiano no es, exclusivamente, para la calma
del estudio, para la disección de la cátedra, para las acrobacias
mentales del grupo de discusión. Es para vivirlo cotidianamente.
(XII) El logos puede ser causa de persecución y sufrimiento
(1 Ts. 1:6; Ap. 1:9). No es probable que tengamos que morir por nuestra
fe; pero tendremos que vivir por ella, y pueden venir tiempos en que
tengamos que escoger entre lo fácil y lo recto.
Si nuestra relación con el logos implica obligaciones, estará inevitablemente expuesta a los fracasos.
(I) En el logos puede dejarse de creer
(1 P. 2:8), porque el oyente piense que es demasiado bueno para creerlo
o porque, en su creencia fundada en los deseos más que en los hechos,
no quiere que sea cierto, ya que el logos condena su vida y busca cambiarla.
(II) El logos puede ser tanto arrebatado como ahogado (Mt. 13:22; cf. Mr. 4:15).
Las tentaciones, los impulsos, las pasiones de la vida, pueden hacer a
un hombre olvidar el mensaje cristiano poco después de oírlo. Las
actividades, los cuidados, afanes y placeres del vivir pueden tomar
tanto de la existencia de una persona, que el mensaje cristiano se ahoga
en ella porque no tiene dónde alentar.
(III) El logos puede ser falsificado y adulterado (2 Co. 2:17; 4:2).
Siempre que un hombre comience a escucharse y, por tanto, a dejar de
escuchar a Dios, su versión del mensaje cristiano será distorsionada e
inadecuada. Siempre que olvide someter sus conceptos e ideas a la prueba
de la Palabra del Espíritu de Dios, producirá una versión del mensaje
cristiano que será suya, pero no de Dios. Si continúa obrando así,
acabará por amar a su pequeño sistema más que a la verdad de Dios.
(IV) El logos puede ser invalidado (Mr. 7:13).
Es fatalmente fácil desplazar el mensaje cristiano, obscurecerlo con
interpretaciones humanas, complicar su sencillez a base de condiciones,
reservas y aclaraciones. Siempre que consideremos el mensaje cristiano
como algo con lo que tenemos que efectuar un acuerdo, más bien que como
algo a lo que nos tenemos que rendir, corremos el riesgo de hacerlo
ineficaz. Sin “sometimiento” al mensaje, éste no puede hacer ni lograr
su pleno efecto.
Cuando examinamos el
contenido del mensaje cristiano en el NT, empezamos a apreciar, como
nunca, las riquezas de esta fe que se nos ofrece. La palabra logos
se emplea en el Nuevo Testamento por lo menos con siete genitivos
diferentes, los cuales expresan en qué consiste el mensaje. Veámoslos.
(I) El mensaje cristiano es una palabra de buenas nuevas
(Hch. 15:7). Nos trae tales noticias de Dios, que hacen al corazón
cantar de gozo. El día más grande de la vida de un hombre es aquel en
que descubre el amor. El mensaje cristiano conduce al hombre a descubrir
nada menos que el amor de Dios.
(II) El mensaje cristiano es una palabra de verdad (Jn. 17:7;
Ef. 1:13; Stg. 1:8). Toda la vida es una búsqueda profunda de la
verdad. “¿Qué es la verdad?”, preguntó el burlón de Pilato, y no aguardó
la respuesta. Puede que sea así; pero la vida resultaría intolerable si
no hubiera estrellas fijas. El mensaje cristiano infunde seguridad al
hombre.
(III) El mensaje cristiano es una palabra de vida (Fil. 2:16). El mensaje cristiano capacita al hombre para dejar de existir y comenzar a vivir. Le da Vida, con V mayúscula.
(IV) El mensaje cristiano es una palabra de justicia (He. 5:13)
que dice al hombre dónde queda la bondad; le muestra lo que es
misericordia; le da nuevas normas de vida; lo capacita para
enriquecerlas y le da poder para cumplirlas.
(V) El mensaje cristiano es una palabra de reconciliación (2 Co. 5:19).
La misma esencia de esta declaración es que Dios no se considera
nuestro enemigo: es nuestro amigo. No se trata de que Dios necesitará
reconciliarse con nosotros; el NT nunca dice eso. Eramos nosotros
quienes necesitábamos ser reconciliados con Dios. La gran dádiva del
mensaje cristiano es quitar la enajenación del hombre respecto de Dios y
hacer posible la más grande las amistades.
(VI) El mensaje cristiano es una palabra de salvación
(Hch. 13:26). Es la palabra de rescate. Rescata al hombre de los lazos
del mal que lo maniataban. Lo potencia para vencer las tentaciones y
obrar rectamente y con cordura. Lo libra del castigo que hubiera recaído
sobre él si Dios le hubiese tratado según justicia y razón, y no con
amor. Lo eleva sobre el estado mortecino en que se encuentra en esta
vida, estado en que se hubiera encontrado en la otra.
(VII) El mensaje cristiano es la palabra de la cruz (1 Co. 1:18).
Es la historia de uno que murió por los hombres. Es la historia de un
amor que no se detuvo ante el sacrificio y que, por tanto, demuestra no
haber nada que Dios no arrostre, sufra o sacrifique por amor al hombre.
El corazón del logos cristiano es la cruz.
En el NT hay un uso técnico de la palabra logos. Está en el prólogo del Cuarto Evangelio, y culmina en la gran declaración: “La Palabra (logos) fue hecha carne, y habitó entre nosotros” (Jn. 1:14).
Esta es una de las afirmaciones más trascendentales del NT, y tendremos
que profundizar en ella si queremos apoderarnos de algo de su
significado.
(I) Debemos empezar recordando que, en griego, logos tiene dos significados: palabra y razón, y ambos se entretejen juntamente.
(II) Comencemos por el trasfondo judío de esta palabra. En el pensamiento judío, una palabra no era simplemente un sonido articulado que expresa una idea: la palabra hacía cosas. La palabra de Dios no es un mero sonido: es una causa eficiente. En el relato de la creación, la palabra de Dios crea. Dios dijo: sea la luz; y fue la luz (Gn. 1:3). Por la palabra de Dios, fueron hechos los cielos … porque él dijo, y fue hecho (Sal. 33:6, 9). Envió su palabra, y los sanó (Sal. 107:20). La palabra de Dios hace lo que él quiere (Is. 55:11). Debemos recordar siempre que, en el pensamiento judío, la palabra de Dios no sólo decía, también hacía.
(III)
Hubo un tiempo en que los judíos hablaban arameo porque habían olvidado
su lengua hebrea. Por tanto, fue necesario traducir las Escrituras al
arameo. Estas traducciones se llaman Targums. Ahora bien, como, en la
simplicidad del AT, se atribuían a Dios sentimientos, acciones,
reacciones y pensamientos al estilo de los hombres, los artífices de los
Targums sintieron que todo esto aplicado al Altísimo seguía siendo
demasiado humano, y, entonces, comenzaron a usar una circunlocución para
expresar el nombre de Dios, es decir, no hablaban de Dios, sino de la Palabra, la memra de Dios, dando lugar a lo siguiente: en Ex. 19:17, los Targums dicen que Moisés sacó del campamento al pueblo para encontrarse con la memra, la Palabra de Dios, en vez de con Dios. En Dt. 9:3, la palabra de Dios, la memra, es fuego consumidor. En Is. 48:13 leemos: Mi mano fundó también la tierra y midió los cielos. Y en los Targums se dice: Por mi Palabra, mi memra,
he fundado la tierra, y por mi fuerza he suspendido los cielos. El
resultado fue que las escrituras judías, en su forma popular, se
llenaron de la frase: La Palabra, la memra de Dios; y la palabra estaba siempre haciendo, no meramente diciendo.
(IV) Recordemos que palabra y razón están entrelazadas. En el pensamiento judío hay otra gran concepción: la de Sabiduría (sophia). Esto es así mayormente en Proverbios. Dios con sabiduría fundó la tierra (Pr. 3:13–20).
El gran pasaje está en 8:1–9, donde la sabiduría existe desde siempre;
antes que la tierra lo fuera, la sabiduría estaba con Dios. Esta idea se
encuentra muy desarrollada en los libros escritos entre los dos
Testamentos. En Eclesiástico 1:1–10 se dice que la Sabiduría fue concebida antes de todas las cosas, y que está derramada sobre toda la creación. En la Sabiduría de Salomón, la Sabiduría lo hace todo (9:12). La Sabiduría fue el instrumento de Dios en la creación y está entretejida con toda ella.
De este modo, en el pensamiento judío tenemos dos grandes concepciones respaldando la idea de Jesus como la Palabra, el logos de Dios. Primera, la Palabra de Dios no es únicamente discurso: es poder. Segunda, resulta imposible separar las ideas de Palabra y Sabiduría; y la Sabiduría de Dios fue lo que creó y penetró el universo que él hizo.
Al
final del siglo I, la iglesia tuvo que hacer frente a un serio problema
de comunicación. La iglesia se originó en el judaísmo, pero necesitaba
presentar su mensaje a un mundo griego, que las categorías del judaísmo
le eran ajenas. Como Goodspeed indica: “Un griego que quisiera ser
cristiano estaba obligado a aceptar a Cristo, el Mesías. Naturalmente,
preguntaría qué significaba eso, y hubiese habido que darle un cursillo
de apocalíptica judía. ¿No había otra forma de introducirle directamente
en los valores de la civilización cristiana sin ser siempre dirigido,
podríamos incluso decir desviado, a través del judaísmo? ¿Debía el
cristianismo utilizar siempre un vocabulario judío?” Alrededor del año
100 d. de J.C., hubo un hombre en Efeso, llamado Juan, que advirtió el
problema. Este hombre fue quizás la mente más grande de la iglesia
cristiana; y, repentinamente, vio la solución. Tanto judíos como griegos tenían la concepción del logos de Dios, ¿no podrían aunarse las dos ideas? Veamos el trasfondo griego con que trabajó Juan.
(I)
Por el año 560 a. de J.C., hubo un filósofo griego, llamado Heráclito,
que también vivió en Efeso. Este pensador concebía el mundo como un flujo.
Todo está cambiando continuamente; no hay nada estático en el mundo.
Pero, si todo cambia sin cesar, ¿por qué no es el mundo un completo y
absoluto caos? Su respuesta fue: “Todo sucede conforme al logos”. En el mundo operan una razón y una mente; esa mente es la de Dios, es el logos de Dios; y el logos es el que hace que el universo sea un cosmos ordenado, y no un confuso caos.
(II) Esta idea de una mente, una razón, un logos, gobernando el mundo fascinaba a los griegos. Anaxágoras habló de la mente (nous) que “todo lo gobierna”. Platón decía que el logos
de Dios era el que mantenía los planetas en sus órbitas y el que traía
de vuelta las estaciones y los años en sus tiempos determinados. Pero
fueron los estoicos, que estaban en su apogeo cuando el NT fue escrito,
quienes amaron apasionadamente esta concepción. Para ellos el logos
de Dios “vagaba—como Cleanto decía—por todas las cosas”. El curso de
los tiempos, de las estaciones, de las mareas, de las estrellas, en fin,
de todo, era ordenado por el logos; el logos fue el que introdujo la razón en el mundo. Posteriormente, la propia mente del hombre era una pequeña porción del logos: “La razón no es otra cosa que una partícula del espíritu divino inmersa en el cuerpo humano”, dijo Séneca. El logos fue el que puso la razón en el universo y en el hombre; y este logos era la mente de Dios.
(III)
Esta concepción llegó a su clímax con Filón, un judío alejandrino que
fusionó el método de pensamiento hebreo con los conceptos griegos. Para
Filón el logos de Dios estaba “inscrito y grabado en la constitución de todas las cosas”. El logos
es “el guardián por medio del que el piloto del universo gobierna todas
las cosas”. “Los hombres se igualan en su capacidad de entender al logos”. “El logos es el sumo sacerdote que pone las almas ante Dios”. El logos es el puente entre el hombre y Dios.
Ahora podemos ver lo que Juan estaba haciendo por medio de su importantísima y profunda declaración: “La Palabra fue hecha carne”.
(I)
Estaba vistiendo al cristianismo con un ropaje que un griego podía
interpretar. He aquí un desafío para nosotros. El rehusó seguir
expresando el cristianismo por medio de las anticuadas categorías del
judaísmo, y usó categorías que, en su tiempo, se conocían y entendían.
Una y otra vez la iglesia ha fracasado en esta tarea (de expresar las
mismas ideas con distintas categorías) por pereza mental, por miedo a
cortar las amarras del pasado, por huir de alguna posible herejía; pero
“el hombre que quiera descubrir un nuevo continente tiene que aceptar el
riesgo de navegar por un mar que no está en la carta”. Si, en cualquier
tiempo, hemos de hablar a las gentes del mensaje cristiano, debemos
utilizar un lenguaje que puedan entender. Esto es precisamente lo que
Juan hizo.
(II) El autor del Cuarto Evangelio estaba dándonos una nueva cristología. Llamando a Jesús logos, Juan declaraba que (a) Jesús es el poder creador de Dios venido a los hombres. Jesús no sólo habló la palabra de conocimiento: El es la palabra de poder. Jesús no vino tanto para decirnos cosas como para hacer
cosas por nosotros. (b) Jesucristo es la mente de Dios encarnada.
Podríamos bien traducir las palabras de Juan: “La mente de Dios se hizo
hombre”. Una palabra es siempre “la expresión de un pensamiento”, y
Jesús es la perfecta expresión del pensamiento de Dios para los hombres.
Haremos bien en redescubrir y predicar otra vez a Jesucristo como el logos, la Palabra de Dios.