jueves, 9 de febrero de 2012

La ilustración en los Sermones: ¿Qué se debe hacer?

biblias y miles de comentarios
 
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El mal, y el buen uso de las ilustraciones
¿Qué tiene que ver esa ilustración con el tema?
Uso y abuso de las ilustraciones
Predica la Palabra; insiste a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con mucha paciencia e instrucción.
2 Timoteo 4:2
Me interesó un sermón predicado por un buen amigo cuyo nombre, por cariño, me reservo. Se basaba en Isaías 7:14, que dice: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel.
Recuerdo que aquel domingo me acomodé en el asiento de la iglesia para oír lo que esperaba fuese un gran sermón navideño. Pero ¡me decepcionó! Como que aprendemos mucho de los ejemplos negativos. Hace poco, al recordar el sermón, me acerqué a la iglesia para comprar el casete de ese sermón. Lo acabo de escuchar de nuevo. Con fidelidad, pues, puedo identificar las fallas en el sermón.
El gran error de mi amigo fue crear un sermón alrededor de unas buenas ilustraciones, en lugar de dejar que estas surgieran del tema bíblico. Les cuento las ilustraciones para mostrar la manera en que caemos, con facilidad, en la tentación de permitir que ellas cambien el rumbo de una predicación. Así se darán cuenta de lo fácil que es dejar que las ilustraciones sean lo que forman la base de los pensamientos en vez del pasaje bíblico.
Comenzó contando acerca de lo inepto que somos, usando una ilustración personal: Fue al refrigerador a buscar la mayonesa. Sabía que solía estar allí, pero no la podía encontrar. Así que llamó a la esposa. Acercándose a la puerta abierta, ella apuntó el dedo y le dijo: «¡Ahí está, en tus propias narices! ¿Cómo es posible que no lo hayas visto»? De inmediato siguió a otra ilustración, esta vez relató en cuanto a lo sordo que a veces somos: la ocasión mencionada fue un juego de fútbol que veía en la televisión. La esposa se le acercó para pedirle un favor.«Honestamente —confesó— no oí ni una sola palabra de lo que ella me pidió, tan absorto estaba en el juego».
Aplicando las dos ilustraciones al sermón, dijo: «Así era Israel. Tan absortos estaban en sus problemas y quehaceres que no prestaron atención a lo que les dijo el profeta Isaías en cuanto a la venida del Mesías».
«Buen comienzo», pensé, «me alegro que vine».
Pero fue al terminar esa explicación, mi amigo comenzó a fallar. Habló acerca de la manera en que hoy día se nos bombardea con publicidad por televisión. Citó un verso pueril, publicidad cantada para niños, con el propósito de venderles «perros calientes» (un pan con salchicha, salsa de tomate, mayonesa y mostaza), que decía así:
Cuánto quisiera ser perro caliente;
Es lo que más quiero, verdaderamente;
Porque si fuera un perro caliente,
Todo el mundo me amaría siempre.
La congregación estalló en risas, y alentado por esa respuesta de la audiencia, mi amigo predicador continuó. Al parecer, lo contagioso de la cancioncita le inspiró otros pensamientos, y el sermón comenzó a buscar otro rumbo. Dejó de hablar del profeta Isaías, abandonó el texto que había escogido, e introdujo un tema totalmente nuevo: los regalos que tú y yo deseamos. Indicó que en lugar de desear aquello que nos hace mejores, escogemos lo que nos perjudica. Pasó un buen rato hablando de nuestras avaricias malsanas.
Esto lo siguió introduciéndonos, con otra ilustración, al gran músico Bethoven, cuando era ya viejo y muy sordo. En cuanto a este personaje, el predicador relató que un día se sentó ante el clavicordio y comenzó a tocar con todas sus fuerzas. Tan sordo estaba que no podía oír que el instrumento estaba todo desafinado y algunas cuerdas rotas. Inspirado con su ilustración, mi amigo comenzó a levantar la voz contándonos que, a pesar de su sordera, la música le salía del corazón a Bethoven y que en su «oído interno» le sonaba tan bien que las lágrimas brotaban de sus ojos. «Cuando hay música en el interior —dijo con gran fervor— no importa lo que se oye por fuera, estamos conmovidos y satisfechos, pues Dios ha puesto música en el alma de nuestras vidas».
Lo que decía sonaba convincente, pero no tenía nada que ver con el pobre Isaías, los perros calientes ni la Virgen con que había comenzado; ya no se acordaba de ellos. Ahora hablaba de la música que debiéramos tener en el interior de nuestras almas.
Luego habló de una señora que tenía una casa. El piso de la misma estaba cubierto totalmente por una linda alfombrada, pero estaba muy sucia; por tanto necesitaba una aspiradora eléctrica. La mujer fue a un almacén de Sears y se compró una. La llevó a su casa y la enchufó en el tomacorriente. Prendió la aspiradora, pero al poco rato se apagó. Volvió a prenderla, y se apagó de nuevo. Irritada pensando que la habían engañado, la señora llamó al almacén contando lo ocurrido con el aparato y exigió otro.
El gerente, oyendo cómo funcionaba la máquina de manera tan inexplicable, mandó un empleado a la casa de la mujer para que le mostrara el problema. La señora enchufó de nuevo el aparato, y comenzó nuevamente a trabajar, pero enseguida se paró. El empleado revisó la conexión eléctrica, y se echó a reír diciéndole. «Miré, señora. Usted enchufó la aspiradora a la conexión que enciende las luces de su arbolito de Navidad. Este enchufe tiene un dispositivo intermitente para que las luces del arbolito prendan y apaguen. Es por eso que su aspiradora funciona así».
Todos los presentes nos reímos, pues la ilustración era graciosa. Pero, ya pueden imaginarse el rumbo que tomó el sermón.
Mi amigo pastor se puso a hablar de la necesidad que tenemos de estar conectados directamente a Jesucristo, no dejando que las tentaciones intermitentes del mundo nos distraigan. La única relación que hizo con el pasaje de Isaías fue una breve referencia a que Jesucristo procedía de una Virgen, según la promesa del profeta.
Citó luego un proverbio chino: «El que no cambia de rumbo, llegará al destino del camino por el que va». Esta cita fue seguida por otra del conocido escritor Max Lucado, hablando de «un nombre nuevo escrito en la gloria». Ambas referencias le sirvieron para preguntar a sus oyentes —nosotros—, qué camino seguíamos, y si tendríamos nuestros nombres escritos en la gloria.
Terminó contándonos acerca de un hogar para niños con el síndrome de Down. Resulta que, acercándose la Navidad, el director, Bud Wood, les habló a los niños de la manera en que Jesús los amaba. Añadió que Él regresaría pronto, apareciendo en las nubes, para llevarlos al cielo. A los niños les encantó la historia, y todos corrieron a las ventanas del hogar, pegando sus manos y bocas contra el cristal, para intentar ver a Jesús descender en las nubes. Pocos minutos después llegaron visitantes y familiares. Comentaron de lo sucio que estaban los cristales de las ventanas. «Ah —explicó el director— es que los niños hace unos minutos las ensuciaron todas, queriendo ver si Jesús llegaba en las nubes para llevarlos al cielo».
Así llegó a la conclusión: «Queridos amigos, qué precioso es pensar que Jesús vino al mundo para hacer posible que nosotros, manchados y sucios por el pecado, podamos ir al cielo. Recuerden que si no están limpios por su sangre, esa entrada les será prohibida. Pero si sus pecados han sido limpiados, esa esperanza es de ustedes».
Creo que al revisar las ilustraciones de mi amigo en su sermón todos diríamos que son buenas —algunas magníficas. Pero como acabamos de ver, tener magníficas ilustraciones no hace un sermón. Tener muchas ilustraciones tampoco. El buen sermón tiene que apegarse a un texto o pasaje bíblico y quedarse ahí —no vagar por el mundo entero. Las ilustraciones escogidas tienen que ayudarnos a entender el pasaje de comienzo a fin, no sencillamente llenar los minutos que corresponden a un sermón dominical.
¿Cuál fue el gran error de mi colega? Dejar que las ilustraciones fueran las que guiaran el pensamiento. Nunca permitamos que la ilustración sea la base del sermón. Lo que Dios ha dicho en su Palabra es esa base. Lo que debe hacer una ilustración es abrir la mente para que entendamos el concepto tratado en la Biblia. Lo que necesita la humanidad es un mensaje claro de la palabra divina, no una serie de ilustraciones entretenidas que nos llevan a nada.
Tenemos que presentar esa palabra de tal forma que el que nos escucha sea conmovido por ella. Queremos ver cumplir en nuestra predicación un espectáculo milagroso, pues sabemos que esa Palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que toda espada de dos filos. Penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.1
Ilustraciones bien escogidas
Una ilustración puede ser breve o extensa. Lo importante es que, cuando estamos predicando, las que usemos no salgan del marco de la enseñanza bíblica que proponemos, más bien que nos ayuden a aclarar esa enseñanza en particular.
¿Hay vida después de la muerte?
Pensemos en el interrogante planteado por el patriarca Job: Si el hombre muere, ¿volverá a vivir? (Job 14:14). Por siglos los hombres hemos vivido y muerto, pero ¿habrá manera de escapar de la muerte para vivir otra vez eternamente?
Hay un relato acerca de un ateo que al rechazar la idea de Dios, igualmente rechazaba el concepto de que existe vida después de la muerte. Dios le abrió los ojos de una manera sorprendente:
Un domingo de una mañana invernal, fue despertado por el son de las campanas de una iglesia. Furioso se levantó, fue a la ventana y la abrió. Allí, desafiando el crudo viento y la nieve que caía, vio a un grupo de fieles que se abrían paso hacia la iglesia.
¡Tontos! —decía—. ¡Pasan la vida en busca de un Dios que no existe! Cerró la ventana y se volvió a acostar. Ya no podía dormir, y allí en la cama se quedó maldiciendo a esos cristianos tontos.
De pronto oyó el choque de algo sobre una ventana de su casa, como si le hubieran tirado una bola de nieve. Entonces, otro golpe, seguido por uno más. ¿Qué podría ser? Se levantó de nuevo. Mirando por la ventana, notó que eran los pájaros, buscando refugio de la cruel tempestad invernal. En su desesperada búsqueda no veían el cristal de las ventanas y se lanzaban contra ellas, matándose.
Bajó del segundo piso de su casa a la sala, y abrió una ventana. «¡Tengo que salvarlas!», pensó y comenzó a gritar:
— ¡Vengan, vengan por acá! Esta ventana está abierta, ¡sálvense! —pero las aves no le entendían y seguían matándose.
En su desespero tomo una escoba y salió al patio. Batía la escoba en el aire tratando de meterlas por la ventana y la puerta que había dejado abierta, pero no le hacían caso. «¡No me entienden!, ¡no me entienden! ¿Cómo puedo hacerlas entender? ¡Para salvarlas tendría que volverme un pájaro; no entienden mi idioma!»
En ese momento sonaron las campanas de la iglesia otra vez. De repente su mente captó el misterio de Cristo. Siendo Dios, se hizo hombre, para ofrecerle vida al hombre cuyo destino era la muerte. Corrió a su habitación, se cambió y apurado fue a la iglesia, donde entregó su corazón a Cristo.
Satanás, siervo de Dios
Max Lucado, el conocido autor y pastor de la Iglesia Oak Hills Church of Christ en San Antonio, Texas, predicó un sermón titulado: Satanás, siervo de Dios.2 Para mostrar cómo ilustra sus puntos, hacemos una condensación de su tema. Fíjese, por favor, en la manera en que cada ilustración amplía el sentido del tema, todas en conjunto enfatizan el principio que Lucado desea enseñar, que Satanás en verdad es un siervo más de Dios. Nótese también, que la mayoría de las ilustraciones las extrae de la Biblia —¡qué gran fuente de ilustraciones! De inmediato capta la atención con una ilustración que todos comprendemos:
La frustración del diablo
Imagínese pensar que uno es un jugador estrella en un equipo de fútbol. Corre con toda su fuerza con la bola y patea un fantástico gol, pero en vez de oír aplausos y voces de triunfo, oye silbidos y gritos de burla. La razón es que corrió hacia el arco equivocado y, en vez de anotar para su equipo, anotó para los contrarios.
Eso es lo que siente Satanás continuamente. Cada vez que cree que ha metido un gol para su equipo, en realidad lo anota para Dios. ¿Puede imaginarse lo frustrado que se ha de sentir?
Pensemos en la esposa de Abraham, Sara. Dios le promete un hijo, pero pasan los años y no hay descendiente. Satanás apunta a esa cuna vacía para crear tensión, disensión y dudas. Sara sirve de ejemplo perfecto de que no se puede confiar en las promesas de Dios. Pero, inesperadamente llega Isaac para llenar esa cuna, y Sara a los 90 años de edad se convierte en el modelo idóneo de toda la historia para comprobar que Dios siempre cumple sus promesas.
¿Recuerdan a Moisés? Satanás y todos sus demonios se mueren de risa el día en que el joven Moisés monta su caballo y sale huyendo de la presencia de Faraón. Pensaron que en esa circunstancia no había manera en que pudiera librar a su pueblo de la esclavitud. Cuarenta años más tarde aparece un viejo de ochenta con su bastón en Egipto, hace milagros increíbles y libera poderosamente a todo el pueblo de Dios. Sobre cada labio en Egipto está el nombre del viejo: ¡Moisés! ¡Moisés! De nuevo, Satanás es humillado.
¿Qué diremos de Daniel? La vista de toda esa juventud israelita llevada en cautiverio alegra al corazón de las huestes satánicas. ¡Ahora verán lo que es ser esclavo! Pero en lugar de esclavitud, Dios los eleva y llegan a ser príncipes de Babilonia. El mismo joven que Satanás quiso callar llega a ser el hombre que sabe orar y recibir de Dios la interpretación de sueños, y es elevado por encima de los sabios del reino para servir de consejero a los reyes de Babilonia. ¿Qué risa debe quedar en los labios de ese mundo demoníaco?
También podemos pensar en Pablo. Ponerle en la cárcel romana pareciera un triunfo para Satanás. Ahora, de ninguna manera podrá seguir abriendo iglesias y predicando a los gentiles. Pero la cárcel se convierte en un escritorio. De la pluma de Pablo salen las hermosas epístolas para las iglesias de Galacia, Éfeso, Filipos y Colosas, cartas que hasta el día de hoy traen inspiración e instrucción al pueblo de Dios. ¿Pueden ver a Satanás pateando y crujiendo sus dientes cada vez que un cristiano lee una de esas cartas, diciéndose: «¡Y pensar que fui yo el que hizo posible que se escribieran, poniendo a Pablo en la cárcel».
Y de Pedro también podemos hablar. Satanás procura desacreditar a Jesús provocando a Pedro para que lo negara. Pero, otra vez el plan se le invierte. En vez de Pedro servir como ejemplo de desgracia y fracaso, se convierte en modelo de la gracia de Dios para levantar a los caídos.
Cierto es que cada vez que Satanás cree haber hecho un gol, resulta que ha goleado para Dios. Como en la serie televisiva, Satanás es el coronel Klink de la Biblia. ¿Se acuerdan de Klink? Siempre salía como el estúpido en la serie Los héroes de Hogan. Klink se creía muy inteligente en su trato con los prisioneros de guerra, pero en realidad eran estos los que le hacían las jugadas a él.
Una vez tras otra la Biblia aclara quién es el que en verdad gobierna la tierra. Satanás hará sus maniobras y sus amagos, pero el que maneja todo es Dios.
Hemos oído del diablo, y lo que se ha dicho de él nos llena de miedo. En dos ocasiones la Biblia abre la cortina para dejarnos ver a ese ángel Lucifer, el que no se satisfacía con estar al lado de Dios. Quería ser más grande que Él. No se conformaba con adorar a Dios, quería ocupar el mismo trono de la Santa Trinidad.
Nos cuenta Ezequiel tanto de la belleza como de la iniquidad de Lucifer: Tú eras el sello de la perfección, lleno de sabiduría, y acabado de hermosura. En Edén, en el huerto de Dios estuviste; de toda piedra preciosa era tu vestidura; de cornerina, topacio, jaspe, crisólito, berilo y ónice; de zafiro, carbunclo, esmeralda y oro; los primores de tus tamboriles y flautas estuvieron preparados para ti en el día de tu creación. Tú, querubín grande, protector, yo te puse en el santo monte de Dios, allí estuviste; en medio de las piedras de fuego te paseabas. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día que fuiste creado, hasta que se halló en ti maldad (Ez 28:12–15).
Los ángeles, al igual que los humanos, fueron hechos para servir y adorar a Dios. A ambos Dios les dio soberanía limitada. De no ser así, ¿Cómo hubieran podido adorarle? Tanto Ezequiel como Isaías describen a un ángel más poderoso que cualquier humano, más hermoso que toda otra criatura, y a la vez más tonto que todos los seres a quienes Dios le dio vida. Su orgullo fue lo que lo destruyó.
La mayoría de los eruditos de la Biblia señalan a Isaías14:13–15 como la descripción de la caída de Lucifer: Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono, y en el monte del testimonio me sentaré, a los lados del norte; sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo.
En esas expresiones, «subiré al cielo» y «levantaré mi trono», se capta la increíble arrogancia de este pretencioso ángel. Por querer exaltarse hasta el trono divino cayó en las profundidades de la maldad. En lugar de llegar a ser como Dios, llegó a ser la misma antítesis de todo lo grandioso y bueno, lo opuesto a todo lo que es hermoso y sublime. Él ha pasado su existencia tratando, generación tras generación, de tentar al hombre para que haga lo mismo que él. En cada oído susurra: «Oye mi consejo» y «Seréis como Dios» (Gn 3:5).
Satanás no ha cambiado. Es el mismo egocéntrico. Es tan necio como lo fue al principio, y sigue siendo tan limitado como al principio. Aun cuando su corazón no había concebido esa rebeldía contra su creador, era limitado e inferior.
Todos los ángeles son inferiores a Dios. Dios todo lo conoce, los ángeles solo conocen lo que les es revelado. Dios está en todas partes, ellos solo pueden estar en un lugar a la vez. Dios tiene todo poder, los ángeles solo tienen el poder que Dios les permite tener. Todos los ángeles, incluyendo a Satanás, son inferiores a Dios. Y una cosa más, algo que posiblemente les sorprenda: Satanás sigue siendo siervo de Dios.
El diablo es el diablo de Dios
No es que lo quiere ser, ni tiene la intención de serlo, pero no puede evitarlo. Cada vez que procura avanzar su causa, Satanás termina adelantando la de Dios.
En su libro, La serpiente del paraíso, el autor Erwin Lutzer dice:
El diablo es tan siervo de Dios ahora en su rebelión como lo fue antes de su caída. No podemos olvidarnos del dicho de Lutero: «El diablo es el diablo de Dios». Satanás tiene distintos roles, dependiendo de los propósitos y el consejo de Dios. Y está obligado a servir a la causa de Dios en este mundo y a seguir los mandatos del Todopoderoso. Hemos de recordar que el diablo todavía tiene poder, pero nos complace saber que solo lo puede ejercer bajo las directrices divinas. Satanás no puede ejercer su voluntad sobre este mundo a su propia discreción y deseo.
Es por eso que cuando comienza a tentar, a obrar y a atormentar a los siervos de Jesucristo, todo le sale a la inversa. Aflige a Pablo con una espina, pero en lugar de derrotarlo, le sirve para que aprenda de gran manera lo que realmente es la gracia de Dios, y así es perfeccionado en sus debilidades (2 Co 12).
En 1 Corintios leemos del creyente que, seducido por Satanás, cayó en terrible inmoralidad. Pareciera que esto fue una victoria para el diablo. Pero sorpresivamente Pablo le dice a la iglesia: El tal sea entregado a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús (1 Co 5:5). Esa sacudida que le da Satanás no es para destruirlo sino para su salvación. Algo parecido se nos cuenta de un tal Himeneo y Alejandro, a quienes entregué a Satanás, dice el texto, para que aprendan a no blasfemar (1 Tim 1:20). En lugar de destruir a estos hombres, Satanás termina rescatándolos para Dios. En verdad que tiene que sentirse frustrado. Nunca sale ganando.
Recordemos la ocasión en que Jesús le dice a Pedro: Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos (Lc 22:31–32). De nuevo vemos la lección. Satanás puede venir para zarandearnos, pero uno mucho más fuerte que él ha orado por nosotros, y esa oración de Jesucristo es tan poderosa que no solo nos rescata de la garras del diablo, sino que nos saca de tal forma que resultamos fortalecidos para servir de ayuda y ánimo al pueblo de Dios. Satanás siempre sale perdiendo, no importan sus intentos.
No importa los límites a que llegue Satanás cuando quiere tentarnos y hacernos caer, la promesa de Dios es cierta: No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar (1 Co 10:13).
Luego que pasemos por las pruebas más difíciles y angustiosas, podremos mirar atrás y, con el gran vencedor José, decirle al diablo y a toda esa hueste de demonios: Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo (Gn 50:20).
Conclusión
Hemos visto que las magníficas ilustraciones no hacen que el sermón sea bueno. Tampoco tener muchas. El buen sermón es aquel que tiene lúcidas ilustraciones que ayudan a interpretar y a aclarar un texto o pasaje bíblico. Si las ilustraciones escogidas no nos ayudan a entender el contenido bíblico, hemos fallado en nuestro intento de predicar.
El gran error de muchos predicadores es permitir que las ilustraciones guíen el pensamiento, en lugar de aclarar la exégesis. Como ya hemos dicho, esto es un ¡anatema! Nunca permitamos que las ilustraciones sirvan de base a lo que predicamos. Esa no es su función. Lo que Dios ha dicho en su Palabra es la base sólida sobre la cual fundamos nuestro pensamiento. Una ilustración sirve para abrir la mente a un concepto tratado en la Biblia.
Volvemos a repetir: Lo que necesita la humanidad es un mensaje claro de la palabra divina, no una serie de ilustraciones entretenidas que nos llevan a nada.
¿Cómo aprendemos a ilustrar ese tipo de mensajes que nutren a la iglesia? Voltee la página y lea el tercer capítulo.
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Ideal para Predicadores Itinerantes: Buscando Ilustraciones para lel Sermón Bíblico


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En busca de una ilustración
Por tus palabras serás justificado y por tus palabras serás condenado.
Mateo 12:37
En el seminario, en una clase de oratoria, estudiábamos el tema de las ilustraciones. El profesor asignó una tarea que todos debíamos llevar a la próxima clase: escoger un pasaje de la Biblia, extraerle una frase importante y emplear una ilustración que le diera mayor claridad.
Al siguiente día, un compañero llamado Delbert, fue el primero en dar su ilustración. Nos contó acerca de la aventura de un joven estadounidense que visitó Londres por primera vez.
Antes de emprender el anhelado viaje, su madre le pidió encarecidamente que visitara a una tía y a unos primos que vivían en aquella ciudad lejana, para ello le dio la dirección de la casa de los familiares. Al llegar a Londres, lo primero que hizo el joven, como era de esperarse, fue dirigirse a los lugares turísticos más reconocidos —lo cual era el propósito principal de su visita—, luego trató de conocer otros parajes y por último se aventuró a encontrar a sus parientes.
En el hotel le dieron una idea general de cómo llegar, indicándole que no estaba muy lejos, que podía ir a pie, pero le advirtieron que se fijara bien en los letreros de los postes en cada esquina, los cuales indicaban el nombre de las calles.
Iba a medio camino cuando —inesperadamente— se percató de la densa neblina londinense que cubría la ciudad. Abriéndose paso entre ella, se paraba en cada esquina intentando leer el letrero del poste, pero el ambiente seminublado le dificultaba sus intentos más y más. Al fin creyó llegar a la calle que buscaba, y se aferró al poste. Lo trepó para poder leer la dirección, y se encontró con que el letrero decía: «Recién pintado. ¡No tocar!»
Interrumpiendo las carcajadas que invadieron la clase, mi amigo Delbert dijo: «No sé cuál texto de la Biblia ilustré, pero me parece una extraordinaria ilustración».
Nuestro interés en este libro es doble: (1) Ayudar al predicador que desea aprender a ilustrar, es decir, aquel que trata de aclarar las verdades que anuncia con relatos, reseñas, referencias, descripciones y dichos; (2) mostrarle cómo puede embellecer o hacer más amena e interesante su predicación, introduciendo material que aclara a la vez que deleita al que escucha.
¿Cómo describir, entonces, el libro que ahora está en sus manos?
Si tomamos el sentido literal de la palabra homilética (del griego homiletikos, que se traduce «conversación afable») entonces lo que enseñaremos en este libro es aplicable y, por lo tanto, útil. Aquí tratamos acerca de las maneras de hacer amena la predicación, de añadir ilustraciones a una plática para que esta sea gustosamente entendida. Si entendemos la palabra homilética en su sentido estricto —la forma en que se elabora un sermón— entonces este no es el texto que usted necesita, ya que solo trata de un aspecto del tema general de la predicación. Entendámonos bien. Nuestra determinación es clara: Al terminar de leer esta obra, usted habrá aprendido el arte de ilustrar, no el de predicar.
Así que el libro es homilético solo en el sentido de que enseña cómo amenizar una predicación. Es hermenéutico (arte de interpretar textos de la Biblia correctamente) solo en el sentido de ayudar al predicador a adornar lo que interpreta. Es retórico (arte del bien decir) solo en la medida en que ayude al orador a embellecer el contenido de los conceptos que proclama.
Lo que nos motiva es que muchas veces, mientras el predicador expone su sermón, muchos están sentados en la iglesia, con los brazos cruzados, los ojos cerrados y disfrutando un profundo sueño. Y como que la iglesia no debe ser el sitio para echarse una siestecita, en estas páginas pretendemos ayudar al pastor a encontrar maneras de añadir interés a lo que predica con ilustraciones que en verdad comuniquen lo que se quiere hacer llegar al público. El contenido de este libro, pues, tiene que ver solo con esta parte del sermón: la ilustración. Es decir, exponer las maneras de hacer claro el mensaje mientras el predicador lo proclama. Queremos hacer desaparecer esa cantidad incontable de sermones secos que adormecen a la gente.
El predicador tiene dos problemas
Al articular un sermón de la mejor manera posible para presentarlo ante una audiencia, el predicador enfrenta un reto especial: tiene que interesar al público al que se dirige con lo que dice. Si escoge un tema que no es de interés para la audiencia, «destruye» el sermón antes de comenzar. Pero si selecciona uno apropiado, si desea mantener el interés del público respecto al tema que predicará, si busca maneras de aclarar los puntos más difíciles, tal predicador es probable que acepte las sugerencias que aquí ofrecemos. Es necesario hacer una advertencia: No lea lo que escribimos pensando que todo lo que necesita son dos o tres buenos y graciosos cuentos. Eso no es lo que se entiende por ilustrar.
Demos el concepto de una vez, y de inmediato veremos que hay muchas otras definiciones. Por ilustrar queremos decir:
1.     La acción y el efecto de dar luz al entendimiento.1
2.     Explicar un punto o materia.2
3.     Alumbrar interiormente a la criatura con luz sobrenatural.3
4.     Depositar un nido de ideas en la mente.4
5.     Captar la atención en medio de una distracción.5
6.     Contar una historia, presentar un relato, un chiste, un dicho, una lectura que logre establecer una buena relación con la audiencia, persuadiéndoles de la verdad que se les predica, y sobre todo, enseñar.6
7.     Aquello que ayuda a desarrollar ideas, a ampliar el horizonte, a llegar a aceptar opiniones nunca antes imaginadas, y que a veces hasta lleva el oyente a conclusiones contradictorias.7
Y a estas se podrían añadir muchas más. Lo importante es reconocer que el reto para nosotros es captar la atención de los que nos escuchan mediante ilustraciones interesantes. Comencemos, pues, con una simple pero a la vez entendible premisa.
La mayoría de las ilustraciones que hallaremos se caracterizan por uno de dos problemas:
1.     Son inadecuadas: blandas, flojas, sin vida.
2.     No vienen al caso.
Por ejemplo, en la escuela dominical —después de una discusión en la clase—, y para calmar a los alumnos, la maestra le pidió a Juanito que orara. El muchacho oró así: «Señor, haz que los malos sean buenos y que los buenos sean simpáticos». Ahí tenemos un suceso gracioso y a la vez real. Pero, ¿dónde cabe?
Seguramente, si como predicador ha intentado ilustrar sus pláticas, ya habrá confrontado estas dos realidades: ilustraciones inadecuadas o las buenas pero que no tienen nada que ver con lo que se predica.
Primero pensemos en un predicador que no puede encontrar las ilustraciones apropiadas. ¿Qué hace? Puede ser que decida no emplearlas en su sermón. Todos los domingos los escuchamos —¡sermones sin ilustraciones! Por ejemplo, este domingo pasado fui a una iglesia y escuché un buen sermón que el pastor tituló: La gracia de Dios, basándose en Efesios 1:3–14. El esqueleto del sermón era excelente. El predicador escogió los puntos apropiados, y los explicó a su mejor manera. Seleccionó los textos con sumo cuidado, los hizo leer, seguidos por comentarios adecuados. Pero —como muchos predicadores— carecía de ilustraciones, las que le habrían dado vida y carne al esqueleto.
Mientras predicaba observé a varios adolescentes sentados en la audiencia. Bostezaban. Agarraban el himnario. Lo hojeaban. Leían un himno aquí, otro allá. Lo colocaban de nuevo sobre el asiento. Reclinaban la cabeza sobre el banco de enfrente y por largos ratos contemplaban el piso, como si estuvieran contando hormigas —todo ello evidencia clara del puro aburrimiento. Lo paradójico era que se predicaban algunas de las más sublimes verdades del evangelio, pero a aquellos jóvenes no los estaba alcanzando.
¿Es que a los jóvenes les faltaba interés en las cosas espirituales? No lo creo. ¿Es que eran indiferentes a la Palabra de Dios? Tampoco lo creo. Es que el predicador no intentó «ponerse en onda» con ellos. No comunicaba la verdad de una manera que la captaran. La razón básica es que ¡le faltaban ilustraciones!, —ese tipo de prédicas que hacen vivir una verdad bíblica y que activan la imaginación de los que la escuchan.
El Dr. Osvaldo Mottesi afirma: «El uso de lenguaje abstracto condena la predicación al fracaso. Esto no es un problema meramente comunicativo, sino también teológico. No es solo que nuestros oyentes no entiendan o que les cueste demasiado seguir los argumentos puramente abstractos y por consiguiente se aburran y se desconecten de la predicación, sino que nuestro Dios se revela a la humanidad a través no de abstracciones sino de personas y situaciones concretas de la vida diaria».8
¿De qué hablamos? De la necesidad de avivar nuestra predicación, haciéndola amena, llena de esos elementos retóricos que cautivan la atención, el más importante siendo ilustraciones apropiadas.
Ejemplo de una buena ilustración
Comencemos con la misma palabra «gracia» del sermón ya mencionado. Si usted predicara sobre ese tema, ¿cómo lo haría? Quizás se le ocurra correr al diccionario, dar la definición clásica de la palabra gracia y seguir adelante con el sermón. ¡Espere! No tan rápido. Las definiciones de diccionario tienen su lugar, pero también pueden ser muy secas y demasiado técnicas para gente no estudiosa. Además, una explicación de diccionario no es una ilustración —es solo y simplemente una definición. Hablamos de la técnica de crear un eslabón comunicativo con los que nos escuchan, ¡no ponerles a dormir! Mejor sería dejar al diccionario en el anaquel un rato y buscar una solución más atractiva.
Ya que pusimos el diccionario a un lado, ¿a dónde debemos ir? Pregúntese, ¿qué es lo que —sobre todas las cosas— nos interesa más? ¡La gente! Sí, a la gente, al homo sapiens, a nosotros que somos de la propia especie humana. Walt Disney, para lograr que los niños se queden pegados al televisor, usa animales, ¡pero les da personalidad humana! Es más, para hacerlos atractivos, los coloca en situaciones muy humanas. Hace uso de toda la gama de emociones, temor, amor, sospecha, desánimo, lágrimas y alegrías propias del ser humano —todo para captar nuestra atención. El secreto de su éxito es esa humanización de sus personajes. Lo que digo es que a todos nos gusta oír de gente, de cosas que nos suceden, de experiencias que tenemos, de tristezas o goces que sentimos.
Otro ejemplo. ¿Por qué es que las mujeres se quedan tan pegadas a las telenovelas? Lo que ven son crisis, pleitos, celos, envidias, rollos —todos puros inventos que se toman de situaciones humanas típicas. ¿A quién les interesa? ¡A todas! La verdad es que a todos nos interesan las situaciones humanas —aunque sean inventadas como las de la televisión—, esas que perduran en la imaginación. El hombre secular sabe usar los medios para atraer la atención. ¿Por qué nosotros no? Estos principios están igualmente a nuestro alcance.
Ahora bien, si usted como expositor de la Biblia puede tomar un concepto abstracto —por ejemplo, este de la gracia de Dios— y envolverlo en humanidad, ¿no aseguraría la atención de todos que escuchan el sermón?
Recordemos a Natán cuando fue ante el rey David para condenarlo. El concepto abstracto sobre el cual el profeta tuvo que «predicarle» al rey tenía que ver con su pecado de infidelidad. ¿De qué manera habría de captar la atención del rey?
Por ejemplo, el profeta podría haber llegado con un pergamino hebraico enmarcando la definición mosaica del…¡ahem!… adulterio y su terrible castigo. Si así hubiera hecho, me imagino que David —al estilo del famoso presidente Clinton— habría traído a sus mejores abogados para defenderse con un sinnúmero de tecnicismos legales. No. Natán humanizó el pecado contando una historia. Creando un cuento. Y así describió con lujo de detalles a un poderoso abusador y cómo se aprovechó despiadadamente de un débil infortunado. Tan cautivado estaba David con la historia que, sin darse cuenta, se condenó a sí mismo. Natán admirablemente logró su objetivo.
Imitar el estilo de Natán es lo que buscamos cuando ilustramos —¡es preferible a consultar un diccionario! Ahora bien, buscar tal tipo de ilustración humana para avivar un sermón es lo que distingue a los grandes predicadores de los ordinarios. Pues, encontrar tal tipo de ilustración es lo que consume tiempo y trabajo (mucho más complicado que irse corriendo al diccionario). Recordemos que, aparte de exponer con claridad el sentido bíblico, nuestro intento como predicadores es asegurarnos que los adolescentes que nos oyen dejen de bostezar y los ancianos de cabecear. Como dice el famoso comunicador, el Dr. Steve Brown: «El regalo más preciado que una audiencia puede obsequiarle es su tiempo. Una vez que lo reciba, no lo despilfarre hablando de cosas que no necesitan escuchar».9
Para seguir con nuestra meta de ganar la atención ¿cómo, entonces, podríamos hacerlo al tratar el tema ya mencionado de ese sermón acerca de la gracia que resultó aburrido para los jóvenes? Primero, percatémonos de que para que el público de veras preste atención al sentido de la palabra gracia necesitamos un incidente humano que nos sirva para explicar lo que se entiende bíblicamente. ¿Cuál? ¿Dónde hallarlo?
En busca de una ilustración eficaz
Del diccionario nos enteramos que gracia quiere decir «un favor inmerecido». Es el sentido de esa palabra —gracia— lo que queremos destacar. Como primer paso no vamos a ir a un libro de ilustraciones para ver qué nos dicen Spurgeon o Moody acerca de la palabra gracia. Entendamos que no es que ellos no supieran ilustrar, al contrario, lo hicieron perfectamente es sus días. Pero la vida actual es muy distinta, y lo que le interesa a la gente es algo que esté ocurriendo en sus vidas hoy, no lo que ocurrió hace 100 años.
Busquemos algo que se identifique con nosotros hoy, cosas que conocemos y sentimos… que tengan que ver con gracia, algo valioso que una persona recibió aunque no lo mereciera. Para esto hagamos una lista de posibilidades que se nos ocurran, todas con ese elemento de «favores inmerecidos»:
1. Por ejemplo, el artículo que leímos esta mañana en el diario acerca del deportista desconocido, sin esperanzas de éxito, que accidentalmente fue visto por un entrenador famoso. Este, reconociendo sus dotes, lo hizo firmar un contrato con un importante equipo y un salario increíble.
2. Otro, quizás más exótico. Si lo hizo Natán el profeta, y si los directores de televisión lo pueden hacer, también nosotros —eso es, dar rienda suelta a la imaginación en busca de un relato ficticio. Imaginemos a una joven que en un mercado se encuentra improvisadamente ante un príncipe. A primera vista, este es cautivado por la hermosura de la chica. La persigue, le regala prendas costosas y la enamora con pasión. Al fin, una noche bajo los rayos de la luna, él le expresa su amor, y ella lo acepta como su enamorado. A los meses se casan, y de un día al otro ella, que esperaba solo conocer la pobreza, se convierte en una mujer famosa y rica.
3. O, nos acordamos de la conmovedora historia de un niño de la calle, de doce años de edad, abandonado por sus padres. La prensa relata que a este chico lo capturaron robando la casa del pastor de la Iglesia Metodista, el reverendo Rubén García. Lo sorprendente del relato es que este pastor, en un gesto singular, en vez de acusar al muchacho ante la policía, con el consentimiento de su esposa, pide la custodia del delincuente con el propósito de adoptarlo como hijo.
Ya que buscamos una ilustración adecuada para describir lo que es gracia, recordemos que la Biblia es una gran fuente de ilustraciones. ¿Qué relatos podríamos encontrar en la Biblia que ilustren este tema de la gracia?
4.     El ladrón en la cruz que a último momento halló el perdón de Jesús y la entrada al cielo.
5.     Ester, la hermosa y bella joven judía escogida como reina por el rey Asuero.
6.     Saulo, el perseguidor de la iglesia, sorprendido por Jesús en el camino a Damasco, y gloriosamente transformado en el gran apóstol.
Cómo evaluar la ilustración adecuada
Ahora, con las seis posibilidades anteriores, comenzamos el proceso de escoger la ilustración apropiada. Ya hemos visto que hay una gran diferencia entre una seca definición de diccionario —gracia, favor inmerecido— y una ilustración viva que seguramente atraería la atención de todos, incluso a los adolescentes.
Indicamos hace un momento que el predicador tiene dos problemas:
1.     Ilustraciones inadecuadas —blandas, flojas, sin vida.
2.     Ilustraciones que no vienen al caso.
Así que buscamos esa buena ilustración que describa gracia, favor inmerecido. Examinemos la primera:
Un deportista desconocido, sin esperanzas de alcanzar la fama, es accidentalmente visto por un entrenador famoso. Este, reconociendo sus dotes, le hace firmar un contrato con un importante equipo y un salario increíble.
¿Define eso lo que significa gracia en su sentido bíblico?
Necesitamos ir al diccionario —no para leer la definición al público, sino para asegurarnos de que literalmente entendemos el sentido de la palabra (o frase) que nos proponemos ilustrar.
Nos sorprende encontrar que el diccionario común define gracia como un don natural que hace agradable a la persona que lo tiene.10 Obviamente ese no es el sentido bíblico. Por tanto, ya que se trata de un concepto importante de la Biblia, vayamos a un diccionario bíblico.11 Allí leemos: «Gracia: la generosidad o magnanimidad de Dios hacia nosotros, seres rebeldes y pecadores… [L]as Escrituras son vigorosas al afirmar que el hombre no puede hacer nada para merecerla». De ahí la abreviada definición que tantas veces oímos: Gracia, don o favor inmerecido. (Repito: como predicadores debemos tener bien clara la definición sagrada, no para leérsela al público —cosa que ya enfatizamos— sino para saber qué es lo que debemos enseñarle a la congregación.)
Apliquemos la definición bíblica a la primera ilustración. ¿Hay algo en el «deportista desconocido» que le haría merecedor del puesto que le ofrece el entrenador? Lamentablemente sí lo hay. Dice el relato «reconociendo sus dotes». Le da el puesto y el salario porque se lo merece. Esta ilustración, por tanto, no nos sirve, puesto que el deportista se merecía el reconocimiento. Gracia es favor inmerecido.
Veamos la segunda ilustración:
Una joven improvisadamente se encuentra ante un príncipe. A primera vista, este cae presa de su hermosura, la enamora y se casan; de un día al otro ella, que solo conocía la pobreza, es rica.
¿Ilustra esto la gracia inmerecida? De nuevo tenemos que rechazarla (a pesar de que pudiera haber sido atractiva para las jóvenes que estuvieran en la audiencia). El príncipe la busca por los méritos de su belleza. Si es por gracia, no hay cabida a mérito personal alguno.
La tercera ilustración:
Un niño de la calle, abandonado por sus padres, un día se mete a la casa de un pastor metodista y le roba algunas cosas de valor. Este, en lugar de llevarlo a la policía, lo lleva de nuevo a su hogar. Como no tiene hijos, decide adoptarlo con el consentimiento de su esposa, y darle abrigo, amor y un nombre.
¿Tiene algún mérito este niño? ¡Lo que merece es una buena paliza! Ahora sí tenemos una ilustración válida, pues describe a perfección lo que es la gracia de Dios. Lo que tenemos que decidir, entonces, es si esta es la ilustración que queremos usar. Quizás podríamos encontrar una más apasionante, más impactante, más apropiada al sermón que vamos a exponer. Sea como sea, la ilustración es válida.
De las tres posibles ilustraciones extraídas de la Biblia, vemos que tanto la cuarta como la sexta llenan los requisitos. La quinta no, porque de nuevo vemos que el rey Asuero escoge a Ester por su increíble hermosura. La Biblia enseña que Dios nos escoge a nosotros puramente por gracia: somos como el ladrón crucificado al lado de Jesús, llenos de pecados, y sin mérito alguno para ir al paraíso. Nos parecemos a Saulo, quizás muy religiosos, muy celosos de los méritos que poseemos, pero indignos de esa gracia y favor divinos. Si uno llega a Dios con méritos personales, estos —por decirlo así— intentan anular o desacreditar los gloriosos atributos de Cristo en su obra de redención.
Es así que, al preparar el sermón sobre el tema de la gracia, podríamos usar cualquiera de estas tres: (a) la del niño que es adoptado, (b) el ladrón penitente, o (c) el orgulloso y autosuficiente Saulo. La decisión la tomaríamos de acuerdo a la que más nos guste. Es decir, si una ilustración explica el sentido de la verdad bíblica que exponemos, se puede usar. Por supuesto, al contar la historia el predicador puede repetir varias veces la definición gramatical: «La gracia es un regalo inmerecido». Pero lo que va a atraer la atención, a la vez que aclarará el sentido, es la ilustración especial que cuidadosamente se escoja.
Unos comentarios generales
Ahora puedo percibir horror y espanto en los ojos de los pastores. Se están diciendo: ¿Tengo que atravesar ese proceso para seleccionar cada ilustración? Dios mío, ¡no tengo tiempo para hacer todo eso!
Mi respuesta es sencilla. Tiene que decidir entre sermones fáciles con gente dormida todos los domingos, o dinámicos que mantienen la atención de la congregación. La decisión es suya; y los que sentirán la diferencia serán los que le escuchan domingo tras domingo. Usted tiene que decidir si desea ser un elocuente predicador del evangelio, o un predicador común que la gente escucha por obligación.
Hemos indicado que el propósito de la ilustración es: (1) atraer la atención y (2) aclarar el sentido.12 Si como predicadores hemos trabajado horas preparando un sermón, de ninguna manera queremos que los que han de llegar para escucharlo se lo pierdan. Es por eso que desde que comenzamos el mensaje necesitamos tener algo excepcional para que los que nos escuchan salgan de su ensueño (creo que la gente siempre trae sueño cada vez que llega a la iglesia). Cuando el predicador sabe tirar un anzuelo retórico, desde el principio capta la atención de todos.
A su vez, esa herramienta retórica no debe traspasar los límites de propiedad. La iglesia no es un salón de entretenimiento, es la Casa de Dios. Jamás, como mensajeros divinos, podemos olvidarnos de la dignidad que acompaña nuestro llamado. Como regla, parafraseamos la admonición de San Pablo: «Todo lo que es verdadero, todo lo honorable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre, si hay virtud alguna, si hay algo que merece alabanza, de esto predicad» (Filipenses 4:8).
Pero hay un segundo punto que necesitamos destacar antes de concluir este capítulo. No solo predicamos para captar la atención, predicamos para expresar el significado del texto bíblico. Es lo que San Pablo llama «la palabra de la cruz». Para los que no conocen a Dios, tal tipo de predicación es «locura»; pero para los que amamos al Señor es «palabra de vida».
Como dijo el gran predicador Ralph Sockman, pastor de la Iglesia Metodista de Cristo en Nueva York: «La esperanza del púlpito descansa en la profundización del mensaje para que llegue hasta la verdadera crisis espiritual en que vive la gente hoy día, y nunca en esa frivolidad que se acostumbra en un intento por captar la atención de los que no están interesados».13 Por tanto, queremos predicar lo que los corazones vacíos y perdidos necesitan y no lo que la gente quiere oír. A su vez, tenemos que predicar con tal pasión y contenido que la gente nos escuche. La verdad salvadora tiene que ser presentada de tal forma que sea ineludible.
Además, casi siempre surge la inquietud: «¿Cuán extenso debe ser el sermón o cuánto tiempo debe tomar?» En Christian Science Monitor [El observador de la ciencia cristiana] apareció hace un par de años un artículo sobre lo prolongado de los sermones. Se llegó a la conclusión de que, debido a que la gente hoy día no escucha, el sermón nunca debe pasar de quince minutos. ¡Imagínense! Los míos promedian los cincuenta minutos. ¿Qué respuesta doy a tal conclusión?: «Si no se está diciendo nada, esos quince minutos parecerán una eternidad. Pero si algo significativo se está diciendo, cincuenta minutos parecerá un poquito más de quince minutos».
El problema de la gran mayoría de los sermones no es su extensión, es su falta de contenido. Hoy, como lo hizo Ezequiel en su día (Ez 13:8), se puede hablar de los pastores que «hablan vanidad» —predican sermones vacíos, con falta de contenido. Estos, como añade Jeremías, son «pastores que destruyen y dispersan las ovejas [del] rebaño» (Jer 23:1), pues al no tener mensaje de Dios, sustituyen con palabras vacías lo que Dios hubiera querido que oyera su pueblo. La consecuencia, créanlo o no, es que por su falta de contenido guían falsamente a la congregación, pues no dan ni dirección ni instrucción.
Una ilustración, por buena y conmovedora que sea, nunca puede sustituir el contenido del mensaje. Lo que hace la buena ilustración es enfatizar la gran verdad que anuncia el predicador, dándole vida. Cuán maravillosa es la naturaleza de una buena ilustración que puede tomar una enseñanza declarada hace dos mil años y contemporizarla —dándole una dimensión y aplicación moderna.
Regresemos al mensaje de la gracia
Ya que hemos destacado la importancia de tener un buen contenido, ¿por qué no regresar al tema de la gracia tratado por Pablo en Efesios 1? Al hablar de la gracia de Dios, notemos el reto que se nos presenta: no solo es definir el sentido de la palabra misma, sino también dar a conocer todas las ramificaciones de esa gracia en nuestras vidas. En el texto, San Pablo nos indica que la gracia de Dios:
1.     Nos bendice con toda bendición espiritual (Ef 1:3)
2.     Nos escoge para ser el pueblo santo de Dios (Ef 1:4)
3.     Nos adopta como hijos de Dios por Jesucristo (Ef 1:5)
4.     Nos hace aceptables a Cristo, perdonándonos los pecados (Ef 1:6–7)
5.     Nos da a conocer la voluntad de Dios para nuestras vidas (Ef 1:9–10)
6.     Nos da una herencia eterna en la gloria (Ef 1:11–12)
7.     Nos sella con el Espíritu Santo de la promesa (Ef 1:13)
¡Siete facetas importantes de la gracia, el número bíblico que indica perfección! ¡Cuán perfecta es esa gracia de Dios! Ahora, en el sermón, nos toca tratar estas siete cualidades increíbles, aclarándolas de tal forma que ni los jóvenes bostecen ni los viejos se duerman. Más bien, que tanto jóvenes como ancianos, salgan del servicio rebosando de gozo por lo que significa ser objetos de la gracia de Dios.
El desafío retórico espiritual
Al predicar un sermón, nuestro reto es definir y explicar con brillante lucidez lo que significa en forma práctica:
1.     Recibir «toda bendición espiritual»,
2.     Ser «pueblo santo»,
3.     Ser «adoptados» por Dios,
4.     Ser «aceptados» como resultado del perdón,
5.     «Conocer la voluntad de Dios»,
6.     Tener una «herencia» en el cielo, y
7.     Ser «sellados» por el Espíritu Santo.
¡Imagínese, encontrar una excelente ilustración para cada uno de estos siete puntos! ¿Cómo hacerlo? Comenzamos tomando cada uno de estos siete elementos y examinándolos uno por uno.
1. Recibir «toda bendición espiritual»
¿Qué es una bendición espiritual? No lo compliquemos, creando un místico encuentro con Dios —por ejemplo, una visión; una aparición de un ángel, etc. Nada de eso es lo que enseña el apóstol Pablo. ¿Qué beneficios espirituales ha recibido usted por la gracia de Dios?
a)     La Biblia, que contiene el mensaje del Dios que nos ama
b)     Jesucristo, que vino a este mundo para morir por mis pecados
c)     La iglesia, donde acudo a escuchar el mensaje de Dios
d)     La salvación que tengo por la fe en Cristo
e)     El perdón de mis pecados
f)     La presencia del Espíritu Santo que camina conmigo día tras día.
g)     La promesa de estar para siempre en el cielo con Cristo.
¡Siete bendiciones! Ciertamente una de ellas emociona. No tiene que ir ni a Spurgeon ni al libro de ilustraciones de Moody, porque tiene algo personal mucho más impactante —¡el día en que usted mismo recibió a Cristo! Los detalles, los sucesos que ocurrieron alrededor de ese encuentro, es lo que harán la ilustración interesante. ¿No cree usted que a los jóvenes de su congregación les gustaría escuchar acerca de esa bendición espiritual que recibió por la gracia de Dios? Y ¡ahí tiene la ilustración que necesitaba para este punto! Recuerde que la ilustración no es el mensaje, así que estos comentarios que hace deben ser breves, aunque emotivos.
2. Ser «pueblo santo»
Vemos que el sermón se crea por sí mismo. Lo que se está haciendo es una exposición, verso por verso, de lo que dice el apóstol. Cada frase se está analizando, explicando e ilustrando. Es así que llegamos a la segunda bendición, la de ser un pueblo santo, es decir:
a)     Lavado por la sangre de Cristo
b)     Apartado del pecado
c)     Que no busca su placer en lo que Dios prohibe
d)     Que vive para agradar a Dios.
Para destacar esa verdad y hacerla viva para el día de hoy, se busca una ilustración que de forma ineludible toque el corazón de todos los presentes, algo con que se pueden identificar al pensar en la importancia de ser «pueblo santo». En algunos casos las ilustraciones negativas son útiles, por ejemplo:
Me contaban hace poco acerca de un joven de 17 años de edad, nacido y criado en la iglesia, que se apartó del Señor. Se unió a un grupo de amigos inconversos. Pronto, junto a ellos, se involucró en consumo de cocaína y toda la vida inicua que eso representa. Su madre, una fiel cristiana, maestra de escuela dominical, no tenía control sobre las decisiones de su hijo. Días atrás fue despertada por la policía que le anunció que su hijo había matado a un hombre a tiros. La esperaban a ella en el comando policial para identificar a su hijo. (El predicador, entonces, con breves comentarios, establece el peligro de dejar al Señor, de ir por caminos de iniquidad, junto con el valor de ser «pueblo santo»; ¡recuerde que la ilustración no es su sermón! Siga con Pablo, no con los delincuentes.)
3. Ser «adoptados» por Dios,
Aquí está la gran doctrina paulina, que enseña que la manera en que Dios nos hace «hijos» es por adopción. Somos hijos naturales de Adán, heredamos todas sus características pecaminosas. El pecado es parte y costumbre nuestra. Cuando Cristo nos salva, nos saca de la familia de Adán y nos adopta legalmente, comprándonos con su sangre, para colocarnos en la familia de Dios. Ahora nos pone en un ambiente sano, santo, puro. Y nos da poder (Juan 1:12) para vencer las tendencias pecaminosas que aún fluyen por nuestras venas, pues hasta que muramos seguimos siendo de la raza humana, hijos de Adán por naturaleza (por esto es que los cristianos también pecan). Pero como hijos adoptivos de Dios nuestro Padre, tenemos sus promesas, su poder y su perdón continuo.
La ilustración: Hoy en día muchas familias adoptan hijos. Imagínense un niño nacido en un hogar pecaminoso, con toda clase de costumbres y hábitos oprobiosos, que es adoptado por una familia cristiana. Fíjese en todo lo que tiene que aprender. La nueva familia no le permite blasfemar, mentir, ni reunirse con compañeros de mala reputación. Lo mismo sucede cuando somos adoptado por Dios. Tenemos que dejar los hábitos del pasado, tenemos que aprender un vocabulario nuevo, tenemos que comportarnos de acuerdo a lo que Dios pide. El problema de muchos cristianos es que no quieren abandonar por completo su vida del pasado. ¡Quieren tener un pie en el mundo y otro en el cielo! Dios pide que comprendamos lo que significa ser adoptados en su familia, para que comencemos a comportarnos de acuerdo a ello.
4. Ser «aceptados» como resultado del perdón
Habiendo visto cómo tratamos un pasaje, ¿cree que puede hacerlo? ¿Qué quiere decir ser «aceptado» como resultado del perdón que nos da Jesucristo? Haga una lista de posibilidades. Como ilustración sugiero la última pareja que se casó en la iglesia. Allí hubo un caso de doble aceptación: el novio aceptado por la familia de la novia y viceversa. Las ilustraciones siempre salen o fluyen naturalmente del tema que se enfatiza, y nunca se imponen sobre el mismo. En otras palabras, no se comienza con la ilustración, se comienza con el tema. Al ir elucidando el sentido del tema, la ilustración fluye naturalmente.
Las ilustraciones están por todos lados. Cada semana ocurren mil cosas que pueden ser usadas para ilustrar verdades. Lo que como predicadores tenemos que aprender es a reconocerlas —a tener ojos que capten lo extraordinario y lo distingan de lo ordinario. Pónganse, pues, a pescar y, de paso, tiren esos libros de ilustraciones que tienen en su biblioteca, al menos colóquenlos en un rincón. Hoy la gente en su congregación no quiere oír de Spurgeon ni de Moody, quieren oír de la manera en que usted lucha con la vida y aprende de sus experiencias.
Asegúrese de sus interpretaciones bíblicas
Para estar seguros de que interpretan correctamente el texto divino (esta siempre debe ser la gran preocupación del predicador), es sabio consultar algunas obras de eruditos bíblicos. En este caso podríamos referirnos al Diccionario Bíblico Caribe (allí encontrarán excelentes explicaciones del significado de todas las palabras clave mencionadas en ese pasaje, con la excepción de los términos «aceptados» y «voluntad de Dios».
Cada predicador debe poseer un buen diccionario bíblico. Además del diccionario, sugiero que se consulte un buen comentario que trate acerca del pasaje bíblico escogido (por ejemplo, Editorial Portavoz tiene dos comentarios: Epístola a los Efesios, por Ernesto Trenchard y Pablo Wickham; y otro que se titula Efesios: la gloria de la iglesia, por Homer A. Kent —debe poder conseguirlos en su librería ). Estos comentarios le ayudarán a conocer lo que el apóstol quiso decir en este pasaje, y le darán la base necesaria para seleccionar buenas ilustraciones.
Cuando se consulta un comentario, nuestra tendencia es simplemente citar lo que dice ese autor. Eso no se debe hacer, a menos que allí se encuentre algo tan extraordinario que mejore su propia explicación. Los comentarios más bien deben servir para el estudio personal. Su tarea como predicador es estudiar esos textos, leyéndoles vez tras vez , buscando clara explicación para cada frase, luego le toca masticar y remasticar el pasaje. Entonces, con oración y confianza en Dios, tomar todas esas explicaciones y ponerlas en sus propias palabras, usando su propio estilo y vocabulario al predicar.
Sus oyentes —a menos que sean profesores— no están interesados en las implicaciones escatológicas ni de la parousia, ni en el supralapsarianismo, ni en palabras griegas que no pueden pronunciar, ni en la praxis, ni el escatón, y mucho menos la extensión de su vocabulario personal. Hoy la gente quiere que se les hable en castellano simple y claro. Ya que usted es el pastor de ellos, conocido por ellos, la persona en la cual confían, les interesa saber qué es lo que usted entiende por los textos citados. Recuerde que aunque somos predicadores no somos cotorras, repitiendo lo que otros dicen. Somos seres inteligentes que estudiamos, conocemos y llegamos a nuestras conclusiones.
Luego de hacer todo el estudio, puede que al preparar el sermón la cantidad de material que resulte sea mucha y se percata de que requerirá más tiempo de lo que se le puede dedicar en un servicio. La solución es simple: dedicarle dos o tres domingos al tema. Lo que se clasificaría como imperdonable sería tratar un tema (como el que hemos usado como base para nuestro aprendizaje, la de la sublime gracia de Dios) de una forma tan superficial que contribuyésemos a los bostezos y los ronquidos —una predicación vana— que espiritualmente entumece los corazones de los oyentes en lugar de avivarlos.
Qué importante, pues, es la manera en que damos a conocer la Palabra de Dios. De ninguna forma es fácil la preparación de un buen sermón. Les confieso que, después de 45 años que he estado predicando, la preparación de un sermón todavía me lleva un promedio de 14 horas de trabajo concentrado. Ah, sí, y aún lo sigo haciendo con mucho gozo por tres razones: primero, el más beneficiado y bendecido por medio del estudio soy yo. En segundo lugar, me gusta predicar de tal forma que capto la atención especialmente de los jóvenes (si ellos me entienden, sé que todos en la iglesia me habrán entendido). En tercer lugar, como San Pablo, «No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación». Me deleito en ver a creyentes transformados por medio de la Palabra de Dios.
Por último, me gusta buscar ilustraciones para dar a entender las verdades de Dios. Creo que estas, en gran parte, se parecen a los condimentos que mi esposa utiliza para hacer sabrosa su cocina, pero de esto hablaremos en otro capítulo. Lo que ahora me ha interesado es hacerle consciente de lo importante que son para su predicación, especialmente si no quiere ver a los jóvenes bostezar y a los ancianos roncar.
Esto me lleva a expresar que si las ilustraciones son tan importantes y logran fines tan excelentes ¿podríamos decir que mientras más las usemos, mejor será el sermón? Siga leyendo, pues de eso trata el capítulo que sigue.
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