sábado, 25 de junio de 2016

Cuando entré en tu casa, no me diste agua para los pies, pero ella me ha bañado los pies en lágrimas y me los ha secado con sus cabellos. Tú no me besaste, pero ella, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con aceite, pero ella me ungió los pies con perfume.

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




PASTOS FRESCOS PARA TU CONGREGACIÒN. ALIMENTA A LAS OVEJAS
Una mujer pecadora recibe perdón
Lucas 7:36-50
36 Uno de los fariseos le pidió que comiera con él; y cuando entró en la casa del fariseo, se sentó  a la mesa.
37 Y he aquí, cuando supo que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, una mujer que era pecadora en la ciudad llevó un frasco de alabastro con perfume.
38 Y estando detrás de Jesús, a sus pies, llorando, comenzó a mojar los pies de él con sus lágrimas; y los secaba con los cabellos de su cabeza. Y le besaba los pies y los ungía con el perfume. 39 Al ver esto el fariseo que le había invitado a comer, se dijo a sí mismo:
—Si éste fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, porque es una pecadora.
40 Entonces, respondiendo Jesús le dijo:
Simón, tengo algo que decirte.
El dijo:
—Di, Maestro.
41 -Cierto acreedor tenía dos deudores: Uno le debía quinientos denarios,  y el otro, cincuenta.
42 Como ellos no tenían con qué pagar, perdonó a ambos. Entonces,  ¿cuál de éstos le amará más?
43 Respondiendo Simón dijo:
—Supongo que aquel a quien perdonó más.
Y él le dijo:
Has juzgado correctamente.
44 Y vuelto hacia la mujer, dijo a Simón:
¿Ves esta mujer? Yo entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; pero ésta ha mojado mis pies con lágrimas y los ha secado con sus cabellos. 45 Tú no me diste un beso, pero desde que entré, ésta no ha cesado de besar mis pies. 46 Tú no ungiste mi cabeza con aceite, pero ésta ha ungido mis pies con perfume. 47 Por lo cual, te digo que sus muchos pecados son perdonados, puesto que amó mucho. Pero al que se le perdona poco, poco ama. 
48 -Y a ella le dijo-: Tus pecados te son perdonados. 
49 Los que estaban con él a la mesa comenzaron a decir entre sí:
—¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?
50 Entonces Jesús dijo a la mujer:
Tu fe te ha salvado; vete en paz. 

La mujer que enjugò sus làgrimas en los pies de Jesùs

LOS DOS DEUDORES 
(Lucas 7:36-50)

Este diálogo-parábola, que a simple vista parece sencillo, encierra dos cossa extraordinaris:

  1. Una belleza artística y 
  2. Una complejidad teológica dignas de estudio. 
Como la parábola del camello y el ojo de la aguja (Lc 18:18-30), este texto aparece a modo de parábola breve en medio de un diálogo teológico.

La cultura y la acción se solapan para dar forma a la Teología. Por tanto, hemos de examinar la parábola a la luz de estos dos factores.

Analizaremos la estructura global de las siete escenas y estudiaremos de forma detallada cada una de esas partes.

Empecemos, pues, por la estructura general:

El esquema general del mosaico teológico de esta parábola vendría a ser el siguiente:
  1. Introducción (el fariseo, Jesús, la mujer)
  2. La mujer derrama su amor (entrando en acción)
  3. Un diálogo (Simón juzga erróneamente)
  4. Una parábola
  5. Un diálogo (Simón juzga acertadamente)
  6. La mujer derrama su amor (en retrospectiva)
  7. Conclusión (los fariseos, Jesús, la mujer)
El texto completo, compuesto por siete estrofas, se correspondería con el siguiente esquema:

INTRODUCCIÒN
Lucas 7:36-37
ESCENA 1:
36Uno de los fariseos le pidió que comiera con él; y cuando entró en la casa del fariseo, se sentó  a la mesa.

ESCENA 2:
37 Y he aquí, cuando supo que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, una mujer que era pecadora en la ciudad llevó un frasco de alabastro con perfume.

La estructura de la acción en estas siete estrofas es bien visible: las ideas principales se repiten en la segunda mitad de la estructura (diferenciándose de forma significativa en ambos casos de la primera mitad). Vemos que en la repetición se usa el principio de inversión. La parábola aparece en el centro climático (a modo de clímax). Ahora, vamos a examinar cada una de estas secciones.

INTRODUCCIÓN (Escena 1)
Uno de los fariseos invitó a Jesús a comer,
así que fue a la casa del fariseo y se sentó a la mesa.

Ahora bien, vivía en aquel pueblo una mujer que tenía fama de pecadora.
En estos primeros versos ya se nos presenta a los tres personajes principales.

  • Se nos habla del fariseo (unos versos después descubrimos que su nombre es Simón); 
  • de Jesús, que acepta la invitación; y 
  • de una mujer, «que tenía fama de pecadora». 
En Lucas 15:1-2 encontramos una presentación similar (los fariseos, Jesús y los pecadores).
En Lucas 15:11, la parábola del hijo pródigo empieza con las siguientes palabras: «Un hombre tenía dos hijos». De nuevo, una presentación de los tres personajes en la primera línea de la parábola.

No se nos dice nada sobre el momento en el que se dio esta invitación.
El comentario que Jeremias hace sobre esta cuestión es muy útil:
Podemos concluir … que a la historia precede probablemente una predicación de Jesús, que ha impresionado a todos, al anfitrión, a los invitados y también al huésped intruso, la mujer (Jeremías, Parábolas, 156, p. 126 de la edición en inglés).

Esta sugerencia encaja con todos los detalles de la historia y es la mejor propuesta que he encontrado, así que en ella nos basaremos.

  • Jesús predica. 
  • Le invitan y él acepta. 
  • Estamos en la escena del banquete, que le añade a la trama un colorido especial. De esta historia podemos inferir que el fariseo, a diferencia del asceta de Qumrán, no comía solo con los de su comunidad, aislados de todos los demás. No obstante, como Neusner nos recuerda, «Los rituales de pureza eran obligatorios antes de cada una de las comidas» (Neusner, 340). 
La cuestión es que el fariseo, durante la comida, estaba en contacto con personas que no eran fariseas, y:
Este hecho hace que las reglas de pureza y las restricciones alimenticias fueran mucho más importantes, porque esas eran las marcas que diferenciaban a los fariseos de la gente que les rodeaba (Ibíd.).

Por tanto, cuando el fariseo se disponía a comer, debía alejarse de la comida y de la gente impura. Ese es el mundo en el que Jesús entra cuando acepta aquella invitación.

Además, como Safrai observa en su descripción de la religión de la Palestina del siglo I, había grupos con intereses comunes que formaban asociaciones religiosas, haberim, y organizaban comidas en las que se dedicaban también al estudio religioso.

En particular estudiaban la Torá y a veces seguían hasta altas horas de la noche discutiendo, o escuchando las lecciones de su maestro o de un sabio itinerante (Safrai, JPFC, II, 803ss.).

Quizá nuestra parábola encaje con ese tipo de situación. Jesús, un «sabio itinerante», es invitado a una comida con los intelectuales de la ciudad. Todos esperan tener la oportunidad de enzarzarse en un debate teológico. Nadie se habría imaginado lo que iba a ocurrir.

Se nos dice de forma críptica que «entró» y «se reclinó». Cuando los Sinópticos hablan de «reclinarse» en una comida en la casa de alguien, están haciendo referencia a un banquete (Jeremias, Palabras, 48ss. de la edición en inglés).

Al final de la escena se menciona a otros invitados, por lo que podemos deducir que se trataba de una ocasión relativamente formal, en la que se desempeñarían los roles esperados entre invitados y anfitrión.

Tristram, un inteligente viajero del siglo XIX, describe de forma detallada algunos de los elementos culturales de Oriente Próximo que este texto da por sentado:
… el entretenimiento es una cuestión pública. La verja del patio y la puerta … quedan abiertas…. Colocan una mesa baja y larga, o si no tan solo los fantásticos platos de madera, que se ponen a lo largo del centro de la sala y, a los lados, sillones bajos en los que los invitados, colocados por orden según su rango, se reclinan, apoyándose sobre su hombro izquierdo, con los pies hacia el lado contrario de donde está la mesa. Al entrar, todos se quitan el calzado y lo dejan en la entrada. Los sirvientes se sitúan detrás de los divanes y colocan una palangana, ancha y bajita, para recoger el agua que echan sobre los pies de los invitados. Omitir esta señal de cortesía sería transmitir al visitante que se le considera de un rango inferior … Detrás de los sirvientes, los haraganes de la ciudad se amontonan para curiosear, y no se les impide (Tristram, 36-38).

Las observaciones de Tristram explican cómo es que la mujer logró entrar en la casa y cómo es que pudo situarse detrás de Jesús, a sus pies.

Safrai también ha documentado este tipo de escena en su tratado sobre el hogar y la familia en la Palestina del siglo I.

Siguiendo la costumbre que había entre los griegos, los comensales se reclinaban sobre divanes individuales … Esos divanes se utilizaban tanto para comidas normales como para banquetes ceremoniales (Safrai, JPFC, II, 736).

Dalman hace la misma observación y encuentra documentación en el Talmud (Dalman, Words, 281; P. T. Berakhot 12b). También, Ibn al-Tayyib, un famoso erudito iraquí del siglo XI, al escribir un comentario en árabe sobre este texto observa:
Y la expresión «a sus pies» y la expresión «ella estaba detrás de él» responden a que él estaba reclinado con las piernas levemente dobladas con los pies hacia atrás, y si ella estaba «de pie detrás de él», eso hace que estuviera a sus pies (Ibn al-Tayyib, folio 89v).

Ibn al-Salibi, otro famoso comentarista de Oriente Próximo, que escribía en siríaco en el siglo XII, habla de la importancia de que ella se colocara a sus pies.
Ella se coloca detrás de él porque está avergonzada de verle la cara, porque él conoce sus pecados, y por el respeto que ella le tiene (Ibn al-Salibi, 98).

Además, los pies siempre se colocan hacia atrás, debido a la naturaleza impura y ofensiva que tienen en la cultura oriental, desde tiempos inmemorables hasta el presente.

En el Antiguo Testamento, la victoria final del vencedor y el insulto para los vencidos era convertir al enemigo en estrado para los pies (cf. Sal 110:1). Al odiado Edom se le dice: «sobre Edom arrojo mi sandalia» (Sal 60:8; 108:9). A Moisés se le obliga a que se quite el sucio calzado ante la zarza ardiente, porque estaba pisando tierra santa (Éx 3:5).

Juan el Bautista usa la ilustración de desatarle las sandalias para expresar su completa indignidad ante la presencia de Jesús (Lc 3:16). A medida que la acción avanza, este escenario es crucial en lo que al huésped intruso, la mujer, se refiere.

Así, el escenario exterior está claro. Jesús es famoso y la comunidad le ha oído hablar. Se le invita a un banquete para seguir debatiendo. En este tipo de escenas en el Oriente Próximo tradicional, las puertas quedaban abiertas y la gente de la calle podía entrar libremente. Jesús y los otros invitados están reclinados en los bajos divanes, listos para comer. No obstante, en esa escena falta algo.

Como Tristram observa, el anfitrión no le había lavado los pies a Jesús y eso tenía un gran significado en aquel mundo, y también para nuestra historia. Pero eso no es todo. Jesús tampoco ha recibido un beso a modo de saludo. De nuevo, el comentario de Tristram, escrito en el año 1894, es muy útil:
Aparte de omitir el agua para sus pies, Simón no había besado a Jesús. Recibir a un invitado hoy y no darle un beso en la mejilla cuando entra es una señal de desprecio, o al menos una demostración de que se le considera de un estrato social inferior (Tristram, 36-38).

Continúa explicando cómo una vez, en el interior de Túnez, recibió una invitación y, en medio del banquete, su sirviente le dijo al oído que no se fiara de su anfitrión, porque no le había dado un beso al entrar. Tristram observa que la advertencia de su sirviente fue increíblemente «oportuna» (Ibíd., 38).

Está claro que el saludo formal en tiempos de Jesús era de vital importancia. Windisch define el verbo «saludar» como «abrazar» y observa que puede significar tanto el abrazo de un saludo como el abrazo erótico del amante (Windisch, TDNT, I, 497).

También comenta lo siguiente: «Ofrecer a un rabino el aspasmos (saludo) que ellos codiciaban era el impulso de todos los judíos piadosos» (Ibíd., 498). En esta historia, a Jesús se le identifica como un rabino (maestro). Por tanto, desde la perspectiva de la cultura de aquel entonces, el hecho de que aquel fariseo no besara a Jesús fue una falta muy grave (contra Marshall, 306, 311). Este anfitrión tampoco realizó la unción con aceite, pero es muy probable que eso no fuera tan ofensivo; aunque sí era una práctica común (cf. Dt 28:40; Rt 3:3; Sal 23:5; Judit 16:8).

Por tanto, queda claro que lo que ocurre no es que la narración de esta historia pase por alto los rituales comunes, sino que fue el anfitrión el que no los realizó.

Incluso en sociedades orientales menos formales, cuando un invitado entra en la casa también hay ciertas tradiciones, como por ejemplo:

  1. Palabras de bienvenida al abrir la puerta y una invitación a entrar.
  2. Tomar los abrigos de los invitados y colocarlos en un lugar preparado para el efecto.
  3. Invitar a tomar asiento.

Si en un banquete y ante la llegada de un invitado de honor no se siguieran estas normas, sería un insulto. Como dice Scherer, que en el siglo XIX vivió durante un largo periodo en Oriente Próximo: «Simón violó las costumbres de hospitalidad» (Scherer, 105). La importancia de estas omisiones y la reacción de Jesús se irán haciendo evidentes a medida que avancemos.

La traducción tradicional de la expresión inicial que describe a la mujer es: «Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora» (RV60). Algunas traducciones árabes tempranas, incluida la Hibat Allah Ibn al-Assal, dice: «Y una mujer que era una pecadora en la ciudad …». Esta traducción es gramaticalmente legítima.

A través de estas traducciones árabes podemos ver que esta es la forma en la que muchos estudiosos cristianos de Oriente Próximo entendieron el texto en el primer milenio de la era cristiana. Estas traducciones árabes hablan de una mujer que participaba de forma activa en el pecado de la ciudad.

Este énfasis nos recuerda los dos aspectos que la expresión encierra. Se nos da una información clave sobre su estilo de vida: era una pecadora que comerciaba en la ciudad. Y, a la vez, se identifica cuál es su comunidad: vive en la ciudad.

Simón (como veremos más adelante) sabe perfectamente quién es esa mujer. Ella es parte de aquella comunidad (aunque es una marginada, y odiada por los grupos religiosos). Esta identificación de su comunidad es un dato importante para la tensión que se creará más adelante.

EN CASA DEL FARISEO: іUNA MUJER ENTRA EN ACCIÓN! (Escena 2)

  • Cuando ella se enteró de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, llevando un frasco de alabastro lleno de perfume, y 
  • situándose a los pies de Jesús, y 
  • llorando, empezó a bañarle los pies con sus lágrimas.
  • Luego se los secó con los cabellos; también se los besaba y se los ungía con el perfume.

Se puede ver claramente el paralelismo invertido de las tres acciones que ejecuta la mujer. La mujer realiza tres acciones que tienen que ver con los pies de Jesús.

  1. Los lava, 
  2. los besa y 
  3. los unge. 
Y a cada uno de estos servicios se le asocian dos acciones. Si las organizamos en una secuencia lógica, quedaría de la siguiente forma:


Este arreglo invertido de los versos (a b c – c’ b’ a’) podría ser el curso natural de la historia. No obstante, he aquí una forma mucho más simple de describir la acción:

  • Ella entró y, 
  • colocándose a sus pies, 
  • empezó a bañárselos con sus lágrimas, y 
  • a secarlos con sus cabellos, y 
  • a besarlos y 
  • a ungirlos con el perfume que había traído.

Se describen seis acciones específicas y parece que el paralelismo invertido es deliberado. Además, el orden de las tres acciones (lavar, besar y ungir) se mantiene al final de la escena en las palabras que Jesús le dirige a Simón. En este último caso, el curso natural de las acciones sería:

  1. el beso al entrar en la casa; 
  2. el lavado de los pies; 
  3. la unción de la cabeza con aceite. 
Es significativo cómo se invierte el orden normal para que encaje con las acciones de la mujer. Las formas gramaticales también indican la naturaleza deliberada del paralelismo invertido.

En los tres primeros versos el texto griego contiene tres participios (trayendo, colocándose, llorando). En los tres últimos aparecen tres verbos en pasado (secó, besó, ungió).

Ehlen ha demostrado que en el Libro de Himnos de los Manuscritos del Mar Muerto el paralelismo de la construcción gramatical es una parte importante de la composición paralelística paralela de la poesía de los himnos (Ehlen, 33-85).

Por último, como veremos, (cf. la sección sobre la Escena 6), la descripción que Jesús hace de las acciones de la mujer también viene en forma de paralelismos poéticos.

Así, no nos sorprende encontrar paralelismos en la descripción de las primeras acciones, la que encontramos aquí al principio de la escena. Y su uso va más allá del interés artístico.

Cuando un autor bíblico usa la inversión de versos paralelos de forma deliberada, suele colocar el clímax en el centro. Eso es lo que ocurre aquí, pues en el centro aparece la mujer llorando y soltando su cabello.

Vamos a centrarnos en estos detalles.
En los banquetes en Oriente Próximo, la puerta de la casa queda abierta y, como hemos observado, hay mucho movimiento de gente que entra y sale.

La BTx traduce:
«Al enterarse de que estaba reclinado a la mesa en la casa del fariseo.», lo que indica que la mujer descubre dónde está Jesús después de que él ha entrado en la casa.

El tiempo pasado del verbo «estar» no aparece en el texto, y el «que» (gr. hoti) tiene más sentido si interpretamos que introduce una proposición en estilo directo, y no en estilo indirecto. La historia misma (cf. v. 45) nos dice que o bien entró en la casa con Jesús, o antes que él, puesto que ella entró en acción «desde que entré» (v. 45).

Parece pues que la historia da por sentado que ella había oído que a Jesús lo habían invitado a aquella casa. El versículo 37 dice que la siguiente noticia llegó a sus oídos:
«¡Está invitado a comer en la casa del fariseo!». Tomando algunos regalos, ella fue con él o antes que él a aquel lugar.

Sus regalos son una expresión de devoción a través de un sacramento de gratitud. Está claro que ella ya había planeado ungirle los pies, pues había ido preparada. Sin embargo, la acción de lavarle los pies no es premeditada, porque no tiene con qué secárselos y se ve obligada a usar sus cabellos.

Cuando aceptamos la información que nos da la misma historia de que ella ya está allí cuando Jesús llega, es fácil reconstruir qué la lleva a actuar así.

Jesús ha sido aceptado por aquella comunidad como rabino. Simón le llama (en el texto griego) «maestro», que es una de las palabras que Lucas usa para referirse a los rabinos (Dalman, Words, 336).

En Oriente Próximo, todos los invitados son tratados con gran deferencia; siempre fue así. Solo hemos de recordar la hospitalidad con la que Abraham recibió a los tres visitantes en Génesis 18:1-8. Levison, un cristiano hebreo de Palestina, describe la escena y su significado:
La estudiada insolencia de Simón hacia su invitado nos hace preguntarnos por qué invitó a Jesús a su casa.

El que recibe una invitación espera recibir un trato hospitalario. Cuando el invitado es un rabino, el deber de ofrecer hospitalidad es aún mayor. Pero Simón invitó a Jesús y luego violó todas las normas de hospitalidad …

En Oriente, cuando se invita a alguien, lo normal es recibirle con un beso. En el caso de un rabino, todos los hombres de la familia le esperan a la entrada de la casa y le besan las manos. Una vez dentro, lo primero de todo es lavarle los pies. Nadie hizo estas cosas por el Maestro. (Levison, 58ss.).

Esta mujer ha oído a Jesús proclamar que Dios ama a los pecadores con un amor incondicional. Estas buenas nuevas sobre el amor de Dios, que llega hasta una pecadora como ella, la han dejado abrumada y han puesto en ella un profundo deseo de ofrecer su gratitud.

Edersheim, otro cristiano hebreo, nos aporta más detalles. Traduce «ungüento» como «perfume» y dice: «las mujeres llevaban atado al cuello un frasco con ese perfume, que colgaba hasta debajo del pecho». Ese frasco se usaba «tanto para endulzar el aliento como para perfumarse» (Edersheim, Life, I, 566).

Es fácil entender lo importante que era un frasco así para una prostituta. Su intención era derramarlo todo sobre los pies de Jesús (¡ya no lo necesita!). Para ella, ungirle la cabeza sería algo impensable.

El profeta Samuel podía ungir la cabeza de Saúl y de David (1S 10:1; 16:3), pero una mujer pecadora no podía ungir la cabeza de un rabino. ¡Hacer algo así sería algo extremadamente presuntuoso!

Con este conmovedor gesto de gratitud en mente, gesto además con un profundo significado, la mujer es testigo del trato que Jesús recibe cuando entra en la casa de Simón, de cómo Simón decide deliberadamente no darle el beso ni lavarle los pies.

El malintencionado insulto hirió el alma de los invitados allí reunidos. Se ha declarado una guerra, y la gente está ansiosa por ver cuál será la reacción de Jesús.

Lo normal sería que, ofendido, hubiera dicho un par de frases sobre la falta de hospitalidad y, acto seguido, se hubiera marchado. Pero él se traga el insulto y el rechazo y se queda. Como si ya estuviera anunciando lo que había de pasar, «no abrió su boca».

Como ya vimos, la decisión de no lavarle los pies transmite «al visitante que se le considera de un rango inferior» (Tristram, 38).

La mujer no da crédito. ¡Ni siquiera le han dado el beso de bienvenida! Su gratitud y devoción se mezclan con un sentimiento de rabia. Olvida que está en presencia de un grupo de hombres que la desprecia. Aunque sabe que ella no puede darle el beso de bienvenida, pues solo lograría crear un malentendido. ¿Qué puede hacer? іAh! іLe besará los pies! Con valentía, se inclina, pero, como rompe a llorar, literalmente le baña los pies con sus lágrimas. ¿Y ahora qué? ¡No tiene toalla! Obviamente, Simón no le va a dar una. Así que se suelta el pelo para, haciendo uso de él, secarle los pies. Después de acariciarlos con sus besos (el verbo significa literalmente besar una y otra vez), derrama su precioso perfume sobre los pies del que anuncia el amor de Dios por ella, que está siendo rechazado por aquel grupo de hombres tan crueles.

Ella ofrece su amor e intenta compensarle por aquellos insultos que está recibiendo (contra Marshall, 306). En medio de todo eso, realiza un tierno gesto que puede ser malinterpretado. Se ha soltado el cabello, un gesto íntimo que una mujer honrada solo puede hacer delante de su marido.

El Talmud dice que un hombre se puede divorciar de una mujer si ella se suelta el pelo en presencia de otro hombre (cf. Tosefta Sota 59; P.T. Git 9:50d; citado en Jeremias, Parábolas, 156, n. 57, p. 126 de la edición en inglés). Por esa misma razón, en las zonas conservadoras del mundo islámico contemporáneo, no está permitido que un hombre sea peluquero de mujeres.

Aún más sorprendente es la evidencia del Talmud en relación con las regulaciones sobre la lapidación de una mujer inmoral. A los rabinos les preocupa que este tipo de mujeres logre que los sacerdotes tengan pensamientos no castos.

El texto dice lo siguiente:
El sacerdote la toma por la ropa, no importa si esta se rasga, hasta dejar al descubierto el pecho y soltarle el cabello. R. Judá dijo: si su pecho es bello no lo dejaba al descubierto, y si su pelo era lindo, no lo soltaba (B.T. Sanedrín 45a, Sonc., 294; cf. también Sota 8a, Sonc., 34).

Está claro que, para los rabinos, descubrir el pecho y soltar el cabello eran dos acciones de la misma categoría.

Para proteger a los sacerdotes de pensamientos impuros, solo se mencionan estos dos actos. Esto demuestra, por tanto, el significado de que una mujer se soltara el cabello en presencia de un grupo de hombres.

Este texto talmúdico nos hace pensar en el silencio que se debió de hacer en la sala cuando la mujer inmoral de nuestro texto se soltó el cabello ante Simón y sus invitados. Todos se percatan de la naturaleza provocativa de aquel gesto; sobre todo Simón, como veremos más adelante.

Dos de las acciones de la mujer, como hemos visto, eran respuestas espontáneas nacidas de lo que acababa de ocurrir ante ella. Pero lo cierto es que vino preparada para ungir los pies de Jesús con su perfume.

Lamartine, un viajero francés que en 1821 pasó por Oriente Próximo con una amplia comitiva, recibía en todos los lugares una calurosa bienvenida, digna de un príncipe. En sus escritos recoge que en el poblado de Edén, en las montañas del Líbano, al llegar le ungieron la cabeza con aceite (Lamartine, 371).

Pero aquí, la mujer unge los pies de Jesús.

Para poder entender esta extraordinaria acción volvemos a recurrir a los antiguos comentaristas árabes. Ibn al-Tayyib (siglo XI; además de comentarista, también era médico del califa de Bagdad) dice sobre este versículo:
«Pues en el pasado era costumbre que en la casa de reyes y sacerdotes se ungiera a los nobles con ungüento» (folio 89v).

Este apunte cultural es muy esclarecedor. Para ella, ungirle la cabeza hubiera sido extremadamente presuntuoso, como ya vimos anteriormente. Pero lo que sí podía hacer, como si de una sirviente se tratara, era ungirle los pies y así honrarle reconociendo su nobleza.

Por tanto, mientras el gesto de Simón transmite que para él Jesús era de un rango inferior, la acción de la mujer le otorga el honor que le rendían al noble que visitaba la casa del rey.

El acto de besarle los pies no solo sirve para ofrecer lo que Simón le había negado, sino que también es un gesto público de gran humildad y de una devoción absoluta.

De nuevo, la obra de Jeremias es iluminadora pues recoge una ilustración talmúdica de un hombre acusado de asesinato que besa los pies de su abogado porque ha logrado que le absuelvan (Jeremias, Parábolas, 156, n. 55, p. 126 de la edición en inglés).

Resumiendo pues, movida por la hostilidad que Jesús recibe de parte de su anfitrión, esta mujer marginada explota y ejecuta uno tras otro tres gestos, a cual más chocante.

Esos hombres se están burlando de aquel al que ella quiere mostrar su más profunda devoción. Con sus lágrimas le lava los pies y, con increíble gesto de intimidad, se suelta el cabello para secarle los pies. Como no se considera digna de besarle las manos, le besa los pies una y otra vez. Un perfume costoso que normalmente usaba para estar atractiva (para sus clientes, quizá) baña los pies de Jesús.

Puede que con este gesto también esté dándole el tributo que se les daba a los nobles que llegaban a la casa de un rey. Toda esta escena tiene lugar en silencio; las palabras no tienen cabida ante tales expresiones de devoción y gratitud. A continuación, de forma automática y natural, se pasa a la respuesta de Simón, el anfitrión.

A Simón las cosas no le están saliendo como había planeado. Su falta de hospitalidad ha dado lugar a un acto de devoción sin precedentes. Ahora, la reacción de un hombre sensible hubiera sido disculparse humildemente ante su invitado y darle gracias a la mujer por haber hecho lo que debería haber hecho él. Pero Simón no actúa así.

UN DIÁLOGO: SIMÓN JUZGA ERRÓNEAMENTE (Escena 3)
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado dijo para sí:
«Si este hombre fuera profeta, sabría
quién es la que lo está tocando, y qué clase de mujer es:
una pecadora.»
Entonces Jesús le dijo a manera de respuesta:
«Simón, tengo algo que decirte.»
«Dime, Maestro», respondió.

En la escena 1, los personajes principales aparecen en el orden siguiente:

  1. el fariseo, 
  2. Jesús y, por último, 
  3. la mujer. 
Ahora vuelven a aparecer en el mismo orden.
Primero se menciona al fariseo, no como un hombre humilde que confiesa que no ha sido un buen anfitrión, sino como alguien que se considera digno para criticar la validez de las palabras proféticas del joven rabino y el estado espiritual de la mujer. 

Ha sido testigo de la dramática escena que aquella mujer ha protagonizado. Él solo ha sido capaz de ver a una mujer inmoral que se ha soltado el cabello y que, a través del tacto, ha contaminado a uno de sus invitados, quien, al parecer, no se ha dado cuenta de la gravedad del asunto. 

De nuevo, estamos ante una escena altamente dramática. Simón protagoniza lo que en una función teatral llamaríamos un «aparte». 

El fariseo pronuncia un soliloquio que es, de hecho, muy revelador, pues nos deja entrever cuál fue su intención al invitar a Jesús: 
Probar si Jesús era lo que decía ser, un profeta. Su forma de expresarse demuestra desprecio; en el original, se refiere a Jesús como «éste» (Plummer, 211). 

La palabra clave es «tocando». El término griego se puede traducir por «tocar» y por «encender un fuego». La palabra «tocar» se usa a veces en el vocabulario bíblico para referirse a la relación sexual (Gn 20:6; Pr 6:29; 1Co 7:1). 

Está claro que eso no es a lo que aquí se refiere, pero el uso que Simón hace de esta palabra en este contexto tiene connotaciones claramente sexuales. 

Está diciendo que en su opinión han presenciado una escena del todo inadecuada y Jesús, si realmente fuera un profeta, habría sabido quién era ella y (por descontado) habría rechazado las atenciones de una mujer así. 

Está claro; Simón no ha sabido ver lo que ha tenido lugar ante sus ojos. Jesús sí sabe quién es esa mujer (cf. v. 47). Sus caricias no son las de una mujer impura, sino que son la muestra de amor de una mujer arrepentida. 

Simón no se goza ante esta muestra de arrepentimiento y, aunque las acciones de esta mujer sacan a la luz aquello que él no ha hecho, no muestra remordimiento alguno. Su reacción es ser aún más hostil hacia su invitado. Y, curiosamente, Simón también sabe quién es ella. El conocimiento que Jesús tiene de ella es una evidencia más de que en esta historia se da por sentado que Jesús y la mujer habían tenido algún contacto antes de que se diera este incidente. 

Simón solo la conoce como una mujer inmoral. Esto no significa que Simón hubiera hecho uso de sus servicios. En aquellos poblados de Oriente era normal saber quiénes eran las mujeres inmorales: era algo que toda la comunidad conocía. Pero toda la escena nos demuestra que a Simón no le importa su restauración.

Otra vez, Ibn al-Tayyib hace una observación inteligente. Cuando comenta por qué Jesús aceptó la invitación, dice: «Él va con la esperanza de que él (Simón) acepte el arrepentimiento de la mujer» (Ibn al-Tayyib, folio 89v). Así, Ibn al-Tayyib también insinúa que Jesús ha tenido contacto con ella antes y que ella viene para mostrarle gratitud por el regalo del perdón. De hecho, Ibn al-Tayyib se atreve a sugerir que esta mujer ha hablado con la mujer samaritana de Juan 4. 

Aunque no podemos estar seguros, su sugerencia nos hace pensar en cuál es el tema central de esta escena. Claramente, esta mujer está dando un giro a su vida, un giro radical. La historia no da pie a albergar dudas sobre la autenticidad de su arrepentimiento. Sin embargo, también se nos dice que ella reside en esa misma población y que está claro que Simón la conoce. Si Simón y sus otros amigos religiosos no aceptan la autenticidad de su arrepentimiento, la restauración de esa mujer no va a ser total, pues la comunidad hará lo que los religiosos digan. La oveja perdida vuelve al rebaño. El hijo pródigo vuelve a la familia. Zaqueo es «también un hijo de Abraham» y, según Jesús, ya no se le puede rechazar (Lc 19:9). Así que, aquí, Simón tiene que ver la autenticidad de ese arrepentimiento para que la mujer pueda ser de nuevo aceptada en la comunidad. No importa si creemos que Ibn al-Tayyib no tiene razón en cuanto a la primera escena. Su aportación para esta tercera escena es altamente válida.

En este momento, Simón hace una afirmación que es crucial para el desenlace de la historia, y crucial también para que podamos entenderla. El fariseo rechaza la validez del arrepentimiento de la mujer. Aún es una «pecadora» (v. 39). Las caras largas que hay en la sala dejan claro que ella (a pesar de la conmovedora demostración de sinceridad) sigue siendo vista como una pecadora. ¿Qué hacer? El propósito de la parábola y del diálogo que sigue puede entenderse como un intento deliberado de romper con las actitudes hacia los «pecadores» y los «piadosos» que había en aquella sociedad, y de hacer posible que esta mujer pudiera entrar a formar parte de una comunidad caracterizada por el amor, la aceptación y la preocupación por los demás.

Ahora es el turno de Jesús. Cualquier maestro «piadoso» en cualquier época habría rechazado a la mujer. Jesús acepta sus expresiones de amor con el pleno conocimiento de que Simón y sus amigos las rechazan y, además, las malinterpretan. Ahora que el diálogo avanza hacia el clímax que se encuentra en la breve parábola, Jesús dice: «Simón, tengo algo que decirte».

Plummer da por sentado que Jesús está pidiendo permiso para hablar (Plummer, 211). No obstante, en la actualidad, en los poblados de todo Oriente Próximo esta expresión se utiliza para introducir algo que el oyente probablemente no quiera oír. Eso es precisamente lo que ocurre en esta escena, así que esta última interpretación encaja perfectamente con la forma en la que se desarrolla el diálogo.

Al dirigirse a Jesús con el título de rabí/maestro, Simón está confesando indirectamente que no ha sido un buen anfitrión. Si ese hombre es digno de ser llamado maestro, también es digno del honor debido a alguien que ostenta ese título. Y Simón no lo ha tratado como tal. Las palabras que Jesús escoge cuidadosamente vienen en forma de una breve parábola cuya estructura examinaremos a continuación.

Como hemos visto, Lucas 18:18-30 también consiste en un diálogo que tiene una breve parábola en el medio. En ambos pasajes, la parábola viene con una estructura literaria bien simple. Los deudores y el prestamista aparecen en los dos primeros versos, y otra vez (pero con una diferencia) en los dos últimos.

En el centro se nos explica qué diferencia hay entre el uno y el otro, diferencia que es crucial para el desenlace de la historia. La estructura es tan simple que lo más probable es que la estructura no encierre ninguna intención concreta. No obstante, contribuye a la composición literaria del pasaje en general. La idea está clara.

El verbo que traducimos por «perdonó» es el verbo paulino «ofrecer gracia». Los dos deudores tienen una necesidad a la que no pueden hacer frente. Ambos reciben la misma gracia. La única diferencia entre ellos dos aparece en la mitad de la parábola. Pero son iguales en cuanto a que tienen una deuda (al principio), son incapaces de hacerle frente y ambos necesitan un acto de gracia (al final de la parábola).

Aquí tenemos un precioso juego de palabras que sirve para darle una mayor intensidad al pasaje. No es este el único pasaje con un juego de palabras así. En Lucas 16:9-13, justo en el medio, hay un juego de palabras muy hábil que aparece cuando el pasaje se retrotraduce al arameo del siglo I (cf. Bailey, Poet, 112-14).

El presente histórico que encontramos aquí en el versículo 40 es una evidencia más de la existencia de una tradición pre-lucana (cf. Jeremias, Palabras, 150ss. de la edición en inglés). Black ha identificado un juego de palabras similar en este pasaje (Black, 181-83).

La mujer es una pecadora; la parábola es sobre deudores y prestamistas; y la conversación pasa a centrarse en los temas del pecado y el amor. Black hace una lista del equivalente arameo de estas palabras:
En arameo, la palabra hobha significa tanto deuda como pecado. Podemos verlo también en las dos versiones del Padrenuestro (Mt 6:12; Lc 11:4) y en la parábola de Pilato y de la torre (Lc 13:2, 4; cf. p. 138 más adelante).

Jesús usa este juego de palabras para comparar y establecer un contraste entre, de un lado, la mujer pecadora (hayyabhta) y su pecado (hobha) y, al otro lado, Simón, que está en deuda (bar hobha) con la sociedad y no ha sabido amar (habbebh). Esta comparación (ambos son pecadores) y contraste (la una ama, el otro no) se convierte en el centro del diálogo.

UN DIÁLOGO: SIMÓN JUZGA ACERTADAMENTE (Escena 5)
Ahora bien, ¿cuál de los dos lo amará más?»
«Supongo que aquel a quien más le perdonó»,
contestó Simón.
«Has juzgado bien»,
le dijo Jesús.

Mediante el método socrático, algo modificado, Simón se ve obligado a pensar y llegar por sí mismo a la conclusión que Jesús tiene en mente. Jesús le hace una pregunta; Simón se ve acorralado y su débil «supongo …» denota que, a regañadientes, «reconoce que ha caído en una trampa» (Marshall, 311).

Aunque Simón no logra entender la profundidad de lo que acaba de ocurrir delante de él, la lógica de la parábola habla de forma muy clara. En la parábola, el amor es una respuesta ante un favor inmerecido, es decir, una respuesta ante un acto de pura gracia. Después de establecer este principio, Jesús hace una aplicación volviendo a mencionar las acciones de la mujer, y deja impactados a los invitados (y al lector) al elogiar la valentía de la pecadora.

EN CASA DEL FARISEO: іUNA MUJER ENTRA EN ACCIÓN! (Escena 6)

Luego se volvió hacia la mujer y le dijo a Simón:
«¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa, no me diste agua para los pies,
pero ella me ha bañado los pies en lágrimas y me los ha secado con sus cabellos.
Tú no me besaste,
pero ella, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies.
Tú no me ungiste la cabeza con aceite,
pero ella me ungió los pies con perfume.
      Por esto te digo:
si ella ha amado mucho, es que sus muchos pecados le han sido perdonados.
Pero a quien poco se le perdona, poco ama.»
Entonces le dijo Jesús a ella: «Tus pecados quedan perdonados.»

En el Evangelio de Lucas se usa varias veces el paralelismo entre un hombre y una mujer. En Lucas 4:25-27, dos héroes de la fe sirven para ilustrar el tipo de personas que responde con fe y recibe los beneficios de la gracia de Dios. Uno es una mujer (la viuda de Sarepta) y el otro un hombre (Naamán el sirio). En Lucas 13:10-17 encontramos la curación de una mujer en sábado. Y en Lucas 14:1-6, lo mismo le ocurre a un hombre. En cada uno de estos casos, la conversación menciona el trato que se le daba a los bueyes y a los burros.

La estructura literaria del relato de los viajes de Jesús tiene su paralelo en estas dos historias (Bailey, Poet, 79-85). En Lucas 11:5-8 vemos a un hombre que se encuentra en una situación adversa y recibe respuesta a sus ruegos. En Lucas 18:1-5 aparece una parábola similar, pero en este caso con una mujer como protagonista. Estos dos textos también tienen un paralelo en el esquema general del material (Ibíd.).

En Lucas 15:3-10, dos personas buscan con diligencia algo que han perdido. Uno es un hombre y la otra una mujer. En todos estos casos, todos los protagonistas son gente noble. Pero en nuestra parábola, la mujer tiene un carácter noble (a pesar de la opinión que tienen de ella los hombres que hay en la sala), mientras que el hombre tiene un carácter vil (a pesar de la opinión elevada que tiene de sí mismo).

En la cultura de Oriente Próximo, dominado aún por los hombres, este tipo de escenas eran y son una profunda afirmación del valor de la mujer (cf. Bailey, Women, 56-73). Alabar a una mujer marginada en una reunión de hombres ya era un gran desafío. Ahora bien, la verdadera crítica solo se entiende a la luz de las expectativas culturales suscitadas ante una escena así.

En cualquier cultura, se espera que el invitado muestre aprecio por la hospitalidad que se le ha ofrecido, por escasa que haya sido. Además, en Oriente Próximo, este comportamiento forma parte de una ley no escrita. Se espera que el anfitrión diga que la calidad de sus ofrecimientos no está al nivel del rango y la nobleza de su invitado. E, independientemente de lo que se le ofrezca, el invitado está obligado a decir una y otra vez que no merece la hospitalidad recibida. Richard Burton, conocido orientalista y viajero del siglo XIX, escribe lo siguiente en su relato sobre su famoso viaje a la Meca:
La vergüenza es una pasión de las naciones orientales. Tu anfitrión se sonrojaría si te tuviera que señalar por el indecoro de tu conducta; y las leyes de la hospitalidad le obligan a ofrecer al invitado todo lo que este quiera, incluso si se trata de un criminal (Burton, I, 37).

La posibilidad de que un invitado apunte al indecoro de las acciones de su anfitrión son tan remotas que Burton ni siquiera la menciona. Y sin embargo, eso es lo que ocurre en nuestro pasaje.

Citando fuentes judías tempranas, Edersheim nos cuenta qué se esperaba normalmente de un invitado noble:
Un invitado correcto reconoce los esfuerzos del anfitrión y dice, «іQué molestias se ha tomado mi anfitrión, y todo para procurar mi bienestar!». Mientras que el invitado desconsiderado dice, con desdén: «іTampoco ha hecho tanto!» (Edersheim, Social, 49).

Nelson Glueck, el famoso arqueólogo especializado en Oriente Próximo, recoge una ilustración que muestra cómo era el intercambio social entre el invitado y el anfitrión en la Antigüedad. Glueck estuvo de invitado en casa de una familia árabe en las ruinas de Pella, en la orilla oriental del Jordán.

Vino a recibirnos y a entretenernos durante la comida Diva Suleiman, el Mukhtar («jefe») del poblado. Vestía pobremente, su casa era pequeña y su gente vivía en la pobreza, pero eso no importaba … Estábamos manteniendo una conversación agradable con un príncipe de Pella. Bebimos de su café, que alivió nuestra sed. Mojamos trozos de un pan recién hecho en un plato de salsa de queso y comimos huevos que él mismo hirvió y peló.

Nosotros expresamos de forma sincera exclamaciones ante su generosidad … Bajo ninguna circunstancia podíamos rechazar su hospitalidad o mirar con desdén o pena la escasa provisión.

He olvidado muchas fiestas donde no faltaba de nada, pero nunca olvidaré el pan que partimos con él. Nos trató como a un rey, y la invitación a aceptar sus ofrecimientos era una citación del rey a la que nosotros los plebeyos teníamos que responder de forma obediente (Glueck, 175ss.).

Yo he vivido la misma experiencia que Glueck en cientos de ocasiones a lo largo de todo el Oriente Próximo, desde Sudán hasta Siria, durante más de veinte años. Atacar la calidad de la hospitalidad ofrecida, independientemente de las circunstancias, no tiene precedentes, ni en la historia ni en la ficción, ni en mi experiencia personal ni en las historias tradicionales.

No obstante, en el relato bíblico que estamos comentando sí se da un ataque sin precedentes sacando a la luz la poca calidad de la hospitalidad recibida de una forma directa y contundente. Después de esta explosión, los oyentes se ven obligados a tomar una decisión en cuanto al que está hablando. Los términos de esta decisión deberán ser examinados en la conclusión de las palabras finales, que ahora vamos a considerar.

La forma del lenguaje que aquí se usa sigue, como se dice desde hace tiempo, el patrón de los paralelismos hebreos del Antiguo Testamento (Jeremias, Teología, 16 de la edición en inglés). Plummer dice, «La serie de contrastes produce un paralelismo similar a la poesía hebrea.» (Plummer, 212).

Vimos el uso del paralelismo en la primera descripción de las acciones de la mujer (en ese caso, paralelismo invertido). Por tanto, al lector no le sorprende encontrar un paralelismo en esta descripción de los hechos de la mujer.

Los paralelismos no solo tienen una función artística o literaria, sino que también clarifican la mala interpretación que se ha hecho de este texto durante siglos. En cuanto al escenario de este diálogo, debemos decir que Jesús, «se volvió hacia la mujer … le dijo a Simón». Es decir, son palabras dirigidas a Simón, pero las dice mirando a la mujer. Por tanto, son palabras cuyo objetivo es alabar su amabilidad y su valor. Si Jesús estuviera mirando a Simón, lo lógico sería que usara un tono duro y de acusación: «іTú, que no has cumplido con tus obligaciones!». Pero, al pronunciarlas mirando a la mujer, el tono es de gratitud, expresado a una mujer valiente que necesita con desesperación sentirse aceptada. El discurso concluye con un clímax dirigido a ella, en el que se le recuerda que sus pecados han sido perdonados.

La introducción al discurso nos describe el escenario de lo que viene a continuación. Jesús empieza con una pregunta: «¿Ves a esta mujer?». Simón se ha centrado en recoger evidencias para poder juzgar a Jesús. Ahora se le pide que esté atento a la mujer y sus acciones.

Jesús empieza la confrontación con: «Cuando entré a tu casa.». La idea está clara. Jesús le recuerda: «He entrado en tu casa. Soy tu invitado. Tu responsabilidad era tratarme según las normas de hospitalidad, ¡pero no lo has hecho!». Y añade: «Esta mujer, a la que tú desprecias, ha hecho lo que deberías haber hecho tú».

El lenguaje del texto original es muy preciso: «No me has dado agua para los pies». Jesús no le dice: «No me has lavado los pies». Hubiera sido presuntuoso esperar que Simón tomara el rol de un sirviente. Jesús es cortés y solo menciona el agua. Si Simón le hubiera ofrecido el agua, ¡Jesús mismo se podría haber lavado los pies! Pero ni siquiera fue capaz de ofrecerle un barreño de agua.

Por el contrario, la mujer sí le lava los pies, no con agua sino con lágrimas, y los seca con su corona y gloria como mujer, su cabello. Esta costumbre de ofrecer a los invitados que se pudieran lavar los pies se practicaba en Oriente Próximo hasta el siglo XIX (cf. Jowett, 79).

Jesús continúa: «Tú no me besaste». Jesús no menciona dónde debía besarle el anfitrión, en señal de humildad y deferencia. En el caso de las otras dos acciones, sí se menciona la parte del cuerpo. (Ella le lavó los pies. En la siguiente ilustración se menciona la cabeza y los pies).

Pero, ¿dónde debería haberle besado Simón? Las personas del mismo rango se besaban en la mejilla.

  • El discípulo besaba las manos de su rabí, 
  • el sirviente, besaba la mano de su amo, y 
  • el hijo las manos de su padre. 
Está claro que en el huerto de Getsemaní Judas besó a Jesús en la mano (contrariamente a la opinión popular).

En la parábola del hijo pródigo, al hijo se le impide besar la mano o el pie de su padre porque este, comportándose de una forma sin precedentes, se abalanzó sobre el cuello de su hijo para abrazarlo y besarle.

En este caso, no se trata de un saludo entre iguales, sino de una señal de reconciliación. Está claro que el padre actuó así para impedir que su hijo llegara a besarle la mano o los pies (cf. Bailey, Poet, 182).

De hecho, como Simón ha saludado a Jesús diciéndole «Rabí/Maestro», le hubiera correspondido besar a su invitado en la mano. Pero, con un gran toque de sensibilidad, Jesús no le da importancia a eso, sino que simplemente le recuerda que no le ha ofrecido un beso. Por el contrario, la mujer ha cubierto de besos los pies de Jesús. (Como vimos más arriba, los pies y el calzado son, en Oriente Próximo, una señal de degradación; cf. Scherer, 78).

Tenemos aquí dos contrastes.

  • Simón no le da ningún beso; la mujer le da muchos. 
  • Simón no se digna ni a besarle en la mejilla; la mujer lleva a cabo un gesto de devoción increíble al besarle los pies. (El beso en los pies era muy poco común, pero sí tiene algún precedente. En el Talmud, Bar Hama le besa los pies a un rabino en agradecimiento porque este logra que lo absuelvan en un juicio; B.T. Sanedrín 27b; Sonc., 163).
  • La tercera acción también es un contraste doble. El aceite de oliva se usaba con frecuencia para ungir la cabeza del invitado. Ese aceite era y sigue siendo barato en esos sitios. Se trataba de uno de los productos más comunes en la Palestina rural del siglo I, y era, de hecho, una de sus principales exportaciones (Applebaum, JPFC, II, 674). La cabeza, la corona de la persona, se considera una parte digna de ungir. Por el contrario, la mujer le ha ungido los pies (parte del cuerpo que nadie ungía, ni siquiera con aceite de oliva) y lo ha hecho con un caro perfume. Por tanto, la acción de la mujer cuando le unge los pies tiene un doble impacto sobre el oyente/lector (cf. Tristram, 39). En tres acciones la mujer ha demostrado que está por encima de Simón. Y, para que a este no se le olvide, se le dice delante de todos en unas palabras poéticas que serán recordadas por siempre.

Después de esta mordaz amonestación, se nos introduce la idea principal de la conclusión con la frase «Por eso te digo». La intención de estas palabras es un tanto ambigua. Parece ser que la mejor interpretación es: «A la luz de todos tus errores, te digo …». Y a continuación aparecen esos versos finales tan discutidos que, de forma literal, traduciríamos como sigue:

Sus pecados, que son muchos, han sido perdonados,
por lo que ella amó mucho.
Pero al que poco se le perdona,
poco ama.

De hecho, Jesús no perdona los pecados de la mujer en ese mismo instante (en el versículo siguiente, tergiversan sus palabras). Lo que Jesús anuncia es un perdón que ya tuvo lugar en el pasado. El texto griego usa una pasiva perfecta, «sus pecados … han sido perdonados».

La pasiva se usa así para no tener que decir el nombre de Dios (Jeremias, Parábolas, 157, p. 127 de la edición en inglés). El tiempo perfecto indica una condición presente que es el resultado de una acción pasada. Ibn al-Silibi, el erudito sirio del siglo XII, llegó a la misma conclusión: «Sus acciones muestran que sus pecados habían sido perdonados» (Ibn al-Salibi, 98). Jesús anuncia lo que Dios ha hecho y le confirma a la mujer esa acción.

Y por último, la expresión tan discutida: «por lo que ella amó mucho». Durante más de un milenio, tanto en Oriente como en Occidente se ha traducido como «porque amó mucho». Y es la traducción que aparece en muchas versiones de la Biblia, aunque contradice  claramente lo que aparece tanto antes como después.

La pregunta es, ¿qué va primero, el perdón o la muestra de amor? Cuando miramos la parábola y el pareado final de la sección que estamos examinando ahora, podemos observar lo siguiente:
Lo increíble es que durante siglos las versiones de la Biblia han recogido esta contradicción, y lo mismo ocurre hoy en día con algunas traducciones. Si el texto tiene coherencia interna, esta traducción debe ser un error. La Biblia de Jerusalén dice: «Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor». Eso es lo mismo que decir que la mujer se ha ganado el perdón gracias a sus acciones (idea totalmente opuesta a la enseñanza de la parábola). Lo mismo ocurre con la RV, tanto la revisión del 60 como la del 95, y con LBLA. Y con la BT, aunque a pie de página explica: «es decir, su mucho amor demostró que era consciente de que se le había perdonado mucho»). La NVI sí refleja lo que ahora vamos a explicar: «si ella ha amado mucho, es que sus muchos pecados le han sido perdonados».

En el texto griego aparece la partícula hoti, que, aunque normalmente significa «porque», también puede tener lo que los lingüistas llaman «uso consecutivo»: apuntar al resultado. En ese caso, la traducción adecuada es «por tanto». En el versículo 47 nos encontramos un caso muy claro de ese uso consecutivo (cf. Jeremias, Parábolas, 157, p. 127 de la edición en inglés; Robertson, 1001; Bauer, 593; Plummer, 213; Blass, 456).

Eso hace que el versículo 47a esté en armonía tanto con la parábola como con la frase que le sigue, y así le devolvemos la coherencia interna al texto y a su mensaje. Claramente, Jesús está diciendo que esta mujer no es una pecadora que les vaya a contaminar, sino que se trata de una mujer perdonada que es consciente del grado de su maldad y está empezando a conocer la gracia de Dios, la cual se le ofrece de forma gratuita a través del perdón. Ese descubrimiento es lo que la lleva a expresar su muestra de agradecimiento y amor. Jesús concluye con unas palabras que son una clara referencia a Simón. Vamos a analizarlas con detenimiento.

Refiriéndose a Simón, Jesús dice: «al que poco se le perdona, poco ama». Esto se puede interpretar de dos formas. Podemos interpretar que Jesús está diciendo: «Tú, Simón, eres un hombre recto, y tus pecados son pocos, por lo que el perdón de Dios necesario para cubrir esas “deudas” es poco. Por eso (o el “por tanto” de arriba) has amado poco». Pero lo más probable es que su intención fuera la siguiente: «Tú, Simón, has cometido muchos pecados (de hecho, acabamos de hacer referencia a algunos de ellos).

No eres consciente de su seriedad, y no te has arrepentido. Por eso se te ha perdonado poco y, naturalmente, has amado poco». Jesús acaba de hacer una lista de los errores (deudas) de Simón, y reflejan lo lejos que ha estado de ser un buen anfitrión. Y reflejan también su profundo egoísmo, arrogancia, dureza de corazón, hostilidad, espíritu crítico, poca comprensión sobre lo que realmente contamina, su rechazo de los pecadores, su insensibilidad, su falta de comprensión de la naturaleza del perdón de Dios y su sexismo. La crítica más grande de todas es el hecho de que Simón ha sido testigo de la acción de la mujer y aún la tacha de «pecadora» (v. 39). No ha querido aceptar su arrepentimiento y ha optado por seguir rechazándola por ser pecadora. Ibn al-Tayyib tiene algunas reflexiones muy interesantes sobre esta cuestión:
Y los dos deudores hacen referencia a dos tipos de pecadores. Uno es un gran pecador como la mujer y el otro es un pequeño pecador como el fariseo. Al decir «pequeño pecador», o se refiere al pecado o se refiere a la actitud engreída de Simón, que se cree perfecto. Este engreimiento o vanidad anula toda virtud y toda capacidad de comprender que aquel al que se le perdona más, ama más. Ciertamente, le dijo a Simón esta parábola con el propósito de reprobarle por no querer tener ningún contacto con pecadores y para demostrarle que el amor de esta mujer por Dios es mayor que el amor del fariseo, porque ella ha aceptado toda la gracia de Dios (Ibn al-Tayyib, folio 90r).

En el mismo pasaje también escribe:
Y cuando Jesús dice «al que poco se le perdona, poco ama», lo que quiere decir es que aquel que ha pecado mucho experimenta un arrepentimiento profundo, que va seguido de un amor sincero hacia Dios. Pero el que tiene pocos pecados se jacta de su rectitud y cree que tiene poca necesidad de perdón, y tiene poco amor hacia Dios (Ibn al-Tayyib, folio 89 r).

Así, con Ibn al-Tayyib, entendemos que el texto presenta al lector un cuadro en el que aparecen dos grandes pecadores. Uno peca sin la Ley, y el otro dentro de la Ley. El primero (la mujer) ha aceptado el perdón por sus muchos pecados y responde con mucho amor. El segundo (Simón) no es consciente de la naturaleza de la maldad que hay en su corazón. Cree que tiene muy pocas deudas espirituales, por lo que no necesita la gracia tanto como los pecadores de verdad. Consecuentemente, como recibe poca gracia, muestra poco amor (si es que muestra alguno). Este mismo contraste lo podemos ver en la parábola de la oveja perdida.

¿Realmente piensa Jesús que hay «noventa y nueve que no necesitan arrepentirse»? ¿O se está riendo de la mentalidad farisaica que piensa que es así (cf. Bailey, Poet, 154ss.)? Los hijos de la parábola del hijo pródigo (Lc 15:11-32) y los dos hombres que oran en el templo (Lc 18:9-14) ofrecen un contraste similar.

La amonestación es impresionante. El gran pecador que no se ha arrepentido (cuya presencia contamina) es Simón, no la mujer. El profeta no solo ha leído el corazón de la mujer, sino que también ha leído el corazón de Simón. El juez (Simón) pasa a ser el acusado. Al principio de la escena, Jesús es el objeto de examen.

Ahora se giran las tornas y Simón queda al descubierto. Finalmente, la pregunta que hemos de hacernos es la siguiente: ¿qué aprendemos sobre Jesús?

Las afirmaciones que se desprenden sobre la persona de Jesús son realmente importantes. Simón ha pensado que Jesús podría ser un profeta, incluso «el profeta» del que se habla en Deuteronomio 18:15 (un texto griego temprano, el Vaticanus, ofrece esta lectura en Lucas 7:39).

Según Simón, la cuestión será ver si Jesús es capaz de conocer el interior de las personas. Jesús demuestra que conoce a la perfección la naturaleza de la mujer, y también la de Simón. Pero la acción va más allá de la simple afirmación de que Jesús es un profeta. Queda claro que Jesús es el único agente de Dios a través del cual Dios anuncia el perdón, y toda muestra de amor y gratitud deben ir dirigidas a él.

La mujer es alabada por mostrar amor hacia Jesús en respuesta al amor que ha recibido. Simón es duramente criticado porque no actúa como ella. Estas afirmaciones sobre la persona de Jesús tienen la intención de evocar en el oyente/lector una respuesta de reconocimiento, afirmación y obediencia, o de acusación de blasfemia contra el impostor que cree actuar como el único agente de Dios. Al final de este episodio no hay lugar a dudas de cuál es la situación de los presentes en aquel banquete.

CONCLUSIÓN: EL FARISEO, JESÚS, Y LA MUJER (Escena 7)
Los otros invitados comenzaron a decir dentro de sí:
«¿Quién es éste, que también perdona pecados?»
«Tu fe te ha salvado», le dijo Jesús a la mujer; «vete en paz».

En el principio se nos presentaba a los tres personajes principales. Ahora que llegamos al final, el texto nos obliga a detener nuestra mirada en ellos. Los otros invitados no están impresionados. No se pusieron a hablar «entre sí»; junto con las versiones árabes y siríacas, preferimos hacer una traducción más literal: «dentro de sí». Como a Simón, les pone un poco nerviosos la idea de verbalizar sus críticas (después de ver el ataque fulminante dirigido en contra de Simón). Sin embargo, su espíritu de crítica no tiene nada que ver. De hecho, él no ha perdonado los pecados de la mujer (aunque tiene capacidad para hacerlo; cf. Lc 5:17-26); tan solo ha actuado como Dios anunciando el perdón y recibiendo la gratitud.

Están sorprendidos y, como mucho, ofendidos. De nuevo con las versiones árabes y siríacas, preferimos la siguiente traducción: «¿quién es éste, que también perdona pecados?». Junto con otros escándalos, también perdona pecados (Plummer, 214). Y, por último, tenemos la frase final dirigida a la mujer: «Tu fe te ha salvado; vete en paz». Su fe (no sus obras de amor) la ha salvado.

Cuando el autor bíblico usa el principio de inversión, normalmente coloca el tema principal en el centro y lo repite al final (Bailey, Poet, 50ss.). Esto es lo que ocurre aquí. La idea principal de la parábola, que aparece en el centro de la unidad literaria, es el amor de Dios, que él ofrece de forma gratuita y que se acepta como un don inmerecido. Esta idea vuelve a aparecer al final en la contundente afirmación de que la salvación es por fe.

En presencia de aquellos que desprecian a la mujer, Jesús, de forma misericordiosa, la despide en paz y habiéndola reconciliado con el Padre celestial y amante, cuyo único agente debe seguir soportando el rechazo, mientras sigue proclamando esa reconciliación a los pecadores como ella y como Simón. La escena (como la parábola del hijo pródigo) concluye de forma abierta.

No se nos dice cuál es la respuesta de Simón (del mismo modo que no conocemos la respuesta final del hijo mayor de Lc 15 o de los tres discípulos en 9:57-62). ¿Se parará a pensar en las deudas que él tiene, se arrepentirá y ofrecerá estas muestras de amor agradecido que hasta ahora no ha sido capaz de ofrecer? ¿O se endurecerá aún más? Tanto entonces como ahora, el lector/oyente debe completar la parábola decidiendo cuál es su respuesta ante ese único agente del perdón y de la paz de Dios. La parábola acaba, la unidad literaria se cierra, y se hace necesario mirar atrás.

En cada parábola tendremos que identificar la decisión/respuesta que el lector/oyente original debía hacer, y determinaremos el conjunto de cuestiones teológicas que se suman para formar el impacto de la parábola, cuestiones que instruyen a los creyentes de cualquier época.

Como ha dicho Marshall, «en la historia hay bastantes temas diferentes» (Marshall, 304).


  • En primer lugar, el oyente original. Simón es llamado a entender y confesar: Soy un gran pecador (como lo era esta mujer). Hasta ahora no me había percatado. Al contrario que ella, no me he arrepentido ni he prestado atención el ofrecimiento de la gracia de Dios. Se me ha perdonado poco, por lo que he amado poco al agente de Dios (Jesús). Si Jesús no quisiera mezclarse con pecadores,  debería evitarme a mí, y no a esa mujer a la que yo he despreciado.

El conjunto de temas teológicos que se suman para formar el impacto de esta parábola es el siguiente:

  • El perdón (salvación) es un regalo que no merecemos y que Dios ofrece de forma gratuita. La salvación es por fe.Cuando se acepta, esta salvación por fe nos lleva inmediatamente a realizar acciones costosas. Estas acciones de amor son expresiones de gratitud por la gracia recibida, y no intentos de ganar más gracia.
  • Jesús es el único agente a través del cual Dios anuncia su perdón, y el único al que debemos dirigir nuestras muestras de amor agradecido, con el conocimiento de que, a través de él, a los creyentes se nos ha perdonado mucho. La pregunta que aparece al final de la escena 7 no queda respondida. El lector debe dar su propia respuesta.
  • El ofrecimiento del perdón a los pecadores nos recuerda que el agente de ese perdón lo demostró de una forma costosa e inesperada. Dentro de este tema podemos entrever parte del significado de la pasión.
  • Hay dos clases de pecados y dos clases de pecadores (Simón y la mujer). Simón peca dentro de la ley y la mujer peca fuera de la Ley. Los pecadores como la mujer normalmente saben que son pecadores; los pecadores como Simón normalmente no lo saben. El arrepentimiento es más difícil para los «justos».
  • En un mundo de hombres, y en un banquete de hombres, se nos presenta a una mujer despreciada como una heroína de la fe, el arrepentimiento y la devoción. En cuanto a estas tres cualidades, está por encima de aquellos hombres. En esta parábola queda bien claro el valor inherente de la mujer y el hecho de que el ministerio de Jesús es para hombres y para mujeres.

Al encontrarnos con Jesús, las opciones posibles son la fe o el rechazo. No hay una opción intermedia. Para Simón, o Jesús es un hombre maleducado que insulta a su anfitrión, por no mostrarse agradecido por el banquete que prepara en su honor, y por actuar como si fuera Dios, o realmente es el agente de Dios, el mediador del perdón de Dios que espera nuestra humilde y costosa devoción.

Jesús acepta la invitación de Simón sin vacilar. Es conocido como el amigo de los pecadores, lo que no solo incluye una preocupación por los marginados, sino también por los «que se creen justos».

Que esta parábola nos sirva de catarsis, del mismo modo que lo ha hecho para millones a lo largo de la historia.
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martes, 21 de junio de 2016

Éstas señales se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis vida en su nombre

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




¿Qué propósitos tuvo Juan para escribir el Evangelio? Las Señales

Juan tuvo un propósito teológico al escribir "SU" Evangelio - comprender las señales

La intención que Juan tenía al escribir el Evangelio es muy clara. Nos dice explícitamente:

«Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis vida en su nombre» (Juan 20:30, 31).

Esta declaración de principios dirige nuestra atención hacia las «señales» que Jesús hizo, al hecho de que Juan hace una selección de «todas ellas» y al propósito teológico y evangelístico que dirige todo el libro.

Juan escribe sobre muchos temas:

  • el ministerio de Juan el Bautista, 
  • los discursos de Jesús, 
  • la magnífica historia sobre lo que aconteció en el aposento alto, 
  • la última noche de la vida de Jesús, 
  • historias sobre acontecimientos tanto esperanzadoras como decepcionantes, 
  • llegando al clímax con la pasión y la resurrección. 
Pero al resumirlo todo en una frase, Juan destaca las «señales». Creo que este hecho no implica que Juan considere las señales como la parte más importante del Evangelio. Sin embargo, es evidente que, cuando él quiso aclarar el propósito global, las utilizó.

Las señales

Juan tiene su propia forma de utilizar la palabra «señal».
Es una palabra importante que indica algo que la trasciende. Cuando se usa para hablar de un milagro, se entiende que el hecho no es un fin en sí mismo. Tiene un significado que se completa con otros aspectos, además del milagro.

Por supuesto, Juan no es el único que utiliza este término. Los Sinópticos también lo usan a menudo.

  1. En Mateo lo encontramos trece veces, 
  2. en Marcos siete y 
  3. en Lucas once. 
Sin embargo, más bien lo utilizan para explicar la «señal» que el ángel dio a los pastores de que encontrarían a un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre (Lucas 2:12), o la «señal» del cielo que los fariseos pedían a Jesús. (Marcos 8:11).

Jesús condenó a sus contemporáneos como «generación adúltera y perversa» por buscar una señal, y llegó a decir que la única señal que verían sería la del profeta Jonás. Dios había obrado en Jonás y, por lo tanto, él era una «señal». De igual manera que el reluctante profeta estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, Jesús dijo que el Hijo del Hombre estaría «en la tierra tres días y tres noches» (Mateo 12:38–40).

En otra ocasión, cuando los saduceos y los fariseos se unieron para pedirle a Jesús una señal, Él les reprochó que pudieran interpretar la climatología, sabiendo leer en el cielo las señales de buen o mal tiempo, y no pudieran interpretar «las señales de los tiempos». De nuevo, la misma «generación adúltera y perversa» busca una señal, pero no recibirán nada aparte de la «señal de Jonás» (Mateo 16:1–4).

Los discípulos de Jesús podían buscar señales. Le preguntaron: «¿Cuándo sucederá esto y qué señal habrá cuando todas estas cosas se hayan de cumplir?» (Marcos 13:4, cf. Lucas 21:7). Mateo lo expresa de la siguiente manera: «¿Cuándo sucederá esto y cuál será la señal de tu venida…?» (Mateo 24:3).

En el discurso que Jesús pronunció a continuación no solamente habló de «la señal«, sino de una multiplicidad de grandes señales y maravillas que aparecerían en el tiempo (Mateo 24:24, Marcos 13:22, Lucas 21:25–28), aunque Mateo habla específicamente de «la señal del Hijo del Hombre» que aparecerá en el cielo» (Mateo 24:30).

Puede ser importante notar que la demanda siempre es de una señal, no de señales. Nadie le pide a Jesús que realice una multitud de milagros. La razón que puede explicar este hecho es que «la señal» constituiría una prueba irrefutable de que Él venía de Dios. Nadie menciona qué tipo de señal era la que se esperaba, de modo que aparentemente, no esperaban nada específico que la constituyera.

Sin embargo, la gente pensaba que si ocurriera algo incuestionable que mostrara como un rayo de luz que Jesús era un ser celestial, las cosas estarían más claras. Ése era precisamente el tipo de señal que Jesús se negaba inmediatamente a dar.

Él debía ser reconocido por quién y qué era y por lo que habitualmente hacía. Existían señales para los que tenían ojos para ver, pero no había una actuación deslumbrante que implicara ningún tipo de creencia por parte de los espectadores. La demanda de una señal se fundamenta en la idea de que Dios tenía que actuar de acuerdo con las previsiones de los escribas y de los fariseos, y esto es hacer de él un dios en términos humanos. Por esto Jesús llama a los que demandaban una señal de este tipo una «generación perversa y adúltera».

Las señales en el Evangelio de Juan

Juan utiliza la palabra semeion 17 veces, de las cuales 11 se refieren a milagros de Jesús. Puede ser una referencia general, como la que tenía Nicodemo en la cabeza: «Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede hacer las señales que tú haces si Dios no está con él» (Juan 3:2). Es importante observar que Nicodemo distingue que los milagros no son un fin en sí mismos (son «señales») y contempla este hecho como una prueba de que Jesús «venía de Dios» (Nicodemo entiende correctamente el significado de «señal»).

Encontramos una actitud parecida en algunos fariseos cuando Jesús sanó al ciego de nacimiento. La opinión de uno de ellos era: «Este hombre no viene de Dios porque no guarda el día de reposo». Pero otros compañeros decían: «¿Cómo puede un hombre pecador hacer tales señales?» (Juan 9:16). Esta opinión no se rebatió, pero aquellos que pensaban de otra manera tampoco cambiaron de idea. Los que exteriorizaron las palabras, entendieron que Dios estaba actuando en Jesús, y esto tenía más importancia de lo que los fariseos, en general, no podían entender sino como una violación del día de reposo.

Las señales podían llevar a la gente hacia Jesús, como los 5.000 a los que alimentó con los panes y los peces (Juan 6:2). Acercarse a Jesús por ese motivo no es el ideal, pero Él no rechaza a nadie, incluso a los que se le acercan por tales motivos.

Incluso más adelante se queja de los que vienen a Él con motivos más bajos: «Me buscáis no porque hayáis visto las señales, sino porque habéis comido de los panes y los peces y os habéis saciado» (Juan 6:26).

La fe que se apoya en las señales no es la clase de fe más elevada, pero es de lejos mucho mejor que acercarse a Jesús para obtener una buena comida. Las señales deben provocar la fe, y Jesús acoge a los que reaccionan a ellas creyendo en Él. Esto no significa que buscara hacer una señal que no diera posibilidad a la gente de no creer en Él.

Un poco más tarde en la misma situación le preguntaron: «¿Qué pues, haces tú como señal para que veamos y creamos?». Pero el Jesús del cuarto Evangelio se negaba a realizar tales señales, igual que el Jesús de los Sinópticos.

Las señales podían, y solían, traducirse en fe. Pero nunca fueron el arma que aplastase de manera definitiva a la oposición. Siempre cabía la posibilidad de que la gente se negara a ver la mano de Dios en las señales y que, por lo tanto, no creyeran. Solamente aquellos que estaban abiertos a lo que Dios decía, respondían con fe. Y esas personas querían y respondían de esta manera.

La palabra «señal» en sí misma no tiene necesariamente una connotación sobrenatural.

  • Puede ser utilizada como «una indicación en el paisaje que señala direcciones». Utilizando la palabra en estos términos, 
  • Pablo escribe a los Tesalonicenses que el saludo con su propia mano es «una señal distintiva en todas mis cartas» (2 Tesalonicenses 3:17). 
  • También habla de la circuncisión como una «señal» (Romanos 4:11) y, por supuesto, ésta es una señal divina institucionalizada: Desde antaño Dios instituyó la circuncisión como señal del pacto que hizo con Abraham y sus descendientes (Génesis 17:10–14). Esto nos lleva al uso más característico del término en la Biblia, su uso en conexión con la presencia de Dios. En este caso, puede referirse, como la circuncisión, a algo que Dios ha ordenado y que tiene importancia para la práctica de la religión, o a algo que Dios mismo hace. 
  • Un ejemplo importante y característico es la expresión «señales y milagros» para describir lo que Dios hizo para sacar a Israel de Egipto (Deuteronomio 26:8). Al mismo tiempo que el término no perdió su antigua connotación secular usado para todo aquello que se pueda discernir como importante, llegó a tener un significado especial para los religiosos, una «señal» podía mostrar la actividad de Dios.Es esta «presencia de Dios» la que se busca en los pasajes de Juan donde aparece este término. 
  • Nicodemo se dio cuenta porque cuando se acercó a Jesús le saludó con las palabras: «sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede hacer las señales que tú haces si Dios no está con él» (3:2). Es este momento de la narración, no sabemos a qué señales se está refiriendo Nicodemo.

Dado que Juan solamente ha mencionado la transformación del agua en vino en las bodas de Caná, no es probable que el fariseo de Jerusalén se refiera a este incidente rural. Pero Juan nos enseña que Jesús hizo un gran número de señales visibles para los habitantes de Jerusalén (2:23), y, evidentemente, Nicodemo había oído hablar de ellas. No solamente había oído hablar de estas señales, sino que supo reconocer su significado. De esta manera estaba reconociendo el origen celestial de Jesús.

Me gustaría pasar a comentar otras cosas que Juan dice sobre Jesús y sobre lo que sus señales nos enseñan. Pero antes de esto, me gustaría recalcar que las señales nos dicen mucho sobre Dios.

Nadie en su sano juicio intentaría minimizar el papel de Jesús en el cuarto Evangelio, pero lo que debe quedar muy claro es que este Evangelio sitúa a Dios en el lugar más alto. A través de estas señales es Dios mismo el que se muestra y actúa. C. K. Barret resalta una importante diferencia entre escritores como Filón y los gnósticos por un lado y Juan por otro.

Tanto Filón como los gnósticos comenzaron entendiendo la naturaleza de Dios: Él debe entenderse como pura bondad o un ser puro, como Omnipotente y, consecuentemente, capaz de hacer cumplir su voluntad. Se preguntan cosas como: «¿Cómo puede un Dios así amar y redimir a criaturas que no merecen ser amadas y que, por lo general, no desean salvarse?». De esta forma desarrollan «elaborados sistemas de mediación» para explicar cómo el Dios por el que postulan puede llevar a cabo estas cosas.

Pero Juan comienza con el Mediador, el Mediador que acerca al pueblo «al Dios de la tradición bíblica quien, a pesar de estar en las alturas, es el Creador de todas las cosas, siempre activo en las cuestiones humanas y siempre listo para morar en aquel que tenga un espíritu apesadumbrado y contrito.

Debe quedar claro que el cuarto Evangelio no es una teoría espiritualizada sobre la naturaleza de Dios y de cómo ese Dios acorta distancias entre Él y su creación. Existe un Mediador, uno que en lo que es y en lo que hace nos revela al mismo Dios. Y el Dios que encontramos en este Evangelio es un Dios que se interesa por su creación, que ama a su pueblo, que nunca abandona a los que ha creado. Este Dios que actúa consigue su propósito a través de Jesús. En la tumba de Lázaro Jesús oró: «para que crean que Tú me has enviado» (Juan 11:42). No estaba buscando nada para Él de la señal que iba a acontecer, buscaba que las personas vieran que Dios le había enviado. Juan hace una vívida descripción de Jesús. Pero también tranquiliza a sus lectores con el Dios vivo.

Las señales nos hablan sobre cómo Dios trabaja y cómo la mano de Dios está presente en ellas. Pero también nos muestran algo sobre Jesús. Según la versión de Juan, las señales eran tan especiales que ni siquiera un hombre piadoso podría hacerlas, a no ser que tuviera una relación muy especial con Dios. Son una indicación de la superioridad de Jesús con respecto a los hombres piadosos, no una prueba de que el lugar de Jesús estuviera entre ellos.

R. Schnackenburg, tras estudiar el significado teológico de las señales, cree que «finalmente nos conduce a asumir una conexión intrínseca entre la encarnación y la revelación de Jesucristo en “señales”, algo que presenta y hace posible». Las señales nos indican lo que Dios hace, pero su objeto es mostrar lo que Dios hace en Jesús, no en toda la humanidad.

Y lo que Dios hace en Jesús es consumar el decisivo acto de la salvación de los pecadores.

  • Se está revelando: gracias a lo que hizo en Jesús sabemos que «Dios es amor» (1 Juan 4:8, 16). 
  • Pero también está expiando, porque su amor implicaba entregar a su propio Hijo «para que todo aquel que crea en Él no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16). Las señales apuntan hacia este acto decisivo. Por esto Alan Richardson puede decir de la primera señal que Juan recoge, la transformación del agua en vino, que «implica un simbolismo muy sugerente, y hay un sentimiento como si todo el Evangelio girara en torno a este hecho». Indica también que en el capítulo 3 Nicodemo «aprende lo inadecuado del Judaísmo y la necesidad de nacer de nuevo en Cristo. 

El significado del milagro de Caná es que el Judaísmo debe ser purificado (cf. Juan 2:6) y transformado para encontrar plenitud en Cristo, el que trae la nueva vida, la vida eterna de Dios que ahora se ofrece al hombre a través de Su Hijo». El significado de una señal individual sólo puede entenderse dentro del gran plan de salvación que Dios lleva a cabo a través de su Hijo. J. D. G. Dunn insiste en ello. Puede decir: «El significado real de los milagros de Jesús es que apuntan hacia su muerte, resurrección y transformación, hacia la transformación producida por un nuevo espíritu, y por lo tanto nos llevan a creer en Jesús el (crucificado) Cristo, el (resucitado) Hijo de Dios». Puede que muchos no estén dispuestos a admitir esta visión de las señales, pero no cabe duda de que el hecho de que ellas apunten hacia la obra salvadora de Jesús no ofrece lugar a dudas.

Es importante resaltar que, a veces, Juan dice que las personas creyeron simplemente por las señales. Éste fue el caso del milagro de las bodas de Caná. Después de esta señal vemos cómo los discípulos «creyeron en Él» (Juan 2:11). No hubo discurso ni enseñanza sobre lo sucedido.

Simplemente fue la señal y después, la fe. Exactamente igual que en la sanación del hijo del oficial del rey. Cuando el oficial del rey supo que su hijo había sanado en Capernaum en el mismo momento en el que Jesús pronunció sus palabras en Cana, «creyó él y toda su casa» (Juan 4:53). De nuevo, sin discursos, Jesús no explica que Dios está en todo el proceso, y tampoco demanda fe. Simplemente hace la señal, que viene seguida de fe.

Había también una diferencia entre algunos de los oponentes de Jesús: los que le preguntaban: «Ya que haces estas cosas, ¿qué señal nos muestras?» (Juan 2:18) y los que le decían «¿Qué, pues, haces tú como señal para que veamos y te creamos?» (Juan 6:30).

El primer ejemplo tiene lugar después de limpiar el templo y es una muestra de que, a través de lo que Jesús hizo ese día, estaba mostrando alguna prueba evidente de su carácter divino.

La petición era que Jesús diera pruebas de que Dios estaba en lo que hizo. Si no conseguía probarlo, la conclusión sería que su actividad era meramente humana y por lo tanto no debían prestarle atención. Pero si conseguía producir una «señal», entonces las cosas cambiarían. Sabrían que Dios obraba en Jesús y se darían cuenta de lo que hacía. Ésta era su reclamación.

Pero el segundo pasaje hace dudar de la sinceridad de los oponentes porque la demanda de una «señal» se hizo después de la alimentación de los 5.000, como si este milagro no fuese suficiente señal. Lógicamente, Jesús se queja de su actitud en el discurso que pronunció en aquella ocasión cuando dijo, entre otras cosas: «En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque hayáis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado» (Juan 6:26).

La satisfacción física de disfrutar de una buena comida podía atraerles, pero eran incapaces de percibir la «señal» que Jesús estaba haciendo. Lo triste es que, además, esta señal nos enseña una gran verdad: que Jesús provee para nuestras necesidades espirituales más profundas y que esta provisión solo se encuentra en Él.

En otra ocasión, Jesús señaló que sus oyentes no creerían a no ser que vieran «señales y prodigios» (Juan 4:48). Buscaban actos espectaculares y milagrosos y, hasta que no los vieran, no verían al Mesías. Preferían elegir ese tipo de actos. Uno piensa que la serie de «señales» recogidas en este Evangelio son una prueba suficiente del poder milagroso, pero los enemigos de Jesús no estaban convencidos.

Con el tiempo llegaron a reconocer que Jesús hacía milagros, incluso aplicaron la palabra «señal» para describirlos: «Este hombre hace muchas señales» (Juan 11:47). Pero aún reconociendo esto, no descubrieron la mano de Dios y seguían dispuestos a enfrentarse a Jesús.

Por supuesto, desde la Antigüedad, personas ajenas al pueblo de Dios realizaron milagros (como los magos egipcios en la época de Moisés), e Israel fue advertida de no dejarse engañar por esta gente ni por sus hechos (Deuteronomio 13:1–5). Evidentemente, los líderes judíos tenían este punto de vista sobre las señales de Jesús: las reconocían como el tipo de cosas que la gente corriente no podía hacer, pero no aprendían nada sobre la persona de Jesús ni sobre su relación con Dios. No acertaron a ver la mano de Dios en todo ello.

En otras palabras, no entendieron nada. R. T. Fortna señala que: «presenciar un milagro, incluso beneficiarse de él y buscar a su autor… y seguir sin entender que se trata de una “señal” es no comprender nada. Una señal, para ser entendida o “vista”, debe ser entendida con todo su sentido teológico».

Algunas personas vieron cómo Jesús alimentaba a una multitud con cinco panes y dos peces, e incluso participaron de la comida, y aún así seguían insistiendo en pedir una señal (Juan 6:30). Habían visto el milagro.

Se habían beneficiado personalmente de él, pero habían fracasado a la hora de entender su significado; no habían sabido entender que Dios estaba actuando en lo que hacía Jesús. No habían sabido entender la señal.

Lo que Juan dice es que deberían haberlo entendido. Lo que Jesús hacía no era simplemente milagroso (Juan nunca utiliza teras, «milagro» para describirlo); era significativo. Los signos o señales no tenían como objetivo mostrar lo bellísima persona que era Jesús, su objetivo era enseñar sobre Dios, mostrar cómo Dios actuaba a través de Jesús, y retarles a responder a esta iniciativa divina con fe.

El problema con los líderes judíos es que no podían ver la mano Dios cuando actuaba delante de ellos. Vieron que había una conexión entre los milagros y la fe: «Este hombre hace muchas señales. Si le dejamos seguir así, todos van a creer en Él» (Juan 11:47, 48). Pero negaban tanto la realidad de los milagros como su poder para provocar la fe. Negaban la mano de Dios en ellos. Consideraban solo como obras de poder aquello que debía haberles llevado a la fe (aunque utilizaban la palabra «señal» no entendían su significado). Y dado que los milagros no eran más que obras de poder, el resultado era endurecimiento, no fe.

En un importante pasaje, Juan señala este fracaso como el cumplimiento de una profecía. Dice de Jesús: «Aunque había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en Él, para que se cumpliera la palabra del profeta Isaías, que dijo: Señor, ¿quién ha creído nuestro anuncio…?» (Juan 12:37, 38).

Juan cita Isaías 53:1, y añade Isaías 6:10. Estaba convencido de que las señales de Jesús apuntaban a Dios, y que la gente debía reconocer esto y actuar en consecuencia. Pero también estaba seguro de que la gente malvada nunca se había distinguido por su obediencia a Dios, como los profetas documentan exhaustivamente. Por esto Juan halla apoyo en Isaías para sus convicciones sobre la lentitud de muchos judíos en aceptar a Jesús. Simplemente estaban viviendo un ejemplo clásico de incredulidad.

A la cita de Isaías le siguen las siguientes palabras: «Esto dijo Isaías porque vio su gloria y habló con Él» (Juan 12:41). La idea de la gloria está específicamente entrelazada con algunas de las señales.

De este modo, en la primera señal Jesús «manifestó su gloria» (Juan 2:11), y cuando le informaron sobre la enfermedad de Lázaro, Él dijo: «Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella» (Juan 11:4). Más tarde le dijo a Marta: «¿No te dije que si creías verías la gloria de Dios?» (Juan 11:40). En este Evangelio la gloria es compleja e incluye la idea de la gloria que vemos en la bajeza, para que la cruz sea el lugar donde Jesús es glorificado. Pero además de reconocer todo esto, Juan aclara que es en las señales donde el creyente puede discernir la gloria que de verdad pertenece a Cristo.

Dios no actúa sólo a través de las obras. El evangelista recoge las palabras «de muchos» que se acercaron a Jesús en la zona del país en la que había tenido su ministerio Juan el Bautista, «Juan no hizo ninguna señal» (Juan 10:41). No hay lugar a dudas de que la mano de Dios estaba presente en Juan el Bautista tal y como lo describe el cuarto Evangelio. Dios puede obrar y obra en personas sin necesidad de que tenga que aparecer lo milagroso. Pero Él obró en Jesús de una forma especial; así lo muestran las señales. Y lo que las señales muestran es lo que preocupa especialmente a Juan.

Por lo tanto, es muy importante la forma en la que Juan usa el término «señal». Para él, es un modo de resaltar la mano de Dios en el ministerio de Jesús. Juan no intenta ser comprensivo: simplemente recoge un grupo de señales que muestran lo que hizo Dios en Jesús. Es importante que estas cosas no se entiendan simplemente como milagros. Juan nunca describe lo que hizo Jesús como un teras (milagro).

Para él, el hecho de que el milagro sea inexplicable no es lo importante. Es cierto que un milagro no se puede explicar con premisas humanas, pero a Juan le preocupa más resaltar que lo de verdad importa en un milagro es que lleve el sello de Dios. No olvidemos que Juan el Bautista, que era sin lugar a dudas un hombre piadoso, no hizo ninguna señal. Las señales eran algo especial.

No pertenecían a los hombres piadosos en general, sino a Jesús. Lo que era importante era lo que Dios hacía en Jesús. Él estaba presente en Jesús de una manera en la que no estaba presente en ningún otro ser humano. Esto es lo importante para Juan, y las señales son la prueba de ello.

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jueves, 16 de junio de 2016

Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para destrucción de fortalezas; destruyendo razonamientos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




Evangelismo - evangelizar - Evangelio

El Cristiano es responsable de evangelizar 


¿QUÉ ES LA EVANGELIZACIÓN?

La evangelización es:
La comunicación del evangelio de Dios a través de la vida y de las palabras de sus hijos, para su gloria y en el poder del Espíritu Santo, de tal manera que los hombres puedan recibir a Jesucristo como Salvador y servirle como Rey.

«La evangelización es la comunicación…»
Tiene que ver con la transmisión de ideas y con la utilización de palabras.
Pero, como ocurre en cualquier comunicación eficaz, las ideas han de ser asequibles al oyente y las palabras comprensibles.

El lenguaje las ilustraciones y los métodos evangelísticos que utilizamos deben ser apropiados, no sólo a la dignidad de nuestro mensaje, sino también a la clase de personas que nos escucha.

El evangelio siempre es el mismo, pero una buena comunicación requiere que su presentación varíe cada vez, según la condición:

  • cultural, 
  • social, 
  • psicológica, 
  • moral y 
  • espiritual de nuestros oyentes.

Por lo tanto nuestra comunicación sólo será adecuada en la medida en que conozcamos la sociedad en la que vivimos y entendamos a las personas que evangelizamos.

La comunicación incluye el escuchar, además del hablar. Habremos, pues, de desarrollar nuestra capacidad de ponernos al lado de cada persona, ver las cosas desde su punto de vista, anticipar sus dudas y preguntas, poner el dedo en la llaga de sus necesidades y pecados, y así comunicarle el evangelio.

En todo esto tenemos un Maestro ejemplar.

Se trata también de una comunicación seria y sincera, no de un lavado de cerebro. No cabe en la evangelización ninguna clase de engaño ni ninguna técnica indigna del mensaje que llevamos (1 Tesalonicenses 2:3–5; 2 Corintios 4:2).

No queremos que los que inicialmente acepten nuestro Evangelio, luego se arrepientan de ello por sentirse defraudados.

Tratamos a los que nos escuchan como

  • a seres responsables creados a la imagen de Dios. 
  • Consideramos su dignidad humana. 
  • Incluso respetamos su capacidad de rechazar el Evangelio y confirmarse en su pecado. Cristo llama a la puerta y respeta nuestro derecho de abrirla o no, él no la derriba, nosotros tampoco.

Por lo tanto:

  • presentamos la verdad del Evangelio con sencillez, sin encubrir nada ni exagerar nada. 
  • La comunicamos con urgencia e insistencia, porque es un asunto de vida o muerte, pero no nos interesan conversiones espúreas, fruto de la emoción y no del arrepentimiento y la fe. 
  • Utilizamos las artes de la persuasión, pero rehuímos técnicas sentimentales baratas.
  • Animamos, pero sin ofrecer promesas falsas ni presentar una visión utópica de la vida cristiana. 
  • Avisamos, pero no jugamos con el miedo de la gente. 
  • Presentamos argumentos y evidencias, pero sin exagerarlos ni distorsionarlos.

«… del Evangelio de Dios…»
El mensaje que comunicamos no es nuestro. Podemos ser todo lo creativos que queramos en su presentación, pero jamás en su contenido. Es un mensaje dado; no lo hemos de inventar. Es un depósito que Dios nos ha encomendado (2 Timoteo 1:13–14); no debemos ni quitarle ni añadirle nada.

Cada predicación del Nuevo Testamento, cada «conversación evangelística», es diferente, y sin embargo el mensaje fundamental siempre es el mismo.

Por lo tanto, si vamos a comunicar fielmente el Evangelio, nuestra primera responsabilidad es la de conocerlo bien, saber manejarlo y aplicarlo a toda la variedad de situaciones y personas que nos rodean. Para poder evangelizar a otros hemos de evangelizarnos constantemente a nosotros mismos.

Por provenir de Dios el Evangelio es sagrado. Debe ser en el temor de Dios que lo comuniquemos.

  • Debemos temer no comunicarlo, porque el Señor nos lo pide. 
  • Debemos temer cambiar su contenido, porque Dios nos lo ha encomendado. 
  • Y debemos temer comunicarlo de maneras indignas: la frivolidad y la mundanalidad son incompatibles con lo sagrado.

«… a través de la vida y de las palabras de sus hijos…»
Sólo los que han nacido de nuevo como hijos de Dios (Juan 1:12) están capacitados para evangelizar. Podemos contratar a un no-creyente para que venda Biblias o reparta folletos, pero la verdadera evangelización requiere una comunicación en la cual el mensaje verbal es reflejado, ilustrado y avalado por la vida de aquél que lo predica.

Muchos de los que llaman a nuestras puertas con el afán de vendernos el último detergente o enciclopedia, nos dan la impresión de no estar convencidos ellos mismos del valor del producto que nos ofrecen. ¿Acaso lo compran ellos? Su comunicación queda invalidada por su propio ejemplo. No debe ser así con la evangelización. Debe haber una coherencia entre el mensaje y la vida de aquél que lo lleva. Por eso sólo puede evangelizar con entusiasmo y sinceridad la persona que sabe de lo que habla porque lo vive.

Cristo no encomendó la evangelización a cualquiera, sino sólo a sus discípulos: «Vosotros me seréis testigos…». Y ni siquiera ellos iban a estar capacitados para evangelizar hasta que «haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo» (Hechos 1:8). Ni aun el discipulado en sí es suficiente; sólo puede evangelizar la persona que ha recibido el Espíritu Santo y conoce su poder y la eficacia de su obra santificadora en su vida diaria.

El Evangelio debe ser comunicado por medio de todo lo que somos: por nuestro testimonio hablado, ciertamente, pero también por nuestras actitudes y reacciones, por nuestra sensibilidad y amabilidad, nuestro comportamiento y conversación. No hay mayor motivo de escándalo para el no-creyente que la inconsecuencia entre lo que el pueblo de Dios predica y lo que practica. Las palabras, sin una vivencia que las respalde, no son suficientes.

En cambio, la vivencia sin las palabras es una pena. Por nuestro silencio implícitamente comunicamos la idea errónea de que lo que puede haber de hermoso en nuestras vidas es obra nuestra, no de la gracia de Dios; la gente siente la atracción de nuestras vidas pero desconoce la causa; piensa que es porque nosotros mismos somos buenos. De esta manera, en vez de glorificar a Dios, nos exaltamos a nosotros mismos. Pero más aún, impedimos por nuestros silencio que otros puedan conocer el camino de la salvación.

La vida y las palabras deben ir juntas. Algunos de los que se apresuran a hablar harían bien en callarse, porque sus vidas no honran el Evangelio que predican, muchos de los que se callan harían bien en empezar a hablar, porque su silencio es reprensible (ver Ezequiel 33:7–9).

«… para su gloria…»
Nuestra principal motivación en la evangelización no debe ser, por supuesto, la promoción de nuestra propia reputación ante nuestros hermanos, ni una obsesión por el número de convertidos, ni siquiera, en primer lugar, la compasión por los perdidos; sino la gloria de Dios.

Toda otra motivación se queda corta. Nuestro amor al Señor, nuestro deseo de que Él sea honrado y sus derechos reconocidos en la vida de nuestros prójimos, es la única motivación capaz de sostenernos en medio de los muchos momentos de desánimo que habremos de afrontar en nuestra evangelización.

En esto, como en todo, el Señor Jesucristo es nuestro modelo: «Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciera» (Juan 17:4).

Nuestro afán en la evangelización debe ser igual al suyo: «Santificado sea Tu nombre; venga Tu reino; hágase Tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra» (Mateo 6:9–10).

«… y en el poder del Espíritu Santo…»
Las armas de nuestra milicia no son carnales sino espirituales, poderosas en Dios (2 Corintios 10:4). Ninguna sabiduría humana, ningún sistema de «marketing» ninguna técnica psicológica, ninguna planificación de comité, puede hacer las veces de la dirección del Espíritu Santo en nuestra evangelización. Bajo el señorío de Cristo estas otras cosas pueden tener su lugar, pero se convierten en sucedáneos pobres del poder de Dios cuando evangelizamos sin descansar en la guía y recursos del Espíritu.

El Espíritu Santo es quien nos capacita interiormente para la evangelización (Hechos 1:8; Efesios 3:16). Es quien nos dirige en nuestros planes y nos pone en contacto con personas ya predispuestas por Él (Romanos 8:14; Hechos 8:26, 29). El nos da las palabras que hemos de decir (Mateo 10:19–20; Hechos 4:29–31). Él es el único que puede con vencer al no-creyente de su condición ante Dios (Juan 16:8) y que puede hacerle nacer a una vida nueva (Juan 3:5–8; 4:13–14; 7:37–39). Sin Él, pues, la evangelización no es más que la comunicación de unas ideas teóricas; sólo hay convicción, conversión y regeneración cuando el Espíritu Santo nos utiliza como canales de su poder transformador. En fin, Él es nuestro Señor y nosotros debemos estar a sus órdenes, no esperar que Él se someta y se adapte a nuestros planes.

«…de tal manera que los hombre puedan recibir a Jesucristo como Salvador…»
Nuestra tarea no es solamente la de ganar el asentimiento intelectual de la gente a una serie de proposiciones doctrinales, ni mucho menos la de aumentar el número de afiliados a nuestra denominación religiosa. Es la de conducir a la gente al Salvador, el único que les puede abrir el camino a Dios (Juan 14:6). Nosotros no les salvamos. La doctrina no les salva. La Iglesia no les salva. Sólo Cristo salva.

Nuestra función es la de:

  •  ser embajadores de Cristo (2 Corintios 5:20), 
  • hablar en su nombre, 
  • denunciar el pecado conforme a su ley, 
  • presentar sus derechos como Señor, y 
  • explicar lo que El ha hecho para salvarnos de nuestra condición perdida y restaurar nuestra relación con Dios. 

Nosotros como buenos gestores preparamos el camino, damos las explicaciones, hacemos la presentación del Salvador; por así decirlo, preparamos los papeles del caso. Pero el último trámite, la firma del contrato, lo ha de realizar nuestro oyente personalmente con el abogado, el Salvador mismo. Nosotros rogamos y exhortamos, pero es la persona interesada la que debe reconciliarse con Dios por medio de Jesucristo. Ella es la que debe invocar el nombre del Señor (Romanos 10:13), recibir a Jesucristo como Salvador y poner su fe en Él (Juan 1:12).

Si bien en cuanto a este «último paso» nosotros no podemos ni obligar a nadie ni darlo en su lugar, sí hemos de allanarle el camino para que pueda llegar a este punto. Lo hemos de hacer con esmero y diligencia (2 Timoteo 2:15).

No basta con echar en cara de nuestro oyente unas cuantas afirmaciones dogmáticas acerca del Evangelio.

Hemos de:

  • razonar con él, 
  • contestar sus preguntas, 
  • abrirle el Nuevo Testamento para que pueda ver a Jesucristo en acción, 
  • escuchar sus palabras y 
  • ver por sí mismo cómo Cristo salva a la gente, 
Debemos explicarle el significado de:

  • la encarnación, 
  • la crucifixión, 
  • la resurrección y 
  • glorificación de nuestro Señor, 
  • la esperanza de su retorno y el don de su Espíritu. 
En fin, nuestra tarea no ha acabado hasta no haberle conducido a aquella encrucijada en la que puede acudir a Cristo con conocimiento de causa (o rechazarle con igual conocimiento de las implicaciones), comprometerse con Él habiendo contado el precio, y creer en el Salvador sin que su fe represente un suicidio intelectual.

«… y servirle como Rey».
El Salvador es el Rey. No lo puedes dividir en dos y recibir sólo la mitad de su persona. O bien le recibes tal y como es en realidad, con todas sus consecuencias, o bien no le recibes. No es lícito intentar aceptar su salvación sin acatar su señorío (porque en parte la salvación consiste precisamente en una vida vivida bajo su señorío), ni tampoco es lícito predicar un Evangelio en el que la salvación queda separada del señorío de Cristo.

Según la Gran Comisión nuestra responsabilidad es la de hacer discípulos (Mateo 28:19), discípulos de Jesucristo naturalmente; es decir, personas que sigan a Cristo, que le obedezcan y vivan bajo su señorío.

La nota dominante de las primeras predicaciones evangelísticas de la Iglesia apostólica es ésta:
  • Jesucristo es el Señor; 
  • Dios le ha hecho Señor y Cristo (Hechos 2:36; 3:13). 
Los apóstoles exhortaban a la gente a que se sometiera a la autoridad de Jesucristo, no a que aceptara una salvación al margen de su señorío.

Ciertamente hemos de predicar la paz con Dios, el Evangelio de la reconciliación, pero quien nos puede reconciliar con Dios es Jesucristo, el Señor de todo (Hechos 10:36).

Si en nuestro afán de proselitismo «rebajamos el listón» del Evangelio y predicamos una salvación de eterna felicidad a expensas del arrepentimiento, repudio del pecado y acatamiento del señorío de Jesucristo, no sólo hacemos violencia a los derechos de nuestro Rey, sino que podemos acabar ofreciendo una salvación que no salva.

¿QUIÉN DEBE EVANGELIZAR?

En cierto sentido, todos los que invocan el nombre de Cristo ya le son testigos, elijan serlo o no, porque la reputación de Dios en el mundo está irrevocablemente unida a la reputación de Su pueblo.

Todo lo que decimos y hacemos lleva al honor o al deshonor de Su Nombre. Puede que seamos testigos malos o inconsecuentes pero si decimos que somos cristianos nuestros vecinos y compañeros inevitablemente recibirán cierta impresión acerca de Dios y del Evangelio por lo que ven en nosotros. En este sentido, pues, no podemos escapar de nuestra responsabilidad evangelística.

Sin embargo es evidente que cuando el Nuevo Testamento habla de «ser testigos» de Cristo no lo dice sólo en este sentido «pasivo», sino que espera de la iglesia una iniciativa activa en la comunicación del Evangelio. De hecho ésta era la intención de Dios para Su pueblo aún en el Antiguo Testamento (p. ej., leer Isaías 43:10), y la Gran Comisión se puede considerar como la ratificación de la misma intención para el pueblo de Dios bajo el nuevo pacto (Mateo 28:18–20; Marcos 16:15; Lucas 24:45–49; Juan 20:21; Hechos 1:8).

Los apóstoles entendieron que la Gran Comisión atañía obligatoriamente a todos los creyentes y en la iglesia primitiva se daba por supuesto que cada uno evangelizaría. Es evidente que esta responsabilidad se hace extensiva a los creyentes de todas las épocas por las mismas palabras de Jesús: He aquí yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo (Mateo 28:20).

De la misma manera que no podemos limitar la promesa del Espíritu Santo a una sola generación ni a un grupo especializado de creyentes, tampoco podemos limitar el mandamiento de testificar. Todos los que han recibido el Espíritu Santo tienen que hablar de Jesucristo, puesto que el Espíritu es dado, entre otros motivos, precisamente para este fin (Hechos 1:8; 2 Timoteo 1:6–8).

Pero además, hay suficientes exhortaciones directas en las Escrituras para dejarnos sin excusa posible si no evangelizamos: 2 Corintios 5:18–21; Colosenses 4:2–6; 2 Timoteo 4:1–5; 1 Pedro 3:14–16 etc.

Tampoco podemos diluir nuestra responsabilidad pretendiendo testificar pasivamente mediante nuestras vidas y hablar sólo cuando se nos pregunta acerca de nuestra fe, aunque por supuesto nuestra manera de vivir es importantísima como punto de partida de nuestra evangelización. Juan 10:21 nos da el modelo a seguir, Jesús dice: «Como me envió el Padre así también yo os envío»

Aquí vemos por un lado nuestra obligación activa en la evangelización (por cuanto somos enviados a comunicar el Evangelio, no solamente llamados a reaccionar cristianamente ante las circunstancias que nos vienen encima), y por otro lado el modo de realizar esta obligación, en el sentido de que Cristo tiene que ser nuestro modelo. Nosotros nos dirigimos pues, a la gente como lo haría Cristo; vamos en su nombre. Esto implica una iniciativa que puede romper con nuestra pasividad e indiferencia.

Hay dos ministerios que deben manifestarse en todo aquel que ha nacido de nuevo: la adoración y el testimonio.

Tanto la evangelización como la alabanza son funciones «sacerdotales» (1 Pedro 2:9) y todo creyente es llamado a ser sacerdote (Apocalipsis 5:10). Incluso hay una relación íntima entre la adoración y la evangelización, porque las dos tienen que ver con una preocupación por la gloria de Dios (Deuteronomio 32:2; Salmos 22:22; 45:17; 96:2–3): tanto la proclamación del Evangelio como el acto de adoración en sí contribuyen al engrandecimiento del nombre de Dios.

Aunque es cierto que el Espíritu Santo ha dado a algunos cristianos una capacidad especial para ciertas formas de evangelización, debemos comprender que la evangelización es un privilegio que todos hemos heredado porque el vivir por el Evangelio y el testificar para Cristo son consecuencias inevitables de nuestra conversión e incluso la condicionan (Mateo 10:32–33).

Como ya hemos visto, es la misma presencia del Espíritu Santo en el creyente por el nuevo nacimiento, la que le capacita para la evangelización; no un don «adicional» que el Espíritu quizá le conceda, quizá no.

DONES Y VOCACIONES: TESTIGOS Y EVANGELISTAS

Sin embargo es cierto que algunos creyentes tienen un don especial en la comunicación del evangelio. Efesios 4:11 parece reconocer una categoría de personas que el Señor Jesucristo capacita de una manera excepcional para la evangelización. Igualmente según Hechos 4:33 vemos que la evangelización era especialmente una responsabilidad asumida por los apóstoles.

En Colosenses 4:2–6 Pablo reconoce la responsabilidad evangelística de todos sus lectores (versículos 5 y 6) y sin embargo es consciente de que Dios le ha llamado a un ministerio evangelístico especial que requiere la oración de los colosenses (versículos 3 y 4).

Debemos recordar que la comisión a la evangelización se da en primer lugar a la iglesia en conjunto más que al creyente individual. Posteriormente esta responsabilidad de la iglesia se realiza en dos niveles: mediante hombres designados y dotados por Dios que deben esforzarse en su llamamiento específico y especializado (Romanos 15:20); y mediante el testimonio fiel de todos los creyentes en su trato diario con «los de afuera». No se espera de éstos el ministerio especializado de aquellos, pero tampoco la tarea de aquellos quita la necesidad de la evangelización espontánea y constante de éstos.

Lo importante aquí es que no utilicemos como excusa para no evangelizar el hecho de que algunos tienen un don o llamamiento especial en este campo. Por sus palabras a Timoteo deducimos que Pablo consideraba que éste rehuía su responsabilidad evangelística, y aun cuando ésta no fuera su ministerio principal el apóstol le tiene que exhortar a que «haga obra de evangelista» (2 Timoteo 4:5).

Algo anda mal, pues, en nuestra vida cristiana si no aprovechamos las constantes oportunidades que el Señor nos da para hablar a otros del evangelio.

¿POR QUÉ MUCHOS CRISTIANOS NO EVANGELIZAN?

Sin embargo la triste realidad es que una gran mayoría de los que profesan el nombre de Cristo en nuestros días no evangelizan. ¿Cómo podemos explicar esto?
En respuesta a esta pregunta podemos aducir seis razones principales:

  1) Por la mediocridad de nuestro compromiso con el Evangelio
Tales personas no han comprendido que la llamada de Dios no es solamente a que integremos ciertos conceptos del evangelio dentro de nuestra propia cosmovisión, sino a que transformemos nuestra cosmovisión sometiéndola plenamente al Evangelio.

Como consecuencia no viven por y para el Evangelio, sino que lo tratan casi como un pasatiempo, algo que justifique ciertos aspectos de su vida y les dé ciertas garantías para el futuro, pero que no envuelve todo lo que son. No «respiran» el Evangelio. No lo tratan por lo tanto como un gran tesoro que Dios les ha encomendado un depósito que deben guardar y proclamar (2 Timoteo 1:14; 4:2).

Al entregarse al Evangelio sólo a medias, no llegan a conocer en toda su plenitud ni la experiencia de caminar con Cristo, ni la comprensión de los propósitos eternos de Dios que el Evangelio nos revela. El Evangelio no es la principal motivación de su vida y como consecuencia no evangelizan.

Vencerán el miedo, la timidez y la indiferencia sólo cuando Jesucristo llegue a ser para ellos una realidad auténtica y vital y el Evangelio el móvil que les inspire y estimule en todos los órdenes de la vida.

  2) Por desconocimiento de la responsabilidad evangelística
Deben saber que tener las buenas nuevas y no compartirlas con otros es un egoísmo imperdonable. Más aún, es un acto de desobediencia explícita al mandato de Jesucristo.

Representa una indiferencia ante sus intereses en nuestro mundo. Finalmente es una negación de lo que en Cristo somos: luz en medio de las tinieblas y sal en un mundo corrompido, que debemos brillar para la gloria de Dios (Mateo 5:13–16; Efesios 5:8–11) y, por nuestro testimonio, ejercer una influencia sanadora que evite la perdición de muchos.

  3) Por falta de conocimiento
Algunos que no evangelizan se callan por falta de un entendimiento claro del Evangelio y de las evidencias históricas en las que está basado. Quizá necesiten también una orientación en cuanto a cómo presentar el Evangelio a sus amigos.

  4) Por miedo a la gente
Muchos creyentes son tímidos y temen ser rechazados por la gente. Sin embargo ni la lógica cristiana (Mateo 10:26–33) ni los recursos que Dios nos ofrece (2 Timoteo 1:6–8) nos permiten justificar con la timidez nuestra inactividad evangelística.

  5) Por un espíritu derrotista
Tal espíritu procede de una comprensión meramente humana de lo que es la evangelización. Los que lo tienen piensan que todo depende de ellos y no reconocen que la evangelización es supremamente una obra de Dios. Como consecuencia piensan que la gente no les va a escuchar y que por lo tanto es inútil evangelizar.

Necesitan renovar su confianza en la soberanía de Dios, en la eficacia de su Palabra y en la realidad de la obra del Espíritu Santo. También necesitan comprender que la obligación de evangelizar no está determinada por la respuesta afirmativa de la gente sino por la necesidad imperativa de glorificar a Dios por la proclamación de su Palabra.

  6) Por una falta de plenitud espiritual
Ya hemos dicho que el Espíritu Santo es quien nos capacita para evangelizar. La ausencia de evangelización es, por lo tanto, necesariamente evidencia de una ausencia del poder del Espíritu Santo en la vida del creyente. Quien es lleno del Espíritu Santo evangeliza; quien no evangeliza no es lleno del Espíritu.

Con esto no estamos diciendo que la persona que no evangeliza no ha recibido el Espíritu, no ha sido regenerado por El. Porque una cosa es haber recibido una nueva vida en el Espíritu, y otra mantenerla a tope por la plenitud del mismo Espíritu.

Cuando en Pentecostés el Espíritu fue derramado sobre los discípulos, la reacción inmediata fue la evangelización. Los mismos que antes estaban escondidos en el aposento alto, ahora proclamaban el Evangelio con denuedo. Pero aquella primera plenitud (Hechos 1:4) debía ser renovada constantemente si iban a mantener el mismo denuedo (Hechos 4:31).

Así ocurre con nosotros. Si no obedecemos constante mente la orden bíblica de «ser llenos del Espíritu» (Efesios 5:18), poco a poco nos invadirá una actitud de comodidad, de pusilanimidad, de cobardía. Se nos desvanecerá la urgencia de nuestro cometido; perderemos de vista la gloria de Dios y los derechos del Señor Jesucristo. Acabaremos encerrados en nuestros ghettos evangélicos, impotentes pero autosatisfechos, como la iglesia de Laodicea.


COMPRUEBA LO QUE HAS ENTENDIDO Y/O APRENDIDO

1) Considerar nuestra definición de la evangelización
     ¿Cuál es el significado o la importancia de cada frase? Si tú tuvieras que hacer una definición de la evangelización ¿de qué maneras diferiría de ésta? ¿Qué conceptos añadirías o quitarías?



2) Leer Mateo 28:18–20; Marcos 16:15–16; Hechos 1:7 8; Colosenses 4:2–6; 1 Pedro 3:14–16; 2 Timoteo 4:5. ¿Qué nos enseñan estos textos acerca de la responsabilidad evangelística de todos los creyentes?



3) Las exhortaciones específicas a la evangelización en el Nuevo Testamento no son muchas y menos aún cuando se trata de exhortaciones al uso de algún método evangelístico concreto. ¿Por qué piensas que es así?



4) ¿Es válido hacer una distinción entre el «testigo» (todo creyente) y el «evangelista» (el que tiene un don evangelístico especial)? Da razones bíblicas para tu respuesta.



5) Considerar la opinión siguiente: En cuanto a nuestra responsabilidad evangelística, el Señor nos pide cuentas conforme a los dones que nos da y las oportunidades que nos rodean. Por lo tanto nos atañe considerar seriamente nuestras oportunidades y desarrollar nuestros dones evangelísticos.


  – ¿ Estás conforme con esta opinión?


  – ¿Qué dones te ha dado el Señor?


  – ¿Qué oportunidades se te presentan en las circunstancias actuales en las que vives?


  – ¿Cómo contestarías a la persona que dice: Yo no tengo don; o el Señor nunca me da oportunidades?



6) Evaluar esta opinión: La responsabilidad evangelística es común a todo creyente; el método evangelístico no es común sino que varía según el don, la personalidad y las circunstancias de cada cual.


  – Si es así ¿cómo podemos ayudarnos mutuamente en el desarrollo y estímulo de nuestros dones evangelísticos? (Colosenses 3:16).


  – Considera los creyentes de tu iglesia: ¿Cómo puedes estimularlos en la evangelización?¿Qué talentos o dones evangelísticos ves en ellos que quizás ellos mismos desconocen?



7) ¿Cómo puede una persona saber si tiene don de evangelización? ¿Cómo debe la iglesia ayudarle a ver si tiene este don?



8) ¿Qué factores espirituales o prácticos hacen que queramos evitar la responsabilidad evangelística? Hacer una lista de estos factores juntamente con argumentos que tú emplearías para contestarlos.



9) Repasar las diferentes citas bíblicas mencionadas entre paréntesis en este capítulo y expresar en tus propias palabras lo que nos enseñan acerca de la evangelización.


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miércoles, 15 de junio de 2016

Me compadeceré... Y los salvaré...No los salvaré con arco, ni con espada, ni con batalla, ni con caballos, ni con jinetes... Yo seré para vosotros YO SOY.

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6





Llevemos pastos frescos a la congregación
INFIDELIDAD VERSUS FIDELIDAD
OSEAS 1:1-11
1      Revelación de YHVH que tuvo Oseas ben Beeri, en los días de Uzías, Jotam, Acaz y Ezequías, reyes de Judá, y en los días de Jeroboam ben Joás, rey de Israel.
2      Cuando YHVH comenzó a hablar por Oseas, dijo YHVH a Oseas: Ve, tómate a una mujer prostituta y engendra hijos de prostitución, porque la tierra se prostituye totalmente, apartándose de YHVH.
3      Fue pues y tomó a Gomer, hija de Diblaim, quien concibió y le dio a luz un hijo.
4      YHVH le dijo: Ponle por nombre Jezreel, porque muy pronto visitaré a la casa de Jehú por la sangre derramada en Jezreel, y haré cesar el reino de la casa de Israel.
5      Y sucederá que en aquel día quebraré el arco de Israel en el valle de Jezreel.
6      De nuevo concibió, y dio a luz una hija. Le dijo: Ponle por nombre Lo-ruhama, porque no seguiré compadeciéndome de la casa de Israel para perdonarlos.
7      Pero me compadeceré de la casa de Judá y los salvaré por YHVH, su Dios. No los salvaré con arco, ni con espada, ni con batalla, ni con caballos, ni con jinetes.
8      Cuando destetó a Lo-ruhama, concibió y dio a luz un hijo.
9      Le dijo: Ponle por nombre Lo-ammi, porque vosotros no sois mi pueblo ni Yo seré para vosotros YO SOY.
10 Con todo, el número de los hijos de Israel será como la arena del mar, que no se puede medir ni contar. Y sucederá que donde se les haya dicho: Vosotros no sois mi pueblo; se les dirá: Hijos del Dios viviente.
11      Y los hijos de Judá y los hijos de Israel serán reunidos en uno, y designarán un único caudillo, y resurgirán de la tierra, porque es el día grande de Jezreel.

Oseas, Josué y Jesús, significa salvación

OSEAS, EL PROFETA
OSEAS 1:1-10

EL HOMBRE LLAMADO OSEAS

El libro mismo de Oseas es nuestra única fuente de información sobre la vida y el ministerio del profeta.

Su nombre, que aparece en la Biblia como Oseas, Josué y Jesús, significa salvación. Fue contemporáneo de los profetas de Judá Isaías y Miqueas (Compárese Oseas 1:1 con Isaías 1:1 y Miqueas 1:1).

En tanto que el ministerio de estos dos últimos profetas estaba dirigido al reino meridional de Judá, la labor de Oseas se centró primordialmente en el reino septentrional de Israel, fundado por Jeroboam, hijo de Nabat.

Oseas ejerció su ministerio durante los reinados de Uzías, Jotam, Acaz y Ezequías de Judá, y en el período de Jeroboam II, hijo de Joas de Israel. Si comparamos las fechas, comprobaremos que Oseas vivió mucho más que Jeroboam II. Sin embargo, no es necesario sostener que su ministerio tuviera lugar desde el primer año del reinado de Uzías hasta el último de Ezequías, lo que significaría un período de aproximadamente un siglo (debemos recordar que el reinado de Jotam traslapa al de Uzías, su padre, que era leproso; su enfermedad hizo que fuera imperativa una corregencia, 2 Reyes 15:5).

Es probable que Oseas profetizara durante un poco más de medio siglo. Algunos sostienen que lo hizo durante setenta u ochenta años.

Vida doméstica
De ninguno de los otros profetas tenemos tanta información sobre su vida en el hogar como de Oseas, porque es en ella donde radica el mensaje de Dios para su pueblo. Tanto la esposa como los hijos de Oseas fueron señales y presagios para Israel, Judá y la nación reunida del futuro.

Si Isaías pudo decir: “He aquí, yo y los hijos que me dio Jehová somos por señales y presagios en Israel, de parte de Jehová de los ejércitos, que mora en el monte de Sion” (Isaías 8:18), Oseas pudo decir lo mismo con igual derecho.

Con mucha frecuencia, por haber pasado por alto este hecho, se ha disipado la fuerza del mensaje de su profecía, considerando simbólicos los eventos relatados. Sin embargo, el mensaje era real porque los hechos señalados tuvieron lugar verdaderamente en la vida del profeta.

Su mensaje

  • Los capítulos 1 al 3 constituyen una sección bien definida del libro, en la que se nos dan a conocer las experiencias domésticas del profeta. 
  • Los mensajes proféticos propiamente dichos los encontramos en los capítulos 4 al 14. Amos había predicado el arrepentimiento para conducir a Israel de vuelta a Dios; pero Oseas proclamaba el amor. Amós había dado a conocer la inalcanzable justicia de Dios; Oseas, el indefectible amor de Dios. 
  • Nuestro profeta presenta al Señor como el Dios del corazón lleno de amor. Alguien dijo muy acertadamente que Oseas fue el primer profeta de la gracia, el primer evangelista de Israel. Del mismo modo que Lucas nos presenta al hijo pródigo, Oseas nos da un retrato de la esposa pródiga. En ninguna otra parte de toda la amplia revelación de Dios encontramos palabras de amor más hermosas que en Oseas 2:14–16; 6:1–4; 11:1–4, 8, 9; 14:4–8.

Su época
Para entender correctamente el mensaje de cada profeta, se debe estudiar en el trasfondo de su momento histórico.

Oseas vivió en un período aparente de prosperidad material.

El reinado de Uzías se caracterizó por una serie de batallas triunfales, un número creciente de proyectos de construcción en el país, la multiplicación de las fortificaciones y el fomento de la agricultura (véase 2 Crónicas 26). Los reyes que lo sucedieron tuvieron también prosperidad, aunque no en la misma magnitud. En cuanto a Jeroboam II, logró recuperar para Israel un dominio territorial mayor que el que había tenido desde el rompimiento del reinado salomónico (2 Reyes 14:25), anexando incluso Damasco, que ya se había perdido desde los días de Salomón (1 Reyes 11:24).

A pesar de la prosperidad que les concedió Dios, el pueblo substituyó la realidad interior con formas exteriores (véase Isaías capítulos 1 y 58). Cometían toda clase de pecados y estaban en una gran decadencia moral y espiritual. Jesurún había engordado y tirado coces (Deuteronomio 32:15).

El profeta Oseas y sus contemporáneos prorrumpieron en expresiones de desaprobación contra ese bajo nivel de espiritualidad del pueblo.

LA INTRODUCCIÓN

Los primeros tres capítulos del libro tienen un carácter introductorio y nos proporcionan un resumen del mensaje completo del profeta. (Por razones de espacio omitimos el texto de la profecía; pero el lector debe tenerlo a mano para aprovechar al máximo el estudio.)

Oseas inicia su profecía situándola en el tiempo. A pesar de ser un profeta de Israel, marcó su mensaje primordialmente con los nombres de los reyes de Judá, porque las promesas de Dios se centraban en el linaje de David.

La primera comunicación que el profeta recibió de Dios fue una orden para que se casara con una mujer que más tarde se convertiría en ramera. Esta orden dada por Dios al profeta ha sido objeto de muchos debates y desacuerdos. Se sostiene que si esto fuera literalmente cierto, Dios le estaba imponiendo a Oseas la realización de un acto indigno, por no decir pecaminoso. Este modo de razonar es difícil de entender, ya que el profeta no podía contaminarse personalmente tan sólo por casarse con una mujer que más tarde resultó ser una ramera, o más bien una adúltera, puesto que sus delitos los cometió después de haberse casado.

Sólo es posible comprender plenamente el significado del mensaje del profeta cuando se considera la transición en su carácter literal como que señala la relación entre Dios e Israel.

En otras palabras, Dios escogió a Israel y estableció una relación muy bendecida entre ellos y El, semejante a los lazos matrimoniales; y estando en esa condición, el pueblo se prostituyó. Su pecado consiste en alejarse de Dios.

Del mismo modo que la prostitución y el adulterio, pecados profundamente viles y aborrecibles, son el resultado de la infidelidad, así también la prostitución espiritual (una situación en la que lo físico se transfiere a los dominios de lo espiritual, como lo vemos en repetidas ocasiones en las Escrituras) es el resultado del alejamiento espiritual de Dios.

Dios había establecido un pacto eterno con Abraham y deseaba permanecer ligado a su pueblo. Pero, en correspondencia justa, esperaba que el pueblo tuviera también presente sus lazos con El. No obstante, los israelitas no lo hicieron así y Dios ilustra la infidelidad de Israel mediante la vida doméstica del profeta (véase Salmo 73:27. Cualquier buena concordancia le mostrará al lector cuantas veces se transfiere al ámbito espiritual la figura natural de la prostitución. Será muy instructivo ver cuántas veces usaron esta analogía los mensajeros de Dios).

¿Será necesario que digamos cuánto hería al profeta la conducta vergonzosa de su esposa? ¿Cuánto mayor era el dolor que la conducta de Israel le causó a Dios? A los hijos de Gomer se los llama “hijos de fornicación” no porque no fuesen hijos de Oseas, ya que los que recibieron esta designación aún no habían nacido.

En otras palabras, el matrimonio del profeta fue normal en cuanto a la procreación de hijos, los cuales reciben este calificativo (“hijos de fornicación”) porque su madre fue una esposa infiel. La madre representa a Israel en forma colectiva, en tanto que los hijos representan a la nación individualmente, aunque las relaciones en el hogar de Oseas fueron literales e históricas.

Los hijos como señales
El primer hijo de la unión del profeta con Gomer, hija de Diblaim, fue varón. Dios ordenó que se le diera el nombre de Jezreel, porque al poco tiempo Dios iba a vengar la sangre de Jezreel sobre la casa de Jehú e iba a poner fin al reinado de la casa de Israel. ¿Qué quería decir Dios por medio de ese nombre? La larga y triste historia de Jezreel comienza en los días del vacilante y débil Acab y su malvada e intrigante esposa Jezabel (1 Reyes 21). Nabot el jezreelita, propietario de una viña cercana al palacio de Acab, fue asesinado gracias a un plan infame urdido por Jezabel para despojarlo de la herencia de su padre. Por esta atrocidad, Dios pronunció sentencia en contra de Acab, Jezabel y sus descendientes, habiendo de cumplirse esa sentencia en Jezreel, en el lugar donde Nabot fue asesinado. La sentencia se cumplió primeramente contra Acab, en la batalla de Ramot de Galaad (1 Reyes 22). Después el juicio cayó sobre Jezabel y Joram por medio de Jehú, hijo de Josafat, hijo de Nimsi (2 Reyes 9).

Jehú fue el instrumento que usó Dios para ejecutar su juicio contra la casa de Acab. Pero Jehú llegó al trono mediante crímenes alevosos y sangrientos (2 Reyes 9:14 y ss.). Es cierto que su proceder fue elogiado (2 Reyes 10:30), ya que era loable por sí mismo; pero los acontecimientos posteriores demuestran que las causas que motivaron la vida de Jehú fueron el orgullo y la ambición.

El pronunciamiento del profeta Oseas había encontrado allí su objetivo, porque Jeroboam II, que reinaba entonces, era de la casa de Jehú. Dios no sólo iba a castigar a esa casa porque se había metido en la idolatría, sino a todo Israel, destruyendo su reino, porque se habían alejado completamente de El.

Una distinción con una diferencia
Aquí debemos desviarnos del tema por un momento, puesto que se está enunciando un gran principio del gobierno divino. Está claro que aun cuando Jehú fue el instrumento utilizado por Dios para castigar a Acab y su dinastía; sin embargo, Dios se lo demandó porque su propio corazón no era recto y porque tenía ambiciones personales contrarias a la voluntad del Señor.

¿No podríamos sacar de esto una buena lección respecto a Israel y las otras naciones de la tierra?

A pesar de que Dios profetizó la esclavitud en Egipto, lo que en cierto sentido fue un castigo sobre la simiente de Jacob por haber dejado la tierra de bendición, Dios juzgó a los egipcios por haber oprimido a su pueblo.

El profeta Habacuc dejó en claro que Israel estaba maduro para el juicio a causa de la maldad existente en todas partes, y Dios predijo que los babilonios serían los instrumentos del castigo.

No obstante, el mismo profeta revela que la ira de Dios estaba sobre los enemigos de Israel porque no estaban llevando a cabo la voluntad de Dios en sus actos, sino que los dirigía la maldad de su propio corazón.

Ningún hombre puede oprimir al pueblo de Dios con fines egoístas y esperar una recompensa de Dios, por el hecho de pretender ser instrumentos en las manos del Señor. Dios exige verdad en lo interior del hombre, y lo desea tanto en el corazón de Israel como en el de los demás.

Alguien dijo muy acertadamente: “Es algo muy tremendo ser instrumentos de Dios para castigar o reprobar a otros, si no mantenemos, mediante su gracia, nuestras manos y nuestro corazón limpios de pecado.”

Hasta el momento, ninguna nación ni individuo alguno ha logrado realizar esto, por lo que el camino más fácil y seguro de seguir, el que cuenta con la aprobación de la sabiduría, es el de no descargar una mano dura sobre Israel bajo ninguna condición ni circunstancia.

El cumplimiento
Aun cuando en ese entonces el reino del Norte prosperaba y todo parecía ir bien, Oseas les advierte anticipadamente el fin de la dinastía de Jehú y la destrucción del reino, junto con su poder militar en el valle de Jezreel (versículo 5). Esos hechos tuvieron lugar, si bien con una separación de al menos cuarenta años, tal y como se había predicho (véase 2 Reyes 15:8–12 y el capítulo 8).

El valle de Jezreel es la gran llanura de Esdraelón, en Palestina central. Oseas vivió lo suficiente para ver el cumplimiento de esta profecía en la victoria de Salmanasar en Bet-arbel (Oseas 10:14). Fue la última advertencia pavorosa que hizo Dios antes de la caída de Samaria.


NO COMPADECIDA

El segundo descendiente de Oseas y Gomer fue una hija a la que le pusieron el nombre de Lo-ruhama, “no compadecida”. En el original, la palabra expresa un profundo amor y una gran ternura.

Había llegado la hora del castigo de Israel, el reino del norte, y nada lo podía evitar. Estaba maduro para el juicio, el cual se aproximaba con rapidez. Pero al mismo tiempo Dios promete que su ira no alcanzaría a Judá entonces. Para ellos tenía todavía una reserva de misericordia, una liberación que no sería lograda por esfuerzo humano, sino únicamente por el poder de Dios.

La derrota de Senaquerib ante Jerusalén durante la última parte del siglo ocho a.C., cuando el ángel de Jehová mató a 185.000 hombres en una noche (véase 2 Reyes 19 e Isaías 37), fue un glorioso cumplimiento de esta predicción; pero las profecías de todos los profetas resplandecen con promesas acerca de la completa liberación (física) y salvación (espiritual) futuras de Israel.

No pueblo mío
Cuando se destetó a Lo-ruhama (y en el Oriente esto ocurre dos o tres años después del nacimiento), la esposa del profeta concibió y le dio a luz un segundo hijo, varón, Lo-ammi. De este modo, Dios le estaba diciendo a Israel que ellos ya no eran su pueblo y que El ya no era su Dios. ¿Cómo puede ser cierto esto? ¿Había derogado Dios su pacto incondicional con Abraham? ¿Acaso Pablo no se refiere todavía a Israel como “su pueblo” (de Dios) en Romanos 11:1?

La dificultad desaparece si nos damos cuenta de que el pacto abrahámico permanece firme, haga lo que haga Israel. Es un pacto incondicional bajo todos los conceptos. Esto hace que la simiente de Abraham sea siempre el pueblo escogido de Dios; pero ellos deben permanecer en obediencia y seguir la voluntad de Dios antes de que puedan experimentar la realización del pacto mismo en su vida.

Cuando se apartan del camino del Señor y en consecuencia Dios los castiga, parecen ser prácticamente como “no pueblo mío”, Lo-ammi. Un día, cuando vuelvan a Dios por mediación de Cristo, serán lo que siempre han sido en los planes de Dios.

Este mismo principio opera en la actualidad en los cristianos, ya sean de Israel o de los gentiles.

Por la fe en Cristo y en su obra consumada en el Calvario, cualquier alma, judía o gentil, nace nuevamente del Espíritu de Dios a vida eterna. Sin embargo, puede ser que ese hijo de Dios no esté lo suficientemente separado del mundo y parezca no conocer nada el cuidado paternal de Dios, y no disfrute nada de las bendiciones de la intimidad con el corazón de Dios.

Por esta razón, Pablo exhorta a los cristianos de Corinto a que se separen del mundo, para que Dios pueda ser su Padre y ellos, sus hijos e hijas (2 Corintios 6:14–18). ¿Es que acaso no lo eran ya por el hecho de ser creyentes? Sí, pero Pablo quería que comprendieran en la experiencia diaria qué eran en su verdadera posición delante de Dios.

La situación es similar en lo que se refiere a Israel y recalcamos esta gran verdad, puesto que hay tanto error respecto a esta característica vital de la relación de Dios con Israel. En pocas palabras, Israel, por haber estimado muy livianamente el privilegio que tiene con relación a Dios (una verdadera Gomer), no disfrutará de la bendición ni de la realidad de ella.

Las bendiciones y promesas patriarcales nunca son abrogadas, porque Israel, como nación, son “amados por causa de los padres”, aun cuando son enemigos del evangelio por causa de los gentiles (Romanos 11:28, 29).

Promesa de bendición
Del mismo modo que ningún otro profeta pronuncia juicio solo contra Israel, sin una promesa de bendición futura, así también Oseas, luego de sus oscuras predicciones, pronuncia palabras de gran consuelo. En la porción comprendida entre 1:10 y 2:1 el profeta promete cinco grandes bendiciones a Israel:

  1. incremento nacional (Oseas 1:10a); 
  2. conversión nacional (Oseas 1:10b); 
  3. reunión nacional (Oseas 1:11a); 
  4. liderazgo nacional (Oseas 1:11b) y 
  5. restauración nacional (Oseas 2:1). 
Si se tiene en cuenta la espantosa diezma de Israel en Europa, realizada por los criminales nazis, la promesa de crecimiento demográfico es una esperanza brillante.

¿No nos recuerdan estas palabras una de las mismísimas promesas hechas a Abraham, de que tendría una numerosa progenie? No sólo eso, sino que entonces vivirían de acuerdo a su herencia, por la gracia divina, como hijos del Dios vivo. Véanse Romanos 9:25 y 1 Pedro 2:10, donde la expresión se aplica tanto a gentiles redimidos como a judíos, pues unos y otros están en igual condición ante la gracia de Dios.

La unificación de la nación dividida manifestará la restauración del favor de Dios para con su pueblo (véase Ezequiel 37:15–23). El único gobernante que tendrán será su glorioso Mesías Rey, el mayor de los hijos de David, en quien confiarán (Oseas 3:5; Jeremías 23:1–5; Ezequiel 34:23; 37:15–28).

Su subida de la tierra se ha interpretado como su ida a la batalla de Esdraelón, la cual será decisivamente victoriosa para ellos; pero tal vez sea mejor ver en la predicción la subida de las gentes desde todas las partes de la tierra para celebrar sus fiestas solemnes (de entre las muchas referencias a este respecto, véanse Isaías 2:1–4 y Zacarías 14).

“El día de Jezreel será grande” pues en aquel día Dios, en Cristo, derrotará al enemigo de una vez para siempre, cuando el Mesías de Israel afirme sus pies sobre el monte de los Olivos para abogar personalmente por la causa de Israel. Entonces serán ellos Ammi (pueblo mío) y Ruhama (compadecida). De este modo vuelven a aparecer los tres nombres; pero ahora son portadores de bendiciones.

Las malas consecuencias de la desobediencia
En los versículos 2 al 13 del capítulo 2 encontramos la declaración de Dios respecto al juicio que iba a caer sobre Israel a causa de sus muchos pecados. Dios repudia a Israel: éste es el valle de Acor. En la última parte del capítulo (versículos 14–23) se expresan las bendiciones de la obediencia y la restauración. Dios vuelve a llamar así a Israel: ésta es la puerta abierta a la esperanza (véase Oseas 2:15 que es la clave de todo el capítulo).

Los aludidos en el versículo 2 no son los hijos del profeta, sino Israel. Se considera a la nación de Israel como la madre, mientras que los hijos son los ciudadanos individuales. El propósito de esta distinción es hacer recaer sobre la madre el reproche que se merece por sus actos pecaminosos y hacerla desistir de su continua infidelidad.

En todo este pasaje y por medio de las figuras empleadas, se puede apreciar más claramente la enormidad del abandono espiritual de Israel al Señor y lo aborrecible que eso era.

La desvergüenza de su infidelidad se describe con las palabras: “sus fornicaciones de su rostro”. Dios nunca disculpa el pecado. Este es un rasgo distintivo de la Biblia que la diferencia de cualquier otro libro, antiguo o moderno. Nunca excusa el pecado, sea quien sea que esté involucrado. Por lo tanto, Israel debe sufrir el amargo castigo y adversidad por sus adulterios y fornicaciones espirituales.

La advertencia indica que se verá privada de toda subsistencia y posesiones terrenales. Todo esto se da a conocer bajo la figura de la desnudez (véase Ezequiel 16:4), la desolación, el estrago y la muerte de sed. Tenemos aquí una insinuación de la cautividad futura del reino del Norte en Asiria; pero sin establecerse todavía de modo específico.

La vergüenza de la infidelidad
Como ramera desvergonzada, Israel declara su intención de seguir a sus “amantes” (los ídolos de su adoración pagana) para conseguir pan, agua (necesidades de alimentos), lana, lino (necesidades de vestido), aceite y bebidas (lujos).

Consideraban que la prosperidad que disfrutaban en esa época, una manifestación generosa del amor de Dios, era un beneficio proveniente de los dioses falsos que estaban adorando.

El profeta exclama a gran voz, en el nombre de Dios. “Y ella no reconoció que yo le daba el trigo, el vino y el aceite, y que le multipliqué la plata y el oro que ofrecían a Baal” (versículo 8). Nótese el énfasis en el posesivo “mi” en el versículo 5.

Israel tomó esas abundancias como que le pertenecían legítimamente. Pero en el versículo 9 se les muestra cómo en realidad eran de Dios, porque El las reclama con un reiterado “mi”. Este caso lo podemos comparar con el que aparece en Jeremías 44:15–23, donde Israel nuevamente atribuye los beneficios de Dios a la adoración de los ídolos falsos.

Ninguna expresión podría dar a conocer más acertadamente lo insensato de la adoración de los ídolos. Esta práctica entenebrece y obscurece de tal modo la mente, que las beneficencias de Dios se atribuyen a vanidades insensatas y que nada aprovechan (véase Romanos 1).

Retribución de parte de Dios
A raíz de este cáncer purulento en la vida espiritual de Israel, Dios le pondrá límites por todos lados, para separarla de sus amantes. Irá incesantemente tras ellos; pero no los encontrará. Su desilusión será tan grande que anhelará volver a su verdadero y “primer esposo”. Se verá privada de trigo, vino nuevo, lana y lino, y le tocará en suerte una depresión de gran magnitud.

Para vergüenza de ella, Dios la desnudará ante sus amantes. Además, le quitará toda ocasión de gozo o alegría: sus banquetes, sus lunas nuevas, sus días de reposo y sus asambleas solemnes.

En esas ocasiones su asociación con la idolatría encontraba su máxima expresión, en vez de ser tiempos para honrar a Dios.

Por esta profanación de las cosas de Dios, El devastará sus tierras, convirtiéndolas en matorrales y multiplicará en contra de ellos las bestias del campo. Los “días de los baales” en los que Israel se olvidó de Dios, le serían tomados en cuenta para su retribución.

De este modo, el profeta bosqueja con un lenguaje vívido e inequívoco la maldición y la adversidad de la desobediencia de Israel; su triste salario sería desnudez, devastación, hambre, sed, vergüenza, tristeza, soledad y aflicción.

Las bendiciones de la obediencia
Oseas no concluirá esta profecía hasta que no haya proclamado las futuras bendiciones y la gloria reservadas para Israel cuando viva en obediencia a la voluntad de Dios revelada. En aquel día Dios traerá a Israel al desierto, es decir, le hablará a solas a su corazón. De este encuentro cara a cara con el Señor, el valle de Acor de Israel, valle de la tribulación, se tornará en puerta de esperanza.

La mención del valle de Acor es otro de los frecuentes usos de acontecimientos pasados en la historia de Israel. Nos recuerda la entrada de Israel a la tierra de Canaán en los días de Josué.

Por medio de la fe, el Señor les había dado una victoria gloriosa sobre Jericó; pero Acán había tomado del botín maldito de la ciudad, que había sido prohibido estrictamente por Dios. La consecuencia de ese pecado fue la derrota de Israel en Hai. Sólo después que Acán y su casa quedaron al descubierto y fueron apedreados, el Señor les dio éxito en su campaña contra Hai.

De este modo, el pecado de Acán se convirtió en bendición, al abrirse el paso al territorio mediante la derrota de Hai. Véase Josué 7:24–26 y también Isaías 65:10, donde el valle de Acor llega a ser un lugar de pastoreo para el ganado. Del mismo modo, cuando Israel haya reconocido su pecado y se haya liberado de él en verdad, habrá restauración. Por eso el valle de Acor será transformado en una puerta de esperanza.

El Señor restaurará y añadirá a los años que devoraron las orugas. Aun los mismos nombres de los baales (ídolos de Baal) serán quitados de Israel.

A Dios lo llamarán Ishi (esposo mío) y no Baali (mi señor o mi amo). La primera palabra sugiere afecto, mientras que la segunda manifiesta autoridad. Sin embargo, todavía hay más: la palabra Baal debe desaparecer por causa de su connotación maligna y los actos pecaminosos realizados en los cultos a Baal.

Misericordia abundante
El día que Israel regrese al Señor, tendrá bajo su dominio toda la creación. Las bestias del campo, las aves de los cielos y los reptiles de la tierra serán refrenados por Dios, para que Israel pueda habitar seguro. Ya no existirán el arco, la espada ni las batallas. Tal como lo profetizara Miqueas, cada hombre se sentará debajo de su propia vid y debajo de su higuera, y nadie los intimidará (Miqueas 4:4).

Sin embargo, lo mejor de todo será la nueva relación en que se hará entrar a Israel. Habrá una renovación de los votos matrimoniales.

Tres veces le dice Dios a Israel que lo desposará consigo:

  1. para siempre, 
  2. en justicia, juicio, benignidad y misericordia y 
  3. en fidelidad. 
(Todo israelita ortodoxo recita los versículos 19 y 20 del capítulo 2, mientras se coloca la filacteria en el dedo medio de la mano izquierda.)

La palabra usada para “desposar” (’aras, o sea, cortejar a una doncella) dice mucho acerca de la gracia de Dios que borra el pecado. Ya no se mira a Israel como una ramera o adúltera, sino como una virgen sin mancilla. Se lo considera como si nunca hubiese pecado. Compárase esto con 2 Corintios 11:2 respecto a la iglesia a pesar de todas sus faltas. En cuanto a Israel, véase también la notable declaración de Números 23:21 y la designación benévola de Deuteronomio 32:15 (Jesurún es un diminutivo que significa “el pequeño justo”).

Entonces la tierra producirá su fruto y la nación prosperará una vez más. Esta promesa se nos da en los versículos 21 y 22 como una personificación, como si los cielos le pidieran al Señor que les permita hacer caer lluvias refrescantes sobre la tierra para que produzca trigo, vino nuevo y aceite.

La respuesta de Dios será afirmativa e Israel será sembrado por el Señor: Jezreel (véase Miqueas 5:7 e Isaías 37:31). Finalmente, la promesa es que Lo-ruhama será Ruhama y Loammi será Ammi. De este modo se completa un ciclo.

No solamente se conjurará toda maldición, sino que será convertida en bendición. En nuestro resumen de las bendiciones sobre Israel vemos:

  1. consolación — versículo 14; 
  2. fecundidad de la tierra — versículos 15, 21 y 22; 
  3. eliminación de la idolatría — versículo 17 (Zacarías 13:2); 
  4. restauración de la gloria de la naturaleza — versículo 18 (Isaías 35); 
  5. seguridad en la tierra — versículo 18; 
  6. misericordia del Señor en su favor restaurado — versículo 23 y 
  7. conversión nacional — versículos 19, 20 y 23. 
¡Ciertamente el valle de Acor será la puerta de la esperanza!
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