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Tipo de Archivo: PDF | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
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FUENTES Y ARROYOS
«Esto dice el Señor: Paraos en los caminos, y ved, y preguntad sobre las sendas antiguas, cuál sea el camino bueno, y andad por él; y hallaréis refrigerio para vuestras almas» (Jeremías 6:16).
Supongamos que la ciencia médica nos ordenara, para librarnos de alguna enfermedad grave, la permanencia en uno de esos parajes privilegiados por la naturaleza con una fuente de aguas medicinales.
¿Nos conformaríamos con ir a bebería de algún arroyuelo procedente del manantial, después de haber estado expuesta al polvo e inmundicia de un cauce abierto? ¿No es más probable que querríamos ir al origen mismo, al lugar preciso de donde brota la esperanza de nuestra salud: de las entrañas mismas de la tierra? De otra manera no tendríamos garantía de que nuestro esfuerzo va a ser coronado por el éxito.
He aquí la imagen de la religión. Unicamente acudiendo a las Fuentes del Cristianismo podemos alcanzar la seguridad de que nuestra fe es lo que debe ser según Dios, y no marchamos por un camino equivocado en asunto de tantísima importancia.
¡Fuera indiferencia!
Es lamentabilísimo el poco interés que hay en nuestros días por las investigaciones de carácter religioso. El pueblo se interesa por conocer los secretos de las artes, de las ciencias y las reglas y principios de los modernos juegos, pero no estudia los fundamentos de la religión de un modo inteligente. En este supremo asunto se le ha enseñado a no preguntar por temor de caer en herejía, y realmente ha caído en el extremo opuesto, el del indiferentismo religioso.
A excepción de algunas almas piadosas en cada parroquia, la generalidad no piensa en la religión más que para los actos oficiales, y millares de católicos, así como también muchos millares de protestantes, en ciertos países, no debieran llevar el nombre de cristianos, porque no creen en los dogmas de su iglesia. No quieren distinguirse como militantes de alguna secta, pero blasonan de que ellos toman de la religión lo que les parece; y el resultado de este credo, flojo e inseguro, es la más desastrosa indiferencia, rayana en la incredulidad.
Los deseos de un buen católico
Afortunadamente, y sobre todo después de las mejoras introducidas por el Concilio Vaticano II, existe hoy día un buen número de católicos que se preocupa por las esencias de su religión, personas cuyas aspiraciones y deseos espirituales no son satisfechos, originando dudas que no se atreven a abrigar por temor a caer en herejía. Haciendo el asunto personal: ¿No es verdad, amigo lector, que quisieras tener una seguridad absoluta de cuál será tu destino al abandonar este mundo, apartando de tu vista el terrible espectro del purgatorio, acerca del cual tienes fundadas dudas?
Quisieras ver el cielo más cerca. Por esto te alegras cuando encuentras algún buen trozo del Evangelio en las hojas parroquiales, o cuando el sacerdote predica un buen sermón en lengua vulgar.
Quisieras que el Concilio Vaticano II se hubiera pronunciado de un modo más claro y más avanzado acerca de muchos puntos débiles o dudosos de la Iglesia Católica, a fin de poder tapar la boca de los que echan en cara a la Iglesia enseñanzas de tipo medieval, que comprendes son una rémora para la fe en el siglo XX; pero no te atreves a separarte de la religión que te enseñaron tus padres, pues reconoces que hay deberes para con Dios que te conviene cumplir.
Todos faltamos muchas veces a la ley divina, y ¿quién se atreverá a rehusar la ayuda que ofrece la religión en asuntos del alma?
Además, nunca te ha convencido la incredulidad, pues es imposible negar la existencia de Dios ante un universo ordenado con sabiduría.
Por eso, aunque veas lagunas en la religión católica, la aceptas sin vacilaciones. Es la que lleva el sello apostólico, es la que Cristo fundó, es la que te enseñaron los padres. ¿Dónde hallarías otra mejor?
Ciertamente, lector querido, no vamos a buscar para salvarnos la religión budista, como algunos pretenden, cuando tenemos el cristianismo en casa; y esas lagunas que ves en el cristianismo no provienen de su divino origen, como vamos a demostrarlo en seguida, sino del polvo y barro del camino que la religión cristiana viene arrastrando en el transcurso de los siglos.
Lo probable es que el lector no se ha dado cuenta todavía de la gran cantidad de estos elementos que entran en el arroyo que se llama Iglesia Católica Romana.
Un examen necesario
Estamos seguros de que el lector no confiaría su fortuna o ahorros, caso que los tuviera, a algún banco de cuya solvencia no estuviera bien seguro; y, aun después de esto, continuaría vigilando las operaciones de dicha entidad para asegurarse de que ningún peligro amenaza sus intereses. Y en cuanto al asunto de la salvación del alma, ¿no debemos examinar seriamente si la fe que profesamos es la que Dios quiere, y la que puede llevarnos con toda seguridad a la felicidad eterna?
La doctrina de Cristo, sus milagros, su resurrección de entre los muertos y la sinceridad de los santos apóstoles, sellada con su sangre, son cosas bastante bien garantizadas por la Historia y la experiencia cristiana para que nadie pueda negarlas.
La Iglesia primitiva y otras iglesias
Es cierto que Cristo estableció su Iglesia sobre el fundamento de los apóstoles, pero tienes que llegar a darte cuenta —si no te la estás dando ya a medida que lees el Nuevo Testamento— que aquélla no era la Iglesia Romana, sino una Iglesia muy diferente de ésta, en muchos sentidos y aspectos. Aquella Iglesia Apostólica podía llevar con razón el título de Católica o Universal, porque agrupó en sus principios a todos los verdaderos cristianos, pero tras una enconada disputa acerca de la supremacía de los obispos, se formaron diversas ramas del cristianismo, agrupándose unas iglesias alrededor del obispo de Roma; otras, alrededor del patriarca de Constantinopla, y otras quedaron independientes de una y otra jurisdicción.
Hacer depender la salvación del alma de la adhesión personal a una u otra de estas ramas es el colmo del partidismo y del absurdo. No hay ni una palabra de Cristo que autorice semejante principio. La salvación y perdición del alma, en el Evangelio, se hace depender, no de la adhesión exterior a una iglesia, que nada cuesta, sino de la doctrina que domina la conciencia y la vida.
Cualquier desviación de las enseñanzas recibidas por revelación divina es un pecado grave, del que no sólo las autoridades religiosas, sino cada creyente, somos responsables, desde el momento que nos percatamos de ello.
Por esto, la unidad de la Iglesia es y será imposible en tanto exista alguna desviación de las doctrinas de Cristo; pues el cristiano sincero sacrifica todos los reparos de conveniencia y de tradición ante la pureza de la fe.
Cómo tuvo lugar la transformación del cristianismo
Dos grandes fuerzas obraron en la elaboración del tipo de cristianismo católico-romano. Primeramente, las doctrinas purísimas y evangélicas predicadas por el Divino Maestro y sus apóstoles durante las primeras décadas de nuestra Era.
En segundo lugar, la religión sacerdotal pagana.
Esta mezcla se hizo poco a poco, siendo la principal causa de ello la introducción en la Iglesia de multitudes convertidas sólo de nombre por seguir la corriente del siglo. Estas, echando de menos el fausto y costumbres de sus iglesias paganas, influyeron en la introducción de ritos y ceremonias de su culto a las que se dio un giro y aplicación cristianas. Y lo peor es que no sólo sufrieron merma en el transcurso de los siglos la espiritualidad y sencillez del culto cristiano, sino que la misma doctrina experimentó un cambio trascendental con la invención de nuevos dogmas, como los que en nuestra misma época fueron proclamados después de siglos de discusión entre las más destacadas personalidades del Catolicismo Romano. Tales dogmas son por lo general favorables a los intereses materiales de la Iglesia, pero muy perjudiciales a la pureza de la fe, al crédito de la religión y a la salvación de las almas.
«Esto dice el Señor: Paraos en los caminos, y ved, y preguntad sobre las sendas antiguas, cuál sea el camino bueno, y andad por él; y hallaréis refrigerio para vuestras almas» (Jeremías 6:16).
Supongamos que la ciencia médica nos ordenara, para librarnos de alguna enfermedad grave, la permanencia en uno de esos parajes privilegiados por la naturaleza con una fuente de aguas medicinales.
¿Nos conformaríamos con ir a bebería de algún arroyuelo procedente del manantial, después de haber estado expuesta al polvo e inmundicia de un cauce abierto? ¿No es más probable que querríamos ir al origen mismo, al lugar preciso de donde brota la esperanza de nuestra salud: de las entrañas mismas de la tierra? De otra manera no tendríamos garantía de que nuestro esfuerzo va a ser coronado por el éxito.
He aquí la imagen de la religión. Unicamente acudiendo a las Fuentes del Cristianismo podemos alcanzar la seguridad de que nuestra fe es lo que debe ser según Dios, y no marchamos por un camino equivocado en asunto de tantísima importancia.
¡Fuera indiferencia!
Es lamentabilísimo el poco interés que hay en nuestros días por las investigaciones de carácter religioso. El pueblo se interesa por conocer los secretos de las artes, de las ciencias y las reglas y principios de los modernos juegos, pero no estudia los fundamentos de la religión de un modo inteligente. En este supremo asunto se le ha enseñado a no preguntar por temor de caer en herejía, y realmente ha caído en el extremo opuesto, el del indiferentismo religioso.
A excepción de algunas almas piadosas en cada parroquia, la generalidad no piensa en la religión más que para los actos oficiales, y millares de católicos, así como también muchos millares de protestantes, en ciertos países, no debieran llevar el nombre de cristianos, porque no creen en los dogmas de su iglesia. No quieren distinguirse como militantes de alguna secta, pero blasonan de que ellos toman de la religión lo que les parece; y el resultado de este credo, flojo e inseguro, es la más desastrosa indiferencia, rayana en la incredulidad.
Los deseos de un buen católico
Afortunadamente, y sobre todo después de las mejoras introducidas por el Concilio Vaticano II, existe hoy día un buen número de católicos que se preocupa por las esencias de su religión, personas cuyas aspiraciones y deseos espirituales no son satisfechos, originando dudas que no se atreven a abrigar por temor a caer en herejía. Haciendo el asunto personal: ¿No es verdad, amigo lector, que quisieras tener una seguridad absoluta de cuál será tu destino al abandonar este mundo, apartando de tu vista el terrible espectro del purgatorio, acerca del cual tienes fundadas dudas?
Quisieras ver el cielo más cerca. Por esto te alegras cuando encuentras algún buen trozo del Evangelio en las hojas parroquiales, o cuando el sacerdote predica un buen sermón en lengua vulgar.
Quisieras que el Concilio Vaticano II se hubiera pronunciado de un modo más claro y más avanzado acerca de muchos puntos débiles o dudosos de la Iglesia Católica, a fin de poder tapar la boca de los que echan en cara a la Iglesia enseñanzas de tipo medieval, que comprendes son una rémora para la fe en el siglo XX; pero no te atreves a separarte de la religión que te enseñaron tus padres, pues reconoces que hay deberes para con Dios que te conviene cumplir.
Todos faltamos muchas veces a la ley divina, y ¿quién se atreverá a rehusar la ayuda que ofrece la religión en asuntos del alma?
Además, nunca te ha convencido la incredulidad, pues es imposible negar la existencia de Dios ante un universo ordenado con sabiduría.
Por eso, aunque veas lagunas en la religión católica, la aceptas sin vacilaciones. Es la que lleva el sello apostólico, es la que Cristo fundó, es la que te enseñaron los padres. ¿Dónde hallarías otra mejor?
Ciertamente, lector querido, no vamos a buscar para salvarnos la religión budista, como algunos pretenden, cuando tenemos el cristianismo en casa; y esas lagunas que ves en el cristianismo no provienen de su divino origen, como vamos a demostrarlo en seguida, sino del polvo y barro del camino que la religión cristiana viene arrastrando en el transcurso de los siglos.
Lo probable es que el lector no se ha dado cuenta todavía de la gran cantidad de estos elementos que entran en el arroyo que se llama Iglesia Católica Romana.
Un examen necesario
Estamos seguros de que el lector no confiaría su fortuna o ahorros, caso que los tuviera, a algún banco de cuya solvencia no estuviera bien seguro; y, aun después de esto, continuaría vigilando las operaciones de dicha entidad para asegurarse de que ningún peligro amenaza sus intereses. Y en cuanto al asunto de la salvación del alma, ¿no debemos examinar seriamente si la fe que profesamos es la que Dios quiere, y la que puede llevarnos con toda seguridad a la felicidad eterna?
La doctrina de Cristo, sus milagros, su resurrección de entre los muertos y la sinceridad de los santos apóstoles, sellada con su sangre, son cosas bastante bien garantizadas por la Historia y la experiencia cristiana para que nadie pueda negarlas.
La Iglesia primitiva y otras iglesias
Es cierto que Cristo estableció su Iglesia sobre el fundamento de los apóstoles, pero tienes que llegar a darte cuenta —si no te la estás dando ya a medida que lees el Nuevo Testamento— que aquélla no era la Iglesia Romana, sino una Iglesia muy diferente de ésta, en muchos sentidos y aspectos. Aquella Iglesia Apostólica podía llevar con razón el título de Católica o Universal, porque agrupó en sus principios a todos los verdaderos cristianos, pero tras una enconada disputa acerca de la supremacía de los obispos, se formaron diversas ramas del cristianismo, agrupándose unas iglesias alrededor del obispo de Roma; otras, alrededor del patriarca de Constantinopla, y otras quedaron independientes de una y otra jurisdicción.
Hacer depender la salvación del alma de la adhesión personal a una u otra de estas ramas es el colmo del partidismo y del absurdo. No hay ni una palabra de Cristo que autorice semejante principio. La salvación y perdición del alma, en el Evangelio, se hace depender, no de la adhesión exterior a una iglesia, que nada cuesta, sino de la doctrina que domina la conciencia y la vida.
Cualquier desviación de las enseñanzas recibidas por revelación divina es un pecado grave, del que no sólo las autoridades religiosas, sino cada creyente, somos responsables, desde el momento que nos percatamos de ello.
Por esto, la unidad de la Iglesia es y será imposible en tanto exista alguna desviación de las doctrinas de Cristo; pues el cristiano sincero sacrifica todos los reparos de conveniencia y de tradición ante la pureza de la fe.
Cómo tuvo lugar la transformación del cristianismo
Dos grandes fuerzas obraron en la elaboración del tipo de cristianismo católico-romano. Primeramente, las doctrinas purísimas y evangélicas predicadas por el Divino Maestro y sus apóstoles durante las primeras décadas de nuestra Era.
En segundo lugar, la religión sacerdotal pagana.
Esta mezcla se hizo poco a poco, siendo la principal causa de ello la introducción en la Iglesia de multitudes convertidas sólo de nombre por seguir la corriente del siglo. Estas, echando de menos el fausto y costumbres de sus iglesias paganas, influyeron en la introducción de ritos y ceremonias de su culto a las que se dio un giro y aplicación cristianas. Y lo peor es que no sólo sufrieron merma en el transcurso de los siglos la espiritualidad y sencillez del culto cristiano, sino que la misma doctrina experimentó un cambio trascendental con la invención de nuevos dogmas, como los que en nuestra misma época fueron proclamados después de siglos de discusión entre las más destacadas personalidades del Catolicismo Romano. Tales dogmas son por lo general favorables a los intereses materiales de la Iglesia, pero muy perjudiciales a la pureza de la fe, al crédito de la religión y a la salvación de las almas.
Vamos a considerar algunas de las doctrinas nuevas o modificadas, señalando:
1° Lo que la Iglesia enseña en la actualidad.
2° Lo que dice el Evangelio respecto al mismo asunto.
3° Lo que los santos padres de la Iglesia creyeron y predicaron referente a las mismas doctrinas. El testimonio de los santos padres es abundantísimo, pero no podemos dar sino unas pocas citas para no hacer interminable esta obrita.
Aunque para nosotros lo decisivo en materia de fe son las enseñanzas de la Sagrada Escritura, y no nos apoyamos en testimonio de hombres que pueden equivocarse, por más piadosos que sean, es en gran manera interesante ver lo que creían aquellos santos varones de los primeros siglos para confirmarnos en la fe que debemos poseer.
La contradicción a una creencia o doctrina de parte de cristianos fieles de los primeros siglos es prueba bastante clara de que tal doctrina no pertenecía al legado común apostólico, aunque otros padres la apoyen y defiendan, ya que ciertos errores se originaron bastante temprano en la Iglesia; pero, por lo general, no tuvieron tales errores la aceptación universal de las grandes verdades de la fe, como, por ejemplo, la muerte redentora de Cristo, la resurrección del Señor, su ascensión a los Cielos, y la esperanza de su segunda venida; sobre tales cosas no había discusión entre los cristianos. Tal consentimiento común, apoyando la enseñanza clara del Nuevo Testamento, es lo que los cristianos evangélicos buscamos para reconocer como auténtica y digna de crédito cualquier doctrina de nuestra fe.
1° Lo que la Iglesia enseña en la actualidad.
2° Lo que dice el Evangelio respecto al mismo asunto.
3° Lo que los santos padres de la Iglesia creyeron y predicaron referente a las mismas doctrinas. El testimonio de los santos padres es abundantísimo, pero no podemos dar sino unas pocas citas para no hacer interminable esta obrita.
Aunque para nosotros lo decisivo en materia de fe son las enseñanzas de la Sagrada Escritura, y no nos apoyamos en testimonio de hombres que pueden equivocarse, por más piadosos que sean, es en gran manera interesante ver lo que creían aquellos santos varones de los primeros siglos para confirmarnos en la fe que debemos poseer.
La contradicción a una creencia o doctrina de parte de cristianos fieles de los primeros siglos es prueba bastante clara de que tal doctrina no pertenecía al legado común apostólico, aunque otros padres la apoyen y defiendan, ya que ciertos errores se originaron bastante temprano en la Iglesia; pero, por lo general, no tuvieron tales errores la aceptación universal de las grandes verdades de la fe, como, por ejemplo, la muerte redentora de Cristo, la resurrección del Señor, su ascensión a los Cielos, y la esperanza de su segunda venida; sobre tales cosas no había discusión entre los cristianos. Tal consentimiento común, apoyando la enseñanza clara del Nuevo Testamento, es lo que los cristianos evangélicos buscamos para reconocer como auténtica y digna de crédito cualquier doctrina de nuestra fe.
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