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biblias y miles de comentarios
Los sentimientos de repugnancia surgen rápidamente en la mente de la mayoría de las personas cuando se consideran imágenes de perversión sexual. Supongamos que esa fuera la percepción de usted mismo y que además fuera ministro del evangelio a tiempo completo. Para agravar el asunto añada el autoconcepto de ser un bastardo criado en un hogar de raza mixta, con todo el rechazo social que desgraciadamente le acompaña.
¿Cómo se sentiría con respecto a su persona? ¿Aceptaría fácilmente el hecho de ser un santo que peca, o se vería como un pecador desgraciado? ¿Andaría en la luz, tendría comunión con otros creyentes y hablaría la verdad con amor? ¿O viviría una vida solitaria, muerto del susto pensando que alguien se va a dar cuenta de lo que realmente le sucedería por dentro? Tal es el caso de la siguiente historia.
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La historia de Doug
Papá nunca me llamó «hijo».
Mi madre no estaba casada cuando nací, pero a los dos años se casó con un negro. Era una persona decente, pero nunca me llamó «hijo» ni jamás me dijo que me amaba. Cada vez que íba a algún lado con ambos padres era obvio que yo no era producto de su matrimonio y a veces me llamaban «el chiquillo de Sambo».
Cuando tenía edad preescolar, una mujer que me Cuidaba me llevó a su apartamento e hizo juegos sexuales conmigo. En los años siguientes realicé experimentación sexual con otros niños, fui explotado sexualmente por muchachas y muchachos mayores y finalmente fui violado por jóvenes.
Comprendía que mi identidad era «bastardo»: alguien que no había sido planeado ni deseado, un accidente. Muy pronto percibí que mis ansias de amor y de aceptación posiblemente se podrían satisfacer a través del sexo, y que al ofrecerle satisfacción a otros por medio del sexo, podría mostrarles que mi amor no era egoísta. Por tanto, el sexo llegó a ser una obsesión y con el tiempo me llevó a la perversión.
Traté muchísimo de lograr los aplausos y la aprobación también de parte del mundo «correcto», y gané muchos premios y honores en la escuela. Pero mi autoimagen estaba en cero y nadie ni nada parecía ayudarme. A los dieciséis años de edad me volví suicida.
Entonces un verano fui a un campamento y conocí personas que parecían quererme genuinamente. Allí me enteré del amor de Jesús por mí. La promesa de obtener ese amor, combinado con el enorme disgusto por mi persona, me condujo a recibirlo a Él como mi Salvador. En esa época ya sabía que mi estilo de vida era malo y que debía abandonarlo, pero lo había fijado durante años y me parecía que no tenía el poder para cambiar.
Sin embargo, me propuse seguir a Cristo, orando que de alguna manera milagrosa me transformara un día en la persona que ansiaba ser. Me preparé para el ministerio, me gradué y luego me puse a trabajar con ahínco. Creo que parte de lo que me motivaba a trabajar en el ministerio fue darme a otros con el fin de que a cambio, me amaran a mí.
Desde el principio, nuestra relación matrimonial estaba perdida.
Al cabo de unos cuantos años me casé con una mujer maravillosa. Desde el principio nuestra relación matrimonial estaba perdida por la invasión de imágenes masculinas; mi propia perversión en el pasado destruyó toda posibilidad de tener una vida sexual saludable. Constantemente luchaba por no retroceder a las formas anteriores de sexo ilícito. Recurrí a la masturbación, cosa que consideraba sexo «protegido» dado que así podía controlar mi ambiente.
Mi esposa siempre me fue leal, pero definitivamente sentía que algo andaba mal. No fue sino hasta que cumplimos diez años de casados que finalmente le conté un poco respecto a mi problema. Esa noticia fue muy dolorosa para ella, pero a la vez sintió alivio de conocer al fin la verdad.
Escuchaba conferenciante tras conferenciante hablar de la victoria en Jesús y yo pensaba: Eso es bueno para el que no tiene un pasado como el mío. A otros les dará resultados, pero no a mí. Simplemente voy a tener que vivir con mi pecado. Más adelante tendré el cielo, pero por ahora debo lidiar con las realidades de mi pasado. Sentía que estaba encadenado en una horrible identidad; era una esclavitud muy pesada.
Si me suicidara, esperaba que pareciera un accidente.
Desarrollé un plan de contingencias en caso de que alguien se enterara de que había sido «homosexual» o bisexual. Conduciría mi auto contra un camión de transporte. Por años estuve preparando el camino contándole a la gente que me daba muchísimo sueño tras el volante y tenía que comer algo para mantenerme despierto. Si tuviera que suicidarme, esperaba que pareciera un accidente para que a mi familia le dieran dinero del seguro.
Una noche, en un grupo de terapia, me hipnotizaron y conté algo de mi problema; más de lo que debí. Salí con el estímulo del grupo, pero no me sentí bien por lo que les había contado. De regreso a casa busqué uno de esos camiones por la carretera solitaria, decidido a terminar con mi vida, pero no apareció ninguno. Apenas metí el auto en la entrada de la casa, mis hijos salieron corriendo a recibirme y su aceptación y amor fue tan maravilloso que rápidamente volví a la realidad.
Di el paso para alejarme de mi prisión de autocompasión.
Luego de algunos fracasos en el ministerio, pedí consejos a unos hermanos cristianos mayores. Uno de ellos me dijo: «Te oigo decir que te esfuerzas tratando de comprobar que eres digno». Esa fue una verdad muy dura e inmediatamente me metí en mi patrón «autocompasivo» diciendo: «Señor, nunca ha habido una persona más rechazada que yo». Entonces fue como si Dios hubiera hablado en voz alta a mi mente diciendo: «Al único a quien le di la espalda fue a mi propio Hijo, quien llevó tus pecados en la cruz». Ese fue un paso hacia la recuperación, de alejarme de mi prisión de autocompasión.
Poco a poco hubo crecimiento. Dios me estaba ayudando a ver las cosas desde una perspectiva distinta y ya mis pasiones no me controlaban tanto. Pero me seguía molestando la realidad de que nuestra relación matrimonial no era todo lo que debía ser.
En una escala de diez, las tentaciones en mi vida mental bajaron a dos.
Tuve la oportunidad de sentarme bajo la enseñanza de Neil y de oírlo hablar del conflicto espiritual. Aprendí algunas dimensiones nuevas sobre la resistencia a Satanás y, en una escala de diez, las tentaciones en mi vida mental bajaron a dos. Mi vida de oración llegó a ser más vibrante e intensa. Mi necesidad de sentir autogratificación sexual que había tenido durante veinticinco años disminuyó hasta tal punto que se eliminó totalmente.
Al fin encontré que podía tener una relación normal con mi esposa sin que pasara por mi mente un video de otros imponiéndose sexualmente sobre mí. Fue algo sano y bello. Todos esos cambios sucedieron sin que yo los persiguiera. Me senté a aprender de Neil y el Señor hizo lo demás.
Pensaba que como único se acaba con el pecado es destruyendo al pecador.
Entonces surgieron algunas dificultades y me di cuenta de que estaba sufriendo un ataque y que debía reforzar lo aprendido. La verdad que me había ayudado de maneras distintas fue quién era yo en Cristo, definido por mi Salvador y no por mi pecado. En Romanos pude ver la diferencia entre quién soy y mi actividad: «Y si hago lo que yo no quiero, ya no lo llevo a cabo yo, sino el pecado que mora en mí» (Romanos 7:20). Al fin pude separar el verdadero yo de mis acciones. La razón por la que en todos esos años había sentido tendencias al suicidio fue porque creía que como único acabaría con el pecado era destruyendo al pecador. Todavía sufría una lucha constante entre la autoridad de mis experiencias contra la autoridad de las Escrituras, pero al escoger la verdad y hacerle frente a las mentiras de Satanás empecé a experimentar mi verdadera identidad.
Pude aprovecharme de la ayuda que me dio Neil cuando hablé en un congreso eclesiástico de fin de semana. Después de la última sesión hubo un rato de testimonios en que la gente empezó a confesar sus faltas unos a otros, como un miniavivamiento. Nunca había visto algo así; fue una experiencia bellísima.
Pero mientras hablaba en ese congreso sobre el conflicto espiritual, a cientos de millas de distancia, mi esposa pasó un susto por manifestaciones demoníacas en nuestra casa. Tuvo que llamar a nuestros amigos para que la apoyaran y oraran por ella. Esto llegó a ser una pauta que continuó por un período.
En el lado positivo, por medio de nuestro ministerio las personas se liberaban de ataduras que las habían esclavizado por años. Las víctimas de abuso que habían tenido relaciones desequilibradas recibían restauración en sus matrimonios y los pastores se liberaban de problemas que paralizaban a sus ministerios. A la vez nos vimos hostigados por Satanás y agotados por un horario abarrotado.
Durante esa opresión hubo una oleada de pensamientos perversos.
Ahora que reflexiono sobre la vez en que había planeado quitarme la vida pero que al llegar a casa encontré a mis hijos en la entrada, me doy cuenta de que muchos de mis recuerdos del pasado se habían bloqueados, misericordiosamente. Sin embargo, durante la opresión demoníaca que vino después, hubo escenas retrospectivas de conducta depravada y oleadas de pensamientos perversos. Luego habría un torrente de pensamientos autodestructivos en los que el suicidio era de nuevo la salida más fácil para toda la presión que experimentábamos.
Entraba y salía de la realidad sin poder controlarlo. Me dio miedo volverme loco. Me despertaba a medianoche sudando por haber soñado con horrores increíbles como matar a mis seres queridos y colocar sus cadáveres en bolsas transparentes.
Hablé de este ataque con mis hermanos en Cristo y hubo un apoyo masivo en oración. Estaba muy débil y vulnerable, y necesitaba el apoyo de la oración por parte del pueblo de Dios para quitarme de encima esa arremetida de depresión demoníaca. Finalmente se fue, y de nuevo pude pensar con objetividad y espiritualidad sobre los asuntos.
La fortaleza que tengo hoy se debe a que no estoy solo.
Por la experiencia me he convencido de que nadie es tan fuerte que pueda mantenerse solo. Tengo una esposa que ora por mí, un grupo de apoyo de hombres con quienes me reúno una vez por semana, un estudio bíblico en la iglesia, y amigos dedicados y seres queridos. Todos necesitamos un cuerpo de creyentes para animarnos, gente que con nosotros enfrente los ataques del enemigo.
Anticipo con gozo los retos futuros. Nuestro ministerio continúa. Mi esposa y yo todavía estamos resolviendo algunos asuntos en nuestro matrimonio que no se habían solucionado totalmente, pero no hay nada allí que Dios no pueda sanar. Mi aceptación de Él es mi mayor fortaleza. Gracias a su amor incondicional no tengo que probar que soy digno. No hay nada que pueda hacer para aumentar su indiscutible amor por mí.
Donde antes llevaba la etiqueta de «bastardo», Colosenses me indica que en Cristo somos elegidos, amados y santos. Estas son las nuevas etiquetas que luzco, y que establecen mi identidad.
Dios dice que Él me escogió y no precisamente como el último del grupo.
Cuando era niño y otros escogían a los miembros de los equipos de béisbol, me parecía que escogían a todo el mundo antes que a mí. Era como si yo fuera una desventaja para el equipo que me escogiera. Pero Dios dice que Él me escogió y no fue precisamente como el último del grupo.
Recientemente pude tomar la mano de papá y decirle que no ha habido momento en que lo amara más que ahora, ni que estuviera más orgulloso de él que ahora. Se le llenaron los ojos de lágrimas y me dijo: «No creí jamás que te importaba. Nunca supe que yo era tan importante para ti». Me acercó a él, me estrechó en sus brazos y me dijo por primera vez: «Hijo, te amo».
¡Cómo penetró eso en las profundidades de mi corazón!
Dios tiene el ministerio de reparar nuestras vidas. Nos está cambiando a su semejanza. Está uniendo todas las piezas separadas, tocando todas las relaciones entre padre e hijo, esposo y esposa. Ha empezado la buena obra y la continuará hasta que estemos delante de él, completos en Cristo.
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¿Dónde está su identidad?
Hay muchas maneras enfermizas de identificarnos, y el hacerlo de acuerdo al color de nuestra piel o al estigma conectado con nuestro nacimiento es la más enfermiza. Si tuviéramos sólo una herencia física, tendría sentido tomar nuestra identidad del mundo natural. Pero tenemos también una herencia espiritual.
Repetidas veces Pablo amonesta a la iglesia para que se despoje del viejo hombre y se vista del hombre nuevo: «El cual se renueva para un pleno conocimiento, conforme a la imagen de aquel que lo creó. Aquí no hay griego ni judío, circuncisión ni incircunsición, bárbaro ni escita, esclavo ni libre; sino que Cristo es todo y en todos» (Colosenses 3:10, 11). En otras palabras, deje de identificarse por la raza, religión, cultura y sociedad. ¡Encuentre su identidad común en Cristo!
La esclavitud del pecado
Todo aquel que amontone más condenación sobre este pastor o sobre cualquiera que lucha así, ayuda al diablo y no a Dios. El diablo es el adversario, Jesús nuestro abogado. No hay nada que quiera más la gente atrapada por el pecado sexual que ser libres.
Ningún pastor en sus cinco sentidos botaría su ministerio por una noche de placer, sin embargo, muchos lo hacen. ¿Por qué? ¿Podremos ser siervos de Cristo y a la vez cautivos del pecado? Tristemente, hay muchos que viven como siervos en ambos reinos, habiendo recibido libertad del reino de las tinieblas y trasladados al reino del Hijo amado de Dios. Aun cuando ya no estemos en la carne por estar en Cristo, todavía podemos andar (vivir) de acuerdo a la carne, si así lo decidimos. Y la primera obra de la carne enumerada en Gálatas 5:19 es la inmoralidad (fornicación).
Hice una encuesta del cuerpo estudiantil de un seminario y me di cuenta que 60% se sentía culpable por su moralidad sexual. El otro 40% estaba probablemente en varias etapas de negación. Todo cristiano legítimo anhelaría ser sexualmente libre. El problema es que los pecados sexuales son únicos en su resistencia al tratamiento convencional. En todo caso, sí se puede lograr la libertad. Permítame establecer una base teológica para la libertad y luego sugerir algunos pasos prácticos que debemos tomar.
Dos elementos fundamentales
Si tuviera que resumir las dos funciones imprescindibles que deben ocurrir para que un creyente sea liberado y mantenga esa libertad, diría: «Primero, actúe. Haga algo respecto a la disposición neutra de su cuerpo físico, entregándolo a Dios. Segundo, sea vencedor en la batalla por su mente, programándola de nuevo con la verdad de la Palabra de Dios». Pablo resumió ambas funciones en Romanos 12:1, 2:
Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este mundo; más bien, transformaos por la renovación de vuestro entendimiento, de modo que comprobéis cuál sea la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta.
En este capítulo quiero discutir el asunto del pecado sexual habitual en su relación con el cuerpo físico. En el siguiente capítulo trataré el tema de la batalla por nuestra mente en relación a las ataduras sexuales.
En Romanos 6:12 se nos amonesta que no dejemos que el pecado reine en nuestros cuerpos mortales para obedecer sus malos deseos. Esa es nuestra responsabilidad: no dejar que el pecado reine en nuestros miembros. Lo difícil es que la fuente de los conflictos son «vuestras mismas pasiones que combaten en vuestros miembros» (Santiago 4:1).
Muertos al pecado
En Romanos 6:6, 7 encontrará el concepto básico que debemos entender para no dejar que el pecado reine en nuestros cuerpos: «Y sabemos que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que ya no seamos esclavos del pecado; porque el que ha muerto ha sido justificado del pecado». A menudo pregunto en una conferencia: «¿Cuántos han muerto con Cristo?» Todo el mundo levanta sus manos y luego pregunto: «¿Cuántos son libres del pecado?» Debería haber el mismo número de manos, o si no, esta gente tiene un problema con las Escrituras.
Cuando fracasamos en nuestro andar cristiano es común razonar: «¿Qué experiencia debo tener para vivir como si llevara la muerte de Cristo?» La única experiencia necesaria fue la que Cristo tuvo en la cruz. Muchos tratan una y otra vez de hacer morir al viejo ser (hombre) y no pueden. ¿Por qué no? ¡Porque el viejo ser ya murió! No se puede volver a hacer lo que ya Cristo hizo por usted. La mayoría de los cristianos tratan desesperadamente de convertirse en lo que ya son. Recibimos a Cristo por la fe … andamos por la fe … somos justificados por la fe … y también somos santificados por la fe.
Sin embargo, en mi propia experiencia muchas veces no me siento muerto al pecado. Muy a menudo me siento vivo al pecado y muerto a Cristo, aun cuando se nos amonesta «vosotros, considerad que estáis muertos para el pecado, pero que estáis vivos para Dios en Cristo Jesús» (Romanos 6:11). Es importante reconocer que tomar esto como cierto lo hace cierto. Lo tomamos como cierto porque es cierto. Creer algo no lo convierte en la verdad. Es verdad; por tanto, lo creo. Y cuando decidimos caminar por fe de acuerdo a lo que afirman las Escrituras, termina siendo la verdad en nuestra experiencia. Así que, para resumir: Usted no puede morir al pecado porque ya murió al pecado. Decida creer esa verdad y andar en ella por la fe, entonces el resultado de estar muerto al pecado se va desarrollando en su experiencia.
De manera similar, no sirvo al Señor para lograr su aprobación. Soy aprobado por Dios; por tanto, le sirvo. No trato de vivir en rectitud con la esperanza de que algún día Él me ame. Vivo con rectitud porque ya Él me ama. No trabajo en su viña tratando de ganarme su aceptación. Soy aceptado en el Amado; por tanto, le sirvo con muchísimo gusto.
Vivamos libres
Cuando el pecado hace su llamado, yo digo: «No tengo que pecar porque ya he sido librado de las tinieblas y ahora estoy vivo en Cristo. Satanás, tú no tienes ninguna relación conmigo y ya no estoy bajo autoridad». El pecado no ha muerto. Sigue siendo fuerte y atractivo, pero ya no estoy bajo su autoridad y no tengo ninguna relación con el reino de las tinieblas. Romanos 8:1, 2 ayuda a aclarar el asunto: «Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, porque la ley del espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte».
¿Estará funcionando todavía la ley del pecado y de la muerte? Sí, y se aplica a todo el que no esté en Cristo, a los que no lo han recibido en sus vidas como su Salvador. También está en efecto para cristianos que han decidido vivir de acuerdo a la carne. En el mundo natural podemos volar si vencemos la ley de la gravedad con una ley superior. Pero en el momento que desconectamos esa potencia superior, perdemos nuestra altura.
Así es con nuestra vida cristiana. La ley del pecado y de la muerte se reemplazó por una potencia superior: la resurrección de Cristo. Pero caeremos el momento en que dejemos de andar en el Espíritu y de vivir por la fe. Así que: «Vestíos del Señor Jesucristo, y no hagáis provisión para satisfacer los malos deseos de la carne» (Romanos 13:14). Satanás no puede hacer nada respecto a nuestra posición en Cristo, pero si logra que creamos lo que no es cierto, viviremos como si no fuera cierto, aun cuando lo sea.
Nuestros cuerpos mortales
En Romanos 6:12 se nos advierte que no dejemos que el pecado reine en nuestros cuerpos mortales, luego el versículo 13 nos da la percepción de cómo lograrlo: «Ni tampoco (sigáis presentando) vuestros miembros al pecado, como instrumentos de injusticia; sino más bien presentaos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia». Nuestros cuerpos son como un instrumento que se puede usar para el bien o para el mal. No son malos sino mortales, y todo lo mortal es corruptible.
Pero para el cristiano existe la maravillosa anticipación de la resurrección cuando recibiremos un cuerpo imperecedero como el de nuestro Señor (1 Corintios 15:35ss). Pero hasta entonces tenemos un cuerpo mortal, que puede estar al servicio del pecado como instrumento de iniquidad o al servicio de Dios como instrumento de justicia.
Obviamente, es imposible cometer un pecado sexual sin usar nuestro cuerpo como instrumento de iniquidad. Cuando lo hacemos, permitimos que el pecado reine en nuestro cuerpo mortal y obedecemos las pasiones de la carne en vez de ser obedientes a Dios.
Personalmente, creo que la palabra pecado en Romanos 6:12 se personifica en referencia a la persona de Satanás: «No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus malos deseos». Satanás es pecado: el compendio del mal, el príncipe de las tinieblas, el padre de las mentiras. Me sería demasiado difícil entender cómo un simple principio, y no una influencia malévola personal, pudiera reinar en mi cuerpo mortal de tal forma que yo no tuviera ningún control sobre el mismo.
Aun más difícil de entender es cómo echar un principio de mi cuerpo. Pablo dice: «Parece que la vida es así, que cuando quiero hacer lo recto, inevitablemente hago lo malo» (Romanos 7:21, La Biblia al día). Lo que está presente en mí es el mal (la persona, no el principio) y es así porque en algún momento usé mi cuerpo como instrumento de iniquidad.
Pablo concluye con la promesa victoriosa de que no tenemos que permanecer en este estado de iniquidad: «¿Quién me libertará de la esclavitud de esta mortal naturaleza pecadora? ¡Gracias a Dios que Cristo lo ha logrado!» (Romanos 7:24, 25, La Biblia al día). ¡Jesús nos dará libertad!
Pecamos con nuestros cuerpos
1 Corintios 6:15–20 define la relación vital entre el pecado sexual y el uso de nuestros cuerpos:
¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Quitaré, pues, los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta? ¡De ninguna manera! ¿O no sabéis que el que se une con una prostituta es hecho con ella un solo cuerpo? Porque dice: Los dos serán una sola carne. Pero el que se une con el Señor, un solo espíritu es. Huid de la inmoralidad sexual. Cualquier otro pecado que el hombre cometa está fuera del cuerpo, pero el fornicario peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que mora en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Pues habéis sido comprados por precio. Por tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo.
Todo creyente está en Cristo y es miembro de su cuerpo. Unir mi cuerpo con una prostituta sería usar mi cuerpo para pecar, en vez de usarlo como un miembro del cuerpo de Cristo: la iglesia. «El cuerpo no es para la inmoralidad sexual, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo» (1 Corintios 6:13). Si está unido al Señor en Cristo, ¿se imagina el torbellino interno que resultaría si a la vez está unido físicamente con una prostituta? Esa unión crea una atadura impía que se opone a la unión espiritual que tenemos en Cristo. La esclavitud que viene como resultado de esa unión es tan tremenda que Pablo nos advierte: «Huid de la inmoralidad sexual». ¡Salga corriendo!
Los pecados sexuales forman una categoría aparte, ya que todos los demás pecados están fuera del cuerpo. Podemos ser creativos en la manera de arreglar, organizar o usar de otra manera lo que Dios ha creado, pero no podemos crear algo espontáneamente de la nada como sólo Dios puede hacer. La procreación es el único acto creativo en que el Creador permite que el hombre participe, y Dios ofrece instrucción muy detallada de cómo debemos vigilar el proceso de traer a este mundo otras vidas. Limita el sexo a un acto íntimo del matrimonio, exige que el lazo matrimonial dure hasta que la muerte los separe y encarga a los padres proporcionar un ambiente que fomente la crianza de los niños en el conocimiento del Señor.
La perversión satánica
Cualquiera que haya ayudado a las víctimas a salir del abuso ritual satánico sabe cuan profundamente Satanás viola las normas de Dios. Esos rituales son las orgías sexuales más repugnantes que jamás su mente se atrevería a imaginar. No es el sexo como lo entendería un humano normal. Por el contrario, es la explotación más desgarradora, obscena y violenta de otro ser humano que usted pueda imaginar. Violan y torturan a los niñitos. El clímax para un satanista es sacrificar a alguna víctima inocente en el momento del orgasmo. La palabra «enfermizo» no puede describir con justicia el abuso. La «maldad absoluta» y la «iniquidad total» describen mejor el increíble envilecimiento de Satanás y de sus legiones de demonios. Si Satanás apareciera como es en nuestra presencia ¡creo que sería un noventa por ciento de órgano sexual!
Los satanistas tienen ciertos reproductores escogidos para desarrollar una «super» raza satánica que según ellos gobernará este mundo. A otros reproductores se les exige que traigan sus crías o fetos abortados para sacrificarlos. Satanás hará todo lo que pueda para establecer su reino, mientras que a la vez intenta pervertir la descendencia del pueblo de Dios. Con razón los pecados sexuales son tan repugnantes para Dios. Usar nuestros cuerpos como instrumento de iniquidad permite que Satanás reine en nuestros cuerpos mortales. Hemos sido comprados con un precio, hemos de glorificar a Dios en nuestros cuerpos. En otras palabras, debemos manifestar la presencia de Dios en nuestras vidas conforme producimos fruto para su gloria.
El comportamiento homosexual
Si bien la homosexualidad es una fortaleza que va en aumento en nuestra cultura, no existe tal cosa como un homosexual. Considerarse homosexual es creer una mentira, porque Dios nos creó varón y hembra. Sólo existe el comportamiento homosexual, y normalmente esa conducta fue desarrollada en la primera infancia y fue reforzada por el padre de las mentiras. Cada persona a quien he aconsejado y que lucha contra las tendencias homosexuales ha tenido una fortaleza o atadura espiritual importante, algún aspecto de su vida donde Satanás tiene pleno control.
Pero no creo en un demonio específico de homosexualidad. Esa mentalidad nos tendría echando fuera ese demonio y entonces la persona estaría totalmente liberada de futuros pensamientos y problemas. No conozco ningún caso así, aunque no podría presumir de limitar a Dios de realizar semejante milagro. Sin embargo, he ayudado a muchísima gente atada por la homosexualidad, a encontrar su libertad en Cristo y la he dirigido hacia una nueva identidad en Él y a la comprensión de cómo resistir a Satanás en esta área.
Los que se ven cautivos por el comportamiento homosexual luchan contra toda una vida de malas relaciones, de hogares desajustados y de confusión de papeles. Sus emociones han sido atadas al pasado y se lleva tiempo establecer una nueva identidad en Cristo. Típicamente pasan por un arduo proceso de renovación de mentes, pensamientos y experiencias. En la medida en que lo hacen, sus emociones finalmente se conforman a la verdad que ahora han llegado a creer.
Los gritos proferidos desde el púlpito diciendo que los homosexuales tienen el infierno como su destino, sólo desespera más a los que luchan con ese problema. Los padres autoritarios que no saben amar contribuyen a una mala orientación de su hijo y los mensajes de condena refuerzan una autoimagen ya dañada.
No me malentienda. Las Escrituras condenan claramente la práctica de la homosexualidad, así como de todas las demás formas de fornicación. Pero imagínese lo que debe ser padecer sentimientos homosexuales que uno ni siquiera pidió, para luego saber que Dios le condena por ello. Como resultado, muchos quieren creer que Dios los creó así, mientras que los homosexuales militantes tratan de comprobar que su estilo de vida es una alternativa legítima a la heterosexualidad, y se oponen violentamente a los cristianos conservadores que dicen otra cosa.
A los que batallan contra las tendencias homosexuales, debemos ayudarlos a establecer una nueva identidad en Cristo. Hasta los consejeros seculares saben que la identidad es un asunto clave en la recuperación. ¡Cuánto mayor no será el potencial de los cristianos para ayudar a esta gente, ya que tenemos un evangelio que nos libera de nuestro pasado y nos establece en Cristo! Así que, como consejero pido a las personas atrapadas por la homosexualidad que profesen su identidad en Cristo. También les pido que renuncien a la mentira de que son homosexuales y que declaren la verdad de que son hombres y mujeres. Algunos quizás no tengan una transformación inmediata, pero su declaración pública los coloca en el camino de la verdad, de ahí en adelante pueden decidirse a continuar o no en él.
La salida de la atadura sexual
¿Qué puede hacer uno cuando está esclavizado sexualmente? Primero, sepa que no hay condenación para los que están en Cristo Jesús. Despreciarse a uno mismo o a los demás no resuelve esta atadura. La acusación es una de las tretas de Satanás. Además, el suicidio definitivamente no es el medio que Dios tiene para liberarlo.
Segundo, siéntese solo, o con una amistad de mucha confianza, y pídale al Señor que le revele a su mente todas las veces que usó su cuerpo como instrumento de iniquidad, incluyendo cada pecado sexual.
Tercero, responda verbalmente a cada ofensa conforme la recuerde, diciendo: «Confieso (el pecado que sea) y renuncio ese uso de mi cuerpo». Un pastor me dijo que una tarde pasó tres horas solo y fue totalmente purificado después. Las tentaciones todavía se presentan, pero se ha destruido su poder. Ahora tiene la posibilidad de decirle «no» al pecado. Si usted cree que este proceso podría durar demasiado tiempo, itrate de no hacerlo y verá lo larga que le parecerá el resto de una vida arrastrándose en medio de la derrota! Tómese un día, dos días o una semana si es necesario.
Cuarto, cuando haya terminado de confesar y de renunciar, diga lo siguiente: «Me comprometo ahora con el Señor y mi cuerpo como instrumento de rectitud. Te presento mi cuerpo como sacrificio vivo y santo a Dios. Te ordeno, Satanás, que te vayas de mi presencia y a ti, Padre celestial, te pido que me llenes de tu Espíritu Santo». Si es casado, diga también: «Reservo el uso sexual de mi cuerpo sólo para mi cónyuge, de acuerdo a 1 Corintios 7:1–5».
Por último, decida creer la verdad de que está vivo en Cristo y muerto al pecado. Habrá muchas ocasiones en que la tentación podrá ser arrolladura, pero tiene que declarar su posición en Cristo en el primer momento en que esté consciente del peligro. Diga con autoridad que ya no tiene que pecar, porque está en Cristo. Luego viva por la fe de acuerdo a lo que Dios dice que es verdad.
Echar de mi cuerpo el pecado es la mitad de la batalla. Renovar mi mente es la otra mitad. Los pecados sexuales y las prácticas de ver pornografía tienen la mala costumbre de quedarse dentro del banco de su memoria por mucho más tiempo que otras imágenes. Ser liberado es una cosa; mantenerse libre es otra. Trataré ese tema en respuesta a la historia del próximo capítulo.
7
Charles:
El violador liberado
Un día recibí una llamada de un pastor que empezó así: «¿Le exige la ley que divulgue declaraciones confidenciales?» En realidad, lo que quería decir era: «Si llegara a reunirme con usted, ¿podría contarle que estoy abusando sexualmente de mi hija o de otros niños sin que me entregue a las autoridades?» Le recordé que casi todos los estados todavía protegen la confiabilidad del clero, pero que le exigen a los profesionales con licencia del estado y a los oficiales públicos denunciar cualquier sospecha de abuso. Dije que aunque no me lo exige la ley de nuestro estado, mi responsabilidad moral era proteger a otra persona que se encontrara en peligro.
Se arriesgó y me narró su historia. Todo empezó dándole masajes a la espalda de su hija para despertarla en la mañana, pero pronto esto lo llevó a darle caricias inadecuadas, aunque no hubo intento de coito. «Neil», me dijo, «antes no tuve tanta lucha con la tentación sexual, pero ahora apenas entro por la puerta de su cuarto es como si no tuviera control. Cuando hablé con su hija comprendí por qué.
Lo que estaba sucediendo me recordaba la descripción de Homero en el siglo nueve a.C. de las sirenas o ninfas marítimas, cuyos cantos seducían a los marineros a su muerte en las costas rocosas. Todo barco que pasaba demasiado cerca sufría el mismo fin desastroso. En la historia, Ulises se amarra al mástil del barco y ordena a su tripulación que se pongan tacos en las orejas y que no hagan caso a ninguna solicitud suya. El tormento mental de tratar de resistir el canto de las sirenas era inaguantable.
No deseo excusar a este pastor, pero hay una línea delgada en la tentación, que cuando se traspasa da como resultado la pérdida del control racional. Este pastor la cruzaba cada vez que entraba por la puerta de la habitación de su hija. Según me enteré más tarde, la hija tenía graves problemas espirituales como resultado del abuso de un pastor de jóvenes en un ministerio anterior, abuso que nunca se resolvió a nivel espiritual. No era la hija la que estaba realmente atrayendo sexualmente a su padre; sino la fortaleza demoníaca en su vida. Las «sirenas» encantaban al padre para que hiciera lo indecible. Cuando me reuní con la hija, ni siquiera pudo leer toda una oración de compromiso para enfrentarse con Satanás y sus ataques, lo cual es una señal de la opresión del enemigo. El padre luchó con su esposa y juntos buscaron la ayuda que necesitaban y trabajaron para resolver la situación.
La siguiente historia difiere de esta en por lo menos un aspecto: La hija de Charles jamás había sido abusada, ni era seductora y no parecía haber fortaleza demoníaca alguna en su vida. Sin embargo, en algún momento de su búsqueda de gratificación sexual, Charles cruzó una línea después de la cual perdió el control. Su vida fue dominada por una fuerza que lo conducía a la habitación de su hija, y que fue la causa de la desintegración de su mundo. Finalmente casi pierde la vida.
Charles es un profesional próspero que padeció abuso como niño y luego se convirtió en abusador. Gracias a Dios su historia no termina allí, pues después del naufragio hubo una recuperación.
* * *
La historia de Charles
Dios moldea a sus escogidos.
Mi relato es de redención en Dios y la libertad que viene cuando se descansa en su gracia; una historia de los escogidos para su obra, a pesar de la oposición del adversario, Satanás. Conforme redacto este relato me maravillo de lo poco de mi y lo mucho de Dios que se revela en lo que ha sucedido. No me queda más que alabarlo a Él por su obra transformadora.
Soy libre de la esclavitud de un surtido depravado de actitudes y hábitos pecaminosos que me costaron el respeto de mi familia, de mis compañeros de trabajo y de mi iglesia. Esta esclavitud me tenia en el camino inexorable de la destrucción personal que, de no haberlo parado, también hubiera tomado mi vida. Mi libertad se compró con un terrible precio que yo no pagué. Fueron el sufrimiento, la muerte y la resurrección de mi Señor Jesucristo los que compraron mi libertad; no fueron mis propios esfuerzos ni mi sufrimiento. La vida que llevo es la de Cristo, el Hijo de Dios en mí, y no mi propia vida. Me regocijo de que con la ayuda del Espíritu Santo puedo alinear mis emociones con lo que reconozco ser cierto de mi mismo en Cristo. Sin embargo, esto no sucedió al instante, y la historia de cómo Dios amolda a los que escoge es tanto de conflicto y de derrota como de victoria.
Corrí para salvar la vida mientras mi hijo cargaba su pistola.
«¡Baja tu pistola! ¡No lo hagas! ¡Jesucristo, ayúdame! ¡Jesucristo, ayúdame!» Los gritos angustiados de mi esposa hacían eco en mis oídos conforme yo corria para salvar la vida mientras mi hijo cargaba su pistola, preparándose para buscarme y matarme. Llegué hasta mi auto en la entrada de la casa, buscando a tientas las llaves (¡viene a matarme!) y abrí la puerta del auto. Tirando mi maletín al asiento trasero, me senté detrás del volante y arranqué el motor. Di marcha atrás en la entrada y salí disparado cuesta abajo, dejando que mi esposa luchara con mi enloquecido hijo, sin saber si podría dispararle a ella, sin importarme lo suficiente como para quedarme y enfrentar su ira.
Manejé a toda velocidad por la calle, pues imaginaba que mi hijo me perseguía en su auto, listo para sacarme de la carretera y terminar la obra. Las calles transversales me atraían como medio de evadir la caza; di varias vueltas y al fin me detuve debajo de una arboleda. Mi corazón latía con tanta fuerza que estaba seguro de que todo el mundo en ese tranquilo vecindario podría escucharlo. Era tan inmensa mi vergüenza que pensé que el fin de mi vida era inminente tal y como la había conocido. Oraba, pero lo único que emitía eran gemidos y lágrimas ardientes, y todos eran por mí. Había perdido a mi familia en un instante; estaba seguro de que mi carrera, mi libertad y quizás mi vida, les seguirían rápidamente una tras otra.
¿Qué nos sucedió a mi familia y a mí? ¿Cuál terrible destino había intervenido en nuestros asuntos para amenazar la misma vida? ¿Dónde estaba Dios cuando más lo necesitaba? En mi desesperación no habían respuestas, sólo preguntas y acusaciones. Ideas de suicidio se filtraban por mi mente, vencidas de inmediato por mi instinto de conservación. Después que me pasó el primer temor de ser perseguido, llamé a un siquiatra a quien conocí un par de semanas antes, y con lágrimas le expliqué la situación.
Le conté a mi esposa por qué nuestra hija estaba deprimida; yo había abusado sexualmente de ella.
«¿Recuerda que le conté que me sentía deprimido porque mi hija estuvo internada en un salón de siquiatría todo el mes pasado?», empecé. «Estaba bajo observación después que se fugó de casa e intentó suicidarse. Bueno, esta noche le conté a mi esposa por qué mi hija estaba deprimida: había abusado sexualmente de ella. Mientras mi esposa todavía tambaleaba ante esa revelación, entró nuestro hijo adulto. Se volvió loco, golpeando las paredes, llamándome monstruo, después de lo cual se fue a buscar su pistola. Tuve que correr para salvar la vida. Cuando salí, mi esposa luchaba con él para que no me disparara. No sé qué sucedió después». Terminé mi confesión y luego me eché a llorar amargamente.
«Busque un lugar donde vivir por unos días mientras tratamos este asunto», dijo mi consejero. «Es obvio que no puede regresar en estos momentos. Llámeme cuando se instale para conversar.
Me invadió un miedo desenfrenado que me empapó de sudor.
Manejé por horas sin rumbo, torturado por pensamientos de fracaso, de enorme pecado, de condenación y de rechazo. Me sentía totalmente desanimado, desdeñado por todo el mundo, especialmente por Dios. Oraba y oraba, pero no recibía respuesta. Llamé a mi supervisor en el trabajo diciéndole que no iba a poder ir a trabajar debido a una emergencia familiar. Entonces empecé a buscar los moteles más baratos, los que parecían calzar con mi estado actual. Cada antro me recordaba lo bajo que había caído, pero mi orgullo no me dejaba entrar en uno de ellos a buscar habitación.
Finalmente me decidí por un motel «respetable», como para negar el impacto de los sucesos que me habían volcado patas arriba. El recepcionista no me hizo preguntas, pero estaba seguro que detrás de su fachada tranquila escondía la repugnancia. Una vez dentro de la habitación, un miedo desenfrenado me invadió dejándome empapado en sudor. Había perdido mi familia, mi autoestima, mi petulancia y no había nada en su lugar. Sentía sólo ira, rechazo, condenación; no tenía un ápice de esperanza. Oré, llorando amargamente por mi pérdida, pero sin enfrentar los pecados que me llevaron hasta este punto. Quise leer la Biblia pero no estaba entre las cosas que agarré a la carrera cuando salí de casa. El motel no tenía una Biblia de los gedeones y no se me ocurrió pedirle una al recepcionista.
Satanás estableció posiciones en mi vida.
Tuve muy poco descanso esa noche. A cada rato despertaba, reviviendo la noche anterior, tratando de comprender el mal que había hecho, y cómo me hubiera protegido mejor. Mi atención se centraba en mis propios sentimientos de rechazo y de indignidad, no en mi dolida familia.
¿Qué sucesos produjeron tales sentimientos de remordimiento y de desesperación? Nada mitiga la terrible realidad de que el pecado surge a raíz de la decisión de desobedecer a Dios. Tanto usted como yo somos responsables de nuestras propias decisiones y acciones. Sin embargo, a veces es más fácil aprender de los errores de los demás. Un poco de trasfondo puede ayudar a comprender cómo Satanás capturó posiciones en mi vida por medio de mi reacción a las situaciones.
Yo era el primogénito de una familia no religiosa, seguido por un hermano y dos hermanas. Mis padres estuvieron casados por casi cuarenta años hasta que mi padre tuvo una muerte prematura. Nuestra familia era tradicional en lo que respecta a las apariencias externas. Mi padre tuvo una serie de ocupaciones, pero no nos mudábamos muy a menudo y siempre teníamos todo lo que materialmente necesitábamos. En sus últimos años mis padres vivían muy bien y nos daban muchos lujos. Me sentí amado y cuidado, según mi juicio, pero realmente no sabía nada de la vida familiar de otros niños, por lo que no tenía punto de comparación. Una de las características de nuestra familia era que no se hablaba de cómo nos llevábamos, de cómo andaba la familia ni de nuestra reacción emocional a nada. No hablábamos de nuestra vida personal entre mis hermanos y yo, mucho menos con el mundo exterior.
Uno de mis recuerdos más tempranos fue recibir una nalgada por haber tenido un accidente en el piso del baño cuando estaba aprendiendo a usar el inodoro. Algo que yo había considerado un pasatiempos infantil, se transformó de repente en humillación, regaño y dolor intenso. No sabía lo que había hecho para merecer tal ira; a esa edad tan tierna sólo estaba consciente de la vergüenza que sentía por haberle fallado a mi madre.
Había que agarrar, culpar, humillar y castigar a alguien para que el resto se sintiera digno.
Este episodio fue seguido de muchos otros en que los accidentes, fueran por descuido o no, recibían castigo y humillación. Las cosas no «sucedían así porque sí»; a alguien había que agarrar, culpar, humillar y castigar para que el resto de la familia se sintiera digna. Hasta hace muy poco me enteré de que este patrón de actitudes había pasado por ambos lados de la familia a través de las generaciones.
Nunca estuve seguro de que me valoraran por mí mismo; el valor parecía darse de acuerdo a lo que hacía. En nuestra familia lidiábamos constantemente para obtener nuestro puesto, tratando de lograr la aprobación o denigrar a otro para podernos ver bien en comparación. A una edad muy temprana empecé a tomar decisiones basadas en cómo me veían mis padres o cualquier otra figura de autoridad que tuviera el derecho de juzgarme.
Mis padres no eran religiosos. Papá, en particular, reaccionaba activamente hostil contra todo tipo de religión, y rara vez se le escapaba la oportunidad de hacer algún comentario despectivo sobre los que amaban a Dios. Jamás íbamos a la iglesia (a mí me mandaron una vez a la Escuela Dominical, lo que nunca más se repitió), y la Biblia no era parte de nuestra familia.
Cuando era adolescente, mi abuelo me regaló la Biblia que su madre le había dado a él. Su estado casi nuevo indicaba que mi abuelo no había podido darme un viaje a través de ella después de regalármela. Para él era como una clase de amuleto que se pasaba de una generación a otra, pero nunca discutía su contenido ni su relación con Dios, si acaso la tuvo. Así que allí estaba en mi librero a la par de Why I Am Not a Christian [Por qué no soy cristiano] por Bertrand Russell, y me servía tanto como aparentemente le había servido a mi abuelo.
Las nalgadas que recibíamos eran brutales e inadecuadas con el delito.
Las alternativas de la carrera de mi padre, implicaban ausencias prolongadas mientras ponía a prueba negocios nuevos en otro país, dejando que mi madre nos criara como mejor pudiera. Cuando estaba en casa, era caprichoso e iracundo y las nalgadas que recibíamos eran brutales e inadecuadas con el delito. No hubo afecto en ningún momento y recuerdo que más de una vez me dijo: «¡Lárgate de aquí! ¡No te quiero ver, pues me enfermas!» Mi madre tenía sus propios problemas emocionales con mi padre y no podía comunicarle sus emociones a nadie, mucho menos a sus hijos. Así que vivíamos independientes, aguantando cada uno como pudiera la ira y el rechazo de papá.
Cuando tenía cerca de once años un compañero de escuela me introdujo a la masturbación. Confundido y fascinado, me di cuenta de que así podía sentirme mejor y obtener placer, aunque sólo fuera por unos pocos momentos cada vez. Como no tenía gozo en mis relaciones personales, me vi atraído cada vez más por la autogratificación como una manera de lograr solaz y consuelo cuando estaba solo, asustado o sintiéndome rechazado o inútil.
El aislamiento producido por mi práctica solitaria habría sido malo en sí, pero de algún modo descubrí el poder de la fantasía para mejorar la experiencia y aumentar el estímulo. Empezando con las ilustraciones de ropa interior femenina en el catálogo de Sears que tenía mi abuela, rápidamente me enteré de la pornografía por medio de una copia de la revista Playboy que mi abuela me compró (creyendo, supongo, que tenía algo que ver con sugerir a los jovencitos actividades de juego). Más tarde, cuando ella vio el contenido, rápidamente la recuperó pero sin que antes mi mente impresionable hubiera permitido tuviera un impacto indeleble en mi mente.
Aprendí a considerar a las mujeres como objetos para satisfacer mi lujuria.
Mis fantasías lujuriosas tuvieron un mayor ímpetu con el descubrimiento de un lote escondido de pornografía que mi padre tenía en la parte alta del librero en su estudio. Al parecer, había pedido materiales por correo que eran ilegales en esa época; hoy en día se pueden comprar legalmente cosas similares en los antros pornográficos del vecindario en la mayoría de las comunidades. Aprendí rápidamente a considerar a las mujeres como objetos destinados a estimularme y a satisfacer mi lujuria. Empecé a tratar de tener contacto sexual con las muchachas de mi edad. Fui rechazado, lo que me enseñó rápidamente que la sexualidad era algo vergonzoso. Era un asunto escondido, para reír de él en los sanitarios del colegio o del gimnasio, pero del que no se podía conversar seriamente con nadie.
Estaba a la deriva en un mar de lujuria sin ningún conocimiento espiritual ni sentido del juicio de Dios. Cada episodio me traía una vergüenza de la que no podía comentar con ningún amigo, mucho menos con mis padres. Cada vez me sentía más despreciable. Al dedicarme de lleno a lo académico, me sentí mucho más enajenado que nunca de mis compañeros.
En todo esto tuve el infortunio adicional de ser seducido por un hombre en un cargo de autoridad. Era en quien yo confiaba y que me gustaba, y cuya posición era tal que me daba miedo contarle a alguien. Asqueado por la experiencia, y confundido por la atención y la sensualidad, me sentía violado pero no pude aceptar mi propia ira hasta muchos años después. Con mi sexualidad totalmente confundida seguí codiciando cualquier experiencia sensual que pudiera leer o imaginar. Para satisfacer la lujuria, seduje a mi hermano menor por varios años, abusando de su afecto natural sin comparación, piedad ni remordimiento.
La pornografía se convirtió en mi escape de la presión que traen las relaciones sociales y las responsabilidades displicentes.
A la vez continué buscando otras experiencias sensuales y pornografía. Me atraían más las heterosexuales, pero mientras más perversidad sexual mostraran más estímulo sentía. La «adrenalina alta» transitoria se mezclaba con la vergüenza, el temor a que me sorprendieran y la sensación de evitar ser descubierto. Mientras más me enredaba con pornografía, más fácil me era usarla para aliviar la tensión, para eludir la presión de las relaciones sociales y para evitar las responsabilidades desagradables. Las fotos en una página impresa prometían emociones, aceptación ligera y nada de conflictos, cosa que no podían ofrecer las mujeres y muchachas reales de mi edad. Cada vez que usaba la pornografía, me sumía en una depresión que seguía al efecto estimulante, y juraba que esta iba a ser la última vez. Reflexionaba en la escoria que yo era. Me aislaba cada vez más de los demás, justificándome por el hecho de que si la gente supiera realmente quién era, no querría tener nada que ver conmigo.
Una vez que empecé a salir con muchachas, mi meta principal fue conseguir que suplieran lo que yo percibía como necesidades sexuales. Exacerbado por la pasión, gracias a la pornografía, todos los días pasaba horas abrumado de pensamientos y actividades sexuales, dejando de cumplir mis tareas debido a la masturbación; temeroso de abrirme socialmente para no ser rechazado y demasiado terco como para aceptar que mi vida estuviera fuera de control. Por supuesto, hubo intervalos en que mis actividades fueron más «normales» debido a mi participación en organizaciones, estudios y algunas «amistades» ocasionales. Pero aun estos no lograron penetrar el centro de mi ser porque, yo tenía miedo de ser descubierto y rechazado.
Sólo podía pensar en más maneras de recrearme en el mal.
Poco a poco pude vencer mi temor a las muchachas, lo suficiente como para hacer mía la preocupación de seducirlas e ir sexualmente lo más lejos que pudiera. Conforme logré ser más hábil en este nuevo desahogo a mi lujuria, abusaba menos de mi hermano hasta que al fin dejé de hacerlo. Ahora me doy cuenta de las terribles consecuencias para cada una de las víctimas de mi lujuria. Fueron violadas, sus límites traspasados, sus cuerpos usados sin cuidado ni respeto. En ese momento sólo se me ocurría pensar en más maneras de darle la rienda suelta al mal. Cada pensamiento era más perverso y contra toda norma de la sociedad que el anterior. La masturbación llegó a ser una preocupación tan grande que mis notas sufrieron y mis relaciones sociales finalmente se acabaron. Mi búsqueda constante de fantasías y experiencias estimulantes hizo daño a otras personas, invadió su privacidad y los alejó totalmente.
Cuando conocí a la que sería mi esposa, estaba recobrándome de una relación sexual obsesiva que no tenía base sólida. Aunque sabía que mi nueva amada era cristiana, yo había tenido solo un contacto muy fugaz con los «fanáticos de la Biblia», como yo les decía. Era linda, inteligente, amorosa y necesitaba cariño porque su infancia también había sido infeliz.
No prometí fidelidad, honra o protección a mi esposa.
Creí que ella abandonaría el cristianismo apenas supiera la verdad; y ella pensó que yo me convertiría apenas escuchara el evangelio. Ninguno de los dos recibió consejos sabios en contra de la relación, mucho menos del matrimonio, a pesar de que hablamos con varios pastores antes de casarnos. Fue un enredo de ceremonia. Mi novia leyó 1 Corintios 13 y otros pasajes bíblicos, mientras yo no dije nada religioso cuando tuve que hablar y cité fuentes seculares o místicas. Es notable que no hice voto de fidelidad, honra o protección a mi esposa. En ese momento estaba muy «enamorado» pero no tenía la menor idea del compromiso que mi novia hacía, de amarme en el amor de Cristo.
Al principio mi esposa, por sus fuertes deseos de complacer a su nuevo marido, satisfizo mi lujuria. Aun en la cama matrimonial yo la consideraba simplemente otro objeto colocado allí para mi placer, para hacerme sentir adecuado y amado. No procuré mucho aumentar el placer en ella, aparte de pedir una copia de un tratado hindú sobre el sexo, que incluía centenares de actividades acrobáticas que para mi decepción no podíamos ejecutar por no ser atletas. Todavía estaba buscando el máximo placer sexual prometido pero jamás entregado por la pornografía. Me costaba entender nociones tales como compromiso, cuidado, protección, comunicación y fidelidad.
Después de nacer nuestro primer hijo hubo muchas discusiones amargas respecto a la crianza religiosa de nuestros hijos. Insistía en que no tendría ninguna. Con lágrimas mi esposa me confesó que temía que fueran condenados al infierno si no conocían a Jesús como su Señor. Quería que conocieran a Jesús desde muy pequeños. Mi empecinamiento era que a nuestros hijos no se les «lavara el cerebro», sino que de alguna manera aprendieran algo de religión una vez que ya fueran adultos. Aunque tomé un curso sobre la vida de Cristo y me saqué una nota alta, todavía rechazaba el evangelio. Era abusivo, hostil y blasfemaba al Dios vivo en mi petulancia e ira. Mientras tanto, mi vida era un desorden, aunque yo era el último en darme cuenta.
Acepté el regalo de salvación que libremente me ofrecía el Padre a través de su hijo.
Al fin, en un momento de crisis y después de ver respuestas inexplicables a las oraciones de mi esposa, decidí aceptar el regalo de la salvación ofrecido libremente por el Padre a través de su Hijo, Jesucristo. Entregué mi vida a Cristo para seguirlo sin la menor idea de lo que significaba eso. Por un tiempo estaba tan agradecido de que me hubiera salvado del infierno que escondí mi lujuria por el momento. Pero no duró mucho. Había renunciado privadamente a mis pecados pasados, pero no estaba dispuesto a someterme al autoexamen y a la limpieza necesarios para que un hijo de Dios exprese verdaderamente el gozo asociado con seguir a Dios en obediencia amorosa.
Cuando los predicadores o comentaristas hablaban de Dios como un «Padre amante», me parecía una contradicción; no había experimentado esa clase de padre. Esperaba castigo, no alabanza. En ese momento no conocía lo que Dios había dicho al respecto: «Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, quien a la vez sacará a la luz las cosas ocultas de las tinieblas y hará evidentes las intenciones de los corazones. Entonces tendrá cada uno la alabanza de parte de Dios» (1 Corintios 4:5).
Al poco tiempo de convertirme en cristiano participé en mi primer acto de adulterio. Ya había tenido pensamientos adúlteros, pero se presentó una oportunidad de poner en práctica mi lujuria y me lancé (no caí) al pecado. Después me sentí tan avergonzado que no intenté seguir con la relación. Tuve remordimiento y traté de orar, pero no acepté ante mí ni ante Dios mi plena responsabilidad en el asunto. Tres veces más en los años siguientes aproveché oportunidades de tener contacto sexual con otras mujeres, y mi participación con la pornografía siguió de manera incidental, agregándole combustible a la vida de fantasía que denigraba la relación con mi esposa.
A pesar de mis circunstancias, soy responsable de mis acciones.
Alguien insensato podría ofrecer el «consuelo» de que quizás mi esposa fuera poco atractiva física o emocionalmente, y que eso de algún modo puede haberme impulsado a pecar. Tengo dos respuestas: Primero, mi esposa era (y sigue siendo) muy bella y durante ese tiempo trataba de ayudarme; segundo, a pesar de mis circunstancias, soy responsable de mis acciones. Mi enfoque en el sexo como medio de suplir mis necesidades emocionales me condujo a decisiones de exigir o tomar lo que no era realmente mío.
Al pasar los años mi esposa empezó a sentirse muy atribulada por el aumento en mis presiones para realizar prácticas sexuales irregulares, las que consideraba aberraciones. Al mismo tiempo fue haciéndose más frecuente mi impotencia. No hablábamos de estas cosas porque los intentos ocasionales de mi esposa de hablar del sexo se toparon con mi hostilidad, defensiva o silencio. Estaba tan avergonzado del «resto» de mi vida sexual que me era imposible discutirlo con nadie, ni siquiera con mi esposa. Si alguien se enterara, mi vida se acabaría porque yo era especialmente pecaminoso y digno de condenación o muerte.
Definitivamente no me acerqué a Dios: Él aceptaba sólo a los que le eran completamente obedientes al menos en las «cosas grandes». Yo sabía que iba al cielo, pero creía que era porque Dios estaba apenas respetando un trato hecho. No podría amarme jamás, por el cúmulo de mis actos pecaminosos. Me sentía fuera de control, impotente para acabar con esta conducta. Ni los graves encuentros con las autoridades me impidieron buscar ese climax sexual mágico que me haría sentir amado.
A la vez que perseguía esas fantasías rechazaba toda amistad o intimidad verdadera con mi esposa, amigos o hermanos en Cristo. Era anciano de nuestra iglesia, dirigía estudios bíblicos en casas e incluso buscaba la evangelización; vi a varias personas aceptar la salvación de Cristo una vez que hablaba con ellos acerca del evangelio. Pero mi interior no conocía la paz.
Empecé a observar de manera malsana el desarrollo de mi hija.
Parte de la pornografía que leía se llamaba «Lecturas para la familia», un eufemismo para las historias de incesto. Al principio me parecía repulsivo el tema; luego era estimulante, como otros temas de perversión. Al principio no lo aplicaba a mi propia familia. Pero luego, cuando mi hija cumplió los catorce años, empecé a observar de manera poco sana su desarrollo.
Mi lenguaje en casa se hizo más indecente, mis comentarios menos apropiados, los chistes que traía del trabajo eran de contenido más sexual. Fui menos cuidadoso respecto a la modestia en mi vestir. Cuando veía a mi hija en vestido de baño o en camisa de dormir, se me hacía más difícil desviar la mirada.
Al fin, cuando le daba las buenas noches en su cuarto, encontraba un pretexto u otro para rozar una mano «accidentalmente» contra su pecho, aun mientras oraba con ella. Esto pasó por un período de varios meses. Empecé a temer lo que sucedería después, pero me convencí de que no podía evitarlo, que realmente amaba a mi hija. Mi ambivalencia interfirió mi vida sexual con mi esposa y me volví cada vez más impotente con ella. Ni la masturbación me satisfacía.
Una noche ofrecí darle las buenas noches a mi hija. «No, gracias, papi, estoy demasiado cansada», me dijo y se fue para su habitación cerrando la puerta firmemente.
Después de eso no hubo más «buenas noches», ya no quería que la abrazara, ni siquiera que la tocara, aduciendo que le dolían los músculos por sus ejercicios. Se abrió una brecha entre los dos, pero en mi estado de engaño no quise aceptar que su rechazo tuviera nada que ver con el abuso de nuestra relación, con la violación de sus límites como persona, ni con la transgresión de la ley de Dios. Atribuí su frialdad a los «dolores de crecimiento», sin poder reconocer que la había herido y asustado, y había pervertido nuestra relación.
No confié a nadie lo que pasaba en mi vida secreta.
Varios meses más tarde ya sea había deteriorado gravemente las relaciones personales en nuestra familia. Nadie se estaba comunicando bien con nadie y todos estábamos apenas lidiando con nuestra existencia diaria. Las cosas empeoraron todavía más después de un desastroso viaje de vacaciones en que nadie habló durante todo el camino de regreso. Mi esposa entró en una depresión tan severa que la tuvimos que internar en una unidad siquiátrica por una semana. Mientras estuvo allí, todos nos sentíamos tremendamente turbados, pero aun así no le dije a nadie lo que en mi vida secreta había corrompido a toda mi familia.
A pesar de que en ese período tumultuoso no abusé de mi hija ni tampoco tomé ninguna acción decisiva, ella se deprimió más que nunca. A los quince días de que mi esposa regresara del hospital, nuestra hija se fugó de casa. Unos días después al fin logramos encontrarla en una comunidad vecina, nos desafió y no quiso volver. Una de sus conocidas nos dijo que habían evitado que se suicidara. Entonces la internamos por un mes en el hospital.
Mientras estuvo en el hospital, no salió ni el menor indicio de su abuso sexual hasta la última semana. A pesar de que tanto mi esposa como el equipo de salud mental le preguntaba repetidas veces, ella negaba que hubiera algo entre nosotros, cosa que también negaba. Era como si creyéramos que podríamos borrar los incidentes, que realmente no había pasado nada. Pero algo sí había sucedido y ese pecado monstruoso se estaba ulcerando debajo de la superficie, convirtiéndose en algo pútrido. Hubo poca mejoría en la depresión y la ira de nuestra hija, y mi esposa y yo nos distanciábamos cada día más.
Una compulsión por protegerme produjo una prolongada confesión que duró cuatro días.
Finalmente, desperté a las cuatro de la mañana de un jueves, totalmente despabilado y sentado en mi cama con una urgencia de confesar todo a mi esposa. Aunque mi intento era contarle todo, mi compulsión, casi igualmente fuerte de protegerme y defenderme, me llevó a una prolongada confesión de cuatro días. Hubo mentiras, verdades a medias y verdades completas brotando todas junto a las lágrimas y el remordimiento. Se enteró del adulterio, del incesto con mis hermanos, de mi seducción por parte de un hombre mayor y de los enfrentamientos con las autoridades. Persistía en preguntarme sobre nuestra hija, mientras yo seguía negando que algo impropio pasara.
Al fin, en la noche del cuarto día, le dije a mi esposa que había abusado de nuestra hija. Se quedó sentada en silencio, aturdida y horrorizada. Finalmente, dijo: «Eso explica bastante. No pude hilar todo en mi mente, pero ahora tienen sentido los hechos».
En esos instantes entró nuestro hijo y ya sabe cómo prosiguió el resto de la tarde. Esa noche llegaron unos ancianos de la iglesia a orar con mi familia, para animarlos hasta donde pudieran y para ofrecerles su ayuda. Uno de ellos se llevó las armas de nuestra casa. Mi esposa se comunicó al día siguiente con la agencia de protección de la niñez, porque por ley hay que denunciar cuando se descubre un abuso.
Me mudé a un motel económico por un par de semanas mientras mi esposa decidía qué hacer. No podía llamar a casa porque mi hijo estaba allí. Pasé mis días con mucho dolor, fustigándome, llorando mi pérdida. Encontré una Biblia y empecé a leer versículos acerca de los que estamos en Cristo y del amor de Dios por nosotros. Lloré muchísimo. Leía una y otra vez el Salmo 51, la confesión de pecado del rey David con Betsabé. Oré en voz alta a Dios; le grité a mi almohada y la bañé en lágrimas. Lloré amargamente por lo que quedaba de una vida desperdiciada, de relaciones quebrantadas. Empecé muy lentamente a darme cuenta de cómo mis pecados produjeron consecuencias imborrables en las vidas de otros. Desde mi habitación en el motel hablé con nuestros amigos de la iglesia, vertiendo sobre ellos mi angustia. Estaba pasmado de que no me hubieran tirado el teléfono. No aprobaban mi conducta, pero seguían hablándome.
Sabía que debía estar con el pueblo de Dios aunque me echaran a patadas.
No pude asistir a la iglesia a la que asistían mi esposa y mi hija, por lo que busqué en las páginas amarillas una que quedara cerca de mi motel. Estaba convencido de que la vergüenza me salía por los poros, pero sabía que tenía que estar con el pueblo de Dios, aunque me echaran a patadas. El primer culto al que asistí fue sobre el pecado y la gracia de Dios. Me quedé sentado, cegado por las lágrimas y con un nudo en la garganta que me impedía cantar.
Después del culto le pedí al hombre sentado a mi lado que me recomendara un cristiano maduro con quien pudiera conversar. Captando la urgencia en mi voz, me presentó a un hombre de mi edad que me llevó afuera. Sollozando, le conté toda la historia sin dejar nada. «No quería que su iglesia me aceptara como un supersanto, dándome la bienvenida con los brazos abiertos», le dije. «He ofendido a muchísima gente y mi pecado me ha dolido mucho también».
Jamás se me olvidará la respuesta de este hombre: «Amigo, esta iglesia es un lugar para encontrar sanidad. Eres bienvenido». La gracia inmerecida de Dios inundó mi corazón y lloré incontrolablemente ante tal generosidad. Nunca había considerado que la iglesia tuviera un ministerio en pro de la gente herida por su pecado. Regresé el domingo siguiente, y me arriesgué a reunirme con algunos de los ancianos de la iglesia y con el pastor, para contarles mi historia. Pedí oración por mi familia y por mí. La reacción no excusaba mi pecado pero quedó claro que me consideraban un hijo de Dios digno de respetar. Me sentí colmado de gratitud.
Mi esposa estaba golpeada por el dolor, enojada, atemorizada y deprimida por la revelación que le hice de mi infidelidad. A pesar de eso, sacó tiempo para llamarme al motel y ver cómo estaba. Recogió lo básico que yo necesitaba para vivir fuera de la casa y me lo llevó de contrabando. Pasó horas conmigo en lugares escondidos, hablando de sus frustraciones y animándome a lidiar con la realidad a medida en que confrontaba mis pecados.
Tuvimos períodos en que las emociones estaban tan alteradas que no nos hablábamos por días, pero Dios siempre nos traía de nuevo.
«Aquí hay problemas graves, pero ninguno que Dios no pueda resolver».
Uno de nuestros amigos en la iglesia donde antes asistíamos nos recomendó un consejero cristiano que conocíamos por años: «Es un hombre manso, lleno de sabiduría, y he oído que respalda todo lo que dice con la verdad en las Escrituras, para que lo compruebes. Aunque visitaba a un siquiatra secular, decidimos ir a ver a este hombre en busca de ayuda. Escuchó toda la asquerosa historia y dijo: «Aquí hay problemas graves, pero ninguno que Dios no pueda resolver». Nos empezó a enseñar a comunicar los sentimientos de nuestros corazones uno al otro sin matar el espíritu en el proceso. Nos enseñó la base del pecado y nuestra reacción a ella, empezando desde Adán y Eva en el huerto del Edén y de allí a través de toda la Biblia. Empezamos a ver la esperanza.
Además de las sesiones de consejería, nuestro consejero nos recomendó varios libros. Uno de ellos fue Victory Over the Darkness [Victoria sobre la oscuridad], de Neil Anderson, que trataba sobre la madurez cristiana. Por primera vez empecé a comprender que debido a que estoy en Cristo, ciertas cosas son verdad tanto respecto de mí como de Cristo.
Dada mi identidad en Cristo, tengo el poder sobre las cosas en mi vida que siempre supuse que estaban fuera de mi control. En particular aprendí que quien yo me crea ser domina mis emociones y mis acciones. Si creo una mentira respecto a mi naturaleza básica, sea del mundo, de la carne o del diablo, actuaré de acuerdo a esa creencia. Igualmente, si decido creer lo que Dios ha dicho de mí, gobernaré de acuerdo a la voluntad de Dios a mis pensamientos y a las acciones que procedan de ellos.
Por primera vez empecé a experimentar períodos de gozo auténtico intercalados con otros de melancolía y tristeza.
Experimenté una sensación dramática de gozo y libertad al darme cuenta de la permanencia y solidez del amor de Dios por mí, que trasciende cualquier particularidad del pecado. Fue una revelación profunda ver en las Escrituras que no soy simplemente «un pecador salvo por gracia», sino un santo que peca, alguien llamado y santificado por Dios. Aprendí con este consejero cómo apropiarme de la verdad de que tengo un abogado delante del Padre, quien está allí constantemente para contradecir a las acusaciones de Satanás contra los elegidos de Dios. Por primera empecé a experimentar vez períodos de gozo auténtico, intercalados con otros de melancolía y tristeza profunda delante de Dios por mis pecados contra Él y contra los demás, especialmente mi hija y mi esposa.
Al fin se acabaron los momentos de odiarme cuando mi esposa me recordó: «Debes acordarte que si Dios ha perdonado tus pecados en Cristo, tú debes ahora perdonarte».
Ha sido una lucha perdonar a quienes me hirieron en el pasado, no porque las heridas justifiquen mis pecados viejos o recientes, sino porque la falta de perdón me refrenaba. Pedí y recibí perdón de los familiares que herí (con excepción de mis hijos que todavía luchan con el asunto), y me he reconciliado con ellos, conociendo por primera vez en mi vida la verdadera intimidad con mi hermano, mis hermanas y mi madre. Hace unos años, mi padre murió sin creer hace unos años, rechazando el evangelio hasta el fin. Ha sido duro perdonarlo por su violencia y abandono, pero Dios también me llamó a hacerlo.
Estos grupos no pudieron ofrecerme la perspectiva espiritual que identificaba dentro del corazón, el poder de Jesucristo que cambia vidas.
Había estado asistiendo a dos grupos diferentes de doce pasos para la «adicción sexual» y al fin renuncié cuando me di cuenta de que estaban elevando la sobriedad sexual en un pedestal como la meta de sus esfuerzos. A pesar de que reconocían a una «Autoridad Superior», no se les permitía identificarla como Jesucristo. Y cuando hubo una votación dividida sobre si se permitiría el sexo sólo en el matrimonio o en cualquier «relación comprometida», sea homosexual o heterosexual, me di cuenta de que estaba en el lugar equivocado y me retiré de ambos grupos para siempre.
Lo único que hicieron esos grupos fue ayudarme a comprender el contexto de mi disfunción sexual en la sociedad. Hay muchísima gente involucrada en el pecado sexual. Pero no podían ofrecer la perspectiva espiritual que identificaba dentro del corazón de quienes confían y le obedecen. Por eso titubeo en recomendar su perspectiva de «autoayuda», especialmente cuando le resta importancia a las relaciones dentro del cuerpo de Cristo. A menudo aducen en las reuniones que los «adictos» son los únicos que se pueden comprender uno al otro, que ellos son la verdadera familia del adicto. Para un cristiano tal actitud elimina totalmente al cuerpo de Cristo, que debe cuidar de sus miembros heridos.
Aprendí cómo permitimos que Satanás y sus ángeles impíos establezcan posiciones
El segundo libro que leí arrojó muchísima luz sobre el tema y fue una obra clave en darme esperanza y dirección en mi lucha: The Bondage Breaker [Rompiendo las cadenas], de Neil Anderson. Este libro habla detalladamente de la guerra espiritual y del aspecto demoníaco del pecado habitual. Aprendí cómo permitimos que Satanás y sus ángeles impíos establezcan posiciones y esperanzas en nuestra vida espiritual y a la medida que dejamos de vivir de acuerdo a nuestra identidad en Cristo y nos apropiamos de los aspectos de su carácter que ya son nuestros. El libro me dio esperanza de victoria en la lucha espiritual y física sobre el pecado, al recordarme que Satanás es un enemigo vencido que no tiene ningún poder sobre mí, a menos que se lo entregue.
Empecé a leer en voz alta las verdades espirituales que Neil había incluido en ambos libros acerca de nuestra identidad en Cristo y los resultados de esta. A medida que afirmaba mi identidad y luchaba con la discrepancia entre mi naturaleza en Cristo y mis actitudes, pensamientos y comportamientos, me sentía mchas veces abrumado por el dolor y la autocondenación. Renuncié a las fortalezas que Satanás había establecido, experimentando una libertad progresiva conforme se identificaba cada área problemática. No fue sino hasta después de muchos meses de lucha que pude llegar a donde Dios quería: confiando en Él, no en mí, y confiando en su amor tan infalible e interminable.
Mi esposa y yo nos hemos esforzado durante este último año por restablecer nuestra relación, no en base a la lujuria y la explotación sino en el fundamento sólido de Jesucristo. Poco a poco nos hemos enfrentado con los problemas del pecado y del perdón, y hemos vuelto a ser amigos. Todavía tenemos discusiones, conflictos y sentimientos heridos que atender, pero nuestras herramientas son las mejores. Estamos construyendo un registro de éxitos en la resolución de nuestros conflictos pasados y presentes.
Se ha roto la esclavitud del pecado en que me había sumido.
Todavía lucho con mis emociones, pero logro sentir toda la gama desde la tristeza profunda hasta el gozo desbordante, y en todas está Dios conmigo. ¿Peco todavía? Por supuesto, pero soy un santo que peca de vez en cuando y se lo puedo confesar a Dios, recordando 1 Juan 1:9: «Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad». Y además, algo muy importante, es que ya soy libre de la compulsión sexual producida por creer las mentiras de Satanás respecto a mi verdadera naturaleza.
Con la ayuda de mi terapeuta estoy aprendiendo a reconocer y a aceptar las emociones. Con la ayuda del Espíritu Santo tengo el poder para querer hacer el bien antes que el mal. No se me ha liberado mágicamente de la tentación: mientras más me acerco a Dios, más oportunidades para pecar me presenta el tentador. Me decido constantemente por hacer el bien, pues reconozco que mis pensamientos producen fruto si se lo permito. Se ha roto la esclavitud al pecado en que me había sumido debido a mis decisiones pecaminosas. En medio del mal que me rodea, estoy aprendiendo a huir de la tentación, a resistir al diablo y a estar en el mundo pero no ser del mundo. Me agarro de la promesa de Dios:
No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios quien no os dejará ser tentados más de lo que podéis soportar, sino que juntamente con la tentación dará la salida, para que la podáis resistir (1 Corintios 10:13).
Estoy aprendiendo a asumir las funciones de una persona que se responsabiliza de sus actos.
Aun así, tengo toda la confianza de que el tiempo de Dios y sus métodos son perfectos, que su plan de redención no falla. Estoy agradecido por su restauración y anticipo el momento en que se hayan sanado todas las heridas, se hayan enjugado todas las lágrimas y se perfeccione la reconciliación en Cristo. Hasta entonces, estoy aprendiendo a asumir las funciones de una persona que se responsabiliza de sus actos, y a amar a mi esposa de la manera en que Dios lo quiso. Ahora puedo orar, estudiar las Escrituras con gratitud, alabar a Dios por su gracia y descansar en su provisión por mi vida. Gracias a la comprensión que tengo de mi identidad en Cristo, ¡soy libre! ¡Puedo vivir como Dios me llamó a vivir!
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¿Quiénes son los lastimados?
Cada primavera doy un curso que se llama «La iglesia y la sociedad», es una clase básica sobre la ética y que intenta definir el papel de la iglesia en la sociedad. En la segunda mitad del semestre invitamos a los expertos locales para que discutan temas morales específicos. Disfruto el curso porque para mí es un aprendizaje cada primavera. A medida que llegan los invitados a dar sus presentaciones, advierto a los alumnos que no «tomen la carga de todos» o se sentirían abrumados. Sin embargo, hay que escuchar sus preocupaciones porque estos conferenciantes buscan suplir las necesidades de las personas lastimadas de nuestra sociedad, lo que también es el ministerio de la iglesia.
Una constante preocupación que escucho de los cristianos, que trabajan en las agencias paraeclesiásticas y seculares, con las personas vejadas, es su frustración con la iglesia. Dicen que esta vive en el rechazo y que más bien alcahuetea a los que agreden a sus esposas, a los que abusan de niños y a los alcohólicos. Aducen que es más común que la iglesia no defienda a la víctima sino que ofrezca un santuario al abusador, bajo el disfraz de no querer ningún escándalo. Por lo consiguiente, ni el abusador ni el abusado reciben ayuda, y sus vidas siguen cada vez más y más desviadas, como en el caso de Charles.
La sexualidad masculina y femenina
Fuimos creados como seres sexuales: la lubricación vaginal femenina y las erecciones masculinas ocurren dentro de las primeras veinticuatro horas de nacidos. Los bebés tienen que experimentar el calor y el tacto para poder lograr la unión con los padres, y la confianza se desarrolla durante los primeros meses de vida. Aun durante este período el abuso o el abandono tendrá efectos perjudiciales duraderos, por lo que es fácil ver el grave impacto sobre un niño cuando es víctima del abuso en su tierna infancia, cuando tiene incluso mayor conciencia. Existe una organización enfermiza de pedófilos que promueven el incesto proclamando: «¡Sexo antes de los ocho es demasiado tarde!» Buscan destruir el funcionamiento sexual normal aun antes de que haya tenido oportunidad de desarrollarse.
Toda la anatomía sexual está presente desde el momento de nacer y se desarrolla temprano en la adolescencia. Las hormonas empiezan su secreción tres años antes de la pubertad. En la mujer, la secreción del estrógeno y de la progesterona es muy irregular hasta un año después de la pubertad, en que se establece un patrón rítmico regular. Después de la menopausia, conforme disminuye la secreción hormonal, se adelgaza la pared de la vagina y disminuye la lubricación vaginal.
En el varón, la testosterona aumenta en la pubertad, alcanza un máximo a los veinte años, disminuye a los cuarenta y llega a casi cero a los ochenta. El proceso normal de envejecimiento causa una erección más lenta y menor funcionamiento sexual, pero no hay un cese completo de estas funciones. Mientras el hombre duerme experimenta una erección cada ochenta a noventa minutos.
Todo esto es parte de la maravillosa creación de Dios que debemos vigilar como buenos mayordomos. Pero como ya se ha notado, este bello plan para la procreación y la expresión del amor se puede distorsionar gravemente.
Sanidad para el desarrollo sexual distorsionado
Dios quiso que el sexo fuera para nuestro placer y para la procreación dentro de los límites del matrimonio. Pero cuando el sexo se vuelve un «dios» es feo, aburrido y esclavizante. No es muy acertado colmar de condenación a los que están esclavizados, porque aumentar la vergüenza y la culpabilidad es contraproducente y no producirá buena salud mental, carácter cristiano ni autodominio. La culpabilidad no inhibe el estímulo sexual; más bien, puede contribuir a aumentarlo y a impedir que usemos nuestra sexualidad tan sanamente como lo quiere Dios. En vez de condenación, yo ofrecería los siguientes pasos para los que hayan tenido un desarrollo sexual distorsionado:
1. Enfrente su condición actual delante de Dios. Con Dios no hay secretos. Él conoce los pensamientos y las intenciones de su corazón (Hebreos 4:11–13), y jamás debe temer el rechazo por ser honesto con Él y por confesar su pecado y su necesidad. La confesión simplemente es hablar la verdad con Dios y vivir constantemente de acuerdo con Él. Lo opuesto de la confesión no es el silencio, sino más bien la racionalización y la autojustificación, que intentan excusar o negar su problema. Esto jamás le conducirá a la libertad. Su camino de salida de la esclavitud debe incluir a Dios de manera honesta e íntima.
2. Comprométase con una visión bíblica del sexo. Dios creó toda expresión sexual con el fin de asociarla con el amor y la confianza, que son imprescindibles para un buen funcionamiento sexual. Según estudios recientes, hay pruebas de que la confianza quizás sea uno de los factores más importantes en la capacidad de las mujeres para lograr el orgasmo. Asegurar la confianza significa que no tendremos jamás el derecho de violar la conciencia del otro: lo que es malo para su cónyuge, es malo para usted.
Demasiadas esposas me han preguntado con lágrimas en los ojos si deben someterse a toda solicitud que sus maridos les hagan. Normalmente los maridos piden alguna expresión desviada con la esperanza de satisfacer su lujuria. Algunos hasta se amparan en Hebreos 13:4 diciendo que es «pura la relación conyugal», aduciendo que la Biblia permite todo tipo de expresión sexual dentro del matrimonio. No hay cuatro palabras que más se saquen del contexto que esas. Termine de leer el versículo: «Pero Dios juzgará a los fornicarios y a los adúlteros». La idea es mantener pura la relación sexual sin adulterio ni fornicación. La esposa puede cumplir con las necesidades sexuales de su marido, pero jamás podrá satisfacer su lujuria.
Una visión bíblica del sexo siempre será personal, pues es la expresión íntima de dos personas enamoradas. La gente esclavizada por el sexo o aburrida de él lo han despersonalizado. Se vuelven obsesionados con pensamientos sexuales para lograr mayor excitación; y como el sexo obsesivo siempre despersonaliza, aumenta el aburrimiento y los pensamientos obsesivos se hacen más fuertes. ¡Un hombre me dijo que su práctica de masturbación no es pecaminosa porque en sus fantasías las mujeres no tienen cabeza! Le dije que precisamente eso es lo malo de lo que hace. Tener fantasías de otra persona como objeto sexual, sin verla como persona creada a la imagen de Dios es precisamente el problema. Aun la reina de la pornografía es la hija de alguna madre y no simplemente un pedazo de carne.
La visión bíblica del sexo también se asocia con la seguridad y la protección. Fuera del plan de Dios, el temor y el peligro también pueden causar despertar sexual. Por ejemplo, meterse a una tienda pornográfica causará la excitación sexual mucho antes de que se presente un estímulo sexual real. Y la costumbre de mirar objetos sexuales es muy resistente al tratamiento porque la excitación no viene simplemente por la vista, el acto viola una norma cultural prohibida. El clímax emocional se intensifica con la presencia del temor y del peligro.
Un hombre dijo que estaba metido en sexo estimulante. Alquilaba una habitación en un motel y cometía adulterio en la piscina donde la posibilidad de que los vieran intensificaba el clímax. Esa gente tiene que separar el temor y el peligro de su estímulo sexual. Una visión bíblica del sexo incluye los conceptos de seguridad y protección para que el cumplimiento máximo venga a raíz de una entrega total del uno al otro, en confianza y amor. Alguna gente se deja engañar con el cuento de que la fruta prohibida es la más dulce, negando la importancia crucial de una relación entre el hombre y la mujer para encontrar el placer y la satisfacción en el sexo.
También abogo por abstenerse del uso de los órganos sexuales para cualquier otra cosa que para lo que los hizo el Creador. Dios no me hizo patas para arriba, ni se supone que deba caminar sobre las manos. Hay partes de mi cuerpo que fueron creadas para disponer de los fluidos y las sustancias de desecho. No creo que el sexo oral refleje el propósito del Creador para el uso apropiado de las partes del cuerpo. Hasta la higiene personal sugiere que esta expresión no se ajusta a los objetivos de Dios.
¿Por qué será que constantemente buscamos la máxima experiencia sexual? ¿Por qué no buscamos la máxima experiencia personal con Dios y uno con el otro, para que el sexo en el matrimonio sea una expresión de la misma forma? La buena relación sexual no hace un buen matrimonio, pero un buen matrimonio tendrá una buena relación sexual.
3. Busque el perdón de todos los que haya ofendido sexualmente. Insto a todo hombre a pedirle perdón a su esposa por cualquier violación de su confianza. Nuestras esposas sienten cuando algo anda mal; no permitamos que tengan que adivinarlo. En realidad ellas forman parte imprescindible de lo que nos permite vivir sexualmente libres en Cristo. Los hombres somos increíblemente vulnerables en el área sexual, y necesitamos el apoyo cariñoso y el discernimiento que ofrece una esposa amorosa. Tanto Douglas, en el capítulo anterior, como Charles finalmente confesaron todo a sus esposas. ¿Habrá sido humillante? Sí, pero ese es el camino hacia la libertad.
Charles también tuvo que pedir el perdón de sus hijos. En algunos casos se llevará años. Tristemente, algunos nunca logran llegar al punto de perdonar al que abusó de ellos, y entonces el ciclo de abuso continúa. Los hijos a los que se ha maltratado normalmente se vuelven abusadores también y sus hijos sufren la consecuencia de otro padre esclavizado. Si la víctima decide no perdonar al abusador, vive esclavizado por la amargura. Sin embargo, para el abusador restaurado que vive bajo condenación porque su víctima no lo ha perdonado se está negando la obra que Cristo completó. Cristo murió por los pecados del mundo una vez por todas. Tenemos que creerlo, vivirlo y enseñarlo para poder parar el ciclo de abusos.
4. Renueve su mente. El sexo anormal es producto de los pensamientos obsesivos. Dichos pensamientos se vuelven duraderos a causa del refuerzo físico y mental que reciben con la repetición de cada acto y de cada percepción mental. La mente sólo puede reflexionar sobre lo que se ve, se guarda en la memoria o se imagina intensamente; somos responsables de lo que pensemos y de nuestra propia pureza mental.
Recuerdo cuando recién me convertí a Cristo y me comprometí a limpiar mi mente. Como se imaginará, el problema empeoró en vez de mejorar. Cuando cede a los pensamientos sexuales, la tentación no parece tan fuerte, pero cuando decide no pecar, la tentación se vuelve más fuerte. Recuerdo que yo cantaba simplemente para distraer la mente. Mi vida y mis experiencias serían bastante inocentes en comparación con las de la mayoría de las personas con que he hablado, pero aun así, duré años en el proceso de renovar mi mente debido a las imágenes que le había programado.
Imagine a su mente como el café en una cafetera. El líquido es oscuro y maloliente debido a la broza del café viejo (el material pornográfico y las experiencias sexuales) que tiene y que ha quedado allí. No hay forma de librarlo de ese sabor amargo y ese color tan feo que ahora lo impregnan; no hay forma de sacarlo con filtro. Tiene que botar la «broza», y lo debe hacer. ¡Debe botar a la basura el material pornográfico!
Imagínese ahora un recipiente de hielo cristalino al lado de la cafetera. Cada cubo de hielo representa la Palabra de Dios. Si tomáramos por lo menos un cubo de hielo cada día y lo pusiéramos en la cafetera, con el tiempo el café se diluiría tanto que no se podría oler ni ver el café original. Eso funcionaría, siempre y cuando usted se hubiera comprometido a no echar más broza de café en la cafetera.
Dice Pablo en Colosenses 3:15: «Y la paz de Cristo gobierne en vuestros corazones, pues a ella fuisteis llamados en un solo cuerpo; y sed agradecidos». ¿Cómo vamos a dejar que Cristo gobierne en nuestros corazones? El siguiente versículo lo dice: «La palabra de Cristo habite abundantemente en vosotros, enseñándoos y amonestándoos los unos a los otros en toda sabiduría con salmos, himnos y canciones espirituales, cantando con gracia a Dios en vuestros corazones».
De la misma manera que Jesús, debemos confrontar la tentación con la verdad de la Palabra de Dios. Cuando ese pensamiento tentador nos acecha por primera vez, lo llevamos cautivo a la obediencia de Cristo (2 Corintios 10:5). «¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra. En mi corazón he guardado tus dichos para no pecar contra ti» (Salmo 119:9, 11).
Vencer la batalla por nuestras mentes a menudo implica dar dos pasos hacia adelante y un paso para atrás. Con el tiempo llegan a ser tres pasos hacia adelante y uno para atrás. Luego son cinco pasos hacia adelante y uno hacia atrás, hasta que son tantos los pasos positivos hacia adelante que el «uno para atrás» es un recuerdo que se desvanece. Recuerde que se podrá desesperar de tanto pedirle a Dios que le perdone vez tras vez, pero Él jamás se desespera de tener que perdonarle.
5. Busque relaciones legítimas que suplan su necesidad de amor y de aceptación. La gente con adicciones sexuales tiende a aislarse, pero nos necesitamos unos a otros; no fuimos creados para sobrevivir solos. Charles buscó ayuda y compañerismo cristiano. Sin embargo pocos lo hacen por la vergüenza que sienten y en consecuencia, permanecen esclavizados. Cuando nuestras relaciones nos producen satisfacción, se cumplen las necesidades legítimas más profundas. La búsqueda de satisfacción expresiones sexuales en vez de relaciones personales conducirá a la adicción.
6. Aprenda a andar en el Espíritu. Gálatas 5:16 dice: «Andad en el Espíritu, y así jamás satisfaréis los malos deseos de la carne». Un andar con Dios legalista solo le traerá condenación, pero nuestra verdadera esperanza es la relación dependiente de Él, sostenidos por su gracia. En mi libro, Cuando andamos en la luz, trato de definir lo que significa gozar de la dirección de Dios y de una vida mejorada por su Espíritu.
Es cierto que la esclavitud sexual es una atadura difícil de romper, pero toda persona puede ser libre de las garras de Satanás en esa área. El terrible costo de no luchar por esa libertad es un precio demasiado elevado. Vale la pena luchar por su libertad sexual y espiritual.
8
Una familia:
Libertad de los falsos maestros
Las personas más inseguras que podrá conocer son los manipuladores. Son independientes, no le importan los demás; son superficiales, no profundizan. Subconscientemente insisten demasiado en la falsa creencia de que su valor depende de la capacidad de controlar o manipular el mundo que los rodea. Tome en cuenta a los Hitler y los Hussein del mundo, cuyas inseguridades llegaron a tal extremo que millones perdieron sus vidas. Los manipuladores de este tipo simplemente eliminan a los que se oponen y se rodean de marionetas que los reafirmen externamente.
De manera similar y más siniestra, se han metido en la iglesia falsos profetas y maestros, como nos advierten claramente las Escrituras: «Porque se levantarán falsos cristos y falsos profetas, y darán grandes señales y maravillas de tal manera que engañarán, de ser posible, aun a los escogidos» (Mateo 24:24). Todavía me sorprende que los seguidores de líderes de sectas provengan de hogares de alto nivel de educación, de clase media, y usualmente religiosos. ¿Seremos tan susceptibles al engaño? ¡Pues sí lo somos!
En 2 Pedro 2 vemos que el capítulo entero se dedica a advertirnos de los falsos profetas y maestros que se levantarán, aparentando ser cristianos. Tome nota de los primeros dos versículos:
Pero hubo falsos profetas entre el pueblo, como también entre vosotros habrá falsos maestros que introducirán encubiertamente herejías destructivas, llegando aun hasta negar al soberano Señor que los compró, acarreando sobre sí mismos una súbita destrucción. Y muchos seguirán tras la sensualidad de ellos, y por causa de ellos será difamado el camino de la verdad.
El lado siniestro del fraude religioso
Cuando se difama el camino de la verdad, el resultado es la esclavitud y no la libertad. ¿Y quiénes se disponen a seguir a este tipo de engañadores? Normalmente las personas dependientes y las que son producto de padres controladores y manipuladores. Algunos son idealistas decepcionados por una sociedad promiscua.
El abuso por medio del fraude religioso es todavía más siniestro que el abuso físico o sexual del que hemos venido hablando, porque esta máscara viene acompañada de un alto grado de compromiso, con ideas que suenan muy nobles. Así se destruye a las personas decentes que buscan poder confiar en quien los dirige. Sin darse cuenta siquiera, terminan siguiendo a un hombre en vez de seguir a Dios. Pablo nos advierte en 2 Corintios 11:13–15:
Porque los tales son falsos apóstoles, obreros fraudulentos disfrazados como apóstoles de Cristo. Y no es de maravillarse, porque Satanás mismo se disfraza como ángel de luz. Así que, no es gran cosa que también sus ministros se disfracen como ministros de justificación, cuyo fin será conforme a sus obras.
El legalismo sofocante
En Cuando andamos en la luz examino la naturaleza y consejería fraudulenta de los falsos profetas y maestros. Nadie es más repugnante ante Dios que quienes pretendan desviar a sus hijos. Los falsos maestros tienen un espíritu independiente y no rinden cuentas a nadie. Exigen lealtad absoluta para con ellos y si no la reciben, lo acusan a uno de no someterse. En vez de liberar a las personas en Cristo, ejercen controles rígidos, a menudo disfrazándolos como normas del discipulado. Insisten en que ellos siempre tienen la razón y que los demás están equivocados, y sus peones no pueden hacer nada sin su aprobación previa. El fruto de su espíritu es el dominio como líder, que termina en legalismo sofocante. El fruto del Espíritu Santo es el dominio propio, que da como resultado la libertad.
Dios es santo y debemos vivir en santidad, pero el legalismo no es el medio por el cual lo podamos lograr. Los controles externos no pueden cumplir lo que solamente puede lograr el Espíritu Santo que vive dentro de la persona. Los legalistas son personas compulsivas que se obligan a vivir de acuerdo a alguna norma, pero que jamás lo logran. Hasta exigen que los demás traten de cumplirla, y paradójicamente los rechazan cuando no logran cumplirla. Viven bajo la maldición de la condenación: «Porque todos los que se basan en las obras de la ley están bajo maldición» (Gálatas 3:10).
Los legalistas tratan de establecer su suficiencia en ellos mismos y no en Cristo:
No que seamos suficientes en nosotros mismos, como para pensar que algo proviene de nosotros, sino que nuestra suficiencia proviene de Dios. El mismo nos capacitó como ministros del nuevo pacto, no de la letra, sino del Espíritu. Porque la letra mata, pero el Espíritu vivifica (2 Corintios 3:5, 6).
Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad (2 Corintios 3:17).
Una familia dentro y fuera de la esclavitud
Nuestro próximo relato es de una familia que en un lapso de diez años hizo su peregrinaje dentro y fuera de la esclavitud. Cuando lo conocí, Joe era un hombre competente y próspero en su profesión, pero su matrimonio estaba en peligro. Su esposa se había ido por algunos días para contemplar la posibilidad de separarse de él. Sus ojos expresaban profunda preocupación cuando vino en busca de consejo. Escuchemos primero a este hombre concienzudo quien inadvertidamente condujo a su familia a esclavizarse al líder de una secta, un hombre que se disfrazaba de mentor justo. Para Joe lo más difícil fue aceptar que se le engañó; una vez que lo logró, luchó respecto a quién sería el próximo en quien confiaría.
Luego escucharemos la opinión de su esposa, quien discernió que algo andaba mal pero fue acusada de no someterse. Finalmente, dan su voz en el asunto las dos hijas a quienes les irritaba ese ambiente opresivo. No comentaré sobre sus testimonios porque lo dicen todo.
* * *
La historia de Joe
Mi madre hizo lo imposible por mantener unida a la familia.
Mis padres se divorciaron cuando yo era muy pequeño. Después de eso recuerdo que sentí nuevos trauma con la muerte y separación de otros seres queridos. Mi madre hizo lo imposible por mantener unida a la familia, pero su propia inseguridad se manifestó en la necesidad de controlarnos.
Mamá y yo siempre fuimos muy unidos, pero ahora que reflexiono sobre el pasado veo que me presionaba en mi toma de decisiones y me moldeaba como una persona que necesitaba a otra para guiarme. Esto ha tenido un efecto tremendamente negativo en mi vida y todavía paso a menudo por un «infierno» de indecisión a la hora de tratar de escoger un plan de acción. Y una vez que tomo la decisión, me encuentro evaluándola y reevaluándola una y otra vez.
Me fue bien en el colegio y especialmente en la universidad, sacando el segundo lugar en mi campo principal de estudio cuando me gradué. Formé también parte de la selección deportiva de universitarios en la costa este de los Estados Unidos.
Cynthia odiaba nuestra iglesia legalista, por la que yo daba la vida.
Cynthia y yo nos conocimos cuando teníamos diecisiete años de edad y ella llegó a casa como huésped de mi hermana. Era bonita y sus ojos vivaces, por lo que me atrajo mucho. Nos enamoramos, salíamos juntos durante nuestros años universitarios y nos casamos después de la graduación. Una vez casados, asistíamos a una iglesia, pero no conocí al Señor sino cerca de un año después; para ella fue varios años después. Cynthia odiaba nuestra iglesia legalista, por la que yo daba la vida. Como resultado de mi dedicación, mucha gente allí me aconsejó que debía ingresar al ministerio.
Nos trasladamos a otra iglesia donde también me involucré muchísimo: dirigía el culto de adoración, ayudaba a los pastores, redactaba el programa y dirigía pequeños grupos. Allí fue cuando empecé a notar que mi relación con Cynthia se deterioraba. Al fin renuncié a toda actividad del «ministerio» para dedicarme exclusivamente a mi hogar y a mi familia.
Conocimos a una pareja de otra iglesia que era ejemplo de buena vida familiar, nos ayudaron mucho en nuestra relación y en la crianza de nuestros hijos pequeños. Fue a través de ellos que conocimos el movimiento de discipulado que a la larga terminó destrozando nuestra familia. Asistimos a un culto en su iglesia para escuchar al líder del movimiento que era de otro estado. Respondí a su mensaje y una vez tras otra escuchaba sus casetes, hasta que me convencí de que debíamos involucrarnos en ese movimiento.
A Cynthia le fue difícil aceptarlo y, cuando escuchaba los casetes, se sentía abrumada por el temor. Los líderes de nuestra iglesia también se oponían a que participáramos tanto, por lo que me sometí a Cynthia y a ellos durante dos años. Al final, acordaron que nos uniéramos al movimiento.
Ahora puedo ver que Cynthia nunca se sintió bien con esa decisión; pero en realidad, la cansé con mis presiones. Sin embargo, en esa época pensaba que había estado esperando que Dios actuara a favor nuestro y que Él había quitado las barreras para que nos fuéramos.
Poco a poco la perspectiva que tenía de mi esposa comenzó a cambiar
Nos hicimos miembros de la nueva iglesia y poco a poco la perspectiva que tenía de mi esposa comenzó a cambiar. En mi nueva interpretación de autoridad y sumisión en el hogar empecé a calificar la resistencia que me hacía como su rebelión contra el Señor.
Sentía hambre de Dios y me emocioné con la visión del movimiento y con las respuestas que parecía ofrecer para los problemas de la iglesia y de la sociedad moderna. De veras pensé que la iglesia necesitaba orden y disciplina, y que Dios había establecido esta obra para cumplir con dicha meta.
Me dieron algunas responsabilidades grandes en el movimiento, tanto a nivel legal como administrativo. Vendimos nuestra casa para trasladarnos más cerca de la iglesia y donamos el patrimonio para el avance de la visión.
El líder del discipulado abusaba de su autoridad y manipulaba a la gente.
Ahora en retrospectiva, veo que en ese movimiento había un hombre, el líder, que abusaba de su posición de autoridad y usaba, controlaba y manipulaba a la gente. Yo era el que respondía a su liderazgo, pero lo hice creyendo firmemente que le respondía al Señor.
La advertencia que no capté en todo el camino fue la preocupación de Cynthia. Seguía oponiéndose. Ahora me doy cuenta de que en su espíritu percibía que algo andaba mal, pero no me lo explicaba y tal vez no estaba listo para escuchar. Debí haber atendido sus sospechas, pues eran parte de la dirección dada por Dios, pero las eché a un lado. Más bien consideré que su resistencia era de autoprotección y que mi responsabilidad era ayudarla.
Al fin nos pidieron que nos mudáramos a otro estado donde pensé que podríamos involucrarnos aún más, lo que nunca sucedió. No lo sabía en ese entonces, pero cuando ya teníamos un tiempo de estar allá, el líder empezó a contarle a Cynthia cosas dañinas y contenciosas sobre mí. Por otro lado, me decía que no podía dirigir a mi esposa y que no era capaz de tener ninguna responsabilidad en la iglesia. Me echaron totalmente a un lado.
Todo esto sucedió en una época en que cuestionaba los asuntos legales del movimiento. Había visto una señal de peligro y cuando hablé con el líder acerca de mis preocupaciones, reaccionó con ira. Me dijo que me estaba metiendo en lo que quedaba fuera de la esfera de mi responsabilidad y que no tenía derecho a intervenir.
Una barrera grande creció cada vez más entre Cynthia y yo.
Pasé los cinco años siguientes agonizando ante Dios, tratando de responder ante lo que se me decía que eran mis «problemas». Mientras tanto, una barrera grande creció cada vez más entre Cynthia y yo. Sentí que mucho de lo que Dios me había llamado a hacer se había bloqueado porque ella siempre se oponía a mí, a los líderes y a Dios. El líder fomentaba esta actitud de maneras tan sutiles que no me daba cuenta de lo que sucedía.
Poco a poco se me hacía cada vez más difícil responder a la enseñanza y a los retos del liderazgo, pero se nos enseñaba que deberíamos seguir respondiendo a Dios en sumisión a la autoridad de ellos. Fue una época dolorosa y confusa para mí, y no percibí las muchas señales que me advertían que las cosas no andaban bien.
Me regocijé muchísimo cuando Cynthia tuvo la idea de ir a una escuela de preparación, una experiencia de discipulado en un internado para la familia entera. Lo vi como un cambio en Cynthia y estuvimos de acuerdo en asistir.
Desenmascararon al líder del movimiento
Al año siguiente, desenmascararon ante el público al líder del movimiento, tanto por su manejo de las finanzas del ministerio como por su abuso espiritual y sexual de muchas de las mujeres. Junto con otros del grupo, Cynthia y yo armamos el rompecabezas del movimiento y vimos un cuadro demasiado complejo e increíble de control y manipulación por un solo hombre.
Todo el mundo creyó que eran las únicas víctimas y que, debido al «problema» en su vida personal, no podían pasar a asumir nuevas responsabilidades. Gran parte del control de la gente se mantuvo mediante la división entre marido y mujer; Cynthia y yo éramos un ejemplo clásico. Pero cuando descubrieron al líder, se rompió esa poderosa influencia que nos controlaba a todos.
Salimos de inmediato y regresamos para reorganizarnos en nuestro estado natal. Nuestra familia, el mayor tesoro de mi vida, había sufrido un enorme daño en sus relaciones. Ya no tenía la capacidad para relacionarme con mis hijos, especialmente con mi hija mayor que tenía muchísimo tiempo de estar luchando de la misma manera que lo hacía Cynthia.
Necesitábamos un cambio radical. Yo había bebido profundamente de un espíritu malo, lo había introducido en nuestro hogar y había modelado algo que era básicamente defectuoso. Reconocí estos hechos ante mi familia pero no me daba cuenta de que era simplemente el comienzo de un largo peregrinaje, no el fin de nuestros problemas.
Hallé claridad y frescura en la libertad en Cristo que describía.
Me recomendaron un libro del doctor Neil Anderson: The Bondage Breaker. Encontré claridad y frescura en la libertad en Cristo que describía. Compré también su primer libro, Victory Over the Darkness, que Neil había recomendado como importante para nuestra identidad en Cristo. Devoré ambos libros, leyéndolos, reflejándolos y haciendo anotaciones en todas partes. No hubo un área de las Escrituras mencionadas en estos libros que ya no hubiera estudiado profundamente; sin embargo, Neil daba a todo una perspectiva fresca.
Le recomendé los libros a Cynthia y empecé a tomar en serio la idea de ir a California con la esperanza de ver a Neil. ¡Cuál no fue mi regocijo cuando me enteré de que vendría a nuestra área en pocas semanas para dar un seminario de siete días! A Cynthia no le interesó mucho la idea y se fue de viaje para evaluar nuestra relación, por lo que asistí solo. En el seminario me remitieron a una pareja de miembros del personal de Freedom in Christ [Libertad en Cristo] ya que había pedido consejería. A su regreso, Cynthia aceptó ir a hablar juntos, siempre y cuando fuera con alguien totalmente independiente que no estuviera prejuiciado por mi perspectiva sobre la situación ni por la de ella.
Comencé a verme en una nueva luz.
Me reuní con el marido mientras Cynthia se reunía con la esposa, y cada quien nos condujo por los pasos hacia la libertad. En el transcurso de esa sesión empecé a verme de manera distinta. Conocía mi identidad en Cristo; podría haber discutido los asuntos desde la perspectiva bíblica. Sin embargo, empecé a ver que había construido un muro fuerte alrededor de las muchas emociones que había sentido desde mi infancia y que había encerrado dentro de mí. No estaba en contacto con mis propios sentimientos, sino que me relacionaba sólo a nivel de la mente con Dios y con los demás.
Las barreras que me había construido eran una autodefensa, un sistema de seguridad bajo el disfraz de la espiritualidad: gran disciplina personal, un estudio constante de la Palabra de Dios, momentos de comunión con Dios; pero siempre un sistema en que yo ejercía todo el control que pudiera para poderme mantener de una sola pieza. Sentía orgullo espiritual de mi habilidad para responder «correctamente» a las situaciones, para controlar o suprimir mis sentimientos y emociones y para hacer lo correcto.
Era mi propia «rectitude» la que bloqueba todo sentido de pobreza personal y mi necesidad de Dios. Lo que no conocía era la humildad de necesitar a Dios día a día a nivel personal. Sabía lo que tenía que hacer, siempre tenía la respuesta «correcta» y la podía respaldar con las Escrituras, pero lo hacía con mi propio esfuerzo, cosa que irritaba mucho a Cynthia pues para ella yo no era auténtico.
Se me hacía demasiado difícil estar equivocado, especialmente en asuntos espirituales, y a menudo no escuchaba a Cynthia. Ella era la que estaba «fuera de onda» y la que necesitaba ayuda. Me instaron a dejar de insistir en ser correcto, a sentirme libre para equivocarme y a dejar que Cynthia me ayudara.
Yo, en realidad, había destruido a Cynthia.
Al fin me di cuenta de que yo, en realidad, había destruido a Cynthia. Me había entregado a la obra de Dios, específicamente a la visión y al llamado de nuestro líder de discipulado, haciendo a un lado a mi esposa. ¿Qué clase de hombre hace eso? Había idolatrado a un hombre porque en mi propia inseguridad necesitaba su aprobación, y a pesar de que podía enseñar todo respecto a la maravillosa aprobación y aceptación de Dios, yo mismo no la había comprendido.
Llegar a esta realización me fue muy difícil porque sinceramente creía que todo lo que hacía era para Dios y que ya tenía su aprobación.
Satanás es mentiroso, engañador y muy sutil en todas sus maniobras.
Todavía me cuesta entender cómo, con todas mis ansias de conocer a Dios, me pudo engañar el enemigo de nuestras almas. Por supuesto que la explicación es que Satanás es mentiroso, engañador y muy sutil en sus maniobras. Esta experiencia de diez años ha dejado una huella indeleble en mi vida y en mi familia.
Aun después de recibir el seminario sobre «Libertad en Cristo», aún descubría más respecto a esa persona tan asustada que había dedicado los últimos veinte años a servir a Dios, pero a nivel personal se mantenía independiente de Él: Tenía conocimiento espiritual pero vivía en una irrealidad emocional.
Gracias a Dios pude enfrentar la verdad sobre mí mismo, pues la barrera más grande para la restauración de mi familia había sido que yo tuviera conciencia de mi propio pecado. Después de pedir perdón al Señor y a Cynthia, hablé con mis hijas, contándoles algo de cómo me percibía y lo equivocado que había estado, que no había sido un buen reflejo de la imagen verdadera de Dios. No podemos borrar el pasado y estamos lejos de ser perfectos, pero juntos nos encaminamos en un nuevo peregrinaje de gracia.
* * *
Cuando Cynthia entró al vestíbulo de la iglesia al lado de Joe, me parecía muy evidente que era una mujer acechada por el temor y la desilusión, que venía a tantear la situación. Su relato es el siguiente:
La historia de Cynthia
Tenía la costumbre de dormirme llorando.
Hubo conflicto en el hogar de mi infancia. Mientras mis padres discutían y se peleaban en la sala, mi hermana y yo nos tomábamos de la mano entre nuestras camas para lograr consuelo y nos dormíamos llorando.
Tanto deseaba la paz, que cuando papá se enojaba, procuraba no cruzarme en su camino y trataba de mantener todo en calma.
Papá era un obrero orgulloso que creía que un buen hombre debe trabajar duro todo el día; y así como trabajaba, así tomaba. Tenía básicamente una tremenda ética del trabajo la que me trasmitió. Siempre quise hacer e hice bien las cosas, porque algo menos era rebajarme. Logré mis metas escolásticas a pesar de sentirme terriblemente insegura y sin saber qué sería de mi futuro.
Mamá me dijo que los muchachos querían una sola cosa.
En mis años de adolescente mamá compraba toda mi ropa de segunda mano, y siempre me quedaba demasiado grande, tanto que tenía que arreglarla con alfileres. Cuando me quejaba, me decía que los muchachos querían una sola cosa y que si pudieran ver la forma de mi cuerpo, les metería ideas en la cabeza.
De pura vergüenza me alejé de los muchachos de mi escuela y simplemente me concentré en los estudios, sobre todo en el inglés y en la redacción imaginativa. Disfrutaba de esos cursos porque por medio de ellos podía expresarme. Una vez, desde el fondo de mi corazón escribí un ensayo sobre la individualidad, sobre lo que significa ser diferente pero aceptado, de tener valor por sí mismo a pesar de ser diferente.
Mi amiga dijo que tendríamos un romance veraniego.
En mi último año de colegio fui con una amiga a visitar a su familia en otra ciudad. Me quedé pasmada de que mis padres me dieran permiso porque siempre me protegían increíblemente. Pero, bueno, mi amiga era la hija del pastor. Me dijo que tendríamos un romance veraniego, aunque yo en realidad no sabía qué significaba eso.
Había otra muchacha de nuestra edad en la casa donde nos hospedamos y tenía un hermano. Temía a los muchachos, pero Joe era bueno, hablaba correctamente, era todo un caballero y unos pocos meses mayor que yo. Con el paso de los años se desarrolló nuestra amistad y aunque percibí una tendencia a controlarme, no lo reconocí como un problema que nos asediara.
Nos casamos y por un tiempo esperaba emocionada que llegara a casa todas las noches. Pero pronto aprendí que era un hombre sumamente inseguro.
Todos los domingos lloraba cuando salíamos de la iglesia
Su inseguridad creó serios problemas en nuestra relación cuando nos unimos a una iglesia legalista. Era un cristiano que buscaba a Dios y amaba el legalismo. Quería que alguien le dijera simplemente lo que tenía que hacer para poder sentirse seguro haciéndolo. Todos los domingos lloraba cuando salíamos de la iglesia porque siempre estaban señalándonos y diciéndonos qué andaba mal.
Llegué al punto de no volver más a la iglesia. No quería ser como esa gente: decaída, infeliz y sin gozo. El pastor incluso nos dijo que si uno era cristiano y enseñaba en una escuela pública, era como los paganos. Una enfermera que trabajaba los domingos también estaba condenada.
Sin embargo, una vez escuché a un misionero visitante que reía mucho y cantaba. Jamás antes había visto un cristiano tan alegre. Todo lo que yo había intentado anteriormente, ya sea unirme a la iglesia o asistir a grupos de estudio bíblico, había producido en mí un gran vacío, pero ese misionero llegó a ser mi amigo y empezamos a reunirnos con él para estudiar la Biblia. Una noche la luz vino sobre mí y vi a un Salvador amante dándome la bienvenida y perdonando mis pecados. Lo recibí en mi vida y lloré a lágrima viva, diciendo: «¡Ya entiendo! ¡Ya entiendo!»
Tenía un verdadero temor de que nos estuviéramos involucrando en alguna secta.
Entonces nos fuimos para otra iglesia más legalista que la primera y Joe estaba muy emocionado, porque formaba parte de ella el líder del movimiento de discipulado que a Joe le había llamado mucho la atención. Sentía que este líder tenía las respuestas que buscaba en la vida cristiana. De mi parte, sentía lo opuesto. Temía que nos estuviéramos involucrando en alguna secta, y sentía fuertes reservas tanto sobre las enseñanzas y los métodos de este grupo como sobre el mismo líder. Pero Joe persistió y yo le seguí.
Parte de su enseñanza era que la gente debía asistir a reuniones, no sólo por largos períodos los domingos sino que varias veces entre semana y siempre los viernes en la noche. Se suponía que los niños tenían que estar presentes en todo momento, por lo que los pequeñitos pasaban tres o cuatro noches seguidas durmiendo en el piso. Se nos decía que teníamos que sacar de nuestra mente la «religión», por lo que se celebraban las reuniones los domingos a otras horas que no fueran tradicionales. Nos enseñaron que ahora la iglesia era nuestra familia y que teníamos que escoger cualquier reunión convocada por el líder, por encima de cualquier actividad de familia.
Fue un programa constante de adoctrinamiento. Si no estábamos de acuerdo con algo que decía o hacía el líder, no teníamos derecho a hablar con él al respecto. Los líderes no tenían que rendir cuentas a su seguidores, sus «ovejas». Jamás tenían que pedir perdón por algo mal hecho. Sin embargo, a las ovejas se les daba supuestamente el derecho llamado «derecho de apelación» en caso de que alguno de los líderes subordinados les hubiera hecho algún mal. La verdad es que esto jamás sucedió. Las ovejas siempre estaban equivocadas, se les enseñaba que cuando retaban o incluso cuestionaban al liderazgo estaban atacando al «trono de Dios».
Los líderes, o «pastores», enseñaban que estaban por encima de las ovejas. No debían fraternizar con las ovejas, sino simplemente darles a conocer sus necesidades para que las ovejas los sirvieran. Jamás sentí que los pastores nos dieran apoyo; su tarea consistía en señalar nuestras faltas y errores.
Mi esposo me dijo tranquilamente que yo tenía un espíritu de Jezabel.
Durante los primeros meses de asistencia a esta iglesia hablé de mis inquietudes y preguntas con Joe. Sin yo saberlo, él le relataba a su pastor todo lo que yo decía. La jerarquía apoyaba esta actitud, supuestamente para ayudarnos a madurar. Un día mi esposo me dijo tranquilamente que yo tenía un espíritu de Jezabel. Como no sabía qué era eso, le pedí que me lo explicara. Dijo que yo era una usurpadora, que su pastor había llegado a esa conclusión después de conocer mis preocupaciones. A Joe le dijeron que yo trataba de manejar la familia y pasaba por encima de él.
Durante diez años, todo lo que se decía o hacia en nuestro hogar se juzgaba de acuerdo a esa perspectiva. Joe sentía que no era hombre si no podía dirigir a su esposa, y la iglesia constantemente reforzaba esa creencia. Le dijeron que no podía avanzar dentro de la iglesia hasta que no tuviera en orden su casa, o sea, a mí.
Cuando tuvimos ese primer conflicto grande, pedí un «derecho de apelación». Nos dieron una cita con el líder y este pastor me dijo que lo que yo quería era un «perrito faldero» como esposo, alguien que me siguiera a mí por todos lados. También me dijo que hay muchos niveles de madurez en la fe cristiana y que yo estaba apenas en el jardín de infancia.
Salí de la entrevista sintiendo que esta había sido injusta y que no habían escuchado mi punto de vista. El líder trató de debilitar mi voluntad y aplastar mi espíritu. En realidad, lo único que logró fue que yo cuestionara más y sintiera mayor preocupación por toda la situación.
Desafortunadamente, mientras más desconfiaba yo, Joe se encantaba más de la enseñanza fuerte y aun del mismo líder, enviándole largas cartas con su compromiso de servirle como siervo. Cuando descubrí esto me enfurecí; no sólo se estaba vendiendo a otro hombre, sino que lo hacía a costa mía.
Me veía como una enemiga.
Mi esposo siempre había sido amoroso, bueno y considerado, pero todo eso cambió. Empezó a ser suspicaz, desconfiado y resentido, y me veía como una enemiga que siempre le frustraba sus planes.
Lo que hacía más difícil todo este proceso era que yo sabía cuánto él añoraba buscar a Dios y andar en sus caminos. En este momento nos instaron a vender todo y mudarnos varios miles de kilómetros para estar cerca del líder, quien había trasladado la sede de la iglesia a otro estado. Para mí fue como una condena, pero como no había otra salida para nuestro matrimonio, estuve de acuerdo con este paso. Con muchísima ansiedad emprendimos el proceso de mudarnos. Nuestras dos hijas, y particularmente la mayor, no querían dejar su casa, su escuela ni sus amistades. Por otro lado, yo estaba agarrada de un hilo con la esperanza de que esta fuera la respuesta y que podríamos resolverlo todo.
«Tenga cuidado con Cynthia; es un problema».
Una vez que nos mudamos, en vez de recibir ayuda nos dejaron solos sin ningún contacto personal por varios meses. Supe después que la pareja asignada a ser nuestros pastores le habían advertido a todas las personas con quienes yo había sido amistosa: «Tenga cuidado con Cynthia; es un problema. No debe pasar mucho tiempo con ella».
A Joe también lo hacían a un lado y sufrió ostracismo de parte del grupo. Mientras anteriormente estuvo por algunos años bastante involucrado en los aspectos legales de la iglesia y tuvo responsabilidades importantes en esta área, ahora le dijeron que no debía hacer preguntas ni familiarizarse de ninguna manera con el funcionamiento del movimiento.
Yo luché. El luchó. Desafortunadamente no luchamos juntos. Joe seguía manteniendo que el liderazgo tenía razón, y se enojaba mucho conmigo cada vez que expresaba mis inquietudes. Francamente, no pude ver mucho de Jesús en lo que sucedía. Hacía tiempo había decidido que si lo que tenía mi esposo era cristianismo, yo no quería saber nada de eso. Pero como me habían dicho que espiritualmente estaba en pañales mientras que a mi marido lo consideraban muy maduro, me reservé estos pensamientos.
A los niños se les enseñaba que la vida no es justa
Después de un tiempo de vivir en el otro estado, le sugerí a Joe que asistiéramos a la escuela de preparación que manejaba el movimiento de discipulado. Esa decisión nació de mi desesperación y de la creencia de que necesitaba más disciplina en mi vida.
Las reglas de la escuela para el comportamiento familiar eran muy estrictas y nuestra hija adolescente tuvo muchos encuentros con Joe. A los niños se les enseñaba que su lugar era escuchar, obedecer y dejar que se frustrara su voluntad para que aprendieran que la vida no es justa. Cada vez que Joe regresaba de un viaje insistía en traer un regalito para sólo una de las niñas. No importaba si dejaba fuera a la misma niña varias veces seguidas, pues eso únicamente servía para reforzar la lección. La idea que surgió directamente del mismo líder.
Varios meses después de graduarnos del curso, tanto Joe como yo decidimos regresar a casa al final del año. Cuando le pedimos permiso al líder, nos dijo que no creía que el Señor hubiera terminado con nosotros todavía y que también él tenía planes para nosotros. Pero yo no quería sus planes. Además, el Señor me había dado personalmente un versículo en las Escrituras: «Yo sé los planes que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, planes de bienestar y no de mal, para daros porvenir y esperanza» (Jeremías 29:11). Me agarré muchísimo de esta palabra.
En la medida en que yo estudiaba Jeremías el Señor me iba dando mensajes respecto al regreso del exilio. Todos, Joe, nuestras hijas y yo sentimos que debíamos regresar a casa y estábamos emocionados. Por primera vez en diez años la familia entera estaba de acuerdo.
Le habían pedido al líder que renunciara debido a su comportamiento sexual indecente.
De repente, se convocó a una reunión de toda la iglesia y se anunció que le habían pedido al líder que renunciara debido a su comportamiento sexual indecente con muchas mujeres. Fue un choque que golpeó a toda la iglesia, y entonces supimos sin la menor duda lo que el Señor quería que hiciéramos: ¡regresar a casa!
Una vez en casa, las niñas y yo estábamos eufóricas, pero Joe entró en una depresión profunda que le duró semanas. Se había retado su sistema de convicciones. Estaba confuso y enojado, sin saber a dónde ir o de dónde buscar consejo.
Empezamos a pelear otra vez y sabíamos que necesitábamos ayuda, de parte de alguien que fuera independiente de nuestra situación y que tuviera un ministerio devoto. Ese era nuestro clamor.
Pasaron los meses y Joe se enteró de los libros del doctor Neil Anderson, que leyó con enorme interés. Compró uno y luego otro. Entonces supo que el doctor Anderson venía a nuestra ciudad a dirigir un seminario sobre: «La Resolución de conflictos personales y espirituales».
Joe estaba decidido a asistir y me pidió que lo acompañara, pero rehusé. Sí leí el libro que me había recomendado, pero no tenía la menor intención de tratar con diez años de abuso y control en un salón lleno de gente. Hice un viaje sola a otra ciudad para tratar de poner orden en mi confusión y quizás decidirme a dejar a Joe. Regresé casi al fin del seminario y todas las noches Joe llegaba a hablar un poco de lo que estaba aprendiendo. Pero no me interesaba mucho, le había perdido todo respeto en lo espiritual.
Buscaba el menor juicio o desconfianza para conmigo.
Estuve de acuerdo en reunirnos con una pareja del personal de Libertad en Cristo hacia el final del seminario. Estaba asustada. Había ido demasiadas veces a hablar con alguien para que después no me quisiera escuchar. Cuando entramos a la iglesia y nos encontramos con la pareja sonriente, respondí levemente a su saludo pero permanecí reticente. No iba a decir nada si sospechaba el menor juicio o desconfianza para conmigo. Pero no encontré nada.
Oramos brevemente juntos y luego los hombres fueron a otra sala mientras la mujer y yo empezamos a conversar. Me pidió que le hablara de mi vida y de mis heridas; lo que sucedió en las dos horas siguientes cambió dramáticamente mi vida.
Hablé … ¡qué no dije! Cuando me di cuenta de que en esta mujer había un espíritu receptivo y sensible, bajé las defensas y salió como torrente todo lo que había tenido encerrado por muchos años. Por primera vez en diez años sentí que alguien me escuchaba sin condenarme; sólo su receptividad y generosidad de darme su tiempo me permitieron que soltara la carga de todos esos años. Finalmente me condujo por los pasos hacia la libertad, renunciando a cualquier contacto y a toda participación con la secta.
No se me había ocurrido perdonar a Dios por permitir que todo sucediera.
Me pidió una lista de nombres de todas las personas a las que yo debía perdonar y fue larguísima. Cuando llegué al nombre del líder del movimiento tuve una lucha, dentro de mí todo se oponía, pues no quería perdonarlo por lo que había hecho para destruir nuestras vidas. Pero al fin lo hice; con un acto de mi voluntad lo perdoné y se soltó un profundo torrente de emoción. No se me había ocurrido perdonar a Dios por permitir que todo sucediera, pero me di cuenta de que sí lo culpaba. Finalmente, tuve que perdonarme por lo que había hecho y no había hecho en toda mi vida.
Al final estaba cansada y extrañamente humilde. Me sentí consolada por el hecho de que alguien me había creído y limpia porque había soltado la carga de la falta de perdón. Hablando después acerca del líder del movimiento, ya no sentía opresión en el pecho ni tensión en el cuerpo; sabía que por fin estaba libre de él. ¡Había empezado mi sanidad!
Como familia, se nos ha dado esperanza y aliento.
Mis hijas estuvieron de acuerdo en acompañarme, por lo que las llevé al siguiente congreso que tuvo Neil. Desde la primera noche las muchachas se sintieron relajadas, y disfrutaron de los mensajes. Habían pasado anteriormente muchas semanas en seminarios de iglesia y habían llegado a odiarlos, pero este era distinto. Este hombre era auténtico; hasta era divertido y lo que decía tenía sentido. Al final de la semana ambas muchachas experimentaron el mismo proceso de liberación que yo había tenido la semana anterior.
Los cambios en la vida de nuestras hijas han sido profundos. A la mayor se le restauró la ternura, y su corazón está muy abierto al Señor. La menor soltó cargas de dolor y de falta de perdón, ahora todos estamos libres.
Joe y yo todavía tenemos mucho que hacer. A diario surgen situaciones en las que debemos lidiar con viejos patrones de conducta. Pero ya no siento que sea demasiado. Sabemos que llevará tiempo salir del viejo estilo de pensar, pero estamos en el camino a la sanidad. ¡Tenemos esperanza!
* * *
Judy, la hija mayor adolescente de Joe y Cynthia, es un ejemplo del efecto que puede suceder cuando los padres se arrepienten, volviéndose real y sincera la comunicación entre ellos y sus hijos. He aquí el relato de la búsqueda de Judy por la verdad y su lucha con su propia ira y rebelión.
La historia de Judy
Me preguntaba cómo se podrían equivocar jamás los adultos.
Cuando era pequeña pensaba que mamá y papá eran felices, pero cuando tenía unos diez años empecé a sentir mucha tensión interior. Pero todavía pensaba que mis padres eran perfectos, y me preguntaba cómo se podrían equivocar los adultos.
Mamá lloraba mucho, ella y papá discutían a puerta cerrada, a veces por horas y horas. De noche, acostada en mi cama los escuchaba sin saber qué hacer. Me asustaba muchisimo. Luego papá subía a darnos las buenas noches pero no decía nada más.
Me convertí a Cristo siendo muy pequeña. Cuando era adolescente nos fuimos a otro estado, y fue espantoso. La gente allí, especialmente los muchachos de mi edad, eran muy caprichosos. Por fuera eran amables, pero me parecía que sus intenciones ocultas eran dañarnos y hacernos deprimir. No estaba acostumbrada a eso y duré mucho para sobreponerme. Llegaba a casa en un mar de lágrimas porque no podía manejar el hecho de que la gente chismeara de mí sin ninguna razón aparente.
Era como si el cuarto estuviera lleno de maldad.
Odiaba la iglesia a la que asistíamos y al pastor. Cuando él entraba yo sentía algo así como una presencia oscura, como si el cuarto estuviera lleno de maldad. Me sentía ahogada y claustrofóbica y quería salir. No me gustaba estar cerca de él.
Cuando iba a la iglesia, me encerraba en mí misma. No cantaba ni participaba del culto. Simplemente no podía reaccionar, lo que me metía en muchos problemas. Mis padres me decían: «¿Qué te pasa? Dices que estás bien antes del culto y dices que te sientes bien después del culto. ¡Algo tiene que pasarte! Pero no sabía qué responder; simplemente no quería estar allí.
Seguramente estaba sintiendo todo lo malo que allí había. Sentía que el movimiento entero era una farsa. Los líderes se paraban y gritaban hasta el punto en que le dolían a uno los oídos, y lo que decían no tenía sentido. Todo era teología y mucha palabrería que no ayudaba en nada.
Teníamos que asistir a reuniones de la juventud; no teníamos alternativa. Si no íbamos nos despreciaban como rebeldes y ovejas negras. Lo bueno era que podía ver a mis amistades, y esa era una de las pocas veces en que nos veíamos.
Querían saber las cosas para poder enseñorearse de uno.
Dentro de la estructura de la autoridad la gran frase era marco conceptual; eran puras reglas, muy legalista. De arriba a abajo todo era la ley y eso me afectó muchísimo.
Se suponía que los líderes tenían que conocer todo acerca de todos. No era tanto el caso nuestro porque estábamos en un nivel bajo. Pero entre más alto el nivel de uno, más conocía acerca de los demás. Esa era la estructura del poder. Querían saber las cosas para enseñorearse de uno. Era responsabilidad de mi papá contarles todo respecto a nosotras.
Discutíamos constantemente.
Cuando cumplí catorce años y mis padres estaban en la escuela de preparación, había reglas muy estrictas. Papá estaba a favor de todas, por lo que las seguía hasta el último detalle. Me sentía constantemente presionada y con el tiempo me rebelé. Peleaba mucho con él y discutíamos constantemente. Llegué al punto de odiarlo con todo mi ser durante el último año que pasamos fuera de casa. A todo lo que él defendiera yo me oponía. Sabía que no debería ser así, pero ni siquiera me sentía mal.
Mi madre me hablaba de algunas de las dificultades que experimentaba y yo le contaba lo que estaba sintiendo, más que nada la presión de parte de papá. No importaba lo que yo dijera, él lo tomaba como una crítica; pensaba siempre que yo lo estaba humillando, aun cuando hiciera solamente un pequeño comentario.
No confiaba en mi padre. Una vez le dije algo y se fue directo a ver a mi maestra y se lo contó. Luego ella vino y me lo dijo. No lo podía creer. Había dicho algo muy importante para mí y ahora lo usaban en mi contra.
A veces mi madre me decía: «Hay esperanza; hay esperanza. Está cambiando; él está cambiando». Pero respondía: «Pues yo no lo veo así».
No quería hacer nada que me hiciera una hipócrita.
Cuando regresamos a casa, mi vida espiritual casi no existía. No era que a propósito le estuviera dando la espalda al Señor, pero tomé una decisión consciente de no meterme en nada como lo que habíamos tenido antes. No quería ser una hipócrita.
Cuando mi papá empezó a hablar del seminario de Libertad en Cristo, no quise tener nada que ver con el asunto. Él seguía presionando y presionando, pero ya habíamos ido a demasiadas conferencias. Habíamos asistido a sesiones de enseñanza que se daban en reuniones todas las noches de la semana, y sentíamos que nos metían la religión a la fuerza. Teníamos que asistir a esas sesiones y era espantoso, por lo que pensé: aquí vamos otra vez con lo mismo.
Papá nos dijo que no nos obligaría a asistir, pero que le gustaría mucho que lo hiciéramos. No sé por qué pero esta vez no parecía que estuviera insistiendo como solía hacerlo antes, y estábamos en un punto en que nos llevábamos un poquito mejor. Sin embargo, mamá, mi hermana y yo no quisimos ir, mientras papá asistía y nos contaba lo bueno que era el seminario. Pensé: Bueno, vamos a ver algunos cambios grandes por acá, pero no sucedió nada visible. Entonces mamá y papá asistieron juntos a una sesión de consejería.
La experiencia de mamá me impactó mucho y las dos lloramos juntas.
Al día siguiente salimos solas mi madre y yo, y hablamos por horas. Me describió lo que había sucedido en la sesión y las dos lloramos juntas.
Mamá me contó que la pareja que conoció no la había criticado y me pareció que me gustaría ir. Asistimos al siguiente seminario en que ellos estaban y me encantó. Todas las sesiones eran placenteras y refrescantes, nada de legalismos, y el conferenciante era divertido. No le predicaba a uno sino que daba ejemplos a partir de su propia vida y de su familia. Uno sentía que él venía al lado de uno y decía: «Mire, yo también soy persona y también tengo problemas».
Decidí consultar con la misma consejera que tuvo mamá y cuando lo hice entregué por voluntad propia gran cantidad de resentimiento. Era algo que tenía que hacer. Ahora oro por esas personas de mi pasado.
Durante los años allí hubo esos momentos en que tuve encuentros dramáticos con el Señor. Sin embargo nunca perduraban más de una o dos semanas. Fueron experiencias emocionales y físicas con temblores y todo. Hubo cosas buenas pero también hubo mucha exageración. Entonces yo volvía a ser como antes. Siempre fue externo y yo deseaba algo más. Deseaba algo profundo que durara, y eso fue lo que me pasó ahora. Algo sucedió dentro de mí y me siento diferente, definitivamente más tierna hacia el Señor. Le hablo y me siento contenta y en paz. Me siento feliz. ¡Realmente me siento feliz!
Ahora respeto mucho a mi papá. Dijo que se había equivocado.
En la familia todavía tenemos problemas, pero ahora tenemos la respuesta. Hace poco tuvimos un desacuerdo y papá se enojó y se alejó, pero al día siguiente vino y pidió perdón. Dijo que estaba todavía lidiando con ciertas cosas