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miércoles, 12 de septiembre de 2012

A Propòsito del paralìtico y el techo: El Encuentro decisivo

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Será la osadía de quienes están dispuestos a recorrer cualquier camino para llevar sanidad a los que más la necesitan lo que impresionará al Señor.
Abrir agujeros 
Marcos, el evangelista, no deja dudas en cuanto a lo que movió el corazón de Jesús. No fue la condición del paralítico. Fue la fe de sus cuatro amigos. ¿Y en qué radica la fe de estos varones? En que no se dieron por vencidos cuando descubrieron que las multitudes bloqueaban el camino hacia Jesús.
 Seguramente experimentaron un momentáneo desconcierto cuando se acercaron a la casa. Habían llegado con tanto entusiasmo, con tanta convicción. No habían considerado, sin embargo, que muchos otros también querían ver y escuchar a Jesús.
 Quizás colocaron al paralítico en el piso y debatieron entre sí cómo resolver el problema. A uno, posiblemente más osado que sus compañeros, se le ocurrió una idea. Era descabellada, pero la desesperación estimula admirablemente los procesos creativos.
 ¿Y si hacían un agujero en el techo?
 Se habrá producido un debate acerca de los méritos de tan atrevida propuesta. El más tímido (siempre hay uno presente) opinaba que no era posible. Las dificultades eran múltiples: ¿Qué diría el dueño de la casa? ¿Cómo iban a interrumpir de semejante manera la reunión? ¿Quién pagaría la reparación del techo? Es que el temor siempre ve las dificultades.
 Volver atrás, sin embargo, representaba una vergüenza aún más pesada que romperle el techo a un vecino. El más «loco», quizás, a fuerza de argumentos, gritos, gesticulaciones y desesperadas súplicas, logró convencer a los demás a que lo acompañaran.
 Lo cierto es que ignoramos los detalles de cómo arribaron a tan descabellada decisión, pero sí sabemos que se atrevieron a implementarla. Escogieron abrir un camino nuevo, avanzar por donde nadie había avanzado, intentar lo que nunca se había intentado. Y así, los cuatro dejan un indeleble ejemplo del camino que deberá recorrer, una y otra vez, la iglesia en su afán por conectar a la gente con Cristo
 Dos factores parecen ser los que deciden el camino a recorrer. En primer lugar, una convicción inamovible de que Jesús posee lo que las personas están buscando. La consigna es que la iglesia sirva de nexo entre los necesitados y Cristo, actuando como puente para que él haga en ellos lo que solamente él puede hacer.
 El segundo factor es un compromiso intransigente, insistente, obstinado a favor de la persona que no puede llegar a Jesús por sí misma. Este amor no reconoce obstáculos en el camino. Considera que cualquier alternativa, por más insólita que parezca, es válida si consigue esa conexión vital con la Fuente de aguas vivas.
 La iglesia muchas veces se ha mostrado más preocupada con el cuidado de los techos que con la desesperada misión de los cuatro amigos. Nuestra falta de efectividad, sin embargo, claramente indica que nuestra tarea no es cuidar el edificio. Lo nuestro es conectar a los necesitados con Jesús. Urge, entre nosotros, el resurgimiento de personas con el mismo ingenio y la misma audacia de los cuatro amigos del paralítico. No es el buen estado de nuestros templos lo que impresionará al Señor. Más bien será la osadía de quienes están dispuestos a recorrer cualquier camino para llevar sanidad a los que más la necesitan.

lunes, 27 de agosto de 2012

Estudios cristianos sobre el matrimonio:El matrimonio Biblico

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ESTUDIOS BÍBLICOS SOBRE EL MATRIMONIO CRISTIANO 1
LAS BASES DE UN MATRIMONIO BÍBLICO

I. La bondad de Dios promueve el matrimonio
A. Según Génesis 2:18, ¿por qué creó Dios el matrimonio?

Partiendo de este hecho, podemos ver que para la gran mayoría de los hombres, la voluntad de Dios es casarse. Por eso, es muy importante saber lo que Dios dice acerca del matrimonio y cómo prepararnos para él.

B. En el Cantar de los Cantares, un poema de amor, la enamorada hace una advertencia tres veces (versos 2:7, 3:5 y 8:4):
¿Qué aconseja ella en cuanto a enamorarse?
¿Por qué crees que la Biblia da este consejo?
Según Proverbios 24:27, ¿cuál puede ser una razón para no entrar en un compromiso matrimonial precipitadamente?

C. Muchas veces la gente se apresura a tener novio o a casarse, no porque sea la voluntad de Dios, sino porque hay presiones, deseos o necesidades en este mundo. Esto no es bueno, porque así la persona no está creyendo que Dios tiene el mejor plan para su vida. ¿Qué dicen los siguientes versículos en cuanto a los planes de Dios para nosotros?
Romanos 12:2
Jeremías 29:11
El mundo piensa que seguir a Dios es perder las cosas buenas de la vida. Pero, ¿qué afirma la Biblia sobre Dios como fuente de lo bueno?
Proverbios 18:22
Salmo 16:11
Salmo 34:8-10
Salmo 84:11
Santiago 1:17
 D. Medita sobre los versículos que siguen y haz algo por escrito relacionando la bondad de Dios (en cuanto al matrimonio) con nuestra responsabilidad de buscarlo a él: Esdras 8:22  “La mano de nuestro Dios es para bien sobre todos los que le buscan; mas su poder y su furor contra todos los que le abandonan.”
2 Crónicas 30:18  “Yahvé, que es bueno, sea propicio a todo aquel que ha preparado su corazón para buscar a Dios.”
Lamentaciones 3:24-25  “Mi porción es Yahvé, dijo mi alma; por tanto en él esperaré. Bueno es Yahvé a los que en él esperan, al alma que le busca .”
Mateo 7:11 “Pues si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más su Padre que está en los cielos dará cosas buenas a quienes se las pidan?”
Mateo 6:33  “Mas busquen primeramente el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas les serán añadidas.”

E. La necesidad de mantener a Dios como la prioridad más importante:
¿Dónde dice Proverbios 19:14 que se puede encontrar una buena esposa?
¿Cómo relacionas esta verdad con Mateo 6:33?
Al considerar el matrimonio, ¿cuáles consejos da 1 Corintios 7:32-35?

F. Escribe cómo Dios te ha hablado por medio de su palabra en esta sección e indica cómo puedes aplicar estos principios a tu vida:

II. La necesidad de casarse con un Cristiano comprometido
A. ¿Qué afirman Proverbios 21:9 y 25:24 en cuanto a casarse equivocadamente?
Según Proverbios 31:30, ¿cuál es el atributo más importante en una esposa?

B. 2 Corintios 6:14-18 tiene una enseñanza clara sobre no comprometer nuestro futuro con un no cristiano. ¿Por qué sería un “yugo desigual” casarte con una person no comprometida a Cristo?   (Ver
Deuteronomio 22:10)
Escribe en tus propias palabras la enseñanza de este pasaje en cuanto a casarte con una persona no entregada al Señor:

C. En base a los siguientes versículos, ¿por qué prohibe Dios casarnos con no cristianos? Exodo 34:14-16
Deuteronomio 7:1-4
Josué 23:12-13
Esdras 9:14

D. Salomón, el hombre más sabio y rico en el mundo cometió un gran error.
Según 1 Reyes 11:1-11 y Nehemías 13:25-27, ¿cuál fue?

E. ¿Cómo explicarías a alguien que por su bondad (y no crueldad) Dios nos prohibe casarnos con una persona no entregada a Cristo? 
 



Matrimonios entre Menores de edad: Reflexionemos acerca de esto

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En este día una madre joven, no mayor de 20 años vino a mi oficina. Sus ojos estaban rojos, su cara estaba desalineada, su voz era quebrada. Evidentemente ella tenia un problema. Muchas chicas de su edad están comparativamente libres de preocupación, ocupadas en actividades del Colegio, o quizás llenas de esperanza o recientemente casadas. Pero no era el caso de esta dama. ¿Estaba recientemente casada? No, ella se casó a los 15 o quizás a los 14. ¿Estaba en el Colegio? No, ella no terminó la Escuela Secundaria ¿Estaba libre de preocupación? No, a ella la había dejado su marido con dos hijos pequeños, sin poder trabajar, sin comida y una muy pobre educación!.
No, su futuro no es totalmente incierto. No obstante, su locura en abandonar la Escuela y saltar rápidamente a un matrimonio al cual ella; o no estaba preparada o simplemente demostró su fracaso en su decisión y determinación de ser una esposa y madre amorosa. Sin embargo, ella seguramente estaría dispuesta a “ir hasta el fin de la mundo” antes que sus hijos se mueran de hambre o les fueran retirados de ella. Pero es una lástima que su horizonte pueda ser obscurecido al grado que sus cargas deban ser multiplicadas casi mas allá de sus fuerzas físicas, mentales y emocionales. ¿Y a tan joven edad? ¿No es trágico que dos pequeños hijos inocentes puedan crecer en medio de las incertidumbres y complejidades emocionales que serán su perdida? Y lástima también por el renegado marido cuya condición espiritual es descrita como “siendo peor que un infiel” (1 Tim.5:8). Y quien será mas semejante al punto de no tener respeto por si mismo como de recibirlo de cualquier otro.
Pero ¿Dice que esto no le podría suceder a USTED?. Tal vez no, pero hace pocos años esta joven podría haber dicho lo mismo, que esto no podría sucederle a ella. Pero esto le sucedió y esto mismo esta sucediendo una y otra vez a las personas jóvenes como USTED.
En este tiempo de luces brillantes, restricciones relajadas, mucho dinero para gastar y “las llaves del carro de mi papá” el capricho de “ser sensato” a menudo resulta en matrimonios repentinos, al cual entran algunos que están o educacional o física, o moralmente, o emocional o espiritualmente mal preparados para dar tan serio y decisivo paso.
Jóvenes, ustedes son una parte de esta generación. Ustedes son afectados por ello. Algunos de sus amigos tendrán el mismo problema que esta muchacha tuvo. Asegúrense que no sea el SUYO!
¿Cómo pueden evitar lo que sucedió a ella? No se casen hasta que estén preparados para asentar cabeza y ser una esposa o marido responsable. Mantengan su pureza y respeto por si mismos (1 Tim.4:12) No se acaricien!. Tales actos despiertan pasiones que no pueden ser satisfechas. “¿Tomará el hombre fuego en su seno Sin que sus vestidos ardan?” (Prov.6:27). Aprendan a Trabajar!. Un guapo pero flojo marido no proveerá adecuadamente para “los suyos” (1 Tim.5:8), como tampoco una hermosa esposa quien “Considera los caminos de su casa, Y no come el pan de balde” (Prov.31:27). Conviértase en un Cristiano auténtico usted mismo! Y Determine Casarse con un Cristiano. Los Matrimonios mixtos, las discordias religiosas, y los desacuerdos en cosas espirituales forman confusión, tristeza, amargura y algunas veces, el divorcio!
Confié en el consejo de Mamá y Papá, y respete su juicio!. Ellos pueden parecerte “anticuados”, pero ellos conocerán por experiencia que estas cosas son vitales, y ellos tienen TU interés en su mente. Sea precavido con respecto a las multitudes que “corren a” . Recuerda que “las malas compañías corrompen las buenas costumbres” (1 Cor.15:33).
No, yo no estoy en contra del Matrimonio. “Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla; pero a los fornicarios y a los adúlteros los juzgará Dios” (Heb.13:4). Yo sé por experiencia, que un matrimonio feliz es la fuente mas grande de gozo en este lado del cielo, pero por otro lado, un matrimonio infeliz puede convertirse en la mas grande miseria en este lado del infierno!
De manera que Jóvenes, sean cuidadosos, sean sabios, sean sensibles estén consientes, y ASEGÚRENSE de modo que su matrimonio sea feliz y así manténgalo “hasta que la muerte los separe”. Ustedes se deben esto así mismos!




domingo, 22 de julio de 2012

Una Aventura Homiletica: Job dimension pastoral


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Tipo de Archivo: PDF | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
Información 
Una  de  las  anomalías  de  la  historia  es  que  Calvino  haya  llegado  a  ser  conocido  más  como teólogo  sistemático  cuando  él  mismo  se  consideraba  primordialmente  un  predicador.  Creía  que sus sermones, y no las Instituctiones fueron su mayor contribución. Aunque parte de su tiempo lo dedicaba  a  dar  conferencias  sobre  teología  siempre  consideraba  este  rol  como  secundario.  Se consideraba mayormente un pastor.
  Los  contemporáneos  de  Calvino  se  identificaron  más  con  esa  auto-evaluación  de  Calvino que las personas de siglos posteriores. En los días de su vida, y durante muchas décadas después, sus sermones rivalizaban en popularidad con las Instituciones. Sus sermones eran bien conocidos y  muy leídos  en todos los países de la Reforma.  Con frecuencia  eran usados en los pulpitos de iglesias  que  carecían  de  pastor.  Se  imprimían  centenares  de  copias  a  medida  que  Calvino  los predicaba  en  el  francés  original  a  efecto  de  introducirlos  sistemática  y  clandestinamente  a  los protestantes oprimidos de la patria de Calvino. Gran cantidad de ellos también fueron traducidos a otras lenguas, especialmente al inglés y al alemán.
  En  inglés  llegaron  a  publicarse  un  total  de  setecientos  que  gozaron  de  amplia  distribución. Aunque en esa tarea participaron numerosos traductores más de la mitad de los sermones fueron traducidos  por  Arthur  Golding.  La  primera  edición  ya  apareció  en  1553  y  durante  40  años  las imprentas siguieron haciendo copias. Comenzando en 1574 y a lo largo de 10 años se editó cinco veces el juego completo de los 159 sermones sobre Job. En tres años aparecieron cinco ediciones de los sermones sobre los Diez Mandamientos. Un juego completo de doscientos sermones sobre Deuteronomio  fue  publicado  en  1581  siendo  tan  grande  la  demanda  que  en  el  término  de dos
años  hubo  que  publicar  otra  edición.  No  caben  dudas  de  que  la  amplia  circulación  de  estos volúmenes  fue  el  principal  factor  del  primer  desarrollo  de  calvinismo  en  Inglaterra.  Allí  las Instituciones no aparecieron sino en 1561 y hasta fines de ese siglo solamente se reeditaron seis veces.
  A  comienzos  del  siglo  17  hubo  una  disminución  constante  en  el  uso  de  los  sermones  de Calvino.  Ello  es  comprensible  porque  los  sermones  siempre  se  adecuan  particularmente  a determinadas  épocas  y circunstancias  y, siendo piezas orales pierden mucho de su vigor  y  algo de  claridad  cuando  son  llevados  a  la  forma  escrita.  Es  completamente  natural  que  sólo  muy pocos sermones llegaran a ser escritos clásicos. No era de esperarse que las prédicas de Calvino fuesen  indefinidamente  populares  en  las  iglesias  y  hogares  reformados.  Pero,  por  otra  parte, resulta extraño que tan pronto cayeran en el más absoluto de los olvidos. Al cabo de poco tiempo estos sermones eran ignorados, no solamente por los reformados en general, sino también por las escuelas  teológicas.  En  efecto,  no  hubo  otra  edición  de  las  traducciones  en  inglés  sino  a mediados del siglo 19, cuando aparecieron dos colecciones pequeñas.
  Estos sermones del gran reformador, que una vez gozaran de tanta demanda de parte de sus seguidores  en  todas  partes,  se  desvalorizaron  tanto  que  en  1805  cuarenta  y  cuatro  preciosos volúmenes  en  folio,  conteniendo  manuscritos  originales,  taquigrafiados,  fueron  vendidos  a  dos libreros  a  un  precio  que  se  estimó  por  el  peso  del  papel.  Quizá  ello  haya  ocurrido inadvertidamente,  pero,  de  todos  modos,  indica  que  esos  manuscritos  eran  raras  veces consultados y que se ignoraba su valor. Debido a este desafortunado error es que la mayoría de los sermones de Calvino sobre los profetas del Antiguo Testamento se hayan perdido, igual que muchos  sobre  los  evangelios  y  las  epístolas.  Ocho  de  los  cuarenta  y  cuatro  volúmenes  fueron recuperados  20  años  después  por  unos  estudiantes  de  teología  que  los  encontraron  en  venta en una  tienda  de  ropa  usada;  luego,  a  fines  del  siglo,  reaparecieron  otros  cinco  volúmenes  que fueron  reintegrados a la  biblioteca.  Los estudiosos de Calvino aun  alientan una débil esperanza de que en alguna parte aparezcan los volúmenes restantes.
  Ciertamente, las iglesias calvinistas han sido empobrecidas al no tener sus ministros y otros líderes un fácil acceso a la rica y prolífica expresión de las enseñanzas de su mentor, contenidas en  los  centenares  de  sus  sermones,  sin  mencionar  la  inspiración  que  significa  el  encuentro  que ellos  ofrecen  con  su  cálido  corazón  pastoral.  Los  estudiosos  de  Calvino  se  han  ocupado extensamente de su vida y obra como reformador; de sus escritos sistemáticos y apologéticos; de sus comentaros, tratados, y cartas; de su pensamiento social, político y económico así como de su teología en general. Sorprendentemente prestaron poca atención a sus sermones, que por mucho constituyen  la  mayor  expresión  de  sus  pensamientos.  La  teología  reformada  y  los  estudiosos sobre  Calvino,  en  general,  han  descuidado  por  extraño  que  parezca,  una  de  sus  fuentes  más significativas.
  Teniendo en cuenta esta prolongada negligencia es notable que los eruditos modernos hayan prestado creciente atención a estos sermones. Emile Doumergue, quizá el mayor de los modernos estudiosos  de  Calvino,  ha  contribuido  mucho  para  reabrir  esta  perspectiva  sobre  el  gran reformador.  Su  obra  principal,  de  siete  volúmenes,  ofrece  mucha  información  sobre  Calvino como predicador.
 Además ha escrito un pequeño tratado sobre este tema en particular.
 A fines del siglo 19 aparecieron, en parte bajo su tutela, pero mayormente por su influencia, un número de monografías sobre la predicación de Calvino. La mayoría fueron escritas en francés.
 Además de  una  que  apareció  en  alemán,también  hubo  una  contribución  por  el  profesor  P.  Biesterveld del Seminario Kampen, de los Países Bajos.
 De fecha más reciente tenemos otra obra alemana sobre  el  tema  por  Erwin  Müllhaupt,y  finalmente,  en  1947  algo  en  inglés,  un  estudio  muy completo y fácil de comprender por T.H.L. Parker, un ministro religioso inglés. Su obra se titula Los Oráculos de Dios.
 Además de estos específicos muchos escritores modernos, dedicados a la  enseñanza  de  Calvino,  se  han  volcado  completamente  a  los  sermones  como  fuente  de material.
  Hay  que  agregar  que  durante  los  últimos  diez  años  han  aparecido  en  una  nueva tracucción al idioma holandés por lo menos seis volúmenes de sermones.
  Por eso es particularmente gratificante ver que en el círculo de calvinistas americanos ahora también haya un renovado interés en este campo. En 1950 causó alegría la reimpresiónde una colección miscelánea de sermones, la única que se había publicado anteriormente en los Estados Unidos  de  América.  La  misma  se  había  traducido  y  publicado  originalmente  en  1830,  y recientemente resultaba imposible conseguir una copia. Aún más alentador es que un ministro de la Iglesia Reformada en América, Leroy Nixon, produjera recientemente dos libros. El primero, un  estudio  fresco  y  estimulante  sobre  Calvino  como  predicador  expositivo.
  Es  un  estudio  tan incluyente  como  profundo.  El  segundo,  una  traducción  totalmente  nueva  del  latín  y  francés  de veinte  sermones  de  Calvino  sobre  el  Nuevo  Testamento,  titulada  La  Deidad  de  Cristo  y  otros Sermones.^ Su obra evidencia distinguida competencia, produciendo una anticipación agradable de  su  segundo  juego  de  traducciones  el  cual  presenta  ahora  a  través  de  este  volumen.  Su publicación  es  muy  bienvenida  porque  ofrece,  por  primera  vez  en  siglos,  al  lector  del  inglés, algunas  de  las  riquezas  del  pensamiento  de  Calvino,  contenidas  precisamente  en  su  prodigiosa serie de sermones sobre el libro de Job.
  El  avivamiento  que  experimenta  actualmente  el  interés  en  Calvino  supera,  al  menos  en  un sentido, a muchos anteriores, y es que considera a sus sermones con un cuidado nunca antes visto desde  1600.  Y  sus  sermones  realmente  son  indispensables  para  un  entendimiento  cabal  de Calvino. Emile Doumerge estuvo acertado cuando, el 2 de julio de 1909 en una gran celebraciónconmemorativa  de  los  400  años  del  nacimiento  de  Calvino,  y  hablando  del  mismo  pulpito  que Calvino ocupara, dijo: "Este es el que a mi parecer, es el verdadero  y auténtico Calvino, el que arroja luz sobre todos los demás: Calvino el predicador de Ginebra, moldeando con su palabra a los  reformados  del  siglo  16."
Los  calvinistas  americanos  harán  un  gran  servicio  a  su  causa siguiendo  la  sugerencia  implícita  en  estas  palabras.  Tienen  una  deuda  con  el  pastor  Nixon  que tan notable comienzo ha marcado.

MÉTODO HOMILETICO
  Calvino  fue  un  auténtico  predicador  extemporáneo.  No  usaba  manuscritos  ni  notas. Únicamente llevaba las escrituras al pulpito. Su preparación consistía en leer los comentarios de otros (incluyendo a los Padres de la Iglesia y probablemente también a los escolásticos así como a  sus  compañeros  de  reforma).  Realizaba  una  exégesis  muy  cuidadosa  del  texto  aplicando  sus notables  habilidades  como  lingüista  y  su  tremendo  conocimiento  de  la  Biblia.  Finalmente reflexionaba sobre la manera de aplicar el texto a la congregación y la forma de comunicar dicha aplicación.  Luego  todos  estos  pensamientos  eran  clasificados  y  almacenados  en  su  asombrosa memoria.  No  hay  evidencias  de  que  escribiera  un  bosquejo,  además  la  construcción  de  sus sermones aparentemente indican que no lo hacía.
  Se  puede  objetar  justificadamente  que  tal  preparación  es  inadecuada  para  la  predicación. Ciertamente  sería  insuficiente  para  la  gran  mayoría  de  los  predicadores  cuyos  dones  son  tanto menores  que  los  de  Calvino.  Probablemente  Calvino  mismo  no  recomendaría  su  método  como práctica  normal  de  homilética.  La  principal  razón  para  no  prepararse  con  más  precisión  era  la falta  de  tiempo.  Algunos  domingos  predicaba  dos  veces  además  de  predicar  todos  los  días  de semana. Todo esto lo hacía aparte de sus conferencias regulares sobre teología, su tarea pastoral, sus responsabilidades  cívicas  y su enorme correspondencia.  La predicación sola habría agotado la  capacidad  de  muchas  personas  menos  dotada  que  Calvino.  Pero  Calvino  hacía  todo  esto  a pesar  de  un  estado  prácticamente  continuo  de  escasa  salud.  Las  dimensiones  de  su  genio difícilmente podrían ser sobreestimadas, y sermones como los de este volumen adquieren mayor brillo cuando son vistos a la luz de la totalidad de su trabajo.
  Sin  embargo,  más  allá  de  esto,  había  algo  en  su  método  que  Calvino  recomendaría sinceramente,  incluso  a  predicadores  que  suben  al  pulpito  solo  una  o  dos  veces  por  semana, teniendo  tiempo  abundante  para  la  preparación.  Esta  no  debiera  ser  demasiado  mecánica.  La predicación  no  debería  estar  sujeta  al  recitado,  palabra  por  palabra,  de  algo  previamente compuesto. Nunca se debería leer el sermón, sino siempre proclamarlo como la viviente palabra de  Dios.  En  cierta  ocasión  Calvino  se  quejaba  en  una  carta  a  Lord  Somerset  de  las  pocas predicaciones  con  vida  en  la  Inglaterra  de  aquellos  días,  y  que,  emulando  a  Cranmer,  los predicadores  escribían  sus  sermones  palabra  por  palabra,  con  artificiosa  retórica,  para  luego esclavizarse a su lectura. Calvino creía firmemente que en el acto de la predicación debe haber lugar para la inspiración continua del Espíritu Santo. No iba al extremo de Lulero para quien la palabra predicada era virtualmente idéntica con la palabra escrita; tampoco aceptaba el punto de vista zwingliano  y anabaptista de que el sermón no era sino una señal dirigida hacia Cristo. Su posición era intermedia. Por un lado sostenía que la Biblia era singularmente inspirada, que en su forma  escrita  es  objetivamente  la  palabra  de  Dios,  y  que  el  sermón  solo  tiene  autoridad  como explicación de la palabra escrita; por otra parte sostenía que el sermón únicamente cobra eficacia redentora cuando el Espíritu Santo opera tanto en el predicador como en los oyentes. De paso sea dicho,  en  este  punto  la  doctrina  de  Calvino  sobre  la  predicación  concuerda  totalmente  con  su doctrina  sobre  los  sacramentos,  lo  mismo  que  también  se  daba  con  las  doctrinas  de  Lutero  y Zwinglio.  Para  Calvino  tanto  el  sermón  como  el  sacramento  dependen  de  la  palabra  escrita  y solamente son medios de gracia cuando van implementados por la presencia, llena de gracia, del Espíritu  Santo.  El  método  de  Calvino  no  consistía  solamente  en  hacer  una  adaptación  según fuera  la  fuerza  de  las  circunstancias;  también  era  una  expresión  de  doctrina  fundamental.  El sermón debe ser pronunciado como la palabra viviente. Es preciso que el predicador siga siendo, en el momento de su proclamación, un instrumento flexible del Espíritu Santo. Es preciso reiterar que Calvino no permitiría que ninguno de estos hechos  sirviera de excusa para una preparación superficial o descuidada. En cierta ocasión lo expresó de la siguiente manera: "Si voy a subir al pulpito  sin  dignarme  a  abrir  un  libro,  pensando  frívolamente  para  mis  adentros  'está  bien,  al predicar Dios ya me dará suficientes cosas para decir,' y vengo aquí sin preocuparme por leer o pensar  en  lo  que  debo  declarar,  y  sin  considerar  cuidadosamente  cómo  aplicar  las  sagradas escrituras la edificación de la gente, sería una persona realmente presuntuosa y arrogante."
  Debido a este método de preparación carecemos de apuntes sobre los primeros sermones de Calvino. Algunos de sus oyentes hacían anotaciones personales, pero éstas son poco más que un resumen  general  de  los  principales  pensamientos  y  prácticamente  carecen  de  valor.
Afortunadamente, en 1549, un grupo de refugiados franceses y caldenses, radicados en Ginebra, intensos seguidores de Calvino, reconocieron el valor permanente de sus sermones, de modo que contrataron a un secretario para que tomase notas taquigráficas de cada mensaje y luego  hiciera cuidadosas copias destinadas a la preservación en volúmenes de folios. Este secretario fue Denir Raguenier quien cumplió con tan importante tarea como trabajo de tiempo completo hasta morir en 1560.
  Calvino  predicaba  con  frecuencia.  Al  principio  los  servicios  religiosos  en  Ginebra  se realizaban  tres  veces  por  semana,  pero  en  1549  el  Concilio  ordenó  la  introducción  diaria  de la predicación  matutina.  Calvino  mismo  generalmente  predicaba  una  vez  por  domingo,  y  con frecuencia dos veces. Además, cada semana por medio, predicaba el sermón diario en la Iglesia San  Pedro.  La  serie  dominical  siempre  era  distinta  a  la  de  los  días  de  semana.  La predicación dominical  casi  siempre  se  basaba  en  el  Nuevo  Testamento,  siendo  la  única  excepción  notable algún sermón vespertino basado en los Salmos. Los sermones de los días de semana eran todos del Antiguo Testamento.
  Los textos no los escogía ni al azar, ni siguiendo el año eclesiástico. Su método común era predicar consecutivamente a través de libros completos de la Biblia, con frecuencia no cambiaba ni siquiera en los días especiales de la iglesia. La longitud de los textos variaba algo, de acuerdo al  contenido.  Los  de  los  libros  históricos  del  Antiguo  Testamento  y  de  las  narraciones evangélicas  generalmente cubrían  entre  10  y  20  versículos.  Los  de  las  epístolas  del  Nuevo Testamento y otros pasajes didácticos normalmente cubrían dos o tres versículos. Los textos para los sermones sobre Job son de 1 a 20, pero la mayoría de 4 a 7 versículos.
  Los libros cubiertos totalmente por su predicación son: Génesis, Deuteronomio, Job, Jueces, I y II Samuel, todos los profetas mayores y menores, Los Evangélicos, Hechos, I y  II Corintios, Galatas, Efesios, I y II Tesalonicenses, I y II Timoteo, Tito y Hebreos. Para citar algunos totales representativos  digamos  que  hay  200  sermones  sobre  Deuteronomio,  159  sobre  Job,  343  sobre Isaías, 43 sobre Amos, 189 sobre Hechos y 48 sobre Tito. Una de las omisiones más asombrosas es  el  libro  de  Apocalipsis.  Aparentemente  nunca  se  ocupó  de  este  libro,  ni  por  medio  de sermones,  ni  conferencias  ni  comentarios.  En  cuanto  a  los  otros  libros  no  mencionados  en  esta lista,  es  difícil  saber  algo  con  certeza  debido  a  que  la  información  anterior  a  1549  es  muy incompleta.  Cornos  los  de  Lutero,  los  sermones  de  Calvino  eran  de  longitud  moderada. Pronunciados a una velocidad promedia no superarían los cuarenta minutos. De hecho, la grave aflicción  asmática  de  Calvino  le  habrá  requerido  algo  más.  En  cuanto  a  la  duración  como  al estilo, Calvino tenía una fina sensibilidad por la capacidad de sus oyentes. Nunca sobrecargaba su  comprensión,  ni  por  una  indebida  complejidad,  ni  por  una  inadecuada  longitud.
Evidentemente la mayoría no lo emuló muy bien en este sentido, puesto que en 1572, ocho años después  de  muerto,  el  Concilio  de  Ginebra  promulgó  un  edicto  por  el  cual  los  ministros religiosos  debían  predicar  sermones  más  breves,  que  no  excedieran  una  hora  de  duración.
También  es  de  notar  que  la  longitud  de  los  sermones  sea  tan  consistentemente  igual.  Por ejemplo, en la serie sobre Job, el lector puede observar por sí mismo, que las longitudes de las copias impresas apenas varían un poco.

ESTRUCTURA DEL SERMÓN
  En  su  predicación,  como  en  muchos  otros  aspectos,  la  Reforma  significó  un  retorno  a  la doctrina y a las prácticas de la iglesia primitiva. Guiados por Lutero, los reformadores volvieron a  la  homilía  como  forma  normal  del  sermón.  Comparada  con  la  predicación  escolástica,  la homilía  era  más  expositiva  que  temática,  más  un  discurso  libre  que  una  alocución  sujeta  a estructuras, más analítica que sintética; expresada en términos de afirmaciones directas más que en sutilezas de la lógica; era más directa, a modo de conversación, que retóricamente precisa.
  Calvino  no  es  una  excepción.  Sus  sermones  son  simples  homilías  y  en  ese  sentido  son  de una trama totalmente distinta a sus escritos sistemáticos. Al predicar sobre pasajes consecutivos trataría  el  texto  sección  por  sección,  versículo  por  versículo,  y  algunas  veces  frase  por  frase, explicando o comentando a medida que avanzaba. Difícilmente se apartaría del orden impuesto por el texto mismo. Por otra parte, no se esclavizaría a explicar cada cosa del texto, como si su mera presencia allí o su longitud le dieran el peso necesario para ser parte del sermón. Tampoco limitaría necesariamente su interpretación a los diversos elementos del texto, ni a su significado dentro del mismo, ni a su significado dentro del contexto inmediato. Aunque siempre predicaba basado  en  el  texto  y  ciertamente  reconocía  la  importancia  del  respectivo  capítulo  y  libro,  su mayor  principio  para  la  interpretación  bíblica  era  que  las  escrituras  siempre  tenían  que  ser interpretadas por las escrituras mismas, por eso, al fin de cuentas, su contexto era toda la Biblia.
Sin embargo, para Calvino el resultado de esto no era lo que frecuentemente ha sido para otros que tenían el mismo propósito. Es de suma importancia notarlo. Para Calvino el desarrollo de un texto  nunca  estaba  sujeto  a  su  significado  abstracto  en  términos  de  teología.  Su  sermón  nunca estaba  controlado  por  un  bosquejo  o  esquema  provenientes  de  su  dogmática.  Para  Calvino  el cuerpo  en  sí  del  sermón,  su  esqueleto  y  su  carne,  se  componían  de  dos  cosas:  el  texto  mismo, visto a la luz de ambos contextos, el inmediato y  el último,  y las necesidades espirituales de la congregación. La predicación en Ginebra era el producto directo de un pastor dedicado a un libro
abierto  y a una congregación necesitada. Siempre eran sermones de una total relevancia para la
vida.
  Es fácil de ilustrar que para el pulpito de Calvino la importancia dogmática del texto no era decisiva.  De  ello  el  lector  encontrará  muchas  evidencias  en  este  volumen  de  sermones.  Por ejemplo, el texto en Job 9:1-6 "¿Cómo se justificará el hombre con Dios?", etc., fácilmente podía haber inducido a un predicador a desarrollar extensamente las doctrinas  de la justificación  y  de los méritos de Cristo. No así Calvino (vea el Sermón N°4,  p.57), quien apenas las menciona en unas  pocas  palabras  finales.  El  resto  del  sermón  Calvino  lo  dedica  a  estar  junto  a  Job  sobre  su montón  de  basura  procurando  que  sus  oyentes  se  acerquen  a  tan  angustiosa  experiencia.  Laspalabras clásicas del Job "Yo sé que mi Redentor vive" no lo llevan a desarrollar extensamente el
tema  de  la  resurrección  de  Cristo,  con  todas  sus implicaciones.  Afirma,  en  cambio,  que  Job  no anticipaba  tal  resurrección,  y  si  bien  nosotros  ciertamente  tenemos  que  ver  el  texto  a  la  luz  de nuestro  conocimiento,  aquí  debemos  ocuparnos  principalmente  de  la  convicción  de  Job  de  que los juicios últimos de Dios trascienden a los de los hombres. Calvino advierte que estas palabras "tomadas fuera de su contexto, no serían muy edificantes, y no sabríamos lo que Job quiso decir" (Sermón N°8, p.109). Muchos lectores se sorprenderán  al leer  estos sermones, tanto por lo que Calvino dice como por lo que omite. En su mayor parte es un tratado práctico referido a asuntos tales  como  las  relaciones  familiares,  las  actitudes  tanto  de  gozo  como  de  compasión  ante  el castigo  de  los  malvados,  una  advertencia  contra  la  hipocresía.  De  igual  modo,  al  tratar  los versículos que siguen a "en mi carne he de ver a Dios" etc. (Job 19:26-29, Sermón N° 9, p. 111), Calvino no se ocupa de los dogmas escatológicos y de la resurrección del cuerpo como doctrinas separadas,  sino  que  en  forma  impresionantes,  expone  lo  que  esto  significa  para  Job  y  para  el creyente que atraviesa la experiencia de Job. En este sentido lo más  asombroso es que Calvino hace una división entre los versículos 25 y 26 del capítulo 19 separándolos en dos textos mayores y  usándolos  para  dos  sermones  diferentes.  Cualquier  predicador  interesado  en  la  dogmática escatológica los habría mantenido unidos.
  También hemos observado que Calvino no necesariamente deje que las proporciones de los respectivos  elementos  del  texto,  ni  aún  su  significado  primordial  dentro  del  mismo,  sean decisivos  para  el  sermón.  El  lector  hallará  numerosos  casos  en  este  volumen.  Por  ejemplo,  el Sermón N°15, p.181, se ocupa extensamente de dos cosas referentes a Elihú: una, que Elihú era buzita; otra, que tenía la capacidad de indignarse. Ninguno de ambos temas realmente representa el  sentido  principal  del  texto.  Sin  embargo,  Calvino,  el  pastor,  tenía  aplicaciones  aquí  para  su gente,  y  éstas  de  ninguna  manera  eran  ajenas  al  texto.  Era  1554.  El  escándalo  de  Servetus era historia  reciente.  La  doctrina  calvinista  de  la  predestinación  era  fieramente  atacada  desde numerosos frentes. La lucha con los libertinos había alcanzado su clímax. El predicador veía aquí una oportunidad de subrayar dos puntos; Elihú, igual de Job, estaban fuera de la línea del pacto.
Probablemente desconocían la ley de Moisés. Sin embargo, tenían un auténtico conocimiento de Dios  y manifestaban verdadera piedad. Dice Calvino que la devoción a Dios de hombres como Job  y Elihú dejan sin excusa al malvado e impenitente, vindicando a Dios ante la acusación de ser  injusto  al  condenar  a  los  impíos,  aún  cuando  éstos  no  hubiesen  recibido  toda  la  luz  del evangelio.  Esto  responde  a  una  de  las  críticas  referidas  a  la  predestinación.  Habiendo mencionado, de paso, la acusación de Elihú de que Job se justificaba a sí mismo, en vez de ser justificado  por  Dios,  Calvino  prosigue  a  su  segundo  punto  principal,  totalmente  desligado  del primero,  es  decir,  la  justa  indignación  de  Elihú.  Esta  ofrece  una  oportunidad  bienvenida  para señalar la diferenciaentre el enojo egoísta y una santa indignación, y que ésta está totalmente en su lugar, que incluso es necesaria para el creyente respecto de los enemigos de Dios, tales como los papistas y los libertinos. A éstos no los llama así, en cambio los tilda de "perros y cerdos" de "burladores  de  Dios"  y  "villanos  profanos."  Otro  ejemplo  de  consideraciones  prácticas, pastorales, con desviación del sentido normal del texto, se encuentra en el Sermón N° 17, p. 204.
Calvino  usa  este  texto  para  defender  a  su  propio  ministerio  y  el  de  sus  asociados  contra  los despiadados ataques que a la sazón provenían de los libertinos de Ginebra. El texto admitirá tal interpretación, pero también enseña otras cosas  más amplias, algunas de ellas más prominentes que la función y autoridad del ministro de la palabra de Dios. Sin embargo, el aspecto práctico de la situación requería esta alternativa.
  Que  el  lector  sea  sensible  al  pulso  pastoral  que  tan  inconfundiblemente  palpita  en  estossermones. Nunca son meros discursos teológicos o tratados exegéticos. Son, en cambio, la viva palabra de Dios, siempre en una dinámica tensión entre el libro de Dios y el pueblo de Dios. 
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lunes, 9 de julio de 2012

Relatos pertinentes: Historias que son para toda época

biblias y miles de comentarios
 
PERDIDO Y HALLADO
LUCAS 15:1–2, 11–32
Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Éste a los pecadores recibe, con ellos come …
También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes.
No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.
Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo, hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre.
Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.
Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.
Pero el padre dijo a sus siervos: sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.
Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.
Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase. Más él respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.
Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. 32Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado (Lucas 15:1–2, 11–32).
Cuando las relaciones personales se rompen, se debe normalmente a dos posibles motivos.
Algunas veces la ruptura de las relaciones se produce con un gran escándalo. Por ejemplo, en un matrimonio el detonante puede ser el descubrir un acto de adulterio. Entre amigos puede deberse a un insulto que haga perder al otro los estribos. Pero, sean cuales fueren los motivos concretos, las consecuencias son repentinas y explosivas. Una parte le dice a la otra: «No quiero volver a verte. Para mí, como si hubieras muerto. Lárgate». Todo el que ha experimentado esta clase de ruptura de una relación conoce bien lo traumática que es. Se parece a un tiempo de luto. Una persona a la que has amado es arrancada de tu lado, dejando un vacío doloroso que a menudo se llena de amargura y, sobre todo, de soledad. Se trata de una experiencia que te deja destrozado, y más aun porque irrumpe en nuestra vida inesperadamente. En un momento dado todo iba bien y, de repente, todo nuestro mundo se derrumba.
Aunque esta clase de ruptura es devastadora, no obstante, no es la única manera en que se da, ni la que produce mayor desesperación. Otras veces, las relaciones se limitan sencillamente a irse a la deriva. No existe un momento concreto de crisis que precipite esa diversificación de rumbos. La desvinculación emocional se produce de manera gradual, hasta el punto de que no te das cuenta de lo que está pasando. El matrimonio no se viene abajo a consecuencia de alguna tentación sexual externa; sino que se va muriendo por dentro de manera imperceptible. La amistad no termina de la noche a la mañana. Se va transformando poco a poco en indiferencia mutua. El afecto se enfría. La comunicación se interrumpe, hasta que un día nos damos cuenta de que nos hemos vuelto extraños el uno para el otro; no hostiles, pero sí apáticos; no enfadados, pero sí indiferentes—porque no se trata de un gran alud que se nos viene encima, sino de un lento proceso de congelación. Cuando las relaciones se desintegran de esta segunda forma, no hay un temblor de tierra; pero el resultado puede ser igual de trágico y llevar a la ruina emocional. Puede que no le digamos a la otra persona que se vaya; pero nos distanciamos igual, y quizás incluso de manera más definitiva. Al menos, eso es lo que Jesús parece indicar en su relato sobre el hijo pródigo, que quizás sea la historia más famosa jamás contada.
Es importante que nos fijemos en el comienzo del capítulo en el que Lucas la recoge.
Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Éste a los pecadores recibe, con ellos come … (Lucas 15:1–2).
La escena que nos presenta este párrafo es la clave indispensable para comprender la historia que viene a continuación. Nos informa de su contexto social: la división de la sociedad judía del primer siglo en dos tipos de personas. Por un lado estaban los «pecadores»; por otro, «los santos». El término «pecadores» quizás sea un título peyorativo; no todos los incluidos como tales lo eran debido a su inmoralidad personal. Podía ser sencillamente que tuvieran sangre gentil, o que hubieran contraído alguna enfermedad—como la lepra—que les convertía en impuros. Pero también hemos de decir que un elevado porcentaje de los considerados «pecadores» en la sociedad judía del primer siglo eran denominados así como consecuencia del estilo de vida que habían escogido. Algunos de ellos eran borrachos, otros eran sexualmente inmorales, otros eran recaudadores de impuestos, o corruptos colaboradores con el detestable ejército invasor de Roma. Algunos eran de la clase de personas que no iban a la iglesia los domingos y, en cambio, se iban al bar. Otros, en vez de orar, se dedicaban a fastidiar al prójimo. Como es de suponer, la respetable gente religiosa de Israel le daba la espalda a todos aquellos «pecadores»; eran marginados. Estar en compañía de aquella gente significaba contagiarse de ellos, podríamos decir que era como estar metidos en el mismo cajón. Las personas religiosas se veían a sí mismas como los «santos». Eran judíos de pura raza, sin problemas físicos—sin lepra ni nada parecido—y moralmente impecables. Los «santos» guardaban estrictamente la ley de Dios, estudiaban sus biblias con un celo que avergonzaría a muchos cristianos y obedecían con una gran rigidez y orgullo.
A la cabeza de estos «santos» estaban los fariseos y los maestros de la ley. Los fariseos eran el grupo fundamentalista del primer siglo. Los maestros de la ley, los estudiosos profesionales. Entre ambos constituían una impresionante élite espiritual, poseían un enorme prestigio social y un nada despreciable poder político en la Judea del primer siglo, donde la religión formaba parte de la estructura de la sociedad de una forma que hace ya mucho que dejó de hacerlo en la mayoría de países occidentales. Naturalmente daban por sentado que todo maestro de la Biblia les daría su visto bueno. Lo último que esperaban de un teórico rabino como Jesús era que abandonara la compañía de los santos para socializar con el equivalente a la peña local de fútbol del primer siglo. Pero eso es lo que hizo Jesús. Pasando por alto las consecuencias que aquello tendría para su reputación, no sólo recibía a los considerados «pecadores», sino que comía con ellos, para la sorpresa de algunos. «¿Hay algo más desagradable?»—se preguntaban los «santos». En términos del siglo veinte, sería algo así como ver a la madre Teresa en un bar del Soho, o a Cliff Richard en una manifestación de homosexuales; habrían producido la misma clase de rechazo. Mezclarse con los pecadores estaba totalmente alejado de lo que se esperaba de un hombre que pretendía ser santo.
La separación entre los «santos» y los «pecadores», para la mentalidad de aquellos líderes religiosos del primer siglo, era absoluta. Saltarse ese tabú social, como hizo Jesús en varias ocasiones, era en realidad ir abocado al fracaso.
Pero él no se avergonzaba ni se dedicaba a discutir sobre su política social. Al contrario, no era la primera vez que escandalizaba deliberadamente al sector religioso de Judea. Como ya vimos en el capítulo anterior, ya había provocado una controversia similar en una cena celebrada en casa de un eminente fariseo. Y, en aquella ocasión, su respuesta a la santurronería de los que le rodeaban había sido contarles una parábola que, como un misil, había atravesado las defensas psicológicas de aquella audiencia hostil, haciendo posible atacar algunas de sus ideas más apreciadas y arraigadas.
La estrategia que Jesús utiliza aquí es similar. Está siendo atacado por comer con los «pecadores»; por tanto, de nuevo les cuenta una parábola. Claro que esta vez no se trata sólo de una parábola, sino de tres: las parábolas de la oveja perdida, de la moneda perdida y del hijo perdido. Es a esta tercera y última historia, la más famosa de todas las que Jesús ha contado jamás, a la que le dedicamos una especial atención.
Se trata de una historia acerca de relaciones, de un triángulo de tensión doméstica entre un padre y sus dos hijos. En ambos casos la relación está rota. Cada uno de los hijos, al menos en parte de la historia, se queda solo. En uno de los casos ocurre por medio de un escándalo. En el otro, como consecuencia de un proceso de enfriamiento. Es interesante que el hijo que se aísla de su padre por el primer camino, por medio de un escándalo, al final se reconcilia con él. Sin embargo, en el caso del segundo hijo, que queda fuera del círculo tras un proceso de enfriamiento, la historia concluye en un camino sin fin. Cuando cae el telón nos quedamos sin saber si llega a reconciliarse plenamente con su padre y con su hermano.
Como en todas las parábolas de Jesús, debajo de los detalles superficiales hay un mensaje espiritual. Jesús está tratando de decir que nuestra relación con Dios es como la del padre con sus dos hijos. Algunos se rebelan contra Dios de manera abierta y desafiante. Son «pecadores» que tienen una gran pelea con Dios, dándole la espalda muy enfadados. Otros, que quizás se creen los «santos», también se rebelan, pero en secreto y de una forma disfrazada. Mantienen un reconocimiento protocolario de Dios y asienten con la cabeza, pero se cuidan mucho de que nunca se les acerque demasiado. En el fondo hay un corazón frío, un proceso de congelamiento.
La advertencia que Jesús hace es muy sencilla. Los «pecadores» tienen más posibilidades de ir al cielo. Esto es debido a que las personas que se consideran incluidas en este grupo están en una posición en la que pueden retroceder. Los que se consideran «santos», por otro lado, descubrirán algún día que su presuntuosa auto-justificación les apartó de toda esperanza de redención.
También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes (Lucas 15:11–12).
Aquí tenemos un clásico ejemplo de ruptura escandalosa. La historia nos resulta familiar. Un adolescente que se rebela contra su acaudalado padre. En días como los nuestros, donde son habituales las disputas familiares de este tipo, es fácil encontrar a muchos chavales de dieciséis o diecisiete años durmiendo en los parques de las ciudades y con una historia similar a ésta. Y, por esa razón, quizás sea fácil que no nos demos cuenta del impacto que produciría lo que este chico estaba sugiriendo aquí. Incluso hoy, en el contexto del oriente medio resulta escandaloso y ridículo lo que le estaba pidiendo a su padre. Exigirle su herencia anticipadamente era como decirle que deseaba que estuviera muerto. Sospecho que, para los oyentes de Jesús, lo único que sobrepasaba al asombro que les producía la impertinente petición de aquel chico era el asentimiento del padre. «Y les repartió los bienes». ¿Qué clase de padre era aquel que accedía a las demandas desconsideradas de su hijo que le exigía independencia sin trabajar?
La respuesta es, por supuesto, que sólo un padre divino, porque se trata de una parábola. Jesús está proporcionándonos un cuadro de cómo los seres humanos, creados a imagen de Dios, se encuentran separados de él como resultado de su rebelión moral. Le decimos a Dios: «Quiero que estés muerto». Aunque nos gustan las cosas materiales que nos puede dar, no nos gusta él. Las queremos, pero no le queremos. Deseamos que salga de nuestras vidas, que deje de interferir en ellas.
Irónicamente, tal como vemos en la historia, cuando decimos eso los que salimos perdiendo somos nosotros.
No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba (Lucas 15:13–16).
¿Qué buscaba este joven? «Libertad» es una palabra que escuchamos a menudo: libertad de inhibiciones morales, libertad de las trabas que suponen los convencionalismos pasados de moda, libertad de la mentalidad estrecha de nuestros padres. Necesitamos libertad para descubrir nuestra verdadera identidad. Pero, cuando aquel chico encontró la libertad, se encontró con que resultaba más complicada de lo que se pensaba.
Imaginemos a alguien que está en la cima de un acantilado. Piensa que es libre. Libre para saltar, libre para volar cual pájaro. Así que se tira desde el acantilado y vuela como un pájaro, hasta llegar al fondo. No se dio cuenta de la gravedad de la situación. Algunos de nosotros invertimos mucho tiempo intentando discernir entre los muchos restos destrozados que hay en el fondo de ese particular acantilado de «libertad».
La libertad, por tanto, no es licencia para hacer lo que queramos. Bien entendida, la libertad es poder hacer lo que debemos hacer, ser lo que debemos ser. Los seres humanos no somos criaturas que podemos hacer lo que queremos; existen normas dentro de las cuales se supone que debemos movernos. Sin esas normas, la libertad carece de sentido, no pudiéndose distinguir de la arbitrariedad de una persona que se limita a tomar decisiones lanzando una moneda al aire. Puede que aquel chico buscara libertad, pero no encontró el tipo de libertad que estaba buscando cuando decidió liberarse de su padre. Todo lo que encontró fue el apestoso olor de una pocilga. En la historia de este individuo tan descontento y degradado, Jesús ilustra la tragedia que vivimos todos nosotros cuando cometemos la locura de querer ser libres de una manera que resulta imposible. No somos los capitanes de nuestras almas. Hemos sido creados por Dios y no podemos dejar de ser sus criaturas, por mucho que movamos nuestras alas en el borde del acantilado.
Las palabras «pero nadie le daba» resultan patéticas. Sin duda conocía a muchas personas dispuestas a aprovecharse de su hambre; pero todos eran de los que tomaban, no de los que daban. Y lo mismo pasa hoy, por supuesto. Esta noche los camellos buscarán jóvenes rebeldes en las calles. No les importan lo más mínimo, sólo buscan su dinero. Quieren verlos débiles, desgraciados y pidiendo un pico. No dan, quitan. Lo mismo pasa en el caso de la prostituta. Nos dice que el sexo es la respuesta y nos promete amor. La verdad es que ella no da nada en absoluto. Se trata de otra forma de quitar. Y lo mismo en el caso de los incitadores a la Nueva Era que ofrecen sus caras charlas sobre meditación. Todos nos aseguran que están aquí para dar respuestas a nuestra necesidad espiritual; pero lo que pretenden no es dar, sino quitar.
Imaginemos la situación de aquel chico hambriento y metido en la pocilga. Quizás ni siquiera tengas que echarle mucha imaginación. Quizás hayas tenido tu propia búsqueda de libertad y también hayas tenido que tragar el polvo. En lo más profundo de tu ser tendrías un gran vacío, como el vacío que había en el estómago de aquel chico. Jesús explica a qué se debe. Es porque estamos fuera de la ruta. Estamos intentando ser algo que no podemos ser; por ejemplo, estamos intentando liberarnos de Dios. Nos estamos burlando de las normas de la existencia humana y nuestra situación no va a ir mucho mejor hasta que abandonemos esa actitud. Este joven, gracias a Dios, lo hizo.
Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo, hazme como a uno de tus jornaleros (Lucas 15:17–19).
Al fin, aquel chico comenzaba a hacer algo bien para variar. Lo primero se pasa fácilmente por alto. Rechazó la comida de los cerdos. La historia de Jesús nos cuenta explícitamente que se sentía inclinado a comerla; cuando uno está hambriento es capaz de comer cualquier cosa. Pero si su hambre hubiera llegado hasta ese extremo, si la hubiera satisfecho aceptando aquella segunda opción, habría sido una tragedia. Aquella vía representaba un peligro real. Muchas personas llegan al punto de anhelar un sentido más profundo en su vida, e incluso se ponen a buscarlo. De hecho, la mayoría de la gente lo hace hasta cierto punto. Pero muchos, al no encontrar una respuesta inmediata (o apetitosa, quizás), optan por una segunda opción. Comen la comida de los cerdos y hacen de la pocilga su casa.
Me da la impresión de que, cuando yo era estudiante en la década de los 60, las cuestiones sociales nos interesaban más que a los actuales estudiantes. Íbamos de un lado a otro con nuestras pancartas, bloqueando las calles y manisfestándonos para hacer oír nuestra protesta. Algunos de mis amigos ondeaban la bandera roja del marxismo o la negra del anarquismo. Pero la mayor parte de ellos están ahora en la ciudad de Londres y son banqueros, agentes de bolsa o algo parecido. Uno de nuestros grandes héroes, creo recordar, era uno de aquellos típicos revolucionarios sudamericanos que terminó abriendo una tienda de moda en París. La desilusión y el cinismo avanzan cautelosamente corroyendo el idealismo juvenil. Descubrimos que nuestras revoluciones no funcionan como pensábamos y el resultado es que caemos en el materialismo que tanto despreciábamos. Nuestra hambre espiritual de algo mejor y más noble se marchita.
Lo extraño en el caso del hambre de aquel chico es que a la vez ésta era su esperanza. Si se hubiera alimentado de la comida de los cerdos, se habría perdido. La primera cosa que hizo bien fue rechazar deshumanizarse a sí mismo de aquella manera. Decidió pasar hambre. Optó por seguir pensando y buscando, para llenar el vacío que había en su alma. Lo más trágico en el caso de las personas de nuestro mundo es que están en la pocilga, alimentándose de la comida de los cerdos y no siendo conscientes de ello. Han cesado de buscar algo mejor.
Pero, por supuesto, no bastaba con un rechazo temporal. No sólo el chico rehusó la comida de los cerdos, también se tomó un tiempo para pensar en su situación y enfrentarse a algunas verdades desagradables. Hace falta valor para mirarte al espejo y aceptar lo que ves. A ninguno de nosotros le gusta hacerlo, porque todos vivimos más cerca de la desesperación de lo que quizás uno es capaz de admitir. Renunciar a nuestras queridas ilusiones, admitir esa profunda verdad interior de que nos estamos apartando y no sabemos adónde vamos, dejar de interpretar un papel y ser sinceros con nosotros mismos, es de valientes. La mayoría de nosotros escondemos nuestra inseguridad detrás de una máscara. En algunos casos, esa máscara pertenece al frío tipo académico; en otros es el tipo musculoso y atlético. Otras veces se trata de la típica chica que sabe cómo manejar a los hombres, o del tipo tímido y amable. Unos se dedican a «ser el alma de la fiesta». Otros, los que se mantienen a distancia, al margen, o los que piensan que no necesitan a nadie. Algunos incluso desarrollan una especie de esquizofrenia, adoptando papeles diferentes según dónde y con quién estén. He visto esto en estudiantes de Cambridge a quienes conozco, que tienen una máscara para casa y otra para la universidad, una para la iglesia y otra para el ámbito estudiantil. En realidad, se trata de un síntoma de inseguridad; no saben quiénes son en verdad, o quiénes quieren ser, o quiénes deben ser. Están confundidos en cuanto a su identidad; como lo estaba aquel chico. Por desgracia, algunos nunca consiguen superar ese juego de roles. Al ir creciendo, sus papeles cambian, pero las máscaras se quedan adheridas a sus rostros incluso con mayor firmeza. Llega un momento en que las máscaras ya no se mueven, ni siquiera en aquellos momentos privados y tranquilos en los que no hay nadie que los observe.
Alejarse del público y volcarse en la labor de examinarse a sí mismo de una manera radical fue un paso indispensable para la salvación de aquel muchacho. Eso es lo que Jesús quiere señalar. Necesitamos ese mismo valor para salir del agujero en el que estamos. Según Jesús, debemos enfrentarnos a determinadas verdades.
La primera verdad es que estamos perdidos. Nuestras vidas no están satisfechas y somos profundamente desgraciados por esto. La raíz del problema a la que llegó aquel muchacho cuando se sentó allí, en su pocilga, no era que le faltara la comida. Lo que le faltaba era el «padre». Agustín, uno de los más grandes hijos pródigos de la historia, llegó a la misma conclusión: «Nos has creado para ti, y nuestros corazones no descansarán hasta que encuentren su descanso en ti»—le confesó a Dios. Nos dedicamos a jugar con las cosas materiales, intentando saciar una sed que reside no en el ámbito físico, sino en el personal. Ésa, por supuesto, es la razón de que las relaciones personales sean tan importantes para nosotros. La experiencia del amor humano apunta a una última relación. Refleja un gran destino para el que hemos sido creados, que es estar en relación con Dios. Pero ninguna relación humana, por muy profunda, verdadera y duradera que sea, puede satisfacer plenamente el hambre que hay en nuestra alma. Nos engañamos a nosotros mismos si pensamos de otra manera. Darle a un novio, a una novia o a una esposa esa clase de importancia última se trata sencillamente de otra forma de desilusionarse. Esas expectativas están destinadas al fracaso, por muy maravillosa que sea la otra persona. Nadie puede dar continuamente significado a nuestras vidas, porque eso sólo puede hacerlo Dios.
Jean-Paul Sartre, el filósofo francés, era ateo. Pero ¡qué bien habló a los hombres y mujeres modernos cuando escribió: «No tengo ninguna duda de que Dios no existe; pero no puedo negar que todo mi ser clama a Dios».
Sentado en la pocilga, el chico de la historia aprecia su verdadera identidad como el hijo del padre. Eso era lo que había hecho mal. Había intentado alejarse de aquella identidad; había pretendido una libertad imposible, no dándose cuenta de que hay determinadas libertades a las que, sencillamente, no podemos acceder, porque contradicen quiénes somos. Jesús nos habría hecho llegar a esa misma conclusión. Nuestra búsqueda de autonomía moral está destinada al fracaso. No podemos alejarnos de Dios; el vacío dentro de nosotros continuará estando allí, doliendo a causa del hambre espiritual que sólo él puede saciar.
Lo primero que este chico tenía que reconocer, por tanto, era que estaba perdido. La segunda cosa es que era culpable. «Me levantaré … e iré … y le diré …: Padre … ya no soy digno de ser llamado tu hijo»—se dijo así mismo. En este momento culminante de la historia, Jesús nos recuerda que la raíz de nuestra locura es nuestra decisión moral de intentar ser independientes de Dios. Así es como nos hemos metido en el caos en el que estamos. Nos hemos burlado de las reglas de Dios, y como resultado le hemos ofendido y le hemos herido. «Hemos pecado contra el cielo y contra ti», como dijo aquel chico.
Es de gran importancia que comprendamos esto. Algunos piensan que Dios es como un guardia de tráfico cósmico que tiene que hacer cumplir una serie de leyes impersonales, pero que de ninguna manera se siente personalmente involucrado en ellas. La historia de Jesús nos revela que en absoluto es así. La ley moral es la ley que surge del corazón y de la misma naturaleza de Dios. Cuando pecamos, cuando no amamos a la gente como es debido, cuando no decimos la verdad como es debido, cuando no honramos a nuestros padres como es debido y, sobre todo, cuando no le amamos a él y le honramos como es debido, no se trata sencillamente de que estemos aparcando en una zona prohibida celestial. ¡Es como estar aparcando encima del pie del guardia de tráfico mismo! Le estamos ofendiendo personalmente. Y él está enfadado y siente dolor.
Si no lo tenemos claro, hemos de mirar a la cruz. Ese duro símbolo de muerte está allí para mostrarnos la enorme ofensa y el gran dolor que le causa a Dios el pecado del mundo. Demuestra lo mucho que le costó personalmente abrirnos la puerta de la reconciliación. El muchacho tuvo que aprender no sólo que estaba perdido, sino que era culpable; no sólo que necesitaba la amistad del padre, sino que necesitaba el perdón del padre. Cuando descubrió esto—nos dice Jesús—, ya sólo le separaban de la felicidad unos cuantos pasos. Pero creo que debieron de ser los pasos más duros que dio en toda su vida.
Me levantaré e iré a mi padre (Lucas 15:18).
Un pastor de una iglesia se encontró en cierta ocasión con un chico que se había marchado de casa e intentó aconsejarle. Le habló de esta misma parábola del hijo pródigo y le dijo: «Ahora tienes que volver a tu padre para ver cómo mata un cordero para darte la bienvenida».
Unas semanas más tarde se encontró de nuevo con el chico en la calle:
—¿No volviste a tu padre?
—Sí, lo hice.
—¿Y te disculpaste?
—Sí,—asintió.
—¿Y mató un cordero para ti?
—No—dijo el chico—, más bien estuvo a punto de matar al hijo pródigo.
En contraste con esto, el calor con que el padre recibe a este chico de la historia de Jesús es sorprendente. No es propio de nosotros reconciliarnos de una manera tan total, sin recriminaciones ni quejas.
Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. (Lucas 15:20)
Habría sido muy humano que el padre hubiera hecho que el hijo sufriera un poco por su locura, que le hubiera exigido algún tipo de restitución o le hubiera castigado de alguna manera. Pero la historia no dice nada de eso. En vez de ello, se nos presenta una maravillosa disposición a perdonar. Parece como si el padre hubiera estado esperando y vigilando desde que el chico le había vuelto la espalda. Fijémonos en la forma en que corre hasta él. En el mundo antiguo, esto era algo que un hombre mayor nunca hacía en público. Se consideraba indigno. Es evidente que el corazón de aquel hombre estaba tan lleno de amor que le impulsó, sin temor a la vergüenza o a lo que los vecinos pudieran pensar, a recogerse la ropa y correr. Dice que fue movido a misericordia por el chico. Se echó sobre su cuello y le llenó de besos con ternura, según la versión griega.
El joven, por su parte, había decidido intentar arreglar las cosas con su padre. Pensaba ofrecerse para trabajar como uno de sus jornaleros en la granja de la familia, para ganarse el dinero que había despilfarrado. El padre, en cambio, no quiere ni oír hablar de ello. Ni siquiera le da la oportunidad de hacer semejante oferta. Interrumpe al chico en medio de su confesión. ¡Rápido!—le ordena a sus siervos.
Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado (Lucas 15:22–24).
Jesús, el narrador, está enseñando algo muy importante. Si hemos tenido una pelea con Dios y, como consecuencia, nuestra relación con él está hecha pedazos, las cosas pueden arreglarse. Si regresamos con un arrepentimiento genuino y nos volvemos de nuestra rebelión y de nuestra locura de independencia, buscando su rostro de nuevo, él no va a dejarnos dentro de la porquería como harían muchos padres. No, Dios no va a hacer que nos sintamos avergonzados, ni a meternos en la cárcel como castigo. Jesús nos enseña aquí que podemos contar con la gracia y la misericordia de Dios. Se alegrará, y todo el cielo con él, de tenernos de vuelta.
Es cierto que le hemos vuelto la espalda. Le hemos dicho de cientos de maneras que nos deje en paz. Pero, por muy grande que haya sido la pelea que nos ha separado, quiere arreglar las cosas y va a hacerlo. Tan sólo está esperando. Espera que los pecadores, las personas que saben que están en el polo opuesto de él, vuelvan. Cuando lo hagan, no dejará que sean sus siervos. Los investirá de la dignidad de ser sus hijos y sus hijas.
Pero la historia aún no ha terminado. Tiene un aguijón.
Y su hijo mayor estaba en el campo (Lucas 15:25).
¿Por qué nos habla Jesús de él en este momento? La respuesta la encontramos volviendo al contexto original de la historia. Como ya dijimos, esta parábola no iba dirigida en primer lugar como palabra terapéutica para animar a aquellos pecadores con los que Jesús estaba comiendo. Era un bombardero oculto con la misión de atacar la autosuficiencia de los que se consideraban «santos», aquellos que le criticaban por comer con los «pecadores». Y es a aquellos supuestos «santos» a los que claramente representa este hermano mayor. Esto es evidente a la luz de lo que dice de él.
He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás. (Lucas 15:29)
Se trata del hijo perfecto. Debería de ser el ideal de Jesús. Durante años había servido a su padre y nunca se había rebelado. ¿O sí? ¿Acaso no se ve cierta petulancia escondida, o una queja llena de autocompasión, en la frase «tantos años te sirvo»? ¿Nos equivocamos al pensar que había cierto resentimiento oculto en aquel que había estado siempre dando el callo? Sabemos perfectamente lo que quiere decir ese tipo de personas cuando se expresa de esa guisa. Sus buenas acciones no le proporcionan una personalidad liberada más que la vida licenciosa de su hermano. Al contrario, los que son asípierden el sentido del humor y se vuelven remilgados, desconcertantes en sus relaciones, incapaces de disfrutar, reprimidos, inhibidos, críticos y siempre con caras largas. El hijo mayor condena a su hermano, no porque le parezca mal su comportamiento, sino porque le envidia. Escuchemos lo que dice de él: «Ha consumido tus bienes con rameras» (Lucas 15:30). El motivo de resentimiento que no dice es que a él le gustaría haber hecho lo mismo, pero no había sido capaz. Y, sin embargo, nunca le había dado ni un cabrito para gozarse con sus amigos. Está celoso de su hermano. Así de simple.
Hoy también hay cientos de personas así: respetables, convencionales, buena gente. Miran por encima del hombro a la sociedad permisiva y fruncen el ceño al ver la decadencia de los valores morales. Piensan que son buenos, pero no es cierto; más bien son tontos. Piensan que son morales, pero no es cierto; son meros santurrones. Piensan que son cristianos, pero no es cierto; son fariseos. Jesús quiere que veamos la enorme diferencia que existe. Falta de alegría en su hipocresía; esterilidad en su respetabilidad; su religión tiene tanto que ver con el cristianismo como un matrimonio separado con una aventurosa amorosa.
El hermano mayor había sido víctima de un proceso de enfriamiento. Es cierto que aún estaba en casa, pero su relación con su padre era tan distante como la de su hermano en aquel lejano país. Fijémonos en lo que Jesús dice de él en el versículo 28: «No quería entrar». Optó por perderse la fiesta. Su padre organizó una gran celebración y su hermano mayor no tuvo el detalle de asistir. En vez de eso, monta un número público en el umbral con todos los vecinos mirando por las ventanas. No es difícil imaginarse la vergüenza que un padre de Oriente Medio experimentaría en una situación así. No obstante, sus brazos misericordiosos estaban abiertos hacia este hijo tanto como hacia el más pequeño. Fijémonos en cómo se acerca a él, igual que se había acercado al hijo pródigo: Le ruega. Igual que había mostrado compasión a su hermano, así se dirige a este hijo con ternura y afecto: «Hijo, todas mis cosas son tuyas»—insiste (Lucas 15:31). Le dice lo precioso que es para él, cuán apreciado y valioso es. Sin embargo, él rehusa entrar en la fiesta.
¿Es posible que alguien sea tan tonto como para escoger el infierno en lugar del cielo? ¡Pues sí! Y la razón se resume en una sola palabra: orgullo. El orgullo es un refugio secreto en el que la gracia no puede penetrar. Pensemos en aquel joven cuando estaba en la pocilga, volviendo en sí y viendo lo estúpido que había sido. Si hubiera querido, podía haber continuado con su orgullo y permanecido en la pocilga. Si pudo ser rescatado y reconciliado fue porque tuvo la humildad necesaria para arrepentirse.
Hay muchas personas que sienten remordimientos al pensar en su vida, y que se golpean a sí mismos y se repiten lo tontos que han sido. Pero ese sentimiento no les llevará al Padre. Los remordimientos son sólo orgullo herido, revolcarse en la autocompasión. El arrepentimiento comienza sólo cuando uno se levanta y viene al Padre. Fue esa decisión de humillarse y entrar en la casa lo que le faltó al hermano mayor. Su orgullo le dejó fuera, así como el orgullo dejaría fuera del reino de los cielos a los fariseos y maestros de la ley a los que se enfrentó Jesús. Sería su orgullo lo que daría consentimiento a su muerte y lo clavaría en la cruz.
Algunos de nosotros nos imaginamos el juicio como Dios clasificando a la raza humana entre los que van al cielo y los que van al infierno. A los que le caen bien los envía al cielo, y a los demás los envía al infierno. Pero éste no es el cuadro que Jesús nos presenta en esta historia. Él refleja a un Dios que rebosa gracia y generosidad, que abre sus brazos a todos: al hermano mayor y al menor; a santos y a pecadores. No hace distinciones. Si nos quedamos fuera del cielo es porque nosotros rehusamos entrar. Es porque nosotros somos demasiado orgullosos para aceptar su gracia. El hermano mayor sentía que se merecía una recompensa. «Tantos años te sirvo». Jesús enfatiza que no podemos considerar el cielo como una recompensa, sino como un regalo, un regalo que aceptamos si tenemos la humildad suficiente para ello, reconociendo que no nos lo merecemos.
Puede que, como el hermano menor, hayas tenido un enfrentamiento con Dios y te encuentres en un país lejano o en la pocilga. Ahora has reflexionado y sabes que mucho de lo que Jesús está diciendo sobre el hijo pródigo vale también para ti. ¿Es orgullo lo que hace que no vuelvas a casa?
Quizás seas como el hermano mayor. Puede que hayas crecido en un hogar cristiano. Tienes un trasfondo religioso. Tienes una mentalidad con una elevada moral. Pero, como decía John Wesley de los años anteriores a su conversión al cristianismo: «tenía la religión de un siervo, no la de un hijo». ¿Tienes el orgullo de pretender adquirir tu billete al cielo y no has aprendido todavía a abrir tus brazos a la generosidad de Dios y a decirle: «gracias»?
A todos nos atraería más la idea de convertirnos al cristianismo si pudiéramos llegar al cielo con nuestras cabezas bien altas y todo el mundo aplaudiéndonos y felicitándonos: «¿Lo conseguiste! ¡Qué éxito! ¿Bien hecho!» Pero ninguno de nosotros entrará al cielo de esa manera. Según Jesús, sólo existe una forma de volver al Padre, y es de rodillas, aceptando humildemente su gracia y su misericordia, como un hijo que se había perdido y ha vuelto a ser hallado.
5
INVERSIÓN A LARGO PLAZO
LUCAS 16:19–31
Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas.
Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama.
Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado. Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieran pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá.
Entonces le dijo: Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento.
Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen: óiganlos.
Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán.
Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos. (Lucas 16:19–31)
Existen pocas palabras que en los últimos cien años hayan aglutinado a tanta gente a su alrededor como la palabra «igualdad». Igualdad de clases, igualdad racial, igualdad sexual, todos ellos conceptos que han prevalecido en el orden del día político. Ha habido aristócratas que han sido ejecutados, políticos que han sido asesinados y gobiernos que han sucumbido en nombre de la igualdad. El sueño igualitario es tan universal, que resulta irónico que el mundo haya estado dividido durante un tiempo tan largo entre el este y el oeste. Porque tanto la constitución americana como el manifiesto comunista tienen en común la palabra «igualdad». Uno pide la igualdad de distribución en una sociedad cooperativa. El otro, la igualdad de oportunidades en una sociedad competitiva. Uno llama a compartirlo todo; el otro a darle la misma oportunidad a todos. Pero ambos están básicamente de acuerdo en que la justicia tiene que ver sobre todo con la igualdad. Siendo así, supongo que hay pocas historias de las que Jesús contó que tengan el mismo grado de relevancia para nuestra conciencia social del siglo veinte que la del rico y Lázaro. Aquí encontramos seguramente lo que Jesús opinaba del problema de la desigualdad en nuestra sociedad humana.
Se trata de la historia de dos hombres, dos destinos y cinco hermanos. De los dos hombres, el primero era tremendamente rico. Es muy triste que sólo se pueda decir de alguien a su muerte que era rico, pero eso es lo único que Jesús encuentra en este personaje. Nos dice que se vestía con ropas costosas, que llevaba lo mejor y más caro que se podía comprar. «Vestía de púrpura y de lino fino». Vivía de una manera suntuosa, sin que pasara un día sin celebrar un espléndido banquete. Y su vivienda era ostentosa. La «puerta» que menciona Jesús no era la clase normal de puerta, como aquella por la que tú y yo entramos en nuestra casa. Se trataba de un enorme pórtico lleno de ornamentación, como la de nuestros palacios o iglesias. Todos los poros de aquel hombre rezumaban prosperidad material: sus ropas, su comida, su casa. Era rico, pero eso es todo lo que se nos dice de él. Nada acerca de sus amigos, ni de sus logros, ni siquiera de sus vicios; sólo que era rico (Lucas 16:19). La historia de Jesús nos muestra que es muy trágico que la descripción de una persona se reduzca a esto.
El segundo hombre no podía ser más distinto.
Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico (Lucas 16:20–21).
Por tanto, Jesús describe un cuadro de pobreza tan extremo como la opulencia del hombre rico. «Estaba echado a la puerta de aquel»—nos dice. Pero se trata de una traducción muy suave. El original dice literalmente que había sido arrojado a su puerta. Estaba allí tirado para enfrentarse a la mirada de desprecio de todo el que pasara. No tenía ropas finas. Lo único que le cubría eran llagas; tenía alguna enfermedad de la piel, probablemente como consecuencia de su malnutrición crónica. Porque pasaba hambre continuamente. La sola vista de la basura que sobraba del banquete del hombre rico ya le hacía la boca agua. Pero la única compasión que disfrutaba era la de los sarnosos perros callejeros que «le lamían las llagas» (Lucas 16:21). Fijémonos en el énfasis de la palabra «y aun». Como en la historia del hijo pródigo del capítulo anterior, Jesús utiliza la compañía de animales para enfatizar lo bajo que había caído aquel hombre. Estaba casi deshumanizado, su dignidad había sido pisoteada y deshonrada.
Sin embargo, había una cosa que este hombre pobre tenía y que el rico no. Algo tan común que es fácil pasar por alto su profundidad. Este hombre pobre tenía un nombre, Lázaro. No es habitual en Jesús el darle nombre a los personajes de sus historias. De hecho, ésta es la única ocasión en que lo hace. Es tan extraño, que hay quienes son tentados a pensar que lo que Jesús está contando aquí ocurrió en realidad, que no es una historia. Pero no existe verdadera base para afirmar esto. No, Jesús le da a este pobre un nombre porque en el contexto de esta historia el nombre era algo muy significativo. Está allí por una razón. Sólo tenemos nombre cuando somos conocidos para alguien. El nombre es un instrumento de relación personal. Conocer el nombre de alguien significa diferenciar a aquel individuo valioso del resto de la masa que forma la multitud.
Tener nombre es ser una persona, ser valioso, ser significativo, importarle a alguien. El hombre rico no tenía nombre. Esto no quiere decir que hubiera un espacio en blanco en su certificado de nacimiento. Seguro que aparecía muy a menudo en los diarios de la época. Pero el caso es que su nombre era irrelevante para el objetivo de la historia de Jesús. Era rico y nada más. Invertía su dinero en su lujuria material. Para las otras personas no había lugar en su agenda. Y, como consecuencia, los demás no tenían lugar para él. No necesitaba tener un nombre; sólo era un millonario sin rostro. Y ésa era su tragedia.
El pobre, en cambio, no era anónimo. Alguien le conocía personalmente y Jesús nos da el nombre de Lázaro para decirnos quién era. En hebreo, Lázaro es lo mismo que Eleazar, y significa «aquel a quien Dios ayuda». Por tanto, era Dios quien cuidaba de aquel hombre. Un pobre así podría haber estado lleno de ira y de amargura. Podría haber blasfemado echándole la culpa de su desgracia a Dios, y haberle maldecido por su miseria: Pero, al darle el nombre de Lázaro, Jesús está indicando que aquel pobre no reaccionó así. Su paciencia y fe demostraron que era el tipo de hombre que busca su vindicación sólo en Dios. Era aquel a quien Dios ayuda, un hombre a quien las pruebas no le llevaron al resentimiento o a la autocompasión, sino a la fe.
Aquí tenemos a dos hombres completamente diferentes: uno con riquezas pero sin identidad, y otro terriblemente pobre pero conocido personalmente por Dios. Pregúntate quién preferirías ser. No sólo existe la desigualdad material, sino también la espiritual, ¿sabes? Y el propósito de esta historia es avisarnos de que, muy a menudo, son inversamente proporcionales entre sí. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»—dijo Jesús (Mateo 5:3). «¿Qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo?» (Lucas 9:25).
Esto nos lleva al segundo aspecto de la historia. Los dos hombres tenían dos destinos diferentes.
Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama (Lucas 16:22–24).
Hemos de tener mucho cuidado en cuanto a cómo interpretamos los terribles elementos que aparecen en estos versículos concretos.
En primer lugar, se trata de una parábola, y una parábola es un recurso literario para enseñar verdades espirituales por medio del uso de alegorías. Las parábolas, por tanto, no hay que leerlas como si fueran historia. Y más importante aún es tener en cuenta, en cuanto a esta parábola en particular, que es evidente que Jesús aquí se está adaptando a la idea convencional que tenían los judíos de aquella época sobre la vida después de la muerte. No creo que exista otra explicación para esta extraña descripción de ir al cielo como ser llevado por los ángeles al seno de Abraham. Se trata de una metáfora sin paralelo en el resto del Nuevo Testamento y, sin embargo, era muy común en los escritos rabínicos de los tiempos de Jesús. De hecho, los eruditos han descubierto una historia muy similar a ésta. Probablemente se originó en Egipto, y era muy popular entre los judíos de la Palestina del primer siglo. No hay que descartar que aquí Jesús utilizara deliberadamente este cuento popular para sus propios fines.
Por ambas razones, por tanto, no sería sabio tomarse al pie de la letra los detalles que aquí se exponen en cuanto a la vida venidera. Por ejemplo, hay quienes se han cuestionado si Jesús está describiendo aquí algún tipo de estado intermedio, en el que el alma sobrevive después de la muerte y antes de la resurrección general. Según esta historia, parece ser que la vida continúa de manera normal en el planeta Tierra mientras el rico y Lázaro comienzan su experiencia en la vida venidera. Pero, si son almas fuera del cuerpo, ¿por qué les habla Jesús como si tuvieran cuerpos físicos? Menciona la lengua del hombre rico y el dedo de Lázaro. Al menos debemos admitir que existe un grado de probabilidad de que el lenguaje que Jesús está utilizando aquí sea simbólico, y que sería mejor no leerlo como una descripción literal de lo que es la vida venidera.
A pesar de esta nota de advertencia, es difícil imaginarnos a Jesús exponiendo su historia de la forma en que lo hace, o repitiendo una leyenda así ya existente, si no aprobaba, al menos hasta cierto punto, el cuadro que nos pinta del destino humano. Es evidente que la historia no viene a cuento si determinados aspectos de la misma no presentan, al menos a grandes rasgos, un cuadro correcto de la vida después de la muerte. Puede que no pretenda darnos detalles de la verdadera naturaleza del cielo y del infierno. Pero, con toda seguridad, tiene la intención de advertirnos de que el cielo y el infierno existen. Parece sugerir que sobrevivimos a la muerte en un estado consciente. Es evidente que se habla de una diferenciación de los seres humanos cuando mueren. Dios coloca a los muertos en dos estados muy diferentes: uno es un estado de bendición, en compañía de los redimidos de todas las épocas (representados por Abraham); el otro es un estado de aislamiento y angustia, representado por el hombre rico solo en el infierno. Si estas cosas no son ciertas, en rasgos generales, entonces esta historia de Jesús no tiene sentido.
Y ésta es, claro está, una observación muy seria. La gente a veces insiste en que la muerte iguala a todo el mundo. Por muy grande o muy rico que hayas sido en esta vida, por muy alto que hayas llegado en comparación con los que te rodean, no hay forma de evadir ese reposo final por medio del cual todos descienden al mismo nivel. Recordemos las famosas palabras de la Elegía de Thomas Gray:
«La jactancia heráldica, el poder pomposo,
toda la belleza y lo que la riqueza darle quiso
aguardan la inevitable hora en que, como a todos,
los caminos de gloria le conduzcan al nicho».
Claro que es cierto que la muerte no hace distinción de clases; se burla de todo eso por medio de su inflexible indiscriminación. Pero esta historia no habla de la muerte como algo que iguala el destino de todo el mundo. Expresa una gran diferenciación de destinos. Según Jesús, más allá de la tumba la sociedad no será más igualitaria de lo que es la actual. Resulta que habrá una barrera mil veces más polarizada e infranqueable que cualquier tipo de distinción que este mundo haya podido conocer. Miremos cómo la describe Abraham en su relato:
Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieran pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá (Lucas 16:26).
¿Qué hizo el hombre rico para obtener un juicio tan espantoso, para que durante toda la eternidad su destino estuviera ligado a un lugar tan terrible sin puerta de salida? ¿Qué hizo para merecer un final así? ¿Qué había hecho mal?
Hemos de tener cuidado al analizar por qué el destino del hombre rico y el del pobre eran tan distintos. Sospecho que algunos tienen la tentación de ver entre líneas en esta historia algún tipo de crítica «quasi-marxista» de la disparidad económica de la sociedad. El que Lázaro vaya al cielo y el rico al infierno es una espiritualización de la victoria de las clases obreras sobre la burguesía que las explota. Semejante interpretación puede resultar muy atractiva para muchos, pero se aparta de lo que dice la Biblia, y no tiene ninguna justificación en esta historia.
En este relato no se insinúa que la riqueza sea inmoral per se. Jesús no está diciendo que el cielo ejerza una discriminación de clases inclinándose de alguna manera hacia los pobres. De hecho, hay un elemento de esta historia que demuestra esto sin lugar a dudas: la presencia de Abraham en el cielo. Nadie habría dicho que Abraham era un representante del proletariado oprimido. La Biblia deja muy claro que el patriarca era enormemente rico al final de su vida; era un hombre muy poderoso y con muchas posesiones. Abraham no representa ni mucho menos la idea propia de Robin Hood de que todos los ricos son malos y los pobres buenos. En esta historia, Jesús no sugiere que el rico hubiera adquirido su dinero por medios fraudulentos. No se indica que explotara o defraudara a la gente. Puede que su riqueza procediera de sus padres. Si así fuere, Jesús no estaría hablando en contra de la perpetuación del privilegio de clase heredado. Podía haber conseguido su riqueza por medio de algún negocio. En ese caso, Jesús no presenta denuncia alguna del sistema capitalista. La razón por la que el hombre rico recibió aquella sentencia debía de ser otra diferente. Jesús no está diciendo que porque era rico tenía que ir al infierno, o si no Abraham también habría estado allí.
Ahora, una buena regla a seguir cuando tenemos un problema para comprender la Biblia es examinar más detenidamente el contexto del pasaje. Cuando lo hacemos, descubrimos que resulta que la sección previa del capítulo 16 está dedicada al tema de la riqueza. Jesús expresa allí lo importante que es el que consideremos las riquezas como algo que se nos confía, algo que tenemos la responsabilidad de utilizar con sabiduría. Dice:
Pues si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro? (Lucas 16:11–12).
El verdadero tesoro del cielo, según Jesús, se le dará sólo a las personas que hagan un uso apropiado de su tesoro en el mundo.
Para explicar lo que quiere decir «un uso apropiado», Jesús les cuenta otra historia. Se trata de algo divertido. Les habla de un jefe de ventas de una compañía que fue acusado por su jefe de desperdiciar los recursos. Al enterarse, el hombre decidió que, ante la amenaza de desempleo que se cernía sobre él, lo mejor que podía hacer era conseguir nuevos amigos. Así que se dedicó a visitar a todos los que debían dinero a la compañía y a decirles que les cambiaba la cuenta por otra con la mitad de lo que debían. Cuando el jefe descubrió lo que había hecho, dice Jesús que tuvo el humor de felicitarlo, no por su falta de honestidad—claro está—, sino por su sagacidad. Jesús explica la lección:
Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas. (Lucas 16:9)
Lo que Jesús parece indicar es que el jefe de ventas había utilizado la influencia que tenía en relación a lo material para bendecir a otras personas, por lo que cuando perdiera aquella influencia, tendría muchos amigos para hablar a su favor y cuidarle. De la misma manera—dice Jesús—, ganad amigos por medio del uso de vuestro dinero, para que cuando os falten las cosas materiales, aquellos amigos os reciban en el cielo. Jesús no está defendiendo la distribución de las riquezas al estilo marxista, por tanto. Está defendiendo un concepto de riqueza muy ignorado hoy día, el concepto de mayordomía. Jesús enseña que la riqueza es algo que Dios nos confía no para utilizarlo para nosotros, sino para el beneficio de los demás. Si quieres invertir en la eternidad, la única inversión posible es en la gente. Porque la gente permanece, el dinero no.
Lucas nos dice que había algunos fariseos que habían escuchado la historia del mayordomo astuto. No les gustaba lo que Jesús les había dicho, por razones obvias. Amaban el dinero. Y la respuesta de Jesús es poner en marcha de nuevo uno de sus bombarderos. Esta historia del rico y Lázaro va dirigida a aquellos fariseos. «¡Ojo!—les advierte—no podéis servir a Dios y a las riquezas. Por cada hombre o mujer dedicados a adquirir bienes materiales que me mostréis, yo os mostraré un pagano destinado al infierno. Por muy respetable que parezca en la superficie, o por mucho que asista a la iglesia regularmente, o por mucho que esté apegado a su Biblia, no puede servir a dos señores. Se entregará al uno o al otro». Si te entregas al dinero, por definición estarás despreciando a Dios. El amor al dinero demostraba que los corazones de los fariseos no estaban con Dios, y que por tanto su destino no podía estar con Dios.
Nuestra historia es, por tanto, un relato elegido por Jesús para demostrar lo peligrosa que es una vida dedicada a adquirir bienes materiales. El rico tuvo montones de ocasiones de adquirir un tesoro en el cielo invirtiendo sus recursos materiales en aquel hombre pobre y convirtiéndose en su amigo. Entonces habría utilizado su riqueza de una manera sabia para beneficio de otros, en vez de hacerlo para su satisfacción propia. Pero, evidentemente, no lo hizo. Su condena no era el veredicto por la manera en que llegó a hacerse rico, o por el hecho de serlo. La gran tragedia es que él era rico justamente. No había nada más que se pudiera escribir en su esquela. No era un asesino, ni un adúltero, ni un ladrón. Si le hubieras acusado en la calle, se habría encogido de hombros indignado y habría dicho: «No he hecho nada malo». Y, hasta cierto punto, habría sido verdad. Porque este hombre no iba al infierno por las cosas malas que había hecho, sino por las cosas buenas que había dejado de hacer. «Tenías cosas buenas—le dice Abraham—, pero el mendigo que estaba en a tu puerta nunca se benefició de ellas. Tuviste la oportunidad de utilizar tu riqueza para ayudarle y la rechazaste. Por eso estás aquí, señor rico. El dinero te importaba más que las personas. Para las personas como tú, el cielo se convierte en infierno».
A menudo nos escudamos en nuestra justicia negativa: todos aquellos «no debes» que hemos cumplido a rajatabla. Jesús indica aquí la vacía parodia que representa esa justicia negativa. Dice que los pecados de omisión son tan dañinos como los de comisión. «En cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis» (Mateo 25:45).
Fijémonos en la ironía de las palabras del rico en el infierno: «Envía a Lázaro … » Este hombre tan autosuficiente nunca había necesitado a nadie, y menos aún a aquel pordiosero que tenía a la puerta. ¿Para qué le servía a él un mendigo? Pero ahora, de repente, necesita a alguien; y entre toda la gente, a quien necesita es a Lázaro. Pero ya no hay nadie que pueda satisfacer su necesidad. Su independencia de los demás se ha agudizado hasta el punto de quedar aislado total y definitivamente.
A veces he oído a personas decir que no les importaría ir al infierno. Allí tendrían muchos colegas con los que pasarlo bien. Pero ¿dónde estaban los colegas de aquel hombre? Esa soledad es lo patético del infierno. T.S. Eliot escribió: «El infierno es uno mismo, el infierno es soledad». El infierno es la agonía de ser incapaces de amar o de ser amados. El infierno es el reconocimiento de lo mucho que necesitamos a los demás, y de que esa necesidad ya nunca podrá ser satisfecha y sólo podremos lamentarnos de la oportunidad perdida. Fijémonos también en cómo Abraham le insiste al rico en que recuerde. Hubo un tiempo en que el abismo entre él y Lázaro no era insuperable; hubo un tiempo en que entre ellos existía un canal de comunicación. Pero ahora las cosas eran diferentes. Dios había puesto entre ellos una gran sima. Todo lo que le quedaba era el tormento de conocer la oportunidad que había desaprovechado. Hay veces en que oímos a la gente hablar del purgatorio como un lugar donde podremos expiar nuestros pecados, y de esa manera optar a una segunda oportunidad. Aquí no parece que Jesús nos ofrezca esa esperanza. Esta gran sima de la que habla Abraham es el fin de las oportunidades. Ahora es cuando estamos a prueba; ahora es cuando estamos decidiendo nuestros destinos.
Fijémonos también en que Abraham se dirige al hombre rico como «hijo». Muestra algo de su ternura, pero también algo muy significativo. Este hombre era un hijo de Abraham, un judío; en otras palabras, un miembro del pueblo del pacto de Dios, al menos de nacimiento. Era un hijo de Abraham y, sin embargo, estaba en el infierno. Esto era algo impensable para los judíos de aquel entonces y quizás impensable para algunos de nosotros hoy. ¿Cómo va a enviarme Dios a mí al infierno? Soy cristiano; voy a la iglesia; tengo el carnet de los Grupos Bíblicos Universitarios. Debemos prestar atención a la advertencia de Jesús. Puede que el fuego y la tortura física sean símbolos, pero simbolizan algo real, terrible y definitivo. Y lo peor de todo es que simbolizan algo a lo que la persona puede precipitarse debido a un pecado de negligencia, a pesar de haberse llamado siempre cristiano.
¿Cómo puedo saber si mi cristianismo es genuino o no? A la luz de lo que dice Jesús en esta historia, un criterio es preguntarme cómo estoy utilizando mis recursos materiales. Si pertenezco a Dios, entonces también le pertenece mi dinero. He de verme como un mayordomo de lo que tengo. He de considerarme un depositario de lo que tengo y desear utilizarlo de una forma que agrade a Dios. Si nuestros corazones no son de Dios, entonces nos veremos como propietarios y utilizaremos lo que tenemos sin tenerle en cuenta, ni a él ni los valores que él representa.
Y aquí es donde entran en escena los cinco hermanos. El hombre rico le pide:
Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento (Lucas 16:27–28).
Y así, el bombardero lanza su proyectil. Hasta aquí, quizás a los oyentes de Jesús no les había sorprendido demasiado la historia. El cuento egipcio también tenía un reverso irónico similar en cuanto a la vida futura. Pero el final del relato es exclusivo de Jesús. Aquí tenemos el aguijón que, como suele ocurrir, se clava. Los cinco hermanos, claro está, somos tú y yo, los fariseos que le escuchaban o cualquiera que oiga la historia. El destino de Lázaro y del hombre rico estaba ya decidido, pero no así el de los cinco hermanos, ni el nuestro. Aún estamos aquí y tenemos nuestra oportunidad. Al rico le gustaría enviarnos un fantasma que nos avise de la realidad de la vida venidera. Como Dickens en Canción de Navidad, está seguro de que una aparición así produciría la conversión de nuestros corazones tipo Scrooge. Observemos el veredicto del cielo en cuanto a esto:
Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen: óiganlos.
Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán.
Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos». (Lucas 16:29–31).
La historia de Jesús sobre el rico y Lázaro nos enseña algunas lecciones muy serias: los peligros de utilizar las riquezas de una manera egoísta, la importancia de los pecados de omisión y la realidad del cielo y del infierno. Pero creo que la última es la lección más crucial de todas. ¿Qué hace que el corazón de una persona se vuelva del egoísmo, la avaricia, la autojustificación y la indiferencia al amor de Dios? ¿Qué lleva al corazón de la persona al arrepentimiento y a la fe y la encamina al cielo? Algunas personas responden que lo consigue el espiritualismo. Ir a una sesión de espiritismo y encontrarte con un pariente desaparecido da seguridad acerca de la vida futura. Otros creen que las señales y los milagros son la respuesta. Lleva a cabo unas cuantas sanidades en la iglesia el domingo por la noche y la gente correrá a hacerse cristiana.
Lo que Jesús dice es precisamente lo contrario. Insiste en que, incluso si alguien se levanta de los muertos, eso no garantiza la conversión del mundo. Él dice que sólo hay una cosa que tiene un verdadero poder de crear fe y arrepentimiento en la vida de una persona. Y les dice, sorprendentemente, que es la Biblia. Si la gente no escucha a «Moisés y a los profetas», ninguna otra cosa funcionará, ni siquiera aunque alguien se levante de entre los muertos. Y él lo sabía bien, porque ¡él lo hizo!
Jesús nos dice, por tanto, que labramos nuestro destino según nuestra respuesta a la Biblia. Las señales y los milagros pueden confirmar la fe de los creyentes y la ceguera espiritual de los no-creyentes. Pero es la Palabra de Dios la que despierta la vida espiritual.
Cada vez que abrimos el libro de Dios, estamos ante las puertas del cielo y del infierno. Hasta ese punto es serio escuchar la Palabra de Dios. No es como leer una novela. Porque se trata de una palabra que nos exhorta a cambiar. Ningún fantasma va a anunciarnos el juicio futuro. Ningún milagro nos demostrará el poder de las cosas que no se ven. Como los cinco hermanos, puedes abrir la Biblia delante de ti; tienes ese privilegio.
Reconozco que no todo el mundo tiene esa posibilidad. Para algunos, la Biblia es aún un libro desconocido. No sabemos seguro lo que diría Jesús de aquellos hermanos del hombre rico. Quizás diría que tenían el libro de la naturaleza y la luz de la conciencia. El caso es que, no obstante, esto no va dirigido a personas así; va dirigido a personas como nosotros, que tenemos la Biblia.
Y lo que Jesús nos está diciendo en estas líneas es muy sencillo. Si no escuchamos la Biblia, no escucharemos nada. Si no somos cambiados por ella, no seremos cambiados por nada.
Quizás Jesús sea mucho más realista en cuanto a la cuestión de la igualdad de lo que tiende a serlo nuestro mundo moderno. La gente hoy habla de igualdad de riqueza en lugares donde nunca ha habido igualdad de riqueza, y donde dudo que pueda llegar a haberla. En cierta ocasión, Jesús comentó: «A los pobres siempre los tendréis con vosotros» (Juan 12:8). Me temo que la igualdad de oportunidades también es difícil de encontrar. La gente nace con un enorme y variado potencial. Como dice Jesús mismo, unos tienen cinco talentos, otros dos y otro uno. Pero, ¿importa eso? En opinión de Jesús, la riqueza y las oportunidades son regalos de la providencia de Dios. No somos los propietarios, sino los depositarios. Es lo que hacemos con ese depósito, con las oportunidades y con las posesiones que se nos dan, lo que determina el calibre espiritual y la dirección espiritual de nuestros corazones. Cinco hermanos: unos ricos y otros pobres, unos capaces y otros incompetentes, unos afortunados y otros con mala suerte. Pero todos ellos son igualmente responsables y llamados a hacer caso de la advertencia del Libro y a escoger el camino que va al cielo.
Clements, R. (1995). Relatos con aguijón (71). Barcelona: Publicaciones Andamio.


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