Mostrando entradas con la etiqueta deidad de Jesús. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta deidad de Jesús. Mostrar todas las entradas

martes, 16 de febrero de 2016

Toda la plenitud de la Deidad reside corporalmente en Jesús

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6
A SU NOMBRE ¡¡¡GLORIA!!!




LA DEIDAD DE JESÚS


CUESTIONANDO Y RESPONDIENDO LA DEIDAD DE JESUCRISTO

¿Es verdad que Jesús es Dios? ¿Cómo podemos estar seguros? ¿Cómo podemos saber que una persona concreta es, por ejemplo, el Presidente de los EE.UU. en lugar de un impostor? Básicamente, hay tres formas de averiguar la verdad. 

En primer lugar, porque disfruta de un estatus y de unos privilegios reservados a los presidentes, como por ejemplo vivir en la Casa Blanca o viajar en el avión presidencial. 

En segundo lugar, realiza varias funciones que corresponden exclusivamente a la presidencia, como pronunciar el discurso del Estado de la Unión, o asumir el rol de Comandante en Jefe. 

En tercer lugar, la gente se dirige a él como “Señor Presidente”, y sus conciudadanos le llaman “el Presidente”. 

Lo mismo ocurre en el caso de Jesús. Podemos saber que es Dios viendo si cumple estos tres elementos: 
- si disfruta de un estatus divino; 
- si realiza varias funciones que corresponden exclusivamente a Dios; y 
- si la gente le llama “Dios”. 

Estas tres categorías son las que vamos a tener en cuenta para considerar la posición del Nuevo Testamento en torno a la deidad de Jesucristo: el estatus divino que Jesús mismo se atribuyó y que la gente le dio, las funciones divinas que realizó, y el título divino “Dios” que recibió.


  I.      Estatus divino que Jesús mismo se atribuyó, y que la gente le dio

A. En relación con Dios el Padre…

    1.      JESÚS POSEE LOS ATRIBUTOS DIVINOS

Hay un versículo del Nuevo Testamento que explica mejor que ningún otro que todos los atributos divinos se encuentran en Jesús: “Toda la plenitud de la Deidad reside corporalmente en Jesús” (Col. 2:9). Pablo no solo dice “la plenitud de la Deidad”, sino “toda la plenitud de la Deidad”. Deja claro que no le falta ningún elemento de esa plenitud. Todas las características de Dios residen en Cristo, lo cual incluye tanto la naturaleza de Dios como sus atributos. 

En el texto griego el verbo “residir” (tiempo presente) y el adverbio que hemos traducido por “corporalmente” no aparecen el uno al lado del otro, lo que sugiere que se están haciendo dos afirmaciones distintas: que toda la plenitud de Dios reside en Cristo eternamente y que esa plenitud reside ahora de forma permanente en Cristo de forma corporal. Así, Pablo expresa tanto la deidad eterna como la humanidad permanente de Cristo.

En cuanto a los atributos concretos, varios pasajes reflejan que antes y después de su vida en la Tierra Jesús es Omnisciente (Jn. 21:17; Hch. 1:24), Omnipresente (Ef. 4:10), e Inmutable (He. 13:8). Además, durante su vida en la Tierra no tuvo pecado y fue Santo (Hch. 3:14; 2 Co. 5:21; He. 4:15; 7:26; 1 P. 2:22; 1 Jn. 3:5), del mismo modo que Dios el Padre es Santo (Lv. 19:2; Is. 6:3; 57:15).


    2.      JESÚS EXISTE ETERNAMENTE

Hay dos versículos que hablan de la existencia o la actividad de Cristo antes de la Encarnación:

  Esto dijo Isaías porque vio su gloria, y habló de Él (Jn. 12:41; ver Is. 6:1–3)

  Y todos [los israelitas] bebieron de una roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo (1 Co. 10:4)

También hay muchos pasajes que hablan de que el Padre envió a su Hijo al mundo (p. ej., Jn. 3:17; Ro. 8:3; Gá. 4:4; 1 Jn. 4:9) o de que el Hijo vino al mundo (p. ej., Jn. 1:9; 2 Co. 8:9) o de que se ha manifestado en la Tierra (p. ej., He. 9:26; 1 P. 1:20); todos estos versículos dan por sentado su preexistencia.
Otros versículos afirman que Cristo existía antes de la Creación:

  En el principio existía el Verbo (Jn. 1:1)

  Y ahora, glorifícame Tú, Padre, junto a ti, con la gloria que tenía contigo antes que el mundo existiera (Jn. 17:5)

  En los últimos días [Dios] nos ha hablado por su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas, por medio de quien hizo también el Universo (He. 1:2)

Estos versículos apuntan a la preexistencia eterna de Jesús, aunque no la afirmen explícitamente. La forma más explícita en la que el Nuevo Testamento se expresa en cuanto a esta verdad es usando el tiempo presente atemporal:

  Nadie ha visto jamás a Dios; el unigénito Dios, que está en el seno del Padre, Él le ha dado a conocer (Jn. 1:18)

  Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: antes que Abraham naciera, yo soy” (Jn. 8:58; cf. Éx. 3:14)

  [Cristo], aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse (Fil. 2:6)

  Él es antes de todas las cosas (Col. 1:17)

  Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos (He. 13:8; el verbo en tiempo presente está elidido en el texto griego)


    3.      JESÚS ES IGUAL EN DIGNIDAD

La oración del rey David después de haber ofrecido su fortuna personal para la construcción del templo es el ejemplo más claro de todo el Antiguo Testamento sobre la dignidad consumada del Dios de Israel:

  Tuya es, oh Señor, la grandeza y el poder
  y la gloria y la victoria y la majestad,
  en verdad, todo lo que hay en los cielos y en la Tierra;
  tuyo es el dominio oh, Señor,
  y Tú te exaltas como Soberano sobre todo (1 Cr. 29:11)

Pero el Nuevo Testamento le otorga a Jesús la misma dignidad que al Dios de Israel. Juan recoge las palabras de Jesús mismo, cuando éste dijo: “Porque ni aún el Padre juzga a nadie, sino que todo juicio se lo ha confiado al Hijo, para que todos honren al Hijo así como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió” (Jn. 5:22–23). Y en el mismo sentido, encontramos que tanto el Padre como el Hijo poseen:

  a. el nombre divino: “bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28:19)

  b. nombres específicos:

    Señor
      para Dios (Éx. 6:2; Is. 45:5)
          para Jesús (Hch. 2:36; 1 Co. 12:3)
    Señor de señores
      para Dios (Dt. 10:17; Sal. 136:3)
          para Jesús (Ap. 17:14; 19:16)
    Pastor
      para Dios (Sal. 23:1; Ez. 34:11–31)
          para Jesús (Jn. 10:11–16; He. 13:20; 1 P. 5:4)
    Alfa y Omega
      para Dios (Ap. 1:8; 21:6)
          para Jesús (Ap. 22:13; cf. 1:17)

  c. el Espíritu (Ro. 8:9)
  d. el Reino (Ef. 5:5; Ap. 11:15)
  e. el Trono (Ap. 22:1, 3)


    4.      JESÚS ES UNIVERSALMENTE SUPREMO

Una de las ideas que más se repite en el Antiguo Testamento aparece resumida en las siguientes palabras del salmista: “Porque Tú eres el Señor, el Altísimo sobre toda la tierra, muy excelso sobre todos los dioses” (Sal. 97:9). Los primeros cristianos le atribuyeron a Jesús la misma supremacía universal. Pedro afirma que Jesús “está a la diestra de Dios, habiendo subido al Cielo después de que le habían sido sometidos ángeles, autoridades y potestades” (1 P. 3:22). Pablo dice que “Cristo murió y resucitó, para ser Señor tanto de los muertos como de los vivos” (Ro. 14:9). Y Juan observa que Jesús es “el Soberano de los reyes de la Tierra” (Ap. 1:5). Pero Jesús no es soberano solo sobre los seres celestiales y los seres terrenales, vivos o muertos. Gobierna y tiene autoridad sobre todo el Universo, animado o inanimado. Él está “sobre todas las cosas” (Ro. 9:5) y “es antes de todas las cosas” (Col. 1:17) por lo que al tiempo y al estatus se refiere. En estos dos versículos, la palabra griega que nosotros traducimos por “todas” es ambigua, ya que puede ser masculino (“todos los seres humanos”) o neutro (“todas las cosas”, animadas o inanimadas). Y lo más probable es que la interpretación más acertada sea la segunda.
Encontramos todos estos énfasis recogidos en Efesios 1:20–22:

  [el poder de Dios], el cual obró en Cristo cuando le resucitó de entre los muertos y le sentó a su diestra en los lugares celestiales, muy por encima de todo principado, autoridad, poder, dominio y de todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero. Y sometió todo bajo sus pies, y a Él lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia.


    5.      JESÚS ES LA REVELACIÓN PERFECTA DE DIOS

La tradición cristiana recoge la creencia de que a Dios nadie le ha visto; de hecho, nadie le puede ver, pues es invisible (1 Ti. 1:17; 6:16; 1 Jn. 4:12). Pero el cristiano también tiene la convicción de que, en Cristo, Dios el Padre se ha manifestado de forma perfecta. En Jesucristo podemos ver de forma completa y exacta la naturaleza invisible de Dios:

  Nadie ha visto a Dios jamás. El Hijo unigénito, que es Dios mismo y reside en el corazón del Padre, Él le ha dado a conocer (Jn. 1:18, traducción del autor)

El único cualificado para revelar al Padre de forma personal y completa es su Hijo, pues comparte su naturaleza divina (Jn. 1:1). El verbo compuesto que Juan usa (exegesato, “ha dado a conocer”) evoca la perfecta revelación que Dios ha efectuado, al elegir manifestarse en Cristo. Cuando Felipe le pide a Jesús: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (Jn. 14:8), éste respondió: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn. 14:9).
El apóstol Juan no es el único que describe este aspecto de la persona de Jesús. Pablo se refiere a Él como “la imagen del Dios invisible” (col. 1:15). Es decir, Él es la expresión visible y exacta de un Dios que nadie ha visto y que nadie puede ver. Asimismo, el autor de Hebreos declara: “el Hijo es el resplandor de su gloria y la expresión exacta de su naturaleza” (He. 1:3). Los dos términos griegos clave de este versículo tienen mucha fuerza. Apaugasma (“resplandor”) describe a Cristo como el “brillo” o el “destello” de la gloria inherente de Dios el Padre. Charakter (“expresión exacta”) habla de que Cristo es la expresión perfecta de la naturaleza de Dios, una expresión que coincide de forma impecable con el carácter de Dios.


    6.      JESÚS ES LA REPRESENTACIÓN DE LA VERDAD

En todo el Antiguo Testamento se describe al Señor como “el Dios de verdad” (p. ej., Sal. 31:5; Is. 65:16). Entre otras cosas, esta expresión implica que su carácter es recto e íntegro, se puede confiar en su palabra, y sus acciones son coherentes.
Juan y la iglesia primitiva reconocían a Jesús como “la luz verdadera que, al venir al mundo, alumbra a todo hombre” (Jn. 1:9), como “el pan verdadero” “que baja del cielo y da vida al mundo” (Jn. 6:32–33), y como “la vid verdadera” que nutre las ramas y hace que éstas den fruto (Jn. 15:1, 4). Además, entendieron que, como Jesús era el enviado de Dios (Hch. 4:27; 10:38), lo que enseñaba sobre Dios correspondía con la realidad y era totalmente fiable (Mt. 22:16; Lc. 20:21; Jn. 8:30, 45). Pero la cuestión no es solo que Jesús hablara la verdad o que fuera el transmisor de la verdad (Jn. 1:17). En dos grandes afirmaciones Juan declara que Jesús “está lleno de verdad” (Jn. 1:14) y que, de hecho, Él mismo “es la verdad” (Jn. 14:6). Él personifica la verdad que lleva a Dios y entrega la vida eterna: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida” (Jn. 14:6).


B. En relación con los seres humanos…

    1.      JESÚS RECIBE LA ALABANZA Y LA ADORACIÓN

En el siglo I dC., los religiosos judíos recitaban Deuteronomio 6:4 (la shemá) dos veces al día, por la mañana y al atardecer: “Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor, uno es”. Esta confesión de fe afirma que solo hay un Dios, que es único en el Universo. Pero también recoge que Dios es el único que merece adoración; adorar a la criatura en lugar de adorar al Creador es blasfemia. Los primeros cristianos compartían este mismo sentido de repulsa ante la idea de adorar al ser humano. Cuando los habitantes de Listra intentaron ofrecer sacrificios a Bernabé y a Pablo, los apóstoles “rasgaron sus ropas y se lanzaron en medio de la multitud gritando y diciendo: Varones, ¿por qué hacéis estas cosas? Nosotros también somos hombres como vosotros” (Hch. 14:14–15). Rechazaban incluso la adoración a los ángeles. Cuando el apóstol Juan cayó a los pies de un ángel para adorarle, recibió una amonestación bien clara: “No hagas eso… ¡Adora a Dios!” (Ap. 19:10).
Partiendo de este trasfondo, debemos tener en cuenta dos momentos diferentes, pero igual de extraordinarios. En primer lugar, cuando Jesús estaba en la Tierra, recibió la alabanza y la adoración que la gente le rendía sin amonestarles por actuar de esa manera:

  Entonces todos los que estaban en la barca le adoraron, diciendo: “En verdad eres Hijo de Dios” (Mt. 14:33)

  Pero cuando los principales sacerdotes y los escribas vieron las maravillas que Jesús había hecho, y a los muchachos que gritaban en el templo: “¡Hosanna al Hijo de David!” se indignaron. Y le dijeron: “¿Oyes lo que éstos dicen?” Y Jesús les respondió: “Sí, ¿nunca habéis leído ‘de la boca de los pequeños y de los niños de pecho te has preparado alabanza’?” (Mt. 21:15–16)

  Y he aquí que Jesús les salió al encuentro [de las mujeres], diciendo: “¡Salve!”. Y ellas, acercándose, abrazaron sus pies y le adoraron (Mt. 28:9)

  Cuando [los once discípulos] le vieron, le adoraron; mas algunos dudaron (Mt. 28:17)

  Respondió Tomás y le dijo: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn. 20:28; cf. 5:22–23)

En segundo lugar, cuando Jesús ya está de nuevo en los Cielos como Señor exaltado, la alabanza y la adoración a Él aún es más intensa:

  Cantad y alabad con vuestro corazón al Señor (Ef. 5:19)

  Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en el Cielo, y en la Tierra, y debajo de la Tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Fil. 2:9–11)

  Cuando [el Cordero] tomó el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero; … Y cantaban un cántico nuevo, diciendo: “Digno eres …”. Y [muchos ángeles] decían a gran voz: “El Cordero …, digno es”. Y toda cosa creada que está en el Cielo, sobre la Tierra, debajo de la tierra y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: “Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el dominio por los siglos de los siglos”. Los cuatros seres vivientes decían: “Amén”. Y los ancianos se postraron y adoraron (Ap. 5:8–9, 12–14)

Todos estos pasajes del Nuevo Testamento justifican la observación de J. R.W. Stott: “Nadie puede llamarse a sí mismo cristiano si no adora a Jesús. Si no es Dios, adorarle es idolatría; pero si es Dios, no adorarle es apostasía”.


    2.      JESÚS RECIBE ORACIONES

  Todas las oraciones formales recogidas en el Nuevo Testamento están dirigidas a Dios el Padre. Pero en alguna ocasión vemos grupos de cristianos que oraban dirigiéndose a Jesús:

  Y orando, dijeron: “Tú, Señor, que conoces el corazón de todos, muéstranos a cuál de esos dos has escogido [cf. 1:2] para ocupar este ministerio y apostolado” (Hch. 1:24–25)

  “Ala iglesia de Dios que está en Corinto, a los que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con todos los que en cualquier parte invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro (1 Co. 1:2; cf. Ro. 10:13, citando Joel 2:32)

  Si alguno no ama al Señor, sea anatema. ¡Ven, Señor! (1 Co. 16:22)

  El que testifica de estas cosas dice: “Sí, vengo pronto”. Amén. Ven, Señor Jesús (Ap. 22:20)

Además, también encontramos personas que, de forma individual, oraban a Jesús:

  Y mientras apedreaban a Esteban, él invocaba al Señor y decía: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Y cayendo de rodillas, clamó en alta voz: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hch. 7:59–60)

  Había en Damasco un cierto discípulo llamado Ananías; y el Señor le dijo en una visión: “¡Ananías!”. Y él dijo: “Heme aquí, Señor”… Ananías respondió: “Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuánto mal ha hecho a tus santos en Jerusalén” (Hch. 9:10, 13; cf. 9:15–17)

  Y aconteció que cuando regresé a Jerusalén y me hallaba orando en el templo, caí en un éxtasis, y vi al Señor que me decía… Y yo dije: “Señor, ellos saben bien que en una sinagoga tras otra, yo encarcelaba y azotaba a los que creían en ti” (Hch. 22:17–19)

  Acerca de esto, tres veces he rogado al Señor para que quitara [el aguijón de la carne] de mí (2 Co. 12:8)

Los seres humanos solo orarían pidiendo salvación, perdón, que les libre del mal, sanidad, misericordia, guía o protección y seguridad después de la muerte a alguien que fuera divino.


    3.      JESÚS ES EL OBJETO DE LA FE QUE SALVA

Una de las ideas más recurrentes del Antiguo Testamento es la que aparece en las siguientes expresiones: “la salvación es del Señor” (Jn. 2:9); “Solo Él es … mi salvación” (Sal. 62:2, 6); “mi salvación y mi gloria descansan en Dios” (Sal. 62:7). Sin embargo, el Nuevo Testamento añade a la fe salvífica un objeto más:

  Creed en Dios, creed también en mí (Jn. 14:1)

  De éste [Jesús] dan testimonio todos los profetas, de que por su nombre, todo el que cree en Él recibe el perdón de los pecados (Hch. 10:43)

  Cree en el Señor Jesús, y serás salvo (Hch. 16:31)

  Porque no hay distinción entre judío y griego, pues el mismo Señor [Jesús; ver v. 9] es Señor de todos, abundando en riquezas para todos los que le invocan; porque: “Todo aquel que invoque el nombre del Señor será salvo” (Ro. 10:12–13)

De hecho, en el Nuevo Testamento, pocas veces se menciona a Dios mismo como el objeto de la fe (solo en doce ocasiones). Esto no es porque Jesús haya relegado a Dios el Padre, sino porque Cristo es Aquel por el que Dios nos salva. No se trata de una cuestión de competencia, o de tener que decidir creer en uno o en otro. La razón por la que Jesús es un objeto legítimo en el cual depositar nuestra fe es la siguiente: Él es completamente divino, e intrínsecamente tiene la misma naturaleza y los mismos atributos que Dios.


    4.      JESÚS ES FUENTE DE BENDICIÓN JUNTO CON DIOS

Al comienzo de todas las epístolas de Pablo encontramos una salutación que acaba con la siguiente fórmula: “Gracia y paz de Dios Padre y del Señor Jesucristo”. El apóstol no está diciendo que la Gracia y la Paz emanan de dos fuentes diferentes, una divina y otra humana; véase que la preposición “de” (en griego) no vuelve a aparecer delante de “el Señor Jesucristo”, sino que Padre e Hijo juntos constituyen una fuente única. De ningún otro ser humano se puede decir que es, junto con Dios, una fuente de bendición espiritual. Pablo solo podía expresarse así si Jesús era realmente completamente divino.

Hay dos pasajes de las epístolas a los Tesalonicenses que expresan esta conclusión teológica de forma muy clara:

  Ahora, pues, que el mismo Dios y Padre nuestro, y Jesús nuestro Señor, dirijan nuestro camino a vosotros (1 Ts. 3:11)

Aquí encontramos dos sujetos (Dios y Jesús), pero sin embargo, solo aparece un verbo (dirijan) y, en griego, ¡está en singular! Esto no demuestra que Pablo igualara a Dios con Jesús, como si se tratara de la misma persona, pero sí apunta a que aceptaba la deidad de Jesús y creía que esa acción provenía de una sola fuente.

  Y que nuestro Señor Jesucristo mismo, y Dios nuestro Padre, que nos amó y nos dio consuelo eterno y buena esperanza por gracia, consuele vuestros corazones y os afirme en toda obra y palabra buena (2 Ts. 2:16–17)

En griego, los verbos que aquí aparecen en cursiva están en singular, aunque estén precedidos por un sujeto doble. Es posible que los cuatro verbos se refieran solamente al Padre, pero a la luz del paralelo tan cercano que acabamos de considerar, 1 Ts. 3:11 (donde el orden de los sujetos es el contrario), es mucho más probable que una vez más Pablo esté presentando al Padre y al Hijo como un solo sujeto, dado que Jesús es divino.


    5.      JESÚS ES EL OBJETO DE LAS DOXOLOGÍAS

Una doxología es una atribución: forma de alabanza, honor y gloria, o una bendición dirigida a una persona divina, nunca a una figura humana. Las doxologías del Nuevo Testamento normalmente están dirigidas a Dios, en ocasiones “por medio de Cristo”.8 Pero encontramos, al menos, cuatro doxologías dirigidas directamente a Cristo:

  El Señor [Jesús] me librará de toda obra mala y me traerá a salvo a su reino celestial. A Él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén (2 Ti. 4:18)

  Antes bien, creced en la Gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A Él sea la gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén (2 P. 3:18)

  Al que nos ama y nos libertó de nuestros pecados con su sangre, e hizo de nosotros un reino y sacerdotes para su Dios y Padre, a Él sea la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén. (Ap. 1:5–6)

  Y a toda cosa creada que está en el Cielo, sobre la Tierra, debajo de la Tierra y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: “Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el dominio por los siglos de los siglos” (Ap. 5:13)

Todos estos pasajes neotestamentarios dejan bien claro que los primeros cristianos creían que Jesús de Nazaret tenía la misma naturaleza que el Dios de Abraham, de Isaac y Jacob. Pero la idea de naturaleza, de estatus, suele ser una idea o concepto estático. ¿Qué indicaciones encontramos en el Nuevo Testamento de que Jesús actuó y actúa igual que Dios? ¿Qué funciones dinámicas de las que Jesús realiza prueban que es inherentemente divino?


  II.      Funciones divinas que Jesús desempeña

A. En relación con el Universo…

    1.      JESÚS ES EL CREADOR

En el Antiguo Testamento, a Dios se le presenta como el Creador de todo el Universo, animado o inanimado, y como el que sostiene constantemente lo que ha creado. Dos salmos ilustran el doble papel de Dios, el de Creador y Sustentador de todo:

Desde la Antigüedad tú fundaste la Tierra,
  y los cielos son la obra de tus manos (Sal. 102:25)

  ¡Cuán numerosas son tus obras, oh Señor!
  Con sabiduría las has hecho todas:
  llena está la Tierra de tus posesiones …
  Todas ellas esperan en ti,
  para que les des comida a su tiempo …
  Cuando envías tu Espíritu, son creadas,
  Y renuevas la faz de la Tierra (Sal. 104:24, 27, 30)

En el Nuevo Testamento volvemos a encontrar este énfasis en la obra creadora y sustentadora de Dios (Hch. 17:24–25, 28; Ro. 11:36; He. 2:10).
No obstante, en el prólogo del cuarto evangelio, Juan dice que “por medio de Él [el verbo eterno] todas las cosas fueron hechas; y sin Él, nada de los que ha sido hecho, fue hecho” (Jn. 1:39. La palabra griega que traducimos por “todas las cosas” (panta) habla de la multiplicidad y diversidad de la Creación. Por otro lado, en Colosenses 1:16 la expresión griega que se usa para referirse a “todas las cosas” (ta panta) significa “todas las cosas de forma colectiva”, es decir, el énfasis está en la realidad total o completa: “Porque en Él fueron creadas todas las cosas, tanto en los cielos como en la Tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos o dominios o poderes o autoridades; todas las cosas han sido creadas por medio de Él y para Él” (traducción del autor). En este versículo podemos ver dos cuestiones interesantes. En primer lugar, el sintagma preposicional “en Él” indica que en la misma persona de Cristo reside la energía creadora que produjo el Universo. Juan solo dice que “en Él estaba la vida” (Jn. 1:4), pero Pedro añade que Él es “el autor de la vida” (Hch. 3:15). Y en segundo, Pablo hace una distinción muy sutil entre los dos tiempos verbales que usa al hablar de la Creación (ektisthē … ektstai). Voy a parafrasear el versículo, para que la distinción se vea de forma más clara:

  En su persona fueron una vez creadas todas las cosas, tanto en los cielos como en la Tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos o dominios o poderes o autoridades; todas estas cosas fueron creadas, y ahora existen, por Él y para Él.

El Universo tiene una relación continua con Cristo, lo cual nos lleva directamente al siguiente punto.


    2.      JESÚS ES EL SUSTENTADOR

El Universo no solo le debe a Jesús su existencia, sino que también le debe su consistencia o coherencia. Pablo dice que “En Él todas las cosas permanecen o subsisten” (Col. 1:17). Lo que Cristo creó en el pasado ahora lo sostiene en un orden, una estabilidad y una productividad permanentes. Él es la fuente de la unidad y la cohesión de todo el Universo. Este concepto dual de la Creación y de su mantenimiento aparece como ya hemos visto en Colosenses 1, y también en Hebreos 1:

  [el Hijo de Dios], a quien [Dios] constituyó heredero de todas las cosas, por medio de quien hizo también el Universo. Él es el resplandor de su gloria y la expresión exacta de su naturaleza, y sostiene todas las cosas por la palabra de su poder (He. 1:2–3)

Por la misma palabra de poder que creó el Universo, Jesús continúa sosteniendo y dirigiendo todo el orden creado.


B. En relación con los seres humanos…

    1.      JESÚS ENSEÑÓ Y SANÓ CON AUTORIDAD

En el Evangelio de Mateo se dice dos veces que Jesús iba por las ciudades y aldeas de Galilea “enseñando en sus sinagogas, y proclamando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia” (Mt. 4:23; 9:35). Estos dos versículos están colocados en el Evangelio de forma concienzuda, pues son (por el recurso literario llamado inclusio) un ejemplo clásico de la enseñanza de Jesús en el Sermón del Monte (caps. 5–7) y un ejemplo ilustrativo de las curaciones de Jesús (caps. 8–9). Es cierto que los doce discípulos de Jesús fueron enviados a “sanar toda enfermedad y toda dolencia” (Mt. 10:1) y a enseñar (Mt. 28:20), pero la diferencia con Jesús es que ellos recibieron la autorización y el poder para hacer esas cosas de Jesús mismo. Como en el caso del cojo que se sentaba a la puerta del templo de Jerusalén, el poder de los apóstoles para sanar provenía de Jesús. Pedro dijo: “No tengo plata ni oro, mas lo que tengo, te doy: en el nombre de Jesucristo el nazareno, ¡anda!” (Hch. 3:6; cf. 4:10). Lo mismo ocurrió en Lida, donde Pedro le dijo a Eneas el paralítico: “Jesucristo te sana; levántate, y haz tu cama” (Hch. 9:34). Y lo mismo podemos decir de la enseñanza de los apóstoles. Su poder se debe a dos hechos: fueron a enseñar enviados por Jesús, quien había recibido “toda autoridad en el Cielo y en la Tierra” (Mt. 28:18), y Jesús les dijo que lo que debían enseñar a sus discípulos de todas las naciones era a obedecer todo lo que él les había mandado (Mt. 28:20), es decir, “las buenas nuevas del reino” que giraban en torno a Él y a su sacrificio en la cruz. Era un mensaje poderoso debido a la fuente de la que emanaba, y debido a su contenido.
Por eso, no es de extrañar que los contemporáneos de Jesús se admiraran al escucharle enseñar y al verle sanar a la gente, pues realizar repetidas curaciones de forma instantánea y enseñar con aquella autoridad eran casi prueba infalible de que aquel maestro y curandero tenía un poder superior al de cualquier ser humano: “Y se admiraban de su enseñanza: porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mr. 1:22; cf. Mt. 7:28). Mientras que los rabinos de la época habían estudiado mucho tiempo y transmitían las tradiciones que habían heredado, este maestro galileo enseñaba apoyándose en la autoridad de su persona como “el Santo de Dios” (Mr. 1:24). Como Él mismo expresó más adelante, “Los cielos y la tierra pasarán, pero mi palabra no pasará” (Mr. 13:31). La gente también se admiraba o sorprendía al ver las curaciones que Jesús realizaba. Después de ordenarle al paralítico de Capernaúm que se levantara, “al instante se levantó delante de ellos, tomó la camilla en que había estado acostado, y se fue a su casa glorificando a Dios. Y el asombro se apoderó de todos y glorificaban a Dios, y decían: ‘Hoy hemos visto cosas extraordinarias’ ” (Lc. 5:25–26). Mateo recoge que las multitudes “se llenaron de asombro, y glorificaron a Dios, que había dado tal poder (o autoridad) a los hombres” (Mt. 9:8).


    2.      JESÚS DIO EL ESPÍRITU

Según el pensamiento del Antiguo Testamento, la nueva era llegaría cuando Dios enviara su Espíritu, derramándolo sobre los hombres:

  Y sucederá que después de esto,
  derramaré mi Espíritu sobre toda carne;
  y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán,
  vuestros ancianos soñarán sueños,
  vuestros jóvenes verán visiones.
  Y aun sobre los siervos y las siervas
  Derramaré mi Espíritu en esos días (Joel 2:28–29)

Pedro reconoció que esta profecía se había cumplido en Pentecostés, ya que cita este pasaje al principio de su sermón en el día de Pentecostés, sustituyendo la expresión “después de esto” por “en los últimos días”, y añadiendo “dice Dios”. Está claro que la entrega del Espíritu es una función exclusivamente divina. No obstante, en el mismo sermón, Pedro explica que Jesús, resucitado a la vida y exaltado a la diestra del Dios, fue el que recibió del Padre la promesa del Espíritu Santo y el que lo derramó (Hch. 2:32–33). Esa acción de Jesús también cumple la profecía de Juan el Bautista sobre el que iba a venir después de Él: “Él os bautizará con el Espíritu Santo” (Mt. 3:11).


    3.      JESÚS RESUCITÓ DE LOS MUERTOS

El Antiguo Testamento deja claro que Dios es el único que puede levantar a alguien de los muertos. Tanto la resurrección de los muertos para volver a la vida mortal en la Tierra, como para ser transformado para la vida eterna en el cielo, ambas son obra de Dios: “El Señor da muerte y da vida; hace bajar al Seol y hace subir” (1 S. 2:6).
Los cuatro evangelios recogen tres casos en los que Jesús devolvió la vida a a alguien: el hijo de la viuda de Naín (Lc. 7:11–17), la hija de Jairo (Mr. 5:21–24, 35–43), y Lázaro (Jn. 11:1–44). Pero el Nuevo Testamento también le da a Jesús un rol muy importante en la resurrección del día final:

  Porque así como el Padre levanta a los muertos y les da vida, asimismo el Hijo también da vida a los que Él quiere… Viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz [del Hijo], y saldrán: los que hicieron lo bueno, a resurrección de vida, y los que practicaron lo malo, a resurrección de juicio (Jn. 5:21, 28–29)

En el capítulo siguiente del Evangelio de Juan encontramos esa recurrente declaración que hace referencia a Jesús y todo el que cree en Él: “Yo mismo lo resucitaré en el día final” (Jn. 6:40; cf. 6:39, 44, 54).


    4.      JESÚS PERDONA PECADOS

Los enemigos de Jesús, al preguntarle “¿quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?”, expresaron una gran verdad bíblica (Mr. 2:7). Le lanzaron esas palabras después de que Jesús le dijera al paralítico de Capernaúm: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mr. 2:5). Jesús no estaba ofreciendo perdón a alguien que le había fallado. Tampoco estaba anunciando que Dios había perdonado los pecados de aquel hombre. Estaba proclamando su “autoridad en la Tierra para perdonar pecados” (Mr. 2:10). La respuesta a la pregunta “¿quién puede perdonar pecados, sino el Dios del Cielo?” es “el Hijo del Hombre en la Tierra”. En un episodio similar, Jesús le dice a una mujer pecadora: “Tus pecados han sido perdonados”. Lucas recoge que los invitados de Simón el fariseo “comenzaron a decirse entre sí: ‘¿quién es éste que hasta perdona pecados?’ ” (Lc. 7:48–49).
Cuando Jesús volvió al Cielo, no perdió el ejercicio de su derecho divino. Pedro declaró en Jerusalén ante los judíos del Sanedrín que “Dios exaltó [a Jesús] a su diestra como Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados” (Hch. 5:31). Y Pablo animó a los colosenses a que se perdonaran los unos a los otros “como Cristo os perdonó” (Col. 3:13).


    5.      JESÚS DA SALVACIÓN O VIDA ETERNA

Desde el principio hasta el final del Antiguo Testamento, se nos presenta al Señor Dios como la única fuente de salvación física y espiritual. El salmista dijo: “Solo Él es mi roca y mi salvación” (Sal. 62:2, 6), “la roca de nuestra salvación” (Sal. 95:1). La salvación, que “es del Señor” (Jonás 2:9), “será para siempre” (Is. 51:6).
Cuando los autores del Nuevo Testamento hablan de los beneficios del Nuevo Pacto, los relacionan tanto con Jesús como con Dios. Quizá donde más claro puede verse es en los tres capítulos de Tito, donde usa la misma expresión “nuestro Salvador” primero para referirse a Dios (Tit. 1:3; 2:10; 3:4) y, casi de forma inmediata, para referirse a Jesús (Ti. 1:4; 2:13; 3:6). De igual modo, el autor de Hebreos puede afirmar que después de que Jesús hubiera cumplido su ministerio sufriendo, “vino a ser fuente de eterna salvación para todos los que le obedecen” (He. 5:9). Dios el Padre es quien ha rescatado a los creyentes del dominio de las tinieblas (Col. 1:13); pero Jesús el Hijo los rescatará de la ira venidera (1 Ts. 1:10). En el corpus joánico, la vida eterna se ve como un regalo que Dios da (1 Jn. 5:11) o que Jesucristo otorga (Jn. 10:28; 17:2). Y ya hemos visto al principio de sus cartas que Pablo deja claro que “la gracia y la paz” emanan conjuntamente de Dios el Padre y de Jesús.


    6.      JESÚS JUZGA

En toda la Escritura encontramos afirmaciones tales como “el juicio es de Dios” (Dt. 1:17), “el Señor… entra en juicio con toda carne” (Jer. 25:31), y “todos compareceremos ante el tribunal de Dios” (Ro. 10:14). El nuevo elemento que introducen los autores neotestamentarios es que Dios juzgará a todos los seres humanos a través de su Hijo. Cuando Pedro habla con Cornelio en Cesarea, el apóstol le dice al centurión que “Jesús es el que Dios ha designado como Juez de los vivos y de los muertos” (Hch. 10:42). Cuando Pablo habló en el Areópago de Atenas, afirmó que Dios “ha establecido un día en el cual juzgará al mundo en justicia, por medio de un Hombre a quien ha designado” (Hch. 17:31). Así, vemos que Pablo habla tanto del tribunal de Dios (Ro. 10:14) como del tribunal de Cristo (2 Co. 5:10), y no lo hace para describir dos juicios distintos, sino que se trata del mismo juicio: el juicio de Dios por medio de Cristo. El apóstol Juan expresa esta idea de forma aún más directa: “Porque ni aún el Padre juzga, sino que todo juicio se lo ha confiado al Hijo, para que todos honren al Hijo así como honran al Padre” (Jn. 5:22–23). Como agente de Dios, Jesús juzgará a todas las personas (Mt. 7:22–23; 16:27) y los que se condenen quedarán eternamente excluidos de su presencia (2 Ts. 1:8–9; cf. Mt. 7:23; 25:41).


C. Jesús y Yahveh

Yahveh es el nombre hebreo del Dios de Israel. A veces aparece escrito en el formato artificial “Jehová”, y otras aparece como Señor (en alguna versión, escrito en letras mayúsculas, SEÑOR).
En este capítulo he mostrado que los autores del Nuevo Testamento le dan a Jesús el mismo estatus que el Antiguo Testamento le concede a Dios, y aseguran que realiza funciones que solo le corresponden a Dios. Esta correlación entre el estatus y las funciones de Jesús y el estatus y las funciones de Dios se ve aún más si miramos algunos pasajes veterotestamentarios, pasajes que en su forma original se refieren a Yahveh, pero que el Nuevo Testamento usa para referirse a Jesús, con lo que H.R. Mackintosh llama “una atrevida sencillez”. Para que esta correspondencia entre los Testamentos sea más visible, vamos a comparar algunos de estos pasajes, colocándolos en dos columnas.



Si hay varios pasajes del Antiguo Testamento que hablan de Yahveh que los autores del Nuevo Testamento aplican directamente a Jesús, ¿qué conclusión sacaremos en cuanto a la relación entre Jesús y Yahveh? Los cristianos han respondido de dos formas a esta pregunta. Algunos hacen una ecuación directa: “Jesús es Yahveh”. Eso implica que Yahveh es un nombre personal que puede aplicarse tanto a Dios el Padre como a Jesús. “El nombre… sobre todo nombre” que Dios le dio a Jesús en la Resurrección (Fil. 2:9–11) es Kyrios (“Señor”), que en el Antiguo Testamento griego representa el nombre personal del Dios de Israel, Yahveh. Otros creen que aunque Jesús tiene el mismo estatus y las mismas funciones de Yahveh, es una persona distinta a Yahveh. Eso implica que Yahveh es un nombre personal que solo se refiere al Padre y, por tanto, la distinción del Nuevo Testamento entre Padre e Hijo corresponde exactamente con la distinción entre Yahveh y Jesús. Sea como sea, la igualdad en estatus y funciones de Jesús y Yahveh apunta a su naturaleza. Lo que se destaca en los pasajes del Nuevo Testamento, donde a Jesús se le da el título de “Dios” es, precisamente, esa naturaleza. Vamos a ver esos pasajes.


  III.      El título divino “Dios” referido a Jesús

El Nuevo Testamento está repleto de títulos que se le aplican a Jesús, términos descriptivos que indican su estatus, su carácter, o sus funciones. Pero tan solo uno de estos títulos describe de forma explícita su carácter o naturaleza: el término griego teso (“Dios”). Hay, al menos, siete pasajes neotestamentarios en los que Jesús recibe el nombre de “Dios”.


Juan 1:1

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.

El primer versículo del Prólogo (1:1–18) al cuarto evangelio es, claramente, una tríada: todas las frases tienen el mismo sujeto (“el Verbo”) y el mismo verbo (en griego, en). El término griego que traducimos por Verbo o Palabra es logos, que recoge la idea tanto de razón como de discurso, por lo que, como dice un comentarista, “el apóstol declara que Cristo es a la vez el pensamiento interno y el pensamiento explícito de la mente eterna”. Aunque Jesucristo no aparece de forma explícita hasta el versículo 17, está claro que el evangelista da por sentado que el Logos no es otro que el mismo Jesucristo, el “Unigénito Hijo” (1:14, 18).
Este versículo hace tres afirmaciones sobre el Verbo: ya existía en el momento en que empezó la Creación (v. 1a); siempre ha estado en comunión con Dios el Padre (v. 1b); siempre ha sido parte de la deidad (v. 1c). El versículo empieza hablando de la preexistencia eterna, para pasar a la intercomunión personal y acabar con la deidad intrínseca del Verbo. En la tercera frase, “el Verbo era Dios”, la palabra theos (“Dios”) no lleva el artículo definido griego, lo cual indica tres cosas: (a) que “Dios” no es el sujeto, sino el atributo; (b) que no se trata de una estructura recíproca, es decir, que es cierto que “el Verbo era Dios”, pero no es cierto que Dios en su totalidad sea el Verbo; (c) que el término griego theos no está concretando cuál es la persona del Logos, sino que simplemente está describiendo su naturaleza. Jesús como el Logos es una persona distinta a la persona del Padre (v. 1b), pero en cuanto a su naturaleza divina es uno con el Padre (v. 1c).


Juan 1:18

  Nadie ha visto jamás a Dios; el unigénito Hijo, que es Dios y reside en el corazón del Padre, Él le ha dado a conocer (traducción del autor)

En Juan 1:18 hay una importante variante textual. En muchos manuscritos leemos ho monogenes huios (“el unigénito Hijo”) en lugar de monogenes theos (“el unigénito Hijo, Dios”). Pero la mayoría de los críticos textuales están de acuerdo en que monogenes theos era lo que aparecía en el texto original. El uso de monogenes en el resto del Nuevo Testamento y el orden de las palabras en el texto griego nos sugieren que traduzcamos de la siguiente manera: “el unigénito Hijo, Dios”; así, la palabra Dios explica quién es “el unigénito Hijo”. Así es como he llegado a la traducción que propongo más arriba: “el unigénito Hijo, que es Dios”. Lo que Juan quiere expresar en este versículo es que, aunque no hay nadie en este mundo que pueda decir que conoce a Dios de forma perfecta, Jesucristo, el unigénito Hijo, ha dado a conocer a Dios de forma plena a toda la Humanidad, ya que Él mismo es Dios (por su naturaleza) y conoce de forma íntima al Padre (por su experiencia).


Juan 20:28

  Respondió Tomás y le dijo: “¡Señor mío y Dios mío!”

A veces se ha interpretado esta declaración de Tomás como una exclamación que expresa su adoración a Dios por el milagro de la resurrección de Jesús: “¡Alabado sea mi Señor y mi Dios!”. Pero las palabras “le dijo [a Jesús]” (eipen auto) revelan que esa interpretación no es correcta. Estas palabras tienen un paralelo tanto en el versículo anterior como en el posterior: “[Jesús] dijo a Tomás” (v. 27) y “Jesús le dijo [a Tomás]” (v. 29). Lo que tenemos en el versículo 28 no es una exclamación causada por oír lo que Jesús ha dicho, sino una exclamación dirigida a Él. Tomás está diciéndole: “Tú eres mi Señor y mi Dios”. Reconoció que Jesús, que había resucitado de entre los muertos, estaba por encima de toda vida física y espiritual (“Señor”) y era de naturaleza divina (“Dios”).
¿Fue una exclamación extravagante, fruto de la emoción del momento, que nada tiene que ver con el sentido teológico de lo que ocurrió? En absoluto. Juan no recoge que Jesús amonestara a Tomás por la adoración que le rindió. El silencio de Jesús es significativo, y sabemos que si un hombre aceptaba la adoración de otro, los judíos lo acusaban de blasfemia. Las palabras de Jesús “has creído” (v. 29a) indican que aceptó la confesión de fe de Tomás, y por si eso fuera poco, la recomienda a todos (v. 29b). Además, Juan mismo aprueba la confesión de Tomás, porque este suceso constituye su última y mayor afirmación sobre Cristo antes de explicar el propósito por el que ha escrito el Evangelio (vrs. 30–31).


Romanos 9:5

  A ellos [los israelitas] pertenecen los patriarcas y de ellos, según la carne, precede el Cristo, el cual está sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén.

En los primeros cinco versículos de Romanos 9, Pablo expresa su dolor porque la mayoría de sus compatriotas judíos no abrazan la salvación que se encuentra en Cristo. Para explicar por qué está tan apenado, Pablo hace una lista de los incomparables privilegios judíos, el mayor de los cuales es que “hablando en términos humanos, el Mesías proviene de su pueblo” (v. 5a). Llegado este punto, algunos editores y traductores ponen un punto y coma, o un punto, lo que convierte a la última parte del versículo en una doxología dirigida a Dios el Padre: “Dios, que está sobre todas las cosas, sea bendito por los siglos. Amén”. Sin embargo, si consideramos el orden de las palabras en el texto griego nos daremos cuenta de que es mucho más natural ver las palabras finales del versículo como una descripción del Mesías o una doxología dirigida a Él, a Jesucristo. Al final de Romanos 9:1–5, el apóstol Pablo está afirmando que a pesar de que la mayoría de los judíos ha rechazado a su Mesías, Jesucristo sigue estando sobre todo el Universo, animado e inanimado, y como el Dios por naturaleza, es y siempre será objeto de adoración.
Recientemente ha habido un cambio en la opinión que los eruditos tienen sobre este versículo, un versículo que es crucial a la hora de estudiar la comprensión que Pablo tiene de Cristo. En los dos textos estándar del Nuevo Testamento griego (el texto Nestle-Aland, ya en su 26a edición, y el texto de las Sociedades Bíblicas Unidas, en su 4a edición), los editores han cambiado la puntuación, por lo que ya no tenemos que el versículo 5b es una descripción de Dios, sino de Cristo (el Mesías, que está sobre todas las cosas, el Dios bendito por los siglos”; o “el Mesías, que es Dios sobre todas las cosas, sea bendito por los siglos”).


Tito 2:13 y 2a Pedro 1:1

  Aguardando la esperanza bienaventurada: la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús.

  A los que mediante la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo han recibido una fe como la nuestra.

Vamos a considerar estos dos versículos juntos porque usan la misma fórmula para referirse a Jesús: “Dios y Salvador”. En el primer siglo esta fórmula de terminología religiosa era muy común. La usaban los judíos palestinos y de la diáspora para referirse a Yahveh, el único Dios verdadero, pero también lo usaban los gentiles cuando hablaban de un Dios individual o de un gobernante deificado. En todos estos usos, la expresión Dios y Salvador habla solo de una deidad, no de dos, así que cuando Pablo y Pedro usaban esta fórmula y a continuación escribían Jesucristo, los lectores siempre entendían que se estaban refiriendo a una sola persona, Jesucristo. No se les ocurría pensar que “Dios” hacía referencia al Padre, y “Salvador”, a Jesucristo.


Hebreos 1:8a

  Pero al Hijo [Dios] le dice:
  “Tu trono, oh Dios, es por los siglos de los siglos”

Hebreos 1:8 es una cita del Salmo 45:6, donde vemos a un rey de la línea de David el día de su boda; a este rey se le dice “Dios” porque era el representante de Dios ante su pueblo y porque era un anticipo del Mesías y Rey que había de venir, que desempeñaría de forma perfecta el ideal dinástico como se describe en el salmo. En los dos primeros capítulos de Hebreos el autor demuestra la superioridad de Jesús sobre los ángeles, primero como Hijo de Dios (1:5–14), y luego como Hijo del Hombre (2:5–18). El contraste entre 1:7 y 1:8 no se centra solo en el servicio temporal de los ángeles frente al dominio permanente del Hijo, sino que también destaca la no permanencia de la forma angélica frente a la divinidad de la persona del Hijo. Los ángeles a veces son “espíritus” o “vientos”, y otras, “llamas de fuego” (1:7), pero la persona del Hijo es divina. Dios el Padre solo puede llamar “Dios” a una persona que posee una naturaleza totalmente divina. La superioridad de Jesús sobre los ángeles no se debe solo a que posee títulos importantes, como “Hijo” (1:5), o “Primogénito” (1:6a), o a que es el objeto de la adoración de los ángeles (1:6b), o a que es el Inmutable Señor de la Creación (1:10–12) y el co-regente de Dios que ha sido exaltado (1:13). También se debe a que pertenece a una categoría de ser diferente, a la categoría de la deidad. La expresión “oh Dios” que era figurada e hiperbólica cuando el Salmo 45 la aplica a un rey mortal, Hebreos 1 la aplica de forma literal al Hijo inmortal.


Observaciones generales

Llegamos al final de nuestro breve análisis de estos siete pasajes. Si los vemos como un todo, podemos sacar algunas observaciones generales. En primer lugar, encontramos cuatro autores neotestamentarios que le atribuyen a Jesús el título de “Dios”: Juan (tres veces), Pablo (dos), Pedro (una), y el autor de Hebreos (una). En segundo lugar, este uso cristológico del título tiene su inicio inmediatamente después de la Resurrección en la década de los 30 (Jn. 20:28), y es obvio que continuó en los 50 (Ro. 9:5) y los 60 (Tit. 2:13; He. 1:8; 2 P. 1:1), y en los 90 (Jn. 1:1, 18). En tercer lugar, el uso de “Dios” para referirse a Jesús no era exclusivo de los cristianos de una misma región geográfica, o de una línea teológica particular. Lo encontramos en literatura escrita en Asia Menor (Juan, Tito), Grecia (Romanos), y posiblemente Judea (Hebreos) y Roma (2a Pedro), y que estaba dirigida a personas que vivían en Asia Menor (Juan, 2a Pedro), Roma (Romanos, Hebreos), y Creta (Tito). También, el uso aparece en un contexto teológico que es judeocristiano (Juan, Hebreo, Pedro) o cristiano gentil (Romanos, Tito). En cuarto lugar, las tres veces que este uso aparece en el Evangelio de Juan está colocado de forma estratégica. El cuarto evangelio empieza (1:1) y acaba (20:28), y el prólogo empieza (1:1) y acaba (1:18), con una clara afirmación de la deidad de Cristo: “El Verbo era Dios” (1:1); “el unigénito Dios” o “el unigénito Hijo, que es Dios” (1:18); “¡Señor mío y Dios mío!” (20:28). Jesús es Dios en su estado antes de la Encarnación (1:1), en su estado encarnado (1:18) y en estado resucitado (20:28). Para Juan, el reconocimiento de la deidad de Cristo es la marca principal del cristiano.
Ahora bien, uno podría preguntar: ¿por qué hay tan pocos ejemplos de este uso en el Nuevo Testamento? Si Jesús es Dios, ¿por qué no se le llama “Dios” con mayor frecuencia? Después de todo, la palabra griega theos aparece en el Nuevo Testamento más de 1.300 ocasiones. Hay varias razones que responden a esta pregunta.
En primer lugar, en todo el Nuevo Testamento el término theos suele hacer referencia al Padre. En muchas ocasiones, encontramos la expresión Dios el Padre, que indica de forma bien explícita que Dios es el Padre. Asimismo, en las fórmulas trinitarias, “Dios” siempre se refiere al Padre, no al Hijo o al Espíritu. Por ejemplo, 2a Corintios 13:14 dice: “La Gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros”. Además, en las salutaciones que aparecen al principio de las epístolas neotestamentarias, se hace una diferencia entre “Dios” y “el Señor Jesucristo”. Las cartas de Pablo normalmente empiezan de la siguiente forma: “Gracia y paz a vosotros de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo”. Como consecuencia de todo esto, en el Nuevo Testamento el término theos en singular casi se ha convertido en un nombre propio que designa al Padre trinitario. Si a Cristo en todo el Nuevo Testamento se le llamara “Dios”, por lo que el término ya no sería un título sino que pasaría a ser un nombre propio, como el de “Jesús”, en todo lugar nos encontraríamos con una difícil ambigüedad lingüística. ¿Qué haríamos entonces con una declaración como la de “Dios estaba en Dios reconciliando al mundo consigo mismo” o “el Padre estaba en Dios reconciliando al mundo consigo mismo” (2 Co. 5:19)?
En segundo lugar, otra razón por la que “Dios” suele hacer referencia al Padre, y al Hijo solo en raras ocasiones, es que este tipo de uso sirve para proteger la distinción entre la persona del Hijo y la persona del Padre, distinción que se mantiene en todo el Nuevo Testamento. Donde más clara se ve esta distinción es en pasajes donde al Padre se le llama “el Dios de nuestro Señor Jesucristo” (Ef. 1:17) o “su Dios y Padre” (Ap. 1:6), y donde Jesús habla de “mi Dios”.
La tercera razón está estrechamente relacionada con la segunda. EL Nuevo Testamento indica claramente que Jesús está subordinado a Dios. Aunque los dos tienen naturaleza divina, existe un orden de desempeño de actividades. Los teólogos hablan de subordinación en cuanto a las funciones y de igualdad en cuanto a la esencia. Por ello, se puede decir que Cristo pertenece a Dios (1 Co. 3:23) y que está sujeto a Dios (1 CO. 15:28). Así, al reservar por regla general el término theos para referirse al Padre, los autores neotestamentarios enfatizan la subordinación del Hijo al Padre, donde no hay lugar para entender que el Padre está subordinado al Hijo. A menudo, encontramos la expresión Hijo de Dios donde Dios es el Padre, pero nunca encontramos Padre de Dios donde Dios es el Hijo.
En cuarto lugar, si los primeros cristianos hubieran tenido la costumbre de hablar de Jesús usando el término “Dios”, sus esfuerzos evangelísticos habrían creado mucha confusión. Los judíos habrían pensado que los cristianos habían abandonado el monoteísmo, porque hablaban de dos “dioses”: Yahveh y Jesús. Por otro lado, sus vecinos gentiles habrían visto a Jesús como una deidad más, otro dios que podrían añadir a la larga lista de dioses que ya tenían.
Por último, los autores del Nuevo Testamento generalmente reservan el término theos para el Padre con el objetivo de salvaguardar la humanidad de Jesús. Si el término “Dios” hubiera pasado a ser un nombre de Cristo, al mismo nivel que el nombre “Jesús”, la tendencia habría sido la de eclipsar la humanidad de Jesús; muchos lo habrían visto como un ser humano falso, irreal, un ser divino que visitaba este mundo disfrazado de mortal.


Conclusiones

Entonces, si el Nuevo Testamento no usa por lo general el término Dios como nombre propio de Jesús, ¿cuál es la importancia de los siete usos aislados que hemos encontrado? El término theos aplicado a Jesús es un título genérico, una descripción que indica a qué clase o categoría (genus) pertenece. Jesús no solo es la manifestación de Dios, el encargado de revelar a Dios (título oficial), sino que es Dios mismo. Jesús no solo hacía las obras de Dios y hablaba las palabras de Dios, sino que la naturaleza de Jesús es la misma que la naturaleza de Dios. Jesús es Dios, tanto en su naturaleza, como en sus acciones. Otros títulos que el Nuevo Testamento otorga a Jesús como por ejemplo “Hijo de Dios”, “Señor” o “Alfa y Omega”, apuntan a la divinidad de Jesús, pero el título Dios afirma de forma explícita e innegable su deidad.

Veremos una ilustración para acabar de entender la distinción que estoy haciendo entre “nombre propio”, “título genérico” y “título oficial”. Veamos estas dos frases: Winston Churchill era británico y primer ministro del Reino Unido. John Kennedy era estadounidense y presidente de los EE.UU. En estas frases, “Winston Churchill” y “John Kennedy” son nombres propios; “británico” y “estadounidense” son títulos genéricos; “primer ministro” y “presidente” son títulos oficiales. Volviendo a nuestro tema, una frase equivalente sería la siguiente: “Jesús es Dios y el que revela a Dios”.
Entonces, ¿podemos decir que el Nuevo Testamento enseña que Jesús es “Dios”? ¡Claro que sí! Pero siempre que tengamos en cuenta algunos factores.

Primero, decir que “Jesús es Dios” está en línea con el pensamiento neotestamentario, pero va más allá del lenguaje del Nuevo Testamento. Las declaraciones más cercanas son las siguientes: “el Verbo era Dios” (Jn. 1:1), “el unigénito Hijo, que es Dios” (Jn. 1:18) y “el Mesías, el cual está sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos” (Ro. 9:5). Así que debemos recordar que la proposición teológica “Jesús es Dios” es una inferencia de las evidencias que encontramos en el Nuevo Testamento, una inferencia verdadera y sobradamente evidente, pero aún así, tan solo una evidencia.
Segundo, si pronunciamos la declaración “Jesús es Dios” sin ninguna calificación, corremos el peligro de no hacer justicia a toda la persona de Jesús: Él era el Verbo encarnado, un ser humano, y en su existencia presente en los cielos sigue teniendo su humanidad, aunque ahora en forma glorificada. Jesús no era un simple “ser humano”, y tampoco podemos decir que solo era Dios. Jesús es Dios hecho hombre.
Tercero, en la tradición monoteísta judeocristiana, es fácil que el uso de la palabra Dios en la afirmación “Jesús es Dios” no se entienda de forma plena. Para nosotros, Dios es un nombre propio, es decir, lo identificamos con una persona concreta, no con un nombre común que designa una clase o una naturaleza particular. Dios es el Padre de Jesús y de los cristianos, es la cabeza de la Trinidad. Por ello, cuando hacemos la ecuación “Jesús es Dios”, corremos el peligro de sugerir que estos dos términos, “Jesús” y “Dios” son intercambiables, que hay una identidad numérica entre los dos. Pero aunque es cierto que Jesús es Dios, no es cierto que Dios es Jesús. El término Dios se aplica a otras personas, al Padre y al Espíritu. Jesús es Dios, pero no podemos decir que Dios es Jesús a secas. La persona de Jesús no es la única que posee la categoría de la deidad. Por tanto, cuando decimos “Jesús es Dios”, debemos recordar que el significado del término Dios es “esencia divina” o “naturaleza divina”, y no el significado menos amplio que predomina en nuestra cultura.

Aquí finaliza el análisis de las evidencias que encontramos en el Nuevo Testamento a favor de la deidad de Cristo. Las tres secciones de evidencias que hemos examinado apuntan en la misma dirección. Ya sea que consideremos el estatus de Jesús, o las funciones que realiza, o el título que ostenta, no hay duda de que los primeros cristianos creían en su plena divinidad, y ésta era un aspecto fundamental de su enseñanza. Como consecuencia, cualquier forma moderna de cristianismo que no defiende la plena divinidad de Jesús se ha alejado de los orígenes, y habiendo perdido sus raíces, va derecha a la muerte. Por otro lado, cuando nos arrodillamos ante el Jesús resucitado y hacemos nuestra la confesión de Tomás, estamos firmemente enraizados en la tradición cristiana uniforme y, lo que es más, en la Persona divina que es el centro de dicha tradición. ¿Puedes dirigirte a Jesús diciendo “¡mi Señor y mi Dios!”? ¿Lo harás?
DESCARGAR
https://story.ad/site/file_download/smartpublicity1467919561neTNIrOs.html