lunes, 9 de julio de 2012

Relatos pertinentes: Historias que son para toda época

biblias y miles de comentarios
 
PERDIDO Y HALLADO
LUCAS 15:1–2, 11–32
Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Éste a los pecadores recibe, con ellos come …
También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes.
No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.
Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo, hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre.
Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.
Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.
Pero el padre dijo a sus siervos: sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.
Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.
Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase. Más él respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.
Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. 32Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado (Lucas 15:1–2, 11–32).
Cuando las relaciones personales se rompen, se debe normalmente a dos posibles motivos.
Algunas veces la ruptura de las relaciones se produce con un gran escándalo. Por ejemplo, en un matrimonio el detonante puede ser el descubrir un acto de adulterio. Entre amigos puede deberse a un insulto que haga perder al otro los estribos. Pero, sean cuales fueren los motivos concretos, las consecuencias son repentinas y explosivas. Una parte le dice a la otra: «No quiero volver a verte. Para mí, como si hubieras muerto. Lárgate». Todo el que ha experimentado esta clase de ruptura de una relación conoce bien lo traumática que es. Se parece a un tiempo de luto. Una persona a la que has amado es arrancada de tu lado, dejando un vacío doloroso que a menudo se llena de amargura y, sobre todo, de soledad. Se trata de una experiencia que te deja destrozado, y más aun porque irrumpe en nuestra vida inesperadamente. En un momento dado todo iba bien y, de repente, todo nuestro mundo se derrumba.
Aunque esta clase de ruptura es devastadora, no obstante, no es la única manera en que se da, ni la que produce mayor desesperación. Otras veces, las relaciones se limitan sencillamente a irse a la deriva. No existe un momento concreto de crisis que precipite esa diversificación de rumbos. La desvinculación emocional se produce de manera gradual, hasta el punto de que no te das cuenta de lo que está pasando. El matrimonio no se viene abajo a consecuencia de alguna tentación sexual externa; sino que se va muriendo por dentro de manera imperceptible. La amistad no termina de la noche a la mañana. Se va transformando poco a poco en indiferencia mutua. El afecto se enfría. La comunicación se interrumpe, hasta que un día nos damos cuenta de que nos hemos vuelto extraños el uno para el otro; no hostiles, pero sí apáticos; no enfadados, pero sí indiferentes—porque no se trata de un gran alud que se nos viene encima, sino de un lento proceso de congelación. Cuando las relaciones se desintegran de esta segunda forma, no hay un temblor de tierra; pero el resultado puede ser igual de trágico y llevar a la ruina emocional. Puede que no le digamos a la otra persona que se vaya; pero nos distanciamos igual, y quizás incluso de manera más definitiva. Al menos, eso es lo que Jesús parece indicar en su relato sobre el hijo pródigo, que quizás sea la historia más famosa jamás contada.
Es importante que nos fijemos en el comienzo del capítulo en el que Lucas la recoge.
Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Éste a los pecadores recibe, con ellos come … (Lucas 15:1–2).
La escena que nos presenta este párrafo es la clave indispensable para comprender la historia que viene a continuación. Nos informa de su contexto social: la división de la sociedad judía del primer siglo en dos tipos de personas. Por un lado estaban los «pecadores»; por otro, «los santos». El término «pecadores» quizás sea un título peyorativo; no todos los incluidos como tales lo eran debido a su inmoralidad personal. Podía ser sencillamente que tuvieran sangre gentil, o que hubieran contraído alguna enfermedad—como la lepra—que les convertía en impuros. Pero también hemos de decir que un elevado porcentaje de los considerados «pecadores» en la sociedad judía del primer siglo eran denominados así como consecuencia del estilo de vida que habían escogido. Algunos de ellos eran borrachos, otros eran sexualmente inmorales, otros eran recaudadores de impuestos, o corruptos colaboradores con el detestable ejército invasor de Roma. Algunos eran de la clase de personas que no iban a la iglesia los domingos y, en cambio, se iban al bar. Otros, en vez de orar, se dedicaban a fastidiar al prójimo. Como es de suponer, la respetable gente religiosa de Israel le daba la espalda a todos aquellos «pecadores»; eran marginados. Estar en compañía de aquella gente significaba contagiarse de ellos, podríamos decir que era como estar metidos en el mismo cajón. Las personas religiosas se veían a sí mismas como los «santos». Eran judíos de pura raza, sin problemas físicos—sin lepra ni nada parecido—y moralmente impecables. Los «santos» guardaban estrictamente la ley de Dios, estudiaban sus biblias con un celo que avergonzaría a muchos cristianos y obedecían con una gran rigidez y orgullo.
A la cabeza de estos «santos» estaban los fariseos y los maestros de la ley. Los fariseos eran el grupo fundamentalista del primer siglo. Los maestros de la ley, los estudiosos profesionales. Entre ambos constituían una impresionante élite espiritual, poseían un enorme prestigio social y un nada despreciable poder político en la Judea del primer siglo, donde la religión formaba parte de la estructura de la sociedad de una forma que hace ya mucho que dejó de hacerlo en la mayoría de países occidentales. Naturalmente daban por sentado que todo maestro de la Biblia les daría su visto bueno. Lo último que esperaban de un teórico rabino como Jesús era que abandonara la compañía de los santos para socializar con el equivalente a la peña local de fútbol del primer siglo. Pero eso es lo que hizo Jesús. Pasando por alto las consecuencias que aquello tendría para su reputación, no sólo recibía a los considerados «pecadores», sino que comía con ellos, para la sorpresa de algunos. «¿Hay algo más desagradable?»—se preguntaban los «santos». En términos del siglo veinte, sería algo así como ver a la madre Teresa en un bar del Soho, o a Cliff Richard en una manifestación de homosexuales; habrían producido la misma clase de rechazo. Mezclarse con los pecadores estaba totalmente alejado de lo que se esperaba de un hombre que pretendía ser santo.
La separación entre los «santos» y los «pecadores», para la mentalidad de aquellos líderes religiosos del primer siglo, era absoluta. Saltarse ese tabú social, como hizo Jesús en varias ocasiones, era en realidad ir abocado al fracaso.
Pero él no se avergonzaba ni se dedicaba a discutir sobre su política social. Al contrario, no era la primera vez que escandalizaba deliberadamente al sector religioso de Judea. Como ya vimos en el capítulo anterior, ya había provocado una controversia similar en una cena celebrada en casa de un eminente fariseo. Y, en aquella ocasión, su respuesta a la santurronería de los que le rodeaban había sido contarles una parábola que, como un misil, había atravesado las defensas psicológicas de aquella audiencia hostil, haciendo posible atacar algunas de sus ideas más apreciadas y arraigadas.
La estrategia que Jesús utiliza aquí es similar. Está siendo atacado por comer con los «pecadores»; por tanto, de nuevo les cuenta una parábola. Claro que esta vez no se trata sólo de una parábola, sino de tres: las parábolas de la oveja perdida, de la moneda perdida y del hijo perdido. Es a esta tercera y última historia, la más famosa de todas las que Jesús ha contado jamás, a la que le dedicamos una especial atención.
Se trata de una historia acerca de relaciones, de un triángulo de tensión doméstica entre un padre y sus dos hijos. En ambos casos la relación está rota. Cada uno de los hijos, al menos en parte de la historia, se queda solo. En uno de los casos ocurre por medio de un escándalo. En el otro, como consecuencia de un proceso de enfriamiento. Es interesante que el hijo que se aísla de su padre por el primer camino, por medio de un escándalo, al final se reconcilia con él. Sin embargo, en el caso del segundo hijo, que queda fuera del círculo tras un proceso de enfriamiento, la historia concluye en un camino sin fin. Cuando cae el telón nos quedamos sin saber si llega a reconciliarse plenamente con su padre y con su hermano.
Como en todas las parábolas de Jesús, debajo de los detalles superficiales hay un mensaje espiritual. Jesús está tratando de decir que nuestra relación con Dios es como la del padre con sus dos hijos. Algunos se rebelan contra Dios de manera abierta y desafiante. Son «pecadores» que tienen una gran pelea con Dios, dándole la espalda muy enfadados. Otros, que quizás se creen los «santos», también se rebelan, pero en secreto y de una forma disfrazada. Mantienen un reconocimiento protocolario de Dios y asienten con la cabeza, pero se cuidan mucho de que nunca se les acerque demasiado. En el fondo hay un corazón frío, un proceso de congelamiento.
La advertencia que Jesús hace es muy sencilla. Los «pecadores» tienen más posibilidades de ir al cielo. Esto es debido a que las personas que se consideran incluidas en este grupo están en una posición en la que pueden retroceder. Los que se consideran «santos», por otro lado, descubrirán algún día que su presuntuosa auto-justificación les apartó de toda esperanza de redención.
También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes (Lucas 15:11–12).
Aquí tenemos un clásico ejemplo de ruptura escandalosa. La historia nos resulta familiar. Un adolescente que se rebela contra su acaudalado padre. En días como los nuestros, donde son habituales las disputas familiares de este tipo, es fácil encontrar a muchos chavales de dieciséis o diecisiete años durmiendo en los parques de las ciudades y con una historia similar a ésta. Y, por esa razón, quizás sea fácil que no nos demos cuenta del impacto que produciría lo que este chico estaba sugiriendo aquí. Incluso hoy, en el contexto del oriente medio resulta escandaloso y ridículo lo que le estaba pidiendo a su padre. Exigirle su herencia anticipadamente era como decirle que deseaba que estuviera muerto. Sospecho que, para los oyentes de Jesús, lo único que sobrepasaba al asombro que les producía la impertinente petición de aquel chico era el asentimiento del padre. «Y les repartió los bienes». ¿Qué clase de padre era aquel que accedía a las demandas desconsideradas de su hijo que le exigía independencia sin trabajar?
La respuesta es, por supuesto, que sólo un padre divino, porque se trata de una parábola. Jesús está proporcionándonos un cuadro de cómo los seres humanos, creados a imagen de Dios, se encuentran separados de él como resultado de su rebelión moral. Le decimos a Dios: «Quiero que estés muerto». Aunque nos gustan las cosas materiales que nos puede dar, no nos gusta él. Las queremos, pero no le queremos. Deseamos que salga de nuestras vidas, que deje de interferir en ellas.
Irónicamente, tal como vemos en la historia, cuando decimos eso los que salimos perdiendo somos nosotros.
No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba (Lucas 15:13–16).
¿Qué buscaba este joven? «Libertad» es una palabra que escuchamos a menudo: libertad de inhibiciones morales, libertad de las trabas que suponen los convencionalismos pasados de moda, libertad de la mentalidad estrecha de nuestros padres. Necesitamos libertad para descubrir nuestra verdadera identidad. Pero, cuando aquel chico encontró la libertad, se encontró con que resultaba más complicada de lo que se pensaba.
Imaginemos a alguien que está en la cima de un acantilado. Piensa que es libre. Libre para saltar, libre para volar cual pájaro. Así que se tira desde el acantilado y vuela como un pájaro, hasta llegar al fondo. No se dio cuenta de la gravedad de la situación. Algunos de nosotros invertimos mucho tiempo intentando discernir entre los muchos restos destrozados que hay en el fondo de ese particular acantilado de «libertad».
La libertad, por tanto, no es licencia para hacer lo que queramos. Bien entendida, la libertad es poder hacer lo que debemos hacer, ser lo que debemos ser. Los seres humanos no somos criaturas que podemos hacer lo que queremos; existen normas dentro de las cuales se supone que debemos movernos. Sin esas normas, la libertad carece de sentido, no pudiéndose distinguir de la arbitrariedad de una persona que se limita a tomar decisiones lanzando una moneda al aire. Puede que aquel chico buscara libertad, pero no encontró el tipo de libertad que estaba buscando cuando decidió liberarse de su padre. Todo lo que encontró fue el apestoso olor de una pocilga. En la historia de este individuo tan descontento y degradado, Jesús ilustra la tragedia que vivimos todos nosotros cuando cometemos la locura de querer ser libres de una manera que resulta imposible. No somos los capitanes de nuestras almas. Hemos sido creados por Dios y no podemos dejar de ser sus criaturas, por mucho que movamos nuestras alas en el borde del acantilado.
Las palabras «pero nadie le daba» resultan patéticas. Sin duda conocía a muchas personas dispuestas a aprovecharse de su hambre; pero todos eran de los que tomaban, no de los que daban. Y lo mismo pasa hoy, por supuesto. Esta noche los camellos buscarán jóvenes rebeldes en las calles. No les importan lo más mínimo, sólo buscan su dinero. Quieren verlos débiles, desgraciados y pidiendo un pico. No dan, quitan. Lo mismo pasa en el caso de la prostituta. Nos dice que el sexo es la respuesta y nos promete amor. La verdad es que ella no da nada en absoluto. Se trata de otra forma de quitar. Y lo mismo en el caso de los incitadores a la Nueva Era que ofrecen sus caras charlas sobre meditación. Todos nos aseguran que están aquí para dar respuestas a nuestra necesidad espiritual; pero lo que pretenden no es dar, sino quitar.
Imaginemos la situación de aquel chico hambriento y metido en la pocilga. Quizás ni siquiera tengas que echarle mucha imaginación. Quizás hayas tenido tu propia búsqueda de libertad y también hayas tenido que tragar el polvo. En lo más profundo de tu ser tendrías un gran vacío, como el vacío que había en el estómago de aquel chico. Jesús explica a qué se debe. Es porque estamos fuera de la ruta. Estamos intentando ser algo que no podemos ser; por ejemplo, estamos intentando liberarnos de Dios. Nos estamos burlando de las normas de la existencia humana y nuestra situación no va a ir mucho mejor hasta que abandonemos esa actitud. Este joven, gracias a Dios, lo hizo.
Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo, hazme como a uno de tus jornaleros (Lucas 15:17–19).
Al fin, aquel chico comenzaba a hacer algo bien para variar. Lo primero se pasa fácilmente por alto. Rechazó la comida de los cerdos. La historia de Jesús nos cuenta explícitamente que se sentía inclinado a comerla; cuando uno está hambriento es capaz de comer cualquier cosa. Pero si su hambre hubiera llegado hasta ese extremo, si la hubiera satisfecho aceptando aquella segunda opción, habría sido una tragedia. Aquella vía representaba un peligro real. Muchas personas llegan al punto de anhelar un sentido más profundo en su vida, e incluso se ponen a buscarlo. De hecho, la mayoría de la gente lo hace hasta cierto punto. Pero muchos, al no encontrar una respuesta inmediata (o apetitosa, quizás), optan por una segunda opción. Comen la comida de los cerdos y hacen de la pocilga su casa.
Me da la impresión de que, cuando yo era estudiante en la década de los 60, las cuestiones sociales nos interesaban más que a los actuales estudiantes. Íbamos de un lado a otro con nuestras pancartas, bloqueando las calles y manisfestándonos para hacer oír nuestra protesta. Algunos de mis amigos ondeaban la bandera roja del marxismo o la negra del anarquismo. Pero la mayor parte de ellos están ahora en la ciudad de Londres y son banqueros, agentes de bolsa o algo parecido. Uno de nuestros grandes héroes, creo recordar, era uno de aquellos típicos revolucionarios sudamericanos que terminó abriendo una tienda de moda en París. La desilusión y el cinismo avanzan cautelosamente corroyendo el idealismo juvenil. Descubrimos que nuestras revoluciones no funcionan como pensábamos y el resultado es que caemos en el materialismo que tanto despreciábamos. Nuestra hambre espiritual de algo mejor y más noble se marchita.
Lo extraño en el caso del hambre de aquel chico es que a la vez ésta era su esperanza. Si se hubiera alimentado de la comida de los cerdos, se habría perdido. La primera cosa que hizo bien fue rechazar deshumanizarse a sí mismo de aquella manera. Decidió pasar hambre. Optó por seguir pensando y buscando, para llenar el vacío que había en su alma. Lo más trágico en el caso de las personas de nuestro mundo es que están en la pocilga, alimentándose de la comida de los cerdos y no siendo conscientes de ello. Han cesado de buscar algo mejor.
Pero, por supuesto, no bastaba con un rechazo temporal. No sólo el chico rehusó la comida de los cerdos, también se tomó un tiempo para pensar en su situación y enfrentarse a algunas verdades desagradables. Hace falta valor para mirarte al espejo y aceptar lo que ves. A ninguno de nosotros le gusta hacerlo, porque todos vivimos más cerca de la desesperación de lo que quizás uno es capaz de admitir. Renunciar a nuestras queridas ilusiones, admitir esa profunda verdad interior de que nos estamos apartando y no sabemos adónde vamos, dejar de interpretar un papel y ser sinceros con nosotros mismos, es de valientes. La mayoría de nosotros escondemos nuestra inseguridad detrás de una máscara. En algunos casos, esa máscara pertenece al frío tipo académico; en otros es el tipo musculoso y atlético. Otras veces se trata de la típica chica que sabe cómo manejar a los hombres, o del tipo tímido y amable. Unos se dedican a «ser el alma de la fiesta». Otros, los que se mantienen a distancia, al margen, o los que piensan que no necesitan a nadie. Algunos incluso desarrollan una especie de esquizofrenia, adoptando papeles diferentes según dónde y con quién estén. He visto esto en estudiantes de Cambridge a quienes conozco, que tienen una máscara para casa y otra para la universidad, una para la iglesia y otra para el ámbito estudiantil. En realidad, se trata de un síntoma de inseguridad; no saben quiénes son en verdad, o quiénes quieren ser, o quiénes deben ser. Están confundidos en cuanto a su identidad; como lo estaba aquel chico. Por desgracia, algunos nunca consiguen superar ese juego de roles. Al ir creciendo, sus papeles cambian, pero las máscaras se quedan adheridas a sus rostros incluso con mayor firmeza. Llega un momento en que las máscaras ya no se mueven, ni siquiera en aquellos momentos privados y tranquilos en los que no hay nadie que los observe.
Alejarse del público y volcarse en la labor de examinarse a sí mismo de una manera radical fue un paso indispensable para la salvación de aquel muchacho. Eso es lo que Jesús quiere señalar. Necesitamos ese mismo valor para salir del agujero en el que estamos. Según Jesús, debemos enfrentarnos a determinadas verdades.
La primera verdad es que estamos perdidos. Nuestras vidas no están satisfechas y somos profundamente desgraciados por esto. La raíz del problema a la que llegó aquel muchacho cuando se sentó allí, en su pocilga, no era que le faltara la comida. Lo que le faltaba era el «padre». Agustín, uno de los más grandes hijos pródigos de la historia, llegó a la misma conclusión: «Nos has creado para ti, y nuestros corazones no descansarán hasta que encuentren su descanso en ti»—le confesó a Dios. Nos dedicamos a jugar con las cosas materiales, intentando saciar una sed que reside no en el ámbito físico, sino en el personal. Ésa, por supuesto, es la razón de que las relaciones personales sean tan importantes para nosotros. La experiencia del amor humano apunta a una última relación. Refleja un gran destino para el que hemos sido creados, que es estar en relación con Dios. Pero ninguna relación humana, por muy profunda, verdadera y duradera que sea, puede satisfacer plenamente el hambre que hay en nuestra alma. Nos engañamos a nosotros mismos si pensamos de otra manera. Darle a un novio, a una novia o a una esposa esa clase de importancia última se trata sencillamente de otra forma de desilusionarse. Esas expectativas están destinadas al fracaso, por muy maravillosa que sea la otra persona. Nadie puede dar continuamente significado a nuestras vidas, porque eso sólo puede hacerlo Dios.
Jean-Paul Sartre, el filósofo francés, era ateo. Pero ¡qué bien habló a los hombres y mujeres modernos cuando escribió: «No tengo ninguna duda de que Dios no existe; pero no puedo negar que todo mi ser clama a Dios».
Sentado en la pocilga, el chico de la historia aprecia su verdadera identidad como el hijo del padre. Eso era lo que había hecho mal. Había intentado alejarse de aquella identidad; había pretendido una libertad imposible, no dándose cuenta de que hay determinadas libertades a las que, sencillamente, no podemos acceder, porque contradicen quiénes somos. Jesús nos habría hecho llegar a esa misma conclusión. Nuestra búsqueda de autonomía moral está destinada al fracaso. No podemos alejarnos de Dios; el vacío dentro de nosotros continuará estando allí, doliendo a causa del hambre espiritual que sólo él puede saciar.
Lo primero que este chico tenía que reconocer, por tanto, era que estaba perdido. La segunda cosa es que era culpable. «Me levantaré … e iré … y le diré …: Padre … ya no soy digno de ser llamado tu hijo»—se dijo así mismo. En este momento culminante de la historia, Jesús nos recuerda que la raíz de nuestra locura es nuestra decisión moral de intentar ser independientes de Dios. Así es como nos hemos metido en el caos en el que estamos. Nos hemos burlado de las reglas de Dios, y como resultado le hemos ofendido y le hemos herido. «Hemos pecado contra el cielo y contra ti», como dijo aquel chico.
Es de gran importancia que comprendamos esto. Algunos piensan que Dios es como un guardia de tráfico cósmico que tiene que hacer cumplir una serie de leyes impersonales, pero que de ninguna manera se siente personalmente involucrado en ellas. La historia de Jesús nos revela que en absoluto es así. La ley moral es la ley que surge del corazón y de la misma naturaleza de Dios. Cuando pecamos, cuando no amamos a la gente como es debido, cuando no decimos la verdad como es debido, cuando no honramos a nuestros padres como es debido y, sobre todo, cuando no le amamos a él y le honramos como es debido, no se trata sencillamente de que estemos aparcando en una zona prohibida celestial. ¡Es como estar aparcando encima del pie del guardia de tráfico mismo! Le estamos ofendiendo personalmente. Y él está enfadado y siente dolor.
Si no lo tenemos claro, hemos de mirar a la cruz. Ese duro símbolo de muerte está allí para mostrarnos la enorme ofensa y el gran dolor que le causa a Dios el pecado del mundo. Demuestra lo mucho que le costó personalmente abrirnos la puerta de la reconciliación. El muchacho tuvo que aprender no sólo que estaba perdido, sino que era culpable; no sólo que necesitaba la amistad del padre, sino que necesitaba el perdón del padre. Cuando descubrió esto—nos dice Jesús—, ya sólo le separaban de la felicidad unos cuantos pasos. Pero creo que debieron de ser los pasos más duros que dio en toda su vida.
Me levantaré e iré a mi padre (Lucas 15:18).
Un pastor de una iglesia se encontró en cierta ocasión con un chico que se había marchado de casa e intentó aconsejarle. Le habló de esta misma parábola del hijo pródigo y le dijo: «Ahora tienes que volver a tu padre para ver cómo mata un cordero para darte la bienvenida».
Unas semanas más tarde se encontró de nuevo con el chico en la calle:
—¿No volviste a tu padre?
—Sí, lo hice.
—¿Y te disculpaste?
—Sí,—asintió.
—¿Y mató un cordero para ti?
—No—dijo el chico—, más bien estuvo a punto de matar al hijo pródigo.
En contraste con esto, el calor con que el padre recibe a este chico de la historia de Jesús es sorprendente. No es propio de nosotros reconciliarnos de una manera tan total, sin recriminaciones ni quejas.
Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. (Lucas 15:20)
Habría sido muy humano que el padre hubiera hecho que el hijo sufriera un poco por su locura, que le hubiera exigido algún tipo de restitución o le hubiera castigado de alguna manera. Pero la historia no dice nada de eso. En vez de ello, se nos presenta una maravillosa disposición a perdonar. Parece como si el padre hubiera estado esperando y vigilando desde que el chico le había vuelto la espalda. Fijémonos en la forma en que corre hasta él. En el mundo antiguo, esto era algo que un hombre mayor nunca hacía en público. Se consideraba indigno. Es evidente que el corazón de aquel hombre estaba tan lleno de amor que le impulsó, sin temor a la vergüenza o a lo que los vecinos pudieran pensar, a recogerse la ropa y correr. Dice que fue movido a misericordia por el chico. Se echó sobre su cuello y le llenó de besos con ternura, según la versión griega.
El joven, por su parte, había decidido intentar arreglar las cosas con su padre. Pensaba ofrecerse para trabajar como uno de sus jornaleros en la granja de la familia, para ganarse el dinero que había despilfarrado. El padre, en cambio, no quiere ni oír hablar de ello. Ni siquiera le da la oportunidad de hacer semejante oferta. Interrumpe al chico en medio de su confesión. ¡Rápido!—le ordena a sus siervos.
Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado (Lucas 15:22–24).
Jesús, el narrador, está enseñando algo muy importante. Si hemos tenido una pelea con Dios y, como consecuencia, nuestra relación con él está hecha pedazos, las cosas pueden arreglarse. Si regresamos con un arrepentimiento genuino y nos volvemos de nuestra rebelión y de nuestra locura de independencia, buscando su rostro de nuevo, él no va a dejarnos dentro de la porquería como harían muchos padres. No, Dios no va a hacer que nos sintamos avergonzados, ni a meternos en la cárcel como castigo. Jesús nos enseña aquí que podemos contar con la gracia y la misericordia de Dios. Se alegrará, y todo el cielo con él, de tenernos de vuelta.
Es cierto que le hemos vuelto la espalda. Le hemos dicho de cientos de maneras que nos deje en paz. Pero, por muy grande que haya sido la pelea que nos ha separado, quiere arreglar las cosas y va a hacerlo. Tan sólo está esperando. Espera que los pecadores, las personas que saben que están en el polo opuesto de él, vuelvan. Cuando lo hagan, no dejará que sean sus siervos. Los investirá de la dignidad de ser sus hijos y sus hijas.
Pero la historia aún no ha terminado. Tiene un aguijón.
Y su hijo mayor estaba en el campo (Lucas 15:25).
¿Por qué nos habla Jesús de él en este momento? La respuesta la encontramos volviendo al contexto original de la historia. Como ya dijimos, esta parábola no iba dirigida en primer lugar como palabra terapéutica para animar a aquellos pecadores con los que Jesús estaba comiendo. Era un bombardero oculto con la misión de atacar la autosuficiencia de los que se consideraban «santos», aquellos que le criticaban por comer con los «pecadores». Y es a aquellos supuestos «santos» a los que claramente representa este hermano mayor. Esto es evidente a la luz de lo que dice de él.
He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás. (Lucas 15:29)
Se trata del hijo perfecto. Debería de ser el ideal de Jesús. Durante años había servido a su padre y nunca se había rebelado. ¿O sí? ¿Acaso no se ve cierta petulancia escondida, o una queja llena de autocompasión, en la frase «tantos años te sirvo»? ¿Nos equivocamos al pensar que había cierto resentimiento oculto en aquel que había estado siempre dando el callo? Sabemos perfectamente lo que quiere decir ese tipo de personas cuando se expresa de esa guisa. Sus buenas acciones no le proporcionan una personalidad liberada más que la vida licenciosa de su hermano. Al contrario, los que son asípierden el sentido del humor y se vuelven remilgados, desconcertantes en sus relaciones, incapaces de disfrutar, reprimidos, inhibidos, críticos y siempre con caras largas. El hijo mayor condena a su hermano, no porque le parezca mal su comportamiento, sino porque le envidia. Escuchemos lo que dice de él: «Ha consumido tus bienes con rameras» (Lucas 15:30). El motivo de resentimiento que no dice es que a él le gustaría haber hecho lo mismo, pero no había sido capaz. Y, sin embargo, nunca le había dado ni un cabrito para gozarse con sus amigos. Está celoso de su hermano. Así de simple.
Hoy también hay cientos de personas así: respetables, convencionales, buena gente. Miran por encima del hombro a la sociedad permisiva y fruncen el ceño al ver la decadencia de los valores morales. Piensan que son buenos, pero no es cierto; más bien son tontos. Piensan que son morales, pero no es cierto; son meros santurrones. Piensan que son cristianos, pero no es cierto; son fariseos. Jesús quiere que veamos la enorme diferencia que existe. Falta de alegría en su hipocresía; esterilidad en su respetabilidad; su religión tiene tanto que ver con el cristianismo como un matrimonio separado con una aventurosa amorosa.
El hermano mayor había sido víctima de un proceso de enfriamiento. Es cierto que aún estaba en casa, pero su relación con su padre era tan distante como la de su hermano en aquel lejano país. Fijémonos en lo que Jesús dice de él en el versículo 28: «No quería entrar». Optó por perderse la fiesta. Su padre organizó una gran celebración y su hermano mayor no tuvo el detalle de asistir. En vez de eso, monta un número público en el umbral con todos los vecinos mirando por las ventanas. No es difícil imaginarse la vergüenza que un padre de Oriente Medio experimentaría en una situación así. No obstante, sus brazos misericordiosos estaban abiertos hacia este hijo tanto como hacia el más pequeño. Fijémonos en cómo se acerca a él, igual que se había acercado al hijo pródigo: Le ruega. Igual que había mostrado compasión a su hermano, así se dirige a este hijo con ternura y afecto: «Hijo, todas mis cosas son tuyas»—insiste (Lucas 15:31). Le dice lo precioso que es para él, cuán apreciado y valioso es. Sin embargo, él rehusa entrar en la fiesta.
¿Es posible que alguien sea tan tonto como para escoger el infierno en lugar del cielo? ¡Pues sí! Y la razón se resume en una sola palabra: orgullo. El orgullo es un refugio secreto en el que la gracia no puede penetrar. Pensemos en aquel joven cuando estaba en la pocilga, volviendo en sí y viendo lo estúpido que había sido. Si hubiera querido, podía haber continuado con su orgullo y permanecido en la pocilga. Si pudo ser rescatado y reconciliado fue porque tuvo la humildad necesaria para arrepentirse.
Hay muchas personas que sienten remordimientos al pensar en su vida, y que se golpean a sí mismos y se repiten lo tontos que han sido. Pero ese sentimiento no les llevará al Padre. Los remordimientos son sólo orgullo herido, revolcarse en la autocompasión. El arrepentimiento comienza sólo cuando uno se levanta y viene al Padre. Fue esa decisión de humillarse y entrar en la casa lo que le faltó al hermano mayor. Su orgullo le dejó fuera, así como el orgullo dejaría fuera del reino de los cielos a los fariseos y maestros de la ley a los que se enfrentó Jesús. Sería su orgullo lo que daría consentimiento a su muerte y lo clavaría en la cruz.
Algunos de nosotros nos imaginamos el juicio como Dios clasificando a la raza humana entre los que van al cielo y los que van al infierno. A los que le caen bien los envía al cielo, y a los demás los envía al infierno. Pero éste no es el cuadro que Jesús nos presenta en esta historia. Él refleja a un Dios que rebosa gracia y generosidad, que abre sus brazos a todos: al hermano mayor y al menor; a santos y a pecadores. No hace distinciones. Si nos quedamos fuera del cielo es porque nosotros rehusamos entrar. Es porque nosotros somos demasiado orgullosos para aceptar su gracia. El hermano mayor sentía que se merecía una recompensa. «Tantos años te sirvo». Jesús enfatiza que no podemos considerar el cielo como una recompensa, sino como un regalo, un regalo que aceptamos si tenemos la humildad suficiente para ello, reconociendo que no nos lo merecemos.
Puede que, como el hermano menor, hayas tenido un enfrentamiento con Dios y te encuentres en un país lejano o en la pocilga. Ahora has reflexionado y sabes que mucho de lo que Jesús está diciendo sobre el hijo pródigo vale también para ti. ¿Es orgullo lo que hace que no vuelvas a casa?
Quizás seas como el hermano mayor. Puede que hayas crecido en un hogar cristiano. Tienes un trasfondo religioso. Tienes una mentalidad con una elevada moral. Pero, como decía John Wesley de los años anteriores a su conversión al cristianismo: «tenía la religión de un siervo, no la de un hijo». ¿Tienes el orgullo de pretender adquirir tu billete al cielo y no has aprendido todavía a abrir tus brazos a la generosidad de Dios y a decirle: «gracias»?
A todos nos atraería más la idea de convertirnos al cristianismo si pudiéramos llegar al cielo con nuestras cabezas bien altas y todo el mundo aplaudiéndonos y felicitándonos: «¿Lo conseguiste! ¡Qué éxito! ¿Bien hecho!» Pero ninguno de nosotros entrará al cielo de esa manera. Según Jesús, sólo existe una forma de volver al Padre, y es de rodillas, aceptando humildemente su gracia y su misericordia, como un hijo que se había perdido y ha vuelto a ser hallado.
5
INVERSIÓN A LARGO PLAZO
LUCAS 16:19–31
Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas.
Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama.
Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado. Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieran pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá.
Entonces le dijo: Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento.
Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen: óiganlos.
Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán.
Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos. (Lucas 16:19–31)
Existen pocas palabras que en los últimos cien años hayan aglutinado a tanta gente a su alrededor como la palabra «igualdad». Igualdad de clases, igualdad racial, igualdad sexual, todos ellos conceptos que han prevalecido en el orden del día político. Ha habido aristócratas que han sido ejecutados, políticos que han sido asesinados y gobiernos que han sucumbido en nombre de la igualdad. El sueño igualitario es tan universal, que resulta irónico que el mundo haya estado dividido durante un tiempo tan largo entre el este y el oeste. Porque tanto la constitución americana como el manifiesto comunista tienen en común la palabra «igualdad». Uno pide la igualdad de distribución en una sociedad cooperativa. El otro, la igualdad de oportunidades en una sociedad competitiva. Uno llama a compartirlo todo; el otro a darle la misma oportunidad a todos. Pero ambos están básicamente de acuerdo en que la justicia tiene que ver sobre todo con la igualdad. Siendo así, supongo que hay pocas historias de las que Jesús contó que tengan el mismo grado de relevancia para nuestra conciencia social del siglo veinte que la del rico y Lázaro. Aquí encontramos seguramente lo que Jesús opinaba del problema de la desigualdad en nuestra sociedad humana.
Se trata de la historia de dos hombres, dos destinos y cinco hermanos. De los dos hombres, el primero era tremendamente rico. Es muy triste que sólo se pueda decir de alguien a su muerte que era rico, pero eso es lo único que Jesús encuentra en este personaje. Nos dice que se vestía con ropas costosas, que llevaba lo mejor y más caro que se podía comprar. «Vestía de púrpura y de lino fino». Vivía de una manera suntuosa, sin que pasara un día sin celebrar un espléndido banquete. Y su vivienda era ostentosa. La «puerta» que menciona Jesús no era la clase normal de puerta, como aquella por la que tú y yo entramos en nuestra casa. Se trataba de un enorme pórtico lleno de ornamentación, como la de nuestros palacios o iglesias. Todos los poros de aquel hombre rezumaban prosperidad material: sus ropas, su comida, su casa. Era rico, pero eso es todo lo que se nos dice de él. Nada acerca de sus amigos, ni de sus logros, ni siquiera de sus vicios; sólo que era rico (Lucas 16:19). La historia de Jesús nos muestra que es muy trágico que la descripción de una persona se reduzca a esto.
El segundo hombre no podía ser más distinto.
Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico (Lucas 16:20–21).
Por tanto, Jesús describe un cuadro de pobreza tan extremo como la opulencia del hombre rico. «Estaba echado a la puerta de aquel»—nos dice. Pero se trata de una traducción muy suave. El original dice literalmente que había sido arrojado a su puerta. Estaba allí tirado para enfrentarse a la mirada de desprecio de todo el que pasara. No tenía ropas finas. Lo único que le cubría eran llagas; tenía alguna enfermedad de la piel, probablemente como consecuencia de su malnutrición crónica. Porque pasaba hambre continuamente. La sola vista de la basura que sobraba del banquete del hombre rico ya le hacía la boca agua. Pero la única compasión que disfrutaba era la de los sarnosos perros callejeros que «le lamían las llagas» (Lucas 16:21). Fijémonos en el énfasis de la palabra «y aun». Como en la historia del hijo pródigo del capítulo anterior, Jesús utiliza la compañía de animales para enfatizar lo bajo que había caído aquel hombre. Estaba casi deshumanizado, su dignidad había sido pisoteada y deshonrada.
Sin embargo, había una cosa que este hombre pobre tenía y que el rico no. Algo tan común que es fácil pasar por alto su profundidad. Este hombre pobre tenía un nombre, Lázaro. No es habitual en Jesús el darle nombre a los personajes de sus historias. De hecho, ésta es la única ocasión en que lo hace. Es tan extraño, que hay quienes son tentados a pensar que lo que Jesús está contando aquí ocurrió en realidad, que no es una historia. Pero no existe verdadera base para afirmar esto. No, Jesús le da a este pobre un nombre porque en el contexto de esta historia el nombre era algo muy significativo. Está allí por una razón. Sólo tenemos nombre cuando somos conocidos para alguien. El nombre es un instrumento de relación personal. Conocer el nombre de alguien significa diferenciar a aquel individuo valioso del resto de la masa que forma la multitud.
Tener nombre es ser una persona, ser valioso, ser significativo, importarle a alguien. El hombre rico no tenía nombre. Esto no quiere decir que hubiera un espacio en blanco en su certificado de nacimiento. Seguro que aparecía muy a menudo en los diarios de la época. Pero el caso es que su nombre era irrelevante para el objetivo de la historia de Jesús. Era rico y nada más. Invertía su dinero en su lujuria material. Para las otras personas no había lugar en su agenda. Y, como consecuencia, los demás no tenían lugar para él. No necesitaba tener un nombre; sólo era un millonario sin rostro. Y ésa era su tragedia.
El pobre, en cambio, no era anónimo. Alguien le conocía personalmente y Jesús nos da el nombre de Lázaro para decirnos quién era. En hebreo, Lázaro es lo mismo que Eleazar, y significa «aquel a quien Dios ayuda». Por tanto, era Dios quien cuidaba de aquel hombre. Un pobre así podría haber estado lleno de ira y de amargura. Podría haber blasfemado echándole la culpa de su desgracia a Dios, y haberle maldecido por su miseria: Pero, al darle el nombre de Lázaro, Jesús está indicando que aquel pobre no reaccionó así. Su paciencia y fe demostraron que era el tipo de hombre que busca su vindicación sólo en Dios. Era aquel a quien Dios ayuda, un hombre a quien las pruebas no le llevaron al resentimiento o a la autocompasión, sino a la fe.
Aquí tenemos a dos hombres completamente diferentes: uno con riquezas pero sin identidad, y otro terriblemente pobre pero conocido personalmente por Dios. Pregúntate quién preferirías ser. No sólo existe la desigualdad material, sino también la espiritual, ¿sabes? Y el propósito de esta historia es avisarnos de que, muy a menudo, son inversamente proporcionales entre sí. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»—dijo Jesús (Mateo 5:3). «¿Qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo?» (Lucas 9:25).
Esto nos lleva al segundo aspecto de la historia. Los dos hombres tenían dos destinos diferentes.
Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama (Lucas 16:22–24).
Hemos de tener mucho cuidado en cuanto a cómo interpretamos los terribles elementos que aparecen en estos versículos concretos.
En primer lugar, se trata de una parábola, y una parábola es un recurso literario para enseñar verdades espirituales por medio del uso de alegorías. Las parábolas, por tanto, no hay que leerlas como si fueran historia. Y más importante aún es tener en cuenta, en cuanto a esta parábola en particular, que es evidente que Jesús aquí se está adaptando a la idea convencional que tenían los judíos de aquella época sobre la vida después de la muerte. No creo que exista otra explicación para esta extraña descripción de ir al cielo como ser llevado por los ángeles al seno de Abraham. Se trata de una metáfora sin paralelo en el resto del Nuevo Testamento y, sin embargo, era muy común en los escritos rabínicos de los tiempos de Jesús. De hecho, los eruditos han descubierto una historia muy similar a ésta. Probablemente se originó en Egipto, y era muy popular entre los judíos de la Palestina del primer siglo. No hay que descartar que aquí Jesús utilizara deliberadamente este cuento popular para sus propios fines.
Por ambas razones, por tanto, no sería sabio tomarse al pie de la letra los detalles que aquí se exponen en cuanto a la vida venidera. Por ejemplo, hay quienes se han cuestionado si Jesús está describiendo aquí algún tipo de estado intermedio, en el que el alma sobrevive después de la muerte y antes de la resurrección general. Según esta historia, parece ser que la vida continúa de manera normal en el planeta Tierra mientras el rico y Lázaro comienzan su experiencia en la vida venidera. Pero, si son almas fuera del cuerpo, ¿por qué les habla Jesús como si tuvieran cuerpos físicos? Menciona la lengua del hombre rico y el dedo de Lázaro. Al menos debemos admitir que existe un grado de probabilidad de que el lenguaje que Jesús está utilizando aquí sea simbólico, y que sería mejor no leerlo como una descripción literal de lo que es la vida venidera.
A pesar de esta nota de advertencia, es difícil imaginarnos a Jesús exponiendo su historia de la forma en que lo hace, o repitiendo una leyenda así ya existente, si no aprobaba, al menos hasta cierto punto, el cuadro que nos pinta del destino humano. Es evidente que la historia no viene a cuento si determinados aspectos de la misma no presentan, al menos a grandes rasgos, un cuadro correcto de la vida después de la muerte. Puede que no pretenda darnos detalles de la verdadera naturaleza del cielo y del infierno. Pero, con toda seguridad, tiene la intención de advertirnos de que el cielo y el infierno existen. Parece sugerir que sobrevivimos a la muerte en un estado consciente. Es evidente que se habla de una diferenciación de los seres humanos cuando mueren. Dios coloca a los muertos en dos estados muy diferentes: uno es un estado de bendición, en compañía de los redimidos de todas las épocas (representados por Abraham); el otro es un estado de aislamiento y angustia, representado por el hombre rico solo en el infierno. Si estas cosas no son ciertas, en rasgos generales, entonces esta historia de Jesús no tiene sentido.
Y ésta es, claro está, una observación muy seria. La gente a veces insiste en que la muerte iguala a todo el mundo. Por muy grande o muy rico que hayas sido en esta vida, por muy alto que hayas llegado en comparación con los que te rodean, no hay forma de evadir ese reposo final por medio del cual todos descienden al mismo nivel. Recordemos las famosas palabras de la Elegía de Thomas Gray:
«La jactancia heráldica, el poder pomposo,
toda la belleza y lo que la riqueza darle quiso
aguardan la inevitable hora en que, como a todos,
los caminos de gloria le conduzcan al nicho».
Claro que es cierto que la muerte no hace distinción de clases; se burla de todo eso por medio de su inflexible indiscriminación. Pero esta historia no habla de la muerte como algo que iguala el destino de todo el mundo. Expresa una gran diferenciación de destinos. Según Jesús, más allá de la tumba la sociedad no será más igualitaria de lo que es la actual. Resulta que habrá una barrera mil veces más polarizada e infranqueable que cualquier tipo de distinción que este mundo haya podido conocer. Miremos cómo la describe Abraham en su relato:
Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieran pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá (Lucas 16:26).
¿Qué hizo el hombre rico para obtener un juicio tan espantoso, para que durante toda la eternidad su destino estuviera ligado a un lugar tan terrible sin puerta de salida? ¿Qué hizo para merecer un final así? ¿Qué había hecho mal?
Hemos de tener cuidado al analizar por qué el destino del hombre rico y el del pobre eran tan distintos. Sospecho que algunos tienen la tentación de ver entre líneas en esta historia algún tipo de crítica «quasi-marxista» de la disparidad económica de la sociedad. El que Lázaro vaya al cielo y el rico al infierno es una espiritualización de la victoria de las clases obreras sobre la burguesía que las explota. Semejante interpretación puede resultar muy atractiva para muchos, pero se aparta de lo que dice la Biblia, y no tiene ninguna justificación en esta historia.
En este relato no se insinúa que la riqueza sea inmoral per se. Jesús no está diciendo que el cielo ejerza una discriminación de clases inclinándose de alguna manera hacia los pobres. De hecho, hay un elemento de esta historia que demuestra esto sin lugar a dudas: la presencia de Abraham en el cielo. Nadie habría dicho que Abraham era un representante del proletariado oprimido. La Biblia deja muy claro que el patriarca era enormemente rico al final de su vida; era un hombre muy poderoso y con muchas posesiones. Abraham no representa ni mucho menos la idea propia de Robin Hood de que todos los ricos son malos y los pobres buenos. En esta historia, Jesús no sugiere que el rico hubiera adquirido su dinero por medios fraudulentos. No se indica que explotara o defraudara a la gente. Puede que su riqueza procediera de sus padres. Si así fuere, Jesús no estaría hablando en contra de la perpetuación del privilegio de clase heredado. Podía haber conseguido su riqueza por medio de algún negocio. En ese caso, Jesús no presenta denuncia alguna del sistema capitalista. La razón por la que el hombre rico recibió aquella sentencia debía de ser otra diferente. Jesús no está diciendo que porque era rico tenía que ir al infierno, o si no Abraham también habría estado allí.
Ahora, una buena regla a seguir cuando tenemos un problema para comprender la Biblia es examinar más detenidamente el contexto del pasaje. Cuando lo hacemos, descubrimos que resulta que la sección previa del capítulo 16 está dedicada al tema de la riqueza. Jesús expresa allí lo importante que es el que consideremos las riquezas como algo que se nos confía, algo que tenemos la responsabilidad de utilizar con sabiduría. Dice:
Pues si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro? (Lucas 16:11–12).
El verdadero tesoro del cielo, según Jesús, se le dará sólo a las personas que hagan un uso apropiado de su tesoro en el mundo.
Para explicar lo que quiere decir «un uso apropiado», Jesús les cuenta otra historia. Se trata de algo divertido. Les habla de un jefe de ventas de una compañía que fue acusado por su jefe de desperdiciar los recursos. Al enterarse, el hombre decidió que, ante la amenaza de desempleo que se cernía sobre él, lo mejor que podía hacer era conseguir nuevos amigos. Así que se dedicó a visitar a todos los que debían dinero a la compañía y a decirles que les cambiaba la cuenta por otra con la mitad de lo que debían. Cuando el jefe descubrió lo que había hecho, dice Jesús que tuvo el humor de felicitarlo, no por su falta de honestidad—claro está—, sino por su sagacidad. Jesús explica la lección:
Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas. (Lucas 16:9)
Lo que Jesús parece indicar es que el jefe de ventas había utilizado la influencia que tenía en relación a lo material para bendecir a otras personas, por lo que cuando perdiera aquella influencia, tendría muchos amigos para hablar a su favor y cuidarle. De la misma manera—dice Jesús—, ganad amigos por medio del uso de vuestro dinero, para que cuando os falten las cosas materiales, aquellos amigos os reciban en el cielo. Jesús no está defendiendo la distribución de las riquezas al estilo marxista, por tanto. Está defendiendo un concepto de riqueza muy ignorado hoy día, el concepto de mayordomía. Jesús enseña que la riqueza es algo que Dios nos confía no para utilizarlo para nosotros, sino para el beneficio de los demás. Si quieres invertir en la eternidad, la única inversión posible es en la gente. Porque la gente permanece, el dinero no.
Lucas nos dice que había algunos fariseos que habían escuchado la historia del mayordomo astuto. No les gustaba lo que Jesús les había dicho, por razones obvias. Amaban el dinero. Y la respuesta de Jesús es poner en marcha de nuevo uno de sus bombarderos. Esta historia del rico y Lázaro va dirigida a aquellos fariseos. «¡Ojo!—les advierte—no podéis servir a Dios y a las riquezas. Por cada hombre o mujer dedicados a adquirir bienes materiales que me mostréis, yo os mostraré un pagano destinado al infierno. Por muy respetable que parezca en la superficie, o por mucho que asista a la iglesia regularmente, o por mucho que esté apegado a su Biblia, no puede servir a dos señores. Se entregará al uno o al otro». Si te entregas al dinero, por definición estarás despreciando a Dios. El amor al dinero demostraba que los corazones de los fariseos no estaban con Dios, y que por tanto su destino no podía estar con Dios.
Nuestra historia es, por tanto, un relato elegido por Jesús para demostrar lo peligrosa que es una vida dedicada a adquirir bienes materiales. El rico tuvo montones de ocasiones de adquirir un tesoro en el cielo invirtiendo sus recursos materiales en aquel hombre pobre y convirtiéndose en su amigo. Entonces habría utilizado su riqueza de una manera sabia para beneficio de otros, en vez de hacerlo para su satisfacción propia. Pero, evidentemente, no lo hizo. Su condena no era el veredicto por la manera en que llegó a hacerse rico, o por el hecho de serlo. La gran tragedia es que él era rico justamente. No había nada más que se pudiera escribir en su esquela. No era un asesino, ni un adúltero, ni un ladrón. Si le hubieras acusado en la calle, se habría encogido de hombros indignado y habría dicho: «No he hecho nada malo». Y, hasta cierto punto, habría sido verdad. Porque este hombre no iba al infierno por las cosas malas que había hecho, sino por las cosas buenas que había dejado de hacer. «Tenías cosas buenas—le dice Abraham—, pero el mendigo que estaba en a tu puerta nunca se benefició de ellas. Tuviste la oportunidad de utilizar tu riqueza para ayudarle y la rechazaste. Por eso estás aquí, señor rico. El dinero te importaba más que las personas. Para las personas como tú, el cielo se convierte en infierno».
A menudo nos escudamos en nuestra justicia negativa: todos aquellos «no debes» que hemos cumplido a rajatabla. Jesús indica aquí la vacía parodia que representa esa justicia negativa. Dice que los pecados de omisión son tan dañinos como los de comisión. «En cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis» (Mateo 25:45).
Fijémonos en la ironía de las palabras del rico en el infierno: «Envía a Lázaro … » Este hombre tan autosuficiente nunca había necesitado a nadie, y menos aún a aquel pordiosero que tenía a la puerta. ¿Para qué le servía a él un mendigo? Pero ahora, de repente, necesita a alguien; y entre toda la gente, a quien necesita es a Lázaro. Pero ya no hay nadie que pueda satisfacer su necesidad. Su independencia de los demás se ha agudizado hasta el punto de quedar aislado total y definitivamente.
A veces he oído a personas decir que no les importaría ir al infierno. Allí tendrían muchos colegas con los que pasarlo bien. Pero ¿dónde estaban los colegas de aquel hombre? Esa soledad es lo patético del infierno. T.S. Eliot escribió: «El infierno es uno mismo, el infierno es soledad». El infierno es la agonía de ser incapaces de amar o de ser amados. El infierno es el reconocimiento de lo mucho que necesitamos a los demás, y de que esa necesidad ya nunca podrá ser satisfecha y sólo podremos lamentarnos de la oportunidad perdida. Fijémonos también en cómo Abraham le insiste al rico en que recuerde. Hubo un tiempo en que el abismo entre él y Lázaro no era insuperable; hubo un tiempo en que entre ellos existía un canal de comunicación. Pero ahora las cosas eran diferentes. Dios había puesto entre ellos una gran sima. Todo lo que le quedaba era el tormento de conocer la oportunidad que había desaprovechado. Hay veces en que oímos a la gente hablar del purgatorio como un lugar donde podremos expiar nuestros pecados, y de esa manera optar a una segunda oportunidad. Aquí no parece que Jesús nos ofrezca esa esperanza. Esta gran sima de la que habla Abraham es el fin de las oportunidades. Ahora es cuando estamos a prueba; ahora es cuando estamos decidiendo nuestros destinos.
Fijémonos también en que Abraham se dirige al hombre rico como «hijo». Muestra algo de su ternura, pero también algo muy significativo. Este hombre era un hijo de Abraham, un judío; en otras palabras, un miembro del pueblo del pacto de Dios, al menos de nacimiento. Era un hijo de Abraham y, sin embargo, estaba en el infierno. Esto era algo impensable para los judíos de aquel entonces y quizás impensable para algunos de nosotros hoy. ¿Cómo va a enviarme Dios a mí al infierno? Soy cristiano; voy a la iglesia; tengo el carnet de los Grupos Bíblicos Universitarios. Debemos prestar atención a la advertencia de Jesús. Puede que el fuego y la tortura física sean símbolos, pero simbolizan algo real, terrible y definitivo. Y lo peor de todo es que simbolizan algo a lo que la persona puede precipitarse debido a un pecado de negligencia, a pesar de haberse llamado siempre cristiano.
¿Cómo puedo saber si mi cristianismo es genuino o no? A la luz de lo que dice Jesús en esta historia, un criterio es preguntarme cómo estoy utilizando mis recursos materiales. Si pertenezco a Dios, entonces también le pertenece mi dinero. He de verme como un mayordomo de lo que tengo. He de considerarme un depositario de lo que tengo y desear utilizarlo de una forma que agrade a Dios. Si nuestros corazones no son de Dios, entonces nos veremos como propietarios y utilizaremos lo que tenemos sin tenerle en cuenta, ni a él ni los valores que él representa.
Y aquí es donde entran en escena los cinco hermanos. El hombre rico le pide:
Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento (Lucas 16:27–28).
Y así, el bombardero lanza su proyectil. Hasta aquí, quizás a los oyentes de Jesús no les había sorprendido demasiado la historia. El cuento egipcio también tenía un reverso irónico similar en cuanto a la vida futura. Pero el final del relato es exclusivo de Jesús. Aquí tenemos el aguijón que, como suele ocurrir, se clava. Los cinco hermanos, claro está, somos tú y yo, los fariseos que le escuchaban o cualquiera que oiga la historia. El destino de Lázaro y del hombre rico estaba ya decidido, pero no así el de los cinco hermanos, ni el nuestro. Aún estamos aquí y tenemos nuestra oportunidad. Al rico le gustaría enviarnos un fantasma que nos avise de la realidad de la vida venidera. Como Dickens en Canción de Navidad, está seguro de que una aparición así produciría la conversión de nuestros corazones tipo Scrooge. Observemos el veredicto del cielo en cuanto a esto:
Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen: óiganlos.
Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán.
Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos». (Lucas 16:29–31).
La historia de Jesús sobre el rico y Lázaro nos enseña algunas lecciones muy serias: los peligros de utilizar las riquezas de una manera egoísta, la importancia de los pecados de omisión y la realidad del cielo y del infierno. Pero creo que la última es la lección más crucial de todas. ¿Qué hace que el corazón de una persona se vuelva del egoísmo, la avaricia, la autojustificación y la indiferencia al amor de Dios? ¿Qué lleva al corazón de la persona al arrepentimiento y a la fe y la encamina al cielo? Algunas personas responden que lo consigue el espiritualismo. Ir a una sesión de espiritismo y encontrarte con un pariente desaparecido da seguridad acerca de la vida futura. Otros creen que las señales y los milagros son la respuesta. Lleva a cabo unas cuantas sanidades en la iglesia el domingo por la noche y la gente correrá a hacerse cristiana.
Lo que Jesús dice es precisamente lo contrario. Insiste en que, incluso si alguien se levanta de los muertos, eso no garantiza la conversión del mundo. Él dice que sólo hay una cosa que tiene un verdadero poder de crear fe y arrepentimiento en la vida de una persona. Y les dice, sorprendentemente, que es la Biblia. Si la gente no escucha a «Moisés y a los profetas», ninguna otra cosa funcionará, ni siquiera aunque alguien se levante de entre los muertos. Y él lo sabía bien, porque ¡él lo hizo!
Jesús nos dice, por tanto, que labramos nuestro destino según nuestra respuesta a la Biblia. Las señales y los milagros pueden confirmar la fe de los creyentes y la ceguera espiritual de los no-creyentes. Pero es la Palabra de Dios la que despierta la vida espiritual.
Cada vez que abrimos el libro de Dios, estamos ante las puertas del cielo y del infierno. Hasta ese punto es serio escuchar la Palabra de Dios. No es como leer una novela. Porque se trata de una palabra que nos exhorta a cambiar. Ningún fantasma va a anunciarnos el juicio futuro. Ningún milagro nos demostrará el poder de las cosas que no se ven. Como los cinco hermanos, puedes abrir la Biblia delante de ti; tienes ese privilegio.
Reconozco que no todo el mundo tiene esa posibilidad. Para algunos, la Biblia es aún un libro desconocido. No sabemos seguro lo que diría Jesús de aquellos hermanos del hombre rico. Quizás diría que tenían el libro de la naturaleza y la luz de la conciencia. El caso es que, no obstante, esto no va dirigido a personas así; va dirigido a personas como nosotros, que tenemos la Biblia.
Y lo que Jesús nos está diciendo en estas líneas es muy sencillo. Si no escuchamos la Biblia, no escucharemos nada. Si no somos cambiados por ella, no seremos cambiados por nada.
Quizás Jesús sea mucho más realista en cuanto a la cuestión de la igualdad de lo que tiende a serlo nuestro mundo moderno. La gente hoy habla de igualdad de riqueza en lugares donde nunca ha habido igualdad de riqueza, y donde dudo que pueda llegar a haberla. En cierta ocasión, Jesús comentó: «A los pobres siempre los tendréis con vosotros» (Juan 12:8). Me temo que la igualdad de oportunidades también es difícil de encontrar. La gente nace con un enorme y variado potencial. Como dice Jesús mismo, unos tienen cinco talentos, otros dos y otro uno. Pero, ¿importa eso? En opinión de Jesús, la riqueza y las oportunidades son regalos de la providencia de Dios. No somos los propietarios, sino los depositarios. Es lo que hacemos con ese depósito, con las oportunidades y con las posesiones que se nos dan, lo que determina el calibre espiritual y la dirección espiritual de nuestros corazones. Cinco hermanos: unos ricos y otros pobres, unos capaces y otros incompetentes, unos afortunados y otros con mala suerte. Pero todos ellos son igualmente responsables y llamados a hacer caso de la advertencia del Libro y a escoger el camino que va al cielo.
Clements, R. (1995). Relatos con aguijón (71). Barcelona: Publicaciones Andamio.


Las Parabolas: Las enseñanzas de nuestro Rey y Señor Jesucristo

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LA PARADOJA DEL PERDÓN
LUCAS 18:9–14
A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano.
Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador.
Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido (Lucas 18:9–14).
Una tarde, Paco y Pepe fueron a la iglesia. Paco la conocía bien. Había crecido en aquel lugar ¿no? Había ido a la escuela dominical desde los tres años y todo eso. Sabía que sus padres estarían también allí, en alguno de los bancos, observándole disimuladamente, y quería asegurarse de que le vieran. Por tanto, se levantó y se sentó en la primera fila. Inclinó su cabeza y cerró sus ojos durante unos momentos. Había visto a papá hacerlo; sabía que así parecía santo.
Paco se tomaba la religión muy en serio, ¿sabes? Llevaba una biblia grande y se sabía todos los cánticos. Le gustaba dar una imagen de joven de elevados principios. A diferencia de muchos de sus compañeros, él nunca había sido consumidor de alcohol o de tabaco. También era extremadamente estricto en cuestiones sexuales. Nada de echarse a perder a escondidas. Él y su novia tenían conversaciones intelectuales sobre vegetarianismo y sobre la energía nuclear. En vez de ir a la discoteca, iban a las reuniones de oración en casa del líder de jóvenes.
Cuando Paco reflexionaba sobre su vida en aquellos momentos, antes de que comenzara el culto, rebosaba satisfacción interior. ¡Qué alentador es saber que eres un buen cristiano! Nada que confesar, nada por lo que avergonzarse, nada …
¡Vaya desgracia, no puede ser! Por el rabillo del ojo había visto una figura familiar que acababa de entrar en la iglesia detrás de él. Se dio cuenta extrañado de que era Pepe. ¿Se puede saber qué estaba haciendo allí? ¡No tenía derecho a ir a la iglesia, el muy hipócrita! Pero; si hubiera podido leer la mente de Pepe, se habría dado cuenta de que esto era lo mismo que él pensaba.
¿Qué derecho tenía a estar en la iglesia? No había asistido durante años. De hecho se sentía muy incómodo en aquel lugar. Miraba alrededor con nerviosismo, como si esperara que alguien con autoridad apareciera en cualquier momento para decirle que no pintaba nada allí. No sabía dónde sentarse, o si había que seguir algún ritual especial antes de comenzar. ¿No hacían los cristianos la señal de la cruz antes de sentarse en la iglesia? ¿O ésa era una costumbre musulmana? No se acordaba. Finalmente, se deslizó silenciosamente en la última fila. «¡Oh, no! Paco está ahí delante y me ha visto—gimió en su interior—, ahora ya no podré ocultar esto en el vecindario». Se desplomó, cruzó las piernas bajo el banco y puso la cabeza entre sus rodillas, tratando de esconderse.
Como habréis adivinado, Pepe no era un tipo religioso. De hecho tenía reputación de ser un poco gamberro. Si había algún problema con la policía, podías estar seguro de que él estaría en medio. Sus dedos estaban manchados de nicotina y en su aliento se detectaba el típico olor de la cerveza. Había estado en el bar de la esquina sólo cinco minutos antes.
¿Cómo es que había ido a la iglesia? ¿Se debía a la bronca que había tenido aquella mañana en casa, por haber vuelto a robar a la criada de su madre? ¿O era debido a aquella sensación de humillación como resultado de la torta que Julia le había dado la noche anterior, mientras le decía en cuatro palabras que saliera de su vida, ya que había descubierto que también se acostaba con Carmen? Sí, se trataba de ambas cosas y a la vez de ninguna de ellas. Había intentado, sin éxito, ahogar sus sentimientos en aquella botella, pero había salido con una sensación terrible de lo sucio que era y el tremendo caos que había a su alrededor. De repente, sentado en la última fila, el sentimiento de culpa y de vergüenza llenaron sus ojos de lágrimas, le hicieron enrojecer y se le hizo un nudo en la garganta. «Ay, Dios mío»—murmuró en silencio, mesándose los cabellos—Ay, Dios mío».
Os digo que fue Pepe, y no Paco, quien aquella noche volvió a su casa siendo creyente.
Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido. (Lucas 18:14)
Ya hemos dicho antes que una de las grandes dificultades que nos encontramos al leer las parábolas en la actualidad es lo difícil que resulta experimentar la impresión que sin duda produjeron en los oyentes originales de Jesús. A menudo, lo familiarizados que estamos con estas historias las ha despojado de la fuerza que tienen, de su aguijón.
Tomemos la historia del buen samaritano que estudiamos en el capítulo 2. La sola palabra «samaritano» se ha convertido en sinónimo de bondad. Por lo tanto, cuando Jesús nos dice que fue el samaritano quien se detuvo a ayudar al hombre herido, no nos sorprende, y menos aún nos violenta en absoluto. No nos quedamos sin aliento por la mera mención de ese término, como sin duda ocurrió cuando se contó la parábola por primera vez. Los martillazos a los prejuicios de los oyentes originales de Jesús se reducen en nuestro caso a caricias alentadoras de un padre. Lo sabemos todo acerca de los buenos de los samaritanos.
Lo mismo ocurre en el caso de la parábola que estamos viendo en este capítulo. La he relatado en términos modernos en un intento de ayudarnos a sentir de una forma más poderosa la contradicción que representa para las expectativas convencionales.
Pensemos en ello por un momento. Dos hombres asisten al templo para orar. Evidentemente, una decisión muy loable—pensaríamos. Ambos vienen a orar y ambos se marchan a casa creyendo sinceramente que han orado. Pero la lección extraordinaria que encontramos en esta parábola es que, mientras unos de ellos se había encontrado con Dios de verdad en su tiempo devocional, el otro, a pesar de albergar buenas intenciones, mantuvo un soliloquio consigo mismo durante todo el tiempo que había estado en el templo.
El texto que nuestra versión traduce como «oraba consigo mismo» (versículo 11) puede ser traducido como «oraba a sí mismo». Su oración era en realidad un soliloquio. Sólo eso ya es suficiente para preocuparnos ¿no? Jesús está diciendo que es posible asistir a la iglesia pensando que te vas a encontrar con Dios y marcharte creyendo que así ha sido y, sin embargo, haberte estado engañando todo el tiempo. Esto supone un tremendo desafío para la realidad de nuestra propia experiencia espiritual.
Pero hay algo aun más paradójico. Y aquí es donde el lector moderno se pierde el elemento escandaloso de la historia. Porque Jesús nos dice que el hombre cuya oración fue escuchada era un publicano. Para nosotros eso no supone una sorpresa. En nuestra sociedad, los delegados de hacienda—hablando en términos generales—son una autoridad. A veces se hacen chistes sobre ellos, pero nadie cuestiona su respetabilidad.
Pero no era éste el caso de aquel publicano. En tiempos de Jesús, los recaudadores de impuestos eran seres despreciables, traidores criminales que colaboraban con el imperio romano, que se enriquecían a costa de explotar a sus compatriotas. Podemos pensar en alguno de los oficiales franceses que llenaron sus bolsillos en los días de la ocupación a base de darles coba a los nazis, para experimentar cómo se sentían los judíos ante un publicano del primer siglo. No inventaban chistes sobre ellos, los linchaban. Los insultaban cuando pasaban a su lado y maldecían el terreno que pisaban. Sin embargo, Dios oyó la oración de aquel hombre, una persona a la que no se debería escuchar en miles de años, a quien habría que abandonar.
Por otro lado, Jesús nos dice que el hombre que se fue a casa sin haber sido escuchado era fariseo. De nuevo, como lectores modernos podemos fácilmente perdernos lo que esto implica. Porque, igual que desde pequeños hemos oído hablar de los samaritanos como los buenos, sabemos que los fariseos son los malvados. En cuanto Jesús identifica a este hombre como fariseo, sabemos que él es el malo de la película. A nuestra mente afloran toda clase de asociaciones negativas y dañinas ante la sola mención de la palabra «fariseo».
De nuevo hemos de decir que ésta no fue la reacción de los oyentes originales de Jesús. Porque el fariseo era el hombre de iglesia, el estudioso de la Biblia; fundamentalista en su punto de vista acerca de las Escrituras, escrupuloso en la observancia de la ley de Dios, un patriota, un filántropo, un modelo de santidad, alguien que apoyaba con entusiasmo los movimientos en pro de la vida y del día de reposo, como la Mayoría Moral.
No podemos permitirnos que esta parábola deje de impresionarnos. Jesús tiene algo de vital importancia que enseñarnos sobre la verdadera naturaleza de la religión, de la oración, de la culpa, de la justicia; y no debemos permitir que nuestras imágenes del recaudador de impuestos del siglo veinte y de los fariseos nos hagan perder la fuerza de sus advertencias.
Por tanto, procuremos adentrarnos bajo la superficie de esta parábola metiéndonos en el pellejo de los oyentes originales de Jesús y beneficiándonos de ello.
En primer lugar, hagámonos una pregunta: ¿Qué es lo que estuvo mal en la oración del fariseo y bien en la del publicano, como para que la consideración que Dios hizo de ellos discrepara de manera tan radical de lo que nosotros podríamos esperar? No creo que la respuesta sea difícil. Fijémonos en cómo comienza el fariseo: «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres».
Imaginémonos a un hombre que va al médico y le dice: «Doctor, quiero que sepa que tengo una salud excelente; mis pulmones funcionan perfectamente, mi tono muscular es ideal, mi aparato digestivo no podría funcionar mejor, mi circulación es de primera, no tengo infecciones, ni dolencias, ni enfermedades. En pocas palabras, doctor, a diferencia del resto de especímenes que tiene en su sala de espera, no hay nada en absoluto en lo que yo tenga problemas».
¿Qué puede decirle un médico a alguien así? Este hombre se marcharía de allí igual que había entrado, sin recibir ningún beneficio. La visita no sirve para nada, salvo para posar en un desfile de modelos de belleza médica. No había nada que pudiera recibir, porque no pedía nada. ¿Y por qué no pedía nada? Porque no tenía necesidad.
Si hubiera permitido que el médico le examinara, puede que su confianza hubiera disminuido. Puede que aquél le hubiera dicho: «Tiene la tensión un poco alta, debe hacerse algunas pruebas, si yo fuera usted iría a que el dentista me examinara la boca, o ¿sabía usted que es diabético?»
Pero la confianza que el hombre tenía en sí mismo era tal que no permitió al médico examinarle. La ausencia total de necesidad hizo que su asistencia a la clínica estuviera de más.
Eso es exactamente lo que Jesús quiere decir en otro lugar: «Los sanos no tiene necesidad de médico, sino los enfermos» (Mateo 9:12). Este fariseo es un ejemplo perfecto de esa observación. Fue al templo para felicitarse a sí mismo por su salud espiritual y moral. Agustín dice muy sabiamente de él: «Dices que lo tienes todo, que no necesitas nada. ¿Para qué vienes a orar?» No había ido a orar, sino a presumir. Sólo era un exhibicionista que se dedicaba a jactarse.
Sospecho que el publicano era consciente de a quién se dirigía aquella «oración» del fariseo. Está claro que le miraba por encima del hombro. No tenía intención de ayudarle. «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano». Se trataba de una indirecta deliberada. Pero estaba acostumbrado a ese tipo de insultos. No le ofendían, ¿por qué iban a hacerlo? Sabía que se los merecía, no se hacía ilusiones en cuanto a su condición moral y espiritual, era dolorosamente consciente de la enfermedad de su alma. Sabía que estaba destinado al juicio.
Y, por esta razón, en sus labios no escuchamos expresiones de felicitación propia o de gratitud fingida. Siente su necesidad. Se golpeaba el pecho sintiéndose fatal, un gesto que ningún judío llevaría a cabo salvo en momentos de profundo dolor emocional. Prorrumpe en tres gritos entrecortados fruto de su tortura interior. «Dios, sé propicio a mí, pecador». Literalmente, lo que dice es «el pecador», porque en ese momento se siente el único pecador del universo. No obstante, según Jesús, ésa es la clase de oración que Dios escucha. Ese tipo de adorador vuelve a casa siendo una persona diferente, mientras que el orgulloso y complaciente, a pesar de todas sus elocuentes súplicas, se marcha de la casa de Dios exactamente en el mismo estado de no aceptación en el que llegó. Nos recuerda las palabras de María: «A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos» (Lucas 1:53).
Esta cuestión de la necesidad personal puede ser muy bien un tema que a muchos nos provoque. ¿Hasta qué punto tenemos hambre de Dios? ¿Hasta qué punto anhelamos su gracia?
En años recientes se ha hablado mucho de la renovación de la alabanza en la iglesia; de hecho fue el tema principal de discusión cuando fue nombrado el presente arzobispo de Canterbury. Pero me parece que mucha de esa controversia tiene que ver con cosas que le interesaban al fariseo, y no al publicano. Tiene que ver con asuntos de formas externas. ¿Qué tipo de música: himnos tradicionales o cantos modernos? ¿Qué clase de atmósfera: tranquila e incitadora a la meditación o ruidosa y que sea de ánimo? ¿Cómo ha de ser la participación congregacional: pasiva y restringida o activa y abundante? ¿Qué grado de improvisación: la liturgia fija del libro de oración común o la improvisada espontaneidad carismática? Éstos son los temas que discutimos. Sinceramente, aunque esa clase de debate sirva para conseguir cambios importantes en el estilo de la alabanza, no estoy nada convencido de que tenga algo que ver en absoluto con la renovación de la alabanza en un sentido espiritual.
Charles M. Schulz, el caricaturista de Peanuts, sugirió hace treinta años que la mayoría de la gente que asiste a la iglesia los domingos lo hace con los mismos sentimientos con que va al teatro; sencillamente, para disfrutar de lo que dan. Y, en mi opinión, tenía toda la razón. Lo único que él no apuntaba es que existen diferentes clases de entretenimiento y que la expresión de nuestro disfrute varía según la naturaleza del evento. Schulz tiene mucha razón en que algunas clases de personas vienen a la iglesia para sentarse pasivamente y escuchar como si estuvieran en el teatro. Pero hay otros que vienen con la misma actitud con que asistirían a un partido de fútbol. Y hay otros que asisten con la misma actitud con la que irían a una discoteca. Vengan con la actitud que vengan, no obstante, todos asisten para disfrutar de lo que se les de. El estilo de la alabanza que se practica en la iglesia no sirve de base para juzgar la espiritualidad de aquellos que están participando en ella. Aquellos de nosotros que hemos viajado sabemos que el estilo de la alabanza viene muy determinado por la cultura. ¡Vé a una iglesia bautista de negros en algún lugar del sur de los Estados Unidos y después a una iglesia presbiteriana de Escocia, y compáralas! Pero la diferencia no tiene nada que ver con la autenticidad espiritual de los adoradores. Se trata de una diferencia cultural.
Lo que determina si tenemos una verdadera relación con Dios cuando asistimos a su casa a orar no es la música o la atmósfera, ni siquiera el grado de nuestra participación física. Pensar en la alabanza en esos términos es pensar como un fariseo judío, y no como un cristiano. Pero en la religión del nuevo pacto hay algo que no depende de las formas culturales: «Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren» (Juan 4:23).
¿Por qué fue escuchado aquel publicano? Porque tenía un corazón para Dios. Sentía la necesidad de Dios. Para él, la alabanza era cuestión de espíritu y verdad. Por eso fue a la iglesia; no para que le entretuvieran o, como el fariseo, para entretener a los demás. Fue allí como un hombre enfermo va al médico, porque sentía una profunda desesperación moral personal. Dios siempre escucha las oraciones de la gente así, sean quienes sean: ladrones, delincuentes, adúlteros. Incluso en el último momento escuchó la oración de uno de ellos en la cruz. Pero ignora y rechaza a aquellos que vienen a su casa como si estuvieran asistiendo al circo, simplemente para disfrutar de lo que está ocurriendo, como si vinieran a ver qué se hace.
Nunca tendremos una verdadera relación con Dios hasta que vayamos más allá del espectáculo religioso, hasta que sintamos la necesidad de la manera que llegó a sentirla el publicano. Entonces oraremos y obtendremos respuestas.
Eso nos lleva a lo segundo que Jesús quiere enfatizar en esta paradójica y breve historia: dos clases de culpa. Cuanto más pensamos en ello, más irónico nos parece: Allí tenemos al publicano sintiéndose culpable, mientras que Jesús dice que regresó a su casa justificado; y allí tenemos al fariseo sintiéndose inocente, pero Jesús indica que volvió a su casa condenado. Eso nos apunta una distinción muy importante: entre la culpa como experiencia emocional y la culpa como hecho objetivo. Y en este corto relato vemos que la presencia o ausencia de la primera no necesariamente implica la presencia o ausencia de la segunda.
Todos sabemos que existe algo denominado culpa irracional, culpa desproporcionada por algo equivocado que hemos hecho. Los psiquiatras se encuentran continuamente con ese tipo de ansiedad. Pero lo que mucha gente olvida hoy es que es igualmente posible no sentir culpa en absoluto cuando, de hecho, deberíamos sentirnos culpables. Una conciencia ancha puede ser psicológicamente inocua. Puede reducir nuestro nivel de estrés. Estoy seguro de que el fariseo estaba mucho más relajado y tranquilo consigo mismo que el publicano. Y, sin embargo, en términos espirituales esa conciencia ancha es tremendamente peligrosa.
Porque existe algo llamado verdadera culpa. La culpa no es sólo un sentimiento; es una realidad. Por desgracia, el sentimiento y la realidad no siempre van unidos.
En nuestra generación cada vez más informada sobre psicología, no debemos permitir que la realidad objetiva de la culpa se vea oscurecida.
Hace varios años tuve una discusión con unos estudiantes ingleses de Enseñanza Secundaria que estaban comentando el Macbeth de Shakespeare. Nos referíamos a la escena en que Lady Macbeth, después del asesinato, es atormentada por la ansiedad que le produce la imagen de la sangre que ve adherida a sus manos. Lo que me impresionó fue su reacción casi unánime: No dijeron: «aquí tenemos a una criminal tremendamente convencida de su pecado y que necesita urgentemente sentirse perdonada», sino «aquí tenemos un caso patético de alguien excéntrico, con verdaderos problemas mentales, que necesita urgentemente ayuda psiquiátrica».
En el siglo veinte, la culpa ha dejado de formar parte de la experiencia humana normal. Se ha convertido en algo considerado patológico. Es un síntoma de enfermedad emocional o de anormalidad mental, y no una respuesta moral adecuada debido al pecado personal. Ya no se envía al individuo con remordimientos de conciencia al sacerdote en busca de la absolución, como se hacía antes; se le envía al psiquiatra para que le de un tratamiento. Y cada vez hay más gente que piensa que la iglesia misma no es más que una forma alternativa a ese tratamiento. Van a la iglesia para sentirse mejor consigo mismos, para sentir que están bien.
Sugiero que ésa era precisamente la función de la piedad farisaica. Su religión era sólo una forma de psicoterapia por medio de la cual se liberaban de sus sentimientos de culpa. Fijémonos en las tres técnicas obvias que utiliza.
En primer lugar, se especializa en la obediencia negativa. Ya hice referencia a esto en relación con el comportamiento del sacerdote y del levita de la historia del buen samaritano. Aquí lo tenemos de nuevo. Nuestro fariseo se consuela a sí mismo con todos los pecados que no había cometido, como el robo y el adulterio. Esto siempre es bueno para la paz de nuestra conciencia; porque es evidente que esa obediencia negativa crea una pantalla de humo que nos conviene, detrás de la cual podemos ocultar los muchos pecados que hemos cometido.
Es la clase de actitud que, como dijimos en nuestro segundo estudio, está en el trasfondo de mucha de la evasión de responsabilidad social que se da hoy día. Hace que la gente sea capaz de ver un asesinato en la calle de una ciudad y no hacer nada, porque ellos no son los que empuñan la navaja.
Y, a propósito, también es la razón de que mucha gente tenga una imagen de la religión como algo que nos fastidia la existencia, por todos aquellos «no debes». Muchos piensan que Dios es un aguafiestas que se dedica a prohibir y que quiere que dejemos de hacer todo lo que deseamos. Joy Davidman cuenta una preciosa historia de un misionero que intentaba que se convirtiera un jefe africano. Cuando se le dijo que había una larga lista de pecados que estaban prohibidos por la moralidad cristiana, respondió que él era demasiado viejo como para cometer cualquiera de ellos. «¡Por tanto, debe de ser lo mismo ser un anciano que ser cristiano!»
Para muchos eso es exactamente lo que significa ser cristiano: ser un anciano, ser un carca pasado de moda, que se entrega a Dios porque el diablo ya no quiere nada de él. Consideran el cristianismo como algo sin vitalidad y sin alegría, el enemigo de todos los deleites. Y piensan así porque muchas personas religiosas están tratando de huir de la culpa definiendo la obediencia en términos puramente negativos.
En segundo lugar, se especializa en la obediencia legalista. Hace una lista de todas las inútiles buenas obras de supererogación que, en realidad, no tienen ninguna necesidad de hacer: Ayunar dos veces a la semana, cuando Moisés había dicho que una vez al año era suficiente; dar el diezmo de todas sus posesiones—incluso de los condimentos que tenía en la cocina para la comida—, cuando Moisés había dicho que lo adecuado era el diezmo de los ingresos.
De nuevo, este tipo de legalismo se convierte en un método clásico para evitar la culpa. Acumulando una buena cantidad de piedad superflua de esta clase, uno puede engañarse a sí mismo pensando que eso compensa los pecados reales que se puedan haber cometido. Es totalmente ilógico, claro está. No se puede compensar algo utilizando penitencias de este tipo. Es como ir al magistrado y decirle: «Sí, ayer iba conduciendo a 160 Km. por hora por la Calle Mayor. Pero, a diferencia de otros, no aparqué en zona prohibida. Ha de tener esto en cuenta».
Pues hay miles de personas religiosas que casi siempre van en este plan, preocupándose por los detalles triviales de sus vidas en un intento desesperado de camuflar y compensar un enorme monstruo de corrupción moral que saben secretamente que les acecha por dentro. Algunos hombres están muy orgullosos por el hecho de no fumar ni beber, otros son tremendamente perfeccionistas en sus aficiones, o adictos al trabajo. Algunas mujeres son fanáticas de sus casas, e intentan purgar su conciencia por medio del uso de desinfectante en el baño. Y, por supuesto, están aquellas interminables cantidades de personas religiosas que liberan su conciencia asistiendo a la iglesia, dando dinero para la caridad, orando, etc. Hay una clase especial de personalidad obsesiva que disfruta del ritual, de la disciplina, de la negación de uno mismo y de ese tipo de cosas. Un estilo de vida ascético y puritano es una forma de estar orgullosos de sí mismos.
Y así eran los fariseos. Todo aquel comportamiento era impulsado por el deseo de evitar la culpa. Concentrándose en la observancia de pequeñas reglas y normas que nos ponemos a nosotros mismos—reglas que, aunque molestas, sabemos que si nos lo proponemos podemos cumplirlas—, se desvía nuestra atención de las grandes reglas propuestas por Dios, con lo cual nuestra obediencia no puede ser satisfactoria; y ya tenemos ahí una incombustible fuente de energía productora de ansiedad moral.
En tercer lugar, se especializa en la obediencia comparativa. «No soy como los otros hombres, como el publicano, por ejemplo»—dice el fariseo—. Esta estrategia de autojustificación nunca falla, porque siempre hay personas que son más culpables que nosotros. Por eso leemos las páginas de sucesos, para alimentar nuestra farisaica satisfacción propia. ¡Vaya, vaya!—nos decimos con un aire de autojustificación cuando leemos aquellos titulares tan tremendos—, ¿quién se iba a imaginar que alguien pudiera hacer algo así?» Lo que está implícito es que «yo nunca lo haría».
Nuestra censura moral de los demás es de nuevo sólo un engaño para distraer la atención de nuestra propia culpa. Pensamos que, adoptando un tono de fuerte indignación hacia los pecados de otros, nuestro propio pecado pasará inadvertido. Como dice Jesús, miramos la mota en el ojo ajeno para distraer la atención de la viga que hay en el nuestro (Mateo 7:3). O, como dice el apóstol Pablo, intentamos escapar al juicio convirtiéndonos en jueces (Romanos 2:3). Por medio de este tipo de obediencia comparativa, muchos de nosotros conseguiremos evitar el efecto de reprensión que esta parábola pretende para nuestras vidas.
¿Conocéis la anécdota del maestro de escuela dominical que contó esta historia en su clase? Al terminar, dejó bien claro cuál era para él la lección obvia de la misma. «Ahora, niños—dijo—, vamos a darle gracias a Dios porque no somos como aquel orgulloso fariseo».
El problema es que resulta muy fácil para los cristianos ponerse en el lugar del fariseo sin ni siquiera darse cuenta de ello, incluso al intentar distanciarnos de él.
Por medio de estas tres técnicas clásicas, nuestro fariseo consigue, por tanto, sentirse bien consigo mismo. Son tres maneras muy buenas de tratar los sentimientos de culpa. Tan buenas que se pueden reprimir completamente. No había ni un ápice de ansiedad moral que inquietara la conciencia de este hombre. Y, sin embargo, Jesús insiste en que, a pesar de lo efectiva que resultaba su automedicación psicoterapéutica, su verdadera culpa continuaba allí. No había disminuido un ápice. Se sentía bien, pero sus sentimientos no correspondían al estado de su alma. Sería emocionalmente más estable como resultado de sus devociones religiosas, pero en realidad estaba más cerca del infierno.
¿No tengo razón, entonces, para preocuparme porque hoy pueda haber muchas personas que sufren ese mismo engaño? ¿O porque yo mismo pueda estar cayendo en esa misma trampa, utilizando esta parábola para criticar la religión de otros cuando debería estar más bien examinándome a mí mismo? ¿Qué hago con mi culpa? Ésa es la cuestión. ¿Me contento simplemente con librarme de las punzadas de mi conciencia persuadiéndome a mí mismo de que «estoy bien, muchas gracias»? ¿O, como el publicano, clamo por una solución mucho más radical a la contaminación de mi alma?
El tema de la culpa lo vivimos en casa hace unos años con una fuerza especial. Tenía que aconsejar a una joven universitaria que acababa de abortar para evitar las consecuencias que le habría ocasionado el embarazo y que le habrían llevado a no conseguir su graduación. Para su sorpresa, se encontró invadida por un gran sentimiento de culpa tras la operación. Estaba tan destrozada por lo que había hecho, que incluso intentó el suicidio, y por eso me pidieron que la visitara. ¿Qué le dices a una joven así?
Os contaré lo que le decían muchos de sus amigos: «No seas tonta. Estás sufriendo una especie de depresión post-parto. Son tus hormonas. No tienes nada de qué avergonzarte. ¡Ánimo! ¿Qué diferencia existe entre lo que has hecho y un aborto espontáneo?»
Algunos de sus compañeros estudiaban psicología, y por desgracia se dedicaron a analizar sus sentimientos desde el punto de vista de Freud y de Jung. Ella misma estudiaba ciencias sociales y era muy consciente del argumento de que toda convicción moral es sólo el resultado del condicionamiento social humano. Puede que, si hubiera investigado lo suficiente, hubiera encontrado alguna cultura en algún lugar donde se practicara el aborto regular sin el menor problema de conciencia. Pero ella seguía sintiéndose culpable. Y no había racionalización posible que le hiciera sentirse de otra manera.
Había descubierto lo que sus amigos, utilizando los equivalentes seculares modernos de la religión de los fariseos, habían conseguido ocultar de sí mismos: que la culpa es real. No se trata de un estado mental. No quería ir al psiquiatra para que hiciera desaparecer su neurosis de culpa. No quería ser tranquilizada por medio de las palabras cálidas de algún consejero estudiantil. No quería ser desprogramada como uno de los perros de Paulov. Quería ser tratada como un ser humano responsable. Lo que ella deseaba no era un tipo de terapia que la hiciera sentirse mejor, sino una respuesta para la culpa que sentía por lo que había hecho; una culpa que estaba convencida de que no era una aberración psicológica, sino una mancha objetiva en su vida. En una palabra, deseaba ser perdonada.
Había llegado al mismo estado de desesperación que el publicano. Él no podía racionalizar su culpa. No podía persuadirse a sí mismo de que, al fin y al cabo, no era tan malo, o intentar disimular su pecado por medio de observaciones legalistas o comparaciones favorables con otros. No tenía excusas débiles, no presentó circunstancias atenuantes, no ofreció penitencias compensatorias. Simplemente rogó: «Dios, sé propicio a mí, pecador». Y, según Jesús, aquel hombre volvió a casa no sólo sintiéndose mejor, sino con su estado moral cambiado radicalmente a los ojos de Dios.
Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro. (Lucas 18:14)
«Justificado» es una palabra que no pertenece al vocabulario del psiquiatra, sino al de los tribunales de justicia. No describe cómo se sentía el publicano. Describe cuál era su estado legal ante el tribunal de Dios. Significa literalmente que Dios le había declarado inocente. Igual que un juez puede absolver a un acusado, Dios le había dado el veredicto de «inocente» a aquel hombre lleno de remordimientos de conciencia. Y Jesús quiere que aprendamos en esta historia que la verdadera religión tiene que ver con el descubrimiento de una justificación así. Ésta es la medicina espiritual por medio de la cual somos liberados (no sólo de los sentimientos de culpa, sino del hecho de la culpa). No es sólo un método para acallar nuestra conciencia. La justificación trata de la limpieza de nuestras vidas. No es un analgésico psicológico. Es una purga moral.
Martín Lutero escribió: «Sólo existen dos clases de personas en el mundo: pecadores que se piensan que son justos, y justos que piensan de sí mismos que son pecadores». Se trata de una generalización típica de Lutero, y hay que matizarla para no entenderla mal. Pero en esencia es cierta. Y el fariseo y el publicano son un ejemplo de ello.
Básicamente, la diferencia entre ellos era el fundamento sobre el que pretendían la absolución a los ojos de Dios. El fariseo era uno de aquellos que, como apunta Lucas, «confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros» (18:9). Quería conseguir el cielo por sus propios esfuerzos. No tenía nada de qué avergonzarse ante el tribunal de Dios. ¿Para qué? ¡Podía presumir de lo mucho que se había esforzado para llegar allí!
¡Es trágico ver cuántas personas hay en la iglesia cada domingo que van por el mismo camino! A veces pienso que ésta será la mayor ironía del infierno: que estará lleno, no de gente que se avergüence o se lamente, sino de personas indignadas que se creen justas. Muchos estarán convencidas de que no se lo merecen. «¿Cómo me va a condenar Dios—parecen decir—después de todo lo que he hecho por él?» Algunas veces me estremece imaginarme el golpe que se llevarán el último día, cuando presenten el billete elaborado por ellos mismos para atravesar la puerta del cielo y se les diga que se trata de un billete falsificado.
¿Por qué lo intentan? Jesús seguramente está poniendo el dedo en la llaga en esta postdata:
Cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido. (Lucas 18:14)
En la raíz de la religión del fariseo lo que hay es presunción. Quería ir al cielo con su dignidad ilesa. Quería atravesar aquellas puertas nacaradas con su cabeza bien alta. Quería una justificación de la que pudiera enorgullecerse. Pero esa justificación no existe. Porque, la política invariable por parte de Dios es que cualquiera que se enaltece, será humillado.
Ésta es la lección principal del propio ejemplo de Jesús. Acepta el título de «Señor», pero lleva a cabo el papel de siervo. Comparte la igualdad con Dios, pero se cuelga voluntariamente en una cruz. No le importa ofender y dejar perpleja a la gente. En aquellos días, la humildad se consideraba un defecto, un despreciable signo de debilidad. Por tanto, Jesús no sólo insiste en que debemos ser humildes; revela en su encarnación y en su pasión que el corazón de Dios mismo es humilde.
No es de sorprender que este fariseo no pudiera ir al cielo, por tanto, ya que despreciaba la humildad. En cambio, para el publicano constituía su única esperanza de salvación: «Dios, sé propicio a mí, pecador» (Lucas 18:13).
Algunas versiones traducen «ten misericordia de mí». Ésa es una traducción pobre, porque en realidad la palabra utilizada no es ésta tan conocida. Para traducirla apropiadamente, hemos de recurrir a una frase anticuada, como «se propicio a mí». Era un término asociado al ritual sacrificial del templo y que tenía que ver con la expiación de los pecados.
La esperanza de este publicano no se basaba en el carácter amoroso y lleno de compasión de Dios. Recordemos dónde está. Sus ojos puestos en el altar donde el sacerdote del templo acaba de ofrecer sacrificios por los pecados del pueblo. «Por favor, Dios—dice—, estoy presenciando la sangre derramada sobre el altar. Acepto el sacrificio a mi favor, se propicio a mí». No está apelando a que Dios mejore su temperamento cuando dice «sé propicio a mí». Está indicando su anhelo de recibir la medicina que el propio Dios provee para la situación del pecador. Y, por medio de ello, nos enseña una de las lecciones más importantes que un mundo moralmente conformista puede olvidar fácilmente: no puede haber una verdadera seguridad de perdón sin una expiación que satisfaga a Dios.
Algunas personas piensan que para Dios es sencillo perdonar. Dicen: «Claro que Dios me perdonará, es lo que tiene que hacer». No es cierto. Para Dios es muy duro perdonar el pecado. Es el gobernador moral del universo. Pasar por alto un pecado es como decir que el pecado no tiene importancia. La integridad de su propia justicia implica que debe disociarse de la maldad dondequiera que la vea. No puede exponerse a la acusación de indiferencia moral o inconsecuencia moral. Si lo hiciera, ya no sería un Dios justo. Y, por eso, en tiempos del Antiguo Testamento tenía que haber un altar y un sacrificio.
Ese sacrificio era, en primer lugar, un símbolo de la seriedad del pecado a los ojos de Dios. Los seres humanos no podemos ver la sangre. Bien, pues Dios no puede ver el pecado. Siente repulsa ante su hedor y ante la mancha que produce. Aquel sacrificio de sangre sobre el altar simbolizaba su repulsa moral.
Más aún, el sacrificio era un símbolo del castigo por el pecado. De igual manera que la sangre nos habla de muerte, el pecado exige muerte. Ningún precio menor es adecuado para expresar el horror y la indignación de un Dios santo. La Biblia puede ofrecer la posibilidad de perdón, pero no comete el error de decir que es barata. La Biblia no habla de un perdón barato. Nuestro publicano se dio cuenta de ello. «Dios—clamaba—, se propicio a mí, permite que mi pecado sea expiado. No minimizo la seriedad de mis crímenes. No infravaloro el castigo que merezco. Veo la sangre, conozco el precio. Por ello, por favor, Dios, aparta tu ira de mí; que quede satisfecha por el sustituto sacrificial que hoy ha muerto en el altar en mi lugar. Y, sobre esa base, ten misericordia de mí, pecador».
Puede parecer una pregunta extraña, pero me temo que debo hacerla. ¿Has buscado el perdón de Dios a la manera del publicano, en base a la provisión misericordiosa de un sacrificio expiatorio por parte de Dios? ¿O buscas la justificación del fariseo, sobre la base de tu reputación religiosa y de tus logros morales?
Por muy extraordinario que parezca, como pastor me encuentro con que hay un gran número de personas que profesan ser cristianas y que vienen a la iglesia regularmente a orar, pero que aún no han llegado a hacer este descubrimiento tan fundamental. En el fondo saben que son culpables; pero, en vez de solucionar su culpa a la manera de Dios, la entierran.
Los síntomas de esa culpa enterrada son fáciles de detectar: falta de autoestima, mala imagen de sí mismos, complejo de inferioridad. Van por ahí quejándose: «No soy un buen cristiano. No me siento contento de ser cristiano, no tengo seguridad de salvación, no me gozo en la alabanza ni tengo ganas de dar testimonio. Soy un cristiano fracasado, eso es lo que soy». Hay muchas personas con cargas así. Dicen que están deprimidos, que no pueden más, que siempre están haciendo un montón de cosas, que no le son útiles a nadie y que no tiene sentido intentar mejorar. ¿Qué es lo que falla en estas personas? ¿Cuál es la fuente de su debilidad espiritual?
No quiero generalizar a la ligera. Los problemas pastorales involucrados pueden ser muy complejos. Pero estoy convencido de que una considerable proporción de estas personas sufren de sentimientos de culpa reprimidos sin resolver. Aunque sean cristianos, o aunque digan que lo son, sus actitudes son modeladas por el mundo que nos rodea y que niega la culpa. Y, como resultado, nunca han estado verdaderamente convencidos del pecado, no han comprendido correctamente el remedio que Dios ha provisto para el mismo, y por ello nunca se han sentido verdaderamente perdonados. Por eso se sienten inadecuados. Por eso les falta la seguridad. La persona a la que no pueden perdonar es a ellos mismos. Mientras el fantasma de la culpa desconocida siga persiguiéndoles dentro de sus mentes, continuarán sufriendo las destructivas consecuencias del odiado subconsciente que les corroe por dentro, destrozando sus motivaciones, sus ambiciones, su seguridad.
¿Cuál es la respuesta? La respuesta es que deben ir y hacer lo mismo que el publicano. La justificación por la fe debe dejar de ser sólo una doctrina que ocupa sus mentes para pasar a convertirse en una verdad experimental en sus corazones. Deben ocupar la posición del publicano, quitándose todas las máscaras defensivas, echando por tierra todas las ilusiones de respetabilidad, abandonando toda pretensión de autojustificación. Deben mirar en la misma dirección en que lo hizo el publicano: a un sacrificio. Pero a un sacrificio mucho más noble y costoso que todos los que se llevaron a cabo sobre el altar del templo. Deben mirar a una cruz donde el Hijo de Dios mismo vertió su sangre una vez para siempre, para expiar el pecado del mundo. Y deben orar como lo hizo el publicano: «Dios, sé propicio a mí. No reclamo un perdón barato. No infravaloro la seriedad de mi crimen. Sé que el castigo que merezco por mi pecado es la muerte; pero, por favor, Dios, acepta el que un digno sustituto haya pagado el precio en mi lugar y ten misericordia de mí, pecador».
Y, sobre todo, necesitan escuchar ese veredicto tranquilizador de Jesús sobre esa oración de penitencia: «Os digo que éste descendió a su casa justificado» (Lucas 18:14). Ahora estaba en la presencia de Dios no como un despreciable criminal condenado, sino como un hijo amado y aceptado. Justificado por la fe, ahora podía tener paz con Dios. No la paz del fariseo, esa ficción psicológica de elaboración propia que un día desaparecerá mostrando todo su horror en el juicio final. No, la paz con Dios se basaba en la declaración de perdón irreversible e incontestable de Dios mismo a través de la sangre de Jesús.
Es mucho lo que depende de lo que hagamos con nuestra culpa. ¿Nos contentamos sólo con una limitada terapia religiosa que nos permita sentirnos bien con nosotros mismos, o anhelamos una limpieza radical de la verdadera culpa que reside en nuestras almas? Dependerá de la clase de justicia que pretendamos: ¿una justicia propia que viene a través de nuestros propios esfuerzos morales, o una justicia de Dios que depende de la fe?
El teólogo Karl Barth expresa la razón de nuestra resistencia a esa solución divina de una forma muy perspicaz:
«No nos gusta escuchar que hemos sido salvos sólo por gracia. En realidad, no percibimos que Dios no nos debe nada, que podemos vivir sólo gracias a su bondad, que lo único que podemos tener es la gran humildad de un niño con muchos regalos. Hablando claro, no nos gusta creer».
Pero tenemos que creer. Creer en la grandeza del corazón misericordioso de Dios. Creer en la suficiencia del sacrificio expiatorio de Cristo. Creer, sobre todo, en la verdad de aquella extraordinaria promesa: «El que se exalta será humillado, y el que se humilla será exaltado».
En el radicalmente diferente mundo del cielo, es el pobre quien es rico, el humilde quien es grande. En la paradójica topografía del reino de Dios, el camino hacia arriba es cuesta abajo.
7
ESE SENTIMIENTO DE LUNES POR LA MAÑANA
LUCAS 19:11–27
Oyendo ellos estas cosas, prosiguió Jesús y dijo una parábola, por cuanto estaba cerca de Jerusalén, y ellos pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente. Dijo, pues: Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver. Y llamando a diez siervos suyos, les dio diez minas, y les dijo: Negociad entre tanto que vengo.
Pero sus conciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros.
Aconteció que vuelto él, después de recibir el reino, mandó llamar ante él a aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo que había negociado cada uno.
Vino el primero, diciendo: Señor, tu mina ha ganado diez minas.
Él le dijo; Está bien, buen siervo; por cuanto en lo poco has sido fiel, tendrás autoridad sobre diez ciudades.
Vino otro, diciendo: Señor, tu mina ha producido cinco minas.
Y también a éste dijo: Tú también sé sobre cinco ciudades.
Vino otro, diciendo: Señor, aquí está tu mina, la cual he tenido guardada en un pañuelo; porque tuve miedo de ti, por cuanto eres hombre severo, que tomas lo que no pusiste, y siegas lo que no sembraste.
Entonces él le dijo: Mal siervo, por tu propia boca te juzgo. Sabías que yo era hombre severo, que tomo lo que no puse, y que siego lo que no sembré; ¿por qué, pues, no pusiste mi dinero en el banco, para que al volver yo, lo hubiera recibido con los intereses?
Y dijo a los que estaban presentes: Quitadle la mina, y dadla al que tiene las diez minas.
Ellos le dijeron: Señor, tiene diez minas.
Pues yo os digo que a todo el que tiene, se le dará; mas al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Y también a aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos delante de mí (Lucas 19:11–27).
Para la mayoría de las personas, los lunes son deprimentes. De hecho, un equipo de médicos y psiquiatras europeos han llevado a cabo recientemente un estudio del tema. Encontraron que es más elevada la probabilidad de sufrir un ataque cardiaco los lunes que cualquier otro día de la semana. Y no es sólo como resultado de los excesos del fin de semana, porque la incidencia de otras clases de enfermedades y circunstancias relacionadas con el estrés también aumenta los lunes. La presión sanguínea se eleva los lunes, lo cual implica que se tiene un mayor riesgo de sufrir un ataque. La acidez del estómago también aumenta, lo que significa que uno se enfrenta a un mayor riesgo de tener una úlcera. También se ha de tener en cuenta que, los lunes, la probabilidad de suicidarse es doble que los otros días.
Ese sentimiento de lunes por la mañana no es un mito, sino una realidad médica. Sólo puede haber una explicación: a muchos de nosotros nos deprime la idea de trabajar. Es fácil pensar que se debe a la presión a la que estamos sometidos en el trabajo, a las cosas que se nos avecinan. Para algunos que tienen trabajos de responsabilidad, supongo que este mismo hecho ya es un factor a tener en cuenta. No es fácil mantener el equilibrio cuando se está rodeado de una cultura adicta al trabajo. Recuerdo a un amigo mío que me dijo que sólo había encontrado tres personas que estaban absolutamente obsesionadas con el trabajo. ¡Por desgracia resultaban ser los otros tres hombres que estaban en su oficina!
Pero es interesante constatar que el síndrome de lunes por la mañana es aun más evidente en los trabajadores de menor nivel que en los de mayor. La gente con trabajos más rutinarios y menos exigentes muestran los mismos síntomas que las personas con ocupaciones que exigen mucho más de ellos. Por tanto, no todo tiene que ver con la presión. ¿No será que la razón para tener ese sentimiento los lunes es más bien el que nuestras relaciones laborales nos generan ansiedad? Puede deberse a la crítica mordaz de las oficinistas o a la competitividad entre los otros hombres del equipo de ventas. ¿Podría ser consecuencia de las lamentables condiciones laborales? ¿Se sería menos vulnerable al estrés si se pudiera escuchar música relajante en la fábrica, o si la administración invirtiera en un mobiliario de oficina más cómodo?
No se puede negar que los factores sociales y del entorno hacen variar mucho la satisfacción laboral. No obstante, también se demuestra que esos sentimientos negativos de los lunes por la mañana no necesariamente son menores en compañías que tratan de crear una atmósfera laboral placentera. No, me temo que no hay escapatoria para evitar la conclusión a la que llevan todas estas investigaciones. Por muy bueno que sea el trabajo, por muy bien que nos caiga nuestro jefe o lo maravillosa que sea la gente con la que trabajamos, a muchos de nosotros se nos atraganta la sola idea de trabajar. No queremos hacerlo. El pensamiento de tener que comenzar que nos invade el lunes por la mañana es suficiente para precipitarnos en un abismo emocional.
Por tanto, ¿nuestro problema es sencillamente que somos unos vagos? Quizás todos seamos unos holgazanes congénitos. Pero lo más seguro es que la razón no sea sólo ésa. Muchos estudios muestran que el desempleo y la jubilación también inducen al estrés, a veces más incluso que el trabajo que solíamos hacer. Sin duda hay algunos holgazanes en este mundo cuya idea de bendición es una vida de ocio ininterrumpido; pero, en realidad, la inmensa mayoría de nosotros necesitamos trabajar para sentirnos realizados. En su libro Tres hombres en una barca, K. Jerome escribe: «Me encanta el trabajo: me fascina. Puedo sentarme y mirar durante horas cómo trabajan». Se estaba haciendo el gracioso, pero hay algo de profunda verdad detrás de su chiste. En realidad es imposible disfrutar de la holgazanería a menos que sepas que hay un trabajo que podrías estar haciendo. Ser totalmente vago no es una forma de bendición en absoluto, sino algo desesperante. Si no me crees, pregúntale a los hombres y mujeres que esperan en la cola del Instituto Nacional de Empleo. Ese sentimiento de lunes por la mañana no es síntoma de holgazanería.
Opino que se trata de algo mucho más desesperante, una desesperación que ve mucho que hacer, pero que no encuentra ninguna razón satisfactoria para hacerlo. No se puede vivir una vida humana con sentido a menos que te plantees el futuro. Alexander Pope lo captó en sus famosas palabras:
«La esperanza hace fluir en el corazón humano lo eterno; El hombre nunca es bienaventurado; pero siempre puede llegar a serlo».
Intentar vivir sin esperanza es como jugar un partido de fútbol sin porterías. Puedes regatear con gran destreza, hacer maravillosos pases, incluso disfrutar con el juego. Pero, ¿qué sentido tiene? Si no existe un propósito, un objetivo, una meta para la existencia humana, toda la película es un terrible absurdo. El poema de Stephen Crane en Los jinetes negros, expresa bien este punto:
Vi un hombre persiguiendo el horizonte;
Daba vueltas y vueltas veloz.
Yo estaba preocupado;
Me acerqué a él.
«Es inútil—le dije—, nunca lo conseguirás».
«Mientes»—gritó,
Y siguió corriendo.
Seguramente eso es lo absurdo de mucho de lo que hoy con optimismo denominamos «progreso». Sólo se puede hablar de avance cuando se tiene una idea clara de adónde se supone que vamos.
El dilema de los hombres y mujeres seculares modernos es que ya no tienen un sentido de dirección. Es como las desesperadas medidas adoptadas por el gobierno británico en Irlanda durante la plaga de las patatas. Para mantener el ánimo de la gente y proveerles empleo, los ingleses ordenaron la construcción de carreteras que no eran necesarias, que no iban a ninguna parte.
La humanidad de finales del siglo veinte está comenzando a preguntarse si, durante años, no hemos estado dedicando nuestras energías, sin saberlo, a una tarea sin sentido. Woody Allen decía una gran verdad con su clásico cinismo: «El futuro no es lo que solía ser». El optimismo en cuanto al destino de la raza humana ha desaparecido totalmente. Es cierto que todavía se puede escuchar a algunas personas hablando de los viejos sueños utópicos sobre el futuro paraíso tecnológico en la tierra, pero los más entendidos ya no son tan estúpidos. Esos sueños yacen enterrados bajo la carnicería de dos guerras mundiales y el terror de Hiroshima. El humanismo ha quedado desacreditado y, como resultado, ha muerto la confianza en un futuro feliz fruto de la ciencia humana.
Sin embargo, los seres humanos necesitamos tener esperanza. No podemos vivir sin ella. Los niños cuentan los días que quedan hasta Navidad. Los adolescentes anhelan el momento de su próxima cita con su novio o su novia. Los adultos miran los folletos de sus vacaciones pensando en lo bien que lo van a pasar. Hemos de tener esperanza. Dedicarnos sólo a sobrevivir no es suficiente para nosotros. Para superar el tedio y la fatiga de la vida de cada día, necesitamos tener una luz en el horizonte a la que dirigirnos. Una persona sin nada delante hacia donde mirar es una persona completamente desesperada.
Tony Hancock era un magnífico comediante de los años 50 y 60. En su último monólogo en TV, en 1964, representó una obra que a la larga resultó muy irónica:
¿Qué has conseguido? ¿Qué has conseguido? Perdiste tu oportunidad, hijo mío. No has contribuido absolutamente en nada a esta vida. Fuiste una total pérdida de tiempo. No hay lugar para ti en la Abadía de Westminster. Lo mejor que puedes esperar es un puñado de narcisos en un tarro de mermelada y una piedra negra con el letrero: «Vino y se fue». ¿Y en medio? Nada. Nadie notará que no estás aquí. Puede que dentro de un año alguien pregunte en el bar: «¿Dónde está el viejo Hancock? últimamente no lo he visto»—«Murió, ¿no lo sabías?»—«¿Ah, sí?»—«Una verdadera raison d’être, eso es lo que es».
Lo patético es que, un par de años más tarde de aquel último show televisivo, Tony Hancock se suicidó. La desesperación que manifestaba mostraba que estaba muy necesitado de ánimo. ¿La esperanza hace fluir lo eterno? No, Sr. Pope, Me temo que no siempre. Algunas veces la esperanza deja de hablar. Cuando eso ocurre, no es sólo la esperanza lo que se ha extinguido. Una persona, despojada de propósito, también muere. «No tengo nada por lo que merezca la pena vivir»—dice la nota del suicida. Dante, en su Divina Comedia, lee la inscripción que hay en la puerta del infierno: «¡Abandonad toda esperanza los que entráis aquí!» No hay nada, absolutamente nada, que sea tan espantoso y terrible para el espíritu humano como estar irremediablemente desesperado.
¿Qué estás deseando? ¿Qué sentido tiene tu vida? Muchos de nosotros somos expertos en poner una fachada de ambición y dirección en nuestra vida. Le decimos a la gente que somos felices, que estamos bien y que sabemos adónde vamos. Pero, ¿no es cierto que también nos invade el sentimiento de lunes por la mañana? Y, si verdaderamente sondeamos las profundidades de nuestro interior de una manera honesta, la causa que encontramos es que existe un vacío dentro de nosotros. No sabemos adónde vamos. No tenemos nada lo suficientemente importante o grande por lo que vivir, nada que vaya más allá de la próxima fiesta, la próxima noche en la discoteca o la próxima cita.
En los años 60 y 70, muchos jóvenes dejaron sus profesiones y sus estudios, en parte como protesta y en parte desesperados por ese sentimiento de falta de esperanza. La lucha diaria por ganarse el pan era, según ellos, un ejercicio inútil. Los años 80 fueron testigos de una renovada inclinación a competir en esa lucha por ganarse el pan. Pero la pregunta fundamental de aquellos antiguos desertores aún no ha sido respondida. ¿Qué sentido tiene sudar tinta durante cuarenta y dos horas y media a la semana, cuarenta y nueve semanas al año? Tanto si el trabajo es exigente como si es aburrido, tanto si la atmósfera es amigable u hostil, tanto si el salario es elevado o bajo, lo cierto es que, seguramente, como decía Tony Hancock con tanta tristeza, todo es una monumental pérdida de tiempo. Shakespeare lo expresó elocuentemente cuando dijo:
La vida sólo es una sombra pasajera, un pobre actuación
Que transcurre y nos motiva durante la hora que es puesta en escena,
Y después ya no se escucha más; es un cuento
Contado por un necio, con gran escándalo y frenesí,
Cuyo significado es nada.
La palabra clave es ese «nada» final. El sentimiento de lunes por la mañana es el estrés, la ansiedad y depresión que experimentamos cuando nos enfrentamos a esa nada. No es la visión del trabajo duro lo que nos mueve a esconder nuestra cabeza bajo la sábana y a colocarnos en la segura posición fetal, orando para que regrese la noche. Más bien es la visión de lo inútil que es todo. Y si este análisis es correcto, sólo hay una forma de escapar al abatimiento del lunes por la mañana. Se trata de descubrir algún significado en la vida. Si podemos encontrar alguna razón para la esperanza, entonces no sólo nuestro trabajo diario, sino cada aspecto de nuestra existencia humana puede encontrar significado y dirección.
Es esta búsqueda la que hace que la parábola de las diez minas sea tan interesante e importante. En ella, Jesús nos proporciona una perspectiva futura de vital importancia que necesitamos para darle significado a nuestro trabajo. Su relato nos cuenta que la historia se dirige hacia algún lugar; que tú y yo vamos hacia algún sitio. La vida no es sólo un laberinto sin salida. La existencia tiene una meta. Y, por ello, no tenemos por qué deprimirnos cada lunes por la mañana. Existe algo por lo que merece la pena vivir y algo por lo que merece la pena trabajar.
Lucas nos introduce en escena en la primera parte del capítulo 19. Jesús cuenta la parábola porque «estaba cerca de Jerusalén, y la gente pensaba que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente» (versículo 11).
Llevaba algunos meses viajando lenta y deliberadamente hacia la capital de Jerusalén. Lucas estructura todo su evangelio desde 9:51 en adelante en torno a ese viaje. Entre sus acompañantes crecía la expectación. Todos sentían que la vida de Jesús se dirigía hacia una crisis. Todos sospechaban que, cuando llegaran a Jerusalén, ocurriría algo terrible. Aquí, en Lucas 19, habían llegado a Jericó, a menos de 20 millas de la capital, y está claro que ahora la atmósfera de expectación se había intensificado en extremo. La gente pensaba que el reino de Dios iba a aparecer en cualquier momento.
Los profetas del Antiguo Testamento habían hablado al pueblo judío acerca de este «reino» venidero. Significaba que el mundo ya no sería dirigido sólo por la providencia soberana de Dios como hasta entonces. En el reino de Dios, el mundo sería gobernado por el mandato teocrático y directo de Dios a través de su Mesías escogido. Algunos de los seguidores de Jesús, incluso, estaban convencidos de que él era el Mesías. «Ya habéis visto las señales milagrosas que ha estado haciendo—se decían el uno al otro. Es sólo cuestión de días el que instaure el reino de Dios que todos hemos estado esperando. Se hace difícil esperar a ver la cara que pondrán estos tiranos romanos, ¿verdad? ¡Ya está aquí!»
Para que no hubiera equívocos, Jesús había intentado en varias ocasiones acabar con semejante histeria. Repetidamente les había advertido que en Jerusalén le esperaba la muerte, no el triunfo político. De hecho, antes de llegar a Jericó ya les había dicho muchas cosas. Pero los discípulos, al parecer, no se enteraban. No querían aceptar aquellas palabras tan negativas. Por tanto no hicieron nada para frenar la creciente marea de euforia popular.
Jesús, viendo que las cosas se estaban descontrolando un poco, decidió que debía hacer algo. Y, como en anteriores ocasiones, lo que hizo fue contar una historia, una de sus incomparables parábolas «bombardero». En el pasado, había arrojado este tipo de proyectiles ocultos para acabar con la autosuficiencia y la justificación propia de los líderes religiosos. En esta ocasión, sin embargo, la audiencia a la que va dirigido el proyectil es diferente. Este relato pertenece a una familia de parábolas que contó Jesús, no con el propósito de desafiar a los fariseos y a los escribas, sino con el de instruir a sus propios seguidores acerca de la naturaleza del reino de Dios. Como dijimos en el capítulo 1, los judíos de los días de Jesús esperaban que el reino de Dios viniera en un momento puntual en el que todo estallaría, como si cayera un rayo del cielo. Jesús, en sus parábolas del reino, deja claro que la estrategia de Dios iba en realidad a ser muy diferente de lo que el pueblo esperaba. El reino de Dios llegaría de una manera invisible para el pueblo judío: en tres fases, no en un solo instante apocalíptico.
Jesús comienza a explicarnos las fases de su estrategia ya al comienzo de esta parábola.
Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver. (Lucas 19:12)
Lo que quiere enseñarnos esta parábola es que Jesús, a pesar de ser el heredero del mundo, no reclama el reino inmediatamente. Tiene una larga jornada de viaje antes de disfrutar de la coronación. Debe incluso dejar este mundo. Será a su regreso cuando se le coronará públicamente. Entre tanto, durante su período de ausencia, les deja una tarea a aquellos que se supone que son sus siervos.
Llamando a diez siervos suyos, les dio diez minas, y les dijo: Negociad entre tanto que vengo (Lucas 19:13).
Si los discípulos esperaban la victoria en el mismo instante en que pusieran su pie en Jerusalén, iban a quedar bastante frustrados. Poco después de llegar allí, Jesús se marcharía. Pero no debían desanimarse por eso. Tenía un regalo de despedida para ellos, modesto en comparación con la inmensa riqueza de que dispondrían cuando volviera en gloria, pero lo suficientemente sustancioso como para probar la fidelidad de sus siervos y su sentido de la responsabilidad. A corto plazo, esto es lo que les depara el futuro. No les ofrece un acceso inmediato al poder y la gloria. Lo que les ofrece es una oportunidad de servir.
Aquí, por tanto, tenemos la respuesta de Jesús al desagradable sentimiento del lunes por la mañana. «Negociad entre tanto que vengo». Podríamos decir que ésta es la ética bíblica sobre el trabajo. Notemos que no se basa en una simple tarea moral, sino en una esperanza futura. Hemos de negociar hasta que él vuelva. La frase final es tremendamente importante.
El mundo se dirige hacia algún lugar. El rey va a volver. Hay que aprovechar al máximo, por tanto, las oportunidades y los recursos que nos ha dado para invertir en su reino, trabajando duro para él. Ése es el mensaje de Jesús.
La gente se divide en tres grandes categorías, según cómo responden a este desafío. En un extremo están aquellos que se identifican a sí mismos como rebeldes; sus conciudadanos le aborrecían y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros (Lucas 19:14). Los contemporáneos de Jesús estaban familiarizados con esta escena. Sólo unos años antes, después de la muerte de Herodes el Grande, su hijo Arquelao fue a Roma a pedirle a Cesar Augusto que le hiciera rey de Judea. Pero la dinastía de Herodes el Grande era muy impopular entre muchos de los judíos. Éstos, por tanto, enviaron una delegación de cincuenta personas importantes a oponerse a aquel nombramiento. Muy bien podría ser que, a muchos de los judíos de aquel tiempo, la rebelión de la que habla la historia les recordara, por tanto, a Herodes. Jesús está diciendo que hay gente que también rechazaría al Mesías de Dios, tomándose a mal el que interfiriera en sus asuntos.
Algunos de ellos podían disimular su rebelión disfrazándola de duda o de ignorancia. Pero Jesús no transige y afirma que esta resistencia a su reinado no es intelectual, sino moral. No reside en la mente, sino en la voluntad: «No queremos que éste reine sobre nosotros». Eso es lo que decían. Pero en vano amenazaban con sus puños aquellos rebeldes insolentes. Porque, como dice la historia, aquel hombre volvió después de recibir el reino. Jesús quiere indicar que nada puede frenar su triunfo final. Al concluir la parábola nos dice lo que les depara el destino a los rebeldes como resultado de su resistencia a aceptar al rey: «Y también a aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos delante de mí» (Lucas 19:27).
Como yo, espero que os deis cuenta de que ése es un final muy duro, un final que de alguna manera preferiríamos que Jesús hubiera obviado. El hecho es que, sin embargo, no hay lugar en el reino de los cielos para los rebeldes. Fue la rebelión contra Dios la que arruinó este mundo desde el principio. Los seres humanos pensábamos con arrogancia que podíamos traspasar los mandamientos de Dios con impunidad. ¡Y hay que ver el caos que hemos provocado en el mundo como resultado!
Dios está decidido a que en su nuevo mundo no ocurra lo mismo. Estará poblado sólo con aquellos que reconocen, desean y aprecian su gobierno soberano. El verdadero fundamento de la nueva era que vendrá será la oración «venga tu reino, hágase tu voluntad» (Mateo 6:10). Aquellos que no estén dispuestos a orar de esa manera se excluyen a sí mismos de allí. Dejan claro que no serían felices en su reino. Porque, ¡si Dios les permitiera entrar lo arruinarían en veinticuatro horas! Claro que es un veredicto severo: «traedlos acá y decapitadlos delante de mí». Pero así Jesús nos comunica la dura verdad de que, si no queremos este rey, no podemos tener un lugar en su reino.
Una segunda categoría de personas, en el otro extremo, son aquellos a quienes Jesús denomina en su parábola «buenos siervos»:
Mandó llamar ante él a aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo que había negociado cada uno.
Vino el primero, diciendo: Señor, tu mina ha ganado diez minas.
Él le dijo; Está bien, buen siervo; por cuanto en lo poco has sido fiel, tendrás autoridad sobre diez ciudades.
Vino otro diciendo: Señor, tu mina ha producido cinco viñas.
Y también a éste dijo: Tú también sé sobre cinco ciudades. (Lucas 19:15–19)
De nuevo estamos ante un elemento importante del relato. Porque hay dos errores que la gente comete normalmente en cuanto a cómo ir al cielo. El primer error es pensar que se puede ir por medio de buenas obras. El segundo es pensar que se puede ir sin buenas obras. Hay pocas aparentes contradicciones en la Biblia cuya comprensión sea de tan vital importancia. Por un lado, la Biblia insiste en que nosotros no podemos ganarnos nuestra salvación. Esto ya quedó claro en la parábola de Jesús sobre el fariseo y el publicano en el templo. La única forma en que cualquiera de nosotros puede ser absuelto es sobre la base de la gracia de Dios. El perdón es un don que él otorga y que va mucho más allá de cualquier mérito nuestro que pudiéramos reclamar. Por otro lado, la Biblia insiste también en que nuestros actos son relevantes para nuestro destino eterno. Aunque no merezcamos la gracia de Dios, podemos y debemos dar evidencia de ella en nuestras vidas.
Parte del propósito de esta parábola que aparece en Lucas 19 es dirigir nuestra atención hacia la importancia de esa evidencia práctica. Está claro que Jesús piensa que el último día no será suficiente con poner simplemente nuestras manos en alto y decir: «Aquí estoy, Señor». Al contrario, cuando el libro de la vida sea abierto, debe haber algo que mostrar, alguna evidencia de nuestro compromiso, de nuestra fe, de nuestra respuesta, como en el caso de este primer hombre que llegó diciendo: «Señor, tu mina ha ganado diez minas».
Fijémonos en la respuesta del rey: «Está bien, buen siervo; … en lo poco has sido fiel». Hay cierta ambigüedad en la palabra «fiel». Puede hacer referencia a alguien «en quien se puede confiar» o a alguien «que cree». Ambos significados no son excluyentes, porque demostramos que somos creyentes por la evidencia de nuestras vidas. Ambas cualidades van unidas. En vano decimos que «creemos» si no somos siervos dignos de confianza.
Jesús está utilizando una metáfora financiera para describir ese tipo de fidelidad que Dios quiere. ¿Qué significado tiene la «mina» que el maestro le ha dado a sus siervos? Algunos sugieren que simboliza al Espíritu Santo. Otros dicen que representa el mensaje del evangelio. Y hay otros que sugieren que hace referencia a todo tipo de talentos, dones o capacidades que un individuo puede poseer y desarrollar por su fidelidad a Dios.
Supongo que la respuesta es que puede referirse a las tres cosas a la vez. La mina es lo que Jesús nos ha dejado en su ausencia: los recursos, capacidades, cargas y mandatos que nos ha dado para que nos ocupemos en ellos ahora que ha vuelto al cielo.
De la misma manera, las ciudades que son puestas bajo la jurisdicción de los siervos como recompensa por su fidelidad son también claramente simbólicas. Jesús no está sugiriendo aquí que el cielo esté parcelado territorialmente, como si se tratara de Enrique VIII adjudicando un mecenazgo político a sus favoritos. Las ciudades de esta historia representan el hecho de que el uso que hagamos de nuestros recursos y oportunidades aquí, en este período de tiempo, mientras estamos esperando su retorno, puede tener y tendrá consecuencias eternas. Está diciendo que es posible vivir aquí y ahora de tal manera que el cielo se vea enriquecido como consecuencia.
¿Cómo es posible? ¿Cuál es la naturaleza de esta recompensa que es representada aquí por medio de las ciudades? La Biblia no lo explica muy claramente. Jesús habla en otro lugar sobre «hacernos tesoros en el cielo», pero nunca explica completamente en qué consiste ese tesoro celestial. Lo que sí deja claro es la posibilidad de vivir nuestras vidas actuales dirigidas de tal manera que lo que adquiramos aquí sea duradero. No todo va a la basura. Lo que caracteriza a los buenos siervos es que invierten de manera sabia y a largo plazo.
Ésas son buenas noticias para un mundo que se deprime el lunes por la mañana. Son buenas noticias, porque podemos trabajar a fondo al servicio de Jesucristo y saber que merece la pena. Como dijo Jesús en cierta ocasión: «Y cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente … de cierto os digo que no perderá su recompensa» (Mateo 10:42). Pablo desarrolla este pensamiento en su carta a los colosenses. Dice que no importa cuál es el trabajo o el papel que se tiene en la sociedad. Se puede ser esclavo o amo, marido o mujer, padre o hijo. Todos los cristianos pueden dedicar su tarea o trabajo a Cristo, y deberían hacerlo. Les dice que todo lo que hagan deben hacerlo de corazón, como para el Señor. Insiste en que eso tiene sentido, porque es del Señor de quien esperamos finalmente nuestra recompensa (Colosenses 3:18–4:1).
El cristiano va a algún lugar, tiene una meta y una esperanza. Eso quiere decir que nuestro trabajo es significativo incluso aunque pueda ser vulgar; incluso si, como en el caso de un esclavo en el imperio romano, se trata de algo degradante.
Hay una historia acerca de tres obreros que trabajaban en un edificio y a los que un interlocutor de televisión les preguntó qué estaban haciendo. El primer hombre respondió, con poca imaginación: «rompiendo piedras». El segundo contestó, después de una mayor reflexión: «ganando dinero para alimentar a mi mujer y a mis hijos». Entonces le preguntó al tercero. «Estoy construyendo una catedral»—respondió éste. Podemos ver lo completamente distinto que es tener una meta, ver la vida desde una perspectiva eterna, tener esperanza.
Existe un tercer tipo de respuesta ante el desafío de la llegada del reino: la del siervo malo.
Vino otro, diciendo: Señor, aquí está tu mina, la cual he tenido guardada en un pañuelo; porque tuve miedo de ti, por cuanto eres hombre severo, que tomas lo que no pusiste, y siegas lo que no sembraste. Entonces él le dijo: Mal siervo, por tu propia boca te juzgo. (Lucas 19:20–22)
Lo primero que hemos de decir sobre este siervo es que su concepto del maestro era enormemente injusto. Pretendía justificarse diciendo que el señor era una especie de explotador empedernido de las clases obreras, siempre intentando conseguir una rápida recaudación. Pero es evidente que no era nada de eso. Había confiado a diez siervos el equivalente a más de 10 millones de pesetas. Recordemos que eran siervos, y que en el mundo antiguo ni siquiera llegaban a la categoría de empleados. Dejó en sus manos aquella considerable cantidad, poniéndola a su disposición para que la utilizaran mientras él estuviera fuera. Más aún, a su regreso, la recompensa que les garantizó a los primeros dos siervos dejaba muy claro que, lejos de ser alguien explotador y despiadado, aquel hombre era un benefactor. Lo que deseaba era no limitarse a compartir con sus siervos la gestión de su hacienda sólo cuando le convenía, sino que disfrutaran con él de su hacienda ahora que había regresado de recibir su herencia.
Me parece que el tercer siervo, con su burda calumnia al carácter del señor, lo único que estaba haciendo era proyectar sobre él su propia mentalidad desconsiderada y mercenaria. Estaba amargado por algo, quizás por su posición de siervo. Puede que sintiera cierto resentimiento porque sólo se le hubiera entregado un millón para invertir, pensando lo que podría haber hecho si hubiera tenido más. O quizás era consciente de que los otros siervos habían utilizado mejor su dinero y por eso estaba de mal humor. Cualquiera que fuese la razón, el resultado es que no podía creer en la bondad y generosidad del dueño. Su comportamiento era huraño. Envolvió el dinero en un pañuelo; «tuve miedo»—puso como excusa. En un sentido supongo que temía no tener éxito, tenía miedo de fallar.
Un hombre que viajaba por el sur de los Estados Unidos pasaba en cierta ocasión por un pequeño municipio y se detuvo un momento a hablar con uno de los agricultores que estaba sentado en la entrada de su casa. «¿Qué tal el algodón?»—le dijo el viajero.
—No tengo nada,—fue la respuesta.
—¿Plantaste algo?
—No—dijo—, tengo miedo del gorgojo.
—¿Y qué tal el maíz, entonces?
—Tampoco he pllantado. Me temía que no llovería.
—¿Y las patatas?
—No planté. Por si había una plaga.
—Entonces, ¿qué has plantado?
—Nada. Este año he decidido ir a lo seguro.
Ésta era la política del tercer siervo. Había decidido ir a lo seguro. Lo irónico es que lo que había hecho era lo más peligroso. Al tratar de evitar la ira del dueño, a quien dice que temía mucho, lo que hizo fue provocar su ira en un mayor grado.
Mal siervo, por tu propia boca te juzgo. Sabías que yo era hombre severo, que tomo lo que no puse, y que siego lo que no sembré; ¿por qué, pues, no pusiste mi dinero en el banco, para que al volver yo, lo hubiera recibido con los intereses? (Lucas 19:22–23)
El dueño respondió que, incluso si hubiera sido tan cruel y tirano como pensaba el siervo, éste no había actuado de manera adecuada. El siervo ni siquiera había actuado de acuerdo a su conocimiento parcial y distorsionado de su dueño. Su problema no era que le temiera demasiado, sino que no le temía lo suficiente. Si le hubiera temido, habría hecho algo con aquella mina que le había» dado, aunque sólo fuera ponerla en el banco. La verdad era que había sido un mal siervo, que sólo buscaba una excusa para su irresponsabilidad fruto de la pereza y de la negligencia.
¿Qué quería decir Jesús con aquello de que el siervo podía haber puesto su dinero en el banco? Sin duda, algunos verán esta afirmación como una muestra de que el Nuevo Testamento aprueba la bolsa y las compañías financieras. Eso, sin embargo, sería una conclusión con poca base. De hecho, si acaso, lo que implica esta parte de la historia es que ganar dinero a base de intereses es la típica forma de actuar de un empresario oportunista, del hombre duro al que le gusta tomar lo que no pone y segar lo que no siembra o, podríamos decir, recibir a cambio de nada. Es la clase de persona que pone el dinero en el banco para recibir intereses. En los días de Jesús, la usura (es decir, cobrar intereses por los préstamos) era considerada por la comunidad judía como una cosa inmoral. Por tanto, sin duda los que escuchaban a Jesús se tomarían esta referencia a los bancos como algo peyorativo.
Hay quien ha sugerido, no obstante, que en la historia original los banqueros representaban a los fariseos. Son los que querían guardar la verdad de Dios dentro de las fronteras de Israel y no compartirla con el mundo. Puesto que un judío no podía prestar dinero para recibir intereses, el único trato que se podía tener con bancos era mezclándose con gentiles. Por tanto, sugieren que lo que Jesús quiere decir con las palabras «ir al banco» es «ir a los gentiles». Está aludiendo a la responsabilidad que tenían los judíos de representar la verdad de Dios en medio del mundo pagano; y este siervo malo y perezoso no lo había hecho.
Puede existir un elemento de verdad en esta teoría; pero sospecho que, en realidad, para los que no somos judíos del primer siglo, la enseñanza de Jesús tiene una aplicación más amplia. Seguramente, lo que está diciendo es sencillamente que hay una necesidad de iniciativa y de energía por nuestra parte en el uso de los recursos que Dios nos ha confiado. Con el ejemplo de su mal siervo, Jesús nos previene contra la estrechez de miras, el parroquialismo, la pereza y la pasividad. Nos está diciendo que debemos trabajar por su reino con visión y vigor. Nos está animando a tener la suficiente confianza en Dios como para creer que él no nos trata mal si nos equivocamos «de buena fe» en nuestra inversión. Dios reconoce que en cualquier empresa existen riesgos. Sólo corriendo el riesgo se puede prosperar en el servicio a Dios. No debemos permitir que el temor nos lleve a escondernos dentro del caparazón como en el caso de las tortugas. Debemos estar dispuestos a entregarnos a iniciativas valientes por el reino de Dios. Podríamos decir que Jesús nos está advirtiendo aquí en contra de un exceso de conservadurismo. Está claro que no hemos de precipitarnos y desperdiciar el dinero del dueño. Eso no es lo que quiere de sus siervos. Pero Jesús está diciendo que tenemos la responsabilidad de tomar decisiones valientes para promover el gobierno de Cristo.
Algunos de nosotros, los que somos de teología conservadora, también tendemos a ser conservadores en muchas otras cosas. Nos contentamos con asistir a la iglesia cada semana y con sentirnos seguros y cómodos en compañía de nuestros amigos cristianos. Exponernos al mundo, a ese asqueroso y malvado mundo, nos hace sentirnos incómodos. Por tanto, nos quedamos al margen, observando lo que emprenden los demás.
Pero, en este relato, Jesús nos avisa de que sólo los que participan pueden conseguir el premio. El diario sagrado de Adrian Plass tiene una sección relevante en relación con esto:
Domingo, 12 de Enero. Charla matinal de seis puntos sobre la evangelización, por Edwin. Muy buena. Te hace desear salir y evangelizar a alguien. Te conduce al agradable sueño en el que uno comienza a predicar en la calle y acaba rodeado de una enorme multitud de personas que prorrumpen en lágrimas de arrepentimiento, siendo sanados de sus enfermedades al imponerles las manos. Yo mismo estuve a punto de llorar durante el canto que siguió, al imaginarme a mí mismo dirigiéndome a grandes asambleas de gente necesitada en todo el mundo. Recibí una fuerte impresión cuando me di cuenta de que Edwin estaba pidiendo voluntarios para salir a la calle a evangelizar el viernes siguiente. Me agaché en el banco todo lo que pude, intentando aparentar un gran deseo de evangelizar pero con el inconveniente de una cita previa.
Todos conocemos ese sentimiento. Quizás el siervo se sintió enfadado porque no se le habían dado suficientes recursos. Si le hubieran dado 10 millones de pesetas en vez de uno, habría podido conseguir un verdadero éxito financiero. Pero, ¿qué podía hacer con aquella ridicula suma? No merecía la pena ni siquiera intentarlo.
Quizás algunos de nosotros diríamos algo parecido de las oportunidades que se nos presentan para el servicio cristiano. «Si predicara como Billy Graham, sería evangelista. Si se me dieran bien los idiomas, sería misionero. Si fuera músico, participaría en el coro o tocaría en un grupo. Si fuera universitario, estudiaría teología. Si no fuese tan tímido, comenzaría un estudio bíblico en mi casa. Pero Dios me ha dado tan poco que no merece la pena intentarlo».
Tenemos la historia de los dos pequeños que hablaban de la devoción que se tenían el uno al otro:
—Oye, si tuvieras doscientos millones de pesetas, ¿me darías la mitad?
—Pues claro—respondió el otro.
—¿Y si tuvieras doscientas mil pesetas?
-También te daría la mitad.
—¿Y si tuvieras mil canicas?
—Te daría la mitad—respondió.
—¿Y si tuvieras dos canicas?
(Silencio)
—Eso no vale. Sabes que tengo dos canicas.
Dios quiere nuestras dos canicas. No le interesa la devoción hipotética que podríamos dedicarle si tuviéramos a nuestra disposición un montón de recursos, capacidades y dones espirituales. Quiere que dediquemos nuestras dos canicas a su servicio. Sólo así tendremos algo que presentar el último día como evidencia de que somos hombres o mujeres de fe, siervos buenos y dignos de confianza.
Y dijo a los que estaban presentes: Quitadle la mina, y dadla al que tiene las diez minas. Ellos le dijeron: Señor, tiene diez minas. Pues yo os digo que a todo el que tiene, se le dará; mas al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. (Lucas 19:24–26)
Esto puede parecernos injusto. ¿Por qué habría que darle su mina al que ya tiene tantas?—podría muy bien argumentar el siervo.
Jesús, no obstante, ilustra aquí un principio espiritual que repite en muchas ocasiones: que no se puede alcanzar la vida eterna intentando depender de lo que hemos conseguido. Los únicos que van a alcanzar la vida eterna verdadera, tal y como Dios quiere, son aquellos que están dispuestos a perder su vida. Las personas que se guardan sus vidas, acumulando lo que Dios les ha dado, terminarán perdiéndolo todo. Las personas que reciben, paradójicamente, son aquellas que están dispuestas a dar, a arriesgarse a sí mismas y a arriesgar lo que Dios les ha dado. En el día del juicio no existirá una casa a mitad de camino para aquellos que se quedan en un término medio.
La narración que hace Lucas de la historia deja que el destino final de este hombre quede dudoso. Parece trazar una línea entre el destino del siervo malo que pierde el derecho a su recompensa y el de los rebeldes que pierden el derecho a sus vidas, pero puede que no sea sabio confiar demasiado en esa distinción. Porque, en la versión de Mateo de la misma historia, el final es mucho menos optimista: «Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes» (Mateo 25:30).
Lo irónico del caso del siervo sin fe es que, al intentar evitar los riesgos, de hecho estaba arriesgándose al máximo, se estaba jugando su alma.
¡Pronto volverá a ser lunes! Podemos levantarnos deprimidos y tristes, como personas que no van a ninguna parte; o motivados y con ambición, como personas que saben que se dirigen a algún lugar. La elección es nuestra.


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