martes, 20 de diciembre de 2016

va a llegar el tiempo en que la gente no soportará la sana enseñanza; más bien, según sus propios caprichos, se buscarán un montón de maestros que sólo les enseñen lo que ellos quieran oír.. 2Tim 4:3 .DHH

PARA RECORDAR ... El que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




Antecedentes de una fiesta muy esperada

El origen de la Navidad. 

Las raíces paganas de una fiesta cristiana

PARTE I

¿Quién no ha oído todos los años, cada 25 de diciembre, los lamentos de quienes acusan al mundo moderno de haber privado de sentido la fiesta de la Navidad? 

Fiesta religiosa, en efecto, hoy se reduce a un simple apogeo de la sociedad de consumo donde las familias gastan lo que no tienen para subir después con mayor esfuerzo la célebre cuesta de enero. Pero tales lamentos, que son ciertos, son no obstante incompletos. 

De hecho, el sentido “original” de la fiesta de la Navidad empezó a perderse hace siglos. Porque tal sentido no era la conmemoración del nacimiento de Cristo, sino la promesa del retorno del Sol, algo que los europeos celebraban muchos siglos antes de que el cristianismo se convirtiera en religión oficial de nuestras gentes.

Las fechas no encajan
Todos nos hemos preguntado alguna vez cómo es posible que el año, en la era cristiana, comience el 1 de enero, aunque el nacimiento de Cristo, punto de partida teórico del cómputo del tiempo en esta era, se haya fijado un 25 de diciembre. 

También es común otra pregunta: ¿Cómo es posible que Jesús haya sido adorado por pastores que custodiaban rebaños de ovejas, durmiendo al raso, en pleno mes de diciembre? ¿Eran pastores suicidas? Estas incoherencias del relato navideño cristiano suscitan siempre todo género de perplejidades. 

El hombre de hoy suele despachar la contradicción encogiéndose de hombros o rechazando como “patraña” la integridad del hecho navideño. Pero estos fáciles expedientes se complican cuando constatamos que el 25 de diciembre era también una gran fiesta en el mundo romano, y que la noche del 24 al 25 de diciembre marca asimismo el solsticio de invierno, la noche más larga del año. La documentación histórica hará el resto: descubriremos así que tras la Navidad se oculta una de las constantes más profundas del alma de la cultura europea.

Al lector le sorprenderá saber que la Iglesia nunca creyó que Jesús naciera realmente el 25 de diciembre. De hecho, la fecha exacta del nacimiento de Jesús es desconocida, porque en el Oriente antiguo no se celebraban los cumpleaños y allí, generalmente, los padres no recuerdan cuándo han nacido sus hijos. 

Se trata de costumbres que han durado hasta fecha reciente: en los censos elaborados en el Oriente Medio tras la descolonización, la mayor parte de los ciudadanos ignoraba su propia edad. Tampoco las Escrituras ayudan a despejar la incógnita. 

El Evangelio canónico más antiguo, que es el de Marcos, pasa completamente por alto la infancia de Jesús. Mateo sitúa su nacimiento en Belén, según la profecía de Miqueas, pero no nos especifica nada más. El prólogo añadido al Evangelio de Lucas, donde se dice que “había en la región unos pastores que pernoctaban al raso y de noche se turnaban velando sobre su rebaño” (Lucas 2:8), sugiere una fecha primaveral. La tradición posterior de la gruta de pastores no se encuentra en los evangelistas; parece que se refiere a un santuario del dios Adonis tardíamente anexionado por la Iglesia para su culto.

Nunca, pues, pudo la Iglesia primitiva fijar la fecha exacta del nacimiento de Jesús. Existe constancia documental de que en el siglo II hubo amplios debates sobre este punto, y de que se saldaron con las afirmaciones más contradictorias. 

Clemente de Alejandría propuso la fecha del 18 de noviembre; otros señalaron el 2 de abril, el 20 de abril, el 20 o el 21 de mayo… Ésta última era la apuesta de los cronólogos egipcios. Pero un De Pascha Computus fechado en 243 afirma que la natividad se produjo el 28 de marzo. Los marcionitas, por su parte, negaron la mayor: Jesús había descendido directamente del cielo y apareció en Cafarnaún ya como adulto, durante el año 15 del reinado de Tiberio (Cf. Robert de Herté: “Petit dictionnaire de Noël”, en Etudes & Recherches, 4-5, enero 1977).

Había motivos religiosos y filosóficos que respaldaban la opción de quienes preferían dejar la cuestión sin respuesta: por eso Orígenes, hacia el año 245, consideró “inconveniente” ocuparse de festejar el nacimiento de Cristo “como si se tratara de un rey o un faraón”. 

Sin embargo, en esa misma época estaban apareciendo gran cantidad de protoevangelios y “evangelios de la infancia”, a cada cual más fantástico, que disparaban la imaginación de los fieles. 

Averiguar la fecha exacta de la natividad se había convertido en un problema de primer orden, seguramente porque en aquel tiempo la doctrina cristiana empezaba a configurarse como un corpus relativamente consolidado, obligado a no dejar ni una sola pregunta sin solución.

La Epifanía de Osiris/Dionisos
Fue así como empezó a aceptarse la propuesta formulada por los basilidianos de Egipto, una secta gnóstica semi-cristiana, seguidora de las enseñanzas de Basílides y que en la primera mitad del siglo II habían sugerido la fecha del 6 de enero. Los cristianos de Siria y después todas las comunidades de Oriente respaldaron la decisión. Pero, ¿por qué el 6 de enero? Porque esa fecha era ya, en el oriente del Viejo Mundo, la de la Epifanía (del griego epiphaneia, “aparición”) de Osiris y de su correspondiente griego, Dionisos, y la continuidad de estos dioses con Cristo era parte de la doctrina del mencionado gnóstico Basílides.

El 6 de enero era la fecha de la bendición de los ríos en el culto de Dionisos, que los griegos identificaron con el dios egipcio Osiris. Esta correspondencia venía justificada por profundas afinidades rituales. 

La epifanía o aparición de Dionisos tuvo lugar en la Isla de Andros, donde, en la noche del 5 al 6 de enero, manaba un “vino milagroso” que daba testimonio de la presencia invisible del dios. Respecto a la epifanía de Osiris, que también se festejaba en la misma fecha (el 11 Tybi, es decir, el 5/6 de enero), venía precedida por un periodo de duelo donde se lloraba al dios muerto en la época del solsticio de invierno; luego reaparecía Osiris y las aguas del Nilo se hacían vino. Todo el mundo greco-oriental celebraba en esta fecha fiestas semejantes. La fuente sagrada de Dionisos manaba vino también en el santuario de Teos.

Hay, además, una importante presencia femenina en estas fiestas de la Epifanía. Bajo el vino santo de Dionisos, Isis alumbraba a Harpócrates, el sol que volvía a nacer. En la astrología de la alta antigüedad, el 6 de enero marcaba el momento en que el sol salía por la constelación de la Virgen. 

En Alejandría se celebraban ceremonias en el templo de la Virgen, el Koreión, pues la Virgen había dado a luz a su hijo Aión, el Eterno, homólogo de Dionisos y Osiris. Este último rito es particularmente interesante: tras una vigilia de plegarías, los fieles bajaban a una cripta para retirar una estatua de un niño recién nacido que exhibía en la frente, las manos y las rodillas, las marcas de una cruz y una estrella de oro. 

Los fieles proclamaban: “La Virgen ha dado a luz; ahora crecerá la luz”. La Virgen… El carácter sagrado de la madre del Dios, ignorado y en ocasiones hasta negado en el ámbito judeocristiano, es una aportación específicamente europea al universo religioso del catolicismo. 

Isidro Palacios ha dedicado amplias páginas a interpretar el significado profundo de la Dama (Apariciones de la Virgen, Temas de Hoy, 1994). Retengamos el dato, porque luego volveremos a toparnos con otras damas que pueblan el paisaje navideño. Señalemos, para concluir este apartado, que esta fiesta del alumbramiento de Aión tenía un carácter cívico: Alejandro Magno había fundado Alejandría en el año —331 y, para asegurar la eternidad de la ciudad, la había consagrado a Aión, el Eterno.

Es evidente que el triple culto de Dionisos, Osiris y Aión determinó la opción de los basilidianos por el 6 de enero a la hora de fijar el nacimiento de Jesús, acontecimiento que en aquella época era idéntico a la Epifanía. Máxime cuando a esa misma fecha, y por el mismo motivo, se le atribuyen otros dos hechos milagrosos: el bautismo de Jesús en aguas del Jordán y el episodio de las bodas de Caná con la transformación del agua en vino. 

Estos episodios del culto cristiano guardan una clara relación ritual con las ceremonias acuáticas en el Nilo de Osiris, que era igualmente hijo de un dios y una mortal, como explica Luciano (Diálogos, IX, 2), y con la tradición griega y egipcia que conmemora las nupcias del dios solar y las aguas, incluida la transformación de éstas en vino. Pero no era sólo cuestión de gnósticos, como los basilidianos. 

En el cristianismo oriental de los primeros tiempos, la identificación de Cristo con el Sol es una constante. Hacia el año 170, Melitón de Sardes, obispo de Lidia, había comparado inequívocamente a Cristo con Helios, el dios Sol: “Si el Sol con las estrellas y la Luna se bañan en el océano, ¿cómo no iba Cristo a ser bautizado en el Jordán? El rey del cielo, príncipe de la creación; el sol levante que apareció también ante los muertos del Hades y los muertos de la Tierra, ha ido, como un verdadero Helios, hacia las alturas del cielo”.

De manera que en siglo IV, y empujado por la fuerza de esta memoria mítica, todo el Oriente cristiano está ya celebrando el nacimiento de Jesús el 6 de enero. En 386 se ha decidido oficialmente que las dos grandes fiestas cristianas son Pascua y Epifanía. Un año antes, el papa Siricio, recién entronizado en la Silla de Pedro, había calificado la fecha del 6 de enero como “Natalicia”.

Nos hallamos aquí en presencia de un fenómeno que los antropólogos conocen por sincretismo, a saber, la conjunción de dos o más rasgos culturales de origen diferente que dan lugar a un nuevo hecho cultural. La Europa suroriental de los primeros siglos de nuestra era, donde confluían las tradiciones griega, egipcia y judeo-cristiana, junto a muchas otras ramas de la religiosidad del oriente próximo, fue terreno abonado para este género de fenómenos. 

Pero si el carácter sincrético de la Epifanía cristiana del 6 de Enero es evidente, igualmente lo será la otra gran tradición navideña: la de celebrar el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre.

La fiesta del Sol Invicto
Efectivamente, mientras la Iglesia de Oriente adopta el 6 de enero como fecha de la Natividad, en el occidente de Europa se empieza a adoptar la fecha del 25 de diciembre. Y también aquí el origen es pre-cristiano: en este caso no Osiris ni Dionisos, sino Mitra, aquel dios solar de los persas, seguramente derivado del Mitra indio, y que las legiones romanas trajeron a Europa. 

El culto de Mitra, aunque se remonta a los siglos VII y VI, conoció un formidable impulso en la Roma del siglo II. De hecho, esta época conoció una dura competencia entre el cristianismo y el mitraísmo, pues ambas, que compartían muchos elementos comunes (la idea de redención, la salvación de las almas después de la muerte, etc.) pugnaban por convertirse en la religión dominante de un Imperio que había ya abandonado a sus viejos dioses. Y los mitraístas festejaban el renacimiento de Mitra todos los años, el 25 de diciembre, justo en medio del periodo del solsticio de invierno, después de las saturnalias romanas.

Además, hay que tener en cuenta que en esta misma época los pueblos bárbaros —esto es, los nada o poco romanizados— seguían celebrando en torno al 25 de diciembre sus viejos ritos solsticiales. Así la Iglesia consideró bueno operar en su provecho un hábil sincretismo. ¿Acaso la Biblia no llama al Mesías “el Sol de la justicia”, como escribió Malaquías?

En efecto, el 25 de diciembre era en Roma la fiesta del Sol Invicto. Según cuenta Macrobio, ese día los fieles se dirigían a un santuario de donde sacaban una divinidad del Sol, representado como un niño recién nacido. Las enseñas del emperador Juliano portaban el lema Soli Invicto. 

En el calendario de Philocalus, en el año 354 (que, por cierto, fue descubierto y dado a conocer por Theodor Mommsen), el 25 de diciembre se señalaba como Dies natalis Solis invicti; junto a la primera mención del nacimiento de Cristo y la indicación del nacimiento de Mitra. Y esta fecha, el día del sol invicto, venía a coincidir también con la vieja tradición de la Europa precristiana de celebrar el solsticio de invierno, que ha sido una de las fiestas más importantes de los pueblos indoeuropeos y que como tal ha sobrevivido en todas las culturas que éstos han creado.

El solsticio de invierno marca el momento de las noches más largas del año; el sol parece estar a punto de extinguirse. Este periodo dura doce noches, desde el 25 de diciembre hasta el 6 de enero. Según la tradición, en este tiempo los reinos de los vivos y los muertos entran en comunicación. Encontramos este motivo mítico en los celtas, los griegos, los germanos y los indios védicos. Pero, lejos de significar un tiempo de oscuridad, los antepasados de los europeos lo celebraban como anuncio indudable del próximo retorno del Sol y del renacimiento de la vida que no muere bajo el frío invernal.

Hoy se reconoce de forma prácticamente unánime que fue la pre-existencia de esta fiesta pagana lo que llevó a la Iglesia a fijar el nacimiento de Cristo el 25 de diciembre. Escuchemos a Arthur Weigall: “Esta nueva fecha fue elegida enteramente bajo influencia pagana. Desde siempre había sido la del aniversario del sol, que se celebraba en muchos países con gran alborozo. Tal elección parece habérsele impuesto a los cristianos por hallarse éstos en la imposibilidad, ya fuera de suprimir una costumbre tan antigua, ya fuera de impedir al pueblo que identificara el nacimiento de Jesús con el del Sol. 

Así hubo que recurrir al artificio, frecuentemente empleado y abiertamente admitido por la Iglesia, de dar una significación cristiana a este rito pagano irreprimible” (Survivences païennes dans le monde chrétien, París, 1934). Esta misma tesis es admitida por numerosos autores cristianos. Credner, en 1833, señalaba: “Los Padres transfirieron la conmemoración del 6 de enero al 25 de diciembre porque la costumbre pagana quería que se celebrara en esta fecha el nacimiento del Sol, encendiendo velas en signo de alegría, y porque los cristianos tomaban parte en estos ritos y festejos. Cuando los doctores vieron cuán ligados seguían los cristianos a esta fiesta, tomaron la decisión de hacer que la Natividad se celebrara en este día” (“De natalitiorum Christi origine”, Zeitsch, Hist. Theol., III).

La fusión, no obstante, presentaba sus riesgos desde el punto de vista doctrinal, porque la identificación entre Cristo y el Sol llegaba, en las prédicas de los propios padres, a extremos demasiado paganizantes. 

Así en el siglo IV San Efrén, en su Himno a la Epifanía, había desarrollado una explicación absolutamente solsticial del misterio cristiano: “El Sol es victorioso y misterio son los pasos con que se eleva. Ved que hay doce días desde que el sol se eleva en el cielo, y hoy henos aquí en el décimotercer día. Símbolo perfecto del Hijo y sus Doce apóstoles. Vencidas las tinieblas del invierno, para demostrar que Satán ha sido vencido. El Sol triunfa para demostrar que el hijo único de Dios celebra su triunfo”. Este tipo de interpretaciones se hicieron muy frecuentes en los primeros tiempos: la fiesta del Sol todavía tenía más arraigo popular que la conmemoración de la Natividad. No es extraño que San Agustín, en sus Sermones, suplicara a sus contemporáneos que no reverenciaran el 25 de diciembre como día únicamente consagrado al Sol, sino también en honor a Jesús.

Un testimonio más tardío, el de Beda el Venerable, a principios del siglo VIII, nos ofrece detalles muy concretos sobre cómo se aplicó el sincretismo cristiano sobre el solsticio pagano. Así, en la Historia Ecclesiastica gentis Anglorum del célebre monje benedictino, leemos que en el año 601 el papa Gregorio I encomendó a los misioneros ingleses, sobre todo a Melitus y Agustín de Cantorbery, desviar de su sentido originario las costumbres paganas más arraigadas, y no combatirlas abiertamente: “No destruyais los santuarios donde se sientan sus ídolos —explicaba el papa—, sino sólo los ídolos que están en esos santuarios. Consagrad el agua traída a tales templos y levantad allí altares… de forma que el pueblo, viendo que sus templos no son destruidos, renuncie a sus errores y reconozca y adore al verdadero Dios. (…) Y si tienen el hábito de sacrificar bueyes a los demonios, ofrecedles alguna celebración en lugar de ese sacrificio… Que celebren fiestas religiosas y honren a Dios con sus fiestas, de modo que puedan conservar sus placeres exteriores, pero estando mejor dispuestos a recibir los gozos espirituales”.

La primera mención latina del 25 de diciembre como fecha de la Navidad se remonta al año 354. Sin embargo, no existe constancia de que en tal época celebrara la Iglesia fiesta alguna. La tradición dice que la fiesta de la Navidad fue instituida por el papa Julio I, cabeza visible de la Iglesia entre 337 y 352, pero no hay ningún documento que permita asegurarlo. 

Más probable parece que fuera un poco más tarde, bajo el reinado del emperador de Occidente Honorio, entre los años 395 y 423, cuando la Natividad del Señor el 25 de diciembre se convirtió en fiesta religiosa, puesta en pie de igualdad con la Pascua y la Epifanía, quedando esta última reducida únicamente al episodio de los reyes magos, y asimilándosele las bodas de Caná y el bautismo en el Jordán. No obstante, ésto acontecía sólo en la Iglesia de Occidente, porque en Oriente la Navidad seguía celebrándose como Epifanía, el 6 de enero: existe constancia de que a finales del siglo IV así ocurría en Chipre y en Jerusalén; Juan Crisóstomo, en una de sus prédicas en Antioquía el día de Pentecostés, sólo cita tres grandes fiestas cristianas, a saber, Epifanía, Pascua y el propio Pentecostés. 

No será hasta el 440 cuando la Iglesia decida oficialmente celebrar el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre. Aún así, ésta no constituirá fiesta obligatoria hasta que así lo decida el Concilio de Agde, en el 506. Y habrá que esperar al año 529 para que el emperador Justiniano la implante como día festivo.
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martes, 13 de diciembre de 2016

Todo lo que no proviene de fe es pecado... No quitará el bien a los que andan en integridad... El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?

PARA RECORDAR ... El que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




Tenemos que ser bautizados con el Espíritu Santo

CÓMO OBTENER EL BAUTISMO CON EL ESPÍRITU SANTO

Hemos llegado ya a la profunda convicción de que tenemos que ser bautizados con el Espíritu Santo, pero ahora, debemos encarar una pregunta práctica: 

¿cómo podemos obtener este bautismo con el Espíritu Santo que necesitamos con tanta urgencia? 

La Palabra de Dios, la Biblia, también responde a esta pregunta de manera muy clara y explícita y nos señala un camino que consta de siete pasos sencillos. 

Cualquier persona que así lo desee puede seguir este camino, y quienquiera que dé estos siete pasos con absoluta certidumbre de fe, entrará en posesión de esta bendición. 

Esta afirmación podría parecer muy positiva, pero la Palabra de Dios también es positiva con respecto al resultado que obtendremos si damos estos pasos que ella nos señala. 

Los siete pasos —algunos explícitos y otros implícitos— se señalan en Hechos 2:38: «Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo»

Los primeros tres pasos aparecen descritos de manera muy concreta y precisa en este versículo. Los demás, que están claramente implícitos en el texto, se explican con más exactitud en otros pasajes a los cuales nos referiremos con posterioridad.

1. Los dos primeros pasos se encuentran en el imperativo ‘¡arrepentíos!’
¿Qué significa ‘arrepentirse’? —Cambiar nuestra mente. 
Pero cambiar nuestra mente, ¿con respecto a qué? —Pues, con respecto a Dios, con respecto a Cristo y con respecto al pecado. 

No obstante, el contexto es el que determina en cada caso específico con qué se relaciona ese cambio de mente. La idea principal y obvia aquí es un cambio de mente con respecto a Cristo. 

Pedro acaba de formular contra sus oyentes la terrible acusación de haber crucificado a aquél a quién Dios había hecho Señor y Cristo. Y ellos, ‘compungidos de corazón’ por esta acusación y redargüidos por el Espíritu Santo, habían exclamado, «Varones hermanos, ¿qué haremos?». 

Entonces, Pedro les dijo, «¡Arrepentíos!», es decir:
  • cambien su mente con respecto a Cristo, 
  • cambien su actitud de odio y de deseos de crucificar a Cristo por una actitud mental de aceptación de Cristo. 
  • Acepten a Jesús como Salvador, Cristo y Señor. 
Este, pues, es el primer paso hacia el bautismo con el Espíritu Santo: Aceptar a Jesús como Salvador, Cristo y Señor. 

¿Has dado ya este paso? ¿Has aceptado a Jesús como tu Salvador? Para obtener el perdón de tus pecados, ¿estás confiando plenamente en su obra expiatoria? 

Para ser acepto delante de Dios, ¿estás confiando únicamente en el hecho de que él llevó tus pecados? (1Pe. 2:24; 2Co. 5:21). Hay muchos mal llamados cristianos que no hacen eso, muchos que pretenden añadir algunas obras suyas a la obra consumada de Cristo, para tratar de conseguir su aceptación delante de Dios. 

Sin embargo, Pablo dice que nosotros recibimos el Espíritu no «por las obras de la ley», sino «por el oír con fe» (Gá. 3:2). Y si ya has aceptado a Jesús como tu Salvador, ¿lo has aceptado también como tu Cristo y Señor? Es decir, ¿le has entregado el control absoluto de tu vida? Oiremos más acerca de esto cuando lleguemos al cuarto paso.

2. El segundo paso también se halla en el imperativo “¡arrepentíos!”. 
Si bien es cierto que el cambio de mente con respecto a Jesús es la idea principal y obvia, es preciso también que haya un cambio de mente con respecto al pecado —es decir, un cambio de actitud que nos haga dejar de amar el pecado y darle cabida en nuestra vida y nos haga aborrecerlo y renunciar a él. 

Este es el segundo paso: renunciar al pecado, a todo pecado y a cada pecado. Aquí nos enfrentamos a uno de los obstáculos más comunes para recibir el Espíritu Santo —el pecado. 

Mantenemos algo en lo íntimo de nuestro corazón que nos hace sentir con mayor o menor claridad que no estamos agradando a Dios. 

Para recibir el Espíritu Santo, debemos escudriñar nuestro corazón honesta y exhaustivamente. Pero como nosotros no podemos escudriñarlo de manera satisfactoria, es Dios quien tiene que hacerlo. 

Si deseamos recibir el Espíritu Santo, debemos acudir a Dios, y a solas con él, pedirle que nos escudriñe por completo y saque a la luz cualquier cosa que le desagrade (Sal. 139:23, 24). Entonces, debemos esperar a que él lo haga. 

Cuando nos revele qué es lo que le desagrada, tenemos que abandonarlo inmediatamente. Pero si no nos muestra nada después de esperar con paciencia y honestidad, podemos inferir que no hay ningún obstáculo en el camino y continuar con los demás pasos. Sin embargo, no debemos llegar a esta conclusión con demasiada celeridad. 

Nunca será un tiempo perdido el que pasemos en la presencia de Dios en espera de que él envíe la luz reveladora de su Espíritu y su Palabra a los rincones más íntimos de nuestro corazón y de nuestra vida. Es ciertamente un proceso doloroso pero saludable. 

El pecado que impide la bendición puede ser algo que parece muy pequeño e insignificante en sí mismo. 

El Sr. Finney cuenta de una joven a quien le preocupaba mucho todo lo concerniente al bautismo con el Espíritu Santo. 

Noche tras noche agonizaba en oración, pero la bendición deseada no llegaba. Una noche mientras oraba vino a su mente cierto asunto con respecto a un adorno que llevaba en la cabeza y que la había perturbado a menudo en otras ocasiones; se llevó la mano a la cabeza, sacó las horquillas que sujetaban aquel adorno y se deshizo de él, y de inmediato vino la bendición. 

Era un asunto pequeño en sí mismo, algo que a muchas personas no les habría parecido un pecado, sin embargo, aquello era un objeto de controversia entre esta mujer y Dios, y cuando el problema quedó resuelto, llegó la bendición. 

Lo que te impide recibir el bautismo con el Espíritu Santo puede ser algo que consideras muy, pero muy insignificante, pero ciertamente no lo es si produce ese efecto negativo. Cualquiera que sea tu desacuerdo con Dios, elimínalo. «Todo lo que no proviene de fe es pecado» (Ro. 14:23), y sin importar cuán pequeño pueda ser un asunto, si es motivo de cuestionamiento, es preciso eliminarlo para poder recibir el bautismo con el Espíritu Santo. 

Muchas personas agonizaron y oraron por el bautismo sin obtener ningún resultado, pero cuando eliminaron el pecado que impedía que lo recibieran, vino la bendición. 

El segundo paso, pues, hacia el bautismo con el Espíritu Santo es eliminar cada pecado.

3. El tercer paso se halla en este mismo versículo: «Bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados». 

Fue inmediatamente después del bautismo de Jesús que el Espíritu Santo descendió sobre él (Lucas 3:21, 22). En su bautismo, Jesús, aunque no tenía pecado, se humilló a sí mismo para ocupar el lugar del pecador, y entonces, Dios lo exaltó dándole el Espíritu Santo y el testimonio audible que decía: «Tú eres mi Hijo amado, en ti tengo complacencia». 

Por consiguiente, nosotros tenemos que humillarnos confesando públicamente que somos pecadores, que renunciamos al pecado y aceptamos a Jesucristo, y todo eso debemos hacerlo en la forma que Dios ha establecido, a saber, por medio del bautismo. 

El bautismo con el Espíritu Santo no es para aquel que secretamente se confiesa pecador y creyente en Cristo, sino para el que lo hace abierta y públicamente. 

Por supuesto, el bautismo con el Espíritu Santo puede preceder al bautismo en agua como ocurrió en casa de Cornelio (Hechos 10:47), pero resulta obvio que este fue un caso excepcional y el bautismo en agua tuvo lugar inmediatamente después. 

No me cabe duda de que ha habido entre los cristianos algunos que no han creído en el bautismo en agua ni lo han practicado, como por ejemplo, los ‘Cuáqueros’, y sin embargo, han experimentado y han dado pruebas del bautismo con el Espíritu Santo, pero el pasaje que estamos analizando presenta la situación normal.

4. El cuarto paso se infiere claramente del versículo que hemos estado estudiando, (Hechos 2:38), pero se pone de relieve de forma explícita en Hechos 5:32: «… el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen». 

El cuarto paso es la obediencia. ¿Qué es la obediencia? La obediencia no es simplemente hacer alguna, o muchas o la mayoría de las cosas que Dios nos ordena que hagamos. 

La obediencia supone una entrega total a la voluntad de Dios; es una actitud de la voluntad respaldada por actos específicos de obediencia. Eso significa que debo acudir a Dios y decirle, «Padre celestial, heme aquí con todo lo que soy y con todo lo que tengo. Tú me has comprado por precio y yo reconozco tu señorío absoluto. Tómame y toma todo lo que tengo, y haz conmigo lo que quieras. Envíame a donde desees y úsame del modo en que lo desees. Me entrego y entrego a tu control y para tu uso todo mi ser y todo lo que poseo, y lo hago en forma total e incondicional». 

Fue solo cuando el sacrificio que debía quemarse completamente, sin quitar de él ninguna parte, fue colocado sobre el altar, que del Señor salió fuego y aceptó la ofrenda (Lv. 9:24); y cuando nosotros nos ofrecemos al Señor completamente como un sacrificio y nos ponemos sobre el altar, el fuego desciende y Dios, entonces, acepta la ofrenda. 

Quiero mencionar aquí lo que impide el bautismo con el Espíritu Santo en muchas vidas —a saber:
  • que su entrega no es total, 
  • su voluntad no está rendida, 
  • su corazón no exclama, «Señor, donde tú quieras, lo que tú quieras, como tú quieras». 

Es el caso, por ejemplo, de un hombre que desea el bautismo con el Espíritu Santo para poder predicar y trabajar con poder en Boston cuando Dios lo quiere en Bombay. Otro desea dirigir su predicación al público en general cuando Dios quiere que desarrolle su labor entre los pobres. 

Una joven en una convención expresó un deseo intenso de que alguien hablara sobre el bautismo con el Espíritu Santo. El mensaje tocó su corazón de manera poderosa. Había estado agonizando en lo profundo de su alma durante algún tiempo y cuando le pregunté cuál era su deseo, exclamó, «No puedo regresar a Baltimore hasta que haya sido bautizada con el Espíritu Santo».
—¿Has rendido tu voluntad?, —le pregunté.
—No lo sé —me respondió.
—¿Deseas regresar a Baltimore para trabajar como obrera cristiana?
—Sí —contestó.
Tomé de nuevo la palabra y le pregunté, «¿Estarías dispuesta a regresar a Baltimore y trabajar de sirvienta si es eso lo que Dios desea de ti?»
Y dijo, «No, claro que no lo estoy».
Y yo repliqué, «Pues, no obtendrás el bautismo con el Espíritu Santo hasta que lo estés. ¿Desearías rendir tu voluntad ahora?».
—No puedo —fue su respuesta.
—¿Le permitirías a Dios que lo hiciera por ti?
—Sí.
—Bueno, pues, pídele que lo haga.
Inclinó su cabeza e hizo una oración breve pero fervorosa, y luego me preguntó:
—¿Oyó Dios esa oración?
—Tiene que haberla oído porque fue conforme a su voluntad. ¡Claro que sí la oyó! —le contesté y proseguí, «Ahora pídele el bautismo del Espíritu Santo».

Una vez más inclinó la cabeza y su breve y ferviente oración ascendió a Dios. Hubo un corto silencio y la agonía de su alma se desvaneció por completo porque la bendición llegó, cuando rindió su voluntad. 

Hay muchos que se muestran renuentes a hacer esta entrega total porque le tienen miedo a la voluntad de Dios, temen que la voluntad de Dios sea algo terrible. Pero debemos recordar quién es Dios. Él es nuestro Padre. Nunca la voluntad de un padre terrenal demostró ser tan amorosa y tan tierna con respecto a sus hijos como lo es la voluntad de Dios para con nosotros. «No quitará el bien a los que andan en integridad» (Sal. 84:11). 

«El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?» (Ro. 8:32). 

No hay nada que temer con respecto a la voluntad de Dios. Su voluntad siempre probará ser, en última instancia, lo mejor y lo más dulce que existe en el universo de Dios.

5. El quinto paso se encuentra en Juan 7:37–39: 
«Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeren en él». 

Hay además un pasaje muy sugerente en Isaías 44:3, «Yo derramaré aguas sobre la tierra sedienta… Derramaré mi Espíritu sobre tu posteridad» (LBLA). 

Un texto que está íntimamente relacionado con estos dos pasajes es Mateo 5:6: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados». ¿Qué significa tener sed? Cuando uno tiene sed no pide más que una cosa, ‘¡agua!, ¡agua!, ¡agua!’. Todos los poros de su cuerpo parecen aunar sus voces para gritar, ‘¡agua!’. Del mismo modo, cuando el único clamor que existe en nuestro corazón es ‘¡el Espíritu Santo, el Espíritu Santo, el Espíritu Santo!’, es entonces que Dios derrama aguas sobre la tierra sedienta y su Espíritu sobre nosotros. 

Este, pues, es el quinto paso —un deseo intenso de recibir el bautismo con el Espíritu Santo. ¡Cuán intenso tiene que haber sido este deseo en el corazón de los discípulos al llegar el décimo día de su ansiosa espera! Es por eso que la sed de sus almas se vio plenamente satisfecha ‘cuando llegó el día de Pentecostés’. 

Mientras pensemos que podemos arreglárnoslas sin el bautismo con el Espíritu Santo; mientras sigamos tratando de remplazarlo por algo novedoso en el área de la educación o por ciertos métodos de trabajo ingeniosamente elaborados, no vamos a recibirlo. Hay muchos ministros que no aprovechan la plenitud del poder que Dios tiene para ellos simplemente porque no están dispuestos a reconocer la insuficiencia que ha caracterizado su ministerio a través de los años. Confesarlo es, sin duda, humillante, pero esa confesión humilde sería precursora de una maravillosa bendición. 

Sin embargo, no son pocos los que, a causa de su falta de voluntad para hacer esta saludable confesión, tratan de buscar algún método exegético ingenioso que les permita soslayar el significado claro y sencillo de la Palabra de Dios, y con ello, se privan de esa plenitud del poder del Espíritu que Dios está tan ávido de otorgarles; y por otra parte, ponen en peligro los intereses eternos de las almas que dependen de su ministerio y que fácilmente podrían ganar para Cristo si contaran con el poder del Espíritu Santo que está a su disposición. Pero hay otros a quienes Dios, por su gracia, les ha hecho entender que había algo que faltaba en su ministerio, y lo que les faltaba era nada menos que ese bautismo tan esencial con el Espíritu Santo, sin el cual carecemos por completo de toda competencia para prestar un servicio aceptable y eficiente. Esos individuos confesaron su falencia con humildad y franqueza. En algunos casos, Dios los guio para que tomaran la determinación de no continuar su labor hasta que esta falencia fuera corregida. Esperaron con ansioso anhelo que Dios el Padre cumpliera su promesa, y el resultado ha sido un ministerio transformador por el cual muchos han sido levantados para bendecir a Dios.

No es suficiente que el deseo de recibir el bautismo con el Espíritu Santo sea intenso; es preciso también que sea puro. Hay muchos que tienen un deseo intenso de recibirlo pero sus fines son enteramente egoístas, por ejemplo, desean este bautismo para llegar a ser grandes predicadores, o grandes trabajadores personales o individuos destacados en algún aspecto entre los cristianos. Esas personas en realidad no están buscando el Espíritu Santo, sino su propio beneficio, su gloria y su honra, y el bautismo con el Espíritu Santo es simplemente un medio para lograr su propósito. Una de las trampas más sutiles y más peligrosas que Satanás nos tiende consiste en hacernos buscar el Espíritu Santo, el más solemne de todos los dones, para nuestros propios fines. No debemos desear el Espíritu Santo para hacer de este ser sublime y divino un siervo de nuestros fines bajos, sino para la gloria de Dios. El deseo de poseerlo debe surgir de un reconocimiento de que Dios y Cristo están siendo deshonrados a causa de mi ministerio carente de poder y del pecado de la gente que me rodea, contra el cual ahora no tengo poder para luchar, y de que él será honrado si tengo el bautismo con el Espíritu Santo. 

Uno de los pasajes más solemnes del Nuevo Testamento alude directamente a esta cuestión. En Hechos 8:18–24 leemos: «Cuando vio Simón que por la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu Santo, les ofreció dinero, diciendo: Dadme también a mí este poder, para que cualquiera a quien yo impusiere las manos reciba el Espíritu Santo». El deseo de Simón era, sin duda, intenso, pero totalmente impío y egoísta, y la respuesta formidable de Pedro es digna de mención y de meditación. Sin embargo, ¿no es cierto acaso que hay muchas personas en la actualidad cuyo deseo de recibir el bautismo con el Espíritu Santo persigue algún propósito igualmente impío y egoísta? Sería, pues, muy saludable que todos los que desean y buscan este bautismo se preguntaran por qué lo desean. Si al hacerte tú esta pregunta descubres que lo deseas simplemente para tu propia satisfacción y gloria, pídele entonces a Dios que perdone el pensamiento de tu corazón y te permita ver que si lo necesitas, es para su gloria, y te haga desearlo con ese fin.

6. El sexto paso aparece en Lucas 11:13: 
«Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?». 

El sexto paso es pedir, hacer una petición clara por una bendición específica. Después de aceptar a Cristo como Salvador y Señor y de confesarlo como tal, después de eliminar el pecado de nuestra vida y de someter nuestra voluntad a Dios de manera definitiva y absoluta, si el deseo que tenemos de recibir el Espíritu Santo es verdadero y santo; entonces, no queda más que pedirle a Dios que nos conceda esta bendición específica, la cual él otorga en respuesta a la oración ferviente, clara, concreta y hecha con fe. Algunas personas sinceras han alegado que no se debe orar por el Espíritu Santo, y lo explican de la siguiente manera: «El Espíritu Santo se le dio a la iglesia el día de Pentecostés como un don permanente». Esto es cierto, y cada creyente debe hacer suyo lo que la iglesia recibió. Con respecto a esto se ha dicho con mucho acierto que Dios ya le dio al mundo su hijo (Jn. 3:16), pero que cada individuo debe tomar posesión de él en forma personal para beneficiarse de este don, y así también, cada individuo tiene que tomar posesión en forma personal del don del Espíritu Santo para poder beneficiarse de él. 

Ahora bien, otro argumento que se plantea es que cada creyente ya tiene el Espíritu Santo, lo cual, en cierto sentido, también es verdad porque «si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él» (Ro. 8:9). Pero como ya hemos dicho, es perfectamente posible tener algo, y aún mucho, de la presencia y de la obra del Espíritu en el corazón, y aun así, carecer de esa obra especial que en la Biblia se conoce como el bautismo o la plenitud del Espíritu Santo. En respuesta a todos esos razonamientos engañosos citamos estas sencillas palabras de Cristo: «¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?». 

En una convención al que fui invitado para que predicara sobre este tema, un hermano me dijo:
—Así que va a hablar acerca del Espíritu Santo.
—Sí — repliqué.
—Es el tema más importante del programa; sin embargo, muéstrese firme y ordéneles que no oren por el Espíritu Santo— me dijo.
A lo cual respondí, «puede estar seguro de que no voy a ordenarles eso, porque Jesús dijo: ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?».
—Pero eso fue antes del Pentecostés — insistió.
Yo, entonces, le pregunté, “¿qué piensa de Hechos 4:31? ¿Ocurrió eso antes del Pentecostés o después?
—Después, por supuesto — confesó.
—Bien, ¡léalo!, — le dije.
Y lo leyó: «cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo».
Le pregunté además, «¿Qué le parece el capítulo ocho de Hechos? ¿Lo que ocurrió allí fue antes o después de Pentecostés?»
—Por supuesto que después, — respondió.
—Por favor, lea desde el versículo 14 al 17, — le pedí.
Y aquel hombre leyó: «Los cuales (Pedro y Juan), habiendo venido, oraron por ellos para que recibiesen el Espíritu Santo; porque aún no había descendido sobre ninguno de ellos, … y recibían el Espíritu Santo».

Esta enseñanza clara que transmite la Palabra de Dios —por medio de lo que dice y se practica aquí— en cuanto a que el Espíritu Santo se concede en respuesta a la oración refuta cualquier argumento en contra. Así ocurrió el día de Pentecostés, y así mismo ha ocurrido desde entonces. 

Los que yo he conocido que dan sobradas pruebas de la presencia y el poder del Espíritu en su vida y en su obra creen firmemente que hay que orar por el Espíritu Santo. El autor ha tenido el indescriptible privilegio de orar con muchos ministros y obreros cristianos por esta grandiosa bendición, y más tarde se enteró por ellos mismos o por otros que un poder nuevo había visitado su ministerio –ni más ni menos que el poder del Espíritu Santo.

7. El séptimo y último paso se encuentra en Marcos 11:24: 
«Por tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá». 

Es por medio de la fe que hacemos nuestras las promesas positivas e incondicionales de Dios. En Santiago 1:5 leemos: «Y si alguno tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada». 

Ahora bien, eso ciertamente es bastante positivo e incondicional, sin embargo, escuchen lo que el escritor dice a continuación: «Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor». 

Por consiguiente, es preciso que tengamos fe para hacer nuestras las promesas positivas e incondicionales de Dios, como por ejemplo, las que aparecen en Lucas 11:13 y en Hechos 2:38, 39. Según podemos descubrir aquí, esta es, entonces, la causa del fracaso de muchas personas para entrar en posesión de la bendición del bautismo con el Espíritu Santo. Su fracaso se debe a que no dan el último paso, el simple paso de fe. No creen, no esperan confiadamente, y con ello, constituyen otro ejemplo de los que «no entraron por causa de su desobediencia (incredulidad)» (Heb 4:6). Hay muchos, pero muchísimos, que no tienen acceso a esta tierra de leche y miel solo por esta incredulidad. Debe añadirse que existe una fe que supera toda expectativa, una fe que extiende su mano y toma lo que pide. Esto se pone claramente de manifiesto Marcos 11:24 que en la versión de LBLA dice: «Todas las cosas por las que oréis y pidáis, creed que ya las habéis recibido, y os serán concedidas». Recuerdo cuán perplejo me quedé al leer por primera vez este versículo traducido así. 

Cuando examiné el pasaje en el griego me di cuenta de que la traducción era correcta, pero, ¿qué significaba? Al parecer, existía una notable confusión con los tiempos verbales: «creed que ya las habéis recibido, y os serán concedidas». Este aparente enigma pude resolverlo mientras estudiaba la primera epístola de Juan mucho tiempo después. 

En el Juan 5:13,14 leí: «Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho». 

Cuando le pido alguna cosa a Dios lo primero que me pregunto es: ¿Es esta petición conforme a su voluntad? Después de llegar a la conclusión de que sí es conforme a su voluntad, por ejemplo, cuando lo que he pedido está claramente prometido en su Palabra –entonces sé que la oración ha sido oída, y sé además que ‘tengo la petición que le he hecho’. 

Lo sé porque Dios lo dice claramente así, y aquello de lo que he tomado posesión por medio de una fe sencilla e infantil basada únicamente en su Palabra, ‘lo tendré’ después como una experiencia real. 

Si una persona posee un título de propiedad libre sobre algún bien material y me lo cede, ese bien será mío en cuanto se haya ejecutado adecuadamente la transferencia y la escritura haya quedado registrada a mi nombre, aunque es posible que transcurra algún tiempo antes que yo pueda disfrutar experimentalmente del bien en cuestión. En un sentido, lo tengo tan pronto como la escritura aparece registrada a mi nombre; y lo tendré, en el otro sentido, posteriormente. 

De igual manera, si después de haber cumplido las condiciones que exige la oración que prevalece, le hacemos una petición a Dios por ‘alguna cosa conforme a su voluntad’, tenemos el privilegio de saber que la oración ha sido oída y que lo que le hemos pedido es nuestro. 

Y ahora, apliquemos esto al bautismo con el Espíritu. Tras haber cumplido las condiciones ya mencionadas para obtener esa bendición, le pido a Dios el Padre, con sencillez y claridad, el bautismo con el Espíritu Santo. Entonces, hago un alto y me pregunto: ¿fue esta oración ‘conforme a su voluntad’? –‘Sí’, porque en Lucas 11:13 dice: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» y en Hechos 2:38, 39 leemos: «Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare». 

Resulta, pues, obvio que la oración por el bautismo con el Espíritu Santo es ‘conforme a su voluntad’ porque está prometido de manera específica y clara. Sé, entonces, que la oración ha sido oída y que tengo la petición que le he hecho (1Jn. 5:14, 15) —es decir, ¡tengo el bautismo con el Espíritu Santo! Y entonces, puedo ponerme en pie después de concluir mi oración y decir, con la autoridad más que suficiente de la Palabra de Dios, ‘tengo el bautismo con el Espíritu Santo’, y después disfrutaré en forma experimental de lo que he hecho mío a través de la fe; porque Dios ha dicho, y no puede mentir que «todas las cosas por las que oréis y pidáis, creed que ya las habéis recibido, y os serán concedidas» (LBLA).

Quienquiera que seas tú que estás leyendo, puedes dejar a un lado en este momento y, si ya has aceptado a Cristo como tu Salvador y Señor, si lo has confesado públicamente de la manera que Dios ha establecido, si has escudriñado tu vida y has eliminado cualquier pecado que hayas descubierto, si le has rendido por completo tu voluntad y tu vida a Dios y tienes un deseo sincero de ser bautizado con el Espíritu Santo para la gloria de Dios —si has cumplido estas condiciones, puedes presentarte ahora mismo delante de Dios, pedirle que te bautice con el Espíritu Santo y una vez que hayas concluido tu oración, puedes afirmar, «esta oración ha sido oída, tengo lo que pedí, tengo el bautismo con el Espíritu Santo», y entonces, levántate y ve a hacer tu obra con la certeza absoluta de que en esa obra te asistirá el poder del Espíritu Santo. 

Algunos, sin embargo, preguntarán, «¿No debería saber primero que tengo el bautismo con el Espíritu Santo antes de comenzar la obra?» Por supuesto que sí pero, ¿cómo podemos saberlo? La mejor vía que conozco para saber algo es la Palabra de Dios. 

Creería a la Palabra de Dios antes que a mis sentimientos en cualquier circunstancia. Pues bien, ¿cómo tratamos con un individuo que tiene dudas, que nos dice que ha aceptado a Cristo pero que no sabe a ciencia cierta que tiene vida eterna? No le pedimos que examine sus sentimientos, sino que lo remitimos a algún pasaje de la Biblia, como por ejemplo, a Juan 3:36, y le invitamos a leerlo, y cuando haya leído: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna», le preguntaremos:
—¿Quién dice eso?
Y él nos responderá, «Dios».
Le preguntamos entonces, «¿Es cierto lo que dice?»
Y él afirmará, «claro que es cierto, es Dios quien lo dice».
De nuevo nosotros, «¿Quién dice Dios que tiene vida eterna?»
Él confesará, «el que cree en el Hijo».
Nuestro turno, «¿Cree usted en el Hijo?»
Su respuesta será, «Sí».
Le preguntamos ahora, «¿Qué tiene usted entonces?».
Y tal vez replicará, «no sé, todavía no siento que tengo vida eterna».
—Pero, ¿qué dice Dios? ‘El que cree en el Hijo tiene vida eterna’. ¿Va a creer a Dios o a sus sentimientos?
Y lo dejaremos pensando en esto hasta que, basado únicamente en la sencilla Palabra de Dios, y más allá de lo que sienta o no sienta, confiese, «sé que tengo vida eterna porque Dios lo dice». Y después de eso, vendrán los sentimientos. 

Pues bien, trata contigo con respecto al bautismo con el Espíritu Santo como tratarías con un individuo que alberga dudas con respecto a la seguridad de su salvación. Asegúrate de que has cumplido las condiciones, y entonces simplemente pide, reclama, y actúa. Alguien, sin embargo, podría preguntar, «¿Quedará todo igual que antes? ¿No habrá ninguna manifestación?» Lo más seguro es que sí haya alguna manifestación. «A cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho» (1Co. 12:7). 

Pero, ¿cuál será la naturaleza de la manifestación y dónde la veremos? Es precisamente aquí que muchos cometen un error. Tal vez han leído la vida de Charles Finney o de Jonathan Edwards, y recuerdan las grandes olas de emoción exultante que envolvía a estos hombres hasta sentirse obligados a pedirle a Dios que retirara su mano para no morir a causa de aquel éxtasis. O quizás han asistido a alguna reunión en la que oyeron testimonios de experiencias similares y esperan sentir algo semejante. Ahora bien, yo no niego la realidad de esas experiencias. No puedo hacerlo porque lo testimonios de hombres como Finney y Edwards son dignos de crédito. 

Existe, pues, una razón poderosa que me impide negarlos. Pero aun cuando admita la realidad de estas experiencias, preguntaría si hay algún pasaje en el Nuevo Testamento que describa experiencias así en relación con el bautismo del Espíritu Santo. El bautismo con el Espíritu Santo en el Nuevo Testamento se manifestaba en cada ocasión como un nuevo poder para servir. Analicen, por ejemplo, 1Co. 12, donde se trata este asunto del modo más exhaustivo, examinen también Hechos 2:4; 4:31; 4:33; 9:17, 22 y observen la naturaleza de las manifestaciones a las que se hace referencia en esos pasajes. 

Es muy probable que los apóstoles tuvieran experiencias similares a las de Finney y Edwards y otros más, pero, en caso de haberlas tenido, el Espíritu Santo no permitió que dejaran constancia de ellas. Y es bueno que lo haya hecho porque si los apóstoles las hubieran contado, habríamos buscado esas cosas en vez de buscar la manifestación más importante —a saber, el poder para servir.

Pero habrá algunos que hagan otra pregunta, «si los apóstoles esperaron diez días, ¿será que nosotros tal vez tengamos que esperar?» Los apóstoles permanecieron esperando diez días, pero Hechos 2:1 explica cuál fue la razón: «Cuando llegó el día de Pentecostés» (literalmente, ‘y al cumplirse’, LBLA). 

En los propósitos y planes eternos de Dios y en los tipos del Antiguo Testamento, el día de Pentecostés fue la fecha que Dios fijó para dar el Espíritu Santo, y él no podía concederlo hasta que llegara ese día, pero después de la experiencia de Pentecostés, no leemos nada que indique que fuera necesario esperar para recibir el Espíritu Santo. En Hechos 4:31 no hubo ninguna espera. «Cuando hubieron orado el lugar en que estaban congregados tembló, y todos fueron llenos del Espíritu Santo». En Hechos 8 tampoco hubo que esperar. 

Cuando Pedro y Juan descendieron a Samaria y vieron que ninguno de los nuevos convertidos había sido bautizado con el Espíritu Santo, «oraron por ellos para que recibiesen el Espíritu Santo», y lo recibieron allí mismo y en aquel momento (Hch. 8:15, 17). Saulo de Tarso tampoco se vio obligado a esperar, según leemos en el capítulo nueve de los Hechos. Ananías entró y le habló de este maravilloso don, lo bautizó y puso sus manos sobre él, «y enseguida (Saulo) se puso a predicar a Jesús en las sinagogas, diciendo: Él es el Hijo de Dios» (Hch. 9:17, 20 LBLA). 

No hubo ninguna espera en Hechos 10. Antes que Pedro terminara su sermón tuvo lugar el bautismo con el Espíritu Santo (Hch. 10:44–46; compárese con 11:15, 16). En el capítulo diecinueve de los Hechos no hubo ninguna espera. Tan pronto como Pablo les habló a los discípulos de Éfeso del don del Espíritu Santo, y se cumplieron las condiciones, vino la bendición (Hch. 19:1–6). Las personas tienen que esperar solamente cuando no cumplen las condiciones —es decir, cuando no han aceptado plenamente a Cristo, o no han eliminado el pecado, o no se han sometido por completo a Dios, o cuando su deseo no es sincero, o no es clara su oración, o su fe no es sencilla porque no se apoya únicamente en la Palabra de Dios. La ausencia de alguna de estas cosas hace que muchas personas tengan que esperar a veces más de diez días. 

Pero no hay necesidad de que el lector espere ni siquiera diez horas. Si lo desea, puede tener el bautismo con el Espíritu Santo en este mismo instante. Un joven muy serio con respecto a este asunto se acercó a mí en cierta ocasión y me dijo:
—“Hace algún tiempo oí hablar del bautismo con el Espíritu Santo y he estado buscándolo, pero no lo he recibido”.
Le pregunté, «¿Le has rendido tu voluntad a Dios?»
—Me temo que ese es el problema, —contestó.
—¿Quisieras rendírsela ahora? — Inquirí.
—Me temo que no puedo, — dijo.
—¿Estarías dispuesto a que Dios lo hiciera por ti?, — le pregunté.
—Sí, — respondió terminantemente.
—Pues, pídele que lo haga, —le dije.
Nos pusimos de rodillas para orar y él le pidió a Dios que rindiera su voluntad por él.
—¿Oyó Dios esa oración?, — preguntó.
—“Tiene que haberla oído porque lo que pediste fue conforme a su voluntad”, le respondí.
Le hice entonces otra pregunta, «¿Está tu voluntad rendida ahora?»
—Debe estarlo, — replicó.
Le hice, pues, esta invitación, «entonces pídele a Dios el bautismo con el Espíritu Santo».
Y lo hizo.
—¿Fue esa oración conforme a su voluntad?, — inquirió.
—Sí, — le respondí.
—¿Fue oída?, — insistió.
—Por supuesto que sí. ¿Tienes ya el bautismo con el Espíritu Santo?, — le pregunté.
—No lo siento, — me dijo.
A lo cual repliqué, «No es eso lo que te pregunté. Lee esos versículos otra vez».
Abrió la Biblia en 1 Juan 5:14, 15, y leyó: «Esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye».
—Detente ahí!, — le dije. ¿Fue esa oración conforme a su voluntad?”
—Sí, claro que sí, — replicó.
—¿Fue oída?, — le pregunté.
—¡Sí lo fue!, — aseguró.
—¡Sigue leyendo!, — le dije.
—Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho.
—¿Qué es lo que sabemos?, — fue entonces mi pregunta, y él respondió:
—Que tenemos las peticiones que le hayamos hecho, — dijo.
—¿Cuál fue la petición?, — inquirí, y él contestó:
—El bautismo con el Espíritu Santo, — confesó.
—¿Lo tienes?, — le pregunté resueltamente.
—No lo siento, pero si Dios lo dice, debo tenerlo, — replicó.
Unos días después volví a verlo y le pregunté si había recibido realmente lo que había aceptado por fe, y con un rostro en el que se dibujaba una sonrisa llena de felicidad me dijo, «Sí».
Pasaron tal vez dos años sin que volviera a verlo, pero un día lo encontré y estaba preparándose para el ministerio y ya estaba predicando, y Dios honraba su ministerio salvando almas. Poco después lo usó a él, junto con otros, como un instrumento de gran bendición para el seminario teológico donde estudiaba. Además, había decidido servir a Cristo como misionero en el extranjero. Lo que pidió con una fe sencilla y recibió, cualquier lector de este libro puede reclamar y recibir de igual manera.

No me atrevería a decir ni una palabra para disuadir a alguien de que pase mucho tiempo en oración esperando en Dios. «Los que esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas» (Is. 40:31). Hay, de hecho, en este tiempo unos cuantos que pasamos tantas horas como podemos esperando en Dios. 

El escritor puede testificar con gozo de los derramamientos manifiestos del Espíritu que han tenido lugar, en repetidas ocasiones, mientras esperaba en Dios junto con otros hermanos creyentes durante las vigilias de la noche. Sin embargo, sé positivamente que hay muchas personas que están esperando sentir lo que deberían estar reclamando por fe.
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