domingo, 7 de diciembre de 2014

El toque gélido de la muerte nos invita a beber hiel: Vé hacia Él cuando tu necesidad es desesperada

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 

 
Tipo de Archivo: PDF | Tamaño: MBytes | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
Información

Hubo en tierra de Uz un varón llamado Job; y era este hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal. Job 1:1

Así de escueto es el comienzo de la historia de Job. ¡Cuánta desgracia oculta su sencilla formulación!

No se sabe muy bien dónde está aquella tierra, ni cuándo vivió el protagonista de su historia. Pero en aquel tiempo y en dicho lugar, la plácida superficie de la vida de un hombre llamado Job estaba a punto de estallar en mil pedazos. Su felicidad iba a ser destruida, en breve, por una tragedia singular.

Según los eruditos, el libro de Job es probablemente el más antiguo de la Biblia. Se sitúa en el mundo patriarcal del Génesis. Job es, por lo tanto, anterior a la fundación de Israel, anterior a la ley de Moisés, y anterior al sistema religioso del pueblo hebreo. Job es un prototipo universal del hombre; es otro Adán que, rodeado de felicidad, cae en la experiencia más absoluta de dolor y desesperación. Su bienestar fue famoso en su día; su caída en desgracia es proverbial en todo el mundo.

Job era un hombre inmensamente rico: no sólo en posesiones, sino en valores personales y espirituales. Lo tenía todo: familia, hacienda, poder y prestigio social. No obstante, Job se identificaba con los pobres y marginados, aquellos para quienes la vida había sido menos generosa: «Yo era ojos al ciego, y pies al cojo, y a los menesterosos era padre» -dijo (29:15). Pero sobre todas las cosas Job valoraba la bendición de Dios. Él mismo lo expresó así cuando, tras sufrir la pérdida de todo, añoró su estado anterior:

    «¡Quién me volviese como en los meses pasados,
    Como en los días en los que Dios me guardaba,
    Cuando hacía resplandecer sobre mi cabeza su lámpara,
    A cuya luz yo caminaba en la oscuridad;
    Como fui en los días de mi juventud,
    Cuando el favor de Dios velaba sobre mi tienda;
    Cuando aún estaba conmigo el Omnipotente,
    Y mis hijos alrededor de mí» (29:2–5).

Su vida había sido sacudida hasta los cimientos. Perdió parte de su ganado en un incendio; el resto fue llevado por ladrones. Sus empleados fueron muertos en un ataque armado, y sus hijos murieron en un desastre natural. Aun así mantuvo viva su esperanza y su fe en Dios. Pero cuando perdió su salud, y la enfermedad se hizo dueña de su cuerpo, Job se derrumbó, y maldijo el día en que nació. Había perdido su fe en la bondad de Dios.

Surgió la duda. El horror invadió su alma: ¿Existe Dios? Y si existe, ¿es un tirano mezquino y cruel?

¿Es verosímil tanta desgracia en la vida de un solo hombre? Sí que lo es. Pero el dolor no se mide en cantidad. No se cuantifica el dolor. Se vive en intensidad, y el dolor, cualquier dolor, colma el vaso de nuestra momentánea capacidad de soportar.

El escritor C. S. Lewis, un hombre profundamente creyente cuyo amor por Joy Gresham, enferma de cáncer, se ha hecho célebre gracias a la película Tierras de penumbra, describió, poco después de la muerte de su esposa, el estremecedor relato de su angustia ante su pérdida, de las innumerables oraciones no contestadas, de la terrible soledad ante la ausencia de Dios:

  «Y en el entretanto, ¿Dios dónde se ha metido? Este es uno de los síntomas más inquietantes. Cuando eres feliz, tan feliz que no tienes la sensación de necesitar a Dios para nada, tan feliz que te ves tentado a recibir sus llamadas sobre ti como una interrupción, si acaso recapacitas y te vuelves a Él con gratitud y reconocimiento, entonces te recibirá con los brazos abiertos -o al menos así es como lo vive uno. Pero vete hacia Él cuando tu necesidad es desesperada, cuando cualquier otra ayuda te ha resultado vana, ¿y con qué te encuentras? Con una puerta que te cierran en las narices, con un ruido de cerrojos, un cerrojazo de doble vuelta en el interior. Y después de esto, el silencio. Más vale no insistir, dejarlo. Cuanto más esperes, mayor énfasis adquirirá el silencio. No hay luces en las ventanas. Debe tratarse de una casa vacía. ¿Estuvo habitada alguna vez? Eso parecía en tiempos. Y aquella impresión era tan fuerte como la de ahora. ¿Qué puede significar esto? ¿Por qué es Dios un jefe tan omnipresente en nuestras etapas de prosperidad, y tan ausente como apoyo en las rachas de catástrofe?»1

Accidente, enfermedad, violencia, o simplemente el inexorable paso del tiempo: cuando nos alcanza el dolor, cuando se extingue de repente la débil luz que alumbraba nuestro camino, se alzan, a veces, terribles interrogantes, y el toque gélido de la muerte nos invita a beber hiel.
 



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