lunes, 9 de julio de 2012

Relatos pertinentes: Historias que son para toda época

biblias y miles de comentarios
 
PERDIDO Y HALLADO
LUCAS 15:1–2, 11–32
Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Éste a los pecadores recibe, con ellos come …
También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes.
No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.
Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo, hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre.
Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.
Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.
Pero el padre dijo a sus siervos: sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.
Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.
Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase. Más él respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.
Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. 32Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado (Lucas 15:1–2, 11–32).
Cuando las relaciones personales se rompen, se debe normalmente a dos posibles motivos.
Algunas veces la ruptura de las relaciones se produce con un gran escándalo. Por ejemplo, en un matrimonio el detonante puede ser el descubrir un acto de adulterio. Entre amigos puede deberse a un insulto que haga perder al otro los estribos. Pero, sean cuales fueren los motivos concretos, las consecuencias son repentinas y explosivas. Una parte le dice a la otra: «No quiero volver a verte. Para mí, como si hubieras muerto. Lárgate». Todo el que ha experimentado esta clase de ruptura de una relación conoce bien lo traumática que es. Se parece a un tiempo de luto. Una persona a la que has amado es arrancada de tu lado, dejando un vacío doloroso que a menudo se llena de amargura y, sobre todo, de soledad. Se trata de una experiencia que te deja destrozado, y más aun porque irrumpe en nuestra vida inesperadamente. En un momento dado todo iba bien y, de repente, todo nuestro mundo se derrumba.
Aunque esta clase de ruptura es devastadora, no obstante, no es la única manera en que se da, ni la que produce mayor desesperación. Otras veces, las relaciones se limitan sencillamente a irse a la deriva. No existe un momento concreto de crisis que precipite esa diversificación de rumbos. La desvinculación emocional se produce de manera gradual, hasta el punto de que no te das cuenta de lo que está pasando. El matrimonio no se viene abajo a consecuencia de alguna tentación sexual externa; sino que se va muriendo por dentro de manera imperceptible. La amistad no termina de la noche a la mañana. Se va transformando poco a poco en indiferencia mutua. El afecto se enfría. La comunicación se interrumpe, hasta que un día nos damos cuenta de que nos hemos vuelto extraños el uno para el otro; no hostiles, pero sí apáticos; no enfadados, pero sí indiferentes—porque no se trata de un gran alud que se nos viene encima, sino de un lento proceso de congelación. Cuando las relaciones se desintegran de esta segunda forma, no hay un temblor de tierra; pero el resultado puede ser igual de trágico y llevar a la ruina emocional. Puede que no le digamos a la otra persona que se vaya; pero nos distanciamos igual, y quizás incluso de manera más definitiva. Al menos, eso es lo que Jesús parece indicar en su relato sobre el hijo pródigo, que quizás sea la historia más famosa jamás contada.
Es importante que nos fijemos en el comienzo del capítulo en el que Lucas la recoge.
Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Éste a los pecadores recibe, con ellos come … (Lucas 15:1–2).
La escena que nos presenta este párrafo es la clave indispensable para comprender la historia que viene a continuación. Nos informa de su contexto social: la división de la sociedad judía del primer siglo en dos tipos de personas. Por un lado estaban los «pecadores»; por otro, «los santos». El término «pecadores» quizás sea un título peyorativo; no todos los incluidos como tales lo eran debido a su inmoralidad personal. Podía ser sencillamente que tuvieran sangre gentil, o que hubieran contraído alguna enfermedad—como la lepra—que les convertía en impuros. Pero también hemos de decir que un elevado porcentaje de los considerados «pecadores» en la sociedad judía del primer siglo eran denominados así como consecuencia del estilo de vida que habían escogido. Algunos de ellos eran borrachos, otros eran sexualmente inmorales, otros eran recaudadores de impuestos, o corruptos colaboradores con el detestable ejército invasor de Roma. Algunos eran de la clase de personas que no iban a la iglesia los domingos y, en cambio, se iban al bar. Otros, en vez de orar, se dedicaban a fastidiar al prójimo. Como es de suponer, la respetable gente religiosa de Israel le daba la espalda a todos aquellos «pecadores»; eran marginados. Estar en compañía de aquella gente significaba contagiarse de ellos, podríamos decir que era como estar metidos en el mismo cajón. Las personas religiosas se veían a sí mismas como los «santos». Eran judíos de pura raza, sin problemas físicos—sin lepra ni nada parecido—y moralmente impecables. Los «santos» guardaban estrictamente la ley de Dios, estudiaban sus biblias con un celo que avergonzaría a muchos cristianos y obedecían con una gran rigidez y orgullo.
A la cabeza de estos «santos» estaban los fariseos y los maestros de la ley. Los fariseos eran el grupo fundamentalista del primer siglo. Los maestros de la ley, los estudiosos profesionales. Entre ambos constituían una impresionante élite espiritual, poseían un enorme prestigio social y un nada despreciable poder político en la Judea del primer siglo, donde la religión formaba parte de la estructura de la sociedad de una forma que hace ya mucho que dejó de hacerlo en la mayoría de países occidentales. Naturalmente daban por sentado que todo maestro de la Biblia les daría su visto bueno. Lo último que esperaban de un teórico rabino como Jesús era que abandonara la compañía de los santos para socializar con el equivalente a la peña local de fútbol del primer siglo. Pero eso es lo que hizo Jesús. Pasando por alto las consecuencias que aquello tendría para su reputación, no sólo recibía a los considerados «pecadores», sino que comía con ellos, para la sorpresa de algunos. «¿Hay algo más desagradable?»—se preguntaban los «santos». En términos del siglo veinte, sería algo así como ver a la madre Teresa en un bar del Soho, o a Cliff Richard en una manifestación de homosexuales; habrían producido la misma clase de rechazo. Mezclarse con los pecadores estaba totalmente alejado de lo que se esperaba de un hombre que pretendía ser santo.
La separación entre los «santos» y los «pecadores», para la mentalidad de aquellos líderes religiosos del primer siglo, era absoluta. Saltarse ese tabú social, como hizo Jesús en varias ocasiones, era en realidad ir abocado al fracaso.
Pero él no se avergonzaba ni se dedicaba a discutir sobre su política social. Al contrario, no era la primera vez que escandalizaba deliberadamente al sector religioso de Judea. Como ya vimos en el capítulo anterior, ya había provocado una controversia similar en una cena celebrada en casa de un eminente fariseo. Y, en aquella ocasión, su respuesta a la santurronería de los que le rodeaban había sido contarles una parábola que, como un misil, había atravesado las defensas psicológicas de aquella audiencia hostil, haciendo posible atacar algunas de sus ideas más apreciadas y arraigadas.
La estrategia que Jesús utiliza aquí es similar. Está siendo atacado por comer con los «pecadores»; por tanto, de nuevo les cuenta una parábola. Claro que esta vez no se trata sólo de una parábola, sino de tres: las parábolas de la oveja perdida, de la moneda perdida y del hijo perdido. Es a esta tercera y última historia, la más famosa de todas las que Jesús ha contado jamás, a la que le dedicamos una especial atención.
Se trata de una historia acerca de relaciones, de un triángulo de tensión doméstica entre un padre y sus dos hijos. En ambos casos la relación está rota. Cada uno de los hijos, al menos en parte de la historia, se queda solo. En uno de los casos ocurre por medio de un escándalo. En el otro, como consecuencia de un proceso de enfriamiento. Es interesante que el hijo que se aísla de su padre por el primer camino, por medio de un escándalo, al final se reconcilia con él. Sin embargo, en el caso del segundo hijo, que queda fuera del círculo tras un proceso de enfriamiento, la historia concluye en un camino sin fin. Cuando cae el telón nos quedamos sin saber si llega a reconciliarse plenamente con su padre y con su hermano.
Como en todas las parábolas de Jesús, debajo de los detalles superficiales hay un mensaje espiritual. Jesús está tratando de decir que nuestra relación con Dios es como la del padre con sus dos hijos. Algunos se rebelan contra Dios de manera abierta y desafiante. Son «pecadores» que tienen una gran pelea con Dios, dándole la espalda muy enfadados. Otros, que quizás se creen los «santos», también se rebelan, pero en secreto y de una forma disfrazada. Mantienen un reconocimiento protocolario de Dios y asienten con la cabeza, pero se cuidan mucho de que nunca se les acerque demasiado. En el fondo hay un corazón frío, un proceso de congelamiento.
La advertencia que Jesús hace es muy sencilla. Los «pecadores» tienen más posibilidades de ir al cielo. Esto es debido a que las personas que se consideran incluidas en este grupo están en una posición en la que pueden retroceder. Los que se consideran «santos», por otro lado, descubrirán algún día que su presuntuosa auto-justificación les apartó de toda esperanza de redención.
También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes (Lucas 15:11–12).
Aquí tenemos un clásico ejemplo de ruptura escandalosa. La historia nos resulta familiar. Un adolescente que se rebela contra su acaudalado padre. En días como los nuestros, donde son habituales las disputas familiares de este tipo, es fácil encontrar a muchos chavales de dieciséis o diecisiete años durmiendo en los parques de las ciudades y con una historia similar a ésta. Y, por esa razón, quizás sea fácil que no nos demos cuenta del impacto que produciría lo que este chico estaba sugiriendo aquí. Incluso hoy, en el contexto del oriente medio resulta escandaloso y ridículo lo que le estaba pidiendo a su padre. Exigirle su herencia anticipadamente era como decirle que deseaba que estuviera muerto. Sospecho que, para los oyentes de Jesús, lo único que sobrepasaba al asombro que les producía la impertinente petición de aquel chico era el asentimiento del padre. «Y les repartió los bienes». ¿Qué clase de padre era aquel que accedía a las demandas desconsideradas de su hijo que le exigía independencia sin trabajar?
La respuesta es, por supuesto, que sólo un padre divino, porque se trata de una parábola. Jesús está proporcionándonos un cuadro de cómo los seres humanos, creados a imagen de Dios, se encuentran separados de él como resultado de su rebelión moral. Le decimos a Dios: «Quiero que estés muerto». Aunque nos gustan las cosas materiales que nos puede dar, no nos gusta él. Las queremos, pero no le queremos. Deseamos que salga de nuestras vidas, que deje de interferir en ellas.
Irónicamente, tal como vemos en la historia, cuando decimos eso los que salimos perdiendo somos nosotros.
No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba (Lucas 15:13–16).
¿Qué buscaba este joven? «Libertad» es una palabra que escuchamos a menudo: libertad de inhibiciones morales, libertad de las trabas que suponen los convencionalismos pasados de moda, libertad de la mentalidad estrecha de nuestros padres. Necesitamos libertad para descubrir nuestra verdadera identidad. Pero, cuando aquel chico encontró la libertad, se encontró con que resultaba más complicada de lo que se pensaba.
Imaginemos a alguien que está en la cima de un acantilado. Piensa que es libre. Libre para saltar, libre para volar cual pájaro. Así que se tira desde el acantilado y vuela como un pájaro, hasta llegar al fondo. No se dio cuenta de la gravedad de la situación. Algunos de nosotros invertimos mucho tiempo intentando discernir entre los muchos restos destrozados que hay en el fondo de ese particular acantilado de «libertad».
La libertad, por tanto, no es licencia para hacer lo que queramos. Bien entendida, la libertad es poder hacer lo que debemos hacer, ser lo que debemos ser. Los seres humanos no somos criaturas que podemos hacer lo que queremos; existen normas dentro de las cuales se supone que debemos movernos. Sin esas normas, la libertad carece de sentido, no pudiéndose distinguir de la arbitrariedad de una persona que se limita a tomar decisiones lanzando una moneda al aire. Puede que aquel chico buscara libertad, pero no encontró el tipo de libertad que estaba buscando cuando decidió liberarse de su padre. Todo lo que encontró fue el apestoso olor de una pocilga. En la historia de este individuo tan descontento y degradado, Jesús ilustra la tragedia que vivimos todos nosotros cuando cometemos la locura de querer ser libres de una manera que resulta imposible. No somos los capitanes de nuestras almas. Hemos sido creados por Dios y no podemos dejar de ser sus criaturas, por mucho que movamos nuestras alas en el borde del acantilado.
Las palabras «pero nadie le daba» resultan patéticas. Sin duda conocía a muchas personas dispuestas a aprovecharse de su hambre; pero todos eran de los que tomaban, no de los que daban. Y lo mismo pasa hoy, por supuesto. Esta noche los camellos buscarán jóvenes rebeldes en las calles. No les importan lo más mínimo, sólo buscan su dinero. Quieren verlos débiles, desgraciados y pidiendo un pico. No dan, quitan. Lo mismo pasa en el caso de la prostituta. Nos dice que el sexo es la respuesta y nos promete amor. La verdad es que ella no da nada en absoluto. Se trata de otra forma de quitar. Y lo mismo en el caso de los incitadores a la Nueva Era que ofrecen sus caras charlas sobre meditación. Todos nos aseguran que están aquí para dar respuestas a nuestra necesidad espiritual; pero lo que pretenden no es dar, sino quitar.
Imaginemos la situación de aquel chico hambriento y metido en la pocilga. Quizás ni siquiera tengas que echarle mucha imaginación. Quizás hayas tenido tu propia búsqueda de libertad y también hayas tenido que tragar el polvo. En lo más profundo de tu ser tendrías un gran vacío, como el vacío que había en el estómago de aquel chico. Jesús explica a qué se debe. Es porque estamos fuera de la ruta. Estamos intentando ser algo que no podemos ser; por ejemplo, estamos intentando liberarnos de Dios. Nos estamos burlando de las normas de la existencia humana y nuestra situación no va a ir mucho mejor hasta que abandonemos esa actitud. Este joven, gracias a Dios, lo hizo.
Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo, hazme como a uno de tus jornaleros (Lucas 15:17–19).
Al fin, aquel chico comenzaba a hacer algo bien para variar. Lo primero se pasa fácilmente por alto. Rechazó la comida de los cerdos. La historia de Jesús nos cuenta explícitamente que se sentía inclinado a comerla; cuando uno está hambriento es capaz de comer cualquier cosa. Pero si su hambre hubiera llegado hasta ese extremo, si la hubiera satisfecho aceptando aquella segunda opción, habría sido una tragedia. Aquella vía representaba un peligro real. Muchas personas llegan al punto de anhelar un sentido más profundo en su vida, e incluso se ponen a buscarlo. De hecho, la mayoría de la gente lo hace hasta cierto punto. Pero muchos, al no encontrar una respuesta inmediata (o apetitosa, quizás), optan por una segunda opción. Comen la comida de los cerdos y hacen de la pocilga su casa.
Me da la impresión de que, cuando yo era estudiante en la década de los 60, las cuestiones sociales nos interesaban más que a los actuales estudiantes. Íbamos de un lado a otro con nuestras pancartas, bloqueando las calles y manisfestándonos para hacer oír nuestra protesta. Algunos de mis amigos ondeaban la bandera roja del marxismo o la negra del anarquismo. Pero la mayor parte de ellos están ahora en la ciudad de Londres y son banqueros, agentes de bolsa o algo parecido. Uno de nuestros grandes héroes, creo recordar, era uno de aquellos típicos revolucionarios sudamericanos que terminó abriendo una tienda de moda en París. La desilusión y el cinismo avanzan cautelosamente corroyendo el idealismo juvenil. Descubrimos que nuestras revoluciones no funcionan como pensábamos y el resultado es que caemos en el materialismo que tanto despreciábamos. Nuestra hambre espiritual de algo mejor y más noble se marchita.
Lo extraño en el caso del hambre de aquel chico es que a la vez ésta era su esperanza. Si se hubiera alimentado de la comida de los cerdos, se habría perdido. La primera cosa que hizo bien fue rechazar deshumanizarse a sí mismo de aquella manera. Decidió pasar hambre. Optó por seguir pensando y buscando, para llenar el vacío que había en su alma. Lo más trágico en el caso de las personas de nuestro mundo es que están en la pocilga, alimentándose de la comida de los cerdos y no siendo conscientes de ello. Han cesado de buscar algo mejor.
Pero, por supuesto, no bastaba con un rechazo temporal. No sólo el chico rehusó la comida de los cerdos, también se tomó un tiempo para pensar en su situación y enfrentarse a algunas verdades desagradables. Hace falta valor para mirarte al espejo y aceptar lo que ves. A ninguno de nosotros le gusta hacerlo, porque todos vivimos más cerca de la desesperación de lo que quizás uno es capaz de admitir. Renunciar a nuestras queridas ilusiones, admitir esa profunda verdad interior de que nos estamos apartando y no sabemos adónde vamos, dejar de interpretar un papel y ser sinceros con nosotros mismos, es de valientes. La mayoría de nosotros escondemos nuestra inseguridad detrás de una máscara. En algunos casos, esa máscara pertenece al frío tipo académico; en otros es el tipo musculoso y atlético. Otras veces se trata de la típica chica que sabe cómo manejar a los hombres, o del tipo tímido y amable. Unos se dedican a «ser el alma de la fiesta». Otros, los que se mantienen a distancia, al margen, o los que piensan que no necesitan a nadie. Algunos incluso desarrollan una especie de esquizofrenia, adoptando papeles diferentes según dónde y con quién estén. He visto esto en estudiantes de Cambridge a quienes conozco, que tienen una máscara para casa y otra para la universidad, una para la iglesia y otra para el ámbito estudiantil. En realidad, se trata de un síntoma de inseguridad; no saben quiénes son en verdad, o quiénes quieren ser, o quiénes deben ser. Están confundidos en cuanto a su identidad; como lo estaba aquel chico. Por desgracia, algunos nunca consiguen superar ese juego de roles. Al ir creciendo, sus papeles cambian, pero las máscaras se quedan adheridas a sus rostros incluso con mayor firmeza. Llega un momento en que las máscaras ya no se mueven, ni siquiera en aquellos momentos privados y tranquilos en los que no hay nadie que los observe.
Alejarse del público y volcarse en la labor de examinarse a sí mismo de una manera radical fue un paso indispensable para la salvación de aquel muchacho. Eso es lo que Jesús quiere señalar. Necesitamos ese mismo valor para salir del agujero en el que estamos. Según Jesús, debemos enfrentarnos a determinadas verdades.
La primera verdad es que estamos perdidos. Nuestras vidas no están satisfechas y somos profundamente desgraciados por esto. La raíz del problema a la que llegó aquel muchacho cuando se sentó allí, en su pocilga, no era que le faltara la comida. Lo que le faltaba era el «padre». Agustín, uno de los más grandes hijos pródigos de la historia, llegó a la misma conclusión: «Nos has creado para ti, y nuestros corazones no descansarán hasta que encuentren su descanso en ti»—le confesó a Dios. Nos dedicamos a jugar con las cosas materiales, intentando saciar una sed que reside no en el ámbito físico, sino en el personal. Ésa, por supuesto, es la razón de que las relaciones personales sean tan importantes para nosotros. La experiencia del amor humano apunta a una última relación. Refleja un gran destino para el que hemos sido creados, que es estar en relación con Dios. Pero ninguna relación humana, por muy profunda, verdadera y duradera que sea, puede satisfacer plenamente el hambre que hay en nuestra alma. Nos engañamos a nosotros mismos si pensamos de otra manera. Darle a un novio, a una novia o a una esposa esa clase de importancia última se trata sencillamente de otra forma de desilusionarse. Esas expectativas están destinadas al fracaso, por muy maravillosa que sea la otra persona. Nadie puede dar continuamente significado a nuestras vidas, porque eso sólo puede hacerlo Dios.
Jean-Paul Sartre, el filósofo francés, era ateo. Pero ¡qué bien habló a los hombres y mujeres modernos cuando escribió: «No tengo ninguna duda de que Dios no existe; pero no puedo negar que todo mi ser clama a Dios».
Sentado en la pocilga, el chico de la historia aprecia su verdadera identidad como el hijo del padre. Eso era lo que había hecho mal. Había intentado alejarse de aquella identidad; había pretendido una libertad imposible, no dándose cuenta de que hay determinadas libertades a las que, sencillamente, no podemos acceder, porque contradicen quiénes somos. Jesús nos habría hecho llegar a esa misma conclusión. Nuestra búsqueda de autonomía moral está destinada al fracaso. No podemos alejarnos de Dios; el vacío dentro de nosotros continuará estando allí, doliendo a causa del hambre espiritual que sólo él puede saciar.
Lo primero que este chico tenía que reconocer, por tanto, era que estaba perdido. La segunda cosa es que era culpable. «Me levantaré … e iré … y le diré …: Padre … ya no soy digno de ser llamado tu hijo»—se dijo así mismo. En este momento culminante de la historia, Jesús nos recuerda que la raíz de nuestra locura es nuestra decisión moral de intentar ser independientes de Dios. Así es como nos hemos metido en el caos en el que estamos. Nos hemos burlado de las reglas de Dios, y como resultado le hemos ofendido y le hemos herido. «Hemos pecado contra el cielo y contra ti», como dijo aquel chico.
Es de gran importancia que comprendamos esto. Algunos piensan que Dios es como un guardia de tráfico cósmico que tiene que hacer cumplir una serie de leyes impersonales, pero que de ninguna manera se siente personalmente involucrado en ellas. La historia de Jesús nos revela que en absoluto es así. La ley moral es la ley que surge del corazón y de la misma naturaleza de Dios. Cuando pecamos, cuando no amamos a la gente como es debido, cuando no decimos la verdad como es debido, cuando no honramos a nuestros padres como es debido y, sobre todo, cuando no le amamos a él y le honramos como es debido, no se trata sencillamente de que estemos aparcando en una zona prohibida celestial. ¡Es como estar aparcando encima del pie del guardia de tráfico mismo! Le estamos ofendiendo personalmente. Y él está enfadado y siente dolor.
Si no lo tenemos claro, hemos de mirar a la cruz. Ese duro símbolo de muerte está allí para mostrarnos la enorme ofensa y el gran dolor que le causa a Dios el pecado del mundo. Demuestra lo mucho que le costó personalmente abrirnos la puerta de la reconciliación. El muchacho tuvo que aprender no sólo que estaba perdido, sino que era culpable; no sólo que necesitaba la amistad del padre, sino que necesitaba el perdón del padre. Cuando descubrió esto—nos dice Jesús—, ya sólo le separaban de la felicidad unos cuantos pasos. Pero creo que debieron de ser los pasos más duros que dio en toda su vida.
Me levantaré e iré a mi padre (Lucas 15:18).
Un pastor de una iglesia se encontró en cierta ocasión con un chico que se había marchado de casa e intentó aconsejarle. Le habló de esta misma parábola del hijo pródigo y le dijo: «Ahora tienes que volver a tu padre para ver cómo mata un cordero para darte la bienvenida».
Unas semanas más tarde se encontró de nuevo con el chico en la calle:
—¿No volviste a tu padre?
—Sí, lo hice.
—¿Y te disculpaste?
—Sí,—asintió.
—¿Y mató un cordero para ti?
—No—dijo el chico—, más bien estuvo a punto de matar al hijo pródigo.
En contraste con esto, el calor con que el padre recibe a este chico de la historia de Jesús es sorprendente. No es propio de nosotros reconciliarnos de una manera tan total, sin recriminaciones ni quejas.
Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. (Lucas 15:20)
Habría sido muy humano que el padre hubiera hecho que el hijo sufriera un poco por su locura, que le hubiera exigido algún tipo de restitución o le hubiera castigado de alguna manera. Pero la historia no dice nada de eso. En vez de ello, se nos presenta una maravillosa disposición a perdonar. Parece como si el padre hubiera estado esperando y vigilando desde que el chico le había vuelto la espalda. Fijémonos en la forma en que corre hasta él. En el mundo antiguo, esto era algo que un hombre mayor nunca hacía en público. Se consideraba indigno. Es evidente que el corazón de aquel hombre estaba tan lleno de amor que le impulsó, sin temor a la vergüenza o a lo que los vecinos pudieran pensar, a recogerse la ropa y correr. Dice que fue movido a misericordia por el chico. Se echó sobre su cuello y le llenó de besos con ternura, según la versión griega.
El joven, por su parte, había decidido intentar arreglar las cosas con su padre. Pensaba ofrecerse para trabajar como uno de sus jornaleros en la granja de la familia, para ganarse el dinero que había despilfarrado. El padre, en cambio, no quiere ni oír hablar de ello. Ni siquiera le da la oportunidad de hacer semejante oferta. Interrumpe al chico en medio de su confesión. ¡Rápido!—le ordena a sus siervos.
Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado (Lucas 15:22–24).
Jesús, el narrador, está enseñando algo muy importante. Si hemos tenido una pelea con Dios y, como consecuencia, nuestra relación con él está hecha pedazos, las cosas pueden arreglarse. Si regresamos con un arrepentimiento genuino y nos volvemos de nuestra rebelión y de nuestra locura de independencia, buscando su rostro de nuevo, él no va a dejarnos dentro de la porquería como harían muchos padres. No, Dios no va a hacer que nos sintamos avergonzados, ni a meternos en la cárcel como castigo. Jesús nos enseña aquí que podemos contar con la gracia y la misericordia de Dios. Se alegrará, y todo el cielo con él, de tenernos de vuelta.
Es cierto que le hemos vuelto la espalda. Le hemos dicho de cientos de maneras que nos deje en paz. Pero, por muy grande que haya sido la pelea que nos ha separado, quiere arreglar las cosas y va a hacerlo. Tan sólo está esperando. Espera que los pecadores, las personas que saben que están en el polo opuesto de él, vuelvan. Cuando lo hagan, no dejará que sean sus siervos. Los investirá de la dignidad de ser sus hijos y sus hijas.
Pero la historia aún no ha terminado. Tiene un aguijón.
Y su hijo mayor estaba en el campo (Lucas 15:25).
¿Por qué nos habla Jesús de él en este momento? La respuesta la encontramos volviendo al contexto original de la historia. Como ya dijimos, esta parábola no iba dirigida en primer lugar como palabra terapéutica para animar a aquellos pecadores con los que Jesús estaba comiendo. Era un bombardero oculto con la misión de atacar la autosuficiencia de los que se consideraban «santos», aquellos que le criticaban por comer con los «pecadores». Y es a aquellos supuestos «santos» a los que claramente representa este hermano mayor. Esto es evidente a la luz de lo que dice de él.
He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás. (Lucas 15:29)
Se trata del hijo perfecto. Debería de ser el ideal de Jesús. Durante años había servido a su padre y nunca se había rebelado. ¿O sí? ¿Acaso no se ve cierta petulancia escondida, o una queja llena de autocompasión, en la frase «tantos años te sirvo»? ¿Nos equivocamos al pensar que había cierto resentimiento oculto en aquel que había estado siempre dando el callo? Sabemos perfectamente lo que quiere decir ese tipo de personas cuando se expresa de esa guisa. Sus buenas acciones no le proporcionan una personalidad liberada más que la vida licenciosa de su hermano. Al contrario, los que son asípierden el sentido del humor y se vuelven remilgados, desconcertantes en sus relaciones, incapaces de disfrutar, reprimidos, inhibidos, críticos y siempre con caras largas. El hijo mayor condena a su hermano, no porque le parezca mal su comportamiento, sino porque le envidia. Escuchemos lo que dice de él: «Ha consumido tus bienes con rameras» (Lucas 15:30). El motivo de resentimiento que no dice es que a él le gustaría haber hecho lo mismo, pero no había sido capaz. Y, sin embargo, nunca le había dado ni un cabrito para gozarse con sus amigos. Está celoso de su hermano. Así de simple.
Hoy también hay cientos de personas así: respetables, convencionales, buena gente. Miran por encima del hombro a la sociedad permisiva y fruncen el ceño al ver la decadencia de los valores morales. Piensan que son buenos, pero no es cierto; más bien son tontos. Piensan que son morales, pero no es cierto; son meros santurrones. Piensan que son cristianos, pero no es cierto; son fariseos. Jesús quiere que veamos la enorme diferencia que existe. Falta de alegría en su hipocresía; esterilidad en su respetabilidad; su religión tiene tanto que ver con el cristianismo como un matrimonio separado con una aventurosa amorosa.
El hermano mayor había sido víctima de un proceso de enfriamiento. Es cierto que aún estaba en casa, pero su relación con su padre era tan distante como la de su hermano en aquel lejano país. Fijémonos en lo que Jesús dice de él en el versículo 28: «No quería entrar». Optó por perderse la fiesta. Su padre organizó una gran celebración y su hermano mayor no tuvo el detalle de asistir. En vez de eso, monta un número público en el umbral con todos los vecinos mirando por las ventanas. No es difícil imaginarse la vergüenza que un padre de Oriente Medio experimentaría en una situación así. No obstante, sus brazos misericordiosos estaban abiertos hacia este hijo tanto como hacia el más pequeño. Fijémonos en cómo se acerca a él, igual que se había acercado al hijo pródigo: Le ruega. Igual que había mostrado compasión a su hermano, así se dirige a este hijo con ternura y afecto: «Hijo, todas mis cosas son tuyas»—insiste (Lucas 15:31). Le dice lo precioso que es para él, cuán apreciado y valioso es. Sin embargo, él rehusa entrar en la fiesta.
¿Es posible que alguien sea tan tonto como para escoger el infierno en lugar del cielo? ¡Pues sí! Y la razón se resume en una sola palabra: orgullo. El orgullo es un refugio secreto en el que la gracia no puede penetrar. Pensemos en aquel joven cuando estaba en la pocilga, volviendo en sí y viendo lo estúpido que había sido. Si hubiera querido, podía haber continuado con su orgullo y permanecido en la pocilga. Si pudo ser rescatado y reconciliado fue porque tuvo la humildad necesaria para arrepentirse.
Hay muchas personas que sienten remordimientos al pensar en su vida, y que se golpean a sí mismos y se repiten lo tontos que han sido. Pero ese sentimiento no les llevará al Padre. Los remordimientos son sólo orgullo herido, revolcarse en la autocompasión. El arrepentimiento comienza sólo cuando uno se levanta y viene al Padre. Fue esa decisión de humillarse y entrar en la casa lo que le faltó al hermano mayor. Su orgullo le dejó fuera, así como el orgullo dejaría fuera del reino de los cielos a los fariseos y maestros de la ley a los que se enfrentó Jesús. Sería su orgullo lo que daría consentimiento a su muerte y lo clavaría en la cruz.
Algunos de nosotros nos imaginamos el juicio como Dios clasificando a la raza humana entre los que van al cielo y los que van al infierno. A los que le caen bien los envía al cielo, y a los demás los envía al infierno. Pero éste no es el cuadro que Jesús nos presenta en esta historia. Él refleja a un Dios que rebosa gracia y generosidad, que abre sus brazos a todos: al hermano mayor y al menor; a santos y a pecadores. No hace distinciones. Si nos quedamos fuera del cielo es porque nosotros rehusamos entrar. Es porque nosotros somos demasiado orgullosos para aceptar su gracia. El hermano mayor sentía que se merecía una recompensa. «Tantos años te sirvo». Jesús enfatiza que no podemos considerar el cielo como una recompensa, sino como un regalo, un regalo que aceptamos si tenemos la humildad suficiente para ello, reconociendo que no nos lo merecemos.
Puede que, como el hermano menor, hayas tenido un enfrentamiento con Dios y te encuentres en un país lejano o en la pocilga. Ahora has reflexionado y sabes que mucho de lo que Jesús está diciendo sobre el hijo pródigo vale también para ti. ¿Es orgullo lo que hace que no vuelvas a casa?
Quizás seas como el hermano mayor. Puede que hayas crecido en un hogar cristiano. Tienes un trasfondo religioso. Tienes una mentalidad con una elevada moral. Pero, como decía John Wesley de los años anteriores a su conversión al cristianismo: «tenía la religión de un siervo, no la de un hijo». ¿Tienes el orgullo de pretender adquirir tu billete al cielo y no has aprendido todavía a abrir tus brazos a la generosidad de Dios y a decirle: «gracias»?
A todos nos atraería más la idea de convertirnos al cristianismo si pudiéramos llegar al cielo con nuestras cabezas bien altas y todo el mundo aplaudiéndonos y felicitándonos: «¿Lo conseguiste! ¡Qué éxito! ¿Bien hecho!» Pero ninguno de nosotros entrará al cielo de esa manera. Según Jesús, sólo existe una forma de volver al Padre, y es de rodillas, aceptando humildemente su gracia y su misericordia, como un hijo que se había perdido y ha vuelto a ser hallado.
5
INVERSIÓN A LARGO PLAZO
LUCAS 16:19–31
Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas.
Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama.
Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado. Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieran pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá.
Entonces le dijo: Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento.
Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen: óiganlos.
Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán.
Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos. (Lucas 16:19–31)
Existen pocas palabras que en los últimos cien años hayan aglutinado a tanta gente a su alrededor como la palabra «igualdad». Igualdad de clases, igualdad racial, igualdad sexual, todos ellos conceptos que han prevalecido en el orden del día político. Ha habido aristócratas que han sido ejecutados, políticos que han sido asesinados y gobiernos que han sucumbido en nombre de la igualdad. El sueño igualitario es tan universal, que resulta irónico que el mundo haya estado dividido durante un tiempo tan largo entre el este y el oeste. Porque tanto la constitución americana como el manifiesto comunista tienen en común la palabra «igualdad». Uno pide la igualdad de distribución en una sociedad cooperativa. El otro, la igualdad de oportunidades en una sociedad competitiva. Uno llama a compartirlo todo; el otro a darle la misma oportunidad a todos. Pero ambos están básicamente de acuerdo en que la justicia tiene que ver sobre todo con la igualdad. Siendo así, supongo que hay pocas historias de las que Jesús contó que tengan el mismo grado de relevancia para nuestra conciencia social del siglo veinte que la del rico y Lázaro. Aquí encontramos seguramente lo que Jesús opinaba del problema de la desigualdad en nuestra sociedad humana.
Se trata de la historia de dos hombres, dos destinos y cinco hermanos. De los dos hombres, el primero era tremendamente rico. Es muy triste que sólo se pueda decir de alguien a su muerte que era rico, pero eso es lo único que Jesús encuentra en este personaje. Nos dice que se vestía con ropas costosas, que llevaba lo mejor y más caro que se podía comprar. «Vestía de púrpura y de lino fino». Vivía de una manera suntuosa, sin que pasara un día sin celebrar un espléndido banquete. Y su vivienda era ostentosa. La «puerta» que menciona Jesús no era la clase normal de puerta, como aquella por la que tú y yo entramos en nuestra casa. Se trataba de un enorme pórtico lleno de ornamentación, como la de nuestros palacios o iglesias. Todos los poros de aquel hombre rezumaban prosperidad material: sus ropas, su comida, su casa. Era rico, pero eso es todo lo que se nos dice de él. Nada acerca de sus amigos, ni de sus logros, ni siquiera de sus vicios; sólo que era rico (Lucas 16:19). La historia de Jesús nos muestra que es muy trágico que la descripción de una persona se reduzca a esto.
El segundo hombre no podía ser más distinto.
Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico (Lucas 16:20–21).
Por tanto, Jesús describe un cuadro de pobreza tan extremo como la opulencia del hombre rico. «Estaba echado a la puerta de aquel»—nos dice. Pero se trata de una traducción muy suave. El original dice literalmente que había sido arrojado a su puerta. Estaba allí tirado para enfrentarse a la mirada de desprecio de todo el que pasara. No tenía ropas finas. Lo único que le cubría eran llagas; tenía alguna enfermedad de la piel, probablemente como consecuencia de su malnutrición crónica. Porque pasaba hambre continuamente. La sola vista de la basura que sobraba del banquete del hombre rico ya le hacía la boca agua. Pero la única compasión que disfrutaba era la de los sarnosos perros callejeros que «le lamían las llagas» (Lucas 16:21). Fijémonos en el énfasis de la palabra «y aun». Como en la historia del hijo pródigo del capítulo anterior, Jesús utiliza la compañía de animales para enfatizar lo bajo que había caído aquel hombre. Estaba casi deshumanizado, su dignidad había sido pisoteada y deshonrada.
Sin embargo, había una cosa que este hombre pobre tenía y que el rico no. Algo tan común que es fácil pasar por alto su profundidad. Este hombre pobre tenía un nombre, Lázaro. No es habitual en Jesús el darle nombre a los personajes de sus historias. De hecho, ésta es la única ocasión en que lo hace. Es tan extraño, que hay quienes son tentados a pensar que lo que Jesús está contando aquí ocurrió en realidad, que no es una historia. Pero no existe verdadera base para afirmar esto. No, Jesús le da a este pobre un nombre porque en el contexto de esta historia el nombre era algo muy significativo. Está allí por una razón. Sólo tenemos nombre cuando somos conocidos para alguien. El nombre es un instrumento de relación personal. Conocer el nombre de alguien significa diferenciar a aquel individuo valioso del resto de la masa que forma la multitud.
Tener nombre es ser una persona, ser valioso, ser significativo, importarle a alguien. El hombre rico no tenía nombre. Esto no quiere decir que hubiera un espacio en blanco en su certificado de nacimiento. Seguro que aparecía muy a menudo en los diarios de la época. Pero el caso es que su nombre era irrelevante para el objetivo de la historia de Jesús. Era rico y nada más. Invertía su dinero en su lujuria material. Para las otras personas no había lugar en su agenda. Y, como consecuencia, los demás no tenían lugar para él. No necesitaba tener un nombre; sólo era un millonario sin rostro. Y ésa era su tragedia.
El pobre, en cambio, no era anónimo. Alguien le conocía personalmente y Jesús nos da el nombre de Lázaro para decirnos quién era. En hebreo, Lázaro es lo mismo que Eleazar, y significa «aquel a quien Dios ayuda». Por tanto, era Dios quien cuidaba de aquel hombre. Un pobre así podría haber estado lleno de ira y de amargura. Podría haber blasfemado echándole la culpa de su desgracia a Dios, y haberle maldecido por su miseria: Pero, al darle el nombre de Lázaro, Jesús está indicando que aquel pobre no reaccionó así. Su paciencia y fe demostraron que era el tipo de hombre que busca su vindicación sólo en Dios. Era aquel a quien Dios ayuda, un hombre a quien las pruebas no le llevaron al resentimiento o a la autocompasión, sino a la fe.
Aquí tenemos a dos hombres completamente diferentes: uno con riquezas pero sin identidad, y otro terriblemente pobre pero conocido personalmente por Dios. Pregúntate quién preferirías ser. No sólo existe la desigualdad material, sino también la espiritual, ¿sabes? Y el propósito de esta historia es avisarnos de que, muy a menudo, son inversamente proporcionales entre sí. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»—dijo Jesús (Mateo 5:3). «¿Qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo?» (Lucas 9:25).
Esto nos lleva al segundo aspecto de la historia. Los dos hombres tenían dos destinos diferentes.
Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama (Lucas 16:22–24).
Hemos de tener mucho cuidado en cuanto a cómo interpretamos los terribles elementos que aparecen en estos versículos concretos.
En primer lugar, se trata de una parábola, y una parábola es un recurso literario para enseñar verdades espirituales por medio del uso de alegorías. Las parábolas, por tanto, no hay que leerlas como si fueran historia. Y más importante aún es tener en cuenta, en cuanto a esta parábola en particular, que es evidente que Jesús aquí se está adaptando a la idea convencional que tenían los judíos de aquella época sobre la vida después de la muerte. No creo que exista otra explicación para esta extraña descripción de ir al cielo como ser llevado por los ángeles al seno de Abraham. Se trata de una metáfora sin paralelo en el resto del Nuevo Testamento y, sin embargo, era muy común en los escritos rabínicos de los tiempos de Jesús. De hecho, los eruditos han descubierto una historia muy similar a ésta. Probablemente se originó en Egipto, y era muy popular entre los judíos de la Palestina del primer siglo. No hay que descartar que aquí Jesús utilizara deliberadamente este cuento popular para sus propios fines.
Por ambas razones, por tanto, no sería sabio tomarse al pie de la letra los detalles que aquí se exponen en cuanto a la vida venidera. Por ejemplo, hay quienes se han cuestionado si Jesús está describiendo aquí algún tipo de estado intermedio, en el que el alma sobrevive después de la muerte y antes de la resurrección general. Según esta historia, parece ser que la vida continúa de manera normal en el planeta Tierra mientras el rico y Lázaro comienzan su experiencia en la vida venidera. Pero, si son almas fuera del cuerpo, ¿por qué les habla Jesús como si tuvieran cuerpos físicos? Menciona la lengua del hombre rico y el dedo de Lázaro. Al menos debemos admitir que existe un grado de probabilidad de que el lenguaje que Jesús está utilizando aquí sea simbólico, y que sería mejor no leerlo como una descripción literal de lo que es la vida venidera.
A pesar de esta nota de advertencia, es difícil imaginarnos a Jesús exponiendo su historia de la forma en que lo hace, o repitiendo una leyenda así ya existente, si no aprobaba, al menos hasta cierto punto, el cuadro que nos pinta del destino humano. Es evidente que la historia no viene a cuento si determinados aspectos de la misma no presentan, al menos a grandes rasgos, un cuadro correcto de la vida después de la muerte. Puede que no pretenda darnos detalles de la verdadera naturaleza del cielo y del infierno. Pero, con toda seguridad, tiene la intención de advertirnos de que el cielo y el infierno existen. Parece sugerir que sobrevivimos a la muerte en un estado consciente. Es evidente que se habla de una diferenciación de los seres humanos cuando mueren. Dios coloca a los muertos en dos estados muy diferentes: uno es un estado de bendición, en compañía de los redimidos de todas las épocas (representados por Abraham); el otro es un estado de aislamiento y angustia, representado por el hombre rico solo en el infierno. Si estas cosas no son ciertas, en rasgos generales, entonces esta historia de Jesús no tiene sentido.
Y ésta es, claro está, una observación muy seria. La gente a veces insiste en que la muerte iguala a todo el mundo. Por muy grande o muy rico que hayas sido en esta vida, por muy alto que hayas llegado en comparación con los que te rodean, no hay forma de evadir ese reposo final por medio del cual todos descienden al mismo nivel. Recordemos las famosas palabras de la Elegía de Thomas Gray:
«La jactancia heráldica, el poder pomposo,
toda la belleza y lo que la riqueza darle quiso
aguardan la inevitable hora en que, como a todos,
los caminos de gloria le conduzcan al nicho».
Claro que es cierto que la muerte no hace distinción de clases; se burla de todo eso por medio de su inflexible indiscriminación. Pero esta historia no habla de la muerte como algo que iguala el destino de todo el mundo. Expresa una gran diferenciación de destinos. Según Jesús, más allá de la tumba la sociedad no será más igualitaria de lo que es la actual. Resulta que habrá una barrera mil veces más polarizada e infranqueable que cualquier tipo de distinción que este mundo haya podido conocer. Miremos cómo la describe Abraham en su relato:
Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieran pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá (Lucas 16:26).
¿Qué hizo el hombre rico para obtener un juicio tan espantoso, para que durante toda la eternidad su destino estuviera ligado a un lugar tan terrible sin puerta de salida? ¿Qué hizo para merecer un final así? ¿Qué había hecho mal?
Hemos de tener cuidado al analizar por qué el destino del hombre rico y el del pobre eran tan distintos. Sospecho que algunos tienen la tentación de ver entre líneas en esta historia algún tipo de crítica «quasi-marxista» de la disparidad económica de la sociedad. El que Lázaro vaya al cielo y el rico al infierno es una espiritualización de la victoria de las clases obreras sobre la burguesía que las explota. Semejante interpretación puede resultar muy atractiva para muchos, pero se aparta de lo que dice la Biblia, y no tiene ninguna justificación en esta historia.
En este relato no se insinúa que la riqueza sea inmoral per se. Jesús no está diciendo que el cielo ejerza una discriminación de clases inclinándose de alguna manera hacia los pobres. De hecho, hay un elemento de esta historia que demuestra esto sin lugar a dudas: la presencia de Abraham en el cielo. Nadie habría dicho que Abraham era un representante del proletariado oprimido. La Biblia deja muy claro que el patriarca era enormemente rico al final de su vida; era un hombre muy poderoso y con muchas posesiones. Abraham no representa ni mucho menos la idea propia de Robin Hood de que todos los ricos son malos y los pobres buenos. En esta historia, Jesús no sugiere que el rico hubiera adquirido su dinero por medios fraudulentos. No se indica que explotara o defraudara a la gente. Puede que su riqueza procediera de sus padres. Si así fuere, Jesús no estaría hablando en contra de la perpetuación del privilegio de clase heredado. Podía haber conseguido su riqueza por medio de algún negocio. En ese caso, Jesús no presenta denuncia alguna del sistema capitalista. La razón por la que el hombre rico recibió aquella sentencia debía de ser otra diferente. Jesús no está diciendo que porque era rico tenía que ir al infierno, o si no Abraham también habría estado allí.
Ahora, una buena regla a seguir cuando tenemos un problema para comprender la Biblia es examinar más detenidamente el contexto del pasaje. Cuando lo hacemos, descubrimos que resulta que la sección previa del capítulo 16 está dedicada al tema de la riqueza. Jesús expresa allí lo importante que es el que consideremos las riquezas como algo que se nos confía, algo que tenemos la responsabilidad de utilizar con sabiduría. Dice:
Pues si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro? (Lucas 16:11–12).
El verdadero tesoro del cielo, según Jesús, se le dará sólo a las personas que hagan un uso apropiado de su tesoro en el mundo.
Para explicar lo que quiere decir «un uso apropiado», Jesús les cuenta otra historia. Se trata de algo divertido. Les habla de un jefe de ventas de una compañía que fue acusado por su jefe de desperdiciar los recursos. Al enterarse, el hombre decidió que, ante la amenaza de desempleo que se cernía sobre él, lo mejor que podía hacer era conseguir nuevos amigos. Así que se dedicó a visitar a todos los que debían dinero a la compañía y a decirles que les cambiaba la cuenta por otra con la mitad de lo que debían. Cuando el jefe descubrió lo que había hecho, dice Jesús que tuvo el humor de felicitarlo, no por su falta de honestidad—claro está—, sino por su sagacidad. Jesús explica la lección:
Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas. (Lucas 16:9)
Lo que Jesús parece indicar es que el jefe de ventas había utilizado la influencia que tenía en relación a lo material para bendecir a otras personas, por lo que cuando perdiera aquella influencia, tendría muchos amigos para hablar a su favor y cuidarle. De la misma manera—dice Jesús—, ganad amigos por medio del uso de vuestro dinero, para que cuando os falten las cosas materiales, aquellos amigos os reciban en el cielo. Jesús no está defendiendo la distribución de las riquezas al estilo marxista, por tanto. Está defendiendo un concepto de riqueza muy ignorado hoy día, el concepto de mayordomía. Jesús enseña que la riqueza es algo que Dios nos confía no para utilizarlo para nosotros, sino para el beneficio de los demás. Si quieres invertir en la eternidad, la única inversión posible es en la gente. Porque la gente permanece, el dinero no.
Lucas nos dice que había algunos fariseos que habían escuchado la historia del mayordomo astuto. No les gustaba lo que Jesús les había dicho, por razones obvias. Amaban el dinero. Y la respuesta de Jesús es poner en marcha de nuevo uno de sus bombarderos. Esta historia del rico y Lázaro va dirigida a aquellos fariseos. «¡Ojo!—les advierte—no podéis servir a Dios y a las riquezas. Por cada hombre o mujer dedicados a adquirir bienes materiales que me mostréis, yo os mostraré un pagano destinado al infierno. Por muy respetable que parezca en la superficie, o por mucho que asista a la iglesia regularmente, o por mucho que esté apegado a su Biblia, no puede servir a dos señores. Se entregará al uno o al otro». Si te entregas al dinero, por definición estarás despreciando a Dios. El amor al dinero demostraba que los corazones de los fariseos no estaban con Dios, y que por tanto su destino no podía estar con Dios.
Nuestra historia es, por tanto, un relato elegido por Jesús para demostrar lo peligrosa que es una vida dedicada a adquirir bienes materiales. El rico tuvo montones de ocasiones de adquirir un tesoro en el cielo invirtiendo sus recursos materiales en aquel hombre pobre y convirtiéndose en su amigo. Entonces habría utilizado su riqueza de una manera sabia para beneficio de otros, en vez de hacerlo para su satisfacción propia. Pero, evidentemente, no lo hizo. Su condena no era el veredicto por la manera en que llegó a hacerse rico, o por el hecho de serlo. La gran tragedia es que él era rico justamente. No había nada más que se pudiera escribir en su esquela. No era un asesino, ni un adúltero, ni un ladrón. Si le hubieras acusado en la calle, se habría encogido de hombros indignado y habría dicho: «No he hecho nada malo». Y, hasta cierto punto, habría sido verdad. Porque este hombre no iba al infierno por las cosas malas que había hecho, sino por las cosas buenas que había dejado de hacer. «Tenías cosas buenas—le dice Abraham—, pero el mendigo que estaba en a tu puerta nunca se benefició de ellas. Tuviste la oportunidad de utilizar tu riqueza para ayudarle y la rechazaste. Por eso estás aquí, señor rico. El dinero te importaba más que las personas. Para las personas como tú, el cielo se convierte en infierno».
A menudo nos escudamos en nuestra justicia negativa: todos aquellos «no debes» que hemos cumplido a rajatabla. Jesús indica aquí la vacía parodia que representa esa justicia negativa. Dice que los pecados de omisión son tan dañinos como los de comisión. «En cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis» (Mateo 25:45).
Fijémonos en la ironía de las palabras del rico en el infierno: «Envía a Lázaro … » Este hombre tan autosuficiente nunca había necesitado a nadie, y menos aún a aquel pordiosero que tenía a la puerta. ¿Para qué le servía a él un mendigo? Pero ahora, de repente, necesita a alguien; y entre toda la gente, a quien necesita es a Lázaro. Pero ya no hay nadie que pueda satisfacer su necesidad. Su independencia de los demás se ha agudizado hasta el punto de quedar aislado total y definitivamente.
A veces he oído a personas decir que no les importaría ir al infierno. Allí tendrían muchos colegas con los que pasarlo bien. Pero ¿dónde estaban los colegas de aquel hombre? Esa soledad es lo patético del infierno. T.S. Eliot escribió: «El infierno es uno mismo, el infierno es soledad». El infierno es la agonía de ser incapaces de amar o de ser amados. El infierno es el reconocimiento de lo mucho que necesitamos a los demás, y de que esa necesidad ya nunca podrá ser satisfecha y sólo podremos lamentarnos de la oportunidad perdida. Fijémonos también en cómo Abraham le insiste al rico en que recuerde. Hubo un tiempo en que el abismo entre él y Lázaro no era insuperable; hubo un tiempo en que entre ellos existía un canal de comunicación. Pero ahora las cosas eran diferentes. Dios había puesto entre ellos una gran sima. Todo lo que le quedaba era el tormento de conocer la oportunidad que había desaprovechado. Hay veces en que oímos a la gente hablar del purgatorio como un lugar donde podremos expiar nuestros pecados, y de esa manera optar a una segunda oportunidad. Aquí no parece que Jesús nos ofrezca esa esperanza. Esta gran sima de la que habla Abraham es el fin de las oportunidades. Ahora es cuando estamos a prueba; ahora es cuando estamos decidiendo nuestros destinos.
Fijémonos también en que Abraham se dirige al hombre rico como «hijo». Muestra algo de su ternura, pero también algo muy significativo. Este hombre era un hijo de Abraham, un judío; en otras palabras, un miembro del pueblo del pacto de Dios, al menos de nacimiento. Era un hijo de Abraham y, sin embargo, estaba en el infierno. Esto era algo impensable para los judíos de aquel entonces y quizás impensable para algunos de nosotros hoy. ¿Cómo va a enviarme Dios a mí al infierno? Soy cristiano; voy a la iglesia; tengo el carnet de los Grupos Bíblicos Universitarios. Debemos prestar atención a la advertencia de Jesús. Puede que el fuego y la tortura física sean símbolos, pero simbolizan algo real, terrible y definitivo. Y lo peor de todo es que simbolizan algo a lo que la persona puede precipitarse debido a un pecado de negligencia, a pesar de haberse llamado siempre cristiano.
¿Cómo puedo saber si mi cristianismo es genuino o no? A la luz de lo que dice Jesús en esta historia, un criterio es preguntarme cómo estoy utilizando mis recursos materiales. Si pertenezco a Dios, entonces también le pertenece mi dinero. He de verme como un mayordomo de lo que tengo. He de considerarme un depositario de lo que tengo y desear utilizarlo de una forma que agrade a Dios. Si nuestros corazones no son de Dios, entonces nos veremos como propietarios y utilizaremos lo que tenemos sin tenerle en cuenta, ni a él ni los valores que él representa.
Y aquí es donde entran en escena los cinco hermanos. El hombre rico le pide:
Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento (Lucas 16:27–28).
Y así, el bombardero lanza su proyectil. Hasta aquí, quizás a los oyentes de Jesús no les había sorprendido demasiado la historia. El cuento egipcio también tenía un reverso irónico similar en cuanto a la vida futura. Pero el final del relato es exclusivo de Jesús. Aquí tenemos el aguijón que, como suele ocurrir, se clava. Los cinco hermanos, claro está, somos tú y yo, los fariseos que le escuchaban o cualquiera que oiga la historia. El destino de Lázaro y del hombre rico estaba ya decidido, pero no así el de los cinco hermanos, ni el nuestro. Aún estamos aquí y tenemos nuestra oportunidad. Al rico le gustaría enviarnos un fantasma que nos avise de la realidad de la vida venidera. Como Dickens en Canción de Navidad, está seguro de que una aparición así produciría la conversión de nuestros corazones tipo Scrooge. Observemos el veredicto del cielo en cuanto a esto:
Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen: óiganlos.
Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán.
Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos». (Lucas 16:29–31).
La historia de Jesús sobre el rico y Lázaro nos enseña algunas lecciones muy serias: los peligros de utilizar las riquezas de una manera egoísta, la importancia de los pecados de omisión y la realidad del cielo y del infierno. Pero creo que la última es la lección más crucial de todas. ¿Qué hace que el corazón de una persona se vuelva del egoísmo, la avaricia, la autojustificación y la indiferencia al amor de Dios? ¿Qué lleva al corazón de la persona al arrepentimiento y a la fe y la encamina al cielo? Algunas personas responden que lo consigue el espiritualismo. Ir a una sesión de espiritismo y encontrarte con un pariente desaparecido da seguridad acerca de la vida futura. Otros creen que las señales y los milagros son la respuesta. Lleva a cabo unas cuantas sanidades en la iglesia el domingo por la noche y la gente correrá a hacerse cristiana.
Lo que Jesús dice es precisamente lo contrario. Insiste en que, incluso si alguien se levanta de los muertos, eso no garantiza la conversión del mundo. Él dice que sólo hay una cosa que tiene un verdadero poder de crear fe y arrepentimiento en la vida de una persona. Y les dice, sorprendentemente, que es la Biblia. Si la gente no escucha a «Moisés y a los profetas», ninguna otra cosa funcionará, ni siquiera aunque alguien se levante de entre los muertos. Y él lo sabía bien, porque ¡él lo hizo!
Jesús nos dice, por tanto, que labramos nuestro destino según nuestra respuesta a la Biblia. Las señales y los milagros pueden confirmar la fe de los creyentes y la ceguera espiritual de los no-creyentes. Pero es la Palabra de Dios la que despierta la vida espiritual.
Cada vez que abrimos el libro de Dios, estamos ante las puertas del cielo y del infierno. Hasta ese punto es serio escuchar la Palabra de Dios. No es como leer una novela. Porque se trata de una palabra que nos exhorta a cambiar. Ningún fantasma va a anunciarnos el juicio futuro. Ningún milagro nos demostrará el poder de las cosas que no se ven. Como los cinco hermanos, puedes abrir la Biblia delante de ti; tienes ese privilegio.
Reconozco que no todo el mundo tiene esa posibilidad. Para algunos, la Biblia es aún un libro desconocido. No sabemos seguro lo que diría Jesús de aquellos hermanos del hombre rico. Quizás diría que tenían el libro de la naturaleza y la luz de la conciencia. El caso es que, no obstante, esto no va dirigido a personas así; va dirigido a personas como nosotros, que tenemos la Biblia.
Y lo que Jesús nos está diciendo en estas líneas es muy sencillo. Si no escuchamos la Biblia, no escucharemos nada. Si no somos cambiados por ella, no seremos cambiados por nada.
Quizás Jesús sea mucho más realista en cuanto a la cuestión de la igualdad de lo que tiende a serlo nuestro mundo moderno. La gente hoy habla de igualdad de riqueza en lugares donde nunca ha habido igualdad de riqueza, y donde dudo que pueda llegar a haberla. En cierta ocasión, Jesús comentó: «A los pobres siempre los tendréis con vosotros» (Juan 12:8). Me temo que la igualdad de oportunidades también es difícil de encontrar. La gente nace con un enorme y variado potencial. Como dice Jesús mismo, unos tienen cinco talentos, otros dos y otro uno. Pero, ¿importa eso? En opinión de Jesús, la riqueza y las oportunidades son regalos de la providencia de Dios. No somos los propietarios, sino los depositarios. Es lo que hacemos con ese depósito, con las oportunidades y con las posesiones que se nos dan, lo que determina el calibre espiritual y la dirección espiritual de nuestros corazones. Cinco hermanos: unos ricos y otros pobres, unos capaces y otros incompetentes, unos afortunados y otros con mala suerte. Pero todos ellos son igualmente responsables y llamados a hacer caso de la advertencia del Libro y a escoger el camino que va al cielo.
Clements, R. (1995). Relatos con aguijón (71). Barcelona: Publicaciones Andamio.


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