Consejos De Dios Para El Día De Ruina
Por Hamilton Smith
- Introducción
- Roboam
- Jeremías
- Daniel
Introducción
Los creyentes que desean andar en el camino de la obediencia a Dios, tendrán siempre a su disposición la luz de las Escrituras, aun en los tiempos más oscuros y difíciles de la historia de la Iglesia. Algunos quizás evitan este camino por ignorancia o por voluntad propia; otros tal vez sean indiferentes a él por falta de devoción; y aun otros, quizás por falta de fe, se apartan del mismo; sin embargo, la luz necesaria para poder andar en dicho camino siempre estará disponible para los que desean y buscan caminar en obediencia a la Palabra.
Encontramos esta luz en las instrucciones del Nuevo Testamento y en las ilustraciones del Antiguo Testamento. De este último consideraremos tres escenas que nos ayudarán a conocer los grandes e invariables principios de Dios que pueden guiarnos en tiempos de divisiones y dispersiones en el pueblo de Dios.
Roboam (2.º Crónicas 11)
El pueblo de Israel constituyó un solo reino que permaneció unido hasta los días de Roboam, pero cuando éste comenzó a reinar se produjo una división. Al estudiar la historia de esta división, ¿no hallaremos la luz necesaria para comprender cómo se producen las terribles divisiones que fragmentan al pueblo de Dios en nuestros días? ¡Por supuesto que sí!
En primer lugar deberíamos preguntarnos: ¿Cuándo se originó dicha división? Ella tuvo lugar en los días de Roboam, pero para descubrir su origen deberíamos retroceder hasta los días de Salomón. Y algo similar sucede con las divisiones del pueblo de Dios, ya que el verdadero origen de éstas se encuentra muchas veces en un pasado lejano. En el primer libro de los Reyes, capítulo 10, versículos 26 a 29 y en el capítulo 11, hallamos los dos componentes de la raíz de la gran división que se produciría tiempo después en Israel: la falta de fidelidad a Dios y la desobediencia a su Palabra. Para comprender la verdadera causa de este fracaso debemos recordar que la ley de Moisés tenía advertencias muy precisas que todo rey según Dios debía obedecer. Estas instrucciones, que hallamos en Deuteronomio 17: 14-20, indicaban que el rey no tenía que vivir una vida mundana ni debía apartarse de la Palabra de Dios. El rey tampoco debía multiplicar para sí caballos, y no debía incitar al pueblo a retornar a Egipto, porque el Señor había dicho: “No volváis nunca por este camino”. De la misma manera se le advertía que no tuviera muchas esposas ni que multiplicara para sí oro y plata. Además, recibía otra importante instrucción: “Escribirá para sí en un libro una copia de esta ley... y leerá en él todos los días de su vida, para que aprenda a temer a Jehová su Dios, para guardar todas las palabras de esta ley”.
Al leer los capítulos 10 y 11 del primer libro de los Reyes, observamos que el rey Salomón violó cada una de estas ordenanzas. Él multiplicó sus caballos; dio ocasión a que el pueblo regresara a Egipto; multiplicó esposas para sí mismo y acrecentó grandemente su fortuna en oro y plata. Y si bien mucho se ha escrito acerca de las riquezas, sabiduría y magnificencia de Salomón, no hallamos ningún texto que diga que él haya leído dicha ley. Por todo esto, el Señor tuvo que decirle: “No has guardado mi pacto y mis estatutos que yo te mandé” (1.º Reyes 11: 11).
La mundanalidad no juzgada que impide una sincera devoción a Dios, y la desobediencia a su Palabra constituyen la raíz de la división que se produjo en Israel y, por qué no, la de todas las divisiones que se producen en el pueblo de Dios.
A causa de todas esas cosas, Dios le dice a Salomón que su reino será dividido. No obstante, debemos reconocer que dicha división no se produjo sólo por la desobediencia del rey, sino también por la de todo el pueblo. Cuando el profeta Ahías le advierte a Jeroboam que el reino será dividido, él no hace mención del fracaso de Salomón, sino que se refiere únicamente al fracaso del pueblo. Dios anuncia los motivos de la división: “Me han dejado, y han adorado a Astoret... y no han andado en mis caminos para hacer lo recto delante de mis ojos, y mis estatutos y mis decretos” (1.º Reyes 11: 31-33).
Aquí encontramos mencionadas otra vez las mismas causas que originaron la división: una vida mundana que lleva a adorar a otros dioses y la desobediencia a la Palabra de Dios; pero esta vez la acusación recae sobre el pueblo. Por grandes que fueran la locura y el fracaso de los líderes, no se produciría una división en un pueblo cuyo estado espiritual fuera bueno. “Por cuanto ha habido esto en ti” (v. 11) es la acusación individual para el líder; “Me han dejado” (v. 33) indica la baja condición espiritual del pueblo, que no depende del fracaso del líder.
Luego de considerar el origen de la división, meditemos cómo ésta se produjo en la práctica. El relato lo hallamos en 1.º Reyes 12 y 2.º Crónicas 10. Luego de la muerte del rey Salomón lo sucedió en el trono su hijo Roboam. Inmediatamente se desató una crisis. Durante los años precedentes el pueblo había vivido bajo una mano dura y soportando una dolorosa servidumbre; ahora, gran parte de este pueblo se levantaba para protestar. ¿Cómo actuó este nuevo líder? Los ancianos del pueblo, ricos en experiencia, le aconsejaron a Roboam lo siguiente: “Si tú fueres hoy siervo de este pueblo y lo sirvieres, y respondiéndoles buenas palabras les hablares, ellos te servirán para siempre” (2.º Crónicas 12:7). ¿No nos hace pensar en Romanos 15: 1-4? El primer versículo nos enseña que debemos “soportar las flaquezas de los débiles” antes que poner sobre ellos un doloroso yugo; los versículos 2 y 3 nos enseñan que tenemos que “agradar al prójimo en lo que es bueno, para edificación” en vez de agradarnos a nosotros mismos; y en el versículo 4 hallamos las buenas palabras que nos dan “consolación” y “esperanza”.
Tal fue la advertencia espiritual de los ancianos. Muy diferente fue el consejo carnal dado por los “hombres jóvenes”. Ellos le aconsejaron a Roboam que mantuviera una línea de conducta rigurosa, altamente recomendable desde el punto de vista carnal, porque supuestamente esto mantendría en alto la autoridad y la majestad real. Lamentablemente, ¡Roboam siguió estos consejos carnales! Él asumió una actitud dominante e irracional, amenazando a los manifestantes con una disciplina extrema y violenta (1.º Reyes 12: 12-15). La violencia del rey es contestada con la violencia del pueblo; un oficial del rey es apedreado, y, como resultado final, se produce la división (1.º Reyes 12: 16-19).
Sin embargo, si considerásemos que la división se produjo únicamente por la locura de Roboam, perderíamos de vista el pensamiento de Dios. El pueblo de aquel entonces, al considerar todos los hechos que tenían ante sí, podía llegar a la conclusión de que la división era producto de la locura de Roboam. Este pueblo podía argüir: «Si Roboam no hubiera tomado una actitud tan dominante e irracional, si no hubiera intentado subyugarnos, no se hubiera producido la división.» No obstante, este argumento que a la mente carnal le puede parecer razonable, es totalmente falso. Es cierto que la locura de Roboam fue la causa inmediata de la división, pero la palabra de Dios que anunció el juicio había sido pronunciada mucho antes que las violentas palabras del rey, y la poderosa mano de Dios dispuesta a ejecutar su disciplina estaba detrás de la débil mano del monarca. El santo gobierno de Dios había rasgado el reino; y detrás de la pobre condición espiritual del pueblo estaba la disciplina de Dios.
La división se produjo, y a partir de este hecho la historia de Roboam será para nosotros muy instructiva; nos enseñará a no caer en ciertas trampas y cómo debemos comportarnos ante las divisiones que se producen en el pueblo de Dios.
Roboam comenzó a trabajar de inmediato para unir nuevamente a todo el pueblo de Dios; y para lograr su propósito, decidió utilizar un método muy adecuado para esa época: reunió un gran ejército. Sin dudas, esta idea de unir otra vez al pueblo estaba en concordancia con los pensamientos de Dios. Cuando este pueblo había comenzado a andar en los caminos de Dios estaba unido, y lo estará en el futuro según las palabras del profeta: “Y los haré una nación en la tierra, en los montes de Israel, y un rey será a todos ellos por rey; y nunca más serán dos naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos” (Ezequiel 37:22). Esto parecería justificar los esfuerzos de Roboam para terminar con la división y unir otra vez al pueblo de Dios.
Sin embargo, Roboam y todo Israel tenían que aprender que, a pesar de la división, los integrantes de las diez tribus seguían siendo sus hermanos, y que no debían “ir y pelear contra ellos”. Semaías, varón de Dios, anunció a Roboam que debían desistir de atacar a sus hermanos porque Dios había dicho: “Esto lo he hecho yo”. Dios había rechazado a Salomón por su mundanalidad y su desobediencia a la Palabra de Dios, y le dijo: “Por cuanto ha habido esto en ti ... romperé de ti el reino”. El fracaso de Roboam en su intento de unir al pueblo se convirtió en una situación propicia para que Dios le aclarara el porqué de la división: “Esto lo he hecho yo”. Tratar de deshacer las cosas malas que había hecho Salomón podía ser una intención correcta, pero ignorar los actos gubernamentales de Dios ciertamente era un serio error (véase 1.º Reyes 11:11 y 2.º Crónicas 11:4). Roboam y sus compañeros tenían que aprender, como también nosotros tenemos que aprender en medio de las divisiones que nuestra locura ha provocado, que el gobierno de Dios no puede tomarse a la ligera.
Roboam y las dos tribus mostraron una gran sabiduría al desistir de sus esfuerzos, según lo que está escrito de ellos: “Oyeron la palabra de Jehová, y se volvieron” (2.º Crónicas 11:4). Aceptaron la humillación y la tristeza que causaba la división y se inclinaron bajo la mano disciplinaria del Señor.
A partir de entonces Roboam permaneció dentro de la limitada esfera que imponía la división; leemos que “habitó Roboam en Jerusalén”. ¿Significaba esto que él se entregaba a una vida despreocupada e inactiva? ¿Ya no le concernían los intereses del pueblo de Dios? Por el contrario, leemos que él comenzó a desempeñarse como edificador: “Edificó ciudades para fortificar a Judá” (2.º Crónicas 11: 5-10). Como diríamos en nuestros días, él «resguardó las cosas que quedaban». Además, se encargó de que no faltaran “provisiones, vino y aceite” (v. 11). Es decir, se ocupó de que el pueblo de Dios tuviera alimento.
¿Cuál fue el resultado de este accionar? Judá se convirtió en un refugio para todo el pueblo de Dios. Leemos que “los sacerdotes y levitas que estaban en todo Israel, se juntaron a él desde todos los lugares donde vivían”, y “acudieron también de todas las tribus de Israel los que habían puesto su corazón en buscar a Jehová Dios de Israel”; “Así fortalecieron el reino de Judá” (versículos 13, 16 y 17). Esta prosperidad continuó durante tres años, pero, ¡Roboam olvidó la ley del Señor, y el desastre sobrevino rápidamente! (2.º Crónicas 12:1). Si él hubiera persistido en la obediencia, ¡cuánta prosperidad más hubiera disfrutado! ¿No es ésta una seria advertencia para nosotros que en estos días sufrimos tantas divisiones en el pueblo de Dios? Muchos esfuerzos realizados para terminar con las divisiones, a menudo terminaron provocando más confusión. ¿No deberíamos ser sabios y reconocer el gobierno que Dios ejerce sobre nuestras vidas, inclinándonos bajo la disciplina de Dios y cargando con la tristeza y el oprobio de la división? ¿No tendríamos que permanecer en el terreno de Dios, obedientes a la Palabra, buscando fortalecer las cosas que quedan, y alimentando al pueblo de Dios? ¿No deberíamos hacer todas estas cosas con devoción y fidelidad a Dios para que la gente angustiada del pueblo de Dios venga desde todas partes a encontrar refugio?
JEREMÍAS (Jeremías 42 y 43:1-7)
Desde la gran división que se produjo en Israel hasta los eventos relatados en estos capítulos transcurrieron cuatrocientos años. En esa época no sólo hallamos al pueblo de Dios dividido, sino también dispersado. Ciento treinta años antes, las diez tribus habían caído en la cautividad para luego dispersarse entre las naciones. En cuanto a Judá, reiteradas cautividades fueron reduciendo sus dominios hasta que finalmente el reino dejó de existir.
Sin embargo, en la tierra de Dios todavía se hallaba un remanente. En los primeros versículos del capítulo 42, leemos que este remanente recurrió al profeta en busca de luz para conducirse en medio de la dispersión. “(Vino) todo el pueblo desde el menor hasta el mayor”. No obstante, contando a todos, desde los menores hasta los mayores, sólo daba como resultado un pequeño resto; ellos mismos confirmaban esto con sus palabras: “De muchos hemos quedado unos pocos” (v. 2). Este pequeño resto expresó al profeta su deseo: “Que Jehová tu Dios nos enseñe el camino por donde vayamos, y lo que hemos de hacer” (v. 3).
Ellos reconocían que la nación estaba en ruina, y que sólo habían quedado unos pocos. En medio de dicha ruina, confesando su debilidad, se juntaron para preguntarle al Señor cuál era el camino que debían seguir, y cómo tenían que obrar. ¿Qué actitud podría haber sido más acertada para este pequeño remanente— y en semejantes circunstancias— que volverse al Señor para buscar su guía?
Jeremías aceptó orar al Señor por ellos y transmitirles todos Sus pensamientos sin reservarse nada (v. 4). Como consecuencia de la promesa del profeta este remanente declara solemnemente: “Sea bueno, sea malo, a la voz de Jehová nuestro Dios al cual te enviamos, obedeceremos”. Además, ellos sabían con precisión las consecuencias benditas de actuar así: “Para que obedeciendo a la voz de Jehová nuestro Dios nos vaya bien”. Por espesas que sean las tinieblas, por grande que sea la ruina, ciertamente les irá bien a los que escuchan la voz del Señor (v. 5 y 6).
Sin embargo, una cosa estropearía esta hermosa declaración. La continuación de esta historia nos revela que por detrás de las hermosas palabras proferidas, estaba trabajando la voluntad propia de estas personas. Ellos ya habían decidido andar por su propio camino. La voluntad de su carne se puso de manifiesto porque ellos, llenos de confianza en sí mismos, prometieron obedecer con prontitud a la voz del Señor. Cuántas veces se manifiesta nuestra carne cuando, tan seguros de nosotros mismos, proferimos palabras que dejan al descubierto la voluntad propia de nuestro corazón. ¡Cuántas veces nos encontramos con personas que, al igual que este remanente, dicen: «¡Si nos dan las Escrituras, si nos dan la Palabra del Señor, nos inclinaremos ante ella!» Bien podemos percibir que detrás de estas palabras tan convincentes se esconde la voluntad propia.
No obstante todo esto, Jeremías acude al Señor, quien le daría una respuesta diez días después. Durante ese tiempo el profeta no se comunicó con el pueblo, ni se aventuró a darles su opinión en cuanto a cómo debería ser su andar. Él esperaría las claras directivas del Señor (v. 7).
Los caminos del Señor son muy claros. Si este pequeño remanente deseaba ser edificado y establecido, y si quería disfrutar de la presencia del Señor y sus misericordias, había una condición que debería cumplir: “Si os quedareis quietos en esta tierra”. Aun cuando había sido tan grande el fracaso y completa la ruina, estaba reservada una bendición para el pequeño remanente —unos pocos de muchos— que permaneciera en el terreno que Dios había preparado para su pueblo. Su rey y sus líderes huirían, la casa del Señor sería quemada hasta sus cimientos y los muros de Jerusalén serían derribados (Jeremías 52: 7, 8 y 13) sin embargo, estaba asegurada una bendición para aquellos que permanecieran en la tierra. Esta tierra era el sitio donde debía estar todo Israel, pero la mayoría de las personas habían sido cautivadas y dispersadas entre las naciones; este remanente, en cambio, tenía que permanecer en dicha tierra para seguir gozando de todas las bendiciones de Dios (42: 9-12).
Deberíamos detenernos y considerar la historia de este pueblo y los eventos que han tenido lugar hace tantos años, y preguntarnos a nosotros mismos: ¿Tiene esta historia lecciones para aquellos que hoy día, en pequeñez y debilidad, buscan conocer “el camino por donde vayamos, y lo que hemos de hacer” (v.3) en medio de tantas divisiones y dispersiones en el pueblo de Dios? ¿No nos brinda acaso una gran lección el hecho de que, aun cuando la ruina es muy grande y el pueblo de Dios está dividido y esparcido, hay bendición para aquellos que permanecen en el terreno que Dios ha establecido para su pueblo? En otras palabras, para gozar de la bendición de Dios, debemos seguir caminando —a pesar del fracaso— en la luz de lo que es verdadero en cuanto a la Iglesia o Asamblea de Dios, y rechazar la posibilidad de andar en cualquier otro terreno.
Ninguna falla de nuestra parte nos exime de la responsabilidad de caminar y actuar de acuerdo a la verdad de Dios en cuanto a su Iglesia, ya sea en el aspecto local o universal. Los principios que deberían guiar a la Asamblea siguen vigentes y están expuestos con toda su fuerza en la primera epístola a los Corintios. En cuanto a esto, debemos tener en cuenta lo que un hermano dijo alguna vez: «No debemos imitar los eventos de aquellos capítulos, ni tratar de actuar como los Corintios como si tuviéramos todos sus dones. Tampoco debemos suponer que constituimos la única luz en el lugar donde estamos, como fue el caso de la iglesia que estaba en Corinto. No obstante, debemos reconocer que la dispersión de los testimonios o el juicio de los candeleros no significa que el Espíritu Santo se haya retirado... Debemos aferrarnos a los principios de Dios en el lugar o escenario donde nos toca vivir... Aun cuando tuviéramos un enorme poder corporativo como el de aquel entonces, el juicio divino caería igual sobre el candelero. No debemos renunciar a los sanos principios porque nos rodea la corrupción, ni debemos ceder ante ella porque los esfuerzos para afirmarla nos desalientan. “Antes bien, sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso” (Romanos 3:4). No debemos abandonar dichos principios ni porque son vehementemente atacados, ni porque son débilmente enseñados. Los principios sobrevivieron a miles de ataques que intentaban evitar que se enseñaran. La luz no puede ser juzgada porque brilla a través de una lámpara sucia... Yo puedo afligirme y desalentarme porque la lámpara ha estado, por así decirlo, bajo un almud; pero debo recordar siempre que dicha lámpara sigue siendo útil para alumbrar toda la casa” (J.G.B.).
Volvamos a los días de Jeremías y a la historia del remanente, en la cual encontramos advertencias e instrucciones muy útiles para nosotros. Jeremías les había dado la palabra del Señor a fin de que ellos recibieran bendiciones; ahora, el profeta procedería a pronunciar palabras de advertencia (42:13-17). Si el remanente dijera: «No habitaremos en la tierra porque no queremos enfrentar conflictos, sobresaltarnos por el sonido de las trompetas, ni pasar hambre; por lo tanto, hemos decidido abandonar la tierra y escapar de todas estas cosas huyendo hacia otro lugar», entonces les sucedería lo que Dios les había advertido: aquellas cosas que ellos querían evitar los alcanzarían. Además, lo más grave era que no sólo no gozarían de la presencia del Señor ni de sus bendiciones, sino que tendrían que soportar sobre ellos la mano del Señor ejecutando su gobierno. El Señor les había advertido: “No habrá de ellos quién quede vivo, ni quien escape delante del mal que traeré yo sobre ellos” (42:17).
¿No es una advertencia para nosotros? En estos días que nos tocan vivir, ¿no nos sentimos tentados a abandonar el «agobiador» camino de Dios y buscar —en algún sistema humano con métodos y principios mundanos— la forma de evitar un continuo ejercicio de la fe? ¿No nos sentimos muchas veces agobiados ante los continuos conflictos para mantener la verdad? ¿No nos sobresalta el llamado de las trompetas que nos advierten de un ataque? ¿No somos propensos a pensar que si debemos enfrentar conflictos permanentemente, terminaremos por carecer de espiritualidad? ¿No son nuestros pensamientos atacados terriblemente por la idea de renunciar a la verdad de Dios en relación con su Iglesia? Si llegaran a surgir en nuestros corazones semejantes argumentos, o si fueren sugeridos por otros, recordemos las serias advertencias que el Señor le hizo al remanente de la época de Jeremías.
En primer lugar, dar un paso en falso para escapar de los problemas es un camino seguro hacia los mismos problemas que hemos querido evitar. Abandonar el terreno de Dios para escapar de las dificultades del camino de la fe, nos conducirá a enredarnos en el mundo y a sentirnos abrumados por las dificultades que nos acarreará nuestra propia voluntad. En segundo lugar, aquellos que han sido advertidos por Dios y aun así toman este camino deben escuchar una seria advertencia: “No veréis más este lugar” (42:18). Ésta es una solemne enseñanza para los que han caminado por algún tiempo a la luz de la verdad de Dios en cuanto a su Iglesia, y que luego la han abandonado para encontrar un camino más fácil en algún sistema humano, de donde raramente podrán ser recuperados. Ellos “no verán más ese lugar”, y cuando Dios, ejerciendo su gobierno, dice “nunca más”, quiere decir que la cuestión llegó a su fin.
Pero, increíblemente, aquellos a quienes habló Jeremías ¡rechazaron las enseñanzas y las advertencias del Señor! Jeremías no ignoraba el motivo de este rechazo, pues él les dijo: “¿Por qué hicisteis errar vuestras almas?” o, como leemos en varias traducciones, “os engañáis a vosotros mismos” (42:20). Ellos habían sido engañados por su propia voluntad, que los llevó a transitar un camino equivocado. No hay nada como la voluntad propia para deformar el conocimiento de la verdad e impedir su aprehensión. Ella no verá lo que no le conviene ver. Además, detrás de la voluntad propia está, como siempre, el orgullo que no reconocerá el error; leemos que “los varones soberbios dijeron a Jeremías: Mentira dices; no te ha enviado Jehová nuestro Dios para decir: No vayáis a Egipto para morar allí” (Jeremías 43: 2). Y para colmar su necedad, acusaron a Jeremías de no ser guiado por Dios, sino por el hombre (v. 3). Ellos concretamente le dijeron, «nosotros te hemos pedido palabra del Señor, y tú simplemente nos dices lo que Baruc te ha mandado para que terminemos siendo esclavos» (cf. 43:1-3). Engañados a sí mismos por su voluntad propia y su orgullo, ellos se apartaron de las instrucciones del Señor y de Su camino. Dejaron el terreno que Dios designó para su pueblo y eligieron su propio camino; en consecuencia, Dios les dijo: “No veréis más este lugar”.
Debemos saber “el camino por donde vayamos, y lo que hemos de hacer”, y obedecer al Señor y “quedarnos quietos en esta tierra”. Consideremos seriamente las instrucciones del Señor y no nos apartemos de su camino, de lo contrario, Él nos dirá a nosotros también: “no veréis más este lugar”.
Daniel (Daniel 9)
El remanente abandonó la tierra de Dios y terminó en la dispersión. Pasaron cincuenta años para que Dios, en su gracia, permitiera un avivamiento para que unos pocos de Su pueblo fueran liberados de la cautividad y pudieran retornar a su tierra. En la oración de Daniel están expuestas las experiencias de los que regresaron, y los principios que ellos debían haber seguido. Estas mismas instrucciones tienen vigencia hoy en día para aquellos que son liberados de los sistemas humanos para caminar en la luz de la Iglesia de Cristo.
Los días en que vivimos actualmente son muy diferentes a los días de Daniel; sin embargo, moralmente hay muchas cosas que coinciden en ambos períodos.
En primer lugar, Daniel consideró los fracasos del pueblo de Dios que habían ocurrido en los mil años precedentes, retrocediendo incluso hasta cuando Dios sacó al pueblo de Egipto, y afirmó lo que desde esa época venía haciendo este pueblo: “hemos pecado, hemos hecho impíamente” (v. 15).
En segundo lugar, en los capítulos 7 y 8 vemos que Daniel mira hacia el futuro y que allí también puede observar los fracasos y sufrimientos por los que tendría que pasar el pueblo de Dios. Él pudo avistar el poder gentil que sojuzgaría a los santos; el sacrificio continuo quitado; la verdad echada por tierra; el santuario pisoteado; el poderoso pueblo de Dios destruido y el enemigo grandemente prosperado (Daniel 7:21; 8:11, 12, 13, 24).
En tercer lugar, Daniel pudo ver que el pueblo de Dios no sería librado de esta larga historia de fracasos hasta que viniera el Hijo del Hombre a establecer su reinado (Daniel 7: 13, 14).
En este momento, Daniel observaba un pasado marcado por el fracaso, un futuro lleno de angustias y grandes caídas, y ninguna esperanza de liberación para el pueblo de Dios hasta el tiempo en que el Rey viniera.
Ante estas cosas, Daniel se sintió profundamente afligido, sus pensamientos lo turbaron, su rostro se demudó, y estuvo enfermo y quebrantado por algunos días (Daniel 7: 28; 8: 27). En la actualidad quizá no distinguimos los hechos que podía discernir Daniel. Sin embargo, si analizáramos los últimos doscientos años del testimonio del pueblo de Dios podríamos ver sus fracasos; y deberíamos saber también que en el breve tiempo que nos resta aquí abajo observaremos un marcado incremento de la ruina en el profesante pueblo de Dios. El apóstol Pablo nos dice que “en los postreros días vendrán tiempos peligrosos... los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor... porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina... y apartarán de la verdad el oído” (2.ª Timoteo 3: 1, 13; 4: 3,4). El apóstol Pedro también nos advierte que “habrá entre vosotros falsos maestros... y que éstos “aun negarán al Señor que los rescató” (2.ª Pedro 2:1) En tercer lugar, Daniel observó algo que también para nosotros debería ser lo suficientemente claro porque está enseñado en las Escrituras: el hecho de que la unidad visible del pueblo de Dios no será recuperada hasta el retorno del Señor.
Pero ésta no es la única coincidencia que encontramos entre los hechos de nuestros días y los de la época de Daniel. Él aprende, además, que a pesar de todo el fracaso del pasado y de la ruina venidera, Dios había predicho que habría un pequeño avivamiento en la mitad de los años. Daniel aprendió por la Palabra de Dios dada a Jeremías que después de setenta años habría cierta recuperación en la desolada Jerusalén. Y así nosotros podemos mirar en las Escrituras que en medio de la corrupción y muerte espiritual que manifiesta la cristiandad, la cual se expone en los mensajes a Tiatira y Sardis, hay un avivamiento como el que se expone en el mensaje dirigido a Filadelfia.
Este avivamiento tiene cuatro importantes características. El Señor le dice a Filadelfia: 1º, “tienes poca fuerza”; 2º, “has guardado mi Palabra”; 3º, “no has negado mi Nombre”; y 4º, “has guardado la palabra de mi paciencia”. En esta época en la cual la religión de la carne se despliega con gran poder, según el modelo que tenemos en la Gran Babilonia, los creyentes que son despertados por Dios se caracterizan por su debilidad externa. Cuando en todas partes se desprecia la Palabra de Dios, ellos la guardan en toda su pureza e integridad. Mientras que la persona de Cristo es atacada, ellos no niegan su nombre. Más aún, mientras los hombres buscan desesperadamente arreglar las divisiones de la cristiandad, estos fieles guardan la palabra de Su paciencia. Ellos esperan al Señor, quien sanará las divisiones y llevará a su pueblo unido a su presencia.
Ahora bien, hay consecuencias benditas cuando obedecemos la Palabra y no negamos el nombre de Cristo. Si en este tiempo que estamos aquí abajo nos sujetamos a las Escrituras y le damos a Cristo el lugar que se merece, estaremos en condiciones de disfrutar de las verdades concernientes a Cristo y su Iglesia, al llamamiento celestial, la venida de Cristo, y otros temas importantes.
No obstante, los fieles corren el serio peligro de apartarse de las verdades que han sido recuperadas, por lo cual es necesaria la advertencia: “Retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona”; notemos de paso que esta exhortación está dirigida “al que venciere”.
Pero, ¿cómo podemos retener lo que tenemos y, además, ser vencedores? Es evidente que no lo podemos conseguir con nuestras propias fuerzas. Sólo podemos lograrlo si permanecemos firmes en la gracia que es en Cristo Jesús. Debemos mirar al Señor Jesús y elevarle nuestras oraciones. La oración y la búsqueda de su gracia deben estar acompañados también con una condición moral aceptable ante Él, y esto nos conduce a la confesión. En relación con estas dos cosas, oración y confesión, podemos aprender mucho de Daniel. Él observó lo que había sucedido en el pasado y consideró la condición en la que se encontraba en ese momento el pueblo de Dios; y todo esto lo afligió sobremanera. Pero, en medio de su aflicción él hizo dos cosas: en primer lugar, apartó su mirada de los hombres y la dirigió hacia Dios para elevar su oración, como está escrito en Daniel 9:3: “Volví mi rostro a Dios el Señor, buscándole en oración y ruego”. En segundo lugar, hizo otra cosa muy importante: “Hice confesión” (v. 4).
Ahora, consideremos los resultados de su oración y confesión a Dios. En primer lugar, Daniel percibió intensamente la grandeza, la santidad y la fidelidad de Dios. Daniel fue conciente de su propia debilidad y de la pequeñez del hombre, por eso pudo expresar con confianza “Señor, Dios grande” (v. 4). Más aún, él comprendió que Dios es fiel a su Palabra, y que si el pueblo guarda su Palabra y le ama hallará misericordia a pesar de todas sus flaquezas.
El segundo resultado de la oración y confesión de Daniel, fue que él pudo comprender profundamente la ruina total en la que se encontraba el pueblo de Dios. Pudo reconocer que la baja condición moral y espiritual de este pueblo era la raíz de todas sus divisiones y de su dispersión. Daniel no intentó echar las culpas de las divisiones a algunas personas que efectivamente tenían un alto grado de responsabilidad y que habían pervertido la verdad y conducido a muchos al error; él miró más allá de los fracasos individuales y le adjudica la culpa de los fracasos al pueblo de Dios como un todo. Daniel afirmó: “Hemos pecado, hemos cometido iniquidad... no hemos obedecido a tus siervos los profetas, que en tu nombre hablaron a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres y a todo el pueblo de la tierra” (Daniel 9:5-6). Daniel no tuvo nada que ver con los sucesos que habían provocado la dispersión setenta años antes; sin embargo, el hecho de no haber tenido responsabilidades en eventos que habían tenido lugar mucho tiempo atrás, no lo indujo a ignorar la división o a buscar culpables; por el contrario, ante Dios él se identifica con el pueblo: “Hemos pecado”.
El pueblo de Israel, lleno de fracasos y en una condición espiritual deplorable, exigía tener un rey; y tuvieron muchos reyes que los llevaron por mal camino. Sucedió lo mismo en la historia de la Iglesia. En los capítulos 3 y 4 de 1.ª Corintios el apóstol Pablo explica claramente que la causa de las divisiones que ocurrían en el pueblo de Dios tenían como raíz el accionar de la carne. Esta actitud carnal era la que también los llevó a someterse a la conducción de ciertos líderes. El mismo apóstol Pablo había anticipado estas cosas: “Yo sé que después de mi partida... de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos” (Hechos 20:29-30).
Podemos concluir entonces que la raíz de toda división, sea en Israel o en la Iglesia, puede ser hallada en la baja condición moral del pueblo de Dios visto como un todo, y no simplemente considerando los fracasos individuales. Por este motivo, la confesión debe involucrar a todo el pueblo de Dios. Además, Daniel no tuvo en cuenta solamente lo sucedido en la ciudad de Jerusalén (aunque esta ciudad podía tener la mayor cantidad de fracasos), sino que involucró a “todo Israel”; tampoco limitó sus pensamientos a los israelitas que estaban “cerca”; en cambio, consideró a “los de cerca y los de lejos” (Daniel 9:7). Todos estos ejemplos, ¿no deberían impulsarnos a tener una actitud de confesión y humillación? Y aunque nosotros no podemos solucionar el problema de las divisiones, tenemos la posibilidad de encomendar estas cosas al Señor —a quien le hemos fallado tristemente—, con el fin de que seamos restaurados moralmente y colocados a la altura de nuestro llamamiento celestial, del que nos hemos desviado.
La tercera consecuencia de la oración y confesión de Daniel fue que él aprendió un principio muy importante: Dios ejerce su gobierno ineludiblemente. Debemos aceptar que las divisiones forman parte de la santa disciplina de Dios y que no son simples consecuencias de la locura o la debilidad de algunos. Esto puede observarse con claridad en la división que ocurrió en Israel. Es cierto que el principal instrumento de aquel cisma fue la locura de Roboam, pero Dios expresó con precisión: “Yo he hecho esto” (2.º Crónicas 11:4). Cuatrocientos cincuenta años después de estos eventos, mientras el pueblo de Dios estaba dividido y esparcido entre las naciones, Daniel pudo reconocer este gran principio: “Tuya es Señor, la justicia, y nuestra la confusión de rostro, como en el día de hoy lleva todo hombre de Judá, los moradores de Jerusalén, y todo Israel, los de cerca y los de lejos, en todas las tierras adonde los has echado a causa de su rebelión con que se rebelaron contra ti”. Y siguó refiriéndose al accionar de Dios: “Y él ha cumplido la palabra que habló contra nosotros y contra nuestros jefes que nos gobernaron, trayendo sobre nosotros tan grande mal”; por último afirmó: “Jehová veló sobre el mal y lo trajo sobre nosotros” (Daniel 9: 7, 12, 14). De esta manera, Daniel demostró que no estaba considerando la locura y la debilidad de los hombres. Él no mencionó nombres, no habló de Joacim y “las abominaciones que hizo”, ni de Sedequías y sus locuras; tampoco mencionó la crueldad de Nabucodonosor. Más allá de todos los hombres, él observaba en medio de la dispersión la mano de su Dios justo.
Poco tiempo después, Zacarías escucharía la palabra del Señor dirigida a los sacerdotes, y a todo el pueblo, diciendo: “Los esparcí con torbellino por todas las naciones que ellos no conocían” (Zacarías 7: 5-14). De la misma manera, Nehemías conocía muy bien las palabras que el Señor había dado por medio de Moisés: “Si vosotros pecareis, yo os dispersaré por los pueblos” (Nehemías 1: 8).
Estos hombres de Dios sabían muy bien cómo obraba Dios mediante su disciplina. Ni siquiera se atrevían a decir que Dios «permitía» que su pueblo fuese dispersado o conducido a lugares lejanos, sino que afirmaban claramente que Dios mismo había dispersado al pueblo y traído el mal sobre ellos.
En cuarto lugar, aprendemos otro gran principio que surge de la oración y confesión: Dios es el único que puede reunir y bendecir a su pueblo. Cuando reconocemos que Dios trata con nosotros mediante su disciplina, también comprendemos que, por medio de ésta, Él nos brinda la esperanza de tener un avivamiento espiritual o la recuperación de lo que se ha perdido; porque cuando miramos a Dios, miramos al que puede dividir, pero también al que puede unir; al que puede esparcir, pero que puede juntar; al que puede herir, pero que puede vendar (Oseas 6:1). El hombre puede dividir, esparcir y herir; pero no puede unir, juntar ni sanar. Dios puede hacer las dos cosas, y de forma justa. Esto también lo aprendemos de la confesión de Daniel: “Tuya es, Señor la justicia... los has echado a causa de su rebelión... Jehová veló sobre el mal y lo trajo sobre nosotros; porque justo es Jehová nuestro Dios en todas sus obras que ha hecho” (Daniel 9:7 y 14). Luego, Daniel menciona por tercera vez la justicia de Dios, pero esta vez en relación con Sus bendiciones y con Su misericordia: “Oh Señor, conforme a todos tus actos de justicia, apártese ahora tu ira y tu furor” (v. 16).
Daniel puede elevar su ruego con absoluta confianza porque a pesar de que el pueblo había sido desobediente y merecía ser disciplinado, aun así, seguía siendo el pueblo de Dios. El profeta puede expresar: “Tu ciudad Jerusalén... tu santo monte... y tu pueblo... son el oprobio de todos en derredor nuestro... oye la oración de tu siervo... tu rostro resplandezca sobre tu santuario asolado” (v.16-17). Daniel rogó que la bendición fuese concedida “por amor del Señor”. Además, él imploró al Señor por “sus muchas misericordias” y, finalmente, invocó el nombre del Señor exclamando: “Tu nombre es invocado sobre tu ciudad y sobre tu pueblo” (v. 19).
Hasta aquí hemos visto algunos de los grandes principios que deberían ser nuestra segura guía en medio de la confusión y de la ruina.
Primero, necesitamos volver a Dios para orar y confesar todo nuestro mal, y considerar ante su misma presencia su grandeza, santidad y gracia que siempre están a favor de aquellos que desean guardar su Palabra. (v. 3 y 4).
Segundo, debemos confesar nuestro fracaso y aceptar que nuestra ruina es total. (v. 5 al 15).
Tercero, tenemos que reconocer y aceptar el justo gobierno que Dios ejerce sobre nosotros (v. 7, 14, 15).
Cuarto, debemos recurrir a la justicia y la misericordia de Dios por los cuales Él puede permitir un avivamiento en su pueblo.