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lunes, 6 de abril de 2015

El lugar del cristiano no es la soledad del claustro, sino el campamento mismo del enemigo: Ahí está su misión y su tarea

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
Tipo de Archivo: PDF | Tamaño: MBytes | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
Información 


La vida en común

« ¡Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir juntos y en armonía! » (Sal 133:1).
Vamos a examinar a continuación algunas enseñan­zas y reglas de la Escritura sobre nuestra vida en común bajo la palabra de Dios.
Contrariamente a lo que podría parecer a primera vista, no se deduce que el cristiano tenga que vivir ne­cesariamente entre otros cristianos. El mismo Jesucristo vivió en medio de sus enemigos y, al final, fue abando­nado por todos sus discípulos. Se encontró en la cruz solo, rodeado de malhechores y blasfemos. Había veni­do para traer la paz a los enemigos de Dios. Por esta ra­zón, el lugar de la vida del cristiano no es la soledad del claustro, sino el campamento mismo del enemigo. Ahí está su misión y su tarea. «El reino de Jesucristo debe ser edificado en medio de tus enemigos. Quien rechaza esto renuncia a formar parte de este reino, y prefiere vi­vir rodeado de amigos, entre rosas y lirios, lejos de los malvados, en un círculo de gente piadosa. ¿No veis que así blasfemáis y traicionáis a Cristo? Si Jesús hubiera actuado como vosotros, ¿quién habría podido salvarse?» (Lutero).
«Los dispersaré entre los pueblos, pero, aun lejos, se acordarán de mí» (Zac. 10, 9). Es voluntad de Dios que la cristiandad sea un pueblo disperso, esparcido como la semilla «entre todos los reinos de la tierra» (Dt 4, 27). Esta es su promesa y su condena. El pueblo de Dios de­berá vivir lejos, entre infieles, pero será la semilla del reino esparcida en el mundo entero.
«Los reuniré porque los he rescatado... y volverán» (Zac 10, 8-9). ¿Cuándo sucederá esto? Ha sucedido ya en Jesucristo, que murió «para reunir en uno a todos los hijos de Dios dispersos» (Jn 11, 52), y se hará visible al final de los tiempos, cuando los ángeles de Dios «reú­nan a los elegidos de los cuatro vientos, desde un extre­mo al otro de los cielos» (Mt 24, 31). Hasta entonces, el pueblo de Dios permanecerá disperso. Solamente Jesu­cristo impedirá su disgregación; lejos, entre los infieles, les mantendrá unidos el recuerdo de su Señor.
El hecho de que, en el tiempo comprendido entre la muerte de Jesucristo y el último día, los cristianos pue­dan vivir con otros cristianos en una comunidad visible ya sobre la tierra no es sino una anticipación misericor­diosa del reino que ha de venir. Es Dios, en su gracia, quien permite la existencia en el mundo de semejante comunidad, reunida alrededor de la palabra y el sacra­mento. Pero esta gracia no es accesible a todos los cre­yentes. Los prisioneros, los enfermos, los aislados en la dispersión, los misioneros están solos. Ellos saben que la existencia de la comunidad visible es una gracia. Por eso su plegaria es la del salmista: «Recuerdo con emo­ción cuando marchaba al frente de la multitud hacia la casa de Dios entre gritos de alegría y alabanza de un pueblo en fiesta» (Sal 42,5). Sin embargo, permanecen solos como la semilla que Dios ha querido esparcir. No obstante, captan intensamente por la fe cuanto les es ne­gado como experiencia sensible. Así es como el apóstol Juan, desterrado en la soledad de la isla de Patmos, ce­lebra el culto celestial «en espíritu, el día del Señor» (Ap 1, 10), con todas las Iglesias. Los siete candelabros que ve son las Iglesias; las siete estrellas, sus ángeles; en el centro, dominándolo todo, Jesucristo, el Hijo del hombre, en la gloria de su resurrección. Juan es fortale­cido y consolado por su palabra. Esta es la comunidad celestial que, en el día del Señor, puebla la soledad del apóstol desterrado.
Pese a todo, la presencia sensible de los hermanos es para el cristiano fuente incomparable de alegría y con­suelo. Prisionero y al final de sus días, el apóstol Pablo no puede por menos de llamar a Timoteo, «su amado hi­jo en la fe», para volver a verlo y tenerlo a su lado. No ha olvidado las lágrimas de Timoteo en la última despe­dida (2 Tim 1, 4). En otra ocasión, pensando en la Igle­sia de Tesalónica, Pablo ora a Dios «noche y día con gran ansia para volver a veros» (1 Tes 3, 10); y el após­tol Juan, ya anciano, sabe que su gozo no será comple­to hasta que no esté junto a los suyos y pueda hablarles de viva voz, en vez de con papel y tinta (2 Jn 12). El cre­yente no se avergüenza ni se considera demasiado car­nal por desear ver el rostro de otros creyentes. El hom­bre fue creado con un cuerpo, en un cuerpo apareció por nosotros el Hijo de Dios sobre la tierra, en un cuerpo fue resucitado; en el cuerpo el creyente recibe a Cristo en el sacramento, y la resurrección de los muertos dará lugar a la plena comunidad de los hijos de Dios, forma­dos de cuerpo y espíritu.
A través de la presencia del hermano en la fe, el cre­yente puede alabar al Creador, al Salvador y al Reden­tor, Dios Padre, Hijo y Espíritu santo. El prisionero, el enfermo, el cristiano aislado reconocen en el hermano que les visita un signo visible y misericordioso de la presencia de Dios trino. Es la presencia real de Cristo lo que ellos experimentan cuando se ven, y su encuentro es un encuentro gozoso. La bendición que mutuamente se dan es la del mismo Jesucristo. Ahora bien, si el mero encuentro entre dos creyentes produce tanto gozo, ¡qué inefable felicidad no sentirán aquellos a los que Dios permite vivir continuamente en comunidad con otros creyentes! Sin embargo, esta gracia de la comunidad, que el aislado considera como un privilegio inaudito, con frecuencia es desdeñada y pisoteada por aquellos que la reciben diariamente. Olvidamos fácilmente que la vida entre cristianos es un don del reino de Dios que nos puede ser arrebatado en cualquier momento y que, en un instante también, podemos ser abandonados a la más completa soledad. Por eso, a quien le haya sido conce­dido experimentar esta gracia extraordinaria de la vida comunitaria ¡que alabe a Dios con todo su corazón; que, arrodillado, le dé gracias y confiese que es una gracia, sólo gracia!
La medida en que Dios concede el don de la comu­nión visible varía. Una visita, una oración, un gesto de bendición, una simple carta, es suficiente para dar al cristiano aislado la certeza de que nunca está solo. El saludo que el apóstol Pablo escribía personalmente en sus cartas ciertamente era un signo de comunión visible. Algunos experimentan la gracia de la comunidad en el culto dominical; otros, en el seno de una familia creyen­te. Los estudiantes de teología gozan durante sus estu­dios de una vida comunitaria más o menos intensa. Y actualmente los cristianos más sinceros sienten necesi­dad de participar en «retiros» para convivir con otros creyentes bajo la palabra de Dios. Los cristianos de hoy descubren nuevamente que la vida comunitaria es ver­daderamente la gracia que siempre fue, algo extraordi­nario, «el momento de descanso entre los lirios y las ro­sas» al que se refería Lutero.


La comunidad cristiana


Comunidad cristiana significa comunión en Jesucris­to y por Jesucristo. Ninguna comunidad cristiana podrá ser más ni menos que eso. Y esto es válido para todas las formas de comunidad que puedan formar los creyentes, desde la que nace de un breve encuentro hasta la que re­sulta de una larga convivencia diaria. Si podemos ser hermanos es únicamente por Jesucristo y en Jesucristo.
Esto significa, en primer lugar, que Jesucristo es el que fundamenta la necesidad que los creyentes tienen unos de otros; en segundo lugar, que sólo Jesucristo ha­ce posible su comunión y, finalmente, que Jesucristo nos ha elegido desde toda la eternidad para que nos aco­jamos durante nuestra vida y nos mantengamos unidos siempre.
Comunidad de creyentes. El cristiano es el hombre que ya no busca su salvación, su libertad y su justicia en sí mismo, sino únicamente en Jesucristo. Sabe que la palabra de Dios en Jesucristo lo declara culpable aun­que él no tenga conciencia de su culpabilidad, y que es­ta misma palabra lo absuelve y justifica aun cuando no tenga conciencia de su propia justicia. El cristiano ya no vive por sí mismo, de su autoacusación y su auto-justificación, sino de la acusación y justificación que pro­vienen de Dios. Vive totalmente sometido a la palabra que Dios pronuncia sobre él declarándole culpable o jus­to. El sentido de su vida y de su muerte ya no lo busca en el propio corazón, sino en la palabra que le llega desde fuera, de parte de Dios. Este es el sentido de aquella afir­mación de los reformadores: nuestra justicia es una «justicia extranjera» que viene de fuera (extra nos). Con esto nos remiten a la palabra que Dios mismo nos diri­ge, y que nos interpela desde fuera. El cristiano vive ín­tegramente de la verdad de la palabra de Dios en Jesu­cristo. Cuando se le pregunta ¿dónde está tu salvación, tu bienaventuranza, tu justicia?, nunca podrá señalarse a sí mismo, sino que señalará a la palabra de Dios en Je­sucristo. Esta palabra le obliga a volverse continuamen­te hacia el exterior, de donde únicamente puede venirle esa gracia justificante que espera cada día como comida y bebida. En sí mismo no encuentra sino pobreza y muerte, y si hay socorro para él, sólo podrá venirle de fuera. Pues bien, esta es la buena noticia: el socorro ha venido y se nos ofrece cada día en la palabra de Dios que, en Jesucristo, nos trae liberación, justicia, inocen­cia y felicidad.
Esta palabra ha sido puesta por Dios en boca de los hombres para que sea comunicada a los hombres y transmitida entre ellos. Quien es alcanzado por ella no puede por menos de transmitirla a otros. Dios ha queri­do que busquemos y hallemos su palabra en el testimo­nio del hermano, en la palabra humana. El cristiano, por tanto, tiene absoluta necesidad de otros cristianos; son quienes verdaderamente pueden quitarle siempre sus in-certidumbres y desesperanzas. Queriendo arreglárselas por sí mismo, no hace sino extraviarse todavía más. Ne­cesita del hermano como portador y anunciador de la palabra divina de salvación. Lo necesita a causa de Je­sucristo. Porque el Cristo que llevamos en nuestro pro­pio corazón es más frágil que el Cristo en la palabra del hermano. Este es cierto; aquel, incierto. Así queda cla­ra la meta de toda comunidad cristiana: permitir nuestro encuentro para que nos revelemos mutuamente la buena noticia de la salvación. Esta es la intención de Dios al reunimos. En una palabra, la comunidad cristiana es obra solamente de Jesucristo y de su justicia «extranje­ra». Por tanto, la comunidad de dos creyentes es el fru­to de la justificación del hombre por la sola gracia de Dios, tal y como se anuncia en la Biblia y enseñan los reformadores. Esta es la buena noticia que fundamenta la necesidad que tienen los cristianos unos de otros.
Cristo mediador. Este encuentro, esta comunidad, solamente es posible por mediación de Jesucristo. Los hombres están divididos por la discordia. Pero «Jesu­cristo es nuestra paz» (Ef 2, 14). En él la comunidad di­vidida encuentra su unidad. Sin él hay discordia entre los hombres y entre estos y Dios. Cristo es el mediador entre Dios y los hombres. Sin él, no podríamos conocer a Dios, ni invocarle, ni llegarnos a él; tampoco podría­mos reconocer a los hombres como hermanos ni acercarnos a ellos. El camino está bloqueado por el propio «yo». Cristo, sin embargo, ha franqueado el camino obstruido, de forma que, en adelante, los suyos puedan vivir en paz no solamente con Dios, sino también entre ellos. Ahora los cristianos pueden amarse y ayudarse mutuamente; pueden llegar a ser un solo cuerpo. Pero sólo es posible por medio de Jesucristo. Solamente él hace posible nuestra unión y crea el vínculo que nos mantiene unidos. Él es para siempre el único mediador que nos acerca a Dios y a los hermanos.
La comunidad de Jesucristo. En Jesucristo hemos sido elegidos para siempre. La encarnación significa que, por pura gracia y voluntad de Dios trino, el Hijo de Dios se hizo carne y aceptó real y corporalmente nuestra naturaleza, nuestro ser. Desde entonces, noso­tros estamos en él. Lleva nuestra carne, nos lleva consi­go. Nos tomó con él en su encarnación, en la cruz y en su resurrección. Formamos parte de él porque estamos en él. Por esta razón la Escritura nos llama el cuerpo de Cristo. Ahora bien, si antes de poder saberlo y quererlo hemos sido elegidos y adoptados en Jesucristo con toda la Iglesia, esta elección y esta adopción significan que le pertenecemos eternamente, y que un día la co­munidad que formamos sobre la tierra será una comuni­dad eterna junto a él. En presencia de un hermano debe­mos saber que nuestro destino es estar unidos con él en Jesucristo por toda la eternidad. Repitámoslo: comuni­dad cristiana significa comunidad en y por Jesucristo. Sobre este principio descansan todas las enseñanzas y reglas de la Escritura, referidas a la vida comunitaria de los cristianos.
«Acerca del amor fraterno no tenéis necesidad de que os escriba, porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios a amaros unos a otros... Pero os rogamos, herma­nos, que abundéis en ello más y más» (1Tes 4, 9-10). Dios mismo se encarga de instruirnos en el amor frater­no; todo cuanto nosotros podamos añadir a esto no será sino recordar la instrucción divina y exhortar a perseve­rar en ella. Cuando Dios se hizo misericordioso revelándonos a Jesucristo como hermano, ganándonos para su amor, comenzó también al mismo tiempo a instruirnos en el amor fraternal. Su misericordia nos ha enseñado a ser misericordiosos; su perdón, a perdonar a nuestros hermanos. Debemos a nuestros hermanos cuanto Dios hace en nosotros. Por tanto, recibir significa al mismo tiempo dar, y dar tanto cuanto se haya recibido de la mi­sericordia y del amor de Dios. De este modo, Dios nos enseña a acogernos como él mismo nos acogió en Cristo. «Acogeos, pues, unos a otros como Cristo os acogió» (Rom 15, 7).
A partir de ahí, y llamados por Dios a vivir con otros cristianos, podemos comprender qué significa tener her­manos. «Hermanos en el Señor» (Fil. 1,14) llama Pablo a los suyos de Filipos. Sólo mediante Jesucristo nos es posible ser hermanos unos de otros. Yo soy hermano de mi prójimo gracias a lo que Jesucristo hizo por mí; mi prójimo se ha convertido en mi hermano gracias a lo que Jesucristo hizo por él. Todo esto es de una gran tras­cendencia. Porque significa que mi hermano, en la co­munidad, no es tal hombre piadoso necesitado de frater­nidad, sino el hombre que Jesucristo ha salvado, a quien ha perdonado los pecados y ha llamado, como a mí, a la fe y a la vida eterna. Por tanto, lo decisivo aquí, lo que verdaderamente fundamenta nuestra comunidad, no es lo que nosotros podamos ser en nosotros mismos, con nuestra vida interior y nuestra piedad, sino aquello que somos por el poder de Cristo. Nuestra comunidad cris­tiana se construye únicamente por el acto redentor del que somos objeto. Y esto no solamente es verdadero pa­ra sus comienzos, de tal manera que pudiera añadirse al­gún otro elemento con el paso del tiempo, sino que si­gue siendo así en todo tiempo y para toda la eternidad. Solamente Jesucristo fundamenta la comunidad que na­ce, o nacerá un día, entre dos creyentes. Cuanto más au­téntica y profunda llegue a ser, tanto más retrocederán nuestras diferencias personales, y con tanta mayor clari­dad se hará patente para nosotros la única y sola reali­dad: Jesucristo y lo que él ha hecho por nosotros. Úni­camente por él nos pertenecemos unos a otros real y to­talmente, ahora y por toda la eternidad.


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