EL SIGNIFICADO DEL AMOR
LUCAS 10:25–37
Y he aquí un intérprete de la ley se levantó y dijo, para probarle: Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?
Él le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?
Aquél, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.
Y le dijo: Bien has respondido; haz esto y vivirás.
Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?
Respondiendo Jesús, dijo: Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese.
¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?
El dijo: El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo (Lucas 10:25–37).
A juzgar por la frecuencia con que se repite la palabra en «Los Cuarenta Principales», está claro que, para muchos, la sencilla solución para los problemas del mundo es el «amor». Y no es difícil estar de acuerdo con ese sentimiento si observamos todo lo que produce el odio en el mundo: el sufrimiento que acarrea y la violencia que conlleva; los hogares, comunidades, vidas y corazones destrozados que ocasiona. Es casi una perogrullada decir, en palabras de la canción de los Beatles de los años 60: «Todo lo que necesitas es amor». El problema es que una cosa es cantar sobre ello y otra muy diferente ponerlo por obra, ¿no es cierto?
Todos sabemos que el amor podría traer una reconciliación duradera al Norte de Irlanda, podría resolver las tensiones en Oriente Medio, podría sanar los efectos de la guerra en Bosnia o en Ruanda. En pocas palabras, todos sabemos que el amor podría conseguir que el mundo avanzara con muchas menos desgracias. El problema es que no parece que seamos capaces de inyectar en los asuntos del mundo la suficiente cantidad de este lubricante moral milagroso.
En principio, todos afirman la importancia del amor. Pero uno se desespera intentando encontrar entre tantos pueblos del globo algún rincón donde realmente se manifieste. Y esto no es nada nuevo, claro está. Hace dos mil años, los pensadores escribas de Judea ya habían deducido la importancia primordial del amor a partir de sus estudios de la Biblia. Pero también en su caso había un desajuste entre la teoría y la práctica. Y, en Lucas 10, Jesús cuenta una historia con la intención de dejarle esto bien claro a un erudito rabino con el que discutía sobre el tema en cuestión.
La teoría del amor (Lucas 10:25–28)
Quien haya tenido ocasión de tomar parte alguna vez en un debate público, estará familiarizado con la típica persona que se pone en pie durante el período de preguntas, no con la pretensión de plantear una discusión seria, sino para burlarse del conferenciante.
En cierta ocasión llevamos a cabo en la escuela un simulacro de elecciones generales en las que varios alumnos mayores se presentaban como candidatos de los principales partidos políticos. En aquellos momentos yo pasaba por una fase anarquista, por lo que decliné presentarme. Pero recuerdo haber disfrutado interrumpiendo siempre que podía cada discurso de la campaña y preguntando en voz alta: ¿y qué pasa con la crianza de cerdos en las Islas de Zetlandia? Descubrí que ninguno de los parlamentarios adolescentes de mi escuela había pensado mucho en este importante asunto. Y la mayoría de ellos quedaron totalmente confundidos al pedírseles que hablaran del tema.
El caso es que en la actualidad tiendo a oponerme bastante a estas tácticas subversivas. De hecho, cualquier maestro de la iglesia que acepta dar una clase en los centros de enseñanza, especialmente en los de enseñanza secundaria, puede hacerse rápidamente con una lista de viejos chistes similares a: ¿Quién fue la mujer de Caín? Ése sí que es bueno. ¿Metió Noé osos polares en el arca? Uno pronto aprende que las personas que hacen preguntas así en realidad no buscan una respuesta; sólo quieren ganar puntos en una especie de partido intelectual. Martín Lutero mostró saber enfrentarse a este tipo de preguntas con gran ironía. En cierta ocasión le preguntó un escéptico sin muchas luces: «¿A qué se dedicaba Dios antes de crear el mundo?» A lo que se dice que Lutero respondió (citando a su mentor, Agustín) «Seguramente a crear un infierno para las personas que preguntan tonterías como ésa».
Cuando leemos los evangelios, descubrimos que Jesús tuvo que tratar con un buen montón de preguntas hipócritas de este tipo. Una y otra vez, los teólogos de sus días intentaron pillarle en alguna metedura de pata que les sirviera para desacreditarle. Pero es interesante observar la forma en que Jesús evitaba caer en argumentos estériles y especulativos. De hecho fue un maestro en hacer que estas preguntas recayeran sobre el interlocutor.
En estos versículos encontramos un ejemplo clásico de cómo Jesús manejaba a ese tipo de personas contenciosas, a un maestro de la ley—como le llama Lucas—; o lo que podríamos denominar un «experto en el Antiguo Testamento». Plantea una duda que aparentemente no es demasiado maliciosa. De hecho, el hombre parece tener a Jesús en alta estima. Se levanta para formular su pregunta y se dirige a él con respeto como «Maestro». Más aun, la misma pregunta parece, al menos en la superficie, bastante prometedora. «Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» Pero, para que no nos equivoquemos, Lucas nos dice que su verdadera motivación era bastante más desalentadora. Nos dice que se levantó para probar a Jesús.
Luego este hombre no era alguien que con sinceridad buscaba luz espiritual. Era uno de aquellos inquisidores hostiles de la clase dirigente judía que iban tras una oportunidad de examinar las credenciales teológicas de Jesús y, si era posible, demostrar su incompetencia teológica. Sin duda esperaba que Jesús haría alguna de sus declaraciones mesiánicas o afirmaciones heréticas digna de ser apuntada y utilizada más adelante como evidencia contra él.
Pero, si así era, debió de quedarse bastante frustrado; porque, en vez de sorprender a todos con alguna novedad teológica que les permitiera prenderle, Jesús le invitó a responder a su propia pregunta a la luz del Antiguo Testamento que él tan bien conocía. «¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?» Y, como era de esperar, el hombre estaba muy dispuesto a exhibir los frutos de su investigación bíblica: «Amarás al Señor tu Dios—dijo—y a tu prójimo como a ti mismo». «Bien has respondido»—contestó Jesús.
Puede que parezca sorprendente descubrir que este hombre resume la ley del Antiguo Testamento en estos términos. Porque Jesús mismo, cuando en otra ocasión le pidieron que dijera cuál era el mandamiento de la Biblia más importante, no pudo por menos que citar precisamente los mismos dos textos que este escriba cita aquí, es decir, Deuteronomio 6:3 y Levítico 19:18: «Amarás al Señor tu Dios. Amarás a tu prójimo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas» (Ver Mateo 22:34–40).
¿No dice mucho de la profundidad de reflexión de este escriba sobre ética bíblica el hecho de que por su cuenta hubiera llegado exactamente a la misma conclusión que Jesús en cuanto a este punto?
Bien, en realidad no. Probablemente no demuestra nada parecido. Casi con toda seguridad, el hecho de que el experto en leyes coincida con Jesús en reunir aquí las mismas dos citas del Antiguo Testamento quiere decir que, quizás contrariamente a lo que muchos de nosotros pensamos, Jesús no fue el primero en convertir estos dos mandamientos en la esencia de las exigencias morales de Dios. Parece como si esta respuesta del escriba representase la sabiduría convencional de al menos algunos de los maestros de la época de Jesús. Si les hubieras preguntado cuál es la esencia de la ley o cuál es la mayor virtud, habrían respondido todos a una voz: «amar a Dios y amar a los demás».
Y, siendo así, sospecho que este experto en el Antiguo Testamento debió de sentirse un tanto perplejo cuando Jesús, aquel galileo con reputación de tener ideas bastante radicales, aplaudió su respuesta totalmente convencional y se mostró de acuerdo con su ortodoxia ajena a cualquier posibilidad de controversia. «Bien has respondido. Haz esto y vivirás»—le dijo Jesús.
Quizás a algunos de nosotros también nos extrañe que Jesús asintiera a las ideas de aquel hombre sin criticarlas. Seguramente Jesús tenía algo nuevo que decir sobre el camino a la vida eterna, algo que contradecía los fundamentos del judaismo en el que había crecido aquel hombre. Pero aquella forma tan aduladora de respaldarle le sonaría a todo el mundo como si Jesús quisiera negar cualquier elemento revolucionario o innovador en su proclamación del reino de Dios.
Bueno, pues a los que tengan la tentación de pensar así, tengo que decirles que creo que están cometiendo dos errores.
En primer lugar, creo que están malinterpretando la enseñanza de Jesús, porque el Nuevo Testamento nunca abroga las demandas morales de la ley del Antiguo Testamento. Al contrario, insiste continuamente en que el pueblo de Dios del nuevo pacto puede ser identificado por su obediencia a la ley moral que el Espíritu Santo obra en sus vidas. Cuando Jesús dice en el versículo 28 «haz esto y vivirás», no quiere decir que los actos llevados a cabo con amor nos sirvan para ganarnos el cielo; sino que más probablemente confirma que los actos llevados a cabo con amor son la marca infalible de una personalidad estrechamente relacionada con el cielo.
Esto, claro está, nos lleva a la misma conclusión a la que llegábamos en la parábola del sembrador del capítulo anterior: podemos considerar que un terreno que ha recibido la semilla de la palabra es fértil si, como consecuencia, produce un fruto moral de obediencia. Este hombre en realidad se estaba preguntando: «¿Cómo puedo estar seguro de que pertenezco al pueblo de Dios, de que soy uno de aquellos que heredarán el reino mesiánico de Dios cuando llegue?» La respuesta de Jesús no es un nuevo concepto revolucionario. La encontramos en Deuteronomio tanto como en Juan. La encontramos en Levítico tanto como en Romanos. «Sabemos que hemos pasado de muerte a vida en que amamos» (ver 1 Juan 3:14; Romanos 13:8–10). El amor es el requerimiento divino. Sin él no entraremos en el cielo, porque el cielo es un mundo de amor.
Este experto en leyes respondió lo mejor que sabía. Los que van al cielo aman a Dios y a su prójimo. La ley escrita por Moisés en tablas de piedra, la que tenemos en el Antiguo Testamento y este hombre conocía tan bien, es la misma ley moral que es escrita en las tablas del corazón humano por el Espíritu Santo del nuevo pacto, el cual Jesús había venido a inaugurar. Como dijo Cristo mismo: «No he venido para abrogar la ley, sino para cumplirla» (ver Mateo 5:17). Y el amor es el cumplimiento de la ley. En este sentido, Jesús no está indicando nada en absoluto que contradiga la tónica general del Nuevo Testamento cuando dice: «Haz esto, y vivirás».
Pero me imagino que algunos aún no se quedarían satisfechos con esto. Tendrían más objeciones que hacer. «Sí, puede que sea así, que la obediencia moral sea la evidencia de una personalidad renovada espiritualmente. Todos nosotros lo sabemos». Pero, desde luego, aquel escriba no tenía semejante perspectiva teológica neotestamentaria de las cosas. Está claro que estaba descarriado espiritualmente, sólo hay que fijarse en la manera en que formula su pregunta inicial: «¿Haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» ¿No era capaz de ver la contradicción de sus propias palabras? Nadie hereda algo haciendo cosas, ¿verdad? Una herencia es algo que uno recibe en virtud de una relación, no de una adquisición.
Evidentemente, como muchos judíos de este período y muchos cristianos nominales de la actualidad, este hombre pensaba que la vida eterna era algo que se adquiría por medio de sus propias obras de piedad, y no algo regalado por la gracia de Dios. No era cuestión de preguntarse qué ha hecho Dios por mí, sino más bien qué debo hacer yo por Dios. No veía el amor a Dios y al prójimo como un fruto evidente producido por el Espíritu Santo en las vidas de aquellos que habían recibido vida eterna. Lo veía como la tarea moral que él, por medio de sus solitarios esfuerzos, tenía que cumplir para ganarse la vida eterna, la cual veía como recompensa divina. Eso es lo que había en su mente.
¿Debería Jesús haber corregido aquella autojustificación legalista que estaba en el trasfondo de las palabras del escriba? El caso es que, en vez de eso, parece que le da una palmadita en la espalda y le felicita por su sano punto de vista: «Haz esto y vivirás».
«Ésa no es una respuesta correcta, Jesús; no para este hombre. Deberías haberle guiado a la fe, no a las obras; como hace Pablo en su carta a los Gálatas». Si alguien piensa así, entonces creo que hay un segundo error que puede estar cometiendo. Además de que quizás no esté comprendiendo la enseñanza de Jesús, puede que también esté infravalorando su sabiduría pastoral.
Pensemos por un momento en la clase de persona que era este experto en leyes. Un estudioso profesional de la Biblia, un hombre que se sabía de memoria desde Génesis hasta Deuteronomio, que había participado en multitud de seminarios y en debates de gran erudición, matizando sus argumentos, clarificando y delimitando sus puntos de vista. Un hombre que no sólo había examinado innumerables casos legales reales, sino que además había reflexionado sobre miles de otros casos imaginarios, de manera que estaba absolutamente seguro de que no existía problema ético alguno sobre el cual él no estuviera capacitado para dar su opinión con autoridad. En pocas palabras, aquí tenemos a un hombre que tenía todas las respuestas. Una persona así no necesita ni quiere instrucción teológica. Ésa no era la razón que le había llevado hasta Jesús. Su mente estaba atestada de instrucción teológica, y si se le daba la más mínima oportunidad estaría encantado de exponerla a la luz pública para beneficio de todos.
Debatir con una persona así es una pérdida de tiempo. Puede entretener a las multitudes, pero es totalmente improbable que sirva para que alguien modifique su manera de pensar en forma alguna. Creo que el filósofo Karl Popper tiene razón al defender que ese tipo de debates sólo sirve para que los participantes se afirmen más aún en sus posturas enfrentadas. Incluso en el caso de que Jesús hubiera tenido éxito confrontando la teología del escriba, no lo habría tenido en cuanto a convertir su alma. Habría ganado la discusión, pero no al hombre.
Porque, lo que aquel individuo necesitaba no era enseñanza, sino humildad. Al utilizar la primera persona—«¿haciendo qué cosa heredaré?»—demuestra su mucha autosuficiencia. Verdaderamente pensaba que podía amar a Dios y al prójimo. Éste era su error fundamental; no tanto su teología legalista, sino lo satisfecho que estaba con su moral. La única forma en que este hombre podía ser ayudado verdaderamente era que aquella autosuficiencia disfrazada de autojustificación fuera perforada por medio de una pequeña dosis de la convicción de pecado tan pasada de moda.
Pero, como todo consejero sabe, la convicción de pecado no puede ser impartida por gente muy ducha en la materia. Si quieres llevar a una persona por el camino del arrepentimiento, a menudo los métodos indirectos son mucho más efectivos que la confrontación. Jesús, el psiquiatra por excelencia, lo sabía. Iba a mostrarle a aquel hombre lo poco adecuada que era su teología de buenas obras. Pero no venciéndole en un debate teórico; sino tocando su conciencia por medio de una historia muy práctica.
Y eso nos lleva a nuestra segunda parábola.
La práctica del amor (Lucas 10:29–35)
En el versículo 29 se ve claramente que el intérprete de la ley consideraba la respuesta de Jesús, más que como una aparente felicitación, como una derrota que de alguna manera estaba sufriendo. Quizás era debido al tono de voz dé Jesús cuando le dijo: «haz esto y vivirás», como si en realidad estuviera diciéndole: «pero tú en realidad no amas de esta manera, ¿verdad?» Parece que esto es lo que implica la observación que Lucas hace en cuanto a que el hombre quería justificarse a sí mismo. Es decir, quería colocarse a sí mismo en el lado correcto. El desafío moral de las palabras de Jesús le habían puesto a la defensiva. Aunque no se le había dicho explícitamente ni una palabra de desaprobación, sin lugar a dudas él se sentía como si hubiera sido rechazado.
Pero, ¿acaso no es así como nos sentimos todos cuando alguien nos desafía con el mandamiento del amor? G.K. Chesterton dijo en cierta ocasión que el cristianismo no es algo que después de probarlo se demuestra que falla, sino algo que se considera difícil de antemano y que, por ello, se descarta el probarlo. Hasta ese punto llegan sus exigencias. Como ya hemos apuntado, todo el mundo está de acuerdo en que en teoría está bien «amar al prójimo»; pero, cuando hay que llevarlo a la práctica, nos avergonzamos de las exigencias incondicionales que esa orden supone para nuestras vidas. Casi de manera inconsciente, nos contentamos con aliviar la presión que ejercen nuestras conciencias, convenciéndonos a nosotros mismos de que, a pesar de ese desagradable sentimiento de auto-reproche, nosotros en verdad amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos ¿no?
Existen dos típicas formas en que normalmente intentamos adquirir este sentimiento de autojustificación. Y lo genial de la parábola de Jesús es que desenmascara la hipocresía que hay en el fondo de ambas.
a. La técnica del «yo no le hago daño a nadie»
La primera técnica es muy sencilla. Consiste en convertir el mandamiento positivo de Dios en una prohibición negativa. «Ama a tu prójimo» se transforma en «no le hagas daño a nadie». Esa justicia pasiva es mucho más fácil de manejar. Podemos estar tranquilos de que, puesto que no hemos robado, asesinado o calumniado a nuestro prójimo, demostramos que le amamos. Evidentemente ésa era la actitud del sacerdote y del levita de la historia de Jesús. Sin duda estos dos hombres religiosos eran muy capaces de racionalizar de múltiples maneras su decisión de pasar de largo. Como en el caso del intérprete de la ley, podían justificarse a sí mismos.
Para empezar, podían decir que parar era una tontería. Aquel hombre herido podría haber sido un señuelo para cazar a los viajeros despistados que antepusieran sus emociones al sentido común. También podrían argumentar que parar era antibíblico. Se nos dice que aquel hombre estaba medio muerto, es decir, inconsciente. Podía haber estado realmente muerto. En ese caso, la ley ceremonial del Antiguo Testamento prohibía que un miembro del templo se acercara a menos de dos metros de él. Si cualquiera de estos dos hombres se hubiera acercado a investigar y se hubiera encontrado con que se trataba de un cadáver, habría quedado ritualmente contaminado. Y eso habría significado no sólo tener que pasar por todo un pesado procedimiento de limpieza ceremonial, sino haber quedado imposibilitado para desarrollar sus tareas litúrgicas durante un período considerable de tiempo, lo cual habría resultado un inconveniente para todo el mundo y todo un contratiempo.
Pero, la razón principal para defender su negligencia con aquel hombre herido era que su interpretación de la ley del amor no les exigía hacer algo por él. En su opinión, todo lo que les pedía era que fueran justos pasivos que evitaran sencillamente infligir daño alguno a otras personas. Ellos no habían golpeado a aquel pobre sujeto ¿no? Por tanto, no eran responsables; y, por tanto, era mejor no involucrarse. Ésa era su mentalidad. La suya era una ética que pasaba completamente por alto los pecados de omisión y que podía tranquilamente llegar a ignorar al hombre sin sentir el más mínimo remordimiento. «Al fin y al cabo, puede que ni siquiera fuera judío»—puede que se dijeran a sí mismos, mientras continuaban su camino.
Y eso nos lleva a la segunda estrategia de evasión moral.
b. La técnica de «la caridad comienza en casa»
Esta técnica conlleva el poner límites al ámbito de aplicación del mandamiento del amor que Dios da. Restringe el alcance de ese mandamiento a un grupo particular de personas que se consideran los receptores exclusivos del amor de que habla. «¿Y quién es mi prójimo?»—preguntó nuestro escriba, indicando que algunas personas son mi prójimo y otras no. Daba por supuesto que «amarás a tu prójimo» quería decir «amarás a tu compañero judío». Ningún maestro de aquellos días habría ido más allá. La pregunta que había en su mente era probablemente: «¿eso incluye a los gentiles que se han convertido al judaismo?»; porque sabemos que, en cuanto a esa cuestión, las opiniones de los rabinos de tiempos de Jesús estaban divididas. Quizás pensó que conseguir que Jesús diera su opinión en cuanto a esa controversia generaría el debate académico que estaba buscando. Pero, con toda probabilidad, no se esperaba que la historia con la que Jesús iba a responderle a esta pregunta técnica iba a caerle como una bomba.
Para comprender el impacto emocional que los versículos 33 y 34 causaron sobre la audiencia original de Jesús, es necesario que de alguna manera nos adentremos en los sentimientos contrarios a los samaritanos que albergaban los judíos del primer siglo. No hace falta profundizar en las razones para ello. Como en todo caso de xenofobia, iba más allá de lo racional. Pero no creo que en la historia de la humanidad haya habido un prejuicio racista mayor y que haya llegado hasta el mismo extremo en la intensidad de su animadversión mutua.
Por desgracia, esta dimensión de la historia se ha perdido. Estamos tan familiarizados con esta parábola que incluso la palabra «samaritano» tiene para nosotros connotaciones de benevolencia. Todos sabemos que los samaritanos son buenos. Son aquella buena gente que se sienta ante los receptores telefónicos en espera de poder animar a los suicidas potenciales. Pero este tipo de asociaciones filantrópicas son totalmente ajenas a la mentalidad judía del primer siglo. Al contrario, en su cultura no existía el concepto de «buen samaritano». Como solía decir la caballería americana en referencia a los apaches, el único samaritano bueno era el samaritano muerto. Y no se trata de una exageración. Se maldecía a los samaritanos de manera pública en las sinagogas. Se hacían peticiones cada día rogándole a Dios que les negara la posibilidad de disfrutar de la vida eterna. Muchos rabinos decían incluso que los mendigos judíos debían rechazar la limosna de un samaritano, porque incluso su dinero estaba contaminado.
Posiblemente Jesús no podía haber escogido un héroe más ofensivo para la sensibilidad de su audiencia. No es ninguna tontería sugerir que incluso demostró mucho valor al hacerlo. Sería algo semejante a ponerse de parte de un negro en una reunión de Africaner en Johannesburgo. O como alabar a un soldado de la fuerza de seguridad de Irlanda del Norte en un pub católico de Belfast. Si Jesús hubiera hecho referencia a un judío que ayudaba a otro judío, se habría podido aceptar. Incluso habrían podido tolerar que se tratara de un judío que ayudaba a un samaritano. Hasta estoy seguro de que algunos habrían aplaudido el que hubiera utilizado su historia como un panfleto de propaganda anticlerical, mostrándole al intérprete de la ley la hipocresía de aquellos dos miembros del sacerdocio. Pero sugerir que dos pilares de la clase dirigente judía serían desbancados moralmente por aquel perro hereje, llevaría a cualquier patriota judío a una gran indignación y hostilidad. Y eso era exactamente lo que Jesús estaba sugiriendo.
Paso a paso, en el transcurso de la narración, va dejando caer que el samaritano era el que cumplía con el deber de amar que el sacerdote y el levita habían pasado por alto. Los corazones de éstos habían sido fríos y calculadores, mientras que el de aquél ardía de una enorme compasión. Su aceite y su vino continuaba en sus alforjas, sin duda listos para ser utilizados más adelante en los rituales del templo. Pero el de aquél se convertiría en un bálsamo suave y desinfectante para las heridas del hombre. Éstos permanecen sentados a salvo en sus cabalgaduras, listos para salir corriendo en el caso de que el cuerpo de aquel hombre tendido boca abajo fuera una trampa. Aquél, en cambio, desmonta con valor, se arriesga a una posible emboscada y hace el resto del paseo hasta Jericó a pie y con el hombre herido sobre su cabalgadura. Éstos se guardan su dinero para ellos, felicitándose seguramente por el diezmo que acababan de dar. Pero aquél sacrifica voluntariamente el salario de un mes o más para asegurar que el hombre tenga los cuidados necesarios para recuperarse plenamente.
Y fijémonos en que todo esto lo hizo sin tener en cuenta la identidad racial del agredido. De ahí la observación de Jesús de que este hombre quedó inconsciente y desnudo. No tenía nada que pudiera dar a conocer su identidad étnica. Su forma de hablar y de vestir eran desconocidas. El samaritano atiende a esta víctima de la violencia criminal sencillamente como un ser humano anónimo. Judío, gentil, samaritano—no lo sabe—. Pero se preocupa por él. Lo rescata. Provee sacrificialmente para su futuro restablecimiento. La aplicación es evidente, y Jesús no le quita hierro al asunto a la hora de señalarla.
El desafío del amor (Lucas 10:36–37)
Podemos imaginarnos al intérprete de la ley tragando saliva cuando Jesús le obliga a responder de nuevo a su propia pregunta. No es capaz de decir «el samaritano», porque una palabra tan odiada para él se le habría atragantado. Por otro lado, no puede negar la fuerza moral de la historia que acaba de escuchar. Por tanto responde avergonzado: «el que usó de misericordia».
Jesús debió de esbozar una sonrisa al observar su desconcierto. Aquel hombre que había venido con ganas de pelea se encuentra a sí mismo, si no derrotado, sí declarado culpable. «Ve, y haz tú lo mismo», es el llamamiento que Jesús le hace (Lucas 10:37). Y seguramente, por medio de aquellos dos imperativos, «ve» y «haz», Jesús está desenmascarando no sólo la hipocresía de su inquisidor particular, sino también la de todos nosotros. Es muy fácil caer en altisonantes generalizaciones sobre el amor a los demás ¿no es cierto? Pero esta parábola extraordinaria nos lleva al terreno de las aplicaciones prácticas de aquella teoría moral en la vida real. ¿Hasta qué punto estamos verdaderamente dispuestos a «ir y hacer» por amor a nuestro prójimo?—Nos pregunta.
¿Qué valor tiene para nosotros el amor a un ser humano? El legalista quiere calcular el precio en términos muy precisos, para poder conocer a cuánto asciende su deuda moral. «Si llego hasta ahí, habré amado». La consecuencia de esa clase de cálculo moral es transformar el amor en algo muy tibio: una beneficencia generalizada y vaga, que con toda seguridad no puede expresar en absoluto el infinito valor de la persona humana. Entregamos nuestra aportación en la campaña contra el hambre, nos colocan la banderita y decimos: «¡Ya está. Ya he amado a mi prójimo. He obedecido el mandamiento!»
«¡Mentira!—dice Jesús—, ni siquiera has comenzado». ¿Te has dado cuenta del detalle de que Dios expresa este mandamiento en singular? «Amarás a tu prójimo». El amor no es caridad en general. Dice Charlie Brown, lleno de indignación, en una de las tiras de Peanuts: «Claro que amo a la raza humana. A quien no soporto es a Lucy». Pero Lucy es la unidad de medida del amor.
Aquí, Jesús se propone mostrarnos que el amor requiere un grado de preocupación por el individuo. Eso es lo que demuestra que amamos. Hay poco que podamos hacer por la raza humana; por eso es tan fácil decir que los amamos. Pero no existen límites a la cantidad de cosas que podemos hacer para mostrar generosidad a los individuos que se cruzan en nuestro camino con una necesidad específica, si es que los valoramos lo suficiente.
No estoy negando que el mundo de hoy está tan necesitado que se hace imprescindible la caridad institucional. La gente que pasa hambre se ha convertido en una estadística sobre el papel que pasa de despacho en despacho y de una mesa a otra, quedando registrada en la memoria de los ordenadores. Pero podemos estar seguros de que esa clase de cuidado despersonalizado no posibilita el que podamos cumplir con nuestra obligación de amar como Dios quiere. El verdadero amor al prójimo sólo puede fluir en el contexto de uno a uno, en medio de la relación entre tú y yo. Porque sólo en una relación así puede encontrar el amor una expresión práctica.
El evangelio de Juan menciona el enfado de Judas cuando María de Betania, llena de devoción hacia el Señor, derramó un perfume de mucho valor con la intención de ungir sus pies: «¿Por qué no fue este perfume vendido por trescientos denarios, y dado a los pobres?»—dijo Judas (Juan 12:5). Fijémonos en la expresión «los pobres». Es característico de Judas el pensar en esos términos. Una forma de hablar bonita, segura, plural, generalizada, colectiva: «los pobres». Pero María no pensaba de aquella manera. Para ella era Jesús, un individuo, una persona a la que amaba y por quien hubiera hecho cualquier cosa. Claro que aquello era exagerado. Pero el amor es exagerado. Es inútil que le digas al amante que mira el escaparate de la joyería: «no te lo puedes permitir». El amor deja de lado semejantes consideraciones económicas. Acompaña una milla extra, ofrece la túnica y la capa, ofrece la otra mejilla. Para el frío y calculador Judas, esto resultaba algo incomprensible y le parecía un derroche. Pero María sabía que el amor no tiene límites. El amor no se para a calcular qué es lo mínimo que debe hacer para cumplir con su obligación. Le concede al ser humano un valor tan enorme que lo sacrifica todo por él o ella. Hasta que no llega a ser así de exagerado, sigue siendo algo frustrante e inexpresivo.
«Ve y haz tú lo mismo»—dice Jesús. «La próxima vez, señor intérprete de la ley, que vea usted a alguien a quien está en su mano ayudar, recuerde mi historia del buen samaritano y vaya y haga lo mismo. Entonces sabrá en qué consiste eso de amar al prójimo».
¿No tienen que decirnos algo similar a nosotros? ¿Acaso no está exponiendo la falacia de todas esas excusas y racionalizaciones tan inteligentes que solemos utilizar? «Yo no le hago daño a nadie». ¿Qué clase de amor al prójimo es ésa? Un amor así habría dejado morir a aquel pobre hombre y aún se habría felicitado por su sano juicio. «La caridad comienza en casa». ¿Qué clase de amor al prójimo es ésa? Si la víctima en cuestión hubiera sido aquel mismo samaritano tan generoso, un amor así le habría dejado morir y aun se habría felicitado por su discriminación social.
La historia de Jesús representa lo que nuestras conciencias ya saben, si somos honestos con nosotros mismos: Cuando Dios dice «ama a tu prójimo», se refiere a un amor que se traduce voluntariamente en actos positivos de cuidado y en gestos exagerados de sacrificio personal, sin tener en cuenta la raza, el color o el credo del necesitado. Un amor que, en vez de preguntar—como aquel intérprete de la ley—«de quién se trata», se pregunta «cómo ayudarle». Un amor al que no le interesa la posibilidad de evadirse, sino encontrar la forma de expresarse. Un amor que no se contenta con ser aplaudido en teoría, sino que exige ser demostrado en la práctica. «Ve y haz tú lo mismo»—dice.
Estoy seguro de que no es necesario que diga hasta qué punto un amor así transformaría de pies a cabeza este mundo nuestro. Llevaría a cabo una transformación social mucho más radical que cualquier revolución económica, ya sea de izquierdas como de derechas. Pensemos en la filosofía de «la caridad comienza en casa», por ejemplo. Coge el periódico y dedícate unos momentos a identificar cuántos de los conflictos sin solución, problemas y males a los que se enfrenta nuestro mundo son causados por gente que se pregunta, como el intérprete de la ley, «quién es mi prójimo». Rehusamos amar con una mentalidad universal. Nos empeñamos en adoptar un exclusivismo que discrimina entre «ellos» y «nosotros». Judíos y árabes en Palestina, católicos y protestantes en Irlanda del Norte, serbios y croatas en la antigua Yugoslavia, el nacionalismo que resurge en la antigua Unión Soviética, el tribalismo endémico en la África negra, los prejuicios clasistas y raciales aquí, en Gran Bretaña (la lista sigue y sigue). Vivamos en el rincón del mundo en que vivamos, nos encontraremos con un amor al prójimo convertido por el chovinismo y el sectarismo en algo que no es amor en absoluto, sino una forma camuflada de egoísmo.
Consideremos ahora la actitud del «yo no le hago daño a nadie». ¿No te has dado cuenta de cuánta terrible negligencia de nuestra responsabilidad social se justifica en nuestro mundo moderno por medio de esa frase? En 1964 tuvimos un ejemplo clásico en las calles de Nueva York de las consecuencias de esto. Una mujer de cerca de treinta años fue atacada, cuando iba a casa, por un asaltante que la apuñaló repetidamente mientras ella pedía ayuda; y al menos treinta y ocho personas presenciaron el crimen desde las ventanas de sus apartamentos. Ni una de ellas se molestó en telefonear a la policía. Cuando más tarde se les preguntó por qué no habían hecho hada, la respuesta fue unánime: «no quería involucrarme».
¿Se trata de un incidente aislado? Me temo que no. Aquí tenemos un recorte del Daily Mail: «Varios motoristas redujeron la marcha para ver cómo un hombre maltrataba a una niña de tres años, a plena luz del día, junto a una calle muy concurrida; pero ninguno de ellos se detuvo para ayudarla».
Éste es el mundo enfermo en que vivimos. La parábola de Jesús sigue siendo real en nuestra vida hoy. Pero en los locales nocturnos de nuestra ciudad no existen muchos buenos samaritanos que proporcionen un final feliz para la historia. Nuestra sociedad occidental está tan preocupada por las prioridades individualistas y materialistas, que nadie quiere involucrarse en los problemas de otros. Nos limitamos a no hacerle daño a nadie. Así nos justificamos. ¿Qué tienen que ver con nosotros las víctimas del crimen, de la guerra, la explotación o la opresión? Esas tragedias humanas que el mundo tiene por cicatrices no son de nuestra incumbencia. Por tanto, como el sacerdote y el levita, pasamos de largo, defendiéndonos a nosotros mismos continuamente con la excusa de que no le hacemos daño a nadie.
«En cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis» (Mateo 25:45). El mismo Cristo nos dice que los pecados de omisión son tan atroces y nos hacen tan culpables a ojos de Dios, que nos pueden condenar. Porque el amor es el cumplimiento de la ley. A la vista del espectáculo de la necesidad humana, el amor no puede quedarse ocioso y sin hacer nada.
Ya dije en el capítulo anterior que es posible que la preocupación social llegue a dominar la agenda del cristiano, haciéndole perder de vista la prioridad de proclamar las buenas nuevas del reino de Dios. No me estoy retractando de aquel énfasis. La semilla del reino es la palabra. Pero el cristiano que no demuestra una verdadera preocupación social en un mundo como el nuestro, por muy celoso que sea en su tarea evangelística, tendrá que enfrentarse al juicio de Cristo. Porque la semilla del reino es la palabra, y esa misma palabra exige una preocupación social. La preocupación social es parte del fruto de obediencia que muestra le fertilidad de nuestro terreno. Seguramente John Stott tiene razón cuando insiste en que no podemos llevar a cabo la gran comisión de Cristo—«Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura»—si pasamos por alto su gran mandamiento: «Éste es mi mandamiento: que os améis» (Marcos 16:15; Juan 15:12).
Hubo un tiempo, claro está, en que la iglesia cristiana era conocida por su obediencia práctica a ese mandato del maestro. Incluso los críticos que sentían poca simpatía por ella tuvieron que reconocer que, en la Inglaterra del siglo diecinueve, por ejemplo, fueron los creyentes cristianos quienes se afanaron infatigablemente en la lucha por la reducción de la pobreza y de la marginación en la sociedad. ¡Ojalá fuera ésa la imagen actual de la iglesia! Pero me temo que no es así. El virus de la autojustificación individualista que ha infectado a nuestra sociedad occidental es en general poco resistido por la iglesia de hoy. Como el sacerdote y el levita, los cristianos están mucho más interesados en que la alabanza pública sea ruidosa que en la responsabilidad social que exige el amor.
La historia del buen samaritano supone un reto tan grande, en cuanto a su relevancia para el mundo y para la iglesia del siglo veinte, como cuando Jesús la contó hace 2.000 años. Hace muchos años tuve un estudio bíblico con un pequeño grupo de estudiantes, uno de ellos procedente de Latinoamérica, sobre esta misma parábola del buen samaritano. Su comentario fue el siguiente: «Sólo con que la iglesia nos hubiera contado esta historia y nos hubiera mostrado a este Jesús, muchos de mis amigos nunca se habrían hecho marxistas». Ésta es, sin duda alguna, una de las mejores recetas del mundo para cambiar la sociedad: «Ve y haz tú lo mismo» (Lucas 10:37).
Y lo más irónico y asombroso es lo siguiente: que ésa no es la razón por la que Jesús contó esta historia. Jesús no relató esta parábola porque creyera que serviría para cambiar el mundo. Si lo hubiera hecho con ese propósito debería estar sintiéndose totalmente descorazonado en estos momentos, 2.000 años después, porque es evidente que no lo consiguió.
Pero Jesús no era un socialista utópico. Volvamos a la pregunta con la que comenzó este incidente, porque ahí tenemos la clave: «Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» (Lucas 10:25). Recordemos que aquí tenemos a un hombre con la monumental ilusión de que puede conseguir su billete al cielo por medio de sus buenas obras. Y el propósito último de esta historia es mostrarle a aquel hombre que eso era imposible. La única manera de conseguir que aquel experto dejara de pensar que le era posible adquirir su billete al cielo de aquella forma, era que reconociera que había interpretado la ley de Dios referente al amor en términos reduccionistas. Una vez que le quedara clara la amplia extensión de su obligación moral, una vez que examinara su vida sin excusas ni evasivas para esconder su fracaso oculto, rápidamente descubriría que no era el gran experto en moral que se consideraba a sí mismo. Conocía muy bien la teoría, pero no había una práctica de la misma.
Estamos muy lejos de la verdad, pues, si pensamos que Jesús estaba dando su visto bueno al legalismo judío de aquel hombre cuando le dijo: «Haz esto y vivirás» (Lucas 10:28). Al contrario, el propósito de esta conversación es derribar de un golpe ese tipo de autosuficiencia moral.
Ésa es la verdadera razón por la que esta historia aparece en el evangelio de Lucas. No la estaremos entendiendo si pensamos que su propósito principal es enseñarnos nuestra responsabilidad moral. No obstante, también intenta exponernos nuestra bancarrota moral. El buen samaritano es la forma en que Jesús derriba los mecanismos de defensa de los que se atreven a justificarse a sí mismos. «Enfréntate a la falta de acción que hay en tu vida»—dice en esta parábola. Conoces el nivel de amor que Dios requiere, pero no lo pones en práctica. Sigue intentando alcanzarlo si crees que puedes. Pero sólo cuando dejes de racionalizar tu forma de escapar a todo lo que implica el mandamiento de Dios, sólo cuando dejes de reducir las demandas del amor por medio de clichés tranquilizadores como aquel de que «la caridad comienza en casa» o «yo no le hago daño a nadie», sólo cuando comiences a comparar tu amor con la exagerada generosidad de aquel buen samaritano, entonces te darás cuenta de tu verdadero fracaso moral. Ya no me vendrás con pomposas y orgullosas preguntas como: «¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?»
No. Más bien, como el hombre de la historia que veremos más adelante, te encontrarás con la cabeza gacha, golpeándote el pecho y diciendo: «Dios, se propicio a mí, pecador». ¿Aún no has llegado a ese punto de desesperación? Mucha gente se acerca, como aquel experto, a debatir con Jesús. Pero pocos vienen buscando lo que realmente él quiere ofrecerles: el rescate.
Cuando lleguemos al extremo de saber que necesitamos ser rescatados, descubriremos que incluso existe una mayor dimensión de esta importante historia del buen samaritano; quizás la dimensión de mayor valor.
En el capítulo anterior decía que durante la Edad Media se abusó a menudo de las parábolas, como consecuencia de interpretarlas de una manera alegórica. La historia del buen samaritano fue una de las más afectadas por esto. Una de las reconstrucciones medievales clásicas, por ejemplo, nos dice que el hombre herido representa a Adán; y que Jerusalén, de donde había partido de viaje, representa el estado de inocencia del que cayó Adán. Los ladrones que le asaltaron eran el diablo que privó a Adán de la vida eterna. El sacerdote y el levita eran la religión del Antiguo Testamento, que pasaba de largo y no podía ayudarle. Y el buen samaritano, por supuesto, es Cristo, que viene a rescatarle. La posada a la que le llevó es la iglesia, las dos monedas que entregó para sus cuidados son los sacramentos del bautismo y de la misa, y el posadero, evidentemente, ¡es el papa!
Bueno, baste con decir que no existe evidencia alguna de que Jesús pretendiera que su historia fuera interpretada de esa manera. De todas formas, algo de percepción espiritual tenían aquellos estudiosos medievales. Porque, aunque no se pretendía que el buen samaritano fuera una representación alegórica de la misión de Cristo, sí es cierto que Cristo es el cumplimiento perfecto del mandamiento del amor, ilustrado por el buen samaritano.
Hay un hombre que viajó por aquel camino a Jericó, pero en dirección contraria: hacia Jerusalén, no lejos de allí, y con una cruz sobre su espalda. Y, desde esa cruz, el narrador de la historia mismo nos recuerda aquel antiguo mandamiento del amor. Sólo que, como él dice, ahora se ha convertido también en un nuevo mandamiento: amaos unos a otros «como yo os he amado» (véase Juan 13:34). Moisés no pudo añadir esta coletilla, ¿verdad? Tampoco el intérprete de la ley. Pero Jesús sí. Porque él ha convertido al buen samaritano ficticio en hecho real. El suyo es un amor que derriba las barreras creadas por el hombre por razón de raza, tribu o clase. El suyo es un amor que no se conforma con buenas intenciones pasivas, sino que repercute en un servicio sacrificial activo y exagerado. «Amaos unos a otros como yo os he amado. Ahora podéis amar de esa forma porque, a diferencia de Moisés, os he proporcionado la capacidad de amar. Mi Espíritu, derramado desde el cielo, reproducirá mi amor en vuestros corazones. Id y haced lo mismo».
A aquellos que, como aquel intérprete de la ley, piensan que pueden adquirir su billete al cielo por medio de sus buenas obras, las palabras de Jesús les retan a reconocer su verdadera incapacidad moral. Tú no amas así; no puedes amar así. No quieres amar así. Deja de engañarte.
Pero a aquellos que han aprendido la lección, que han venido a Cristo arrepentidos y con fe, confesando sus fracasos y su pecado, el desafío de estas palabras finales les llega de una manera fresca por segunda vez e incluso con más fuerza. «Id y haced lo mismo—les dice. Demostrad la calidad de la vida llena del Espíritu que os he dado. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros».
3
INVITACIÓN PARA UNA FIESTA
LUCAS 14:1, 7–24
Aconteció un día de reposo, que habiendo entrado para comer en casa de un gobernante, que era fariseo, éstos le acechaban …
Observando cómo escogían los primeros asientos a la mesa, refirió a los convidados una parábola, diciéndoles: Cuando fueres convidado por alguno a bodas, no te sientes en el primer lugar, no sea que otro más distinguido que tú esté convidado por él, y viniendo el que te convidó a ti y a él, te diga: Da lugar a éste; y entonces comiences con vergüenza a ocupar el último lugar. Mas cuando fueres convidado, vé y siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba; entonces tendrás gloria delante de los que se sientan contigo a la mesa. Porque cualquiera que se enaltece será humillado; y el que se humilla, será enaltecido. Dijo también al que le había convidado: Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te vuelvan a convidar, y seas recompensado. Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos.
Oyendo esto uno de los que estaban sentados con él a la mesa, le dijo: Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios.
Entonces Jesús le dijo: Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos. Y a la hora de la cena envió a sus siervos a decir a los convidados: Venid, que ya todo está preparado. Y todos a una comenzaron a excusarse: El primero dijo: He comprado una hacienda, y necesito ir a verla; te ruego que me excuses. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlos; te ruego que me excuses. Y otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir. Vuelto el siervo, hizo saber estas cosas a su señor. Entonces enojado el padre de familia, dijo a su siervo: Vé pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Y dijo el siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar. Dijo el señor al siervo: Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa. Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena (Lucas 14:1, 7–24).
Dicen que lo conocido no se estima. En mi experiencia esto es cierto en cuanto a la religión. Las personas a las que les resulta más difícil hablar de la fe cristiana son casi siempre aquellas que han crecido rodeadas de ella.
G.K. Chesterton, en relación con esto, cuenta la historia de un joven que vivía hace siglos en las colinas de Wessex. Había oído hablar de un enorme caballo blanco misteriosamente esculpido en la antigüedad en una ladera desconocida. Aquel rumor le había cautivado de tal manera que decidió dedicarse a buscar el legendario caballo, viajando a lo largo y ancho de todo el occidente del país. Pero, mira por dónde, resulta que no lo encontró. Al final, aburrido y desanimado, volvió a casa, harto y habiendo llegado a la conclusión de que el caballo blanco de sus sueños no existía. Y entonces, cuando divisó su pueblo desde la distancia, después de su larga ausencia, se quedó atónito al contemplar el objeto de su búsqueda. El caballo blanco había estado allí todo aquel tiempo. Su pueblo estaba situado justo en el centro, pero nunca antes había sido capaz de reconocerlo, debido a lo familiarizado que estaba con su entorno.
Chesterton, claro está, dice que esa historia es una alegoría. Lo que quiere decir es que hay personas (y especialmente jóvenes) que emprenden una búsqueda intelectual y espiritual. Se plantean profundas preguntas. Visitan lugares exóticos en busca de respuestas. Leen libros foráneos, viven experiencias diferentes. Algunos de los viajeros pueden incluso enrolarse en cursos universitarios en el extranjero. Profundizan en ello porque son conscientes de que hay algún misterio que les atrae, un santo grial que deben descubrir. Con tristeza, a pesar de todos sus esfuerzos y con el paso del tiempo, van desilusionándose y volviéndose cínicos y agnósticos. No encuentran el «caballo blanco» que estaban buscando.
Quizás—sugiere Chesterton—lo que deberían hacer es volver al hogar. Puede que, si lo hicieran, se llevaran la sorpresa de encontrar que las respuestas que están buscando las tienen allí, en la biblia de la estantería de la iglesia que hay en la esquina de su calle. Lo único que pasa es que no han reconocido su valor único porque estaban demasiado cercanas, les eran demasiado conocidas. Y lo conocido no se estima.
Penetrar ese muro de indiferencia, o de desprecio, y ayudar a otros a descubrir lo novedoso y lo relevante que es el mensaje cristiano, no es tarea fácil. Y especialmente si la gente piensa que ya conoce ese mensaje. Es más o menos como la vacuna contra el sarampión que se les pone a los niños. Una dosis de religión demasiado frecuente, y especialmente si se administra durante la infancia, lo que hace es aumentar la resistencia a la realidad a la que deberán enfrentarse más adelante en su vida. Las clases de escuela dominical, los maestros de religión evangélica de las escuelas que no les son de gran ayuda, los aburridos cultos en la iglesia y, por supuesto, las meriendas en casa del pastor; todo eso viene a sus mentes como una avalancha cuando el evangelista se pone en pie para hablar. Son como los anticuerpos cuando acuden a enfrentarse al virus que invade la sangre. Todos aquellos recuerdos aseguran la inmunidad espiritual frente a cualquier cosa que el predicador pueda decir. Incluso el mejor de los sermones fracasa en su intento de atravesar semejantes defensas.
Hasta Jesús, al ejercer de maestro de las buenas nuevas, experimentó aquel mismo problema. Con frecuencia se encontraba con que las personas que le planteaban mayores dificultades eran aquellas que tenían un trasfondo religioso más fuerte.
Fijémonos en este incidente, por ejemplo. Es sábado. A Jesús le han invitado a comer en casa de alguien a quien Lucas denomina gobernante fariseo. La escena es parecida a la de aquellas fiestas que al capellán de la universidad de Cambridge le encanta organizar tras una velada musical. Todo el mundo se porta bien y trata de causar una buena impresión. Parece como si Jesús, observando la presunción de aquella concurrencia particular, hubiera decidido animar las cosas un poco. Por eso hace una sugerencia controvertida acerca de cómo organizar un buen convite. «No invitéis a los amigos y vecinos ricos—les dice. Eso es verdaderamente aburrido. Al fin y al cabo, si lo hacéis, se sentirán obligados a devolveros la invitación, ¿no es así? Es mejor convidar a personas sin hogar a las que veáis pidiendo limosna en la calle principal. Invitad a los alcohólicos y a los drogadictos que encontréis apoyados en la pared del mercado. Invitad a vuestra fiesta a los marginados, porque ellos no tienen un duro. La única recompensa que podéis esperar haciendo esto se recibe en el cielo, ¿verdad?»
Estas palabras de Jesús debieron caer como una bomba sobre aquella audiencia. No es necesario tener una gran imaginación para darnos cuenta del impacto que producirían. Sospecho que los marginados y los despreciados de la sociedad no estaban presentes en la respetable mesa de aquel gobernante fariseo. Sin duda se hizo un silencio abrumador. Sería como si te recuerdan los millones de personas que se mueren de hambre justo cuando estás a punto de hincarle el diente a tu tercer plato de tarta. Claro que siempre hay alguien alrededor que, en los momentos embarazosos como aquel, se considera con la imperiosa obligación de ayudar a mejorar el ambiente por medio de algún comentario más o menos necio. Eso es exactamente lo que le pasaba a aquel tipo que estaba sentado en la mesa de Jesús. Decidido a mantener la conversación dentro de unos límites que le permitieran sentirse cómodo, asintió santurronamente a la alusión de Jesús a la resurrección de los justos y añadió de su cosecha propia: «Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios» (Lucas 14:15).
Aquella fue una intervención puramente convencional, la clase de palabras huecas que uno escucha en los funerales cuando en realidad la gente no sabe qué decir, pero siente que debe decir algo religioso: «Sí, ahora está en un lugar mejor». Como dice el himno: «Hay un mundo feliz más allá». Ya sabéis a qué me refiero. En la sociedad judía del primer siglo, los rabinos hablaban mucho acerca del reino de Dios que iba a venir. Profetas como Isaías habían mencionado una enorme fiesta gratuita presidida por Dios mismo y que dejaría por los suelos al mejor de los banquetes en el palacio de Buckingham. Por tanto, si estuviéramos en el lugar de uno de los asistentes a una fiesta del primer siglo y buscáramos algo que decir en presencia de los clérigos que resultara lo suficientemente piadoso, una de las expresiones más apropiadas sería precisamente: «Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios». Estas palabras señalaban de inmediato al que las decía como un respetable admirador del status quo eclesiástico. Era una forma indirecta de decir: «No te preocupes por mí, Jesús, yo soy muy religioso».
Y seguramente aquel hombre esperaba una respuesta igual de convencional a su aportación: el equivalente judío del primer siglo al «¡amén, hermano! ¡aleluya!», seguido de un rápido cambio de tema hacia algo que resultara más conveniente para una buena digestión de la tarta. Pero si eso es lo que esperaba, se equivocó gravemente. Porque Jesús era lo suficientemente astuto como para que alguien pudiera engañarle por medio de una pretendida piedad, y demasiado buen pastor como para pasar aquello por alto sin plantarle cara.
Se trataba de un buen ejemplo de cómo lo conocido no se estima. Aquel individuo pensaba que su espiritualidad estaba bien. Tenía conocimientos sobre el cielo, creía en él y estaba seguro de que iba a ir allí. Naturalmente esperaba que Jesús alimentara su confianza. Pero resulta que no lo hizo. El maestro por excelencia contaba con un arma especial entre su equipamiento retórico con el que reventar el globo de orgullo de esta clase de personaje religioso. Ya le vimos utilizarla contra el intérprete de la ley en el capítulo anterior. Aquí vuelve a hacer uso de una parábola con aguijón, produciendo un efecto devastador con ella.
Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos. (Lucas 14:16)
Aquel hombre estaba deseando que llegara el momento del banquete celestial, seguro de que él estaría allí. Esperaba una respuesta convencional a su aportación convencional acerca de la bendición que resultaría ser aquella fiesta celestial. Y la manera en que Jesús comenzó con su historia debió de confirmarle que eso era exactamente lo que iba a ocurrir.
Al hablar de una gran cena, Jesús estaba utilizando la bien conocida metáfora del reino de Dios a la que aquel convidado había hecho referencia. Fijémonos en que la historia comienza con los preparativos para la fiesta. Los convidados habían recibido sus invitaciones. La audiencia de Jesús no tenía problema alguno para descifrar aquello. Era una clara referencia a la labor preparatoria de los profetas del Antiguo Testamento, quienes habían llevado a cabo una notificación preliminar de la futura llegada del reino. Los convidados que habían sido invitados eran ellos, por supuesto, los judíos, el pueblo escogido de Dios a quienes los profetas habían dirigido sus palabras inspiradas. Sin duda, la audiencia de Jesús esperaba que la historia continuara, a través de la metáfora, exponiendo la bienaventuranza del reino de Dios, quizás describiendo lo exquisito que sería el menú o la forma en que serían honrados los convidados.
Pero entonces la historia de Jesús comienza a apartarse de la línea convencional.
Y a la hora de la cena envió a sus siervos a decir a los convidados: Venid, que ya todo está preparado (Lucas 14:17).
En el mundo antiguo, el anfitrión invitaba a los convidados uno o dos días antes de la fiesta para poder saber cuántos de ellos vendrían. Después, cuando la comida ya estaba preparada de acuerdo con el número de asistentes, enviaba una segunda invitación pidiéndole a sus convidados que acudieran sin tardar. En esta historia, Jesús revienta ese protocolo de la época; pero al hacerlo introduce sutilmente una inesperada nota de urgencia: «Venid, que ya todo está preparado»—les dice el anfitrión con sentido de inminencia—. Si lo hubieran pensado bien (y estoy convencido de que sus mentes estaban dándole muchas vueltas al asunto), a los que escuchaban a Jesús no se les habría escapado lo que aquello implicaba. Los profetas del pasado habían anunciado la llegada del reino en un tiempo futuro. Pero Jesús sugiere aquí que esa nueva etapa en el horario de Dios ya ha llegado. Dios está ahora mismo enviando a un siervo para anunciar, no que el reino de Dios vendrá en alguna fecha futura, sino que ya ha llegado; el banquete está listo; el reino está aquí; llegó el momento, por tanto, de la acción. «Venid, que ya todo está preparado».
¿Quién es este siervo con un mensaje tan revolucionario? Creo que no existe ninguna duda de que aquí Jesús se está introduciendo él mismo en su parábola. Porque ésta era la misión que él sabía que Dios le había encargado, su especial misión mesiánica. Él no había venido sólo para anunciar la futura llegada del reino de Dios, sino para inaugurarlo. Y antes de que los oyentes de Jesús pudieran recuperarse de la gran sorpresa que les había producido semejante pretensión implícita en sus palabras, el bombardero oculto comienza a lanzar su descarga:
Y todos a una comenzaron a excusarse: El primero dijo: He comprado una hacienda, y necesito ir a verla; te ruego que me excuses. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlos; te ruego que me excuses. Y otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir.
Aquí tenemos algo asombroso: aquella gente era capaz de ser invitada a compartir la cena en el reino de Dios y, sin embargo, declinar la invitación. Aun siendo de un amigo, una invitación a comer rara vez no es aceptada. Rechazar la invitación de Dios no es sólo una locura, se trata de una absoluta insolencia.
Podía no haber sido tan malo si aquellas personas hubieran tenido una buena excusa. Pero los pretextos en los basan su rechazo eran tan débiles y tan evidentes, que podríamos calificarlos de insultantes. ¿Es lógico que alguien compre una casa sin haber ido a verla antes? Igual de ilógico para un judío del primer siglo que el que alguien adquiriera diez bueyes sin haber visto antes si alguno de ellos estaba mutilado. ¿Puede alguien imaginarse a una persona que se casa tan rápido que tiene que cancelar una invitación a una cena recibida uno o dos días antes para poder irse de luna de miel? Menos aun se lo puede imaginar un judío del primer siglo, para quien una boda era algo planeado desde muchos meses antes.
Cada una de estas excusas es una clara invención, una bofetada deliberada. Ni siquiera intentan que sus disculpas parezcan ciertas. Cada una de estas personas, a su manera, está diciendo a su potencial anfitrión: «Francamente, tío, hay muchas otras cosas en las que puedo emplear mi tiempo mejor que perderlo en compañía tuya».
«¿Dices que la cena está lista? Sí, ya sé que dije que iría; pero eso fue ayer. Siento mucho decirte que he pensado que tengo que volver a pintar el cuarto de baño esta noche».
«¿La cena está lista? Bueno, sí, ya sé que dije que iría; pero eso fue ayer. He decidido que, en vez de eso, esta tarde voy a ir a dar una vuelta con mi deportivo. ¡Hace un tiempo tan bueno!»
«¿La cena está lista? Bueno, sí, ya sé que dije que iría; pero eso fue ayer. Por favor, perdóname, pero he quedado con aquella maravillosa rubia de la oficina, y ya sabes que ella piensa que siendo dos ya se tiene suficiente compañía».
Todos los oyentes de Jesús detectarían la ultrajosa impertinencia de semejantes excusas.
Y Jesús, claro está, sugiere por medio de esta parábola que los hombres y las mujeres dan la espalda al reino de Dios con esa misma insolencia. Lo hacen así por simples trivialidades: por adquirir ganancias personales, por la búsqueda del placer personal o de la aventura sexual. Escogen cualquiera de estas cosas antes que aceptar la invitación de Dios. ¿No se dan cuenta de lo que se están perdiendo? La implicación que se extrae de la historia de Jesús es que lo conocido no se estima. Hay muchas cosas excluyentes que intentan atraer la atención y ocupar el tiempo de estas personas. Puede que en algún momento estuvieran interesados en ir a la cena, pero ahora hay un montón de otras cosas que han invadido sus vidas.
Uno sospecha que, llegados a este punto de la historia de Jesús, ésta comenzaba a resultar desagradable y a producir escalofríos en algunas de las personas que le escuchaban. El bombardero oculto había atravesado sus defensas y estaba atacando. Pero Jesús no había terminado. En un último golpe de gracia, continúa apretando el detonador.
Vuelto el siervo, hizo saber estas cosas a su señor. Entonces enojado el padre de familia, dijo a su siervo: Ve pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Y dijo el siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar. Dijo el señor al siervo: Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa. Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena (Lucas 14:21–24).
¿Se comprende lo que quiero decir cuando hablo del aguijón? «Ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena». Para comprenderlo bien, hemos de preguntarnos a nosotros mismos: «¿Quiénes eran aquellos primeros convidados? ¿A quién representan?» La respuesta, claro está, es que se trataba de los judíos, el pueblo religioso, el pueblo que creía en la Biblia, aquellos que se veían a sí mismos camino del cielo, como aquel vanidoso comensal que estaba junto a Jesús en aquella cena a la que les había invitado el fariseo. Sin embargo, en cuanto a esta cuestión tan candente, Jesús llega a la conclusión de que «ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena».
¿Lo dice en serio? Quiere decir que aquellos privilegiados religiosos serían excluidos del reino de Dios. Entonces, ¿quién entraría? «Ve pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos». Jesús comunica a los fariseos que invitaría a su fiesta a los despreciados y desterrados pordioseros, a los pobres y los discapacitados, a aquellos que evidentemente estaban ausentes de aquella mesa en la que se encontraban. Jesús afirma que aquellas personas estarían en el banquete de Dios. Y, por si su admisión en el reino no resultaba ya lo suficientemente ofensiva para la respetable audiencia de Jesús, añade que aún queda sitio: «Dijo el señor al siervo: Vé por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar».
Es posible, claro está, que esta segunda vez que envía al siervo tuviera la finalidad de reforzar la primera, intensificando así la humillación que suponía para los que estaban escuchando a Jesús. La mayoría de comentaristas están de acuerdo, sin embargo, en que Jesús está haciendo algo más que eso. Está anticipando la incorporación de los gentiles al reino de Dios. Los evangelios enseñan que Jesús anunció dicho desarrollo. «El reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él»—les diría a algunos de los sacerdotes y de los fariseos un poco más adelante (Mateo 21:43). Aunque hemos de admitir que no queda claro en esta parábola, parece que aquellos que estaban por los caminos y los vallados representaban a los forasteros no judíos a quienes Jesús pronto atraería a sí mismo por su Espíritu, después de su muerte y su resurrección.
La ironía, pues, no podía ser mayor. Aquellos que esperaban entrar en el reino porque habían recibido invitaciones anticipadas a través de los profetas, se lo perderían. Sin embargo, aquellos que esperaban quedarse fuera porque no eran lo suficientemente buenos, o porque nunca habían oído hablar del banquete debido a su paganismo, serían los que lo disfrutarían.
Esta parábola enfatiza que lo conocido no se estima, y Jesús responde que ese desprecio es un pecado que Dios no perdona fácilmente.
¿Qué nos dice el aguijón de esta parábola a ti y a mí, por tanto? Quizás dependa de nuestra procedencia. Algunos, como los convidados que estaban junto a Jesús en aquella mesa del fariseo, procedemos de un trasfondo religioso. Puede que nuestros padres fueran creyentes y que nos bautizaran o nos presentaran cuando éramos niños. Puede que hayamos asistido a la escuela dominical o al grupo de jóvenes. Puede que en nuestra adolescencia respondiéramos positivamente a alguna predicación del evangelio. Puede que hayamos escuchado hablar de la fe cristiana no una, sino docenas de veces, y como resultado de ello pensemos que somos cristianos. Pero, ¿lo somos? Ésta es la pregunta que nos plantea esta parábola. Puede que sepamos cómo dar gracias antes de las comidas; pero Jesús nos está diciendo que el reino de Dios exige más de nosotros, no sólo una palabrería piadosa. Nos exige una decisión y un compromiso. «Venid, que ya todo está preparado»—les dice. Puede que en otra época consideraran ese tiempo como algo puramente espiritual; pero ahora que Jesús ha venido, se exige una respuesta activa, porque el reino está aquí. Ese reino debe ser prioritario sobre cualquier otro interés o ambición que podamos tener. ¿Estamos dispuestos a aceptar esa reorientación tan radical de nuestras prioridades?—nos pregunta. Lo que nos indica esta historia es que muchos no lo están. No todo el que escucha la invitación, ni siquiera todos aquellos que parecen responder inicialmente a la misma, llegan a disfrutar de sus beneficios cuando se les pide una decisión y un compromiso.
Para algunos quizás sea la profesión lo que ocupa el primer lugar; para otros puede ser el deporte; para otros, los estudios académicos; para otros, el novio o la novia. He adquirido un terreno, he comprado cinco yuntas de bueyes, me he casado. Las excusas pueden variar; pero, al mismo tiempo, son siempre las mismas: débiles, engañosas, un insulto desde el punto de vista de Dios.
Jesús dice que esas excusas enojaron al dueño de la casa. No es extraño. Si a ti te hubiera resultado costoso preparar un banquete para unos amigos a los que aprecias mucho y ellos te volvieran la espalda, ¿no te enfadarías? Es ridículo pensar que Dios no se enfada con nosotros cuando buscamos excusas para poner otras cosas por delante de él en nuestras vidas. A Dios le cuesta mucho disponer para nosotros este banquete en su reino. Tuvo que pagar un precio para abrirnos la puerta del cielo. Una cruz se elevó en una colina de Jerusalén, bañada en sangre. Se elevó para que nosotros pudiéramos estar absolutamente seguros de que este banquete, aunque tengamos libre acceso a él, no había sido barato. Él pagó su precio porque quería invitarte al banquete. Rechazar la invitación es darle una bofetada en el rostro a un anfitrión divino que lo ha dado todo porque te ama. No es de extrañar que esté enfadado.
Por tanto, en esta parábola tenemos una advertencia solemne para aquellos que están familiarizados con la fe cristiana: no desprecies lo que tienes. Pero la parábola también supone un gran desafío para las personas que no tienen un trasfondo religioso. Dios está planificando una fiesta para ti. Todos los festivales y carnavales, banquetes y fiestas, risas y festividades de los miles de años de historia de la humanidad no se pueden comparar con la maravilla, la gloria y la alegría de la celebración que el rey del universo tiene en mente. Será un acontecimiento magnífico, más allá de lo que la mente humana puede imaginar, el preludio de todo un nuevo mundo. ¿A quién no le gustaría participar en esa celebración? Jesús nos dice, en esta parábola, que tú has sido invitado a él. La entrada es gratuita y cada uno de nosotros es bienvenido a compartirla.
Quizás para algunos esto suponga un problema. Como los pobres, mancos, cojos y ciegos que estaban ausentes de la mesa del fariseo, se sienten en la iglesia como un pez fuera del agua. «Yo no soy un tipo religioso—dicen—. Es mejor que los que se dedican a ir a la iglesia no me inviten a hacerme cristiano. Ellos no saben cómo soy. Si lo supieran, en seguida me mostrarían la puerta. No soy lo suficientemente bueno. Si supieran lo desastrosa que es mi vida, si supieran todos los hábitos y pecados que esconde mi educada y respetable envoltura externa, sabrían que yo nunca podría ser cristiano. No puede haber sitio para mí en el reino de Dios que trae Jesús. Esa invitación no puede ser para mí».
A la vez, como aquellos que estaban por los caminos y por los vallados y que ni siquiera sabían que se había preparado un banquete, algunos pueden sentirse completamente desconcertados por la invitación de Jesús. Quizás vengan de una cultura completamente extraña al cristianismo, de un país donde la mayoría de la gente es partidaria de otra religión. «Está muy bien que los europeos y los americanos piensen que se les ha invitado a esa fiesta—se dicen a sí mismos—. Pero no es para mí. Yo soy de Asia (o de África). Soy hindú (o musulmán). ¿Yo cristiano? Eso es imposible, impensable. No hay lugar para mí en el reino de Jesús. La invitación no puede ser para mí».
Pero Jesús, de hecho, cuenta esta historia precisamente para señalar que estás equivocado si te sientes excluido de esta manera. En ella se revela que hay más espacio en el reino de Dios para gente como tú que para otro tipo de gente. Fijémonos en la palabra que el anfitrión utiliza para mandar al siervo: Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar (Lucas 14:23). El verbo «fuérzalos» es muy fuerte. Algunas traducciones dicen: «oblígalos a entrar». Esta traducción ha llevado ocasionalmente a conclusiones ilegítimas, como cuando se citaba para defender la inquisición española.
Pero interpretaciones así no nos ayudan a comprender la intención de este fuerte mandato que recibe el siervo. No se le envía con cuerdas, cadenas y armas para obligar a los extranjeros que no quieran a acudir a la casa del anfitrión. No es a eso a lo que se refiere el anfitrión cuando dice: fuérzalos a entrar. Su mandato nace de su reconocimiento de que la gente a la que está enviando al siervo se quedará sorprendida cuando reciba la invitación. Su reacción inmediata será pensar que el siervo se ha equivocado; el banquete no puede ser para ellos. Pensarán que son demasiado pobres como para ser invitados a una casa tan grande como la del dueño del siervo. Pensarán que, siendo gentiles y extranjeros, no pueden ser recibidos como huéspedes, que seguramente la invitación ha llegado a una dirección equivocada. Por eso el anfitrión dice: «fuérzalos a entrar». Es decir, cógelos del brazo, persuádelos, convéncelos, consíguelo aunque sea por medio de halagos. El siervo debe utilizar todos los recursos de que dispone para convencerles de que la invitación del anfitrión realmente va dirigida a ellos. Y por eso podemos estar tan seguros de que la invitación de Dios nos incluye a nosotros, seamos quienes seamos. No hay pero que valga. No importa lo indignos que nos sintamos, no importa lo ajenos al cristianismo que hayamos vivido, la invitación es para todos. Tú has sido invitado. Dios quiere que tú estés en su reino. Él te insta a venir. La cena ya está preparada para ti. ¿Por qué retrasarte?
Sin duda nosotros tenemos nuestros planes para los próximos meses y años. El estudiante intenta conseguir un título. ¿Y qué hará después? Otros quizás hayan encontrado a alguien con quien casarse. ¿Y qué pasará después de la boda? Otros pueden tener proyectos respecto a su profesión. Puede que estén planeando formar una familia. Pero la profesión pasará y los hijos crecerán, ¿y entonces?
La verdad es que, por mucho que quieras hacer en los cincuenta, sesenta, setenta u ochenta años que Dios te ha dado, todo terminará. El estado de las cinco yuntas de bueyes que acabas de comprar, incluso la esposa con la que te acabas de casar, parecen cosas muy importantes para ti y, de hecho, a su manera lo son. Pero ninguna de esas cosas dura. Todo termina en una caja de madera con asideros metálicos y un pequeño nombre grabado en plata.
En cambio, aquello de lo que Jesús está hablando aquí durará para siempre. Se trata del reino de Dios, algo que los seres humanos hemos sido destinados a compartir con nuestro Hacedor. Está previsto que vivamos eternamente en compañía de Dios y en el mundo de Dios. Incluso aunque hayamos desechado aquel destino único, nos sigue dando la oportunidad de retornar. ¿Seguiremos dándole la espalda a semejante oportunidad?
Se puede estudiar para conseguir un título, pero hacerlo para Dios. Puedes casarte un día, pero ese hogar que construyas puede ser para él. Puedes tener una profesión, pero haz que sea para él. Ven—dice—, el reino está preparado, y está esperándote. Ya mismo puedes comenzar a disponer de lo que él ha preparado para la fiesta. Dios quiere que utilices la vida que él te ha dado para prepararte para el reino que durará eternamente.
Por tanto, ¿por qué retrasarlo? «Ven—dice—. Ya está todo listo». No importa lo indigno y extraño que te sientas respecto al cristianismo. La invitación es para ti. Y si la invitación te resulta demasiado conocida, ten cuidado. Lo conocido no se estima. Es posible rehusar, pasar por alto o desperdiciar la invitación. Y las personas que corren mayor peligro de que les ocurra esto son aquellas que ya lo saben. No hay excepciones al mandato de Jesús: «Buscad primeramente el reino de Dios»—dice—. Insiste en que no habrá lugar en aquel reino para aquellos que se dediquen a poner excusas y que le den prioridad a cualquier otra cosa.
Clements, R. (1995). Relatos con aguijón (31). Barcelona: Publicaciones Andamio.