INFLUENCIA DEL CLERO EN LA POLÍTICA: La Guerra Cristera
El Estado mexicano es oficialmente laico. La separación entre las instituciones religiosas y la administración política de la nación quedó consagrada en la Constitución de 1857, y fue ratificada en la constitución vigente. La constitución de 1824 declaraba que la religión oficial de la República sería la católica, y Morelos señalaba que no debería haber tolerancia para ninguna otra. A partir de la segunda mitad del siglo XX, inició un proceso de introducción de credos diferentes al católico.
La década de 1920 fue marcada por un conflicto religioso conocido como la Guerra Cristera, en la cual muchos campesinos alentados por el clero se enfrentaron al gobierno revolucionario que había decidido poner en vigencia las leyes constitucionales de 1917. Entre las medidas contempladas por la Carta Magna estaban la supresión de las órdenes monásticas y la cancelación de todo culto religioso. La guerra concluyó con un acuerdo entre las partes en conflicto (Iglesia Católica y Estado), por medio del cual se definieron los respectivos campos de acción.
EL ESTABLECIMIENTO DE LA PERSONALIDAD JURÍDICA
Hasta la mitad de la década de 1990, la constitución mexicana no reconocía la existencia de ninguna agrupación religiosa. En 1993 fue promulgada una ley mediante la cual, el estado les concedía personalidad jurídica como Asociaciones religiosas. Este hecho permitió el restablecimiento de relaciones diplomáticas con el Vaticano, al cual, el Estado mexicano no reconocía como entidad política.
El 26 de enero de 2007 el Papa Benedicto XVI erigió la diócesis de Ensenada con el presbitero Sigifredo Noriega Barceló como primer obispo, dividiéndose el país actualmente en 84 circunscripciones eclesiásticas.
LAS ESTADÍSTICAS ACERCA DE LA RELIGIÓN
Según las cifras del INEGI, la mayor parte de los mexicanos se declara católica (aproximadamente un 96%).
La segunda agrupación religiosa son los Testigos de Jehová, que suman más de 1 millón de adeptos, que convierten a la congregación mexicana de esa religión en la segunda a nivel mundial.
En tercer lugar se encuentra la Iglesia de la Luz del Mundo, que tiene su centro en La Hermosa Provincia, una colonia de Guadalajara.
Las denominaciones pentecostales tienen también una presencia importante, sobre todo en las ciudades de la frontera y las comunidades indígenas. De hecho, las iglesias pentecostales juntas suman más de 1.300.000 adeptos, que en números netos las colocan como el segundo credo religioso en México. Cambia la situación cuando se consideran las diferentes denominaciones pentecostales como entidades separadas.
La proporción de católicos es variable en diferentes ámbitos sociales. En las ciudades, suele ser más baja, aunque hay algunas regiones indígenas en donde los integrantes de credos protestantes alcanzan un porcentaje de 30%. Incluso, en algunas zonas de Chiapas, la comunidad de indígenas musulmanes suma unos 5.000 creyentes.
La mayor diversidad religiosa se presenta en la zona norte del país, fronteriza con los Estados Unidos, y en el sureste, cuya población tiene un fuerte componente indígena. El centro, y especialmente la región del Bajío, es abrumadoramente católica. Por ejemplo, el 95% de los POBLADORES originarios de Aguascalientes, se declara católico, igual que poco más del 90% de la población de Jalisco y Guanajuato.
También es importante el número de personas que no profesan ninguna religión. Suman más de 2 millones del total de 84 millones de personas mayores de 5 años (cerca del 3% del universo contemplado en los tabulados del INEGI).
LA INTOLERANCIA RELIGIOSA CAUSA DE MUCHAS TENSIONES PELIGROSAS
En ciertas regiones, la profesión de un credo diferente del católico es vista como una amenaza para la unidad comunitaria.
Se argumenta que la religión católica forma parte de la identidad étnica, y que los protestantes no están dispuestos a participar de los usos y costumbres tradicionales (el tequio o trabajo comunitario, la participación en las fiestas patronales y cuestiones similares).
La negativa de los protestantes se debe a que La Biblia no les permite participar en el culto a las imágenes. En los casos extremos, la tensión entre católicos y protestantes ha dado lugar a la expulsión de los protestantes en varios pueblos. Los casos más conocidos son los de San Juan Chamula , en Chiapas, y San Nicolás, en Ixmiquilpan , Hidalgo.
Un argumento similar fue presentado por un comité de antropólogos para solicitar al gobierno de la República la expulsión del Instituto Lingüístico de Verano (ILV), en el año 1979, al cual se acusó de promover la división de los pueblos indígenas al traducir la Biblia a los idiomas vernáculos y evangelizar en un credo protestante que amenazaba la integridad de las culturas populares. El gobierno mexicano prestó atención al llamamiento de los antropólogos y canceló el convenio que tenía celebrado con el ILV.
Los conflictos también se han dado en otros ámbitos de la vida social. Por ejemplo, dado que los Testigos de Jehová tienen prohibida la rendición de honores a los símbolos patrios (algo que en las escuelas públicas de México se realiza cada lunes), los niños que han sido educados en esa religión eran expulsados de las escuelas públicas. Este tipo de problemas sólo se resuelven con la intervención de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y no siempre con resultados favorables para los niños.
LA RELIGIÓN POPULAR CIEGA: UNA AMALGAMA DE VARIAS RELIGIONES Y CREENCIAS
Más allá de las iglesias y denominaciones religiosas, persiste en México un fenómeno que algunos antropólogos y sociólogos llaman Religión Popular, esto es, la religión tal y como la practica y entiende el pueblo.
En México, el componente principal es la religión católica, a la que se han adherido elementos de otras creencias, ya de origen prehispánico, africano o asiático.
En general, la religiosidad popular es vista con malos ojos por las religiones estructuradas. Uno de los casos más ejemplares de la religiosidad popular es el culto a la Santa Muerte.
La jerarquía católica se empeña en calificarla como culto satánico. Sin embargo, la mayor parte de las personas que profesan este culto se declaran a sí mismos como creyentes católicos, y consideran que no hay ninguna contradicción entre los homenajes que brindan a la Niña Blanca y la adoración a Dios.
Otros ejemplos son las representaciones de la Pasión de Cristo y la celebración del Día de Muertos, que se realizan en el marco del imaginario cristiano católico, pero bajo una reinterpretación muy particular de sus protagonistas.
¿Debe la iglesia inmiscuirse en política?
La religión católica, tiene una innegable presencia en nuestra cultura. Ciertos espacios de socialización, de formas de asumir la vida, hasta la misma disposición espacial de las ciudades y pueblos, tienen que ver con la influencia de la Iglesia que se ha mantenido prácticamente incólume desde los tiempos de la Nueva España, a pesar de los embates de la secularización de los siglos XVIII y XIX, y de la radicalización de los gobiernos revolucionarios de los generales Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas. Las relaciones entre el Estado y la Iglesia han sido francamente complicadas y tormentosas, pero al mismo tiempo ambas instancias han aprendido a negociar y buscar espacios para la conciliación.
Para 1859 se declaró la nacionalización de todos los bienes eclesiásticos y con la reducción de los fueros o privilegios a clérigos y la imposibilidad de que los asuntos civiles fueran ajusticiados por tribunales eclesiásticos-- disposiciones de la Ley Juárez del 23 de noviembre de 1855-- la Iglesia quedó desplazada como poder y se estableció una clara separación con respecto del Estado una vez que las Leyes prerreformistas y las de Reforma fueron incorporadas a la Constitución de 1857, el 25 de septiembre de 1873. En síntesis, el objetivo principal del Estado era secularizar no solo la política sino la vida cultural y separar claramente los ámbitos de lo temporal y espiritual.2 El culto fue constreñido a las paredes de las iglesias: procesiones y festividades religiosas, los crudos atavíos de monjas y sacerdotes fueron consignados a espacios ex profeso y los representantes del gobierno fueron prevenidos para no participar en actos religiosos. En 1875 una rebelión de “religioneros” enarboló demandas al grito de religión y fueros como respuesta a la radicalización del gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada.
No obstante el “extremismo” de los liberales lo cierto es que la Iglesia --hábil para manejar las coyunturas y buscar mecanismos de conciliación-- corrió con la suerte de que el régimen encabezado por el general Porfirio Díaz, optó por el respeto de las formalidades constitucionales y una práctica condescendiente.
En efecto, las leyes se respetaron en la forma y la Iglesia mantuvo amplias libertades para reorganizarse y fortalecerse. El porfiriato permitió que las bases sociales acudieran al llamado del papa León XIII quien, en la encíclica Rerum Novarum sobre la cuestión social y la situación de los obreros, exhortaba la necesidad de una tercera vía alternativa al liberalismo y el socialismo. El proyecto consistía en recatolizar a la gente y establecer la constitución cristiana del Estado. Ésta partía de la noción fundamental de independencia y no separación con respecto de este último, es decir, reconocimiento de la Iglesia como sociedad perfecta con plenos derechos y garantía constitucional para desempeñar sus actividades.
No es sorprendente entonces que los gobiernos revolucionarios, herederos de la tradición liberal reformista, pretendieran colocar al Estado por encima de cualquier poder frente a las diligencias que la Iglesia se tomaba. Y en este sentido es que el general Plutarco Elías Calles, el más radical en materia religiosa, obtuvo del Congreso en enero de 1926 la aprobación de la Ley Reglamentaria del artículo 130, la cual facultaba al poder federal la regulación de la “disciplina” de la Iglesia y confirmaba el desconocimiento de la personalidad jurídica de la Iglesia, de tal suerte que los sacerdotes serían considerados como simples profesionistas y las legislaturas estatales tendrían facultad para determinar el número máximo de sacerdotes dentro de su jurisdicción. Se requería, además, un permiso de la secretaría de Gobernación para la apertura de nuevos lugares de culto.
Cinco meses después, el presidente expidió la “Ley Calles” que reunió todos los decretos y reglamentaciones de los artículos relacionados con la Iglesia, además de que se establecían sanciones a los infractores de los artículos 3°, 5°, 24 , 27 y 130 constitucionales. El resultado fue la suspensión del culto que los jerarcas de la Iglesia determinaron para el 31 de julio del mismo año. Los seglares, organizados en la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa --organización que aglutinaba otras más como los Caballeros de Colón, la Unión de Damas Católicas y la Asociación Católica de la Juventud Mexicana determinó encabezar un boicot económico para presionar la derogación de dicha ley.
Ante la negativa del gobierno, la Liga determinó que la acción cívica se había agotado y que el levantamiento armado sería el 1° de enero de 1927, pero levantamientos espontáneos en Zacatecas habían dado inicio a la cristiada.
La rebelión de los cristeros fue un mosaico de expresiones y motivaciones, significó un recrudecimiento de las contradicciones ya existentes en comunidades campesinas donde se evidenciaba, por una parte, el impacto de la secularización decimonónica en algunos pueblos que optaron por ser agraristas y, por otro, la presencia clerical con toda la infraestructura que la “tercera vía” instrumentó para restaurar el orden en Cristo mediante las fuerzas cristeras.
En 1929 la alta jerarquía eclesiástica pactó unos arreglos con el nuevo presidente Emilio Portes Gil sin considerar, claro está, a los militantes seglares y cristeros. El gobierno se comprometía a la no aplicación de los artículos constitucionales “molestos” para la Iglesia, pero sin reformarlos, y el culto público fue reanudado.
Los ánimos se aplacaron por unos breves años hasta que en 1934, se reformó el artículo 3° para introducir la educación socialista. Una nueva oleada de cristeros surgió pero sucumbió ante la actitud conciliadora de Lázaro Cárdenas y la disposición de la jerarquía eclesiástica a continuar negociando. Por otro lado, el modus operandi que desde 1929 se estableció, en el que el gobierno no aplicaba con rigor los artículos relacionados con la Iglesia, y ésta no se inmiscuía abiertamente en los asuntos políticos, permitió que los conflictos no se desbordaran.