martes, 30 de junio de 2015

A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan.

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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LA SEMILLA DEL CAMBIO

LUCAS 8:1–15


  Aconteció después, que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, y los doce con él, y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Chuza intendente de Herodes, y Susana, y otras muchas que le servían de sus bienes.

  Juntándose una gran multitud, y los que de cada ciudad venían a él, les dijo por parábola: El sembrador salió a sembrar su semilla; y mientras sembraba, una parte cayó junto al camino, y fue hollada, y las aves del cielo la comieron. Otra parte cayó sobre la piedra; y nacida, se secó, porque no tenía humedad. Otra parte cayó sobre espinos, y los espinos que nacieron juntamente con ella, la ahogaron. Y otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno:
  Hablando estas cosas, decía a gran voz: el que tiene oídos para oír, oiga.

  Y sus discípulos le preguntaron diciendo: ¿Qué significa esta parábola? Y él dijo: A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan.

  Ésta es, pues, la parábola: La semilla es la palabra de Dios. Y los de junto al camino son los que oyen, y luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra, para que no crean y se salven. Los de sobre la piedra son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan. La que cayó entre espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto.

  Mas la que cayó en buena tierra, éstos son los que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia. (Lucas 8:1–15)

Venían de todas partes, como los aficionados que acceden a un campo de fútbol. Unos llegaban solos, otros en grupo. Había maridos acompañados de sus esposas, madres que venían con sus hijos, jóvenes que traían a sus parejas. Algunos parecían traer a todo el pueblo con ellos. Los había que venían porque estaban enfermos o tenían algún trastorno y pensaban que él podía sanarlos. Otros porque eran pobres o estaban oprimidos y pensaban que él podía liberarlos. Otros venían porque estaban aburridos y sentían curiosidad, y pensaban que él podía entretenerlos. Otros venían … bueno, para algunos habría sido difícil explicar exactamente por qué venían; quizás porque imitaban a todos los demás. Pero, cualquiera que fuese su compañía y su motivación, había una palabra en labios de Jesús que les intrigaba y entusiasmaba: «reino».

«El reino de Dios se ha acercado». Eso es lo que decían que predicaba. Para la población rural de Galilea, aquellas palabras eran la chispa que encendía la mecha.

Toda sociedad sueña con un mundo mejor: una sociedad sin clases, el sueño americano, diversas utopías; y los judíos del primer siglo no eran una excepción. En los últimos años del período del Antiguo Testamento—como muestran los profetas inspirados, que lucharon contra su experiencia nacional de tiranía y opresión—se había ido introduciendo más y más en sus mentes el sueño de un reino venidero. Estaba claro que sería una intervención extraordinaria por parte de Dios para transformar este presente mundo de maldad en la clase de mundo donde el pueblo de Dios podría sentirse verdaderamente en casa. Se obtendría una victoria definitiva sobre los poderes del mal, una victoria que ningún ser humano normal era capaz de alcanzar.

Por tanto, esperaban la llegada de un liberador sobrenatural. Alguien que fuera ungido como los poderosos héroes del pasado: un nuevo David, pero incluso mayor. Esperaban, en una palabra, al Mesías: «No os preocupéis—decían los profetas—, las cosas nos van bastante mal a los judíos de este presente siglo malo. Pero pronto irrumpirá el Mesías en la historia. Y entonces, en ese momento, el reino de Dios llegará».

¿Podéis imaginaros la impresión que se llevarían, el temblor lleno de esperanza que seguramente recorrería a la población de Galilea cuando Jesús, un joven carpintero de Nazaret, comenzó a recorrer las ciudades y los pueblos diciendo que aquello ya había ocurrido? «El reino de Dios se ha acercado. Arrepentios y creed en el evangelio»—les decía.
Evidentemente, al principio habría muchos escépticos. 

Estaban muy familiarizados con lunáticos que daban rienda suelta a sus fantasías megalomaníacas y que pretendían ser el Mesías. Pero aquel hombre no sólo tenía pretensiones mesiánicas. Arrojaba demonios, sanaba a los enfermos y enseñaba; ¡y cómo enseñaba! Tenía un carisma que no se había visto en Israel desde los días de los más grandes profetas, medio siglo antes. Incluso corría el rumor de que podía tratarse de Elias o de Jeremías resucitados de los muertos. Hasta ese punto llegaba el asombro y el impacto que les había producido.

Si hubiera querido aprovechar su oportunidad, habría puesto en marcha toda una campaña de avivamiento religioso y revolución política que las autoridades de Jerusalén—y quizás las de Roma—habrían sido incapaces de frenar. La palabra «reino» les traía a la memoria los más gloriosos sueños de todo el pueblo galileo, encendía su celo más fanático e inspiraba su compromiso más apasionado. Todo lo que tenía que hacer al enfrentarse a aquella multitud era realizar uno o dos milagros y soltarles un apropiado discurso que los pusiera en marcha: toda Galilea habría corrido precipitadamente y con gran entusiasmo tras su mesiazgo.

Pero lo más extraordinario es que no lo hizo. En vez de eso les contó un cuento. ¿Podéis imaginaros a semejante multitud dispuesta a llegar hasta él yendo de pueblo en pueblo, con gran expectación, pendientes de cada palabra, anhelando ser conmovidos por medio de su impresionante oratoria y ser impactados por su poder sobrenatural? ¡Y él va y les cuenta un cuento! Una historia extraña y enigmática, una «parábola»—como él la llama.

Incluso a sus amigos más cercanos les desconcertó totalmente su comportamiento: «¿Pero se puede saber qué haces, Jesús?» Y aquí tenemos su explicación:

  A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan (Lucas 8:10).

Se trata de unas palabras controvertidas y poco aceptadas. Contradicen el punto de vista popular de las parábolas y de las historias moralizantes, de aquellas imágenes pintorescas que sirven para ayudar a que la gente sencilla y poco sofisticada entienda las cosas. Al contrario, Jesús dice que él habla en parábolas no para que a la gente le sea más fácil comprender, sino para que le sea más difícil: «Para que viendo no vean, y oyendo no entiendan».

En cualquier caso, lo que está muy claro es que a Jesús no le impresionaban aquellas multitudes que fluían de todos los rincones de Galilea para verle, y entre las cuales podríamos haber estado nosotros si hubiéramos vivido en aquel entonces. No estaba en absoluto convencido de que captaran verdaderamente su onda. 

Había crecido entre ellos. Conocía perfectamente la clase de ideas que albergaban sobre el reino de Dios, y eran completamente diferentes de las suyas. Lo último que quería hacer era fomentar sus errores por medio de una búsqueda de popularidad. De hecho les lanza indirectas acerca de lo que piensa de ellos, citando al profeta Isaías cuando se le dijo que predicara a un pueblo cuyos corazones serían endurecidos sin remedio contra sus palabras. En los días de Isaías parecía que Israel había llegado a estar tan enamorado de los ídolos paganos, que no podía ni ver ni oír que Dios había dictaminado legalmente abandonarlo a su propia ceguera y sordera espiritual.

Ese decreto divino que aparece en Isaías 6:9 es lo que Jesús estaba citando aquí cuando habló, en el versículo 10, de los que oyendo no entienden. Las multitudes galileas, según Jesús, se encontraban en un estado espiritual similar al de los judíos del Jerusalén de Isaías. Eran incapaces de comprender la nueva revelación del reino de Dios que les traía, porque sus mentes estaban cerradas y llenas de prejuicios en contra. 

Algunos comentaristas van incluso más lejos, hasta llegar a la conclusión de que, en el versículo 10, Jesús estaba adoptando deliberadamente una estrategia de encubrimiento, intentando esconder sus verdaderas opiniones. Sugieren que estaba tan desilusionado con el pueblo judío y tan convencido de que, como el Jerusalén de Isaías, le acabarían rechazando, que camufló deliberadamente su mensaje, para confirmarles así su estado de condenación debido a su incredulidad.

Se trata de una teoría discutible; pero creo que, de alguna manera, es exagerar el asunto. Al fin y al cabo, si Jesús quería ocultar su mensaje de las multitudes, ¿por qué predicaba? ¿Y qué hacemos con su insistente exhortación: «quien tenga oídos para oír, oiga”? Verdaderamente suena como si buscara una respuesta inteligente a sus palabras.

Creo que está más cerca de la verdad la interpretación de que Jesús estaba diciendo en el versículo 10 que utilizaba las parábolas como una especie de filtro. Entre los miles de personas que venían a verle movidos por razones equivocadas, él sabía que había algunos que estaban verdaderamente abiertos a la verdad. Una reducida minoría, quizás, en medio de una inmensa multitud de sordos espirituales; pero, a pesar de ser pocos, tenían oídos para oír. Sus parábolas eran un filtro que identificaba a los verdaderos discípulos. Aquellos que se acercaban a Jesús buscando sólo un líder político, un revolucionario nacionalista o un hechicero hacedor de milagros se iban frustrados. Se encontraban, para su desilusión, con alguien que se dedicaba a contar historias. Pero aquellos que habían sido atraídos hasta él por algún tipo de magnetismo más profundo, se quedaban. En sus corazones estaba trabajando el Espíritu de Dios. 

Habían sido llamados en su interior a seguirle. Aunque al principio les dejó perplejos, como a todos los demás, a la vez estaban intrigados, deseando comprender lo que verdaderamente quería decir. Sentían que, enterrada en algún rincón de la aterradora penumbra de sus parábolas, se encontraba la pista que les llevaría hacia aquel reino de Dios que tanto anhelaban sus corazones. «A vosotros—les dice—os es dado conocer los misterios del reino de Dios». De hecho, ésta es una característica fundamental de todo el ministerio de Jesús. No es necesario luchar a brazo partido con su mensaje desde la distancia segura de una curiosidad imparcial. 

La iluminación espiritual es privilegio de aquellos que se comprometen de una manera personal con él y que comparten la intimidad de una relación personal con él. A diferencia de muchos oradores, Jesús nunca perdió la cabeza debido a la adulación de las multitudes. Él no enloqueció por la ilusión de alcanzar el éxito que acarrean las grandes cifras. La mentalidad de «mega-iglesia», con su «evangelio adaptado a las necesidades del mercado» y orientado hacia el consumismo, no le interesaba en absoluto. Era capaz de ver más allá. Se contentó con rodearse de los doce hombres y el puñado de mujeres que Lucas nos menciona. Con tal de que fueran verdaderos aprendices, verdaderos discípulos, él estaba dispuesto a darse totalmente a aquel reducido grupo.

Es significativo el hecho de que la interpretación de las parábolas que Jesús continúa exponiendo aclare aun más este proceso de criba. Detrás del énfasis pastoral del sembrador y la semilla está la verdad solemne y seria de que sólo algunos escuchan sus palabras y llegan a ser bendecidos por él. Por desgracia, muchos son evangelizados y, sin embargo, no llegan a ser salvos. Aunque la respuesta inicial pueda parecer prometedora, el camino del discipulado puede resultar demasiado exigente.

Antes de examinar esta interpretación en detalle, merece la pena apuntar que el simple hecho de que Jesús interprete su parábola de esta forma desmiente dos populares teorías contemporáneas acerca de las parábolas. Algunos comentaristas recientes del Nuevo Testamento han defendido que las parábolas no deben ser interpretadas, sino tan sólo revestidas de ropajes contemporáneos. Una parábola, según ellos, es un recurso retórico pensado para causar un impacto inmediato sobre una audiencia actual; por tanto, interpretar una parábola es algo así como explicar un chiste. Si lo hacemos, ya no tiene gracia ni produce efecto.

Hay un profundo elemento de verdad en ese punto de vista. Las parábolas son deliberadamente misteriosas y difíciles de captar. Hay en ellas algo paradójico y sorprendente que pretende subvertir las presuposiciones del que escucha. Introduciéndonos en su historia, Jesús nos desarma de nuestras defensas psicológicas, de manera que las verdades inadmisibles para nosotros puedan encontrar un lugar en nuestros corazones como un misil que busca su objetivo. 

Y, como consecuencia, es sin duda difícil predicar las parábolas de una manera que reproduzca aquel impacto dramático original. No obstante, es evidente que Jesús no creía que fuera imposible explicar las parábolas, ni que perdieran su valor si se intentaba hacerlo, ya que él mismo interpreta esta parábola.

Una segunda tesis defendida comúnmente por los eruditos actuales—y que también se contradice con el ejemplo que Jesús da aquí—es que las parábolas son ilustraciones de un sermón encaminadas a aclarar un punto concreto y que nunca deberían tratarse como alegorías. De nuevo existe un importante elemento de verdad en esto. Los estudiosos medievales dejaban a veces volar su imaginación en busca de significados alegóricos escondidos tras las parábolas.

Por ejemplo, si estudiamos la conclusión de esta parábola en los evangelios de Mateo y de Marcos, encontramos que termina de manera ligeramente diferente. La semilla sobre la buena tierra produce diferentes cantidades de fruto: unos a ciento por uno—como también dice Lucas—, pero otros a sesenta y a treinta por uno. Lucas ha abreviado la historia ligeramente en cuanto a este aspecto. Los expertos medievales se aferraban con fuerza al final más largo y sugerían toda clase de ideas especulativas acerca de su significado. 

Una teoría popular era que el ciento por uno representaba a los mártires que habían dado sus vidas por Cristo; el sesenta por uno representaba a los monjes que habían hecho un voto de celibato; ¿y el treinta por uno? ¡Bien—argumentaban—, es obvio que el treinta por uno representa a aquellos cuya diminuta contribución al reino de Dios consistía sencillamente en ser una esposa obediente!

Evidentemente, esa forma de leer el lenguaje figurado de Jesús no es legítima. No hay razón en absoluto para creer que, en la parábola del sembrador, él pretendía hacer referencia alguna a los mártires, a los monjes o a las esposas obedientes. De hecho, la mayoría de los detalles de sus parábolas no están escondidos ni tienen un significado secundario en absoluto, sino que están allí sencillamente para añadirle color a la historia.

No obstante, tampoco se debe insistir en que las parábolas sólo tienen una lección sencilla que enseñarnos. Porque la propia interpretación que Jesús hace de esta parábola presenta características claramente alegóricas. El sembrador, la semilla, el terreno pedregoso y los espinos, tienen que ver todos ellos con cosas diferentes. Por tanto, es un claro error trazar una línea divisoria entre parábola y alegoría, o situar un límite arbitrario en cuanto a la cantidad de enseñanza contenida en una parábola.

En realidad quiero sugerir que hay al menos tres lecciones imprescindibles que Jesús está intentando comunicarnos en esta parábola.

1. La forma en que avanza el reino de Dios

  Ésta es, pues, la parábola: La semilla es la palabra de Dios. (Lucas 8:11)

Comenzamos con el llamativo anuncio que Jesús hace del reino de Dios. Los poderes del mal huyen ante su rostro. Expulsa a los demonios. Los cojos son sanados. Las señales de su misión mesiánica para transformar el mundo son claramente manifiestas. Pero, ¿de qué forma va a cambiar el mundo? Ésa es la pregunta inevitable: ¿Cómo va a traer el reino? ¿Qué estrategia empleará para precipitar esta transformación decisiva para la historia mundial? ¿Levantará un ejército de ángeles y marchará sobre Jerusalén o sobre Roma? ¿Hará descender fuego sobrenatural del cielo para consumir a los malvados? ¿Qué método utilizará para introducir el reino de Dios? De hecho, todo esto era muy debatido entre los judíos de aquellos días. Y, cuando habla de los «secretos del reino de Dios», está haciendo referencia a la respuesta a esta pregunta. Pretende traer información privilegiada sobre este punto tan importante desde la fuente de inteligencia más elevada posible de todo el universo, desde el mismo cielo. Y la clave de esa estrategia secreta, para aquellos que sean capaces de penetrar en la parábola en la que se esconde, reside en la semilla.

Reuniendo la evidencia de todas sus parábolas y de toda su enseñanza, queda claro que Jesús anticipó que el reino de Dios vendría de una forma hasta entonces desconocida para el pueblo judío. Llegaría en tres fases, y no por medio de un sólo instante apocalíptico. En primer lugar habría un tiempo de plantación cuando llegara el Mesías, de incógnito y disfrazado, a sembrar la semilla del reino en los corazones de unos cuantos discípulos escogidos. Después habría un período de crecimiento para que esa semilla, multiplicada a través de su testimonio, fertilizara muchas otras vidas, hasta que verdaderamente las esporas del reino hubieran sido esparcidas por todo el mundo. Y, por último, habría un tiempo de cosecha en el que el Mesías volvería—esta vez en medio de una aclamación pública universal—para recoger el fruto producido por la semilla que había sembrado, y así manifestar plenamente el reino del que habían hablado los profetas.

Por tanto, la respuesta a esa pregunta de tan vital importancia—¿De qué manera va a llegar el reino de Dios?—reside en la metáfora de la semilla. ¿Y qué es esa semilla, ese instrumento tan importante por medio del cual el nuevo mundo del reino se esparce por todas partes? Aquí, en esta primera parábola, Jesús deja a sus discípulos sin duda alguna al respecto. «La semilla es la palabra»—les dice—. La predicación del evangelio será el agente inseminador del cambio. Será la palabra la que hará germinar la revolución cósmica de Dios. Es la que introduce el reino. «La semilla es la palabra de Dios».

Es difícil captar toda la importancia de esa sencilla frase tan breve. Por desgracia, la iglesia, a lo largo de los siglos, no siempre la ha creído. Una y otra vez han surgido otras cosas que han usurpado el primer lugar que la palabra debería haber ocupado en la agenda cristiana. Hubo un tiempo, por ejemplo, en que la iglesia veneraba el pan y el vino más que la Biblia; el altar estaba en el centro en lugar del púlpito, y no sólo en su arquitectura sino también en su teología.

Hay quienes, incluso hoy, nos harían volver a aquella superstición sacramentalista si pudieran. Pero, en nuestra generación, la amenaza a la primacía de la palabra llega generalmente desde otras direcciones: la acción social, por ejemplo. En los últimos años ha habido muchos cristianos que se han involucrado cada vez más en política. Durante mucho tiempo, los cristianos habían considerado el terreno político como un área en la que no había que entrar, como si Jesús fuera Señor de todo excepto allí. No es así. Los cristianos tienen la responsabilidad de ser la sal de la tierra tanto en los despachos políticos y en los debates parlamentarios, como a través de campañas evangelísticas o de misiones internacionales.

No obstante, existe el peligro de excederse en el intento de compensar nuestra pasada negligencia en cuestiones sociales. La gente puede perder el contacto con las prioridades de Jesús. El péndulo puede irse al extremo opuesto. La nueva sociedad de Dios no se introduce por medio de una resolución parlamentaria, y menos aún por medió de un arma. Se introduce a través de la Palabra.

Jesús estaba bastante familiarizado con los políticos revolucionarios de sus días. Muchos de los celotes que luchaban por la libertad venían de su área de procedencia, Galilea. Pero sus tácticas no le valían. Se trataba de una semilla equivocada, y él lo sabía. La semilla es la palabra. Una palabra que, cuando la oyes en labios de Jesús o de sus discípulos, no tiene que ver directamente con estructuras sociales o económicas; una palabra que no ofrece estrategias utópicas para hacer zozobrar de manera inmediata el mal institucional; una palabra, en cambio, que tiene que ver con el arrepentimiento personal, el perdón personal, la fe personal y el discipulado personal. Es una palabra que, como vemos en esta parábola, no se dirige a las masas politizadas, sino a los corazones de los individuos responsables. Fijémonos en la tercera persona del singular que utiliza Jesús en su invitación: «el que tiene oídos para oír, oiga» (Lucas 8:8).

En la superficie, sin duda, esto parece una estrategia más bien poco prometedora. ¿Cómo podemos considerar que la profunda transformación a la que hacían referencia los profetas cuando hablaban del reino de Dios se debería sólo a la «palabra»? Pero Jesús estaba convencido de ello. Por eso rehuyó el camino político y escogió ser un predicador y un maestro. Esa palabra, como veremos en nuestra próxima parábola, exige acción social de la clase más práctica y sacrificial. Jesús ni mucho menos se despreocupaba de las estructuras políticas y de la injusticia económica. Pero insiste en que es la palabra la que debe llegar primero. Por medio de su propio ministerio público mostró su convicción de que «la semilla es la palabra de Dios».

2. El fracaso y la desilusión son inevitables

  Otra parte cayó sobra la piedra (Lucas 8:6).

Miremos con cuidado cómo cuenta Jesús la historia. Fijémonos en que lo que hace es describir una siembra homogénea y cuatro tipos diferentes de terreno. Si la parábola hubiera sido narrada por un experto en publicidad de la actualidad, bien podría haber sido al revés. Habría hablado de un terreno homogéneo y cuatro tipos diferentes de sembradores. El primero sembraría la semilla de una forma determinada, pero no funcionaría; el segundo utilizaría una táctica diferente, pero tampoco sería buena; el tercero intentaría otro método, pero no tendría éxito; y, por fin, llegaría el sembrador que, con una previa investigación del mercado y un perfeccionamiento adecuado de su técnica de venta, conseguiría la cosecha deseada. ¡Bien hecho, sembrador!

¡No!—dice Jesús—. No es así como funcionan las cosas. El éxito o fracaso de la siembra de la palabra no parece depender en absoluto de la técnica del sembrador. Al contrario, la semilla es sembrada de una manera que, al parecer, carece de arte alguno y es una especie de despilfarro que no requiere destreza. Es esparcida. Porque no es función del sembrador el transformar un terreno en otro. Jesús dice que más bien es función de la semilla el discriminar entre la fertilidad intrínseca o la infertilidad del terreno. Lo que determina la cosecha es la calidad del terreno, no la experiencia del sembrador.

Está claro que eso no nos gusta. Nos roba nuestra mejor excusa para rechazar el evangelio, aquella de que el predicador no era bueno. Es el terreno el que marca la diferencia. La fertilidad espiritual no reside en la capacidad del maestro. Y Jesús insiste en que así son las cosas. La fertilidad no reside en la capacidad del evangelista. Y por eso describe tres grados de fracaso.

a. Los de junto al camino

  … Son los que oyen, y luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra … (Lucas 8:12).

Jesús es franco aquí en cuanto al gran desperdicio de esfuerzo que a menudo parece ser el compartir las buenas nuevas del reino de Dios. Mientras habla, mira alrededor a la inmensa multitud que fluye hacia él para escucharle. Con seguridad, muchos serían tentados a etiquetar a estos adherentes temporales como «convertidos». Al fin y al cabo, el solo hecho de que vinieran a Jesús desde sus hogares seguramente indicaba alguna clase de respuesta espiritual, ¿no? Pero Jesús no está tan convencido. «No—dice—, en esta multitud lo que yo veo es una gran mezcla. Es obvio que algunas de estas personas que han venido a escucharme están endurecidas contra mi palabra». Ese endurecimiento puede proceder del orgullo intelectual—«no esperará que me crea eso, ¿verdad?»—, o de la obstinación moral—«de ninguna manera pienso dejar de hacer eso porque él lo diga»—, o de la auto-justificación—«¿yo un pecador? ¡Cómo se atreve!” También puede tratarse simplemente de la indiferencia o el aburrimiento que llevan al endurecimiento: «Esto no es para mí. A mí me va el yoga, ¿sabe?»

Aunque escuchan su palabra, les resbala como el agua a los patos. Su corazones están recubiertos de teflon espiritual, por lo que nada se les pega. Quizás piensen que ellos son los inteligentes, los modernos, los que no se dejan llevar por esa tontería del «reino de Dios». Pero tengamos en cuenta a aquel a quien Jesús identifica como el silencioso y secreto personaje que está detrás de esta actitud cínica y desafiante. «Luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra, para que no crean y se salven»—les dice.

Jesús está convencido de que en la persona existe una fuerza maligna que está trabajando para desacreditar la palabra, así como para distraer su mente y evitar que le preste atención a aquélla. Todo evangelista se enfrenta a la oposición demoníaca. ¿Podría ser que también estuviera trabajando en los lectores de este libro?


b. Los de sobre la piedra

  … Son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces … (Lucas 8:13).

Otras personas de la multitud representan sólo una decisión superficial, un entusiasmo inicial que no es duradero. Su respuesta a la palabra se reduce a pura emoción, a la clase de excitación animal que se experimenta cuando se es parte de una gran multitud, o a la clase de sensación cálida que produce el visionar una película emotiva. «Reciben la palabra con gozo»—dice Jesús—, pero después las circunstancias cambian, baja el nivel de adrenalina, se mitiga la embriaguez del momento. Quizás comiencen a sentirse engañados: «Me dijeron que el cristianismo te hacía feliz; pues bien, ¡yo no lo soy! Me dijeron que el cristianismo me proporcionaría amigos; bien, ¡pues yo no tengo ninguno! Debe ser que pasé por una fase adolescente. Fue tan sólo un espejismo. No pienso seguir siendo cristiano».

«No tienen raíces». Creen durante un tiempo; pero, a la hora de la prueba, apostatan—dice Jesús. ¿Quién no ha conocido a alguien así? Hay prodigios espirituales que se convierten de la noche a la mañana. Por un tiempo son unos cristianos maravillosos. Pasan por todas las clases de preparación para el bautismo o la confirmación. Se involucran en todo. Pero, seis meses después, no se les vuelve a ver el pelo.

c. Los que caen entre espinos

  … Son los que oyen, pero yéndose, son ahogados …, y no llevan fruto … (Lucas 8:14).

Hay otros que dan marcha atrás tras haber sido considerados discípulos. De nuevo pasan por una respuesta inicial llena de entusiasmo. Pero, a diferencia del caso de la decisión superficial, estas personas no parecen renegar de su compromiso con Jesús inmediatamente. Mantienen algún tipo de identidad cristiana. No se apartan en ese sentido. Pero, con el paso del tiempo, Cristo va teniendo cada vez menos significado en sus vidas. La presión de los intereses rivales van desgastando sus energías. La influencia del materialismo y de la mundanalidad va minando todos aquellos deseos iniciales de espiritualidad.

Durante la juventud, puede que las responsables de esta diversidad de intereses sean las metas que tienen para su vida, los deportes o la atracción sexual. En la mediana edad se trata de la presión económica, las responsabilidades familiares o las ambiciones profesionales. En la tercera edad, la preocupación por la salud o por los nietos. En todas las etapas de la vida pueden surgir docenas de distracciones. «Yéndose … son ahogados por las preocupaciones de la vida, las riquezas y los placeres»—dice Jesús. Y el resultado es que «no llevan fruto». Se mantienen en un estado de subdesarrollo espiritual y no maduran. Se autodenominan cristianos, pero lo que han adquirido es un hábito de ir a la iglesia, no una fe vital y personal.

No nos engañemos, llevar las buenas nuevas del reino de Dios es algo muy descorazonador. Hay muchas personas que escuchan pero no se convierten. Otras deciden precipitadamente seguir a Cristo, pero desaparecen. Otras se sientan en un banco semana tras semana como los pasajeros de un tren, pero nunca pasan de un compromiso puramente nominal.

Pero, en medio de esta escena tan desalentadora, hay algo que, finalmente, anima al evangelista.


3. Una evidencia duradera

  Otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno (Lucas 8:8).

La semilla de la palabra es la única forma de multiplicar el reino. Y así será. A pesar de las frustraciones y esfuerzos perdidos, Jesús nos asegura que el granjero tendrá una cosecha espléndida al final del día. Porque hay algunos «que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia» (Lucas 8:15).

Los comentaristas no se ponen de acuerdo en cuanto a cuántos de estos tipos de terreno podrían implicar una esperanza de salvación. Todos están de acuerdo en que los de la semilla sembrada junto al camino no. El mismo texto excluye esa posibilidad. «Para que no crean y se salven»—dice Jesús de aquellos que tienen los corazones endurecidos.

Pero hay muchos que opinan que los otros tres terrenos, aunque difieran en el grado de espiritualidad que representan, no obstante todos ellos muestran una respuesta salvadora al evangelio. «Al fin y al cabo—dicen—, la semilla que es sembrada sobre la piedra y entre espinos germina, ¿no? Reciben la palabra. Deciden seguir a Cristo. Al menos comienzan el camino del discipulado. Estos individuos tienen una seguridad de vida eterna. Aunque su compromiso no se sostenga y no haya crecimiento espiritual—lo que les hace perder el derecho a obtener una recompensa en el cielo—, no por ello pierden el cielo mismo».

Yo no estoy nada convencido de este punto de vista tan optimista. Me pregunto qué pasa con las palabras de Jesús registradas en el Sermón del Monte acerca de aquellos discípulos nominales que hacen una profesión verbal. «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor … Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí» (Mateo 7:21–23). ¿O qué pasa con la solemne ilustración de la vid que se nos da en el evangelio de Juan? El pámpano que no lleva fruto es cortado y arrojado al fuego (ver Juan 15:6). ¿Y la solemne advertencia que se le hace a los apóstatas en la epístola a los hebreos? «La tierra que produce espinas y abrojos es reprobada … y su fin es el ser quemada»—dice el escritor—. ¿Y la terrible admonición de Cristo resucitado dirigida a aquellos supuestos creyentes de la iglesia de Laodicea que tenían el corazón dividido? «Por cuanto eres tibio … te vomitaré de mi boca» (Apocalipsis 3:16).

La aplicación de esta parábola es que, para Jesús, la única respuesta adecuada a la palabra es la que resulta en una productividad espiritual duradera. Es la única posibilidad. F. Mac Arthur lo expresa muy bien en su «The Gospel According to Jesus» [El Evangelio según Jesús}:

  «La meta de la agricultura es el fruto. Para la cosecha, el terreno lleno de malas hierbas es tan malo como un camino pedregoso o como el terreno que admite poca profundidad de raíz. Todos ellos son igualmente malos, porque ninguno de ellos produce fruto. La meta de la agricultura es el fruto, y éste es también la demostración definitiva de la salvación».

Jesús nos avisa en este relato de que las meras profesiones de fe llevan a una estadística equivocada. Lo que verdaderamente anima el corazón de Cristo son los cambios de larga duración que se producen en el estilo de vida, no las manifestaciones de entusiasmo de corta duración.

Algunos cristianos bienintencionados tratan la fe como un seguro contra incendios. Dicen: «¡Decídete por Cristo ya; porque, una vez que hayas pagado ese sencillo precio una vez en la vida, ya tienes vida eterna y nunca más debes dudar de eso! Por medio de ese paso de fe tienes garantizada la admisión en el cielo de manera absoluta e irrevocable».

Pero semejante presentación puede distorsionar peligrosamente el cristianismo del Nuevo Testamento. Conduce a los que profesan ser cristianos a pensar que pueden vivir el resto de sus vidas como les plazca. Ya han hecho su «decisión por Cristo»; por tanto, están asegurados. Pueden sucumbir a todo tipo de fallo moral o degradación espiritual, e insistir en que son «salvos». ¿Acaso no les dijo el evangelista que tenían vida eterna y que nunca debían dudar de eso? Habían adquirido su seguro contra incendios. Habían pagado su precio para toda la vida. Por lo tanto estaban asegurados para toda la eternidad.

Pues el Nuevo Testamento no está de acuerdo con eso. Insiste en que la seguridad de salvación eterna sólo vale si viene avalada por la evidencia clara de un crecimiento espiritual y de una productividad. Eso no quiere decir que seamos salvos por nuestras buenas obras. Pero significa que la única evidencia fiable de nuestra salvación es la santidad.

Según Jesús, los que están seguros son aquellos que dan fruto por medio de su perseverancia. El sello del hombre o de la mujer que se han convertido de verdad es la paciencia. Jesús no ofrece seguridad alguna para los pámpanos conformistas que no dan fruto.

Se cuenta una historia acerca de cómo el predicador victoriano Carlos Spurgeon, mientras caminaba hacia su iglesia en Londres, se cruzó con un borracho que estaba abrazado a una farola. «Soy uno de sus convertidos, Mr. Spurgeon»—le dijo.
«Puede que seas unos de mis convertidos—respondió Spurgeon—; pero, desde luego, no uno de los convertidos de Dios. Si lo fueras, no estarías en estas condiciones».

La semilla de la palabra, cuando se recibe de forma que lleva a la salvación, no produce sólo un impacto temporal. Produce un cambio duradero. La fe verdadera no es un capricho efímero fruto de la excitación emocional que produce una reunión evangelística. No es sólo un asentimiento de cabeza en dirección al altar cada vez que se repite el Credo el domingo por la tarde. La fe verdadera es un compromiso de corazón, de manera deliberada y decidida, a obedecer fielmente a Cristo y su palabra, que persevera en medio de las pruebas y de la oposición y que dura toda la vida. No estoy diciendo que los cristianos no puedan sufrir un revés; claro que pueden. Pero perseveran. Y sólo aquellos que perseveran hasta el final son salvos.

Por otra parte, existe algo así como la experiencia de conversión abortiva, como ocurrió entre los discípulos en el caso de Judas. Es por eso que el Nuevo Testamento nos exhorta:

  «Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo; … Porque somos hechos participantes de Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio (Hebreos 3:12, 14).

El reino de Dios comienza en nuestras vidas cuando Dios comienza a regir en ellas. ¿Y cómo puede Dios gobernar en nuestras vidas? Según Jesús, depende de la atención obediente que prestemos a su palabra.

 
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