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viernes, 11 de mayo de 2012

Estudios de Temas Biblicos: Para Obreros Cristianos Itinerantes III


biblias y miles de comentarios
 
LA CARNE Y EL ESPÍRITU
I.     Aclaración de términos
Hay muchos lugares en el Nuevo Testamento donde hallamos en contraposición unos principios opuestos, enfrentándose algo que es del hombre, o del régimen preparatorio del Antiguo Testamento, con lo que es de Dios, como, por ejemplo: La Ley y la gracia; las obras y la fe; la carne y el Espíritu. En este estudio hemos de fijarnos en esta última antítesis, procurando ver lo que indican las Escrituras por el término «carne» y cómo opera el Espíritu para desbaratar su nefasta obra.
Los distintos significados de la palabra «carne»
A. Desde luego la palabra se emplea muchas veces en su sentido literal para indicar la sustancia del cuerpo del hombre y de los animales. Como tal no tiene significado moral, sino que es solamente una parte de la creación que se puede emplear para bien o para mal (1 Co. 7:28; 15:39; Gá. 2:20; 4:13 y 14; Col. 2:5, etc.).
B. Significa también el «hombre» o la «humanidad». En la sublime declaración de Juan 1:14: «El Verbo fue hecho carne», se entiende que esta naturaleza humana era sin pecado, perfecta e ideal, tal como salió de las manos del Creador. (Véase también 1 Ti. 3:16.)
C. En otros casos representa la humanidad en contraste con Dios, siendo ilusoria su aparente fuerza, de modo que es desastroso confiar en «el hombre». Este sentido se destaca bien en las citas siguientes: «Toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo» (Is. 40:6); «maldito el varón que confía en el hombre y pone carne por su brazo» (Jer. 17:5); y «porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt. 16:17; véase Fil. 3:3 y 4; véase también Ro. 3:20 y Gá. 2:16 donde «ser humano» traduce «carne»—sarx—en el original).
D. Como derivación natural del último párrafo, hallamos otro significado que se reviste de mucha importancia en la teología bíblica: la «carne» es todo cuanto proviene de la naturaleza caída del hombre, y, como tal, se pone en contraste con el Espíritu, por quien Dios da su propia vida y poder al hombre que se arrepiente y se vuelve a Él.
II.     Enseñanzas bíblicas sobre la «carne»
Restringiéndonos ahora a este último sentido de la palabra, hemos de considerar lo que dicen las Escrituras de ella, y de la posible victoria del creyente sobre la «carne» en el poder del Espíritu.
A. La carne es incapaz de producir nada que no sea también «carne», de la manera en que los cardos no pueden dar una cosecha de higos. Es imposible, pues, que una nueva naturaleza espiritual surja del intento de «refinar» la carne, sino tan sólo del nuevo nacimiento en el poder del Espíritu de Dios (Jn. 3:6–8).
B. Por haberse originado esta esfera de la carne en la desobediencia y en el pecado del hombre (Gn. 6:3), toda ella está debajo de la condenación de Dios y nadie que está en ella puede agradar a Dios (Ro. 8:7 y 8). Tengamos en cuenta, sin embargo, que mucho de la carne es agradable al «hombre», y aun al hombre «decente», educado y culto. Tomemos por ejemplo un acto de «culto» que se basa en las prácticas que agrandan a los sentidos de los hombres o que halagan su «justicia propia»; todo será muy «bonito» y muy «bueno», pero no dejará de ser abominación delante de Dios (Lc. 16:15).
C. La carne no se mejora después de la conversión, y queda siendo tan fea e intratable después de cincuenta años de vida cristiana como lo fue en un principio (Ro. 7:18). Lo único que Dios puede hacer con la carne es colocarla en el lugar de la muerte, y esto se realizó cuando Cristo, nuestro sustituto, se identificó con nosotros y murió en nuestro lugar (Ro. 8:3).
D. El «viejo hombre» no desaparece en el momento de la conversión, ni en ningún momento de bendición espiritual posterior, pero Dios ha provisto los medios para que esté en sujeción y para que el creyente viva y ande, no conforme a la carne, sino conforme al espíritu (1 Jn. 1:5–2:2; Ro. 8:4, 5, 12 y 13).
E. Las obras de la carne, que se detallan en la terrible lista de Gálatas 5:19–21, incluyen, no solamente los pecados escandalosos de la fornicación, la disolución, etcétera, sino también los celos, iras, contiendas y disensiones que se manifiestan con harta frecuencia en el seno de la familia de Dios (1 Co. 3:1–4). Sepamos que todo ello surge de la carne y que es aborrecible delante de Dios.
F. La carne y el Espíritu son principios antagónicos enteramente incompatibles el uno con el otro, codiciando y luchando constantemente el uno contra el otro (Gá. 5:17). Este estado de guerra perpetua resulta lógicamente de la definición de la «carne» que dimos en el apartado D.
III.     La victoria sobre la «carne»
Esta victoria, que ya hemos visto como provista y asegurada por el poder de Dios, no se consigue por maltratar el cuerpo, que, en el caso de los redimidos, es el templo del Espíritu Santo, ni tampoco por ningún esfuerzo de la voluntad del hombre, sino por apropiarse de lo que Dios ha hecho ya en Cristo, que se hace efectivo en el precioso don de su Espíritu. Notemos los pasos siguientes:
A. Como el creyente expresa en su bautismo, murió con Cristo al creer en Él en cuanto a la vieja naturaleza y volvió a vivir en la potencia de la resurrección del Señor (Ro. 6:1–10).
B. Debe «considerar» (Ro. 6:11) este gran hecho en su vida diaria al percibir los embates de la carne, rindiendo su voluntad a la de Dios, con la entrega consciente de todo su ser, y de esta forma el pecado no se enseñoreará sobre él (Ro. 6:11–14).
C. Se hace posible entonces que el Espíritu le guíe de tal forma que se realizarán en su vida todas las posibilidades de su nuevo y glorioso estado de «hijo adoptivo de Dios», quien reconoce al Padre y pone todo su interés en los asuntos de su Casa (Ro. 8:5, 14–16; Gá. 5:16–18, 22–25).
Nota final. Lo expuesto en los apartados anteriores no excusa la diligencia de parte del creyente en todo cuanto atañe a la vida y al servicio de quien le compró con Su sangre, sino que subraya la necesidad de recibir con fe la obra ya hecha del Señor. Entonces el esfuerzo constante procederá del poder del Espíritu y no de la voluntad de la carne (2 P. 1:4–8; Ef. 2:10, etc.).
PREGUNTAS
1. Distinga con citas apropiadas y un breve comentario los distintos significados de la palabra carne en la Biblia.
2. Señálese el camino bíblico de la victoria sobre la «carne».
LA IGLESIA UNIVERSAL
I.     Definición
La palabra griega ekklesia quiere decir «llamado fuera», y la aplicaban los griegos a cualquier asamblea para discusiones, como la de Efeso (Hch. 19:39). En la versión alejandrina del Antiguo Testamento denotaba la congregación de Israel como un pueblo «llamado fuera» de Egipto para servir a Dios (véase Hch. 7:38, donde se traduce en Reina-Valera por «congregación»). Después del gran anuncio del Señor que consideramos abajo («Edificaré mi iglesia»), adquirió un sentido especial, denominando este término al nuevo pueblo espiritual, redimido por la sangre de Cristo, que había de formarse como resultado de la obra de la Cruz, el triunfo de la resurrección y la venida del Espíritu Santo. La Iglesia no es una organización, obra de la habilidad y de la pericia de los hombres, sino un organismo, o sea: un «Cuerpo espiritual, en el que todos los creyentes en Cristo Jesús están unidos vitalmente los unos con los otros y todos con su «Cabeza», que es Cristo (Ef. 1:22).
II.     El anuncio del Señor
Después de la «confesión» de Pedro acerca del Señor: «Tú eres el Cristo [el Mesías] el Hijo del Dios viviente» (que es la base de toda la obra divina a favor del hombre), fue posible que el Señor anunciara Su gran propósito de edificar Su Iglesia: no sobre Pedro, aún tan débil y fluctuante, pero compuesta de Pedro y de todas las demás «piedras» que llegasen a poner su confianza en el único Salvador (Mt. 16:16–18; Hch. 4:10–12; Ef. 2:20; 1 P. 2:4–10).
Los santos del Antiguo Testamento tendrán su lugar en el Reino de Dios, y, desde luego, se salvaron anticipadamente por la obra de la Cruz; pero ya que el Señor anuncia Su propósito como aún futuro, «edificaré», hemos de comprender que el principio de la Iglesia, en el sentido pleno de la palabra, tuvo lugar en el día de Pentecostés (Hch. 2).
III.     La Iglesia en los Evangelios
Como ya se ha indicado, la plenitud de la verdad en cuanto a esta nueva y gloriosa obra de Dios, no pudo revelarse plenamente hasta después de la realización de la obra de la Cruz, pero, con todo, se hallan indicios de lo que había de ser en las palabras del mismo Señor, que adquirieron nuevo sentido después de Su resurrección de entre los muertos.
A. Es un santuario (Jn. 2:18–21). El místico «templo» o «santuario» que se había de levantar en tres días era, en primer término, el cuerpo de resurrección del Señor; pero, en vista de las revelaciones posteriores que fueron dadas a Pablo, podemos comprender que la frase encerraba un doble sentido, y que el «templo» de Su «Cuerpo» se refiere también a Su «Cuerpo místico», o sea, el conjunto de todos los fieles en Cristo, donde la gloria del Señor había de manifestarse en la nueva dispensación, de la forma en que se había manifestado anteriormente en el templo de Salomón.
B. Es un rabaño (Jn. 10:16). El versículo citado hace referencia a otras ovejas que el Buen Pastor había de tener en virtud de Su muerte, que no pertenecían al «redil» de Israel, y que, juntamente con los redimidos de este pueblo, habían de formar un «rebaño» que oiría la voz de un solo Pastor. Nótese la diferencia entre un «redil», que encierra las ovejas mediante un cerco, y un «rebaño», que es un conjunto de ovejas que sigue al Pastor. No estamos sujetos por la fuerza de la Ley, sino que seguimos al Señor por el amor que le tenemos. Esta dulce palabra «rebaño» sugiere los conceptos de protección, guía, cuidado y buenos pastos, que se reciben todos de la mano del Pastor.
C. Es una vida (Jn. 15:1–8). «Yo soy la vid verdadera … Yo soy la vid y vosotros los pámpanos», dijo el Señor a los discípulos en la víspera de la Pasión. En el Antiguo Testamento, Israel había sido la vid y la viña, pero no produjo sino uvas silvestres (Is. 5:1–7). Ahora el Señor se manifiesta, y Él llevará abundantemente el fruto que Dios requiere. Pero, en Su gracia y Su amor, asocia consigo a los «sarmientos», para que juntamente sean la «vid verdadera» que lleva fruto para Dios. Vemos la misma unión orgánica de todas las partes de un todo que se aprecia en el «cuerpo».
IV.     El día del nacimiento de la Iglesia
El nuevo organismo pertenece a la nueva creación, y no pudo producirse sino después de la muerte y de la resurrección del Señor, quien quitó el pecado y consumó la muerte en Su bendita persona. El Espíritu Santo, al descender conforme a la promesa del Padre y del Hijo, llenó los rendidos corazones de los redimidos y los unió en un solo lazo vital de vida y de poder (Ef. 4:4). Fue una obra única que no necesita repetirse. Después de aquel día, el creyente, sin distinción de raza o de categoría social, es bautizado en un solo cuerpo por el Espíritu al creer (1 Co. 12:13).
V.     La Iglesia en Los Hechos de los Apóstoles
En un sentido muy real, este libro es la historia del nacimiento y del desarrollo de la Iglesia en sus primeras etapas. Por algún tiempo la iglesia local de Jerusalén coincidía, a los efectos prácticos, con la Iglesia universal, pero después de la persecución dirigida por Saulo empezó a extenderse para llegar a ser, después de haberse abierto la puerta de la fe a los gentiles (Hch. 10), una Iglesia compuesta de los salvos de todo pueblo, tribu y nación. Vemos bastante de la organización de la iglesia local (sencillísima por cierto), pero sobre todo Lucas nos hace ver a la Iglesia toda como portavoz del Evangelio: la Iglesia que dio su testimonio ante un mundo perverso con la eficiencia y el poder que suministraba el Espíritu Santo, quien se manifestaba pujante en medio del pueblo redimido.
VI.     La Iglesia en la Epístola a los Efesios
La doctrina total sobre la Iglesia universal ha de buscarse en todas las epístolas y en el Apocalipsis, pero el «misterio» de este nuevo «Cuerpo» formado, sobre la base de la obra de la Cruz, por creyentes de entre los judíos y de los gentiles, se reveló de una forma especial al apóstol Pablo, el que fue llamado por el Señor resucitado y glorificado (Ef. 3:1–9). Entre todos sus escritos, es en la Epístola a los Efesios donde se desarrolla plenamente el tema de la Iglesia universal, de la manera en que lo referente a la iglesia local se halla principalmente en la Primera Epístola a los Corintios.
A. La Iglesia nace de un propósito eterno de Dios (Ef. 1:1–11; 3:10 y 11). Una cuidadosa lectura de los pasajes señalados nos hace ver que los creyentes fueron escogidos por Dios el Padre en relación con Cristo antes de la fundación del mundo, y que esta elección tiene que ver con el propósito de Dios de «reunir todas las cosas en Cristo en la dispensación del cumplimiento de los tiempos». Comparando las maravillosas palabras de Efesios 2:7 y 3:10 con el prólogo de la epístola, se echa de ver que la Iglesia tiene un lugar preeminente y especial en el plan total de Dios en orden a los hombres. Esto se ilustra en Apocalipsis 21, donde una simbólica representación de la Iglesia glorificada ocupa el centro de la nueva creación.
B. La constitución y la formación de la Iglesia (Ef. 2:4–22). La Iglesia está formada por todos los creyentes, ya que éstos han sido redimidos de una vida de sujeción al «príncipe de la potestad del aire» por la misericordia, el amor y la gracia de Dios manifestados en Cristo. En unión con el Señor resucitado, han sido elevados a una nueva esfera espiritual: «los lugares celestiales». Con Su muerte, el Señor cumplió la Ley y realizó los símbolos del régimen preparatorio, de tal forma que tanto los judíos como los gentiles hallan una nueva vida en Él, quien les une en un Cuerpo, siendo así «reconciliados» y libres de las enemistades anteriores. Esta constitución de la Iglesia se ilustra por medio de los símbolos que se detallan más abajo.
C. La revelación del «misterio» (Ef. 3:1–12). Como hemos notado arriba, la revelación del «misterio» (es decir, una verdad que antes se ignoraba y que ahora se ha manifestado) de la unión de los creyentes judíos y gentiles en un solo Cuerpo espiritual, pertenece plenamente a la nueva dispensación, ya que Pablo declara: «Misterio que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas [del Nuevo Testamento] por el Espíritu» (Ef. 3:5). Pablo se destaca entre estos instrumentos de la «revelación» (Ef. 3:7–9) como fiel administrador de los misterios de Dios y como convenía a su vocación por el Señor resucitado; pero la doctrina es presentada por los apóstoles.
VII.     Los símbolos de la Iglesia en la Epístola a los Efesios
La verdad en cuanto a la Iglesia se presenta y se ilustra por medio de cuatro metáforas, que desarrollan y definen más ampliamente las figuras que ya hemos notado en los Evangelios. Estas metáforas son: el edificio, el santuario, el cuerpo y la esposa.
A. El edificio (Ef. 2:19–22). En el pasaje de referencia, el apóstol acaba de declarar que todos los creyentes, sean judíos o gentiles, tienen entrada al Padre por el Hijo y en el poder del Espíritu para formar «un nuevo hogar». Entonces la metáfora sufre una modificación, y el «hogar» llega a ser un «edificio», del que los apóstoles y los profetas (del Nuevo Testamento) son las piedras del cimiento, hallando todo su apoyo en la «principal piedra del ángulo, Jesucristo mismo» (Ef. 2:20). El Señor no sólo es fundamento, sino también el armazón de este edificio espiritual: «en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo … en quien vosotros también [los creyentes gentiles de Efeso y todos los que les han seguido] sois juntamente edificados para la morada de Dios en el Espíritu» (Ef. 2:21 y 22). Esta figura del edificio aprovecha las profecías del Antiguo Testamento sobre la «piedra» como símbolo mesiánico (Sal. 118:22; Is. 28:16) y nos hace ver cómo los creyentes, sacados como Pedro de la cantera del mundo, pueden unirse sobre la base de la persona y la obra de Cristo, llegando a ser, a pesar de su diversidad como personas, una unidad esencial (Jn. 17:20–23), cumpliendo así los propósitos eternos de Dios. Pedro se vale de la misma figura en 1.a Pedro 2:4–10; pasaje que se puede considerar como la explicación y el comentario que el apóstol hace de la declaración del Señor: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.»
B. El santuario (Ef. 2:21). Es natural que un edificio llegue a ser también una morada, pero en este caso el que se digna residir en el edificio espiritual de la iglesia no es otro sino Dios mismo, de modo que viene a ser un «templo santo en el Señor». La palabra griega traducida por «templo» es naos, o sea, «un santuario»: el lugar santísimo del templo donde la gloria de Dios se manifestaba. Como hicimos notar al comentar Juan 2:18–21, la Iglesia sustituye el templo de Salomón como lugar y medio para la manifestación de la gloria de Dios en la tierra. ¡Solemne responsabilidad que recae sobre cada miembro de la Iglesia de ser fiel a su vocación!
C. El cuerpo (Ef. 1:23; 2:16; 4:4–16). ¡He aquí la figura más amplia y completa como designación de la Iglesia universal! Ya no son piedras que se traen y se colocan en un edificio, sino miembros llenos de vitalidad que conjuntamente forman un organismo del cual Cristo es la Cabeza y el Espíritu Santo es el agente que articula esa unidad viviente. La figura en Efesios 4:4–16 surge de la enseñanza que el apóstol da sobre la divina provisión hecha para la edificación de todos los creyentes por medio de los dones que el Señor ascendido concedió a la Iglesia, y podemos subrayar los siguientes conceptos:
1. El cuerpo es uno e indivisible. Los hombres no crearon esta unidad y no la pueden destruir. La exhortación es que la guardemos en sus manifestaciones por un trato amoroso y humilde con nuestros hermanos.
2. Hay una norma de perfección, que es «la medida de la estatura de la plenitud de Cristo»: meta del desarrollo y el crecimiento del cuerpo (Ef. 4:13).
3. Para este desarrollo cada «juntura», o sea, cada miembro, tiene el deber de suplir algo para el bien de la totalidad del cuerpo según el don que el Señor haya concedido a cada uno. Se destacan especialmente los grandes dones—apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y doctores—, pero se hace constar que «a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo» (Ef. 4:7 y 11). El que no contribuye al crecimiento y al bienestar del cuerpo por la humilde administración del don que ha recibido, perjudica todo el organismo.
Pablo desarrolla la misma figura con mayor amplitud en 1.a Corintios 12, en relación con la iglesia local, pero mucho de lo que se dice allí se puede aplicar también a la Iglesia universal.
D. La esposa (Ef. 5:22–33). Entre Cristo y Su Iglesia, además de la unión vital que se simboliza por el cuerpo, existe amor mutuo y comunión, que hallan su expresión en la hermosa figura de la esposa y en el pasaje señalado se hace un extenso parangón entre las relaciones del marido y la mujer y las de Cristo y la Iglesia: «Mas yo digo esto respecto de Cristo y de la Iglesia» (Ef. 5:32). Hemos de comprender que la realidad de la Iglesia, y la de sus benditas relaciones con su Señor, es tan variada y tan rica en matices que no podía representarse por un solo símbolo, y de ahí nace la sucesión de figuras que estamos meditando. La figura de la «esposa» hace posible presentar el amor mutuo entre ambos, y la obra del «Esposo» a favor de la amada hasta el día de la presentación última (Ef. 5:25–27). Esta bendita consumación se halla descrita en Apocalipsis 19:7–9.
VIII.     La ciudad del Apocalipsis
«La gran ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo» (Ap. 21:10) se identifica con «la desposada, la esposa del Cordero» (Ap. 21:9), y así aprendemos que es una magnífica descripción simbólica de la Iglesia glorificada, centro de la nueva creación. Todo en ella habla de luz, gloria y perfección; y el «santuario», que fue lugar de la manifestación de la gloria de Dios en la tierra, llega a ser ahora el foco de su resplandeciente luz en la edad eterna (Ap. 21:22 y 23). ¡Glorioso destino el de la Iglesia universal!
IX.     El ministerio de la Iglesia
La Iglesia universal se manifiesta aquí en la tierra únicamente por medio de la congregación local, y no hay ningún indicio en las Escrituras de grandes organizaciones que agrupan un número considerable de iglesias locales sobre una base nacional o regional, ni mucho menos de denominaciones que se distinguen por ciertas prácticas o doctrinas que les sean peculiares. Existían en la edad apostólica y subapostólica fuertes lazos de comunión entre las iglesias de distintas regiones, pero sin que una iglesia pudiera mandar en otra, y sin que una jerarquía eclesiástica operase por medio de principios de subordinación carnal. La Iglesia local tiene su sencilla organización y disciplina, como veremos en el próximo estudio, pero es autónoma y responsable ante su Señor.
El tema del ministerio, por lo tanto, tiene que ver más bien con la Iglesia local, aunque ya hemos visto que el Señor ascendido derramó sus preciosos dones para el beneficio de todo el «cuerpo». La lista de Efesios 4:11 es breve, pero incluye los dones del carácter más universal y más permanente. Es verdad que los apóstoles no han tenido sucesores; sin embargo, les fue concedido cimentar de tal forma el fundamento de la Iglesia que su obra permanece hasta hoy especialmente en el canon del Nuevo Testamento que encierra «la fe que ha sido una vez dada a los santos» (Jud. 3). Los profetas daban mensajes directos en los primeros tiempos de la Iglesia, pero desde que se terminó el Nuevo Testamento el don es más bien el de declarar lo que el Espíritu Santo ya nos ha dado en la Palabra. Los evangelistas anuncian ampliamente el mensaje de vida y fundan iglesias que después han de ser cuidadas por los pastores y edificadas por los doctores o maestros. Se puede decir que estos últimos dones son los más importantes en nuestros tiempos.
PREGUNTAS
1. ¿Qué quiere decir la palabra griega ekklesia? ¿Qué sentido adquirió después de la declaración del Señor en Mateo 16:18? Ilustre su contestación con citas tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento.
2. ¿Qué figuras emplea Pablo en la Epístola a los Efesios para ilustrar la naturaleza, la constitución y la función de la Iglesia? Añada un breve comentario en cada caso.
LA IGLESIA LOCAL
I.     Su historia
Como en el caso de la Iglesia universal, encontramos una referencia a la iglesia local en germen en las palabras del mismo Señor: «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt. 18:17–20), pero su historia empieza en el día de Pentecostés. La predicación de Pedro fue bendecida de tal manera que tres mil almas se convirtieron al Señor y fueron bautizadas por el Espíritu en el aposento alto. Todos estos creyentes se sintieron unidos los unos a los otros, y todos a Cristo; lo que dio por resultado que hicieran vida en común, hasta donde les fue posible, como una gran «familia» cristiana, perseverando en la doctrina de los apóstoles y cumpliendo las ordenanzas del Señor (Hch. 2:41–47). He aquí, pues, la primera iglesia local, que, hasta su dispersión, coincidía prácticamente con la Iglesia universal, ya que el testimonio no se había extendido fuera de Jerusalén.
Después de la persecución que se levantó a raíz del martirio de Esteban, los creyentes en Jerusalén, en su mayor parte, fueron esparcidos; pero, lejos de callar el mensaje, «iban por todas partes anunciando el evangelio» (Hch. 8:4). En los muchos sitios en que el Señor prosperó su testimonio, se iban formando grupos de creyentes, que fueron corroborados por visitas de los apóstoles de Jerusalén (Hch. 9:32). Por medio de este procedimiento, y dentro de un período relativamente breve, se hallaban iglesias locales esparcidas por las tres grandes provincias de Palestina.
Después de abrirse la puerta de la fe a los gentiles (Hch. 10), y siendo llamado y preparado Pablo para su obra apostólica, fue posible que el Evangelio se hiciera extensivo a muchos países del mundo. En el curso de tres grandes expediciones misioneras, Pablo plantó iglesias locales en muchas partes de Siria, Asia Menor y Grecia, según la historia detallada que Lucas nos da en Hechos 13 a 20. Sin duda, los demás apóstoles llevaron a cabo una obra análoga en otras regiones.
Cuando la predicación y la labor de un obrero resultaban en la formación de una iglesia, no quedaban en aquel sitio para pastorear el nuevo rebaño indefinidamente, sino que confiaban en que el Espíritu Santo levantara los dones necesarios en cada grupo, no sólo a los efectos de la vida interna del grupo, sino también con miras a la propagación del mensaje en el distrito circundante. Las iglesias no quedaban por eso abandonadas, sino que los apóstoles o sus delegados volvían de vez en cuando para la enseñanza y la guía de los rebaños, indicando, al mismo tiempo, anciano (idénticos con obispos y pastores) para el gobierno y el pastoreo permanente de las ovejas. Estos guías eran hombres que se habían destacado por su adelanto en las cosas del Señor, siendo reconocidos por su cuidado de la iglesia (Hch. 14:21–23; 20:17–35; véase «Organización» abajo).
A estas iglesias iban dirigidas la mayor parte de las cartas apostólicas que, motivadas por algunas preguntas o por alguna necesidad de los creyentes de aquel tiempo, han llegado a ser «Palabra inspirada» para todos los tiempos.
II.     Su naturaleza
Sólo Dios puede ver la Iglesia universal en toda su extensión por el mundo y por los siglos, pero la iglesia local llega a ser Su reflejo y Su expresión en un sitio determinado de la tierra. Los nacidos de nuevo (otros no tienen parte ni suerte en el asunto) son «bautizados por un Espíritu en un cuerpo» (1 Co. 12:13), e impulsados por el hecho de formar parte del cuerpo místico de Cristo buscan la comunión de otros miembros del mismo cuerpo, reuniéndose en cualquier edificio conveniente para los efectos de los cultos y de la edificación mutua, según el modelo apostólico (Ro. 16:5; 1 Co. 16:19; Co. 4:15; Flm. v. 2).
De la forma en que encontramos la enseñanza más completa sobre la Iglesia universal en Efesios, así hallamos las instrucciones detalladas sobre la iglesia local en la Primera Epístola a los Corintios. Se desprende del estudio de esta epístola que habría un elemento de desorden en la iglesia de Corinto (la cual, por otra parte, era notable por su número, fe y dones) que motivó las reprensiones y las enseñanzas que nos sirven ahora de preciosa guía. Ya hemos visto la luz que el libro de Los Hechos arroja sobre el tema, y, desde luego, hay infinidad de referencias en las epístolas que ponen en foco el cuadro, con referencia especial a las que se mandaron a los tesalonicenses y a los delegados apostólicos Timoteo y Tito.
Las figuras de la iglesia local. Muchas de las enseñanzas sobre la Iglesia universal tienen su aplicación a su expresión localizada, que también se destaca bajo las metáforas de edificio, santuario y cuerpo (1 Co. 3:9–17; 12:12–31; Ro. 12:4 y 5). Pero, como es lógico tratándose de grupos «palpables», compuestos de hombres y mujeres que se reúnen para fines prácticos, en este caso el énfasis recae sobre la responsabilidad de los miembros de la iglesia local, quienes han de dar efectividad a las grandes verdades que se expresan por medio de las figuras. Así, cada uno tenía que cuidar de la forma en que se sobreedificaba encima del único fundamento, CRISTO, que Pablo, como maestro arquitecto, había colocado en Corinto, pues había la triste posibilidad de traer la madera, el heno y la hojarasca de los esfuerzos carnales en lugar del oro, la plata y las piedras preciosas de las obras del Espíritu (1 Co. 3:9–15).
La totalidad de la iglesia local se llama también templo «santuario», pero en el caso de la iglesia local le toca a cada creyente la responsabilidad de apreciar el carácter sagrado del edificio espiritual, cuidando mucho de no cometer sacrilegio por su mala conducta, su irreverencia o su indisciplina (1 Co. 3:16 y 17). En la figura del cuerpo sobresale su peculiar función en el organismo, pues el bienestar de todos depende de la contribución espiritual de cada uno conforme al don que haya recibido (1 Co. 12:12–16).
III.     Su organización y su gobierno
En la iglesia local todo ha de hacerse decentemente y con orden (1 Co. 14:40), pero el énfasis del Nuevo Testamento no recae sobre su organización, sino sobre el poder vital del Espíritu, obrando libremente en todos los creyentes. De aquí resulta que la obra es mucho más que el cargo, hasta el punto de que el cargo pierde todo su valor si la obra espiritual que realmente se efectúa no corresponde a la posición que el hermano ocupa.
A. La iglesia local es autónoma. Hay abundantes noticias do los fuertes lazos de comunión y de amor fraternal que unían las iglesias de la edad apostólica y aun subapostólica, pero no existe ninguna mención de la subordinación de unas a otras que fuesen más poderosas y más prestigiosas por su número o por su posición geográfica. Asuntos de importancia general podían discutirse para que hubiera mayor luz y guía para todos, pero sin que se estableciera el dominio de ciertas iglesias sobre otras, ni mucho menos el de una jerarquía eclesiástica. Así, la cuestión de la circuncisión de los creyentes gentiles se trató entre los ancianos de la iglesia en Jerusalén y los representantes de la de Antioquía, pero no hay el menor indicio de que la iglesia de Antioquía fuese subordinada a la de Jerusalén.
B. El cuidado de la iglesia está en las manos de los ancianos. Como se ha destacado ya, cada miembro tiene su responsabilidad especial en relación con la vida total de la iglesia, y ¡dichosa la iglesia que tenga abundancia de don pastoral que se manifieste en el tierno cuidado de todos por cada uno! Pero el libro de Los Hechos y las epístolas enseñan claramente que hermanos de madurez espiritual, de criterio y de conocimientos bíblicos, en quienes se manifiesta este don, han de ser reconocidos (1 Ts. 5:12 y 13; He. 13:17), formando conjuntamente el consejo de ancianos. Al principio, los mismos apóstoles pudieron percibir y dar reconocimiento a estos dones que surgían en el seno de cada iglesia local (y un misionero que funda una iglesia hoy en día ha de hacer igual), pero en las cartas que Pablo escribió a sus colegas Timoteo y Tito, quienes fueron enviados para la guía de las iglesias de Éfeso y de Creta, respectivamente, les dio claras instrucciones sobre las calificaciones de estos guías para la instrucción de las iglesias a través de los siglos (1 Ti. 3:1–7; Tit. 1:5–9).
Según indicamos arriba, a estos guías se les llama ancianos en vista de su madurez espiritual (que poco tiene que ver con la edad); obispos (mejor «sobreveedores») por su obra en vigilar para el bien de la iglesia; pastores, por el tierno cuidado que han de tener de las ovejas, proveyendo para todas sus necesidades espirituales en el poder del Espíritu. Una comparación de Hechos 20:17, 28 establece la identidad de «ancianos», «obispos» y «pastores», mientras que Pedro pone de manifiesto muy claramente que los ancianos y los pastores son las mismas personas (1 P. 5:1–4; véase también Tit. 1:5 y 7). Nunca se habla de un solo obispo o de un solo pastor de la iglesia local, ni mucho menos de un obispo de una región, pues la jerarquía moderna es una corrupción tardía de la sencillez apostólica, que, a su vez, siguió de cerca el modelo de la sinagoga de los judíos.
C. Los diáconos, o servidores de la iglesia. La palabra diácono quiere decir «servidor» o «ministro», y, como tal, tiene una aplicación muy amplia en el Nuevo Testamento. Con todo, las calificaciones de los diáconos que se nos presentan en 1.a Timoteo 3:8–13, juntamente con la referencia de Filipenses 1:1 que les distingue de los santos y de los obispos, nos dan a entender que había servidores señalados de las iglesias locales, quienes fueron también reconocidos para que pudieran llevar a cabo su obra con autoridad y con eficacia. Por analogía con Hechos 6, muchos suponen que cuidan solamente de lo material, mientras que los ancianos se entienden con lo espiritual, pero es más probable que la esencia misma de diácono indique todo aquel que ministra en la iglesia, de la forma que sea, pudiendo ser reconocidos los destacados de entre ellos.
IV.     La Iglesia reunida
A. La reunión para el partimiento del pan se efectuaba normalmente el primer día de la semana (día de la resurrección del Señor y de la inauguración de la nueva creación), según se desprende de Hechos 20:7, donde la frase indica la costumbre de reunirse para este fin. No sería fácil que los creyentes del primer siglo se reunieran muchas veces en el día para diversos aspectos de los cultos, y hemos de suponer que, cuando la iglesia «se reunía en asamblea» (1 Co. 11:18, Versión Moderna) se celebraba primero el partimiento del pan, que ocupa el primer lugar en las instrucciones de Pablo, y que luego se dedicaban los hermanos a la oración y al ministerio de la Palabra para la edificación de todos, según las normas del capítulo 14. Una cuidadosa lectura de los capítulos 12 a 14 de esta epístola nos enseña que había una gran variedad de dones y de operaciones en la iglesia de Corinto, y que hubo lugar y oportunidad para su ejercicio dentro del buen orden de la iglesia, sin que por eso se tratara de la intervención de todos, con o sin don. En la iglesia local hay libertad para el ejercicio de los dones que el Espíritu concede, y es responsabilidad de todos despertar su don especial, pero es un grave error suponer que todos los hermanos reciben el don de ministrar la Palabra en público.
B. Nuestra reunión de evangelización no se ve en el Nuevo Testamento, ya que no es propiamente reunión de la iglesia local, sino sencillamente un medio, entre otros muchos, de anunciar la Palabra de Vida a los inconversos. Estos esfuerzos de evangelización se realizaban más bien en las sinagogas, en las calles y en las plazas en los primeros años de la historia de la Iglesia, y en todo tiempo los evangelistas han de adaptar sus métodos a las circunstancias de su día, siempre dentro de las normas de la Palabra.
C. El ministerio. La base de todo ministerio, tanto público como privado, se halla en los dones que el Señor ascendido derramó sobre Su Iglesia cuando envió la «promesa del Padre» (Ef. 4:7–13; Ro. 12:3–8; 1 P. 4:10 y 11). Hemos notado en el estudio sobre la Iglesia universal que los dones que se mencionan en Efesios son de alta calidad y de valor permanente. Las listas de los dones en 1.a Corintios 12 son más largas y tienen más que ver con las necesidades inmediatas de la iglesia en Corinto. Dones milagrosos como sanidades y lenguas se necesitaban como señal de la operación del poder de Dios entre los hombres en los primeros tiempos, cuando aún no se había formado el canon del Nuevo Testamento. Pablo indica la inferioridad del don de lenguas (misterioso asunto sobre el cual hay gran diversidad de pareceres) al de la edificación y de la profecía y de clara indicación de que estas ayudas de la «edad infantil» de la Iglesia habían de ser anuladas o relegadas a segundo término al llegar lo que era «perfecto», o sea, la manifestación plena de la voluntad de Dios en el Nuevo Testamento (1 Co. 13:8–11). Todo el énfasis se coloca sobre la edificación de los creyentes, fuese por los mensajes de los profetas o por las enseñanzas y la exhortación basadas en la Palabra. En los primeros tiempos los profetas recibían mensajes directos porque los creyentes no podían apelar a las Escrituras del Nuevo Testamento, pero ahora la misma obra se hace por la exposición de la Palabra revelada.
V.     Las ordenanzas de la iglesia local
A. El bautismo. La predicación del bautismo formaba una parte integrante del anuncio del evangelio en los primeros tiempos, y aquellos que confesaban el nombre del Señor eran bautizados en el acto (Mt. 28:19; Hch. 2:37–41; 8:36–38; 10:44–48, etc.). Si el rito inicial se demora en nuestros días es por la dificultad en que nos hallamos de discernir entre la confesión falsa y la verdadera, y no porque el creyente haya de ganar madurez espiritual para estar en condiciones de bautizarse. Los mejores eruditos, aun muchos de la escuela de los «paidobautistas» (aquellos que bautizan a niños), reconocen que el bautismo novotestamentario era por inmersión y bajo confesión de fe, y nos basta seguir las normas de la Palabra en tan importante punto.
El significado espiritual del bautismo se expone en clarísimos términos por el apóstol Pablo en Romanos 6:1–10, por lo que comprendemos que señala la separación del creyente de todo lo antiguo de su vida mundana y pecaminosa, puesto que, a la vista de Dios, su vida ya es «nueva» y derivándose de la del Cristo resucitado. Las «costumbres» del cristianismo, que se derivan de la lenta corrupción de las prácticas apostólicas a través de los siglos, han complicado mucho la hermosa sencillez del Nuevo Testamento (aun entre hermanos por otra parte muy fieles), pero quedan claros los siguientes hechos: 1) El bautismo por inmersión del creyente es un mandato del Señor (Mt. 28:19); 2) fue la constante práctica apostólica (véanse referencias arriba) y 3) encierra un profundísimo significado espiritual cuyo simbolismo puede representarse adecuadamente tan sólo por el descenso del creyente al «sepulcro» de las aguas.
B. La cena del Señor. Los tres términos: «el partimiento del pan», «la mesa del Señor» y «la cena del Señor» indican distintos aspectos del mismo festín que fue instituido por el Señor en la víspera de Su pasión. Aparece el relato en los Evangelios según Mateo, Marcos y Lucas, confirmándose también por una revelación especial que fue dada a Pablo (1 Co. 11:23). Es el acto central de la vida y de la adoración de la Iglesia, y no puede descuidarse sin grave peligro de la salud espiritual de la iglesia local. Es, sobre todo, un festín recordatorio en cuanto a la persona del Señor, quien se entregó a sí mismo por nosotros, pero también sirve para «proclamar su muerte» como hecho central de la vida de la Iglesia toda: 1) simboliza nuestra comunión (o participación) en todo el significado de Su muerte, y 2) ilustra la unidad de toda la Iglesia universal en Cristo y anticipa la venida, en persona, de nuestro Señor para recogernos (1 Co. 10:16 y 17; 11:23–32).
El ágape era un festín de amor fraternal en el que la comunión de todos se manifestaba por comer en común, originándose en las espontáneas comidas de casa en casa de Hechos 2:46. Se prestaba a abusos, y el apóstol Pablo recomendó la separación del «ágape» (mera institución humana) de la cena del Señor (1 Co. 11:17–22). La idea del «ágape» persiste en el refrigerio que tomamos en nuestras «reuniones de iglesia».
VI.     La disciplina de la Iglesia local
La Iglesia es «santa» y es «de Dios», y, por lo tanto, ha de estar libre de pecados manifiestos que son incompatibles con su naturaleza. La predicación de la Palabra, la oración, la mesa del Señor y la comunión en general son «medios de gracia» que nos ayudan a ordenar nuestra vida en el temor y el amor del Señor. Cuando se pone de manifiesto que un hermano ha caído en una falta, o que esté en peligro de ello, entonces los espirituales debieran restaurar al tal en un espíritu de humildad, ya que todos estamos expuestos al peligro de tropezar (Gá. 6:1). Queda la triste posibilidad de pecados escandalosos de inmoralidad por parte de un hermano que persiste en prácticas que deshonran al Señor, o en la enseñanza de doctrinas erróneas. En este caso la iglesia local, por medio de sus ancianos, tiene la autoridad de separar el miembro rebelde de la comunión visible de la iglesia, devolviéndole a aquel terreno del mundo donde Satanás es príncipe y señor. Desde luego, la frase «entregar a Satanás» no tiene nada que ver con la perdición eterna, pues las cuestiones de la vida o de la muerte eternas están en las manos del Señor. La escena de una solemne «entrega» se describe en 1.a Corintios 5:1–13. (Véanse también Mt. 18:17; Ro. 16:17; 2 Ts. 3:6; 1 Ti. 1:19 y 20; 2 Ti. 2:17 y 18; Tit. 3:10 y 11; 2 Jn. 10 y 11).
La finalidad de toda disciplina es la restauración del pecador.
VII.     Membresía de la iglesia local
Nuestro epígrafe no es bíblico en su forma de expresión, ya que son los verdaderos miembros del cuerpo místico de Cristo quienes han de reunirse en determinado lugar para formar la iglesia local, y de todo lo que antecede se desprende fácilmente que el hecho de ser miembro de una iglesia local es totalmente distinto de la mera adhesión a una asociación mundana en la que un número de personas hallan intereses en común. Hemos de tomar muy en serio nuestra posición como «miembros» del cuerpo visible de Cristo en la tierra, reconociendo que su salud espiritual depende en parte de nosotros. Recibimos mucho en la iglesia local, pero eso no es lo más importante, pues hemos de preguntarnos: ¿En qué contribuyo yo para el bienestar de todos? ¿Estoy colocando metales preciosos u hojarasca sobre el fundamento de la iglesia? Habiendo recibido tanto del Señor, ¿Cómo puedo demostrar mi gratitud?
PREGUNTAS
1. ¿Cuáles son las cualidades que han de reunir los ancianos/pastores de las iglesias locales? Señálense los pasajes principales que tratan el tema, con un breve comentario.
2. ¿En cuáles casos concretos, y cómo, deben intervenir los ancianos/pastores para disciplinar a un miembro de la iglesia? ¿Cuál es la finalidad de toda medida disciplinaria?
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO
I.     Definiciones
Las profecías no cumplidas de las Escrituras pertenecen a aquel ramo de la dogmática que se llama la escatología, o sea: las enseñanzas sobre «las últimas cosas». La segunda venida de Cristo en persona es doctrina fundamental, ya que Él mismo dijo con toda claridad: «Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo», mientras que los ángeles, mensajeros celestiales del Señor, anunciaron a los apóstoles: «Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo» (Hch. 1:11). Frente a tales versículos, a los que se han de añadir las clarísimas enseñanzas de Pablo en 1.a Tesalonicenses 4:13–18, no comprendemos cómo puede haber creyentes que quisieran espiritualizar esta gran verdad, procurando hacer ver que la promesa de la venida se cumple en la muerte del creyente.
Al mismo tiempo, existe una diferencia obvia entre los hechos ya consumados de la redención y aquellos que se anuncian para un tiempo futuro. La profecía no se nos da para satisfacer una curiosidad vulgar ni admite, en sus detalles, un dogmatismo inflexible. Las claras profecías del Antiguo Testamento sobre la muerte del Mesías se cumplieron literalmente, pero no fueron entendidas por los apóstoles antes de la resurrección, a pesar de que el Señor mismo las había subrayado con repetidas enseñanzas sobre la necesidad de Su muerte. De igual modo, tiene que haber mucho que queda en la penumbra en cuanto a los acontecimientos que han de tener lugar en el futuro, y haremos bien en atenernos al doble propósito fundamental de la profecía: 1) el de orientar al creyente en medio de un mundo que va de mal en peor, y 2) el de animarle a velar y orar. La profecía no es precisamente un foco eléctrico para poner en evidencia todo cuanto ha de suceder en el porvenir (lo que nos haría más daño que bien), sino «un candil que alumbra en lugar oscuro» (2 P. 1:19, traducción literal), de utilidad para que no tropecemos y para que pongamos la mira en la gran consumación que se espera.
Ha habido, y todavía existen, muchas escuelas de interpretación de la profecía, aun tratándose de amados hermanos que no desean otra cosa sino exponer la verdad según la han comprendido tras laboriosos y sinceros estudios de la Palabra. Este hecho debe salvarnos de un excesivo dogmatismo, y nunca debiéramos considerar a un hermano como hereje por su modo de entender los escritos proféticos, si es que admite plenamente la verdad bíblica sobre la persona y la obra de Cristo. Adelantamos, pues, el esquema siguiente en un espíritu humilde, creyendo que es el que mejor se amolda a toda la verdad bíblica, pero sin dogmatismos y sin la pretensión de que sea la única manera de entender los escritos proféticos.
Como el tratamiento detallado de la profecía sin cumplir no cae de lleno dentro del marco de este curso, hemos de abreviar muchísimo el bosquejo de este complicadísimo tema.
II.     Las indicaciones del Antiguo Testamento
Todos los escritos proféticos anuncian una época de gloria para Israel, tras un largo período de disciplina por sus pecados, con la inauguración del Reino milenial, que se asocia con la manifestación del Mesías, o, lo que es lo mismo, a la luz del Nuevo Testamento, de Dios mismo (Is. 2:1–4, 10; 11:1–11; 40:9–11, etc.). Daniel, estadista de un imperio gentil además de israelita piadoso, interpreta la visión de la gran imagen que señala a grandes rasgos la sucesión de los imperios gentiles desde la toma de Jerusalén por Nabucodonosor hasta la segunda venida de Cristo (Dn. 2:29–45). Más tarde recibe la notable profecía sobre su pueblo Israel de las «setenta semanas» de años, cuyo período comprende desde el edicto de restaurar Jerusalén hasta la muerte del Mesías (69 semanas), quedando una semana por cumplir, después del paréntesis de la Iglesia, y que es de asolamientos en cuanto a Israel. Esta semana se relaciona con la «consumación decretada» de los propósitos de Dios en orden al mundo e Israel (Dn. 9:24–27).
III.     Las profecías del Señor Jesucristo
Cristo habla de Su venida y de la consumación desde dos puntos de vista:
A. En el monte de los Olivos pronuncia Su sermón profético, que recoge las profecías del Antiguo Testamento (con referencia especial a las de Daniel) y manifiesta que Él mismo ha de volver en gloria después de la destrucción de Jerusalén y tras un largo período de apostasía, de guerras y rumores de guerras, de cataclismos terrestres, y, por último, de señales astronómicas. Todo parece llegar a una crisis final de tribulación que no es arriesgado identificar con la última semana de Daniel. «Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria» (Mt. 24; Mr. 13; Lc. 21:7–36; 2 Ts. 1:9 y 10; Ap. 1:7).
B. En el cenáculo consuela a los suyos con la promesa de Su venida personal: «Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis …» (Jn. 14:1–3). Aquí el Señor está preparando la mente y el corazón de los suyos para su vida y su testimonio una vez que el Maestro haya salido de entre ellos, de modo que representan en esta ocasión a la Iglesia, a la que se da la precisa promesa del «recogimiento» al Señor para estar siempre con él.
IV.     Las indicaciones de las Epístolas
Hay un número considerable de referencias a la venida del Señor en las epístolas, casi todas ellas subrayando el aspecto más importante de la promesa: el efecto moral que ha de tener en la vida del creyente: «Todo aquel que tiene esta esperanza en El, se purifica a sí mismo, así como Él es puro» (1 Jn. 3:3). Por lo que afecta al «plan profético», hemos de acudir a 1.a Corintios 15:51–57 con 1.a Tesalonicenses 4:13 a 5:11 y 2.a Tesalonicenses 1:7–12, donde hallamos los dos aspectos de la venida que ya vimos en las enseñanzas del mismo Señor: 1) La promesa del «recogimiento» de la Iglesia, en el que los que «duermen» precederán a los que son «cambiados» para ir juntos al encuentro del Señor en el aire, y 2) la venida en gloria para el juicio del mundo impío, que no podrá realizarse antes de la manifestación del anticristo (Ap. 1:7; 1 Ts. 5:1–4 con 2 Ts. 2:1–4): atroz remedo del Cristo de Dios, cuya aparición será la culminación del «misterio de la iniquidad».
V.     El Apocalipsis
Los tres primeros capítulos son de introducción, y las cartas a las siete iglesias indican las variadas condiciones del testimonio de la Iglesia hasta la venida de Cristo. Los capítulos 4 y 5 presentan simbólicamente la sublime escena referente al «Cordero de Dios» (es decir, Cristo en la virtud de la consumación de la obra de expiación) cuando toma el «libro» de los destinos últimos de las naciones y rompe el primer sello. Desde el capítulo 6 en adelante el rompimiento de los sellos, el sonido de las trompetas y el verter de los vasos reiteran los acontecimientos del tiempo de la consumación, o sea, la última semana de Daniel. Unos paréntesis detallan más el levantamiento y el curso del infame reinado del anticristo.
Como en el sermón profético y en 2.a Tesalonicenses, este período de angustia termina con la aparición en gloria de Cristo para la derrota de las naciones enemigas en la batalla de Armagedón. El período de los «mil años» corresponde al reino de paz y de bendición que tantas veces se detalla en las profecías del Antiguo Testamento. Este «milenio» ha de entenderse de tres maneras: 1) Como el cumplimiento de las muchas promesas a Israel por las que había de ser el centro de un reino universal de paz y de bendición en la tierra, 2) como la última prueba de la raza humana, puesto que, habiendo vivido bajo óptimas condiciones de gobierno y de prosperidad por mil años, con todo, cuando Satanás sea soltado para tentarles de nuevo, volverá a rebelarse una gran parte de los hombres, y 3) como una figura y anticipo de la nueva creación en el estado eterno, que explica el porqué muchas profecías del Antiguo Testamento describen este Reino como eternamente establecido, pues la visión profética pasa a la nueva tierra y los cielos nuevos, que habrán de reemplazar la antigua creación, tan profundamente manchada por el pecado. Este «nuevo orden» divino será la consumación de todos los propósitos de Dios en relación con la creación y con los hombres, y en él los redimidos alcanzarán aquella perfección espiritual, moral e intelectual que Cristo les procuró con Su muerte y resurrección. Dios morará en medio de los hombres, y al centro de la nueva creación se hallará la Iglesia glorificada que se simboliza por la «ciudad que Juan vio descender del Cielo» (Ap. 19 a 21).
VI.     El momento de la venida
Hemos visto que se destacan claramente dos aspectos de la venida: el que se relaciona con la Iglesia, cuerpo y esposa de Cristo, y el que tiene que ver con Israel y con el mundo. Es lógico suponer que el «paréntesis» de la Iglesia se cierra con el recogimiento de la Iglesia según la descripción de 1.a Tesalonicenses 4 y 1.a Corintios 15, cuando la luz profética vuelve a enfocarse en Israel, ya restaurado a su tierra en incredulidad. En tal caso, la última semana de Daniel se ocupa de la tribulación de los judíos, la manifestación del anticristo (el remedo de Cristo que el diablo presenta al mundo del renovado Imperio romano) para ocupar el trono, y el surgir de la ciudad de «Babilonia», que es el sistema de falsa religión que sustituye a la Iglesia en el sistema diabólico. Esta breve semana abarca tanto la manifestación del imperio y de su impío rey con la última forma de «Babilonia», como también la destrucción de todos estos elementos satánicos por la manifestación en gloria del Señor de señores.
Hay muchos estudiantes de la profecía que creen que la Iglesia habrá de pasar por este período, y que la venida para recoger a los santos y para juzgar al mundo coinciden. No combatimos dogmáticamente esta interpretación, pero creemos que la esperanza inmediata de la venida de Cristo a por los suyos, con anterioridad a los acontecimientos de la última semana, se ajusta mejor a la totalidad de la enseñanza bíblica.
VII.     El tribunal de Cristo
Los creyentes no tendrán que comparecer ante el augusto gran trono blanco que se describe en Apocalipsis 20:11–15, pues es el lugar de juicio de aquellos que mueren en su pecado por no haber aceptado a Cristo como su Salvador (Jn. 8:24), mientras que «ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro. 8:1). Sin embargo, este hecho no excusa a los cristianos de tener que rendir cuentas a su Maestro en cuanto a su fidelidad en el curso de su vida de servicio aquí, pues todos nosotros somos mayordomos y administradores de todo cuanto hayamos recibido del Señor.
Este principio se destaca en muchos lugares de las Escrituras, pero se detalla especialmente en 2.a Corintios 5:9 y 10; Romanos 14:7–12; 1.a Corintios 3:10–15; 4:1–5. Cuando Pablo habla del «día de Cristo», o de «Jesucristo», tiene delante este momento de manifestación que determinará la posición, el servicio y la recompensa de los redimidos para toda la eternidad (Fil. 1:6; 2:15 y 16, etc.). Se ha de distinguir el «día del Señor», que es la frase novotestamentaria equivalente al «día de Jehová» del Antiguo Testamento y que se relaciona con el juicio del mundo y el establecimiento del Reino.
Si el programa que hemos adelantado es correcto, el tribunal de Cristo se celebrará entre el recogimiento de la Iglesia y la venida en gloria: el período que se denomina la parousía, o sea, la «presencia» del Señor con los suyos. Durante el mismo período tendrán lugar las bodas del Cordero, cuando la Iglesia, bajo la figura de esposa, será presentada a Cristo y unida a Él para toda la eternidad. Vemos por Apocalipsis 19:7–9, que este fausto acontecimiento precede la venida en gloria (Ap. 19:11–19).
VIII.     Las señales de la venida de Cristo
Muchos creyentes se parecen a los discípulos que preguntaron: «Dinos, ¿cuándo será esto? ¿y qué señal habrá de tu venida y del fin del siglo?» (Mt. 24:7; Mr. 13:4; Lc. 21:7). Hemos de tener presente el peligro que antes señalamos: la curiosidad malsana en este asunto: El señor no reprendió a Sus discípulos, pero las «señales» del sermón proftico consisten principalmente en las características generales del período de Su ausencia de ellos, y queda terminantemente prohibido procurar fijar «el día y la hora» que el Padre reserva a su solo conocimiento (Mt. 24:36; Hch. 1:7).
Podemos creer que nos acercamos al fin de esta dispensación por las siguientes razones: 1) El aumento de la frecuencia, la extensión y el poder destructor de las guerras, que amenazan aniquilar la civilización actual. 2) La extensión universal de la predicación del Evangelio. 3) El retorno de los judíos en incredulidad a su tierra con la adquisición de su nacionalidad: una posición que no ha sido la suya desde el tiempo de los Macabeos. Sin duda, la preservación de la raza de Israel para este fin a través de los siglos y a pesar de determinados esfuerzos para exterminarla es un asombroso milagro histórico. La «higuera» que antes no llevó fruto brota otra vez, pues el cielo y la tierra pasarán, mas las palabras del Señor no pasarán. Sin duda, Israel llegará a posesionarse de Jerusalén y de toda Palestina, y será el centro de los acontecimientos tanto durante la última semana de Daniel (para su dolor) como durante el milenio (para su gloria y bien). 4) La tendencia a la federación europea, que puede ser el preludio de la formación del renovado «Imperio romano» … «¡Velad, pues, porque no sabéis en qué día ha de venir vuestro Señor!» (Mt. 24:42).
IX.     El orden probable de los acontecimientos
A. El retorno de los judíos a Palestina, que se está realizando en nuestros días, les dará por fin la posesión de toda Palestina y Jerusalén, lo que pondrá fin a «los tiempos de los gentiles».
B. En cualquier momento antes o después de la consumación de este proceso el Señor podrá venir en el aire para recoger a los suyos de la tierra, completando así Su Iglesia.
C. Se inaugurará la última semana de Daniel, durante la cual el Imperio de Roma federado surgirá y se pondrá bajo el poder del anticristo. Este se aclamará como el salvador de los hombres en la gran crisis mundial que atravesamos, y por fin se hará adorar como dios. Los asuntos religiosos serán dirigidos por el falso profeta, quien guiará los asuntos de «Babilonia», el remedio diabólico de la Jerusalén celestial. Al principio, la «bestia» favorecerá a la nación de Israel y hará un pacto con ella, pero, a la mitad del período, romperá su pacto e iniciará una gran persecución que será el «tiempo del dolor de Judá», o sea, la «gran tribulación». Habrá fieles que confiesen a Jesús (quizás intimamente ligados con el «resto fiel» de Israel) y muchos padecerán martirio. Desde el Trono, Dios visitará el mundo rebelde e impío con grandes y graves desastres que quedan simbolizados por los sellos, trompetas y vasos del Apocalipsis.
D. En el cielo, el Señor se manifestará a los suyos en la parousia y se celebrarán el tribunal del Cristo y las bodas del Cordero.
E. El Señor aparecerá al mundo a la cabeza de los suyos y de las huestes celestiales. Las naciones estarán congregadas alrededor de Jerusalén en un esfuerzo último de dominar a Israel (Zac. 14:3 y 4), pero tendrán que vérselas con el Señor en la batalla de Armagedón, siendo derrotadas y aniquiladas por la gloria del Cordero.
F. La bestia y el falso profeta serán lanzados directamente al lago de fuego, mientras que Satanás será preso en el abismo durante el milenio.
G. Cristo reinará sobre la tierra, asociando consigo en el gobierno a los fieles que perecieron en la gran tribulación (Jer. 30:7; Dn. 12:1; Mt. 24:21; Ap. 7:14). Se cumplirán las múltiples profecías de los libros proféticos, pues castigados los rebeldes de Israel, y conservado milagrosamente el «resto fiel» de esta nación, toda ella se convertirá al Señor, y Palestina será el glorioso centro del Reino terrenal.
Es de suponer que la Iglesia, entidad siempre espiritual, gobernará en los «lugares celestiales».
H. Al final del milenio, Satanás será soltado para la última prueba de los hombres, y levantará a Gog y Magog tras sí. Su derrota será rápida, y, echado el diablo en el lago de fuego (Ap. 21:10), se limpiará todo el universo de todos los elementos perversos en el gran trono blanco, y sólo los redimidos pasarán a habitar el cielo nuevo y la tierra nueva (es decir, el universo reconstruido según principios nuevos por la mano creadora de Dios para ser la morada apta de los justos (2 P. 3:4–13).
I. La Iglesia glorificada será el centro de la manifestación de la luz divina en el nuevo universo (Ef. 2:7; Ap. 21:9; 22:5).
X.     El destino humano
Se puede decir que el tema del destino humano es el que nos toca más de cerca en la escatología. ¿Qué hemos de ser nosotros? ¿Qué hará Dios con el hombre? El futuro se enlaza con el pasado, y hemos de tener en cuenta que el propósito original de Dios al crear al hombre era «a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza, y enseñoree …» (Gn. 1:26). Sólo el hombre, entre todas las criaturas aquí abajo, pudo tener comunión con Dios, por tener personalidad, cualidades morales y libre albedrío. Pareció que todo el plan de Dios quedaba frustrado cuando el hombre, cabeza de la creación, se valió de su libre albedrío para rebelarse contra su Creador, pero el consejo de la trinidad no puede quedar sin efecto por la intervención del diablo y la caída del hombre.
Por el glorioso misterio de la encarnación vino al mundo un hombre celestial en quien Dios pudo deleitarse, y quien pudo, como «Hijo del Hombre», cumplir los altos destinos de la humanidad (Sal. 8 con He. 2:6–9; véase capítulo 6). Al llevar en Su persona la responsabilidad legal y moral del hombre ante Dios en la obra de la expiación, el Dios-Hombre hizo posible que el pecador fuese reconciliado con Dios por medio del arrepentimiento y de la fe, y que, «recreado» en Cristo, fuese «renovado conforme a la imagen del que lo creó» (Col. 3:10).
Así que el pensamiento primordial de Dios para con el hombre se realiza en todo aquel que se une a Cristo por la fe: «Porque a los que antes conoció, también predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo» (Ro. 8:29). La resurrección de los creyentes en la venida del Señor nos dará el «cuerpo espiritual», de nueva constitución, que será el vehículo perfecto del espíritu redimido y recreado en Cristo: «Y así como hemos traído la imagen del terrenal [Adán] traeremos también la imagen del celestial [Cristo]» (1 Co. 15:42–54; Ro. 8:30; Fil. 3:20 y 21; Col. 3:4; 1 Jn. 3:2).
Muchas descripciones del cielo insinúan ideas erróneas o, por lo menos, inadecuadas en cuanto a la vida del hombre en el estado eterno, pues no se hace distinción entre las figuras que representan la Iglesia glorificada y la gran realidad espiritual que nos espera. Hemos de tener en cuenta que la personalidad del hombre llegará a su perfección a la semejanza del Hombre perfecto, sin mengua de su carácter distintivo. Disfrutará de una perfecta visión de Dios en Cristo, mientras que el nombre de Dios estará en su frente, o sea, la voluntad de Dios gobernará la vida en su totalidad.
No será una vida pasiva, ocupada solamente en alabanzas vocales, sino que «sus siervos le servirán» (Ap. 22:3 y 4). Todavía habrá servicio que cumplir, pero sin cansancio y sin limitaciones, dentro de la voluntad de Dios y la condición del hombre glorificado. El servicio encomendado a cada cual dependerá de la fidelidad con que administramos «lo poco» que hemos recibido en esta vida (Mt. 25:21; Lc. 19:16 y 17, etc.). Si tan hermoso es el mundo en parte y tan sublimes momentos tiene la vida humana aquí, a pesar de los estragos que resultan del pecado, ¿qué no será la vida de los redimidos allí en perfecta unión con Cristo en la nueva creación? «Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Co. 2:9).
Hemos hablado del glorioso destino de los redimidos, pero inevitablemente existirá la terrible contrapartida en cuanto a los rebeldes: «El que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego» (Ap. 20:15). Cuando Dios ofreció la vida a un mundo que había «muerto» por causa de su pecado, la ofreció en el Hijo. El que rechaza la vida eterna en Cristo queda sin vida, o sea, el estado de muerte espiritual y de separación de Dios se prolonga eternamente. La severidad de la sentencia de cada uno será «según sus obras», con referencia especial a las oportunidades que el pecador haya rechazado.
PREGUNTAS
1. ¿Cuál es el doble propósito fundamental de la profecía?
2. Según el «sermón profético», ¿cuál será el estado del mundo antes del tiempo del fin?
3. ¿Qué entiende usted por el «milenio»? Señálense los acontecimientos que, al parecer de muchos, van a inaugurar y clausurar este período.
BIBLIOGRAFÍA BREVE
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