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lunes, 23 de marzo de 2015

El catolicismo romano trata de renovarse y reforzarse con la Contrarreforma: El humanismo se hizo más mundano y secular,

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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Goya: El sueño de la razón produce monstruos
Grabado al aguafuerte, El Prado, Madrid.
 
                  Las raíces de la cultura contemporánea


  Cuando el hombre arroja a Dios por la ventana no quiere decir exactamente que no cree en nada. Más bien lo que pasa es que cree en cualquier cosa y en todo …
  Flaming Youth: The Planet, Ark two. [Los planetas: Arco dos].


En este momento del desarrollo histórico que hemos estado analizando falta un cuadro. Para éste, naturalmente, debemos considerar lo que pasó a expresar en su arte el gran movimiento cristiano que se inició con la Reforma. Podemos reconocer la profunda influencia del cristianismo calvinista en la cultura y el arte del siglo XVII, particularmente en Holanda. Pero, aparte de eso, no encontramos prácticamente nada. El protestantismo como tal no fomentó las artes. ¿Por qué?
Para llegar a la única aparente explicación debemos retroceder bastante. En tiempos del comienzo de la Reforma, las principales fuerzas espirituales y culturales en Europa eran un catolicismo romano en decadencia y el vivo y creciente humanismo del Renacimiento. Pero lo que quizás resulta menos obvio pero no menos importante es que había también una corriente mística. Toda la escena cultural cambió de acuerdo al contenido y la fuerza de las diferentes corrientes espirituales. La Reforma surgió como un desafío a la autoridad de la iglesia católica romana, que para entonces había obligado a muchos a adoptar sus doctrinas a la fuerza. Pronto vemos que el catolicismo romano trata de renovarse y reforzarse con la Contrarreforma. El humanismo se hizo más claramente mundano y secular, aunque de ese modo perdió algo de su fuerza e influencia en el curso de los acontecimientos (de hecho, aquí se puede ver una especie de crisis que se expresa en el arte manierista de Pontormo, Giulio Romano y Pellegrino Tibaldi). La comente mística se expresaba en el movimiento denominado anabautismo con poca exactitud, ya que incluía una variedad de puntos de vista, cristianos y anárquicos, pacifistas y militantes.
La batalla del siglo XVI entre la Reforma y los movimientos místicos fue ganada, ampliamente, por la Reforma, pero ésta no salió completamente ilesa. Hubo una corriente secundaria de misticismo que transcurrió a la vez que la Reforma, tiñendo sus esfuerzos y pensamiento a veces con más fuerza y otras veces casi sin ninguna.
Esto explica las diferencias en la consecuente evolución dentro del campo de la Reforma. El puritanismo no es un movimiento unificado. Tomó de la Reforma su profunda reverencia a las Escrituras como base para todo el pensamiento teológico y la vida diaria. Pero, a través de corrientes místicas, a menudo fue teñido de una clase de subjetivismo y una tendencia a buscar la santidad de una forma legalista y espiritualizada en un esfuerzo por mantenerse al margen de lo mundano y carnal.
Es complicado proporcionar un cuadro completo del movimiento puritano. Había ciertamente mucha sabiduría bíblica, pero continuamente salía a la superficie la tendencia mística. Por ejemplo, Morgan Llwyd es un caso típico de alguien con opiniones puritanas radicales. Combinaba un cierto escepticismo acerca de las formas religiosas externas, una fuerte antipatía hacia el dogmatismo relacionado con el orden y las ordenanzas de la iglesia y una marcada tendencia al antinomianismo evangélico, una idea equivocada de la libertad de la ley.
Esta corriente mística solía despreciar todo lo que no era «espiritual», lo «religioso» en el sentido más restringido. Debió de tener mayor influencia de lo que pensamos, porque sólo así podemos comprender por qué se abandonó el canto de los Salmos, que originalmente había sido algo muy habitual, alegre y atractivo (¡la Reina Isabel denominó en cierta ocasión a los Salmos los «conciertos de Ginebra»!), sustituyéndolo por una forma de cantar muy lenta y casi inarmónica, la clase de cosa contra la que posteriormente protestaría Isaac Watts y que sólo fue reemplazada por el enérgico canto de himnos de los seguidores de Wesley.
No obstante, la música seguía hasta cierto punto siendo aceptable para ellos. A las otras artes les fue peor. Sólo podemos concluir que el movimiento calvinista y puritano (al menos desde el siglo XVII en adelante) prácticamente no mostró aprecio alguno por las bellas artes debido a una influencia mística que afirmaba que las artes eran en sí algo mundano e impío y que un cristiano nunca debía participar en ellas.
Sólo de esta forma podemos justificar el hecho de que el verdadero movimiento puritano o calvinista no produjera su propio estilo pictórico. Como hemos visto, la pintura holandesa de la primera mitad del siglo XVII fue fuertemente influida por el pensamiento cristiano calvinista. Ya hemos mencionado a Rembrandt, quien ciertamente buscaba conseguir en su arte un verdadero reflejo del mensaje bíblico. Pero, ¿se puede considerar a Rembrandt calvinista o puritano?
En la segunda mitad del siglo XVII en Holanda, la corriente humanista fue adquiriendo más fuerza y comenzó a dominar un estilo humanista clásico importado de Francia e Italia. En la Inglaterra anterior a los tiempos de Cromwell, el arte de la corte de Van Dyck y los espíritus afines evolucionaron a partir del sector de corriente de pensamiento más puritana, algo que parecía casi imposible, y posteriormente nunca tendría muchas oportunidades. Cuando llegó la oportunidad mucho después, en el siglo XVIII, con el avivamiento de la fe con los Wesley, o con los avivamientos del siglo XIX, la corriente protestante ya no estaba interesada en absoluto en las artes.
No podemos decir que el cristianismo no tuviera influencia alguna. Al contrario: Tuvo gran influencia en la moralidad pública, preocupación por los pobres y los oprimidos y, en general, en la forma de vida de la gente. Lo que denominaremos mentalidad burguesa en una posterior sección de este libro en realidad es, a menudo, una forma secularizada de ética cristiana, aunque puede que la moralidad se haya convertido en mero moralismo y legalismo. Pero, por otro lado, el hecho de que la mayoría de cristianos no tomaran parte en las artes y las tendencias generales de la cultura en algún grado les permitió llegar a ser completamente seculares y a largo plazo incluso contrarias al cristianismo. Sea como fuere, ésta es la razón por la que en este libro tenemos que referirnos a la evolución fuera del ámbito del cristianismo para poder comprender lo que está ocurriendo hoy.


Cristianismo y cultura

Hoy es bien conocido que dentro de los círculos cristianos evangélicos hay poco interés en las artes. Cuando parece que se presenta un cambio, cuando la generación más joven nacida y educada dentro de estos círculos llega a comprender la importancia de las artes, surgen toda clase de problemas y tensiones. Casi brilla por su ausencia cualquier clase de forma crítica de pensamiento. No hay percepción artística, nada que anunciar, no hay respuesta para las preguntas importantes de la presente generación. Muchos desean ser artistas en un sentido cristiano, pero tienen que encontrar las respuestas por su cuenta. ¿Cómo emprender la tarea? ¿Qué significa? Muchos se han apartado del cristianismo o, lo que es más trágico, de Cristo cuando han llegado a sentir que, si este aspecto vital de la vida humana queda al margen de la religión o de la fe, entonces hay un defecto básico en la fe. De diferentes maneras se ven obligados a unirse a la batalla espiritual contra el espíritu de la época que se expresa de forma tan enérgica en las artes, y muchos sucumben.
También es posible, claro está, adoptar la misma postura puritana hoy: alejarse de las artes porque son mundanas, laicas e impías. Pero ésa no es la respuesta. No se enfrenta a la cuestión. Pasa por alto el hecho de que las artes son particularmente fuertes protagonistas de una nueva forma de pensamiento no cristiana. Bien podría ser que las artes fueran, por supuesto, «de vanguardia» en el sentido de que van por delante de los demás en la búsqueda de una forma de espiritualidad no cristiana. ¿Por qué? Porque durante mucho tiempo los cristianos no han participado en la discusión ni en la actividad artística.
Pero esto es anticipar el argumento de posteriores capítulos. En este momento puede sernos de ayuda el mostrar con amplitud las diferentes actitudes que ha habido en el pasado en cuanto a la relación entre el cristianismo y la cultura. Por «cristianismo» me refiero a algo muy general: a una corriente cultural y espiritual que tiene conexiones históricas con la fe bíblica y la religión. Cristianismo no es un término normativo, sino más bien un marco aproximado diferente del mahometanismo, el paganismo o el mundo de las religiones orientales.
El cristianismo y la cultura es una cuestión que puede tener que ver con dos cosas: qué actitud debe tener el cristiano ante la cultura que le rodea (no cristiana y laica) o qué clase de cultura surgirá como resultado de la forma de vida del cristiano. Las dos respuestas están en la práctica íntimamente relacionadas y, como más adelante irá quedando claro lo que significa, no hemos tratado de ser metódicos en cuanto a este aspecto.
En la historia se han dado algunas de las principales respuestas diferentes a la pregunta de la actitud del cristiano hacia la cultura. Han sido comentadas en la obra de H. Richard Nievuhr titulada Christ and Culture [Cristo y la cultura] (1952), cuyo enfoque principal desarrollo en estas páginas.


Gnosticismo y misticismo

Fue el gnosticismo el que de muchas formas influyó en el misticismo de épocas posteriores. Se trataba de la idea que está en el trasfondo de algunas de las cartas de Juan y de Pablo a la iglesia primitiva, que fueron escritas con el propósito expreso de advertir a los cristianos contra él. Sin entrar plenamente en detalles, podemos decir que los gnósticos hacían una síntesis del pensamiento bíblico con el del neoplatonismo y las religiones mistéricas paganas. Una de las ideas principales era que el mundo material es completamente malo. Por tanto, la salvación significa escapar de este mundo acercándonos a Dios, quien reina por encima de este mundo. Y no sólo es malo el mundo material, sino todas nuestras pasiones mundanas.
Los místicos primitivos eran parecidos en muchos aspectos. Su preocupación era no sólo mortificar su naturaleza pecadora, sino el cuerpo mismo, lo físico, lo material. Por tanto, según ellos, había que huir de este mundo; y lo hacían con el ascetismo austero, tratando de escalar hacia Dios, cuyo reino está en el mundo de la gracia, alejado del material, en el ámbito espiritual.
Así que la vida de fe consiste en huir del pecado, vivir en el espíritu, tratar de ser santo. Estas palabras suenan ciertamente bíblicas, pero el gnosticismo les proporciona un tinte muy específico. Esta vida carece de valor. La materia es pecaminosa. La vida no es más que un tiempo de prueba y la verdadera meta sólo pueden alcanzarla aquellos que han avanzado en su camino hacia Dios por medio de su santidad, conquistando todos los deseos carnales.
Es importante comprender estas ideas básicas del misticismo, porque nuestro propio siglo, y particularmente sus artes, tiene un espíritu fuertemente místico. El misticismo también ha sido con frecuencia cristiano, lo que significa que los cristianos han mirado en esta dirección en busca de su salvación. Pero la Biblia no da base para semejante idea; totalmente al contrario, porque los apóstoles lucharon enérgicamente contra ella en sus cartas. Pero, como la mayor parte de los «cristianos» místicos sustituyen la Biblia por una experiencia más subjetiva, este argumento a menudo no les alcanza.
En las artes visuales de la Edad Media se pueden ver tendencias místicas obrando en el arte del siglo XIV en Alemania, así como en la extremada belleza «carnal» y espiritual de las Madonas y en el retrato del sufrimiento excepcional de Cristo en la cruz (como en Grünewald, por ejemplo). En los Países Bajos del siglo XV se daba con mucha fuerza un misticismo más práctico y menos extremista entre los Hermanos de Vida Común, cuya principal obra literaria fue La imitación de Cristo, de Thomas á Kempis. En las artes visuales vemos su forma de expresión suave e interior en las obras de Geertgen de San Juan y de otros artistas holandeses (quienes influyeron de forma considerable en la formación del carácter holandés).
Como ya he mostrado, la influencia del misticismo sobre el calvinismo, con su forma de expresarse en cuanto a la elección extremista, pasiva y casi fatalista, fue la principal responsable de la falta de verdadero interés en las artes. Introdujo una especie de espiritualidad que con frecuencia evitó que el calvinismo fuera consciente de uno de sus principios fundamentales, que la fe no es sólo cuestión de «religión», del alma, de la salvación de ésta en el cielo, sino que tiene que ver con la salvación de toda la persona, con una forma de vida y pensamiento que afecta a todos los aspectos de la vida humana.


Dualismo naturaleza-gracia

Otra respuesta al problema de la relación del cristianismo con la cultura se resolvió en la teología—o más bien filosofía—medieval de hombres como Tomás de Aquino con lo que se ha denominado escolasticismo. Como sistema de pensamiento completamente católico romano, tendría una influencia duradera en todo el pensamiento cristiano, y su actitud hacia el mundo en el que vivimos es uno de los enemigos más sutiles y peligrosos del pensamiento verdaderamente bíblico, incluso hoy.
Para él es básico el dualismo: este mundo es bueno; pero, sin embargo, tiene autonomía de sí mismo. El mundo de la fe, de la gracia y de la religión es de un nivel superior, un mundo para el cual tenemos necesidad de la revelación de Dios. En él deben estar puestas nuestras metas y nuestros sentimientos. Pero el mundo inferior, el mundo de los hombres, el mundo de la «naturaleza», se puede comprender por medio de la razón, y en él, de hecho, reina la razón. Como tal es no religioso, laico. Aquí no existe diferencia entre los cristianos y los que no lo son, ya que todos actúan de acuerdo a las leyes naturales del pensamiento y la acción.
Al ser eruditos bíblicos y tratar de encontrar una unidad en su dualismo original, estos hombres solían suavizar en la práctica sus principios. En la Edad Media, cuando la iglesia de Roma era extremadamente poderosa, trataron de conquistar el mundo secular apoderándose de él con el fin de evitar que la «naturaleza» autónoma se convirtiera en no cristiana y verdaderamente autónoma, emancipada del cristianismo. Sin embargo, esto es exactamente lo que ocurrió en el Renacimiento con el nacimiento del humanismo.
Con frecuencia escuchamos a las personas decir en discusiones acerca de las ciencias y las artes que éstas no pueden ser cristianas; a veces hasta lo dicen los cristianos devotos. Debemos tener cuidado para discernir lo que quieren decir. A menudo, en realidad significa que estos ámbitos de búsqueda «mundana» que pertenecen a nuestra naturaleza humana y no pecaminosa como tal, son sólo humanos, es decir separados, fuera del ámbito de la gracia, de la obra y la revelación de Dios. La única concesión a Dios en este ámbito del esfuerzo humano es en el campo de la ética; así que la pintura es simplemente pintura, independientemente del autor, pero el cristiano debe mostrar su cristianismo evitando la inmoralidad de cualquier clase.
Esto, por supuesto, plantea toda clase de preguntas acerca de la actitud de los artistas cristianos hacia su obra. Pero me abstendré de comentarlas aquí, puesto que trataré de formular una respuesta diferente en un capítulo posterior del presente libro.


La actitud de la Reforma

Los cristianos han buscado de todas las formas posibles una respuesta para la cuestión de cómo debe vivir y actuar un cristiano en su vida diaria y en su esfuerzo académico y creador. Agustín, más tarde Calvino y, en sus comienzos, los calvinistas y puritanos, aunque a veces ocultos por las influencias místicas que hemos estado comentando, buscaron la respuesta de una forma más bíblica.
He utilizado deliberadamente la frase «cómo debe vivir y actuar un cristiano» en vez de «una actitud del cristiano hacia la cultura». Porque es fácil caer en el error de hacer del cristianismo y la cultura dos entidades diferentes muy separadas la una de la otra. Después, cuando descubrimos que estamos en dificultades para resolver ambas, el error bien puede ser que estemos tratando de reunir dos cosas que hemos separado artificialmente. La cultura es el resultado de la actividad creativa del hombre dentro de las estructuras dadas por Dios. Por tanto, nunca puede ser algo aparte de nuestra fe. Toda nuestra obra es finalmente dirigida por nuestra respuesta a la cuestión de quién—o qué—es nuestro Dios y dónde reside para nosotros la fuente última de toda la realidad y la vida. Así, nuestra «cultura» resultante nunca puede ser algo separado de nuestra «fe». Esto es igual de cierto para aquellos que no reconocen al verdadero Dios, el Creador; su actividad cultural está coloreada por su fe no cristiana básica. Para el cristiano, el problema sigue siendo cómo relacionarnos con la cultura que nos rodea, con frecuencia el fruto de un punto de partida no cristiano. Pero esto se trata con amplitud y profundidad en la Biblia misma: de hecho, es una de sus primeras preocupaciones y tiene que ver con su enseñanza acerca del pecado, la redención y la santificación.
Algo básico en la cultura tradicional de la Reforma calvinista es que no existe dualismo entre una parte más excelsa y otra más vil, entre la gracia y la naturaleza. Este mundo es de Dios. Él lo creó, él lo sostiene, él se preocupa. Él dijo que la obra de sus manos era buena desde el principio. Nada queda excluido. Todo, desde el átomo más pequeño o la vida animal hasta la más elevada doxología, todo le pertenece. Nada puede existir fuera de él y todas las cosas tienen sentido sólo en relación con él.
Pero existe una profunda división, no entre un sector con el que Dios trata y otro que es más o menos autónomo, ni entre lo exaltado y lo vil, sino entre el reino y el gobierno de Dios y el reino de las tinieblas. El hombre, en la Caída, pecó y, en consecuencia, trajo la maldición al mundo. Y por eso existe una dualidad entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo bello y lo feo. En su pecaminosidad, el hombre quería ser como Dios, ser autónomo. Y el pecado—que acarrea consigo decadencia, enfermedad y finalmente la muerte—todavía está en el mundo, desfigurando la maravillosa creación de Dios. Ésta es la verdadera división. Afecta a toda la humanidad, a todo ser humano: hay dos caminos opuestos, uno como Dios quiere y el otro contrario a su voluntad. Por tanto, como dijo Pablo, nada es pecaminoso—ni comer, ni beber, ni ninguna clase de actividad—si se hace con acción de gracias. Pero todas las cosas son pecado si se hacen desobedeciendo la voluntad y la Palabra de Dios. Los dos primeros mandamientos expresan esta división básica dentro de la humanidad. Nadie queda excluido. Y así también, el acto de Jesucristo muriendo para llevar sobre sí el pecado de la humanidad no es sólo por el «alma». Todo el cosmos necesita ser redimido, «volver», porque todas las cosas están bajo la maldición del pecado y el mal. Su gracia salvadora, su ofrenda de nueva vida en toda su plenitud—porque él es el Camino, la Verdad y la Vida—no excluyen ningún aspecto de la realidad humana.
Visto de esta forma, toda la vida y la realidad se relaciona con Dios y todo nuestro pensamiento, trabajo, actuación y sentimiento es, en un sentido, «religión». La religión en sentido estricto—oración, devocional—es sólo una parte de la vida de fe. La Biblia deja claro que no debemos tratar de transformar toda la vida humana en devocional en el sentido de que con frecuencia los cristianos han hecho división entre la devoción directa y consciente o la adoración y la vida «corriente». Las ideas católicas romanas subrayadas en la sección anterior no eran sólo teoría, sino la práctica habitual. Los cristianos sinceros y comprometidos con frecuencia han tenido que luchar contra este dualismo en sus deseos de traerlo todo bajo el gobierno de Dios. Eso es lo que llevó a algunos a hacerse ermitaños o monjes, ya que deseaban ofrecer sus vidas completas a Dios. Pero no se trata sólo del alma, de lo religioso que pertenece a Dios en el sentido restringido; es toda la vida. Nada queda excluido. Por eso oramos diciendo que venga su reino. Pedimos que el gobierno de Dios sea reconocido y se extienda en esta vida, en este mundo: como en el cielo, así también en la tierra.
Para dejar clara esta plena relación con Dios, que incluye tanto los aspectos devocionales como todos los demás aspectos de la vida diaria, podemos utilizar el término «pacto» que tenemos en el Antiguo Testamento. Lo que era el pacto del Antiguo Testamento para el pueblo judío, para aquellos que estaban circuncidados, lo es el pacto del Nuevo Testamento para todos aquellos que reconocen a Jesús como su Señor y Salvador, aquellos que han sido bautizados. Dentro del pacto no existe división entre lo elevado y lo vil, ninguna parte de la vida en la que Dios no esté interesado. Tanto si dormimos como si trabajamos en el campo o resolvemos problemas matemáticos—todas las actividades en las que no pensamos conscientemente en Dios y en las que parece que nuestra «fe» no actúa—, no estamos nunca fuera del pacto de Dios. No podemos salirnos de su mundo y él nunca nos abandona.
Vemos que Dios deja esto completamente claro en el Antiguo Testamento. No deseaba que su pueblo lo transformara todo en «religión», en «culto». Así que les dijo a los israelitas que podían hacer sacrificios, aunque sólo en el templo se harían como ofrenda. Les dijo que podían celebrar la fiesta de acción de gracias con la ofrenda en el templo, aunque no durante más de tres días. Y también les dijo que era bueno poner una barrera alrededor del tejado para que la gente no se cayera. Anhelaba darles buenos consejos respecto a muchas cuestiones que no sólo estaban relacionadas con el culto, sino que también pertenecían a su dominio. Quería que su pueblo viviera, puesto que él era el Dios de la vida, la vida en un sentido pleno, en todos los ámbitos humanos. Les mostró que nada quedaba excluido, ni el robo ni el juicio, ni el comercio ni la propiedad, la sexualidad, la comida y la bebida. Sus mandamientos no eran simplemente religiosos o éticos, eran principios básicos para la vida aunque incluyeran, por supuesto, tanto la adoración como la ética.
Dios, en su sabiduría, sabía que si sus hijos escogían otros dioses no sólo se equivocarían en su fe y adoración, sino que estaría amenazada toda su vida: el sexo, la política, la felicidad diaria. Leemos los resultados de abandonar al Dios verdadero en los libros históricos y profetas del Antiguo Testamento y también en el Nuevo. Y Dios les dijo que, si rehusaban escuchar a los profetas, vendría él con su juicio, el cual de nuevo no sólo afectaba a cuestiones de fe, salvación o a la vida venidera, sino también a esta vida, a la libertad política, las posesiones y el bienestar en ella.
Por tanto, sin entrar en más detalles, estos grandes principios bíblicos de la Reforma proporcionan una respuesta para la cuestión de cuál debe ser la actitud del cristiano no sólo hacia la cultura, sino también hacia el no cristiano, para el problema muy práctico de cómo debemos vivir en este mundo que está lleno de pecado e impiedad. Cuando las cosas van bien y son buenas, correctas y verdaderas, cuando están de acuerdo con la ley de Dios y su voluntad para la creación, no hay problema. El cristiano apreciará y disfrutará activamente y participará en todas las cosas buenas que Dios ha creado. Pero cuando son deterioradas o deformadas por el pecado, entonces el cristiano debe mostrar por medio de su vida, sus palabras, sus actos y su creatividad lo que Dios verdaderamente quería que fueran. Él ha sido hecho nuevo en Cristo, se le ha dado una nueva calidad de vida que está en armonía con la intención original de Dios para el hombre. Se le ha entregado el poder de Dios mismo por medio del Espíritu Santo, quien le ayudará a desarrollar su nueva vida en el mundo que le rodea. Es la sal de la tierra que guarda la sociedad de la corrupción y da sabor a cada aspecto de la vida.


Antes de la Ilustración

La relación del cristianismo con la cultura puede en muchos aspectos considerarse como lo que podríamos denominar una bendición secundaria. La mayoría de las personas, simplemente por ser seres humanos, anhelan una verdadera humanidad, justicia, amor y bondad; si los cristianos muestran estas cosas, los frutos primarios del evangelio, en sus vidas, esto tendrá una gran influencia en sí. De esta forma, hasta en un mundo de pecado, incluso en un mundo donde los cristianos también están aún lejos de estar sin pecado, se puede desarrollar un «consenso», un patrón cultural generalizado que incluirá una idea de lo que está bien y lo que no, una interpretación de lo que es verdaderamente humano. Yo lo considero una bendición secundaria del cristianismo porque influye no sólo en los verdaderos cristianos, en aquellos que han confiado en Jesucristo, sino también en las personas que no desean ser cristianas. De hecho, incluso aquellos que viven vidas de pecado aceptan los valores de ese consenso.
Algo así sucedió en el siglo XVII. El consenso fue en gran parte fruto de la Reforma. También influyó en la iglesia católica romana, que revisó su enseñanza y (quizás más importante) sus prácticas. A causa de esto, el poder del humanismo se frenó durante algún tiempo. Aunque el humanismo fue ciertamente un factor que contribuyó al consenso del siglo XVII, fue una fuerza menor y, hasta cierto punto, cristianizada.
Debemos ser conscientes de que, para el hombre del siglo XVII, no había duda acerca de la realidad de las cosas de las Escrituras. Hasta aquellos que no eran cristianos reconocían los hechos. Marlowe fue algo anterior, pero su obra El Dr. Fausto es típica. Aquí tenemos a un hombre que ha vendido su alma al diablo; cuando el infierno está muy cerca, clama: Ved, ved dónde fluye la sangre de Cristo en el firmamento. Una gota habría salvado mi alma, incluso media gota, ¡ay mi Cristo!. No se arrepintió y no se salvó; pero sabía, aun no siendo creyente, dónde se encontraba la redención. Y Marlowe no era cristiano; pero lo sabía. Ocutten cosas parecidas en diversas ocasiones. El filósofo Descartes descubrió con su famoso «método» el camino para que la humanidad encontrara la seguridad humana, lo que significa que rechazaba las realidades bíblicas. Pero cuando hizo su gran descubrimiento y formuló su cogito, ergo sum, ¡hizo un peregrinaje a la Virgen María para darle las gracias! La cosmovisión del hombre del siglo XVII era tradicionalmente cristiana (y sobre todo bíblica), aunque muchas de las personas no fueran cristianas.
La grandeza y plenitud de la cultura del siglo XVII, su arte, ciencia y profundidad de entendimiento, su riqueza y poder, no eran resultado sólo del esfuerzo humano, como si los cristianos hicieran de estas cosas su principal propósito. No, eran subproductos de las actitudes cristianas básicas y, en definitiva, bendiciones y dones de Dios. Jesús mismo nos dijo que buscáramos primero el reino de Dios y que todas estas cosas nos serían añadidas. Y todas estas cosas, la gran cultura del siglo XVII, fueron añadidas después de que el hombre europeo volviera a Dios. Dios prometió a su pueblo (por ejemplo, en Deuteronomio 28) que, si estaba dispuesto a caminar en sus caminos, le haría prevalecer entre las naciones y le daría un papel director en el mundo. Y esto no sólo fue cierto para el antiguo Israel, sino que sigue siéndolo hoy. Las bendiciones enumeradas en aquel capítulo son los resultados naturales de caminar en los caminos que Dios ha designado para los individuos y las sociedades.
¿Cómo entendió el hombre del siglo XVII el mundo que le rodeaba? Por supuesto, había muchas interpretaciones y opiniones; pero el núcleo central, lo que prevalecía, era algo así. Hay un Dios trino que creó el cielo y la tierra, todo el cosmos. En este cosmos hay ángeles y demonios, y hay hombres, animales, plantas y cosas materiales. Pero hay más, mucho más de lo que el hombre es capaz de ver. Hay principios, normas y leyes, y por tanto podemos hablar del bien y del mal, de lo correcto y lo incorrecto. El mundo tenía una estructura dada por Dios en la que todas las cosas estaban en su orden específico. Todas las cosas tienen significado dentro de este orden estructurado de las cosas. La creación es armoniosa y buena, aunque esté manchada por el pecado del hombre. Dentro de este universo ordenado, el hombre también tiene su lugar específico: puede ser la corona de la creación, pero no es el centro de la misma.
Esta descripción no es en absoluto completa, por supuesto. Era una interpretación muy rica del mundo y del hombre y su vida. Pero las personas del siglo XVII verdaderamente no era mejores que nosotros: eran pecadoras y, con frecuencia, necias. Por ejemplo, su actitud hacia las «brujas» es lo último que defenderíamos, aunque se trataba de una actitud sólo posible con semejante idea del mundo. Y, sobre todo, el hombre del siglo XVII no era diferente de los israelitas del Antiguo Testamento; cuando llegó el momento olvidaron que su sabiduría y grandeza eran dones de Dios. Hicieron lo que Moisés dijo que harían los judíos: Pero engordó Jesurún, y tiró coces […] Entonces abandonó al Dios que lo hizo, y menospreció la Roca de su salvación4.
El cristianismo se fue debilitando de la misma forma. Cada vez había más personas que decían que creían en Dios, pero que ya no actuaban según sus promesas. Trataron de ser morales con sus propias fuerzas y fracasaron. Y el humanismo creció en influencia.
Ésta puede considerarse una manera bastante negativa de presentar el gran movimiento que ha llegado a conocerse como Ilustración. Pero es un punto crucial de nuestra historia. Porque la Ilustración iba a cambiar el mundo. Es un período en el que todavía vivimos hoy, aunque estemos al final. Sus metas se han cumplido. El mundo es diferente. Lo que comenzó en el estudio filosófico está ahora en los corazones y mentes de todo el mundo occidental. Es esencial para nosotros comprenderlo en general para poder apreciar un arte actual concreto o la postura acerca del hombre actual que expresa nuestro arte.


La ciencia

Antes de comentar los principales temas de la Ilustración en términos generales, primero debemos concentrarnos en un área clave, la ciencia, en la que es esencial comparar lo que iba a venir con lo que había antes.
Cuando se predicó el cristianismo en Europa, la cultura y la espiritualidad cambiaron muy profundamente. Si somos conscientes de lo que significa la simple conclusión de la interpretación de Génesis 1 para la idea del hombre acerca de la realidad y su esfuerzo por entenderla, esto nos resultará claro inmediatamente. Génesis 1 dice que Dios creó el mundo y que no hay ser que no haya sido creado. Esto le ha dado al hombre una libertad anteriormente desconocida para investigar. Para el pagano, ya fuere griego o germano, los dioses proporcionaban orden a la realidad. La filosofía natural jónica, por ejemplo, comenzó algo que podría haber evolucionado hacia una filosofía científica parecida a la del siglo XVIII; pero la mayoría de los griegos, que temían semejante impiedad, plantearon objeciones.
Consideremos los rayos, por ejemplo. ¿Qué son? ¿La ira del Dios supremo? ¿Su herramienta o su arma? ¿Podemos investigarlos? Mejor no, puesto que eso podría ser un sacrilegio y resultar peligroso. Los dioses bárbaros, que eran parte del cosmos y de sus principios reguladores, imposibilitaban analizar al mismo tiempo estos principios de forma imparcial. Pero, tan pronto como llegamos a conocer al verdadero Dios, que no forma parte del cosmos sino que es su Creador, entonces todo está abierto a la investigación, porque todo ha sido creado por él. Así que sólo sobre esta base hay libertad para la ciencia.
Más aún, en contraste con los antiguos científicos que siempre estaban en peligro de ser acusados de ir contra el orden «divino», esta libertad cristiana no tiene por qué contradecir la idea de que Dios reina sobre todo el cosmos. La ciencia parte de la presunción de causalidad. Cuando hacemos un experimento, nos preguntamos qué es lo que hizo que algo ocurriera de determinada forma. No hay suceso sin causa, ni causa sin un resultado. Si vemos una piedra moverse, nos preguntamos qué la hizo moverse. Y siempre tratamos de encontrar una causa natural, una causa dentro del orden creado de la realidad. Pero una vez más, esto ni excluye a Dios ni lo justifica.
Elías, por ejemplo, oró a Dios para que lloviera. Pero él sabía, como el hombre ha sabido siempre, que no puede haber lluvia sin nubes. Así que envió a su siervo a la cima de la colina para ver si llegaban las nubes. Orar para que llueva y comprender la regla básica de la causalidad no entran en conflicto. ¿Por qué ha de ser un problema que Jesús caminara sobre las aguas? Si Jesús es Dios y, por tanto, Señor de la creación, no hay razón para preguntarse si podía hacerlo. Esto no contradice a la ciencia. Mantiene la posibilidad de que Dios actúe en el mundo, ya que como Creador puede obrar en su creación. Toda oración parte de esta base que está en el corazón de toda enseñanza bíblica: Dios ha creado y sostiene el mundo, está interesado en su creación y no deja que las cosas sucedan «por casualidad». Cuida del hombre, de su criatura.
Es una pena que pasara mucho tiempo antes de que estos principios fueran percibidos. Quizá habían sido las ideas místicas acerca de la relación del cristianismo con el mundo las que habían apartado a los hombres de interesarse verdaderamente en cuestiones de ciencia (y no podemos pasar por alto circunstancias históricas como las invasiones bárbaras). Así que fue sólo en el siglo XVI, después de la Reforma, cuando la ciencia comenzó verdaderamente su fantástica evolución. Por supuesto, el humanismo tuvo su parte de culpa. Pero hay que decir que sacó partido de la libertad de mirar al mundo que trajo el cristianismo. Muchos de los científicos del siglo XVII fueron de hecho cristianos devotos y nunca pensaron que su actividad minimizara su fe.


La era de la razón

¿Qué sucedió entonces con la Ilustración del siglo XVIII? Como con todos los períodos de cambios profundos y multifacéticos, fue un tiempo de conflicto y de propósitos y pensamientos contradictorios. Sin embargo, como hemos visto, para comprender lo que vendría después es esencial empezar por sus principios básicos. Porque eran principios que todavía nos afectan mucho hoy.
En un sentido, la Ilustración fue el resurgir de los principios del humanismo, que renovaron su fuerza tras la Reforma, cuando el ímpetu del verdadero cristianismo perdió impulso o se retiró a un misticismo que dejó el mundo para que se las arreglara por sí solo. La antigua idea seudocristiana de las dos esferas en la vida humana, la fe y la naturaleza, que se revivió en este tiempo en la teología escolástica de católicos y protestantes, inicialmente hizo más fácil que el humanismo ganara terreno. El resultado inevitable sólo se hizo evidente más tarde, cuando la fe se convirtió en algo apartado de los verdaderos problemas de la cultura, de importancia limitada, sin influencia sobre las cosas que verdaderamente interesaban. Y así, a largo plazo, el lugar del cristianismo empezó a verse nebuloso y muchos perdieron su fe.
Los primeros principios de este nuevo movimiento cultural conocido como era de la razón los desarrollaron en Francia e Inglaterra filósofos como Descartes, Hobbes, Locke, Hume y los enciclopedistas franceses como Diderot. Los tres primeros querían mantener su cristianismo. Descartes hizo su peregrinaje a la Virgen María. Locke escribió un libro muy utilizado en 1695 llamado The Reasonableness of Christianity [Lo razonable del cristianismo] (porque sólo aceptaba la revelación en la medida en que fuera razonable). Encontraba su principal punto de partida en la razón. Dudo de todo—dijo Descartes—; pero de una cosa estoy seguro, de que pienso, luego existo. Así que Dios se hacia innecesario, no había que tenerlo en cuenta. Aunque se hiciera con mucha amabilidad, se le expulsaba. Para la vida personal, en lo relacionado con el cielo y la redención podría ser útil; pero, en la discusión de cuestiones de ciencia y de política, en los grandes asuntos de la organización del mundo, el hombre debía empezar por la razón.
Podemos comprender sus intenciones. La razón o, como ellos la denominaban en el siglo XVIII, el sentido común, es algo que todos los hombres tienen en común. Y todos viven en el mismo mundo utilizando los mismos sentidos. Si comenzamos a partir de aquí, podemos deshacernos de todo lo que parezcan discusiones subjetivas sobre cuestiones religiosas. Y, al fin y al cabo—en esto eran verdaderos humanistas—, el hombre es bueno, y al comenzar por la razón y la percepción, las cosas irán mejor; se conseguirá un mundo mejor y más humano, un mundo en el que el hombre será tolerante con su prójimo en vez de perseguirle.
Al expulsar a Dios de su razonamiento, el resultado bien podía haber sido un escepticismo radical en cuanto a todo. Pero evitaron esto por medio de un profundo optimismo humanista absoluto o dejando de lado las preguntas finales que el hombre suele tener tendencia a plantearse. Lo que no evitaron fue un creciente cambio de énfasis desde lo que era razonable a lo que era racional. La razón del racionalista es como un ídolo; es como el deseo cumplido del Rey Midas: todo lo que toca, cambia y muere, aunque brille y resplandezca. La Reforma nunca había pedido al hombre que aceptara la fe como un salto al vacío, porque la Biblia misma proporciona hechos. La fe y la racionalidad no se excluyen la una a la otra. Pero el racionalismo es algo diferente: significa que no hay nada más en el mundo salvo lo que los sentidos pueden percibir y la razón captar. No existe nada salvo el hecho científico (o la suposición científica). ¿Y Dios? Dios no se deja convencer ni por la percepción sensorial ni por la razón. Por tanto, Dios se deja de lado …
Comenzando con todos los esfuerzos humanos con el hombre, cambió prácticamente todo, aunque tuvo que pasar bastante tiempo antes de que todas las consecuencias se vieran o percibieran (quizá hasta hoy no hemos comenzado a verlas con toda su profundidad y amplitud). En el marco antiguo, el hombre tenía su lugar en un universo grande. Había principios, ideas externas al hombre, igual que había ángeles, demonios y otras fuerzas. En la filosofía, el hombre se esforzó en el campo de la ontología, de la teoría del ser: ¿Cómo se estructuró el mundo? ¿Cuál es el lugar del hombre en él? Pero ahora el problema principal era el de la epistemología, la teoría del conocimiento: ¿Cómo podemos saber? ¿Cómo conseguir el verdadero conocimiento? Locke escribió su Essay concerning human understanding [Ensayo acerca del conocimiento humano] (1960), Hume su Inquiry concerning human understanding [Investigación sobre el conocimiento humano] (1739 y 1748), mientras que Kant hizo de la epistemología la piedra angular de su filosofía. Una y otra vez, el punto principal es el siguiente: Como hombres estamos ante una gran incógnita denominada universo y la única forma de llegar a conocerla es utilizar nuestros sentidos (vista, oído, peso, medida) y utilizar nuestra razón para coordinar las sensaciones o percepciones que tenemos. Por tanto, las ideas externas al hombre ya no son reales ni tienen validez alguna como principios normativos.
Por supuesto, comenzar con el hombre y con la razón significó que, además de Dios (¿quién es?, ¿también una idea?), también muchos otros elementos fueran excluidos de la cosmovisión del hombre. Probablemente los ángeles y los demonios sean sólo supersticiones. Al menos una cosa es segura, no podemos demostrar su existencia: ¿Has visto alguna vez un ángel? Tampoco se pararon a preguntarse si muchas personas de los tiempos bíblicos habían visto ángeles—no eran una experiencia común de cada día en el sentido de ser algo que se veía u oía con frecuencia—; pero en aquel entonces la fe en los tiempos bíblicos no se basaba solamente en la evidencia estadística.
Después los principios, las normas y las leyes también desaparecieron. Si estamos de acuerdo en el principio de no pedir a Dios dirección ni aceptar sus mandamientos, y si decimos que sólo las cosas que se pueden experimentar y razonar son verdaderas, pues entonces, ¿por qué no robar? El hecho de que Dios diera un mandamiento carece de importancia. Así, Hobbes elaboró su «contrato social»: el hombre en el comienzo de la historia, habiendo descubierto que robar hace daño y es un obstáculo para todo el desarrollo humano, decidió que era razonable prohibir que el hombre robara. Esto está bien, por supuesto, pero ¿qué pasa si el hombre (o un grupo de hombres) decidiera mañana, por una votación mayoritaria, que en la situación presente es más razonable robar? El principio de la Ilustración excluye la posibilidad de tener normas verdaderas o principios básicos. Por tanto, hay que dejar de lado el bien y el mal como parte de la realidad genuina, en el mejor de los casos se pueden considerar evaluaciones humanas subjetivas del comportamiento.
Pero, en un sentido, el hombre también desaparece. Diderot escribió en su famosa Enciclopedia (1752–72) bajo el término «Hombre» que parece estar por encima de otros animales … El hombre es en realidad sólo un animal, ¿Quién es capaz de ver alguna diferencia básica? Si continuamos leyendo y apreciamos el espíritu con el que se escribieron frases semejantes, veremos que se reduce a esto: no existe diferencia de base entre el hombre, los animales, las plantas y las cosas. Esto era lo que afirmaba un credo, por supuesto, abiertamente anticristiano, pero una creencia sin pruebas de ninguna clase. Por tanto, se pidió a las ciencias que proporcionaran pruebas y otorgaran una base sólida. La ciencia aceptó la nueva tarea y, con la teoría de la evolución, parece haberlo «probado» finalmente, porque al examinar el posible mecanismo del cambio evolucionista parece que no hay necesidad de un Dios, de un Creador, tras la realidad natural. La ciencia se convirtió en cientificismo. La evolución fue desde sus mismos comienzos evolucionismo; más que sólo una teoría científica era una filosofía con sus propios dogmas anticristianos o al menos no cristianos. De esta forma, la existencia humana se igualó a la realidad natural, biológica o física y la nueva ciencia trató de proporcionar a esta idea un fundamento con hechos. Pero sólo eran hechos naturalistas de los cuales, siguiendo el principio de la uniformidad, todo lo que va más allá de lo natural, todo lo que no se puede percibir por los sentidos, todo lo que no entra en la razón de los racionalistas, queda excluido.
Por tanto, el hombre se convirtió en «natural» y perdió su lugar particular en el cosmos. Perdió su humanidad. ¿Qué significa eso? Si el hombre es sólo otro animal, por ejemplo, ¿entonces qué es «el amor»? Tras un gran avance, la respuesta llegó fuerte y clara: Libido. Lujuria. El amor es en realidad sólo sexo. Todo lo que parece ser más es «en realidad» sublimación, una bonita fachada para esconder los verdaderos instintos. El sexo se puede ver y experimentar. ¿Pero el amor?
Debemos estar siempre en guardia cuando escuchamos la palabra «en realidad» utilizada de esta forma. ¡La mayoría de las veces significa que se anula una cualidad esencial! Porque la nueva ciencia, a la que debemos llamar ciencia mecanicista, se convirtió en una clase de «revelación», la única forma de conseguir verdadero conocimiento. Todas las cosas son en realidad sólo cosas naturales, animales, plantas, materia sin vida. No existen diferencias básicas para el ojo científico. La ciencia se ha convertido en la revelación del nuevo mundo y el hombre se aferra supersticiosamente a la palabra científica como fiel a la realidad. Pero se trata de una realidad reducida.
El siglo XIX—y también el XX—se ha afanado por establecer los nuevos principios. El resultado ha sido un démasqué en el que muchas cosas consideradas sagradas o profundas se rebajan a lo que en realidad son: sexo, lujuria, poder, supervivencia de los más aptos, un instinto o una voluntad de supervivencia. La vida misma, a pesar del variado y profundo significado que tenía en el lenguaje bíblico—la plenitud del hombre, su verdadera humanidad, su obra, sus sueños y metas, de manera que Cristo mismo pudo decir que él era la Vida—, se convirtió en nada más que vida biológica, el latir del corazón, los impulsos sexuales, la búsqueda de comida y bebida. Podemos comprender al hombre que, al final, preguntaba recientemente en uno de los panfletos clandestinos: ¿Hay vida antes de la muerte?


El hombre en la caja

La ciencia había sido una forma de percibir la estructura de la realidad, la forma en que está construido este mundo, una forma de descubrir la grandeza de la creación de Dios. Pero después fue elevada por los racionalistas a herramienta para conocer toda la verdad, el fundamento de todo el conocimiento. Pero el mundo ya no estaba abierto a un Dios trascendente. Se había convertido en una caja cerrada y el hombre estaba cautivo en esa caja. El contenido de la caja era la única verdadera realidad permitida para los hombres de la era de la razón, las cosas que se podían comprender por medio de la razón racionalista y la ciencia mecanicista, junto con el sueño del nuevo mundo que había comenzado a construirse. Lo que ya hemos denominado «cientificismo» era esta fe en la razón, con la ciencia como una clase de revelación. El mundo que estaban construyendo era una tecnocracia, la verdad científica puesta en práctica.
Pasó mucho tiempo antes de que todo esto se desarrollara plenamente. Puede que nunca lo haga completamente, porque la verdadera realidad, que es más que naturaleza naturalista, no se puede pasar por alto. Llevó mucho tiempo que los métodos científicos que se utilizaban con tan gran éxito en las ciencias naturales y en la tecnología se aplicaran a otros campos del desarrollo humano, a la economía, sociología y pronto también, por medio de Freud y otros, a la psicología. Entonces el hombre quedó verdaderamente capturado en la caja, como un objeto determinado por leyes naturales que debía ser estudiado por la ciencia con métodos científicos y nada más. El cientificismo era casi una nueva religión: el hombre en realidad no era diferente de los animales, las plantas y las cosas. Y, al parecer, Darwin proporcionó la prueba definitiva al descubrir el mecanismo de la selección natural, de la visión evolucionista de lo que el hombre es en realidad y en lo que podría convertirse.
El mundo en el que vivimos está construido sobre estos principios. Todavía controla al hombre. El cientificismo sigue siendo el camino por el que el hombre espera conseguir un mundo mejor. Es, y será, un mundo tecnócrata, puesto que la tecnocracia, que incluye al hombre, también está en su corazón. El hombre ya no es un ser humano que compra cosas; no, es un consumidor. Se ha convertido en una pequeña rueda en la gran máquina, una unidad en las estadísticas sociales, una oscilación electrónica en el ordenador.
Veremos más adelante lo que esto significa cuando comentemos el arte moderno. Pero al pensar en el proceso por el cual el hombre se ha convertido en lo que Marcuse ha denominado «un hombre dimensional», hay una cosa que nunca debemos olvidar. El hombre siempre seguirá siendo humano, porque no puede cambiar su propio ser creado, independientemente de lo que piense de sí mismo. Nunca puede alejarse del lugar que le fue asignado en la amplitud del universo creado. Esto significa que el hombre nunca puede ser feliz con el hecho de estar «cautivo en la caja». Sabe que en realidad es más que un átomo o un animal enjaulado. Y, por tanto, desea escapar de la caja, aunque los principios de su propia filosofía le nieguen la posibilidad de hacerlo. Sólo puede protestar contra la deshumanización de la sociedad actual, el sistema …
Los existencialistas de nuestro siglo han sido los filósofos que han enseñado profundamente acerca de esta condición humana. Y ellos le han dicho al hombre que salte fuera de la caja, siguiendo a aquellos grandes hombres del siglo XIX como Kierkegaard, los románticos o algunos de los grandes artistas como Baudelaire o los pintores cubistas. Le han dicho al hombre: sal de la caja, eres más que materia, más de lo que te dice la ciencia naturalista. En realidad eres humano si trasciendes tu condición humana, tu destino de estar en la caja. Por supuesto, esta realidad está por encima de la realidad, tiene que ser irracional; porque el racionalismo es el principio fundamental de la caja y la irracionalidad significa lo irrazonable, lo que no se puede discutir, lo que no entiende ni la razón ni la ciencia.
Por muchas razones, al arte se le ha asignado el papel de la revelación de este orden existencial que está por encima de la tecnocracia y que se aparta de ella. Pero, antes de mostrar cómo funciona, debemos esperar hasta que hayamos avanzado un poco en nuestro argumento. Llegados a este punto, debemos volver a la evolución del arte moderno y la génesis de estos principios básicos. Debemos volver del trasfondo, de los principios de la Ilustración, a sus consecuencias.
 
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