sábado, 25 de abril de 2015

El vino es escarnecedor, la bebida fuerte alborotadora, y cualquiera que con ellos se embriaga no es sabio

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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 A conteció en los días de Asuero, … (1:1)

Como otros muchos libros históricos incorporados a la Biblia, el Libro de Ester empieza con el verbo «aconteció». Mediante esta palabra, el autor pretende afirmar la historicidad de su narración: nos contará cosas que verdaderamente acontecieron.
Acto seguido, establece el lugar y el momento de la acción, otra característica de la narración histórica. Nos da el nombre del monarca reinante, describe la extensión geográfica de su imperio (v. 1b) y fija el año de su reinado en el que la narración comienza (v. 3). Claramente, el autor quiere hacernos entender que estamos en el mundo de la historia real, no en el de la ficción.
El nombre del rey, Asuero (o Ahasuero), es una adaptación al castellano de la palabra hebrea Ajashverosh. Ésta, a su vez, es un intento de reproducir el nombre persa Jshayarsha, que resultaba tan difícil de pronunciar para los judíos como para nosotros. También lo era para los griegos, quienes lo pronunciaban Jerjes. Resulta, pues, que el Asuero de la Biblia no es otro sino el Jerjes de la historia secular.
Gran parte de las Historias de Heródoto versa sobre el imperio persa y, concretamente, sobre el reinado de Jerjes. Puesto que Heródoto escribía desde una perspectiva griega, no es de sorprender que su mayor interés se centrara en las campañas que el rey realizó contra Grecia. Pero también nos habla de la personalidad de Asuero, de algunas de sus grandes realizaciones —sus obras de ingeniería y construcción, incluidos el gran harén de Persépolis y la conclusión del palacio de Susa— y de su consolidación del imperio de su padre Darío. A través de esas páginas, aprendemos que Asuero no tuvo ni el espíritu tolerante y sensible de Ciro, ni tampoco la previsión administrativa de Darío. De hecho, era un hombre malhumorado, indisciplinado, débil y cruel. Es importante tomar conciencia de esto. Algunos autores han encontrado difícil aceptar, por ejemplo, la historicidad del genocidio proyectado contra los judíos por Amán con el visto bueno de Asuero. Suponen que el imperio persa se caracterizó siempre por la tolerancia, el respeto a los derechos humanos y el pluralismo religioso. Pero esto es confundir los tiempos y el carácter de Asuero con los de Ciro. La realidad es que el Jerjes descrito por Heródoto tiene el mismo talante político, y los mismos defectos, que el Asuero del Libro de Ester. Fue un hombre perfectamente capaz de maltratar a su reina, como en el caso de Vasti, o de mandar eliminar a todo un pueblo, como en el caso de los judíos.


… el rey Asuero que reinó desde la India hasta Etiopía … (1:1)

Necesitamos hacer justicia a esta frase y tomar en seria consideración la extensión de este territorio. Hasta aquella fecha, el mundo nunca había conocido un imperio tan extenso, y, descontando las efímeras conquistas de Alejandro Magno, no volvería a ver uno semejante hasta bien entrada la era romana. Sin duda, para los primeros lectores, el reinado de Asuero era motivo de asombro. Era lo que más se aproximaba a un dominio eterno que nunca pasará y aun reino universal que jamás será destruido (Dan. 2:44; 7:14). Su poderío era impresionante. Heródoto dice que el ejército de Asuero consistía en 1.700.000 hombres. Podemos suponer que el número es una exageración, pero en todo caso se trata de un ejército como nunca antes se había visto. Y las 1200 naves de la marina persa son mencionadas no sólo por Heródoto sino también por Esquilo.
Podemos agradecerles, precisamente, a los griegos el que el texto no rece: Desde la India hasta España; porque tanto Jerjes (Asuero) como después Alejandro tenían planes para extender sus territorios imperiales por Europa. Los planes de Alejandro fueron frustrados por su muerte prematura; los de Jerjes se deshicieron en las grandes batallas de Salamina (480 a.C.), de Platea y de Micale (479 a.C.). Los preparativos para la campaña incluyeron la construcción de un canal cerca de Atos y de un puente sobre el Helesponto. Cuando una tormenta destruyó el primer puente, Jerjes mandó decapitar a los ingenieros y latiguear las aguas del mar (otro ejemplo más de su impetuosidad y de su crueldad). También hizo decapitar al almirante persa después de Salamina.
Naturalmente, el texto hebreo emplea topónimos hebreos que necesitan cierta explicación. No debemos confundir ni la India ni Etiopía con los países que llevan esos nombres en la actualidad. La India se refiere a las tierras regadas por los afluentes del río Indo, las cuales corresponden a la provincia del Punjab en lo que ahora es el Paquistán, no a la India peninsular. La palabra traducida como Etiopía es, literalmente, Cush. Este nombre deriva del primer hijo de Cam, hijo de Noé (ver Gén. 10:7). Nuestra traducción es desafortunada. La palabra Etiopía comunica la impresión de que los límites del imperio persa alcanzaban las fronteras meridionales de la Etiopía actual e incluían a pueblos negroides. No era así. Según muchos expertos, textos como Isaías 18:1 indican que el Nilo atravesaba la tierra de «Cush»; y, según Ezequiel 29:10, la frontera meridional de Egipto se extendía hasta Sevene (Asuán, en la primera catarata) y lindaba con «Cush». Estas referencias demuestran con toda claridad que se trata de Nubia, la región septentrional del Sudán, no de la Etiopía actual. En todo caso, nuestro texto explica que el imperio de Asuero se extendía (aproximadamente) hasta la frontera occidental de la India actual y hasta la frontera meridional de Egipto.
Estas fronteras, efectivamente, coinciden con lo que sabemos a través de las fuentes seculares acerca de la extensión del imperio en tiempos de Jerjes. Tanto la «India» como «Etiopía» estaban ya integradas en los dominios persas: el valle del Indo fue conquistado por Darío el Grande (521–486 a.C.), y Cush por Cambises II (530–522 a.C.).


… sobre ciento veintisiete provincias, … (1:1)

El texto de Ester insiste varias veces en el número de las provincias (ver 8:9; 9:30). Este número ha sido cuestionado por muchos historiadores, porque, según los documentos seculares, las satrapías del imperio persa nunca fueron más de treinta y una, y sabemos que en tiempos de Darío sólo eran veinte. Suponen, por lo tanto, que el autor ha exagerado deliberadamente el número para impresionar a sus oyentes con el inmenso poderío del rey. En tal caso, debemos suponer que Daniel hizo lo mismo, porque el número de ciento veintisiete coincide aproximadamente con los ciento veinte gobernadores (sátrapas) que él dice fueron nombrados por Darío (Dan. 6:1). ¿No es más sensato reconocer que, a pesar de los muchos hallazgos arqueológicos en torno al imperio persa y a pesar de los escritos contemporáneos de los que disponemos, nuestro conocimiento de la época sigue siendo parcial y limitado? En todo caso, las satrapías eran demarcaciones para cuestiones fiscales y para la recaudación de impuestos, mientras que las provincias (hebreo medînâ) se refieren probablemente a unidades raciales o gubernamentales, como en el caso de la provincia de Judá (Neh. 1:3), que parece haber formado parte de la satrapía «del otro lado del río [Éufrates]».


… en aquellos días, estando el rey Asuero sentado en su trono real, … (1:2)

A efectos de información, la frase en aquellos días es una redundancia, pues ya se nos ha dicho que la historia aconteció en los días de Asuero. Además, parece excesivo el que por tercera vez en una misma oración se repita que el nombre del rey era Asuero. Pero estas repeticiones son deliberadas y corresponden al estilo reiterativo de la narración corta de aquel entonces.
La frase estando sentado en su trono real (literalmente, en el trono de su reino) corresponde al lenguaje de este período y se encuentra repetidamente en los libros de Crónicas, Esdras y Daniel, además de en Ester. No debemos pensar que Asuero estuviera sentado literalmente en su trono a lo largo de todo el banquete. La frase se refiere menos al acto físico de sentarse que al gobierno efectivo que aquel acto simbolizaba. Significa que, si bien Asuero pudo haber participado en la administración del imperio en tiempos de su padre (de hecho, ejerció como sátrapa de Babilonia desde el año 498 hasta su llegada al trono imperial en el año 486), ahora reinaba de verdad y ejercía personalmente la autoridad real. Además, en el caso concreto de Asuero, la frase adquiere otro matiz: durante los primeros meses de su reinado no dispuso de tiempo para «sentarse en el trono», porque tuvo que dedicar todas sus energías a suprimir rebeliones en Egipto y Babilonia14, una represión que, por cierto, llevó a cabo con notable brutalidad. Un rey no puede sentarse mientras sus posesiones están en peligro. Pero, una vez consolidado su reino, se sienta. Sólo entonces llega el momento de organizar fiestas, celebrar su coronación y hacer alarde de su poderío.


… en Susa la capital, … (1:2)

Susa era la antigua capital de los elamitas. Conquistada y saqueada por el asirio Asurbanipal en el año 645 a.C., pasó luego a formar parte de los imperios de Babilonia y Media. Bajo los persas, fue reedificada por Darío y llegó a ser una de las cuatro ciudades principales del imperio, juntamente con Persépolis (antigua capital de Persia), Ecbátana (capital de los medos) y Pasagardas. La corte real solía pasar buena parte de los meses de verano bajo el clima benigno de Ecbátana, pero pasaba el invierno en Susa, la cual se convirtió prácticamente en la capital administrativa y diplomática del imperio. Susa es identificada como la capital también en Nehemías 1:1. Fue allí adonde Daniel, en tiempos del imperio babilónico, fue llevado en visiones (Dan. 8:2); y fue allí también donde, años después, Nehemías ejercería como copero de Artajerjes.
La ciudad era una de las maravillas del mundo antiguo, llena de edificios monumentales, jardines hermosos y palacios lujosos, cuyas enormes dimensiones están confirmadas por las excavaciones arqueológicas. La ciudad misma se encontraba a orillas del río Eulaios. Al otro lado del río se alzaba la acrópolis con el palacio real y la ciudadela, rodeados por una fuerte muralla defensiva delante de la cual había un foso ancho, profundo y lleno de agua. A partir del exilio babilónico, existía una gran comunidad judía en la ciudad.
Susa siguió siendo una gloriosa ciudad capital durante la época helénica. Aquí, Alejandro Magno se casó con Estatira, la hija de Darío III, y obligó a 10.000 guerreros macedonios a casarse con doncellas persas. Sin embargo, hoy en día Susa no es más que una zona ruinosa cerca del río Karún en el suroeste de Irán. Existía aún como población habitada cuando el judío español, Benjamín de Tudela, la visitó en el año 1172 d.C. buscando la tumba del profeta Daniel; pero un siglo después fue abandonada por sus últimos habitantes.


… en el año tercero de su reinado, … (1:3)

La fecha señalada nos lleva al año 483 antes de Cristo. Para aquel entonces, Asuero ya había consolidado su reino y completado las obras de reparación, ampliación y mejora de su palacio. Ahora, por fin, puede dedicar tiempo a celebrar su reinado con festividades a la altura de las circunstancias.


… hizo un banquete … (1:3)

Es una cuestión abierta si los versículos 3 y 5 se refieren a un solo banquete o a dos diferentes.
Inicialmente, podría parecer que se trata de dos, porque la duración parece distinta en cada caso (ciento ochenta días y siete días), como también la lista de invitados. Pero una lectura más cuidadosa revela que el texto no relaciona los ciento ochenta días explícitamente con el primer banquete, sino con el período durante el cual los invitados estaban disfrutando en Susa de las glorias de la capital. Y, si entendemos que Susa la capital no se refiere a la ciudad sino a la fortaleza real (cf. v. 2), no tenemos razón por la que suponer que las listas de invitados fueran muy distintas. Sin embargo, hay suficiente duda al respecto como para seguir distinguiendo entre el «banquete» —o sea, las celebraciones— de ciento ochenta días y el banquete final.
Podemos suponer, pues, que los invitados fueron convocados a Susa oficialmente para pasar medio año de celebraciones en honor al «nuevo» rey. Pero, en aquel entonces como hoy, el disfrute de las festividades no se veía como incompatible con los negocios y, sin duda, Asuero y su administración aprovecharon la ocasión para tratar muchos asuntos de estado y para hacer planes en cuanto a la administración y extensión del imperio; como, por ejemplo, organizar la campaña contra los estados griegos, campaña que, efectivamente, iba a tener lugar en los años siguientes (481–479). Así las cosas, el ambiente durante aquellos meses se habrá caracterizado por sus deliberaciones, negociaciones y preparativos, pero también por su carácter festivo, del cual el broche de oro era la magna celebración del banquete de siete días.
La palabra traducida como banquete (hebreo misteh) es un cognado de bebida y sugiere que la nota dominante de la fiesta era la abundancia de vino.


… para todos sus príncipes y servidores, … (1:3)

A este «banquete» de ciento ochenta días fueron invitados todos los altos oficiales del imperio. Por contraste, al banquete menor de siete días (v. 5) fueron invitados todos los habitantes de «Susa capital». Probablemente se trate, pues, de unas festividades de seis meses de duración montadas para el estamento gobernante del imperio, y que llegaron a su culminación con una semana de fiestas durante las cuales las puertas del palacio se abrían para todo el mundo. Los ciento ochenta días corresponden, por supuesto, a los seis meses de invierno en los que la corte residía en Susa.
Los invitados principales eran los príncipes y servidores. El uso de la palabra príncipes se presta a equívocos. No se trata de personas con título hereditario, sino de oficiales nombrados por el rey para los principales puestos administrativos. En cambio, los servidores (literalmente, esclavos) eran cortesanos que servían al rey y tenían acceso a su presencia.


… estando en su presencia los oficiales del ejército de Persia y Media, los nobles y los príncipes de sus provincias (1:3)

Pero, además, había otros invitados. En primer lugar, los oficiales del ejército imperial. Naturalmente, puesto que la misma supervivencia del imperio dependía del poder y de la eficacia del ejército, éste era un cuerpo privilegiado. Como acabamos de decir, se trataba de uno de los ejércitos más numerosos y cuidados que nunca se había visto. Sólo el cuerpo de los guardaespaldas reales reunía diez mil hombres, los famosos Inmortales; y los historiadores antiguos dan a entender que el ejército persa que invadió Grecia incluía varios centenares de miles de hombres. Los altos mandos del ejército eran, pues, personas selectas que gozaban de inmenso respeto y prestigio.
Los persas y los medos eran dos pueblos emparentados. Al principio del crecimiento de su poderío, dominaban los medos; pero, a partir de Ciro el Grande (549 a.C), los persas encabezaron el imperio. En el Libro de Daniel se suele hablar siempre de los medos y los persas (como sería de esperar si el autor fuera ministro de la corte de Babilonia); pero es natural que la corte de Susa colocara a los persas en primer lugar.
En segundo lugar, estaban presentes los nobles y los príncipes de sus provincias. Al hablar de «los nobles», el texto hebreo utiliza un vocablo prestado al idioma persa. Si los «príncipes» mencionados al principio de este versículo eran los gobernantes encargados de la administración central, los de este segundo grupo provenían de los diversos países conquistados y absorbidos dentro del imperio e incluían la aristocracia de las naciones sometidas.


Y él mostró las riquezas de la gloria de su reino y el esplendor de su gran majestad durante muchos días, ciento ochenta días (1:4)

El texto hebreo es continuo. Literalmente reza: Hizo un banquete … cuando [en el que] él mostró las riquezas…
Asuero, al llegar al trono, heredó no sólo el imperio más grande que el mundo había conocido, sino también las riquezas derivadas de los impuestos y tributos de ciento veintisiete pueblos sojuzgados. Además de los suntuosos palacios, Darío dejó tras sí una tesorería repleta. Pero el texto sugiere —y la historia secular lo confirma— que las riquezas de Asuero no se limitaban a las que heredó (cf. Dan. 11:2). Su afán era de deslumbrar a sus invitados con esplendores aún mayores que los de su padre. Porque, además de lo heredado, podía hacer alarde del botín acumulado durante sus campañas en Egipto y Babilonia, así como de los tributos conseguidos en medio del proceso de consolidar su imperio.
Por supuesto, la intención del rey al organizar el banquete no era sólo entretener a sus súbditos leales, sino también impactar a los vacilantes con la grandeza de su poderío. Esa clase de festividades no era una mera extravagancia caprichosa, sino que obedecía a la necesidad de impresionar a los pueblos conquistados y así asegurar su lealtad y sumisión; sólo que, en vez de hacerlo con métodos violentos, los persas sabían emplear recursos más elegantes. En vez de sojuzgar a la gente por medio del terror, intentaban ganarla por vías constructivas y amables, inculcándoles un sentido de orgullo por el privilegio de participar en un imperio tan sublime.
Si tenemos todo esto en mente, los detalles de este versículo y de los siguientes no nos parecerán exagerados o inverosímiles. El banquete sirve no sólo para reunir juntos al comienzo del reinado a todos los estamentos más importantes del imperio, sino también para hacer las oportunas consultas acerca de los futuros planes militares. La ostentación y la larga duración de las festividades son sutiles armas de estado empleadas para mantener apaciguados a los pueblos del imperio.


Cuando se cumplieron estos días, el rey hizo para todo el pueblo que se encontraba en Susa, la capital, desde el mayor hasta el menor, un banquete de siete días … (1:5)

Al final de los seis meses, y como culminación de tanta magnificencia, la fiesta se hace extensiva a todo el mundo; es decir, a toda persona que se encontrara en Susa, ya se trate de la ciudad o de la ciudadela.
La frase desde el mayor hasta el menor puede significar desde el más anciano hasta el más joven o, más probablemente, desde el más pudiente hasta el más humilde. Todas las clases sociales y todos los rangos de oficiales fueron invitadas.


… en el atrio del jardín del palacio del rey (1:5).

El lugar en el que se celebró este banquete fue el jardín amurallado del palacio o quizás una especie de pabellón construido en los jardines reales. El mismo lugar será el escenario de uno de los episodios más dramáticos de la historia de Ester (ver 7:7–8).
Tal y como estamos a punto de ver, el palacio real de Susa era de una belleza extraordinaria. Desgraciadamente, fue destruido por un incendio a finales del reinado de Artajerjes (alrededor del año 435).


Había colgaduras de lino blanco y violeta sostenidas por cordones de lino fino y púrpura en anillos de plata y columnas de mármol, … (1:6)

El significado exacto de algunas de las palabras hebreas de este versículo sigue siendo oscuro, lo cual explica las diversas lecturas reflejadas en las traducciones27.
Estamos en medio de un lenguaje que nos recuerda descripciones del Templo del Antiguo Testamento o de la ciudad celestial del Nuevo. Los colores básicos —blanco y púrpura (o azul)— son los de la realeza, tal y como lo vemos en el 8:15. Todo el decorado del atrio del jardín nos habla de un inmenso lujo y refinamiento, hasta el punto de hacerles sospechar a algunos que el autor exagera. Sin embargo, la extravagancia de la corte persa queda ampliamente confirmada por otros testimonios contemporáneos. Los reyes se entregaban al derroche, porque en aquel entonces se sobrentendía que cuanto más espléndida era su hospitalidad, tanto mayores eran los derechos soberanos del monarca.


… y lechos de oro y plata sobre un pavimento mosaico de pórfido, de mármol, de alabastro y de piedras preciosas (1:6).

El autor amontona diversos detalles con el fin de comunicarnos una fuerte sensación de asombro ante el lujo del pabellón. Estamos en uno de los ambientes más suntuosos del mundo antiguo.
Ezequiel 23:41 y Amós 6:4 describen la misma clase de «lechos», reclinatorios o divanes que los persas empleaban para comer, según una costumbre que, posteriormente, se hizo extensiva a Israel (Juan 13:23). Entre el botín que los griegos arrancaron a los persas después de la batalla de Platea se encontraban divanes dorados y plateados, ricamente engalanados con vistosas fundas y mesas doradas y plateadas. Por supuesto, un lecho de este tipo será el lugar de la caída definitiva de Amán (7:8).


Las bebidas se servían en vasijas de oro de diferentes formas, … (1:7)

El hecho de que cada vasija, además de ser trabajada en oro, tuviera una forma diferente, era señal de la alta sofisticación, del poderío artístico y del extravagante lujo de la corte real. El texto en sí, sin embargo, no es en absoluto inverosímil. Como ya hemos dicho, estos niveles de refinamiento quedan ampliamente confirmados tanto por los escritos de los historiadores griegos como por los descubrimientos arqueológicos.


… y el vino real abundaba conforme a la liberalidad del rey (1:7).

La frase conforme a la liberalidad (literalmente, a la mano) del rey parece ser una frase hecha de la época que se refiere a todo lo concedido por gracia real (cf. 1 Rey. 10:13). Vuelve a aparecer con respecto al día festivo proclamado por el rey en el 2:18.
Los persas tenían fama de bebedores. Heródoto nos informa que disfrutaban mucho del vino y lo bebían en grandes cantidades; … era además norma suya el deliberar sobre asuntos de peso estando borrachos, … aunque en algunas ocasiones, sin embargo, estaban sobrios durante la primera deliberación, pero en ese caso volvían a considerar el asunto bajo la influencia del vino.


Y se bebía conforme a la ley, no había obligación, porque el rey así había dado órdenes a todos los oficiales de su casa para que hicieran conforme a los deseos de cada persona (1:8).

El sentido exacto de este versículo es motivo de debate. Por un lado, se nos dice que los comensales tenían que beber conforme a la ley; por otro, que bebían según las instrucciones dadas por el rey; y por otro, que bebían a su antojo. ¿Cómo reconciliar estas tres ideas?
Algunos comentaristas se apresuran a recordar que tanto Heródoto como Jenofonte afirman que existía una ley en Persia según la cual los invitados tenían que beber en consonancia con el rey. Si él brindaba con frecuencia, los comensales tenían la obligación de acompañarle en el brindis; si él bebía mucho, los cortesanos también; si él era abstemio, la corte seguía su ejemplo. El problema que presenta esta asociación es que casi nos obliga a enmendar el texto bíblico para que rece: Y no se bebía conforme a la ley…
La solución más sencilla quizás sea la de entender que la palabra traducida como ley no tiene por qué referirse siempre a un decreto real de carácter permanente como si fuera una de las inalterables leyes de los medos y los persas, sino que puede incluir también las órdenes puntuales dadas por el rey a sus siervos. Si es así, podemos resolver el dilema traduciendo el versículo más o menos en los términos siguientes: Y se bebía conforme a las instrucciones reales: no había obligación, porque el rey así había dado órdenes…
El rey, pues, decide dejar de lado las normas protocolarias de la corte a fin de complacer a sus invitados, sobre todo a los que, provenientes de otros pueblos y de otras culturas (v. 3b), no estaban acostumbrados a beber vino, ni mucho menos a ingerirlo en esas cantidades propias de los cortesanos. Aquí tenemos otro ejemplo más de la costumbre persa de mantener su hegemonía no vulnerando las costumbres locales, sino respetándolas y complaciendo así a los pueblos conquistados. Ya hemos tenido ocasión de señalar que Asuero no era el más benigno de los reyes de Persia. Pero en esta ocasión se muestra magnánimo. Ha convocado a representantes de todos los pueblos de su imperio con la intención de deslumbrarlos con su magnificencia. Las festividades han sido un éxito. Está de buen humor. Y, por lo tanto, aunque el banquete es suyo y se ha previsto consumir grandes cantidades de vino, no quiere que su liberalidad sea motivo de coacción para los demás.
Lo que queda fuera de toda duda es, en primer lugar, que el rey le dio a cada comensal la libertad de beber conforme a su propio deseo y, en segundo lugar, que este gesto de magnanimidad real se alejaba del protocolo habitual lo suficientemente como para merecer ser incluido y explicado en la narración.
Pero, ¿a qué viene este detalle? ¿Para qué ha querido mencionarlo el autor? Parece no añadir nada de importancia al significado de la historia de Ester. La respuesta, sin duda, es que el autor lo narra, sencillamente, porque así ocurrió. Este pequeño detalle añade verosimilitud a la narración. Sólo tiene sentido por cuanto las festividades realmente se celebraron de esta manera. Sugiere que el banquete y el modo de su celebración no son invenciones ficticias, sino hechos históricos. Por cierto, la sorprendente exactitud del Libro de Ester en sus descripciones de las costumbres cortesanas y del ambiente palatino debería otorgarle un alto grado de respeto histórico aun en aquellos datos que no son confirmados por la historia secular.


La reina Vasti también hizo un banquete para las mujeres en el palacio que pertenecía al rey Asuero (1:9).

Aquí hace acto de presencia la reina Vasti, y debemos pararnos un momento para hablar acerca de ella. Probablemente deba ser identificada con Amestris, la consorte de Asuero al principio de su reinado y madre de Artajerjes, siempre según Heródoto. Si éste es el caso, Vasti era una señora «de armas tomar», tal y como tendremos ocasión de ver.
Vasti preside un banquete celebrado simultáneamente para las esposas y mujeres de la corte (y quizás para otras mujeres también: Heródoto nos habla de al menos una mujer, una tal Artemisia, que llegó a ser oficial en el ejército de Jerjes). No tenemos ninguna evidencia para suponer que fuera habitual entre los persas entretener a las mujeres con un banquete aparte del de los hombres. Quizás fuera el gran número de invitados lo que hizo necesaria la segregación en esta ocasión, quedando los hombres fuera en el pabellón del jardín y las mujeres dentro en el edificio del palacio real.


Al séptimo día, … (1:10)

Es decir, el desvarío del rey tiene lugar en el último día de todos esos meses de festividades. Asuero, embriagado tanto por el vino como por el éxito de su fabulosa fiesta, comete una seria imprudencia que hará desplomarse estrepitosamente el acierto de su banquete.


… cuando el corazón del rey estaba alegre por el vino, … (1:10)

La palabra traducida como «alegre» cubre muchos matices, desde el contentamiento hasta la embriaguez. Aquí, evidentemente, indica que Asuero ha perdido la cordura de la sobriedad. Así pues, lo que sucede a continuación ocurre porque el rey está fuera de sí a causa de una borrachera. Son numerosos los ejemplos bíblicos de cómo el exceso de alcohol conduce a comportamientos indignos. Vienen a la mente los casos de Noé (Gén. 9:21–22), de Lot (Gén. 19:31–33), de los filisteos y Sansón (Jue. 16:25–30) o de la muerte de Amnón (2 Sam. 13:28). El Libro de Proverbios da en el clavo enseñando que, aunque el vino tomado en moderación contribuye a la alegría del ser humano (ver Jue. 9:13; Sal. 104:15; Prov. 31:6; Ecl. 10:19), tomado en exceso produce resultados nefastos:

El vino es escarnecedor, la bebida fuerte alborotadora, y cualquiera que con ellos se embriaga no es sabio (20:1).
¿De quién son los ayes? ¿De quién las tristezas? ¿De quién las contiendas? ¿De quién las quejas? ¿De quién las heridas sin causa? ¿De quién los ojos enrojecidos? De los que se demoran mucho con el vino, de los que van en busca de vinos mezclados. No mires el vino cuando rojea, cuando resplandece en la copa; entra suavemente, pero al final como serpiente muerde, y como víbora pica (23:29–32).
No es para los reyes beber vino, ni para los gobernantes desear bebida fuerte; no sea que beban y olviden lo que se ha decretado, y perviertan los derechos de todos los afligidos (31:4–5; cf Isa. 5:22–23; 28:7; 56:12; Os. 4:11).


… él ordenó a Mehumán, a Bizta, a Harbona, a Bigta, a Abagta, a Zetar y a Carcas, los siete eunucos que servían en la presencia del rey Asuero, … (1:10)

Poco sabemos acerca de estos eunucos. Algunos expertos señalan que sus nombres son auténticamente persas: el de Mehumán («fiable») deriva del persa antiguo; el de Carcas aparece en las tablillas de la Tesorería de Persépolis; Abagta se considera de origen iranio.
Harbona —su nombre en persa significa burrero— volverá a aparecer en el 7:9. Él será quien aconseje al rey que cuelgue a Amán en la horca preparada para Mardoqueo.
Estos eunucos eran hombres castrados que gobernaban los harenes reales y tenían acceso a ellos como enviados reales. A la vez, eran altos oficiales de la corte que servían y aconsejaban al rey.


… que trajeran a la reina Vasti a la presencia del rey con su corona real, para mostrar al pueblo y a los príncipes su belleza, porque era muy hermosa (1:11).

A fin de hacer inaceptable la orden del rey y justificar la negación de Vasti a obedecerla, ciertos textos judíos glosan este versículo diciendo que Asuero quería que apareciera desnuda o que ella tenía alguna deformación física que quería mantener escondida. Pero el texto bíblico no da autorización alguna a tales adiciones. No sugiere que hubiera ninguna ofensa a la modestia de la reina (aunque sí a su dignidad humana). Nos hace entender sencillamente que, después de mostrarles a sus invitados todos los tesoros reales, Asuero se dio cuenta de que aún le quedaba su tesoro más preciado. El vino le robó su sensatez y, en un alarde de magnanimidad, quiso obsequiar a sus comensales, como clímax de su fiesta, con este último regalo: una visión de su bellísima esposa Vasti.
La corona real contribuye al rico simbolismo del Libro de Ester: aquí, Vasti se niega a lucirla y perderá sus prerrogativas reales en consecuencia; más adelante, Amán querrá llevarla él mismo (6:8) y verá frustrados sus planes. En cambio, la corona simbolizará la exaltación de Ester (2:17) y de Mardoqueo (6:8–10).


Pero la reina Vasti rehusó venir al mandato del rey transmitido por los eunucos (1:12).

Asuero ha aparecido hasta aquí como un déspota a quien nadie se atreve a contradecir; pero también como un hombre débil que puede ser vencido por la bebida y por el afán de presumir de sus tesoros. Ahora, el poderoso emperador será desafiado por la reina y, para colmo, será avergonzado y humillado delante de aquellos mismos subordinados a quienes ha dedicado tiempo, dinero y esfuerzo con el fin de impresionarles con su majestad.
No se nos explican las razones por las que Vasti decidió desobedecer al rey, y sólo podemos especular en cuanto a sus motivaciones exactas. Desde luego, no hubo nada de extraño en que la reina fuera invitada a compartir el banquete real. No contravenía el protocolo palatino, porque las reinas persas solían comer con los reyes. Recordemos que Ester misma hará un banquete para Asuero y Amán. Seguramente, Vasti temía por su dignidad personal, bien a causa de la borrachera de los hombres, bien porque ella misma era tratada como un objeto de belleza.
En cambio, queda claro que Vasti tiene que haber sabido que su insubordinación significaría un desacato de la voluntad real que podía comportarle consecuencias peligrosas. Tiene que haber previsto el enfado del rey, aunque quizás no las dimensiones exactas que llevarían a su destitución. Ningún rey de aquel entonces podía tolerar que su consorte le desobedeciera de una manera tan descarada y pública.
Vasti, pues, se cree con suficiente ascendencia moral sobre su marido —y, posiblemente, con suficiente superioridad de carácter— como para afrontar su ira, desafiar su autoridad y salirse con la suya. Difícilmente lo habría hecho si no abrigara cierto desprecio hacia su marido y si no hubiera llegado a considerar que Asuero era un hombre débil de carácter que no se atrevería con ella.


Entonces el rey se enojó mucho y se encendió su furor en él (1:12).

¡Vaya anticlímax de la gran fiesta! ¡La gloria de Persia reducida al ridículo a causa de la insubordinación de una mujer!
La enorme frustración de Asuero es comprensible. Si toda la finalidad de los seis meses de celebraciones ha sido la de deslumbrar a sus súbditos con la gloria de su poderío y la altísima dignidad de su persona, todo se le viene abajo a causa de la obstinación de su propia mujer. ¿Qué pensarán los invitados? Lejos de tenerle en gran estima y llevar a casa gloriosas noticias acerca de su majestad, contarían chistes acerca de su impotencia. Si ven que no es capaz de mandar sobre su esposa, ¿cómo van a respetarle como cabeza del imperio?
Detrás del enojo de Asuero, se delata efectivamente un carácter débil. A pesar del esplendor de sus palacios y la riqueza de sus tesoros, es un pobre hombre zarandeado por sus inseguridades y complejos. Necesita compensar su falta de majestad personal por medio de los frágiles símbolos externos de su poderío. A lo largo de medio año, Asuero ha estado inflando el globo de su propia gloria y dignidad; con un solo acto de rebeldía, Vasti ha sabido desinflarlo.
¿Qué lectura debemos dar a este incidente? ¿Es la intención del autor que nos solidaricemos con el rey o con la reina? ¿Es Asuero un ejemplo flagrante de abuso de poder, o lo es Vasti de insubordinación? ¿Debemos deplorar la tiranía machista y la falta de sensibilidad de Asuero, o indignarnos ante la obstinación feminista y la falta de sumisión de Vasti?
Sin duda, las respuestas que se han dado a estas preguntas —y las que nosotros mismos les damos— dependen de aquello que sea percibido como políticamente correcto en cada generación. Durante siglos, las recriminaciones se dirigieron mayormente (aunque no exclusivamente) a Vasti. El sentir era: Sean cuales fueren los fallos de Asuero, aquella mujer no tenía derecho a dejarlo en evidencia de aquella manera; ella era su esposa y su súbdita, y por ambas razones le debía lealtad; por ese doble desacato se merecía la fulminante destitución que sufrió. Hoy en día, el sentir mayoritario es el contrario: Vasti es percibida como la noble defensora de la dignidad humana y la inocente víctima de la crueldad de un tirano.
El texto bíblico, por su parte, no hace comentario alguno. Se limita a hacer constar los hechos. Es como si el autor quisiera comunicarnos la idea de que, en un mundo caído y sin Dios, ésta es la clase de relación matrimonial que podemos esperar: el marido abusa de su mujer, y la esposa no se somete a la autoridad del marido. No es cuestión de determinar quién tiene razón. En un sentido, ambos la tienen; en otro, ninguno de los dos. Aquí vemos a una pareja en la cual el varón no honra a su esposa, sino que la somete a lo que ella seguramente percibía como una deshonra pública; y en la cual la mujer no se sujeta a su marido sino que le pone en ridículo delante de sus invitados. El hombre oscila entre la sensualidad, el desenfreno y la jactancia de un momento, y la rabia y la frustración de otro. En todo momento es el títere de sus pasiones. Pero la mujer no tiene nada que envidiarle en cuanto al orgullo, el desprecio y la obstinación.
¡Qué lejos estamos del modelo bíblico para el matrimonio! Según éste, el marido ama a su esposa, toma en consideración sus deseos y necesidades, no vulnera su conciencia ni la trata como un objeto, sino que la honra y se sacrifica a sí mismo por ella; y la esposa se somete gozosamente a su marido, respeta su autoridad y nunca hace nada que pueda humillarle. Todo el lujo y toda la ostentación del imperio más rico del mundo no puede compensar la ausencia de una verdadera felicidad conyugal que sólo las sencillas directrices de la Palabra de Dios pueden inspirar.
El texto bíblico comienza con un hombre y una mujer viviendo en armonía y respeto mutuo y ejerciendo el gobierno del mundo como virreyes de Dios. Termina con otro Rey celebrando un banquete de boda con su novia resplandeciente, los dos revestidos con aquella dignidad y caracterizados por aquel respeto mutuo que era la intención de Dios para el matrimonio desde el principio. Pero en medio tenemos la triste realidad de un mundo caído y fracasado, en el que todas las relaciones, incluida la conyugal, están falseadas por el egocentrismo (y la relación entre Asuero y Vasti constituye un ejemplo especialmente patético de ello). Sirvan como contraste con ellos el amor, la consideración y el sabio uso de la autoridad por parte de Mardoqueo y la sumisión, la dignidad y el recato de Ester. El ejemplo de los héroes de esta historia servirá para proponernos la clase de relación que debe existir entre personas temerosas de Dios, rescatadas por su gracia de la miseria de los patrones mundanos.


Y el rey dijo a los sabios que conocían los tiempos … (1:13)

Ante el desplante de la reina, Asuero decide consultar a sus consejeros. Algunos comentaristas ven en esto otro síntoma más de la debilidad del rey; pero debemos recordar que el comportamiento de Vasti tuvo implicaciones que aconsejaban una reunión del consejo de estado.
En aquel entonces, cada nación tenía sus hombres sabios que ejercían funciones de consejeros (Jer. 10:7): recordemos a los sabios y adivinos de Egipto (Gén. 41:8) o a los de Babilonia (Dan. 2:2, 27; 3:2–3; 5:12). Eran hombres a la altura de las circunstancias políticas y sociales del momento: conocían los tiempos. Es decir, sabían reconocer no sólo el mejor curso de acción a emprender, sino también el momento más propicio para ponerlo en marcha. Adquirían este conocimiento por medio de dos vías: por su conocimiento y análisis del mundo contemporáneo; y por el estudio de las estrellas, de los dados (ver 3:7) y de otras fuentes de adivinanza. Los «sabios» solían ser, a la vez, personas experimentadas en la vida política y entregadas a la astrología y a la magia. Reunían en sí las cualidades de asesores políticos y de practicantes de las artes ocultas. Se les tenía en mucha estima40.


… (pues era costumbre del rey consultar así a todos los que conocían la ley y el derecho, … (1:13)

Aquí el autor abre un paréntesis, que se extiende hasta el final del versículo 14, con el fin de explicar el uso de consejeros en la corte persa. La necesidad de este paréntesis sugiere que los primeros lectores no estaban familiarizados con el protocolo imperial y, por lo tanto, que el autor escribía a cierta distancia —geográfica o temporal— de los hechos narrados. Sin embargo, no es necesario suponer una distancia muy grande. Con sólo imaginar que los primeros lectores eran judíos acostumbrados a las costumbres babilónicas, pero que habían regresado a Judá después del decreto de Ciro (Esd. 1:1–4), cualquier autor residente en Persia se vería en la necesidad de aclarar esta clase de costumbre.
Aquí vemos la gran diferencia entre el imperio de Asiria-Babilonia y el de Persia. En aquél, la palabra del rey tenía rango de ley. En gran medida, el monarca estaba por encima de la ley. Por lo tanto, la función de los consejeros era darle al rey su parecer, pero éste lo aceptaba o lo rechazaba según su propio raciocinio. Pero en Persia, la ley estaba por encima del monarca, quien debía acatarla en todas sus gestiones. Asuero no puede deshacerse de Vasti sólo por capricho personal, sino que debe hacerlo de acuerdo con los dictados de la ley. Por eso necesita el consejo de personas que, además de destacar por su sabiduría personal y su conocimiento de las estrellas, sean expertas en cuanto a la legislación del país. Los consejeros reales debían ser hombres profundamente conocedores de lo que la ley prescribía, como también de los «derechos humanos» que ésta establecía (la ley y el derecho), porque el rey no tenía libertad de acción sin respetarlos. En Persia, pues, el rey estaba más atado en sus gestiones y, en consecuencia, sus ministros ejercían más autoridad. Estaban junto a él, no tanto por haber sido escogidos por él, como por proceder de familias nobles y por haber sido formados como expertos en la legislación del imperio.


… y estaban junto a él Carsena, Setar, Admata, Tarsis, Meres, Marsena y Memucán, los siete príncipes de Persia y Media … (1:14)

Sabemos muy poco acerca de estos siete príncipes. Memucán parece haber sido el portavoz del grupo (vs. 16–21). El nombre Carsena aparece en las «Tablillas de la Fortificación» de Persépolis. Algún comentarista ha sugerido que Admata quizás sea una corrupción de Artabano, el tío de Jerjes (como ya hemos visto en el caso del propio Asuero o de Vasti, los nombres persas, al ser traspasados al hebreo, solían sufrir notables deformaciones).
Sólo tres de los príncipes son mencionados en la Septuaginta, pero otros textos bíblicos confirman que el número habitual de consejeros reales era siete (ver, por ejemplo, Esd. 7:14). Siete eunucos (1:10); ahora, siete príncipes; en el 2:9, siete doncellas. Seguramente, los persas consideraban que siete era el número ideal para el servicio y el consejo.


… que tenían entrada a la presencia del rey y que ocupaban los primeros puestos en el reino): … (1:14)

Literalmente, el texto dice que los príncipes veían el rostro del rey. Pero, como indica nuestra traducción, la frase hace referencia a su derecho de entrada a la presencia real. Heródoto narra una historia según la cual los conspiradores que se unieron a Darío I en su lucha contra el falso Esmerdis en el año 522, hicieron prometer al rey que tendrían siempre el derecho a acceder a su presencia «excepto cuando se encontraba en la cama con una mujer». Es posible, pues, que los siete consejeros nombrados fueran representantes de las siete familias nobles de Persia.
Por tanto, este versículo está hablando del derecho de los siete príncipes a tener libre acceso al rey. Conviene que recordemos esto al leer otros textos bíblicos acerca de la contemplación del rostro de Dios. Por ejemplo, El Señor es justo; … los rectos contemplarán su rostro (Sal. 11:7); En cuanto a mí, en justicia contemplaré tu rostro (Sal. 17:15); Sus ángeles en los cielos contemplan siempre el rostro de mi Padre (Mat. 18:10); Sus siervos le servirán; ellos verán su rostro (Apoc. 22:4). Estos textos no están hablando de una visión beatífica en la cual quedamos anonadados por la hermosura de las facciones de nuestro Señor. Al menos, éste no es su significado primario. Más bien, nos están hablando del alto privilegio, concedido por el evangelio, mediante el cual tenemos el derecho a acceder al Señor, a morar en su presencia y a disfrutar de la comunión con él.


… Conforme a la ley, ¿qué se debe hacer con la reina Vasti, por no haber obedecido el mandato del rey Asuero transmitido por los eunucos? (1:15).

Se cierra el paréntesis y volvemos a la consulta del rey. Pero, gracias al paréntesis, estamos en condiciones de entenderla mejor. Asuero no puede tomar medidas contra Vasti a su antojo. Tiene que respetar la legislación vigente y actuar «conforme a la ley». Por tanto, quiere saber qué opciones legales le quedan y qué precedentes pueden servir como ejemplos a seguir.


Y en presencia del rey y de los príncipes, Memucán dijo: … (1:16)

No sabemos si Memucán habla como el portavoz habitual de los príncipes o en nombre propio. Tampoco sabemos cuáles eran sus intereses personales en el asunto. Conviene recordar que, si Vasti era hija de una de las siete familias, alguno de los príncipes podría haber sido pariente suyo; y, si no lo era, todos ellos quizás tuvieran cierto interés en verla destituida.


… La reina Vasti no sólo ha ofendido al rey sino también a todos los príncipes y a todos los pueblos que están en todas las provincias del rey Asuero (1:16).

Memucán se revela como un consejero de gran astucia. Tiene la sabiduría de transformar lo que es, en principio, un asunto íntimo del rey en una cuestión de estado. Así incita a Asuero hacia una venganza personal contra Vasti so pretexto de estar defendiendo valores imperiales.
Sin embargo, no debemos apresurarnos a desvelar intenciones siniestras en las palabras de Memucán, porque bien podríamos caer en el error de juzgarlas conforme a los prejuicios de nuestro propio siglo. Detrás de la lógica maquiavélica de sus argumentos, se revela una indignación que bien podría haber sido auténtica. Es del todo posible que, además de proteger la imagen personal del rey, deseara cortar de raíz un precedente que, de consentirlo con impunidad, podría llegar a causar estragos en la fábrica social del imperio. El desacato al rey en una situación pública no es un asunto meramente personal, aun cuando la ofensa procede de su propia esposa, sino una cuestión política altamente significativa. Memucán hace bien en destacar que comporta posibles repercusiones sociales de importancia. A nivel político— nivel que por delicadeza él no hace explícito—, podría significar una merma de la autoridad del rey, justo cuando éste acababa de lograr consolidar su imperio. A nivel social, podría sentar un precedente perjudicial a los valores matrimoniales que prevalecían en aquella sociedad y que los príncipes tenían la obligación de defender.


Porque la conducta de la reina llegará a conocerse por todas las mujeres y hará que ellas miren con desdén a sus maridos, y digan: «El rey Asuero ordenó que la reina Vasti fuera llevada a su presencia, pero ella no fue». Y desde hoy las señoras de Persia y Media que han oído de la conducta de la reina hablarán de la misma manera a todos los príncipes del rey, y habrá mucho desdén y enojo (1:17–18).

Es interesante escuchar un comentario femenino sobre estas palabras: El argumento de Memucán puede haber resultado convincente para los varones presentes, pero no toma muy en cuenta la psicología femenina; pues, por regla general, las mujeres no se solidarizan tan fácilmente como los hombres a la hora de llevar a cabo acciones concertadas. Es decir, Memucán habla como si las mujeres persas fueran ovejas que siguen ciegamente el ejemplo de su líder; pero, de hecho, ¡las mujeres no se dejan llevar tanto como los hombres!
De acuerdo. Probablemente la actitud de Vasti fuera tan criticada por ciertos sectores de la sociedad femenina persa como por la casi totalidad de la sociedad masculina. Sin duda, Memucán exagera cuando habla de todas las mujeres. Pero, con todo, su argumento esencial es correcto: si no se toman medidas enérgicas para neutralizar su efecto, el mal ejemplo de la reina les servirá de excusa a todas aquellas mujeres de la corte que ya están predispuestas a exteriorizar actitudes de rebeldía e insumisión hacia sus maridos. Por lo tanto, no sólo es cuestión de que el rey haga algo para sanear su propia situación matrimonial, sino que todo el gobierno debe tomar medidas para que el inoportuno precedente se convierta en una oportuna advertencia.


Si le place al rey, proclame él un decreto real y que se escriba en las leyes de Persia y Media para que no sea revocado, … (1:19).

Nuevamente, recordemos que así era el sistema legal del imperio persa. Una vez proclamado un decreto, ni siquiera el rey podía revocarlo (Dan. 6:8). Este hecho tendrá grandes consecuencias en la historia posterior de Ester (ver 3:8–15 y 8:3–14, y especialmente el 8:8). Mientras tanto, el castigo de Vasti será ejemplar por su carácter irrevocable y drástico.


… que Vasti no entre más a la presencia del rey Asuero, y que el rey dé su título de reina a otra que sea más digna que ella (1:19).

Aunque la intención del decreto que Memucán elabora se dirige en contra de la potencial insubordinación de todas las esposas del imperio, sin embargo el príncipe revela un nuevo ejemplo de astucia política al no hacer constar de una manera abierta esa intención. Al contrario, las medidas explícitas que propone (v. 19) sólo contemplan la destitución de Vasti, pero la finalidad que persiguen es la de actuar como escarmiento para mantener a raya a las demás mujeres (v. 20).
El decreto contra Vasti consta de dos cláusulas: el divorcio y la pérdida de sus títulos reales. En cuanto a lo segundo, es de observar que, mientras que hasta aquí siempre se nos ha hablado de la reina Vasti (1:9, 11, 12, 15, 16, 17, 18), a partir del versículo 19 el autor no volverá a emplear el título real, sino que dirá Vasti a secas (1:19; 2:1, 4, 17).
En cuanto a lo primero, la expresión no entrar más a la presencia del rey no debe entenderse en un sentido literal y absoluto, sino con los mismos matices que la frase semejante empleada en el versículo 14. Hasta aquí, Vasti ha disfrutado de cierto derecho de acceso al rey por su condición de consorte real. A partir de ahora será confinada en los departamentos femeninos del complejo palatino. No será desterrada, porque a fin de cuentas sigue siendo la madre del príncipe heredero, además de ser ella misma vástago de una de las familias nobles del imperio. Pero, en lo sucesivo, no podrá ejercer ninguna influencia directa sobre el rey. Tendrá que limitarse a las pequeñas intrigas de la vida palaciega. Su castigo corresponde a su desacato: ella no ha querido comparecer cuando el rey lo deseaba; ahora no podrá comparecer nunca más ante él aunque lo desee.
La destitución de Vasti recibe cierta confirmación a través de las evidencias circunstanciales que rodean la historia de Amestris. Para empezar, parece no haber tenido más hijos después del nacimiento de Artajerjes (alrededor del año 483)50, lo cual se presta a diferentes interpretaciones, una de las cuales es que no volvió a tener relaciones matrimoniales con el rey. Luego, Heródoto nos cuenta los amoríos de Asuero con una cuñada suya estando en Sardis en la campaña griega (invierno del año 480–479), amoríos que son más fáciles de entender si contamos con que había habido un deterioro de su relación con la reina. Este mismo dato arroja luz sobre otro tema: en aquel entonces, era habitual que las mujeres de la familia real y de la nobleza acompañasen a los varones en las campañas militares. Es de observar que Amestris no aparece en el campamento real, sino —siempre según las evidencias de Heródoto— en el palacio de Susa52. Allí, por cierto, se dedicó a las intrigas que iban a otorgarle una fama nefasta, entre ellas el asesinato de una sobrina de Asuero de la que sospechaba se entendía con el rey.
Antes de dejar este versículo, tomemos buena nota de la frase otra que sea más digna que ella. Aún no ha entrado Ester en escena, pero esta frase anticipa su aparición. Ella tendrá en plenitud aquellas virtudes cuya ausencia causaron la caída de Vasti.


Y cuando el decreto que haga el rey sea oído por todo su reino, inmenso que es, entonces todas las mujeres darán honra a sus maridos, a mayores y a menores (1:20).

Nuevamente, Memucán yerra en cuanto a la psicología femenina. La verdadera honra depende de la honorabilidad del marido y de la libre disposición de la esposa, y no puede ser provocada por decreto real. Pero acierta en lo esencial de sus propósitos: el decreto contribuirá a garantizar el conformismo social. Intimidará a las esposas, las cuales se verán obligadas a mantener una apariencia de docilidad.
El decreto se dirige a todos los estamentos de la sociedad. Como ya vimos en el versículo 5, la referencia a mayores y a menores podría contemplar a los ancianos y a los jóvenes; pero es más probable que se refiera tanto a los más poderosos como a los más humildes. Los requisitos matrimoniales no conocen distinciones de clase social. La insubordinación de Vasti ha sido visible para todos, tanto para los mayores como para los menores, al haberse perpetrado en medio de un banquete abierto a todos. Su influencia perniciosa puede haber infectado a todos. Por lo tanto, el decreto debe llegar a todos.


Esta palabra pareció bien al rey y a los príncipes, y el rey hizo conforme a lo dicho por Memucán (1:21).

De una manera genial, Memucán ha logrado poner el dedo en la llaga de la vulnerabilidad masculina. Ha hecho que todos sus oyentes se vean implicados en la situación de Asuero —puestos en ridículo por sus esposas— y que sientan el temor de no poder controlar sus casas. Además, lo ha conseguido sin ofender la sensibilidad del propio Asuero (no ha tenido que decir explícitamente que Vasti le ha puesto en evidencia).
Algún comentarista ha sugerido que el decreto real fue decidido de una manera caprichosa que dista mucho de la seriedad habitual de la legislación persa: un solo discurso lleva al rey, aún ebrio, a decretar una nueva ley designada para proteger los intereses masculinos. Pero no debemos suponer que el debate se limitara al discurso de Memucán ni que tuviera lugar sólo durante el mismo día del desplante de Vasti. El texto bíblico suele resumir y concentrar la acción y omite frecuentemente aquello que no contribuye a la línea principal de la historia. En este caso, el mismo texto indica que hubo un intercambio de pareceres y, si bien el discurso de Memucán constituyó el momento decisivo de las deliberaciones, no debemos suponer que los demás príncipes y consejeros no participaron en el debate, ni que éste se llevó a cabo con prisa y con liviandad.


Y envió cartas a todas las provincias del rey, a cada provincia conforme a su escritura y a cada pueblo conforme a su lengua, … (1:22)

El envío del decreto arroja luz sobre dos características importantes del imperio persa: su sistema de correos y su respeto a las culturas minoritarias. En cuanto a lo primero, lo mejor que podemos hacer es citar el testimonio de Heródoto:

No hay nada mortal que viaje con la velocidad que lo hacen los mensajeros persas. El plan completo es una invención persa y he aquí el método que utilizan. A lo largo de todo el camino hay hombres estacionados con caballos, en número igual al número de los días que ha de durar el viaje, permitiendo un hombre y un jinete por día, y nada impedirá a estos hombres llevar a cabo [la jornada] a la mejor velocidad que les permita la distancia que hayan de cubrir, ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor, ni la oscuridad de la noche. El primer jinete hace entrega de su despacho al segundo y éste se lo pasa al tercero y, de ese modo, va pasando de mano en mano, a lo largo de toda la línea, como la luz en las carreras de antorchas que los griegos celebran a Ephaestus. Los persas dan a este correo a caballo el nombre de «angareion».

El Libro de Ester enfatiza con cierta insistencia el derecho de cada pueblo del imperio a emplear su propia lengua (ver la última frase de este mismo versículo y también el 3:12 y el 8:9). El arameo era la lengua oficial del imperio en las comunicaciones internacionales, y la sola mención de este detalle sugiere que constituía una novedad o que se trataba de casos excepcionales. Parece corresponder a la misma clase de consideración que Asuero ya había manifestado al no esperar que sus invitados se sujetaran a las costumbres de la corte en cuestiones de bebida (v. 8).


… para que todo hombre fuera señor en su casa … (1:22)

El decreto no especificaba cómo los hombres habían de imponer su autoridad marital, lo cual ha llevado a algunos comentaristas a considerar que era un decreto absurdo, fruto de la patética frustración de un rey débil. Esta lectura es posible, pero no incontrovertible. Mediante el decreto, la corte establecía su determinación a apoyar las estructuras familiares convencionales, amenazadas por la insubordinación de la reina. No hacía falta que el decreto explicara los métodos a seguir: el propio decreto servía para respaldar la autoridad del marido y para intimidar a cualquier esposa que aspirara a una autonomía insumisa.


… y que en ella se hablara la lengua de su pueblo (1:22).

Aunque el sentido exacto de esta frase es motivo de debate (de ahí las variaciones en las versiones bíblicas), la idea general parece ser que el gobierno del esposo en la casa debía mostrarse por el hecho de que la lengua nativa del cabeza de familia sería la utilizada por toda ella. Se ve que el rey aprovechó el envío del decreto sobre Vasti para incluir también un decreto sobre el uso de los idiomas del imperio. Por razones no explicadas, tiene a bien admitir las aspiraciones autonómicas de los pueblos bajo su dominio, a la vez que determina suprimir cualquier amago de autonomía en las mujeres. En esto sigue el ejemplo de Ciro el Grande, quien también contribuyó al desarrollo de culturas minoritarias dentro del imperio. Aquí tenemos otro detalle que refuerza la veracidad histórica de la narración: difícilmente se habría incluido esta frase de tratarse de una historia inventada.
Nuevamente nos preguntamos qué lectura debemos dar a la destitución de Vasti y al decreto del rey. El mismo texto se limita a hacer constar los hechos sin ofrecernos comentarios explícitos, lo cual ha permitido que cada generación haya interpretado la situación de acuerdo con los criterios de la época. En épocas de hegemonía masculina, el discurso de Memucán y el decreto real han parecido eminentemente razonables. En momentos de tendencia feminista, como el nuestro, parecen absurdos y aberrantes.
Como en el caso del desplante de Vasti, sin embargo, nos parece que la manera correcta de llegar a entender bien el texto es colocándolo dentro de su contexto general como parte del canon bíblico. Entonces entendemos que estos hechos corresponden a un triste patrón que se repite constantemente en la vida matrimonial desde que el ser humano cayó en el pecado y dejó de acatar la voluntad de Dios: cuando la esposa deja de ser ayuda idónea para su marido (Gén. 2:18), éste responde imponiendo su dominio sobre ella (Gén. 3:16).
No es cuestión de solidarizarnos ni con Vasti ni con los príncipes, sino de comprender que tanto la una como los otros actuaron de maneras que corresponden a un mundo que desconoce a Dios. Los príncipes no erraron al condenar la insubordinación de Vasti o al esperar que las mujeres dieran honra a sus maridos, porque las Escrituras revelan que toda esposa temerosa de Dios se sujetará a su marido y procurará darle honor:

Las mujeres estén sometidas a sus propios maridos como al Señor … Así como la iglesia está sujeta a Cristo, también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo (Ef. 5:22, 24; cf. Col. 3:18).

Tampoco erraron al considerar que el marido debe ser señor de su casa, porque las Escrituras enseñan a las mujeres a respetar el señorío de sus maridos:

Porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia (Ef. 5:23).
Mujeres, estad sujetas a vuestros maridos … Así obedeció Sara a Abraham, llamándolo señor, y vosotras habéis llegado a ser hijas de ella (1 Ped. 3:1, 6).

Donde se equivocaron los príncipes fue al considerar que tenían derecho a sujetar a sus esposas por medio de la coacción producida por una legislación, tratándolas así como seres inferiores a las que mandar y restándoles dignidad y honor. Las mismas Escrituras que ordenan a las mujeres que se sujeten a sus maridos, nunca ordenan a los maridos que obliguen a sus mujeres a sujetarse. En la Palabra de Dios, la sumisión de la mujer nunca es una imposición masculina, sino un compromiso que la propia mujer asume libre y gozosamente por amor al Señor. Por lo tanto, el comportamiento de Asuero en el capítulo 1 de Ester no refleja la enseñanza bíblica, sino que es una caricatura de ésta, una pobre expresión de la imagen de Dios, ya deformada, en el hombre caído.

 
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