viernes, 15 de mayo de 2015

Santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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EVANGELIZAR: LA NECESIDAD DE RESPONDER A TODOS


Bueno, todo eso de los argumentos en pro de la existencia de Dios y las pruebas de la resurrección resulta interesante, y sé que tiene su importancia, pero nunca lo he necesitado —, dijo el pastor mirando por el espejo retrovisor para cambiar de carril.
El joven sentado a su lado permaneció callado, impresionado por lo que acababa de escuchar.
El pastor prosiguió:
—La gente a la que le predico el evangelio no pregunta esas cosas. Realmente, no les interesa si una verdad es objetiva o no, ni qué dijeron los historiadores antiguos sobre Jesús y la resurrección, ni las soluciones al problema del mal. La mayoría de las personas no consideran filosóficamente lo que creen.
Al fin, el joven dijo abruptamente:
—¿En serio? ¡Esa es la única clase de preguntas que siempre me hacen!

Él provenía de una familia que de cristiana solo tenía el nombre. Había sido criado en una parte del país donde la religión suele ser ridiculizada. Cuando al fin llegó a ser cristiano —mientras estudiaba en la universidad—tuvo que lidiar con una serie de preguntas difíciles acerca de su fe; los inconversos con que se relacionaba estaban cabalmente preparados para ser escépticos y agnósticos. Toda su vida estuvo muy consciente de que el mundo se opone al cristianismo en el terreno intelectual. Cada vez que hablaba de Cristo con alguien, la persona le planteaba, en forma ineludible, algunas de las objeciones que él mismo se había formulado antes. Por eso le parecía inconcebible que un pastor pudiera ministrar sin haber enfrentado la misma clase de oposición.

Estos dos hombres estaban comprometidos en dos ministerios diferentes, ambos importantes y necesarios. El del pastor se enfocaba en la evangelización, en cambio el joven era usado por Dios en un peculiar ministerio de preevangelización, en el cual antes que intentar llevar a la persona a Cristo, eliminaba lo que le obstaculizaba creer. Más que predicar la Palabra, invertía tiempo razonando para explicar por qué las objeciones carecen de fundamento. En vez de pedir el compromiso espiritual inmediato, procuraba el acuerdo intelectual en aspectos que deben ser comprendidos antes de poder aceptar el evangelio.

Si alguien no cree, por ejemplo, que Dios existe y puede obrar milagros, no tiene sentido que le digan que Dios levantó a Jesús de los muertos, porque eso es un milagro, ¡y bien grande! No toda la gente plantea preguntas de esta clase, pero cuando lo hacen necesitan recibir respuestas antes de poder creer. A veces, antes que podamos hablar del evangelio, tenemos que allanar el camino, eliminar los obstáculos y responder las preguntas que impiden que la persona acepte al Señor. El siguiente cuadro aclara las diferencias entre la evangelización y la preevangelización.



 

Por lo tanto, la evangelización y la preevangelización son ministerios distintos. Sabemos que la Biblia nos dice que evangelicemos, pero ¿qué ocurre con la preevangelización? ¿Es solo para unos pocos genios especialmente dotados o deberíamos efectuarla todos? ¿Tenemos, en realidad, que responder a toda persona? Hay tres razones sencillas que explican por qué necesitamos involucrarnos en la preevangelización.


LOS INCONVERSOS PLANTEAN BUENAS PREGUNTAS

Las objeciones que los inconversos plantean casi nunca son triviales. A menudo se enfocan directamente al corazón de la fe cristiana y desafían sus propios fundamentos. Si los milagros no son posibles, entonces ¿por qué creer que Cristo era Dios? Si Dios no puede controlar el mal, ¿es en realidad, digno de adoración? Enfréntelo: Si tales objeciones no tienen respuesta, mejor creamos en cuentos de hadas. Estas son preguntas razonables que merecen respuestas razonables.

NOSOTROS TENEMOS BUENAS RESPUESTAS

La mayoría de los escépticos oyen solo las preguntas y creen que no hay respuestas. Sin embargo, en realidad tenemos grandes respuestas para sus preguntas. El cristianismo es verdadero. Eso significa que la realidad siempre estará de nuestra parte y que solo tenemos que encontrar la prueba apropiada para responder cualquier pregunta. Afortunadamente, los pensadores cristianos han contestado esas preguntas incluso desde los tiempos de Pablo, y podemos recurrir a su sapiencia para ayudarnos a encontrar las respuestas que deseamos.


DIOS NOS MANDA QUE LES CONTESTEMOS

Esta es la razón más importante. Dios nos ordena hacerlo. En 1 Pedro 3:15 leemos: «Santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros».

Este pasaje afirma varias cosas importantes. Primero, dice que debemos estar preparados. Puede ser que nunca nos crucemos con alguien que formule preguntas difíciles acerca de nuestra fe, pero, de todos modos, debemos estar listos por si se presenta la ocasión. Estar preparados no es solo tener a disposición la información correcta, sino también una actitud dispuesta y el anhelo de dar a conocer a otros la verdad que creemos.

Segundo, tenemos que presentar defensa a los que formulen preguntas. No esperemos que todos necesiten preevangelización, pero cuando la gente la requiera, debemos ser capaces y estar dispuestos a darles respuestas.

Por último, cuando respondemos, vinculamos la preevangelización con el establecimiento de Cristo como Señor de nuestros corazones. Si Él es realmente el Señor, debemos obedecerlo «derribando argumentos, y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo» (2 Corintios 10:5). En otras palabras, debemos confrontar estos asuntos tanto en nuestra mente como en los pensamientos que expresan otras personas, lo que constituye el impedimento para conocer a Dios. La preevangelización trata, precisamente, de eso.

Sin embargo, ese pasaje no es el único que manda preevangelizar. Judas 3 también exhorta: «Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos». Judas escribe a gente atacada por falsos maestros y tenía que animarlas a proteger la fe tal como fue revelada a través de Cristo. En el versículo 22, Judas expresa una declaración significativa en cuanto a la actitud que debemos tener cuando dice: «A algunos que dudan, convencedlos».

También hay un pasaje en Tito que requiere que el liderazgo de la iglesia conozca las evidencias cristianas. Cualquier anciano de la iglesia debe ser: «Retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen» (1:9).

Pablo, en 2 Timoteo 2:24, 25, también nos indica cuál debe ser nuestra actitud en este obrar: «Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad». Cualquiera que intente responder las preguntas de los inconversos seguramente será maltratado y tentado a impacientarse, pero nuestro objetivo principal es que puedan llegar a conocer la verdad de que Jesús murió por sus pecados. Con una tarea tan importante entre manos, no debemos descuidar la obediencia a este mandamiento.


PERO, ¿QUÉ ACERCA DE …?

Sin duda, algunos ya habrán pensado en varias razones por las que no tenemos que comprometernos en la preevangelización. Algunas hasta parecen ser «bíblicas». No hay manera en que podamos responder a todas esas objeciones, pero hay unas cuantas, muy comunes, que merecen un momento de atención.


«LA BIBLIA DICE: NUNCA RESPONDAS AL NECIO DE ACUERDO CON SU NECEDAD»

Estamos de acuerdo con Proverbios 26:4. También lo estamos con el versículo que sigue: «Responde al necio como merece su necedad, para que no se estime sabio en su propia opinión» (26:5). Ese pasaje nos enseña que debemos ser cuidadosos respecto a elegir cuándo y cómo enfrentar las ideas falsas, a menos que el Libro de los Proverbios haya sido obra de un loco.

No alegue con alguien que no escucha razones, pues será tan necio como esa persona. Pero si es capaz de mostrarle lo erróneo de su pensamiento en una manera que le resulte comprensible, quizás esa persona busque la sabiduría de Dios antes que confiar en sí mismo.


«LA LÓGICA NO ES VÁLIDA. NO PUEDE DECIRNOS NADA ACERCA DE DIOS»

Lea esto con mucho cuidado. Dice que la lógica no trata estos asuntos. Pero la declaración sobre estos asuntos es lógica ya que establece ser cierta mientras que su opuesto es falso. Esa afirmación es la base de toda lógica y se llama: la ley de la no contradicción.

Para decir que la lógica no tiene que ver con Dios, uno debe aplicársela a Dios en esa misma declaración. De modo que la lógica es ineludible. Uno no puede negar la lógica con las propias palabras a menos que lo asevere con esas mismas palabras. Es innegable. Cuando una verdad no puede negarse, debe ser verdadera. De manera que esta objeción es falsa. La lógica puede decirnos algunas cosas de Dios. Por ejemplo: como Dios es verdad, no puede mentir (Hebreos 6:18). La lógica es una herramienta útil para descubrir la verdad y puede usarse efectivamente con los inconversos que no creen que la Biblia es revelada por Dios.


«SI LA PREEVANGELIZACIÓN ES BÍBLICA, ¿POR QUÉ NO VEMOS QUE SE PRACTICARA EN LA BIBLIA?»

Es una buena pregunta. Puede ser que no la busquemos o no la reconozcamos cuando la vemos. Moisés preevangelizó. El primer capítulo de Génesis confronta claramente los relatos míticos de la creación conocidos en su época. Elías lo hizo. Toda la escena que transcurre en el Monte Carmelo con los profetas de Baal está concebida para mostrar la superioridad de Yavé. Jesús lo hizo. Su encuentro en el pozo con la mujer es un buen ejemplo de enfrentamiento con las barreras sociales, religiosas y morales que se levantan ante la fe.

Pablo lo hizo bastante. Al menos, en cuatro ocasiones (Hechos 14:8–18; 17:16–34; 24:5–21; 26:1–29), lo vemos que expone y defiende la fe ante los inconversos de diferentes trasfondos religiosos. Además, están los mandamientos que hemos examinado y las múltiples ocasiones en que los autores del Nuevo Testamento confrontan en sus escritos a los falsos maestros. Hay muchos ejemplos de preevangelización a través de todas las Escrituras, a medida que Dios ha ido llegando al mundo con el mensaje de su amor.

Los inconversos tienen buenas preguntas. El cristianismo tiene buenas respuestas. Y Dios nos ha dicho que les demos las respuestas que están buscando. No todos plantean preguntas filosóficas profundas, y Dios nunca nos garantiza el éxito. El éxito es Su negocio. Pero nos ha dicho que estemos preparados.  
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He aquí, Yo haré una cosa en Israel que a todo el que la oiga, le retiñirán ambos oídos. En ese día ejecutaré contra Elí todas las cosas que he anunciado respecto a su casa, de principio a fin.

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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DIOS LLAMA PARA UNGIR: FORMACIÓN DE LOS UNGIDOS POR JEHOVÁ


    “Envió, pues, por él, y le hizo entrar; y era rubio, hermoso de ojos, y de buen parecer. Entonces Jehová dijo: Levántate y úngelo, porque éste es. Y Samuel tomó el cuerno del aceite, y lo ungió en medio de sus hermanos; y desde aquel día en adelante el Espíritu de Jehová vino sobre David. Se levantó luego Samuel, y se volvió a Ramá” (1 S. 16:12–13).

Jehová habló a Samuel su profeta y lo hizo con pregunta y respuesta (1 S. 16:1 cp. 16:2). La voluntad de Dios para con los creyentes muchas veces es pregunta y es respuesta (Éx. 3:11–12; Hch. 16:30–31).

Con una interrogante Jehová le confirma a Samuel que Saúl ya no era su voluntad para el pueblo. ¿Será usted o seré yo la voluntad de Dios en el ministerio donde estamos? ¿Nos habrá desechado Dios, pero todavía cumplimos con el tiempo de la posición? ¿Estaremos en posición sin ministerio?

La voluntad de Dios fue directa, pero no específica a Samuel: “Llena tu cuerno de aceite, y ven, te enviaré a Isaí de Belén, porque de sus hijos me he provisto de rey” (1 S. 16:1).

A Samuel le llegó palabra de revelación en cuanto al lugar y a la familia, pero no al ungido. Dios le manifestó su voluntad progresiva. Entender la voluntad progresiva de Dios exige obediencia, tiempo y paciencia. Se necesita saber esperar en Él.

Ante la interrogante de Samuel y su temor a Saúl: “¿Cómo iré? Si Saúl lo supiera, me mataría” Dios le dio por excusa el propósito de que iba a ofrecerle sacrificio a Él y que ya allá invitaría a Isaí (1 S. 16:2–3).

Notemos las palabras de Dios: “y yo te enseñaré lo que has de hacer; y me ungirás al que yo te dijere” (1 S. 16:3). Samuel tenía que aprender lo que era la voluntad de Dios y tenía que hacer la voluntad de Dios. Nadie será el ungido porque quiera serlo o porque lo elijan como ungido; será el ungido porque Dios mismo lo elige y lo separa.

Una persona puede ser electa a una posición religiosa, pero solo Dios puede llamarla a esa posición. Esa es la razón por la cual hoy día tenemos tantos problemas con personas que han sido electas a posiciones sin llamado de Dios.


I. El tiempo de la elección del ungido
En 1 Samuel 16:5 leemos: “El respondió: Sí, vengo a ofrecer sacrificio a Jehová; santificaos, y venid conmigo al sacrificio. Y santificando él a Isaí y a sus hijos, los llamó al sacrificio”.

Cuando el profeta Samuel llegó a Belén, su presencia causó miedo. La llegada de los profetas era siempre un momento de preocupación, principalmente cuando se trasladaba fuera de su territorio profético. A eso se debe la pregunta de los ancianos de Belén: “¿Es pacífica tu venida?” (16:4).

Notemos que Samuel santificó a Isaí y a sus hijos y los convocó al sacrificio (16:5). Pero en esa ceremonia de consagración y en ese sacrificio de adoración faltaba David. Él ya estaba santificado por Dios mismo y era un adorador individual del Eterno.

El ungido debe ser seleccionado y elegido de un ambiente de santidad y adoración. El ungido debe ser una persona santa y que adora al Dios Todopoderoso. No es tanto dónde se adora, sino cómo se adora (Jn. 4:20–24).

El ungido aunque está en el campo del mundo, no es del mundo. Le pertenece a Dios (Jn. 15:19; 17:24; Gá. 6:14). El mundo no afecta al ungido que está en una buena relación con Dios; es el ungido quien afecta al mundo. La presencia de Jesucristo en el creyente es la que destaca a él o ella ante el mundo.

Santos y adoradores son la clase de personas que el Espíritu Santo está buscando para llenarlos de la gloria y la presencia divina.

II. La obediencia en la elección del ungido
Un tremendo desfile de jóvenes apuestos y capacitados ante el juicio humano pasaron delante del profeta Samuel. Todos hijos de Isaí. Siete en total; el número del complemento. Pero ninguno de ellos, aunque con razones válidas externamente, tenía la calificación interna para ser el ungido de Dios (1 S. 16:8–9). Con siete no se completaba la voluntad de Dios, sino con ocho.

Ya la Dios le había dado especificaciones a Samuel en la elección del ungido: “No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (1 S. 16:7).

La visión de Dios no es la misma que la del ser humano. El primero mira por dentro, el segundo mira por fuera. Dios no está interesado en “parecer” ni en grandeza humana. Esos son los requisitos carnales del mundo. Los más capacitados y los mejor parecidos son los que muchas veces reciben empleos y obtienen promociones. A Él le interesa el corazón del que será su ungido.

Samuel miraba lo que estaba afuera, veía en el balcón; “pero Jehová mira el corazón”, ve la sala y las habitaciones. Nadie podrá ser el ungido de Dios si verdaderamente no le ha entregado su corazón (figura de la mente y asiento de las emociones) a Dios. Abinadad, Sama y sus otros cinco hermanos tenían todo, menos el corazón que Dios buscaba.

Samuel no se dio por vencido y le preguntó a Isaí: “¿Son éstos todos tus hijos?” (16:11). A lo que Isaí respondió: “Queda aún el menor, que apacienta las ovejas” (16:11). Samuel entonces decidió no comer hasta que llegara el que faltaba.

El ungido muchas veces es ese “menor” que no es tomado en cuenta por los mayores. Ese que parece no prometer mucho y del cual se espera muy poco en el futuro Ese que no cuenta para nada y que su opinión no vale. Ese que no forma parte de la “política” familiar. Ese que siempre está lejos y difícilmente lo dejamos acercarse a nosotros. Ese puede ser el “menor” que Dios quiere llamar y ungir con su Santo Espíritu.

Samuel decidió que no comería hasta que el “menor” llegara. Por causa del “menor” los mayores deben hacer sacrificios personales. A ese “menor” tenemos que esperarlo. Es importante. Dios tiene un plan para él. Debemos ser parte en el propósito de Dios para la elección del “menor”. El profeta lo esperó (16:11).
En 1 Samuel 16:12 leemos: “Envió, pues, por él, y le hizo entrar”. Aquí notamos el espíritu de obediencia en David: “envió, pues, por él”. Luego su espíritu de humildad: “y le hizo entrar”. David se sometió a la autoridad espiritual de su padre Isaí. El que tiene problemas con estar bajo autoridad, le será difícil estar en autoridad. El sometimiento a la autoridad tiene que salir del corazón y no de la mente. La mente sin corazón produce carnalidad, pero con el corazón produce espiritualidad.


III. La confirmación en la elección del ungido
La apariencia de David se describe así: “y era rubio, hermoso de ojos, y de buen parecer” (1 S. 16:12). La mirada y la apariencia de David son señaladas; físicamente describían al ungido David, pero espiritualmente señalan dos cualidades que deben tener los ungidos.
Veamos, el ungido es elegido y seleccionado por las cualidades de su apariencia y su visión. De David leemos: “y era rubio”. Otra versión traduce “sonrosado”, al igual que en Cantares 5:10, y no es una alusión al pelo sino a la piel.

Denota un estado más bien de salud. El ungido debe gozar de una buena salud espiritual y emocional. Creyentes con cargas, bajo presiones, deprimidos, rencorosos, angustiados, enojados… muchas veces transmiten esa clase de espíritu en sus ministerios, enseñanzas y prédicas. Lo que ellos mismos están sintiendo es lo que muchas veces proyectan a otros. Sus palabras son “catarsis” emocionales. Predican con ira y promueven las contiendas y la rebelión.

La visión del ungido llama la atención de los demás. No mira como los demás y ve más allá que los demás. El visionario mira las cosas como las ve Dios.
El ungido se distingue por su “buen parecer”. Espiritualmente este “buen parecer” habla de una vida transformada. Personas cambiadas por el poder transformador de Jesús de Nazaret, serán las que cambiarán familias, ciudades y naciones. Un estilo de vida diferente es la más poderosa predicación que cualquiera puede ministrar.


Conclusión
(1) El que desea ser elegido como ungido para Dios, tiene que ser paciente y esperar el tiempo de Dios. 
(2) Tiene que ser obediente a los que Dios le ha puesto como autoridades espirituales. 
(3) Debe poseer una visión de Dios y un estilo de vida que muestre a un Dios que cambia.
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La eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero.

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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¿QUÉ ESTAMOS TRATANDO DE HACER? : LA META AL ACONSEJAR


¿Es
egoísmo lo que pretendemos hacer ?

He aquí lo que podría ser una conversación típica entre un paciente y un consejero cristiano:

               Sujeto:      Estoy frustrado. Siento como que voy a explotar. Tiene que haber alguna manera de aplacar esto. Si ocurre una cosa más, creo que me vuelvo loco.
               Consejero:      Parece que se siente realmente desesperado.
               Sujeto:      Así es. Aunque soy cristiano y creo en la Biblia, no encuentro la solución. He probado la oración, la confesión, el arrepentimiento, el dar lo que tengo, todo. Tiene que haber alguna respuesta en Dios, pero no la encuentro.
               Consejero:      Comparto su convicción de que el Señor puede traer paz. Pero veamos qué puede estar impidiendo que responda en su caso.

En este punto la acción de aconsejar puede tomar distintos rumbos, según sea la posición teórica del consejero, la naturaleza de su relación con el paciente, y muchos otros factores. Pero cualquiera que sea la dirección que tome, tenemos que pensar cuidadosamente en el fin. ¿Qué es lo que en definitiva pide el paciente? ¿Qué es lo que espera principalmente como resultado del consejo? Al escuchar a muchos pacientes y al considerarme yo mismo cuando estoy luchando con un problema personal, llego a la conclusión de que el objetivo general que se desea con tanta desesperación es fundamentalmente egocéntrico: «Quiero sentirme bien…» «Quiero ser feliz…»

Ahora bien, nada hay de malo en querer ser feliz. Sin embargo, una preocupación obsesiva por «mi felicidad» a menudo puede nublar la visión del camino bíblico hacia un gozo profundo y perdurable. El Señor dice que hay gozo eterno para nosotros a su derecha. Si queremos gozar de esa dicha, tenemos que aprender lo que significa estar a la derecha de Dios. Pablo nos dice que Cristo ha sido exaltado hasta la diestra de Dios (Ef 1:20). De ello resulta que cuanto más permanezcamos en Cristo, más disfrutaremos de la dicha disponible por la relación con Dios. Si quiero experimentar la verdadera felicidad, debo desear por sobre todas las cosas vivir en sujeción a la voluntad del Padre como lo hizo Cristo mismo.

Muchos de nosotros damos prioridad no al hacernos semejantes a Cristo en medio de nuestros problemas sino al hallazgo de la felicidad. Quiero ser feliz, pero la paradójica verdad es que nunca voy a ser feliz si mi primera preocupación es ser feliz. Mi meta principal deberá ser siempre responder bíblicamente en cualquier circunstancia; poner primero al Señor; buscar actuar como él quiere que lo hagamos. La maravillosa verdad es que si dedicamos todas nuestras energías a la tarea de llegar a ser lo que Cristo quiere que seamos, él nos llenará de un gozo indecible y de una paz que sobrepasa con mucho a la que el mundo ofrece. Por un acto de la voluntad, debo rechazar con firmeza y convicción la meta de ser feliz y adoptar la de llegar a ser más como el Señor. El resultado será mi felicidad a medida que vaya aprendiendo a morar a la diestra de Dios y en relación con Cristo. El énfasis moderno en la integridad personal, el potencial humano, y la libertad de ser uno mismo nos ha alejado silenciosamente de la ardiente preocupación por llegar a ser más como el Señor, y hemos sucumbido al interés más primario de la realización personal, el cual —se nos promete— nos conducirá a la felicidad.

Véanse los títulos de muchos libros cristianos actuales: El secreto cristiano de una vida feliz; Sé todo lo que puedas ser; Lo que estamos destinados a ser; La mujer completa; La mujer satisfecha. Muchos contienen conceptos excelentes y verdaderamente bíblicos; pero el mensaje, ya sea explícito o implícito, a menudo está orientado más a la preocupación por la autoexpresión que al interés de conformarnos a la imagen de Cristo. Sin embargo, la Biblia enseña que si permanecemos obedientes en la verdad a fin de llegar a ser más como Dios y así darlo a conocer, la consecuencia será a su tiempo nuestra felicidad. Pero la meta de la vida cristiana, como así también la del don cristiano de aconsejar, no es la felicidad individual. Tratar de encontrar la felicidad es como tratar de dormir. Cuanto más nos afanamos y tratamos desesperadamente de dormirnos, menos lo logramos.

Pablo dijo que su meta no era llegar a ser feliz sino agradar a Dios en todo momento. ¡Qué idea más revolucionaria! Cuando conduzco mi coche camino al trabajo y alguien me obstruye el paso, cuando mis hijos se portan mal durante el culto, cuando se descompone el lavarropas… ¡mi primera responsabilidad es agradar a Dios! En Hebreos 13:15, 16 se nos dice que los creyentes-sacerdotes (todos los somos) tienen una doble función: (1) ofrecer el sacrificio de adoración a Dios y (2) ofrecer el sacrificio del servicio a otros. Si quiero agradar a Dios en todo momento, debo tener como preocupación central la adoración y el servicio. Pienso que una verdad que se ha descuidado en la mayoría de los intentos de aconsejar es la siguiente: la razón bíblica básica para querer resolver un problema personal debiera ser querer entrar en una relación más profunda con Dios, para agradarle con más eficacia mediante la adoración y el servicio.

Se nos proveerá de beneficios y recompensas personales en abundancia. Pablo se sentía muy fortalecido en medio de sus aflicciones por la perspectiva del cielo. Miraba hacia adelante, al maravilloso descanso y al gozo imperturbable que está disfrutando en este momento. Yo imagino que ha venido pasando un tiempo maravilloso durante estos últimos 1900 años, conociendo mejor al Señor y gozando de conversaciones con Pedro, Lutero, y mis abuelos entre otros. Disfruta de un gozo supremo. Pero la felicidad personal debe considerarse un subproducto, no la meta principal. Debo glorificar a Dios, y al hacerlo, voy a disfrutar de él. No necesito leer el Catecismo para saber que debo glorificar a Dios para disfrutar de él. Como meta, la felicidad será siempre imposible de alcanzar cualquiera que sea nuestra estrategia. Pero la felicidad como consecuencia está maravillosamente a disposición de aquellos cuya meta es agradar a Dios en todo momento.

La próxima vez que luche con algún problema personal (tal vez lo está haciendo en este momento), pregúntese a sí mismo: «¿Por qué quiero solucionar este problema?» Si la respuesta sincera es: «Para poder ser feliz», está a kilómetros de distancia de la respuesta bíblica. ¿Qué puede hacer entonces? Adoptar una meta diferente por un acto de la voluntad consciente, definitivo, y completamente decisivo: «Quiero resolver este problema de una manera que me haga más como el Señor. Entonces podré adorar a Dios con más plenitud, y servirle con más eficacia.» Escríbalo en una tarjeta, y léalo cada hora. Afírmelo regularmente aunque al comienzo le parezca artificial y mecánico. Ore para que Dios lo confirme en su interior a medida que continúa afirmándolo por un acto de la voluntad. Ponga su meta en práctica en formas concretas. Comience a alabar al Señor dándole gracias por aquello que más lo aflige, y busque formas creativas para comenzar a servirle.

Los consejeros cristianos debieran estar atentos a la profundidad del egoísmo que reside en la naturaleza humana. Es terriblemente fácil ayudar a una persona a pretender una meta no bíblica. Es nuestra responsabilidad como miembros compañeros del mismo cuerpo, exhortar y recordar continuamente unos a otros cuál es la meta de un verdadero acto de aconsejar liberar a la gente para que pueda servir y adorar mejor a Dios, ayudándolos para que lleguen a ser más como el Señor. En una palabra, la meta es la madurez.

Madurez espiritual y psicológica

Pablo escribió en Colosenses 1:28 que su trato (¿aconsejando?) con la gente estaba destinado a promover la madurez cristiana. Solamente el creyente que está madurando está entrando con más profundidad en el propósito fundamental de su vida, a saber, el servicio y la adoración. En consecuencia, el consejero bíblico debe adoptar como su estrategia principal la promoción de la madurez espiritual y psicológica. Cuando hablamos con otros creyentes, debemos siempre tener presente el propósito de ayudarles a madurar a fin de que puedan agradar mejor a Dios.

La madurez envuelve dos elementos: (1) obediencia inmediata en situaciones específicas y (2) crecimiento a largo plazo del carácter. Para comprender lo que quiero significar por madurez y para ver cómo estos dos elementos contribuyen a su desarrollo, debemos primero captar el punto de partida bíblico en nuestra búsqueda de la madurez. Nada es más crucial para una vida cristiana efectiva que una clara conciencia de sus fundamentos. La experiencia cristiana comienza con la justificación, el acto por el cual Dios me declara aceptable. Si quiero llegar a ser psicológicamente sano y espiritualmente maduro, debo comprender claramente que mi aceptación por parte de Dios no se basa en mi conducta sino más bien en la conducta de Jesús (Tit 3 s.). Él fue (y es) perfecto. Como nunca pecó, no merecía morir. Pero fue a la cruz voluntariamente. Su muerte fue el castigo que merecía mi pecado. En su amor, Jesús proveyó para un intercambio. Cuando yo le doy mis pecados, Él paga por ellos para perdonarme con justicia y después me da el regalo de su justificación. Dios me declara justo a base de lo que Jesús ha hecho por mí. Soy declarado justo. Soy justificado. No es un don que Dios pone en mí (sigo siendo pecador), sino que Él declara que ahora me pertenece. No puedo perderlo. Soy aceptado como soy porque mi aceptación no tiene nada que ver con la forma en que soy o que era ayer, o que seré mañana. Depende únicamente de la perfección de Jesús.

Este punto no debe ser relegado al reino árido de la teología. Es un punto que está en el centro de todo crecimiento cristiano; sin embargo, muchos de los que entienden la doctrina de la expiación sustitutiva no ven su tremenda aplicación práctica a la vida. Toda nuestra motivación para todas nuestras conductas depende de esta doctrina. Los esfuerzos para agradar a Dios viviendo como debiéramos y resistiendo la tentación están muy a menudo motivados por la presión. Tenemos un vago sentimiento de pavorosa compulsión que nos incita a obedecer. Entonces obedecemos bajo la amenaza de algún presentimiento. ¿Tenemos miedo de la ira de Dios? «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.» ¿Estamos preocupados por si seremos o no aceptados? Nuestra aceptación depende de la obra expiatoria de Cristo. ¿Tal vez tememos perder su amor? «¿Quién acusará a los escogidos de Dios?» Nada «nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro». Porque nos preocupamos por todas estas cosas y no creemos verdaderamente en las Escrituras, tendemos a mirar a otros cristianos para confirmar nuestra aceptación. Su aprobación se vuelve sumamente importante, de modo que tratamos de agradarlos para ganar su aprobación. En ese momento comenzamos a sentir la presión para estar a la altura de ellos. No satisfacemos las expectativas que creemos ellos tienen de nosotros. Nos sentimos culpables y los evitamos o los engañamos. Se rompe el compañerismo. Cuando hacemos lo mejor que podemos y ellos muestran desaprobación o no alaban nuestros esfuerzos, nos ofendemos con ellos.

De manera que mucha de nuestra actividad cristiana está motivada por un deseo personal de ganar la aprobación de alguien y con ello ser aceptables. Todo el dolor y los problemas que resultan de esa clase de motivación son innecesarios gracias a la doctrina de la justificación por la fe. Ya he sido aceptado. No necesito de la aprobación de nadie. Dios ha declarado que estoy bien. Cuando llego a entender eso, aunque sea débilmente, mi respuesta inevitable es: «Gracias, Señor… quiero agradarte.» Pablo dijo que estaba constreñido no por la presión de ser aceptado sino más bien por el insondable amor de Cristo (2 Co 5:14). Su motivación fundamental era el amor. Quería agradar a Dios y servir a los hombres, no para ser aceptado sino porque ya era aceptado. La base de toda la vida cristiana, pues, es una adecuada comprensión de la justificación.

Algún día seré glorificado. Estaré en el cielo. En ese momento serán quitadas todas mis imperfecciones. Lo que Dios ha declarado como verdad, que soy totalmente aceptable, él mismo lo hará verdad un día en mi estado consciente: seré completamente libre de todos los deseos, pensamientos, y actitudes pecaminosos. Hasta ese momento (que generalmente llamamos glorificación), Dios está en el proceso de santificarme, de purificarme, de ayudarme lentamente a ser más como él ha declarado que ya soy. Me ha asegurado la posición en la aceptabilidad. Ahora me indica que debo ir creciendo hasta esa posición, para actuar en forma cada vez más aceptable. La motivación para poder hacerlo es el amor. Me ha dado el Espíritu Santo, quien me indica cómo debo vivir y me capacita para vivir de esa manera. Por ser justificado, tengo asegurada la glorificación. Voy a manifestar el carácter de Dios cuando lo vea, porque entonces seré como él. Pero Dios me ha dicho que durante el tiempo entre mi justificación y glorificación debo andar por el camino de la obediencia. La madurez cristiana envuelve llegar a ser cada vez más como el Señor Jesús a través de una creciente obediencia a la voluntad del Padre. Permítaseme hacer un esquema de lo que hasta ahora he dicho:
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Todo aquel que es justificado algún día será glorificado. Nuestra justificación (pasado) y glorificación (futuro) dependen enteramente de Dios. Pero en el ínterin todos tenemos mucho problema con la obediencia. Nos salimos fácilmente del camino de la rectitud, y no siempre seguimos modelos bíblicos para nuestra conducta. El consejero cristiano se preocupa de si el paciente está respondiendo en forma obediente o no en cualquier circunstancia que esté pasando. Muchas veces en el acto de aconsejar se pondrá de manifiesto que el sujeto no está respondiendo de manera bíblica a su circunstancia problemática. Puede encontrarse bajo una terrible presión; tal vez hay una historia que hace perfectamente comprensible y natural su conducta y podemos sentir profunda compasión hacia él por esos problemas. Sin embargo, debemos insistir en que, a pesar de la circunstancia o trasfondo, la fidelidad de Dios nos asegura que el paciente tiene todos los recursos que necesita para aprender a obrar bíblicamente en su situación actual. Dios nunca permitirá que una situación en la vida de un creyente llegue a tal punto que le impida responder en forma bíblica. Tal como yo entiendo la realidad de «Cristo en mí» a través de su Espíritu, nunca puedo decir: «Pero no puedo obrar como Dios quiere que lo haga. Las circunstancias son demasiado difíciles.» El consejero deberá ayudar a su paciente a entrar en el camino de la obediencia. Yo le llamo a eso la meta de ENTRAR. Agregando la meta de ENTRAR a nuestro esquema, resulta como sigue:




Mucho de la operación de aconsejar equivale a quitar obstáculos tales como «No puedo», «No voy a», «No sé cómo manejar esto». A menudo el problema del sujeto son tentaciones ante las cuales sucumbe. Estas requieren más que una exhortación como «Haga de la manera que Dios ordena». Más adelante consideraremos métodos específicos para resistir la tentación, que dependen de recursos tanto psicológicos como espirituales. Cualquiera que sea el enfoque, la meta es ayudar al paciente a responder bíblicamente ante la circunstancia problemática, a ENTRAR.

Sin embargo, la obediencia es sólo una parte de la meta. Un cristiano debe hacer algo más que cambiar su conducta. Debe cambiar su actitud, sus deseos deben acomodarse lentamente al plan de Dios, debe manifestar un nuevo estilo de vida que represente más que una suma de respuestas obedientes. El cambio debe ser no solamente obediencia externa sino también renovación interior: una manera renovada de pensar y percibir, un conjunto de metas cambiadas, una personalidad transformada. A este segundo objetivo más amplio lo llamo la meta de SUBIR. La gente necesita no solamente ENTRAR sino también SUBIR.
                                                                                    


 

Pablo habla de cristianos inmaduros que realmente no asimilan de una manera práctica para cada momento la realidad del señorío de Cristo. Viven de una manera que no es notoriamente diferente de los no creyentes. Pelean, se irritan con facilidad, expresan celos y resentimientos, no se llevan bien unos con otros. Los maduros (más bien aquellos que están creciendo en madurez) son los que entienden verdaderamente en qué consiste la vida cristiana. En sus corazones no tienen otro deseo mayor que adorar y servir a Cristo. Comprenden cuál es la meta fundamental de la vida cristiana. Tropiezan y caen, pero se arrepienten rápidamente, se ponen de pie, y siguen andando.

Gene Getz ha escrito un valioso libro titulado The Measure of a Man [La medida del hombre] cuyo contenido representa esencialmente una definición operante de la madurez cristiana. Cuando Pablo indicó a Timoteo y a Tito que buscaran hombres para asumir posiciones de dirección les dijo que se fijaran en ciertas características que en su conjunto reflejan madurez. Getz enumera veinte medidas de madurez y considera brevemente lo que cada una de ellas envuelve, y sugiere muchas ideas prácticas sobre cómo desarrollarlas. Estas descripciones son útiles para un consejero como una guía para promover y evaluar la madurez. En capítulos posteriores trataremos a fondo la idea de que, para desarrollar madurez —de la calidad que puede afrontar tormentas difíciles— es necesario identificar y cambiar directamente ciertas partes cruciales del sistema de creencias del paciente. El cambio de conducta (la meta de ENTRAR) es un prerrequisito necesario para la madurez, pero si se quiere desarrollar una madurez cristiana estable hay que llegar a cambios más fundamentales en las ideas del sujeto acerca de lo que satisface necesidades básicas como las relativas a la estima, la importancia, y la seguridad personal.

Hay que tener en cuenta que las metas de ENTRAR Y SUBIR son radicalmente diferentes de las que generalmente establecen los consejeros seculares. Ullman y Krasner, dos conocidos psicólogos behavioristas, han definido al humanismo como «cualquier sistema o forma de pensamiento o acción en que predominan los intereses, los valores, y la dignidad humanos». La mayoría de las teorías psicológicas explícita o implícitamente aceptan la doctrina humanista como la base de su pensamiento. Un sistema en que «predominan los intereses, los valores y la dignidad humanos» está abiertamente centrado en el hombre, dejando fuera la dirección sagrada de un Dios objetivo y personal. Si, a juicio del terapeuta, los intereses humanos entran en conflicto con los mandatos bíblicos, las Escrituras se dejan tranquilamente de lado en favor de la meta más elevada. Para la persona secular (y, como vimos antes, muchas veces también para el cristiano) la felicidad del paciente es lo fundamental. Todo aquello que promueva un sentido de bienestar se considera valioso. Lazarus, en un libro en general excelente y provechoso, adopta como su sistema de valores un único precepto moral que muchos secularistas adoptarían con gusto: «Usted tiene el derecho de hacer, sentir, y pensar lo que se le antoje, a condición de que nadie resulta lastimado en el proceso». De acuerdo con este precepto, las ideas sobre moralidad se pueden establecer fácilmente sin tener en cuenta en absoluto el carácter y la ley revelada de Dios. Sin embargo, digamos brevemente que los terapeutas seculares sensatos no tratan necesariamente de cambiar el sistema de valores de una persona para que adopte el de ellos, y pueden ser de verdadera ayuda al tratar a creyentes, siempre que las metas de su terapia coincidan, o al menos no entren en conflicto en determinado momento, con la meta general de ENTRAR Y SUBIR.

Debe aclararse, sin embargo, que la psicología secular opera partiendo de un conjunto de presupuestos radicalmente diferentes de los que el cristianismo enfatiza, y las metas para un paciente particular pueden resultar afectadas por esas diferencias. Por ejemplo, un acuerdo matrimonial que contradiga la enseñanza de la Biblia sobre los papeles del esposo y la esposa podrá satisfacer al paciente secular pero no al cristiano. Tal acuerdo no viola la preocupación humana limitada por los intereses, los valores, o la dignidad personales, y ciertamente no daña a otras personas. Pero la meta de ENTRAR al esquema bíblico no se ha logrado y la de SUBIR hacia una actitud como la de Cristo en su sumisión a la voluntad del Padre no se ha tenido en cuenta en ningún momento (y en la mayoría de los casos se la consideraría risiblemente irrelevante).


Resumen

La meta del acto bíblico de aconsejar es promover la madurez cristiana, ayudar a las personas a entrar a una experiencia más rica de adoración y a una vida de servicio más eficaz. En términos generales, la madurez cristiana se desarrolla (1) al encarar circunstancias problemáticas inmediatas en una forma consecuente con la Biblia: ENTRAR; Y (2) al desarrollar un carácter interior que esté de acuerdo con el carácter (actitudes, creencias, propósitos) de Cristo: SUBIR.

 
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jueves, 14 de mayo de 2015

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6



 
 
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Información 


JUAN 3:16
 Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna

Según información recibida de las Sociedades Bíblicas, este versículo ha sido traducido a más de 1900 idiomas y dialectos en todo el mundo. Se lo conoce como el versículo más famoso de las Escrituras. Y alguien ha declarado que no sólo es el más famoso sino también el más grande.

16Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.

Este versículo es el corazón mismo del glorioso evangelio de nuestro Señor Jesucristo. El mundo—todo el mundo—debe oírlo, proclamarlo y explicarlo.


A. El dador más grande

Vemos a Dios como el más grande dador: “De tal manera amó Dios.” (Ver también 6:32, 51; 10:28; Mt. 20:28; Lc. 11:13; 12:32; Ro. 8:32; Ef. 3:16; 1 Ti. 6:17).


B. El amor más grande

“De tal manera amó Dios al mundo …” ¿Acaso hay amor más grande que el de Dios? (Os. 14:4; Ap. 1:5). A pesar de nuestra rebelión contra él, Dios nos ama. Nos ama con amor eterno (Jer. 31:3; Jn. 13:1).


C. El alcance más grande

Se nos dice que Dios amó al mundo. Nadie queda excluido (Is. 45:22). No hay persona que esté fuera del alcance del amor de Dios, por más bajo que haya caído, por más lejos que se haya ido o se haya apartado de Dios (2 Co. 5:19).


D. El regalo más grande

“Ha dado a su Hijo unigénito”. Dios nos dio todo, ni siquiera nos escatimó a su propio Hijo (Ro. 8:32) y lo regaló al mundo, lo hizo hombre, lo mandó a la cruz y lo resucitó. Dios no vende a su Hijo, no lo intercambia por buenas obras (Ef. 2:9). Dios regala la salvación, por eso dice que nos ha dado a su Hijo (1 Jn.3:1).


E. El personaje más grande

Dios envió a su Hijo único, Jesucristo. Nunca ha habido en la historia del mundo personaje más grande. Aun ha llegado a dividir la historia en dos grandes eras. (Ver Fil. 2:10–11; Col. 1:15–20; He. 1:2.)


F. La oferta más grande

“Para que todo aquel que en él cree”. Ninguno está excluido de la oferta divina, de su regalo. Es para todos, por más lejos que algunos se sientan de Dios, por mucho que se hayan rebelado, por mucho tiempo que hayan sido indiferentes a él (2 P. 3:9).


G. La sencillez más grande

La única condición es creer. La salvación que Dios ofrece se recibe como un regalo y se recibe por una sencilla decisión de fe (Jn. 20:31; Ef. 2:8).


H. La salvación más grande

El propósito de Dios es que todo aquel que cree no se pierda. Es una verdad cuyo complemento está en la declaración paulina de que “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Ro. 8:1).


I. La posesión más grande

La vida eterna es la posesión más grande que podamos tener. La máxima posesión del ser humano (Jn. 10:28; Ef. 2:5). Tener a Cristo en el corazón es tener la vida eterna (1 Jn. 5:20).


J. La decisión más grande

Hay una crucial decisión que debe tomar el ser humano. Es lo único que no puede hacer Dios por el hombre. Todo lo demás lo hizo; la decisión es de cada uno. (Ver Jos. 24:15–16; Jer. 21:8).
¡Gloria a nuestro Dios y Padre celestial por esta salvación tan grande y tan sencilla!


EL VERSICULO MAS FAMOSO (3:16)


  A.      El dador más grande

  B.      El amor más grande

  C.      El alcance más grande

  D.      El regalo más grande

  E.      El personaje más grande

  F.      La oferta más grande

  G.      La sencillez más grande

  H.      La salvación más grande

  I.      La posesión más grande

  J.      La decisión más grande



III. Amor y juicio
(3:17–21)


A. El amor incomparable (17)


17Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.

El ser humano fue creado para el amor, busca el amor con desesperación, y generalmente se siente defraudado en su búsqueda.
El amor de Dios es el amor por excelencia, el amor del cual los demás amores provienen y de donde toman parte de su esencia. Este amor no tiene igual “porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”. Sin embargo, la gran mayoría no disfruta este amor. Hay violencia, divorcios, guerras, recriminaciones, luchas en el hogar y amargura porque no existe el amor de Dios en el corazón de los hombres. El amor de Dios alcanza a toda la humanidad, no hace acepción de personas. Pero junto con el amor de Dios, marchan paralelamente la justicia y el juicio divinos.
Dios es amor (1 Jn. 4:8, 16), pero también es justo. Si así no fuera, no sería Dios; y si Dios no juzgara el pecado y la rebeldía de la humanidad, tampoco sería Dios. Un Dios sin justicia no tendría razón de ser. Dios está sentado en su trono, y como juez, gobierna el universo—aunque por el mal a nuestro alrededor en este momento no pareciera ser así. El ser humano tiene libertad de decisión y de acción, de lo contrario sería un robot, un monstruo que actuaría según los designios de su creador. Dios ha dado libertad y por ello el juicio es inevitable.


B. El juicio inevitable (18–21)


18El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. 19Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. 20Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. 21Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios.

El juicio existe, se está llevando a cabo diariamente aquí en la tierra. Además hay un juicio que vendrá y no podrá evitarse (Jer. 25:31). A menudo la gente pregunta por qué es necesario el juicio, por qué Dios tiene que condenar a los incrédulos, por qué tiene que haber castigo y eterna separación en el infierno.

1. Juicio que condena (Jn 18b–20).
a. La resistencia a creer (18b). El juicio es necesario porque hay millones que no quieren creer en Dios. A pesar de que el hombre necesita desesperadamente de la gracia salvadora del Señor, está en franca rebeldía contra la ley divina, rechaza a Dios y niega que él pueda ayudarlo. Todos confrontamos o hemos confrontado a Dios con una mirada de rebeldía, por eso merecemos su juicio (Ro. 5:16). El hombre es culpable delante del tribunal de Dios pues ha quebrantado su ley. ¿Qué es en realidad lo que nos condena? El hecho de no creer en Jesús, ya que es mucho más grave de lo que imaginamos. No aceptar la Biblia como Palabra de Dios equivale a rechazar el testimonio que allí encontramos sobre Cristo.
b. El amor por las tinieblas (19). El justo juicio de Dios viene por amar más las tinieblas que la luz, es decir amar más el pecado que al Señor Jesús, quien es la luz del mundo (Jn. 8:12).
c. El odio a la luz (20). Los hombres son condenados por aborrecer la luz. El que hace lo malo, de hecho la aborrece. Quien vive una vida torcida está aborreciendo a Dios—por más que practique una vida religiosa exterior. Si el tal vive en pecado, aborrece a Dios. Aborrecer a Jesucristo es como aborrecer a Dios.

2. , Juicio que absuelve (18a, 21).
Hay una sola manera de librarnos del juicio.
a. Creer en Jesucristo (18a)
b. Practicar la verdad (21). Esto implica reconocer nuestro pecado, arrepentirnos y venir a la luz (a Jesús), es decir recibirlo en el corazón.



  AMOR Y JUICIO (3:17–21)

  A.      El amor incomparable (17)

  B.      El juicio inevitable (18–21)
    1.      Juicio que condena (18b–20)
      a.      La resistencia a creer (18b)
      b.      El amor por las tinieblas (19)
      c.      El odio por la luz (20)
    2.      Juicio que absuelve (18a, 21)
      a.      Creer en Jesús (18a)
      b.      Practicar la verdad y venir a la luz (21)

EXÉGESIS, CONTEXTO DEL VERSÍCULO

I. «Había un hombre de los fariseos que se llamaba Nicodemo, un hombre importante entre los judíos» (v. 1). Se nos introduce aquí a un fariseo con nombre griego (Nikódemos = vencedor del pueblo). Desde que los macabeos ejercieron el poder en Palestina (siglo II a. de C.), aparecen con frecuencia nombres griegos entre la población judía (Andrés, Felipe, Timoteo, etc.). La palabra «fariseo» significa «puro» o, literalmente, «separado», pues los fariseos ponían gran empeño en la observancia externa de la Ley para establecer su propia justicia (v. Lc. 18:9 y ss.; Ro. 10:3). 
Su celo por la Ley se había incrementado a partir de la helenización pagana que el pueblo había contraído a fines del siglo II a. de C. Eran especialmente escrupulosos en lo tocante a la observancia del sábado o día de reposo, hasta el punto de crear unas reglas excesivamente detalladas que desbordaban con mucho las exigencias del Decálogo y ahogaban en su rutina el espíritu y verdadero sentido de la Ley, hasta llegar a las extravagancias más insensatas, de las que Hendriksen menciona tres: 1) en el día de reposo, una mujer no debía mirarse al espejo, no fuera que encontrase una cana en el cabello y se sintiera impulsada a arrancársela, lo cual sería «trabajar»; 2) una persona podía tomar vinagre en sábado para curarse la garganta, pero no podía hacer gárgaras con el vinagre; 3) un huevo puesto en sábado podía comerse solamente en el caso de que uno tuviese intención de matar la gallina.

A este partido pertenecía Nicodemo, y de él se añade en este versículo que era un arconte, es decir, principal o magistrado del pueblo, buen conocedor de la Ley y, por ello, «el maestro del Israel» (lit.), como le llama Jesús en el versículo 10. Por tanto, era también un escriba (en griego, grammateús, como expositor profesional de las Sagradas Letras, o hierá grámmata, como dice el original de 2 Ti. 3:15).
Dice Pablo en 1 Corintios 1:26 que, entre los creyentes de Corinto, no había «muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos ni muchos nobles». No muchos, pero sí algunos, y aquí tenemos uno. Aunque las cosas andaban mal en Jerusalén y eran tan pocos los fariseos y los gobernantes que creían en Jesús (v. 7:48), había más de uno bien inclinado hacia el Señor (v. 19:38–39). Nicodemo permaneció en el Sanedrín e hizo allí lo que pudo, cuando no pudo hacer lo que quiso.

II. La forma tan solemne con que se dirigió al Señor (v. 2). Vemos:

1. Cuándo vino: «Éste vino a Jesús de noche» (v. 2). ¿Por qué vino de noche? Unos piensan que por prudencia y discreción. Cristo estaba todo el día ocupado en enseñar y curar, y Nicodemo no quería ir a Él de día para no interrumpirle, y esperaba más bien que el Señor pudiese recibirle en la quietud de la noche y en la hora del reposo. Además Cristo comenzaba ya a tener Sus enemigos y, por eso, era preferible que Nicodemo viniese a Él de incógnito, no fuera que los principales sacerdotes se enterasen, y se enfureciesen todavía más contra Jesús. Otros piensan que fue por su gran interés en recibir las enseñanzas de Cristo. Mientras otros se daban al descanso, él prefería adquirir buenos conocimientos. No sabía cuánto tiempo permanecería Jesús en la ciudad ni lo que podría ocurrir entre aquella pascua y la siguiente y, por ello, no quería desaprovechar la oportunidad. En el silencio de la noche, tendría más libertad para conversar con el Salvador y habría menos peligro de distracción o perturbación. Otros, en fin, opinan que fue por cobardía, por miedo a ser descubierto por alguno de sus colegas y criticado por los otros miembros del Sanedrín. De ahí, el interés de Juan en recordar este detalle en 19:38. Poco a poco, iría perdiendo Nicodemo ese miedo inicial, como se ve en 7:51. Fuese como fuese, lo cierto es que Jesús le recibió amablemente, reconoció su integridad y excusó su debilidad enseñando así a Sus ministros a ser amables y animar a los principiantes, por débiles que sean o parezcan.
2. Qué dijo: «Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro». Llama a Cristo «rabí», y reconoce en Él a un gran maestro. De quienes respetan al Señor y hablan honorablemente de Él, pueden esperarse algunas cosas buenas. A continuación, dice: «sabemos», lo cual parece indicar que algunos otros, además de él, habían llegado a la misma conclusión, fruto de una experiencia de verificación personal (según el sentido que el verbo original suele tener; v. 2:23) de los milagros que Jesús hacía. Nicodemo reconoce en Jesús a un «maestro venido de Dios», y lo tiene por evidente. La razón que da de esta convicción es que sólo alguien que esté en íntima relación personal con Dios puede hacer aquellos milagros: «porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con Él». La conclusión, pues, era correcta (v. 9:31, 33) y en ella se mostraba Nicodemo como un investigador juicioso, agudo y experimentado, pero el juicio que emitía era insuficiente para engendrar una genuina fe salvífica.

III. El diálogo que tuvo lugar entre Cristo y Nicodemo, a partir de este momento. Cuatro puntos son de notar en el discurso que sigue:

1. La necesidad y naturaleza del nuevo nacimiento (vv. 3–8); en lo que es de notar:
(A) Aunque Nicodemo no había formulado ninguna pregunta, Jesús la ve en el fondo del corazón de su interlocutor; una pregunta quizás equivalente a la del joven rico de Mateo 19:16. Es como si Nicodemo esperase de Jesús una nueva enseñanza que completase el «sabemos» enunciado por él, y le llevase al conocimiento de algún nuevo precepto necesario para alcanzar la vida eterna.
(B) El Señor no discute sobre la correcta conclusión de Nicodemo, ni le añade una nueva enseñanza suplementaria del «sabemos» (comp. con 6:28, 29, que es un caso similar), sino que, al dar a la conversación un giro de 180 grados, le propone, por medio de un símil o mashal, como el de 2:19, el único camino válido para ver el reino de los cielos y entrar en él. No basta con un cambio de estado ni con una reforma de la vida, sino que se necesita un cambio de espíritu; es preciso nacer de nuevo, o nacer de arriba (pues el original admite los dos sentidos); esta última traducción es preferible, para no dar pie a los partidarios de la reencarnación. Es, pues, absolutamente necesario un cambio absoluto y radical, obra de la regeneración espiritual llevada a cabo por el Espíritu Santo en el corazón del pecador (v. 1:12–13; 3:5–8; Ef. 2:1–6; 5:26; 1 P. 1:22–23). Este cambio radical es un don de Dios (Ef. 2:8) y, por él, el reino de Dios, es decir, la generosa y libre iniciativa divina de salvar al hombre, toma cuerpo en una persona. De acuerdo con Marcos 1:15, las condiciones indispensables para que ese reino de Dios sea una realidad en nuestras vidas son el arrepentimiento o cambio de mentalidad (en griego, metánoia) y la fe en la Buena Noticia que es el Evangelio. «El reino de Dios—dice Hendriksen—, es el área en que su dominio es reconocido, son obedecidas sus normas, y en que su gracia prevalece.»
(C) Sin esta regeneración o nuevo nacimiento, el hombre, depravado por naturaleza, está totalmente desorientado, hecho un cadáver espiritual, incapaz incluso de ver las cosas del espíritu (v. 1 Co. 2:14; Ef. 2:1 y ss.). El Señor da su palabra (amén, amén) de que es necesaria una nueva vida, pues el nacimiento es el comienzo de la vida. No hay que pensar en poner parches al viejo edificio ni curar con cataplasmas al que es ya un cadáver; es preciso empezar por los cimientos y adquirir una nueva naturaleza (v. 2 P. 1:4) y, por ello, nuevos criterios, nuevos afectos, nuevos intereses, nuevos objetivos. Nuestra alma, nuestro espíritu, nuestro hombre interior, ha de ser formado y vivificado de nuevo (v. Ef. 2:10), como una «nueva creación» (comp. con Gn. 2:7; 2 Co. 5:17; Gá. 6:15). Es un nacimiento de arriba, porque se nace a una vida celestial y divina. Notemos que la vida celestial es una vida bienaventurada. Por consiguiente, nacer de nuevo es absolutamente necesario para nuestra eterna felicidad. Es, pues, perfecta la ecuación entre felicidad y santidad, contra lo que los mundanos se imaginan.
(D) Vemos que, a esta solemne enseñanza de Jesús sobre la absoluta necesidad del nuevo nacimiento:
(a) Objeta Nicodemo: «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?» (v. 4). Aquí puede verse: Primero, su ignorancia. Lo que Cristo acaba de decir refiriéndose al reino espiritual, lo ha entendido él de un modo material, como si se tratara de ser formado de nuevo en el seno materno, en lugar de adquirir un nuevo corazón espiritual. ¿Acaso podía tener otro nacimiento mejor que el haber nacido israelita y ser instruido en la Ley como fariseo? Quienes están orgullosos de su primer nacimiento son difíciles de persuadir a que nazcan por segunda vez (es evidente que Nicodemo no pensaba en una reencarnación, idea ajena al judaísmo. V. el comentario a 9:2). En segundo lugar, se descubre también su afán de aprender. No se marcha de Jesús por no comprender lo que el Señor acaba de decir, sino que sigue preguntando, como si dijera: «Señor, explícame esto, pues es un enigma para mí; soy tan torpe que no veo otro modo de nacer de nuevo que el de volver al vientre de la madre». Siempre que en las cosas de Dios nos encontremos con algo que nos resulta oscuro y difícil de entender, hemos de continuar en estudio y oración, hasta que el Espíritu Santo nos ilumine y nos guíe a toda la verdad.
(b) Jesús añade una ulterior explicación (vv. 5–8). De la objeción de Nicodemo, Jesús toma ocasión para confirmar con otro doble amén lo que antes había dicho (recordemos que amén proviene del verbo hebreo amán = asegurar, sostener, nutrir). Aunque Nicodemo no había entendido el misterio de la regeneración espiritual, el Señor afirma de nuevo su absoluta necesidad para entrar en el reino de Dios. Es una necedad querer evadirse de la obligación de los preceptos evangélicos, bajo el pretexto de que son difíciles de comprender. Para aclarar lo que acaba de decir, Jesús muestra:
Primero, quién es el autor de este cambio radical: «nacer de arriba o de nuevo» es obra del Espíritu Santo, agente ejecutivo de la Trina Deidad (vv. 5–8). Este cambio no es producto de la sabiduría ni del poder humanos (v. 1:13), sino del poder y de la gracia del Espíritu de Dios. Es obvio que el hombre espiritual, hijo de Dios, nazca del Espíritu, que es Dios, y de Dios, que es Espíritu (4:24; 2 Co. 3:17).
Segundo, la naturaleza de este cambio y qué es lo que produce: es espíritu (v. 6). Los que son así regenerados son hechos espirituales. Injertados en Cristo (Ro. 6:5), hechos un solo espíritu con Él (1 Co. 6:17), entran a formar parte de la familia divina (Ro. 8:14–17; 2 P. 1:4). Desde ahora, el pecado y la carne no han de dominarles (Ro. 6:12) sino que deben andar en el Espíritu y no satisfacer los deseos de la carne (Gá. 5:16). Los valores e intereses celestiales han de prevalecer sobre los de este mundo.
Tercero, la necesidad de este cambio. Para ser espiritual, es necesario nacer del Espíritu, porque «lo que es nacido de la carne, carne es» (v. 6). Aquí se nos dice: (i) lo que somos por naturaleza: «carne». El alma es una sustancia espiritual, es cierto, pero tan dominada, después de la caída original, por la voluntad carnal, que justamente entra también bajo el apelativo de «carne». Y ¿qué comunión cabe entre el Dios que es Espíritu, y un alma de condición carnal?; (ii) cómo hemos llegado a ser carne: al nacer de la carne. Nuestra naturaleza está corrompida desde el seno materno (v. Sal. 51:5; Ef. 2:3). De algo concebido en pecado, no puede salir nada limpio a los ojos de Dios (v. Job 14:4). Si somos así por nuestro primer nacimiento, es preciso pasar por un segundo nacimiento, pero éste ha de realizarse por obra del Espíritu Santo, que nos santifica después de sellarnos (Ef. 1:13), desde el primer momento de nuestra regeneración y, de allí en adelante, hasta el toque final de la resurrección (v. Ro. 6:22; 8:11; 2 Ts. 2:13; 1 P. 1:2). Nicodemo hablaba de «entrar por segunda vez en el vientre de la madre y nacer» pero, aunque ello fuera posible, ¿de qué serviría? Aun cuando naciese cien veces del vientre de su madre, en nada podría corregir el defecto radical, pues todavía «lo nacido de la carne sería carne». No basta con ponerse un nuevo cuerpo, como un nuevo vestido del alma; es preciso tener un nuevo hombre. Por eso, añade Cristo: «No te asombres de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo» (v. 7). El gran Médico de nuestras almas conoce bien nuestro caso, así como el necesario remedio para nuestra congénita enfermedad. No hemos de asombrarnos de ello, porque si nos percatamos de la infinita santidad del Dios con quien hemos de tratar y de la radical depravación de nuestra naturaleza, no nos resultará extraño que se ponga tanto énfasis en la necesidad de nacer de nuevo o de arriba. El fariseo Nicodemo se extraña de estas cosas, porque está acostumbrado a pensar que el favor y la gracia de Dios se consiguen mediante la observancia de la Ley (v. Ro. 10:3), y ahora Jesús le dice que es menester «ser nacido» (nadie se nace a sí mismo) de Dios, no como obra propia, sino como don de Dios (Ef. 2:8–9). El «os es necesario», como observa Hendriksen, no es, pues, un mandamiento que cumplir, sino algo que le tiene que acontecer a uno mediante la obra del Éspíritu por el mensaje de la Palabra. Como veremos en el versículo 10, Nicodemo debía saber eso. Notemos bien que Jesús no dijo: «Nos es necesario», sino: «Os es necesario» ya que Él no podía incluirse en el grupo general de los humanos por ser totalmente santo desde el primer momento de Su concepción (Lc. 1:35).
Cuarto, el Señor ilustra esta regeneración espiritual con dos símiles: (i) La agencia de la que se sirve el Espíritu Santo para llevar a cabo la obra de nuestra regeneración espiritual es comparada al agua. ¿Qué significa «nacer de agua»? La inmensa mayoría de los catolicosrromanos y de algunos protestantes, entre ellos Hendriksen, piensan que se refiere al agua material del bautismo. No negamos que Jesús hiciese alusión indirecta al agua del bautismo, pues cuando Juan escribía esto el bautismo real de la fe y el bautismo ritual del agua iban unidos (v. por ej., Ro. 6:3 y ss.; Ef. 4:5; 1 Co. 12:13 y aun Mr. 16:16), pero, cuando se compara Juan 3:5 con 15:3; 17:17; Efesios 5:26; Tito 2:5 y 1 Pedro 1:23, vemos que «agua» ha de significar aquí la Palabra de Dios. Recordemos que el agua simboliza también la gracia o el don de Dios (Ez. 36:25–27; Jn. 4:10–14; 7:37–39; Ap. 22:1). Bien se compara el agua a la operación del Espíritu Santo en la tarea de la espiritual regeneración puesto que el agua, por una parte, limpia y purifica de la suciedad; y, por otra parte, refresca y conforta como lo hace con el ciervo que está a punto de ser cazado (Sal. 42:1) y con el caminante fatigado de la dura jornada. (ii) Esta regeneración espiritual es también comparada a la acción del viento: «El viento sopla donde quiere … así es todo aquel que es nacido del Espíritu» (v. 8). La misma palabra, lo mismo en hebreo (ruaj) que en griego (pneuma), significa tanto espíritu como viento, pero el texto mismo nos da a entender que Jesús juega aquí con las palabras para poner un símil fácilmente inteligible: La acción del Espíritu es soberana, misteriosa e incomprensible; con su libre gracia y sus dones inmerecidos no tiene más medida que Su beneplácito (Ef. 1:11; 4:7), y todos los que son nacidos del Espíritu poseen la misma libertad verdadera, que es la que proporciona el verdadero amor a Dios y al prójimo (v. Ro. 5:5; 8:14–21; 2 Co. 3:17; Gá. 2:4; 5:1, 13, 22; Stg. 1:25; 2:12). «Oyes su sonido (del viento)—añade Jesús—, pero no sabes de dónde viene ni adónde va.» De la misma manera que nadie puede controlar el viento, aunque sus efectos son experimentables por el ruido que hace al chocar con una resistencia, así pasa con el Espíritu de Dios, al que nadie puede encadenar, monopolizar ni manipular; es totalmente libre y otorga el influjo de Su gracia y de Su poder dónde, cuándo y a quien quiere, y en la medida y los grados que le place; es poderoso en grado infinito, y Sus efectos se hacen sentir como los del viento; aunque las causas quedan ocultas, los efectos son manifiestos; y es misterioso, porque Sus caminos son ocultos e incomprensibles para la mente humana; cómo reúne y esparce, cómo levanta y abaja, resulta para nosotros un enigma. También la conducta del creyente es sorprendente y misteriosa, extraña, para los mundanos (v. 1 P. 4:4). Todo esto, en verdad, era sorprendente para el fariseo Nicodemo, tan acostumbrado a la cuadrícula de las normas del Talmud y a una supuesta salvación por obras de la Ley, de una Ley de piedra para corazones de piedra (v. Ez. 36:26). El cristiano está regulado sólo por la ley del amor (13:34–35; Ro. 6:14; 13:8; 1 Co. 9:21; Gá. 5:23; 1 Jn. 3:23), con la que cumple, completa y rebasa la Ley del Antiguo Pacto. Por eso, dice Pablo en Gálatas 5:23 que, frente al fruto del Espíritu, la Ley ya no es un adversario: fue crucificada con Cristo, quien sufrió por nosotros la maldición de la Ley contra sus transgresores (v. Gá. 3:10–14; Ef. 2:15; Col. 2:14).
2. La certeza y sublimidad de las verdades del Evangelio. Vemos:
(A) La nueva objeción que Nicodemo opone: «¿Cómo puede ser eso?» (v. 9). Por este versículo vemos que Nicodemo sigue sin entender. «Queda bien claro—dice Hendriksen—, que este líder religioso carecía de los más elementales conocimientos acerca del camino de la salvación. Desde el principio se ve que su formación farisaica le había hecho inmune contra toda percepción de lo espiritual» (comp. con 1 Co. 2:14). Cristo no podía haber hablado más claro, pero Nicodemo no entiende; la corrupción congénita de nuestra naturaleza, que hace necesario el nuevo nacimiento, y el poder del Espíritu que lo hace posible, siguen siendo para Nicodemo tan misteriosos e incomprensibles como la cosa misma. Ésta es la razón por la que muchos no creen las verdades del cristianismo ni se someten a las normas de Cristo: no están dispuestos a deponer sus prejuicios. No tienen inconveniente en que Jesús sea el «Maestro», con tal de que ellos escojan el programa y el método de las lecciones. Con su frase del versículo 9, Nicodemo vuelve a reconocer su ignorancia, como diciendo: «Esas cosas superan mi capacidad de comprensión no entiendo cómo pueden ser». Al no entenderlas, pone en duda o, al menos, cuestiona, su posibilidad. Así les pasa a muchos que se empeñan en no creer lo que, a juicio de ellos, no se puede probar.
(B) El reproche que Jesús le hace por su torpeza e ignorancia: «Tú eres el maestro de Israel ¿y no conoces estas cosas?» (v. 10). No ha de verse en estas palabras de Jesús ni sombra de ironía o de sarcasmo. Cristo trató a veces a ciertos hombres con ira a los más con compasión; pero a nadie con desprecio. Jesús viene a decirle: «Tú eres reconocido como el más relevante maestro del pueblo escogido de Dios, ¿y no comprendes mis actuales enseñanzas, en perfecto acuerdo con Ezequiel capítulos 11, 36 y 37, y con lo enseñado por Juan el Bautista (v. Mt. 3:9, Lc. 3:8)?» Estas palabras de Jesús son un reproche también: (a) para los que tienen por oficio enseñar a otros en el camino de la rectitud cristiana, y ellos mismos son ignorantes e inexpertos en ese camino; (b) para los que gastan el tiempo en nociones y ceremonias de religión o en minucias y curiosidades acerca de la Palabra de Dios, pero descuidan lo esencial y lo práctico. Las palabras de Jesús a Nicodemo comportan un énfasis especial: Primero, respecto al lugar: «en Israel», al que había sido confiada la Palabra de Dios (Ro. 3:2). Nicodemo podía haber aprendido estas cosas en el Antiguo Testamento. Segundo, en cuanto a las cosas mismas en las que mostraba su gran ignorancia: «estas cosas», tan necesarias, tan grandes, tan divinas.
(C) El discurso de Jesús, a raíz de esto, sobre la certeza y la sublimidad de las verdades del Evangelio (vv. 11–13). Obsérvese:
(a) Que las verdades enseñadas por Cristo eran ciertísimas (v. 11, comp. con Lc. 1:1): «De cierto, de cierto te digo que hablamos de lo que sabemos». Frente al «sabemos» de Nicodemo en el versículo 2, un saber producido por deducción reflexiva, Jesús no se enzarza en polémicas, ni siquiera sobre los lugares bíblicos anotados en el comentario al versículo anterior, sino que apela a un testimonio de primera mano, a un «sabemos», tal vez plural mayestático, fruto de una experiencia personal existencial, como de alguien que está en el seno del Padre (1:18), y que testifica de lo que ha visto eternamente y sigue viendo para siempre en la persona y en la acción continua del Padre (v. 5:17–20). Es esta íntima comunión personal intratrinitaria la que faculta a Jesús para dar de las cosas espirituales un testimonio sin par. El Verbo, la Sabiduría de Dios personificada (v. Pr. 8:22) da ese testimonió de primera mano, como si dijese: No me lo han contado; soy testigo de vista. La porción de 8:13–18 bastaría para apoyar esta interpretación del plural «sabemos» en labios de Jesús. Pero la gran mayoría de los comentaristas opinan que, en ese plural, se incluyen además de Jesús, no sólo el Bautista (v. 5:33), sino también todos aquellos que habían aceptado a Jesús y se habían hecho discípulos de Él, con lo que un testimonio conjunto, visible, al menos de dos hombres (los dos testigos necesarios para dar crédito a un testimonio; comp. con Mt. 26:60), sería rechazado por otro grupo: «y no recibís nuestro testimonio). En este grupo está incluido, de momento, Nicodemo, junto con los de 2:23–25. Nótese que el verbo «recibís» está en presente en el original griego, lo cual viene a significar: «continuáis sin recibir» o «todavía no recibís». La mentalidad de Nicodemo, como la de los demás escribas y fariseos, se resistía aún a cambiar, al menos respecto a este tema de la regeneración espiritual.
(b) Que las verdades enseñadas por Cristo, a pesar de tratar sobre realidades espirituales, no son difíciles de comprender al que está bien dispuesto para recibirlas: «Si os he dicho cosas de la tierra (lit. de sobre la tierra), y no creéis, ¿cómo creeréis si os digo las del cielo?» (v. 12). A primera vista, produce alguna extrañeza el que Jesús llame cosas de la tierra algo tan celestial como es la regeneración espiritual, que es «de arriba» (vv. 3, 7, comp. con los vv. 31–34, así como con He. 9:23). Sin duda ninguna, Jesús se refiere a cosas que, aunque proceden del cielo y tienen carácter celestial, acontecen aquí y ahora, dentro del contexto espacio-temporal de la experiencia humana en este mundo, en contraste con los designios de Dios, misterios escondidos en el Cielo, sobre la historia de la salvación, la fundación de la Iglesia, la futura glorificación de Cristo, etc. (comp. con 1:50–51). La diferencia con 3:31–34 estriba en que allí el Bautista se refiere al origen de las palabras de Jesús (v. 1:18); y la diferencia con Hebreos 9:23 está en que el autor de Hebreos compara las purificaciones legales que limpian externamente en la tierra, con la reconciliación de los pecadores la cual se realiza ante el trono de Dios en los cielos. En el sentido que en este versículo tienen estas «cosas de la tierra», el argumento del Señor viene a ser el siguiente: «Si no estás dispuesto a creer algo que es experimentable aquí abajo, mediante el cambio radical de una persona, ¿cómo estarás dispuesto a creer misterios invisibles, al dar crédito únicamente a mi palabra?» Además con los símiles del agua y del viento, que Jesús había usado para ilustrar Su enseñanza sobre el nuevo nacimiento, no de la carne sino del Espíritu, las cosas celestiales estaban envueltas en ropaje terrenal fáciles de traducir al lenguaje de esta tierra y de comprender por mentes que se hallan todavía de peregrinación por este mundo. Si con expresiones tan claras y familiares, Nicodemo no acertaba a comprender la doctrina, ¿qué podría comprender de verdades tan altas que no pueden ni deben ser expresadas en humano lenguaje? (comp. con 2 Co. 12:4). Dios tiene en cuenta la materia de que estamos hechos, del polvo de la tierra, y, por eso, se acomoda, en su revelación de las cosas más importantes, a nuestro modo de pensar y de entender. Pero los indrédulos inventan excusas en todos los terrenos, desprecian las cosas de la tierra porque las tienen por vulgares; y las del cielo porque las consideran abstrusas.
(c) Que el Señor Jesús, y Él solo, es competente para revelarnos una doctrina tan cierta y tan sublime: «Y nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre» (v. 13). La frase última que aparece en nuestras biblias («que está en el cielo») no se encuentra en los mejores MSS. Con estas palabras, Jesús no se refiere a su posterior ascensión corporal a los cielos, sino a su presencia divina en el seno del Padre desde toda la eternidad, de donde le viene el conocimiento de los secretos de Dios (v. Mt. 11:27; Lc. 10:22; Jn. 1:18; 6:46). Y Ése que, junto con el Espíritu Santo (v. 1 Co. 2:10) es el único que penetra en las profundidades de Dios, es el mismo que ha descendido del cielo al hacerse hombre aquí abajo (1:14). No se trata en realidad de un descenso «local», puesto que, como Dios, está en todas partes y, en cuanto hombre, no bajó, sino que llegó a ser hombre, comenzó a serlo, aquí en el seno de María. Es en esta tierra donde el Hijo de Dios al hacerse hombre y acampar entre nosotros, se anonadó y humilló a Sí mismo (Ef. 4:8–10; Fil. 2:6–8). En cuanto a la expresión «el Hijo del Hombre», que ocurre 86 veces en el Nuevo Testamento, véase lo que dijimos en el comentario a 1:51 (recuérdese que la expresión procede de Dn. 7:13 y ss.). Nicodemo se había dirigido a Jesús como a un «maestro» (v. 2), como si fuese un profeta; pero debe aprender que Cristo es mucho mayor que todos los profetas del Antiguo Pacto juntos, porque ninguno de ellos había ascendido al cielo en el sentido explicado anteriormente. De aquí hemos de aprender también que no es de nuestra competencia pedir instrucciones al Cielo, sino estar dispuestos a recibir las instrucciones del Cielo porque el que descendió del Cielo no deja de estar en el Cielo. Al decirle a Nicodemo que aunque Él es el Hijo del Hombre, ha descendido del Cielo, viene a darle un atisbo de las cosas del Cielo, porque, si la regeneración de una persona humana es un misterio tan grande, ¿qué diremos de la encarnación de una persona divina? En este lugar, pues, tenemos una clara insinuación de que, en Cristo, hay dos naturalezas distintas en una sola persona, y podemos deducir, por tanto, las siguientes importantes verdades: Primera, que Cristo posee la naturaleza divina (comp. con Col. 2:9). Segunda, el conocimiento perfecto que Cristo posee de los secretos divinos. Tercera, que Cristo es la manifestación de Dios en carne (v. 1:14; 1 Ti. 3:16; 1 Jn. 4:2). El Nuevo Testamento nos muestra a Dios que desciende del Cielo para hacerse como uno de nosotros, aunque sin pecado, a fin de enseñarnos el camino de la vida y salvarnos del pecado y de la condenación eterna. En esto se mostró el amor de Dios hacia nosotros (Ro. 5:8–11; 1 Jn. 4:9–10, 19). Cuarta, que Jesús es el Hijo del Hombre, expresión bajo la que los judíos siempre entendieron que se significaba el Mesías esperado. Quinta, que, en el mismo momento en que está hablando en la tierra con Nicodemo, está también en el Cielo. Nótese que Nicodemo ya no contesta a las palabras de Jesús. ¿Comenzaba quizás a caer en la cuenta de lo que implicaba la enseñanza de Jesús? No lo sabemos, pero su silencio a partir de aquí resulta muy significativo (es opinión del que esto escribe que los versículos 16–21, así como los versículos 31–36, son reflexiones del propio evangelista. Nota del traductor).

3. A continuación, Jesús expresa el gran objetivo que tuvo Su venida a este mundo, y la dicha inmensa de cuantos creen en Él (vv. 14–18). Aquí tenemos la quintaesencia del Evangelio. Mediante una ilustración, tomada de la historia de Israel y, por ello, muy bien conocida de los judíos, va a exponer en qué consiste la verdadera perdición, tanto como la verdadera salvación y la fe mediante la cual se nos aplica la obra de la salvación llevada a cabo en la Cruz del Calvario: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto (v. Nm. 21:9), así también tiene que ser levantado (v. 8:28; 12:32, 34) el Hijo del Hombre, para que todo aquel que cree en Él, no perezca (lit. no se arruine, no se eche a perder), sino que tenga vida eterna» (vv. 14:15). Vemos, pues:
(A) Que Cristo vino a sanarnos, de la misma manera que los hijos de Israel, que habían sido mordidos por las serpientes venenosas, eran sanados y librados de la muerte mediante una mirada a la serpiente de bronce. Consideremos:
(a) La naturaleza mortífera y destructiva que posee el pecado conforme se implica aquí. La culpa del pecado es como la mordedura de una serpiente venenosa; el poder corruptor del pecado es ese veneno que se difunde por toda la persona del pecador. Las maldiciones de la Ley son como feroces serpientes, pues todas ellas son señales de la ira de Dios. Recordemos, según lo alude Jesús, el episodio que se nos narra en Números 21:5–9. Vemos que el pueblo, desanimado por el largo rodeo de la tierra de Edom, murmura contra Dios y contra Moisés. El pecado es castigado por Jehová por medio de serpientes venenosas (lit. ardientes), por cuya mordedura muere mucho pueblo. El pueblo clama a Dios, confiesa su pecado e implora clemencia. Moisés ora por el pueblo, y Dios provee un medio de salvación, al mandar a Moisés fabricar una serpiente de bronce (también «ardiente», es decir, de bronce bruñido, que parece incandescente por el brillo. Comp. con Ap. 1:15) y ponerla sobre un asta en lo alto del campamento, a fin de que todos puedan verla. Cuantos la miraban recobraban la salud. Podemos suponer que quienes se veían a punto de morir se volverían a mirar a la serpiente de bronce con toda su alma, de corazón, con un ansia inmensa de sanar y una absoluta confianza en el poder sanador de la serpiente. 

Así que, al seguir la comparación de Jesús creer es como mirar a la Cruz del Calvario con toda el alma, como a quien le va la vida en ello, poner todo el corazón con plena confianza en Aquel que fue levantado en el Calvario a fin de que «todo aquel que cree en Él, no perezca, sino que tenga vida eterna». También aquí, como en Números 21:5–9, tenemos todos los elementos que integran el proceso de la salvación: el pecado que nos domina, el necesario cambio de mentalidad o arrepentimiento para reconocer la perdida situación en que nos hallamos, alzar a Dios los ojos en demanda de socorro, la provisión del remedio por parte de Dios y la utilización de dicho remedio por parte de todo aquel que, compungido en su corazón por la operación del Espíritu Santo (comp. con Hch. 2:37), suspira por la salvación y recibe con alegría la Buena Noticia de que hay salvación para el perdido, por medio de la fe viva en Jesucristo como único Salvador necesario y suficiente (v. Hch. 4:12) y único Mediador entre Dios y los hombres (v. 1 Ti. 2:5). Recuérdese la leyenda india sobre el joven ansioso de salvación, que ya expusimos en otro lugar.

Por eso, la fe no puede ser una mirada fría, intelectual o aun sentimental, a la Cruz del Salvador, sino una mirada angustiosa, como la del que sabe que en el mirar le va la vida, y no una vida como la de este mundo, sino que es cuestión de vida eterna o muerte eterna: vivir plenamente y para siempre, sin el temor de morir jamás, o estar siempre muriendo, sin la esperanza de terminar jamás de morir. He ahí el tremendo dilema con que nos confronta la Cruz de Jesucristo, ante la cual nadie puede pasar indiferente, como si no tuviera que ver con todos y cada uno de los seres humanos. Hay que recibir, por fe viva, al Salvador, o rechazarle con todas las consecuencias.

(b) El poderoso remedio provisto para tan fatal enfermedad. El caso de los pecadores es deplorable, pero ¿es desesperado? Gracias a Dios, no lo es, como acabamos de ver. El Hijo del Hombre fue levantado como la serpiente de bronce en el desierto. Esta serpiente tenía la misma figura que las serpientes venenosas, pero no tenía veneno. Así pasa con Jesús, quien vino en semejanza de carne de pecado (Ro. 8:3), pero sin pecado (He. 4:15; 7:26). Así como la serpiente de bronce fue izada sobre un asta, así también Jesús fue izado en el madero de la Cruz. Adviértase el sentido del verbo «ser levantado» en Juan 3:15. Como es obvio, este verbo indica que Jesús sería alzado de la tierra al estar colgado en la Cruz; pero al considerar el carácter triunfal del Evangelio de Juan, vemos que el verbo griego hupsó = levantar (del que procede hupsistós = Altísimo, aplicado a Dios) indica la exaltación gloriosa de Cristo mediante su muerte en cruz y su posterior ascensión a la diestra del Padre, así como la proclamación del Evangelio eterno de la salvación (comp. con 8:28; 12:32–34; Fil. 2:9–10). Como dice Hendriksen: «La cruz nunca aparece aislada de los otros grandes acontecimientos (tales como la resurrección, la ascensión y la coronación) en la historia de la redención. Es siempre la senda obligada hacia la corona. Más aún, ¿dónde resplandece la gloria de todos los atributos de Dios en Cristo con mayor brillo que en la Cruz (cf. 12:28, comp. con 12:32, 33)?» Levantado, pues, en la Cruz, como la serpiente de bronce en el desierto, fue puesto para sanarnos. El mismo que envió la llaga, proveyó también el remedio. Fue Dios mismo quien encontró el rescate. Aquel a quien ofendimos es nuestra paz.

(c) El medio de aplicación de este remedio, que es mediante el creer: «Para que todo aquel que cree en Él, no perezca, sino que tenga vida eterna». También podría leerse de este otro modo: «para que todo el que crea, pueda tener vida eterna en Él». De aquí vemos que la crucifixión de Cristo no salva automáticamente a nadie, sino sólo a los que se apropian por fe la salvación que Dios ha puesto a disposición de todo el que se acerque con fe y arrepentimiento. Todo este pasaje menciona sólo el creer. En otros lugares, como Hechos 2:38; 17:30, se menciona sólo el arrepentimiento. Ambos son conceptos complementarios y hasta sinónimos (con la distinción que hemos señalado en otro lugar) puesto que una fe viva comporta esencialmente un cambio de mentalidad, y el cambio de mentalidad o arrepentimiento no puede ser sincero y eficaz, sino por la fe viva, «según Dios» (v. 2 Co. 7:9). Tampoco la serpiente de bronce curaba automáticamente, sino sólo a los que la miraban con afán de ser sanados. Diremos más en el comentario al versículo siguiente, que amplía el contenido del versículo 15.

(d) La gran esperanza y los grandes ánimos que nos da el creer en Él, al fijar nuestra mirada en la Cruz del Calvario. A todo el que miraba a la serpiente de bronce le fue bien (Nm. 21:9). Ya había dicho el Señor, en Isaías 45:22: «Miradme a mí, y sed salvos, todos los confines de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más». Fue con este propósito por lo que fue levantado, a fin de que Sus seguidores pudiesen ser salvos. La oferta de salvación, por medio de Él, es universal, «para todo aquel que crea», sin excepción. ¡Qué gozo tan grande produce saber que, en ese «todo aquel», tengo cabida yo que escribo esto, y tú que me lees, quienquiera que seas! Finalmente, la salvación ofrecida es completa: Quienes la reciban por fe, jamás perecerán, pues tendrán vida eterna, es decir, una vida que comienza en el momento en que uno recibe a Cristo y dura por toda la eternidad.

(B) Jesucristo vino a salvarnos perdonándonos los pecados en virtud del puro amor que Dios nos tuvo. Esto sí que es de verdad Evangelio, es decir, Buena Noticia, la mejor que pudo llegar del Cielo a la tierra (vv. 16–17).

(a) En esto se mostró el amor de Dios hacia nosotros, en que envió a su Hijo al mundo (v. 16, comp. con Ro. 5:5–11; Gá. 4:4–6; 1 Jn. 4:9–19). Primero vemos la revelación del gran misterio del Evangelio: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado (lit. dio de una vez por todas) a su Hijo unigénito» (v. 16). Lo dio, es decir, lo entregó para que fuese crucificado. Y esto «para que todo aquel que cree en Él, no perezca, sino que tenga vida eterna». Este versículo, como decía Lutero, es el compendio de toda la Biblia, como la Biblia en miniatura. En efecto, en cuatro frases, la primera de siete palabras en el original y las otras tres de seis cada una, se resume toda la historia de la salvación, arrancando desde la eterna y soberana iniciativa divina, llena de amor y de misericordia para salvar a la humanidad perdida, hasta la consumación en la gloria eterna, de la salvación adquirida «de gracia, mediante la fe» (Ef. 2:8).

Lo primero que notamos en este versículo es el énfasis que comporta ese «De tal manera» como si dijese: «así de grande fue el amor de Dios …»; lo cual nos recuerda lo que el mismo Juan escribe en 1 Juan 3:1: «Mirad qué (lit. de qué país o de qué clase) amor tan sublime nos ha dado el Padre …». El amor de Dios hacia el mundo fue tan grande que no pudo ser mayor, ya que se hizo efectivo mediante la donación de su único Hijo, tan Dios como Él, al mundo perdido, y no para dominar o enriquecerse en el mundo, sino para servir y para morir en el suplicio más atroz y afrentoso de todos los entonces conocidos, tras haber vivido en tan suma pobreza, que todo lo que tuvo lo tuvo de prestado, desde el pesebre en que nació hasta la tumba en que fue sepultado.
Lo segundo que es de admirar sobremanera es que «de tal manera amó Dios AL MUNDO …». Cuando vemos que el objeto del amor de ese Dios tres veces santo, infinitamente sabio, santo y poderoso, es este mundo pecador, rebelde, perdido, que sólo merecía un castigo eterno, nuestro asombro crece. El original dice claramente «al mundo», a toda la humanidad que habita el cosmos, por lo que vemos claramente que el objeto del amor redentor de Dios es toda la humanidad. La voluntad salvífica antecedente de Dios es universal (comp. con 2 Co. 5:14–21; 1 Ti. 2:1–6; 1 Jn. 2:2, entre otros lugares) y por eso Cristo murió por todos, aunque no todos se beneficien de su muerte, sino sólo los que creen en Él (v. 8:24). Decir que el Dios que es Amor (v. 1 Jn. 4:8, 16) amó sólo a un grupo de «elegidos», es un prejuicio teológico contrario a la Escritura. La comparación con el Día de la Expiación (Lv. 16) o Yom Kippur (como dice el hebreo) nos aclara bien este concepto: Así como la expiación realizada por el sumo sacerdote una vez al año cubría los pecados de todo el pueblo, de manera que Dios los pasaba por alto, no los tenía en cuenta, no descargaba sobre los pecadores su ira, aunque sólo fuesen realmente perdonados los que se arrepentían personalmente de sus propios pecados, así también la obra de Jesús en el Calvario sirve para que hubiese «sanación para nosotros» (Is. 53:5, lit.), para que Dios no les tenga en cuenta a los hombres sus pecados (v. Hch. 17:30; Ro. 3:25; 2 Co. 5:19) y poner la salvación a disposición de todos los que quieran recibirla mediante la fe, y recibir así los beneficios del pacto (comp. con 2 Co. 5:14–21; 1 Ti. 2:4–6; He. 10:26 y ss.). Sólo el que rehúsa creer se encierra en su condenación y muere en sus pecados (3:17–21; 8:24; 9:41). Nadie tiene así excusa, puesto que la obra de Cristo derribó la pared de separación entre judíos y gentiles, de modo que todo el mundo tiene acceso a la salvación, y ya descendió el Espíritu Santo para convencer a todo el mundo de pecado, de justicia y de juicio (16:8–11). Incluso los que nunca han oído el Evangelio son alcanzados por los rayos de esa «luz del mundo» que es Cristo (1:9, 8:12, 12:46). Y aun en el caso de que no lleguen a conocer a Jesús por su «nombre», son salvos por la obra del único Mediador (1 Ti. 2:5) y del único Salvador (Hch. 4:12, donde el «nombre» no significa una «etiqueta», sino la Persona misma del Salvador). Es precisamente el Evangelio de Juan el que más énfasis pone en quitar fuerza a la «pura sangre» judía, es decir, a la genealogía natural, carnal (v. 1:12–13; 3:6; 8:31–39).

Lo tercero que vemos en este versículo es que los quilates del amor de Dios se muestran en que «ha dado a su Hijo UNIGÉNITO». Como hace notar W. Hendriksen, el original dice: «a su Hijo, el Unigénito, Él dio», para señalar la grandeza del don, colocándolo en primer lugar, delante del verbo. Ese «dio», ya lo hemos apuntado, equivale a «lo entregó a la muerte como holocausto y sacrificio expiatorio del pecado» (v. 15:13; 1 Jn. 3:16; 4:10 y, como consecuencia, 1 Jn. 1:7; 2:1–2), y al «no eximió ni a su propio Hijo» de Romanos 8:32, compárese con Génesis 22:2, 12; Mateo 21:33–39. Notemos que es Dios quien entrega a la muerte a su único Hijo. Cuentan de un matrimonio rico, pero sin hijos, que quisieron adoptar un niño pobre de una pareja que tenía cuatro hijos. Cuando el señor rico fue a casa del matrimonio pobre para rogarles que le cediesen uno de los cuatro hijos, a fin de adoptarlo y dejarle en herencia todo lo que poseían, los padres no consintieron en cederle ninguno. «El mayor, no—dijo el padre—, porque ya va a trabajar y nos ayuda.» «El segundo tampoco—dijo la madre—, porque se parece a mi marido.» «Pues el tercero tampoco—añadió el padre—, porque se parece a mi mujer.» «¿Y el menor de los cuatro?», interrogó el señor. «Pobrecito, ése está siempre enfermo, y nos da lástima», dijeron a coro el marido y la mujer. Así fue que un matrimonio pobre no quiso desprenderse de ninguno de sus cuatro hijos, y eso que se trataba de hacerlo inmensamente rico y feliz. En cambio, Dios, que para nada necesitaba de nosotros, entregó a su único Hijo por nosotros; y no para hacerlo rico, para gozar y dominar a los demás hombres, sino que «por amor a nosotros se hizo pobre siendo rico, para que nosotros fuésemos enriquecidos con su pobreza» (2 Co. 8:9).

Lo cuarto que advertimos en este versículo es que Dios nos dio a su único Hijo «para que todo aquel que cree en Él, no perezca». La alternativa que se presenta a todo aquel que rehúsa creer en Jesucristo como en su único Salvador necesario y suficiente no es simplemente el no disfrutar del Cielo, ni siquiera el perecer físicamente y ser aniquilado al final, como sostienen algunos grupos dentro de algunas denominaciones cristianas, sino el perderse o arruinarse para siempre: la muerte eterna o «muerte segunda», que consiste en estar siempre muriendo sin acabar nunca de morir, así como la vida eterna consiste en estar siempre viviendo en plenitud, sin temor de volver a morir. El propio Jesús, en Mateo 25:46, establece un perfecto paralelismo antitético entre el «castigo eterno» de los impíos y la «vida eterna» de los justos (v. comentario a dicho lugar). Un Dios celoso, que ha sido ofendido en lo más sublime de Su amor, mostrado en el Calvario, ha de convertirse, por toda la eternidad, en un Dios de ira para el que ha rehusado creer en el Hijo.

Lo quinto y último que notamos en dicho versículo es la antítesis de la condenación: «sino que tenga vida eterna», es decir: vida en plenitud y para siempre; una vida que se diferencia en calidad y extensión de la vida terrenal. La expresión «vida eterna» aparece 17 veces en el Evangelio de Juan, y 6 veces en su Primera Epístola; y connota la liberación de toda esclavitud (8:32), con el perdón de los pecados (8:24, 34; 9:41), la participación de la naturaleza divina (1:13; 3:6; 2 P. 1:4), la adopción de hijos (Ro. 8:15; Gá. 4:5), la comunión con Dios en Cristo (17:3, 21), la participación de Su amor (5:42; 17:23, 26), de Su gozo (17:13) y de Su paz (16:33). Al fin y al cabo, es una participación de la vida de Dios (1:4; 5:21–26; 10:10; 17:3). Como ya hemos hecho notar al explicar el versículo 3 Jesús menciona el nacimiento de arriba antes de hablar de la fe en Él, porque sólo el que ha sido resucitado espiritualmente (v. Ef. 2:1 y ss.) puede creer y dirigir una mirada angustiosa a la Cruz. Sólo quien ha sido despertado, puede ver la realidad. Por eso dice Pablo que se cree «con el corazón» (Ro. 10:9–10), porque Dios obra en lo más íntimo de nuestro ser por medio de su Espíritu, antes de que nos percatemos de que ya hemos nacido de nuevo.

(b) El evangelista insiste en el objetivo que Dios se propuso al enviar al mundo a su único Hijo: «Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar (lit. juzgar) al mundo, sino para que el mundo sea salvo por medio de Él» (v. 17). El Hijo de Dios vino como un embajador del Padre para residir entre nosotros con el único objetivo de ofrecer salvación a toda la humanidad. Aunque el mundo estaba convicto de pecado y Dios tenía todas las razones para condenarlo, al ser un mundo culpable de lesa Majestad divina, y aunque el Hijo vino con plenos poderes para ejecutar juicio de condenación (v. 5:22, 27), no comenzó a condenar, sino que nos ofreció la oportunidad de comparecer ante el trono de la gracia con la causa ganada a nuestro favor: «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo» (2 Co. 5:19) y, por tanto, salvándolo en cuanto estaba de Su parte. ¡Buena noticia, en verdad, para una conciencia convicta de pecado, saber que el Hijo de Dios ha venido a traer perdón de culpas, sanación de huesos quebrantados y de heridas abiertas y sangrantes; que Cristo, nuestro Juez, no ha venido a pronunciar sentencia de muerte, sino oferta de vida! Los judíos habían llegado a pensar, llevados de su exclusivismo fanático, que el Día de Jehová entendido como la Venida del esperado Mesías, no sólo comportaría la salvación definitiva de Israel, sino también la condenación en masa (v. Jon. 4:2–3; Hch. 11:18) de las naciones gentiles. Ya Amós había censurado este punto de vista (v. Am. 5:18–20). Ahora Jesús lo ataca igualmente al decir: Primero, que el designio salvador de Dios no estaba limitado a Israel, sino que se extendía a todo el mundo; segundo, que Él, el Mesías, no había sido enviado, en esta su Primera Venida, a condenar al mundo, sino a salvarlo (comp. con Lc. 19:10). En realidad, Él no condena a nadie, sino que todo aquel que no cree en Él, se encierra en su propia condenación, como lo declaran los versículos 18–21 (v. también 3:36; 8:24; 12:47–48; 1 Jn. 5:9–12, así como Ro. 2:4–11).

En el asunto de la salvación y de la condenación hay encerrados tremendos misterios (elección, predestinación, reprobación, etc.), pero toda esta sección nos ayuda a percatarnos de estas dos verdades fundamentales que nos han sido reveladas por Dios y a las que debemos asirnos con toda nuestra fe: (i) Todo lo que es de salvación, viene de Dios (v. Jon. 2:9; Ef. 2:8–10); nadie puede gloriarse en Su presencia de haber contribuido a su propia salvación en lo más mínimo (valga la expresión incorrecta gramaticalmente); no hay en el ser humano fuerza, capacidad ni mérito que inclinen a Dios a congraciarse con nosotros; (ii) todo lo que es para condenación es un resultado culpable del desvío de nuestra libertad; por eso, nadie podrá acusar a Dios de injusticia en la reprobación justísima de los condenados. Toda otra consideración de tipo teológico debe estar subordinada a esas dos verdades. Permítase al que esto escribe (nota del traductor) otra consideración de tipo personal, singularmente emotiva: El término con que, tanto el hebreo como el griego, designan el «pecado» indica «fallar el blanco» o «desviarse del objetivo», con lo que se nos muestra que Dios parece dar mayor importancia a la desgracia en que incurre el ser humano al pecar, que a la ofensa que a Dios mismo se infiere por el pecado.

(C) De todo lo que antecede se colige la auténtica felicidad de los creyentes genuinos: «El que cree en Él, no es condenado» (v. 18). Esto supone algo más que una suspensión temporal de la ejecución de la pena: «no es condenado», es decir, es descargado de su culpabilidad. «¿Quién es el que condena? ¿Acaso será Cristo …?» (Ro. 8:34, lectura probable).
4. La deplorable condición de los que persisten en su incredulidad y en su ignorancia voluntaria (vv. 18:21).

(A) Véase aquí el destino fatal de los que rehúsan creer en Cristo: «pero el que no cree, ya ha sido condenado». Nótese la diferencia de tiempo en ambas frases: en la primera, tenemos un presente («no es condenado»), porque, mediante la fe, salimos del estado de condenación y comenzamos a ser constituidos justos en la presencia de Dios (Ro. 5:19); Dios nos abre en aquel momento, desde fuera, la puerta de la salvación. En cambio, en esta otra frase el tiempo es pretérito perfecto («ya ha sido condenado»), es decir no tiene que esperar al veredicto final, puesto que su incredulidad le cierra por dentro, con siete cerrojos la puerta de la salvación, la cual sólo puede abrirse mediante la fe (comp. con 8:24). No se olvide que, desde el momento de ser concebidos ya llevábamos encima la condenación (v. Sal. 51:5; Ef. 2:3) y que cada pecado personal nuestro la va confirmando voluntariamente; en cambio, la salvación surge al creer, en un determinado momento de nuestra vida terrenal. Vemos:
(a) Cuán grande es el pecado de los incrédulos: Se niegan a creer «en el nombre del unigénito Hijo de Dios», quien, por ser infinitamente verdadero, merece ser creído, y, por ser infinitamente bueno, es digno de ser recibido. Dios envió para salvarnos el Hijo tan querido para Él ¿y no será para nosotros el amado por excelencia?

(b) Cuán grande es la miseria de los incrédulos: Ya están condenados: una condenación cierta y actual; su misma conciencia les condena. Condenados por no aceptar el remedio de la condenación; la incredulidad es un pecado contra el remedio mismo provisto por Dios para la salvación.

(B) Véase también el destino fatal de los que rehúsan incluso conocer a Cristo: «Y ésta es la condenación (ahí está el veredicto): que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz» (v. 19). Este versículo apunta a la única causa del destino fatal de los que no se salvan: se debe a una «preferencia culpable», a una «opción fundamental desviada», contra la luz santa que Dios es (1:9; 1 Jn. 1:5), y a favor de las tinieblas del pecado. En otras palabras la condenación de una persona no se debe a la ignorancia inculpable de Dios o del Evangelio, puesto que a todos llega de algún modo la luz que Cristo ha venido a traer (v. 1:9; Ro. 1:20; 10:18), sino a la rebeldía de los que cierran el paso a la verdad que pugna por avanzar hasta el corazón (1:5; Ro. 1:18). 

Esta preferencia por las tinieblas no indica que haya en los impíos algún amor a la luz, aunque inferior al amor que tienen a las tinieblas; el versículo siguiente nos aclara este extremo. Notemos que el Evangelio es luz y, cuando se proclama el Evangelio, se enciende una luz en el mundo. 

La luz se muestra por su mismo brillo; lo mismo pasa con el Evangelio: muestra su origen divino. La luz descubre lo que está escondido a la vista. ¿Qué sería del mundo sin luz? Pero mucho más oscuro estaría el mundo sin la luz del Evangelio. No hay palabras para expresar la tremenda locura de los hombres que prefieren las tinieblas a la luz de Cristo. Los malvados que estaban apegados a sus concupiscencias preferían su ignorancia y sus errores a las verdades del Señor. Los miserables pecadores están a gusto en su enfermedad, a gusto en su esclavitud, y no quieren ser libres ni quieren estar sanos. La verdadera razón por la que los hombres amaron más las tinieblas que la luz es «porque sus obras eran malas». 

¡No hay situación tan triste como la del enfermo que, al no querer sanar de su enfermedad, se empeña en no darse cuenta de ella! Es la táctica del avestruz, que esconde la cabeza bajo la arena, y piensa que por no ver él al enemigo, el enemigo no puede verle a él. La ignorancia culpable, lejos de excusar de pecado, sólo sirve para agravarlo, pues «ésta es precisamente la condenación»: que cerraron sus ojos a la luz sin admitir parlamento con Cristo y con el Evangelio. Hemos de dar cuenta en el juicio, no sólo de lo que hemos pecado contra lo que conocíamos, sino también por no querer conocer lo que debíamos saber. Es una observación muy sabia que «todo aquel que obra el mal aborrece la luz» (v. 20). 

Los malhechores buscan la oscuridad, el escondite, el actuar por sorpresa, a fin de no ser descubiertos y arrestados: «No viene a la luz, para que sus obras no sean redargüidas»; es decir, para que no queden al descubierto (comp. con He. 4:12 y Stg. 1:23–24, donde la Ley de Dios es como un espejo que descubre nuestro verdadero rostro). La luz del Evangelio es enviada al mundo para poner al descubierto las malas obras de los pecadores; para poner ante los ojos de la gente sus transgresiones; para mostrar que es pecado lo que los hombres no tienen por pecado, «a fin de que por el mandamiento el pecado llegase al extremo de la pecaminosidad» (Ro. 7:13). 

El Evangelio presenta las convicciones, a fin de preparar el camino para las consolaciones. Fue por esta razón por la que los verdaderos malhechores odiaban la luz del Evangelio. Había quienes cometieron pecados pero estaban avergonzados y hasta arrepentidos de ellos, como los cobradores de impuestos y las rameras, éstos daban la bienvenida a la luz. Pero los que estaban resueltos a andar por sus propios caminos, odiaban la luz de Cristo que los descubría.

Cierto misionero estaba predicando el Evangelio por primera vez a un grupo de nativos de una tribu africana, y lo hacía basándose en el capítulo 1 de la Epístola a los romanos. Conforme avanzaba en su mensaje, se daba cuenta de que el jefe de la tribu se ponía cada vez más nervioso, hasta que, por fin, desenvainó su espada y dio unos pasos hacia el misionero en forma amenazadora, mientras le gritaba: «¡Cállese y cierre ese libro que declara todo lo que yo hago!» (comp. con 4:29). Efectivamente, en Romanos 1:24–31 estaba descrita su propia conducta. Cristo es odiado cuando el pecado es amado. Los que no quieren venir a la luz es porque abrigan un secreto odio a la luz.

En cambio, los corazones rectos acogen la luz con alegría: «Pero el que practica la verdad viene a la luz, para que sean manifiestas sus obras» (v. 21). Así como la luz convence para terror a los malhechores, así también confirma para consuelo a los que obran con rectitud.

 Aquí se describe el carácter de una persona recta: «practica (lit. hace) la verdad». Para un hebreo, «hacer la verdad», «realizar la verdad» (comp. con el vocablo hechura—poiema en el griego—, de Ef. 2:10) era configurar la propia existencia de acuerdo con el plan de Dios y observar Sus mandamientos (v. Ec. 12:13–14), mientras que el que desobedece a Dios se convierte en una «mentira personificada». 

No es extraño, por tanto, que la lista de los que son arrojados al lago de fuego y azufre de Apocalipsis 21:8 se cierre con los «mentirosos», que no son simplemente los que dicen mentiras, sino aquellos cuya vida es una especie de mentira viviente. Éstos son los que odian la luz y, por consiguiente, odian, desprecian u olvidan a Dios (Sal. 50:22). Por tanto, puede verse claramente el paralelismo que existe, de una parte, entre Dios, verdad y luz, y de la otra, entre el Maligno (v. 8:44), la mentira y las tinieblas (comp. con 1 Ts. 5:1–10). 

Así el verdadero creyente, aunque todavía imperfecto, puede compararse al girasol, planta cuyas flores presentan la propiedad de ir volviéndose continuamente en dirección al sol. Aunque a veces se quede corto del nivel de rectitud que Dios espera de él, lo que hace es verdadero, lleva la marca de la honestidad; tendrá su debilidad, pero no le falta integridad, pues quiere hacer la voluntad de Dios y está resuelto a llevarla a cabo, aun cuando vaya en contra de sus propios gustos e intereses; sus obras son hechas «según (lit. en) Dios». 

Nuestras obras son rectas cuando la voluntad de Dios es nuestra norma, y la gloria de Dios es nuestro objetivo; cuando son hechas mediante el poder de Dios y por amor a Él. Para terminar esta sección, añadamos que Nicodemo se quedó perplejo al principio ante estas enseñanzas, pero después llegó a ser fiel discípulo de Cristo.
 

 
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