lunes, 9 de julio de 2012

El amor una voz repetitivapero sin sentido para muchos: ¿Practicas el amor?

biblias y miles de comentarios
 
EL SIGNIFICADO DEL AMOR
LUCAS 10:25–37
Y he aquí un intérprete de la ley se levantó y dijo, para probarle: Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?
Él le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?
Aquél, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.
Y le dijo: Bien has respondido; haz esto y vivirás.
Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?
Respondiendo Jesús, dijo: Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese.
¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?
El dijo: El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo (Lucas 10:25–37).
A juzgar por la frecuencia con que se repite la palabra en «Los Cuarenta Principales», está claro que, para muchos, la sencilla solución para los problemas del mundo es el «amor». Y no es difícil estar de acuerdo con ese sentimiento si observamos todo lo que produce el odio en el mundo: el sufrimiento que acarrea y la violencia que conlleva; los hogares, comunidades, vidas y corazones destrozados que ocasiona. Es casi una perogrullada decir, en palabras de la canción de los Beatles de los años 60: «Todo lo que necesitas es amor». El problema es que una cosa es cantar sobre ello y otra muy diferente ponerlo por obra, ¿no es cierto?
Todos sabemos que el amor podría traer una reconciliación duradera al Norte de Irlanda, podría resolver las tensiones en Oriente Medio, podría sanar los efectos de la guerra en Bosnia o en Ruanda. En pocas palabras, todos sabemos que el amor podría conseguir que el mundo avanzara con muchas menos desgracias. El problema es que no parece que seamos capaces de inyectar en los asuntos del mundo la suficiente cantidad de este lubricante moral milagroso.
En principio, todos afirman la importancia del amor. Pero uno se desespera intentando encontrar entre tantos pueblos del globo algún rincón donde realmente se manifieste. Y esto no es nada nuevo, claro está. Hace dos mil años, los pensadores escribas de Judea ya habían deducido la importancia primordial del amor a partir de sus estudios de la Biblia. Pero también en su caso había un desajuste entre la teoría y la práctica. Y, en Lucas 10, Jesús cuenta una historia con la intención de dejarle esto bien claro a un erudito rabino con el que discutía sobre el tema en cuestión.
La teoría del amor (Lucas 10:25–28)
Quien haya tenido ocasión de tomar parte alguna vez en un debate público, estará familiarizado con la típica persona que se pone en pie durante el período de preguntas, no con la pretensión de plantear una discusión seria, sino para burlarse del conferenciante.
En cierta ocasión llevamos a cabo en la escuela un simulacro de elecciones generales en las que varios alumnos mayores se presentaban como candidatos de los principales partidos políticos. En aquellos momentos yo pasaba por una fase anarquista, por lo que decliné presentarme. Pero recuerdo haber disfrutado interrumpiendo siempre que podía cada discurso de la campaña y preguntando en voz alta: ¿y qué pasa con la crianza de cerdos en las Islas de Zetlandia? Descubrí que ninguno de los parlamentarios adolescentes de mi escuela había pensado mucho en este importante asunto. Y la mayoría de ellos quedaron totalmente confundidos al pedírseles que hablaran del tema.
El caso es que en la actualidad tiendo a oponerme bastante a estas tácticas subversivas. De hecho, cualquier maestro de la iglesia que acepta dar una clase en los centros de enseñanza, especialmente en los de enseñanza secundaria, puede hacerse rápidamente con una lista de viejos chistes similares a: ¿Quién fue la mujer de Caín? Ése sí que es bueno. ¿Metió Noé osos polares en el arca? Uno pronto aprende que las personas que hacen preguntas así en realidad no buscan una respuesta; sólo quieren ganar puntos en una especie de partido intelectual. Martín Lutero mostró saber enfrentarse a este tipo de preguntas con gran ironía. En cierta ocasión le preguntó un escéptico sin muchas luces: «¿A qué se dedicaba Dios antes de crear el mundo?» A lo que se dice que Lutero respondió (citando a su mentor, Agustín) «Seguramente a crear un infierno para las personas que preguntan tonterías como ésa».
Cuando leemos los evangelios, descubrimos que Jesús tuvo que tratar con un buen montón de preguntas hipócritas de este tipo. Una y otra vez, los teólogos de sus días intentaron pillarle en alguna metedura de pata que les sirviera para desacreditarle. Pero es interesante observar la forma en que Jesús evitaba caer en argumentos estériles y especulativos. De hecho fue un maestro en hacer que estas preguntas recayeran sobre el interlocutor.
En estos versículos encontramos un ejemplo clásico de cómo Jesús manejaba a ese tipo de personas contenciosas, a un maestro de la ley—como le llama Lucas—; o lo que podríamos denominar un «experto en el Antiguo Testamento». Plantea una duda que aparentemente no es demasiado maliciosa. De hecho, el hombre parece tener a Jesús en alta estima. Se levanta para formular su pregunta y se dirige a él con respeto como «Maestro». Más aun, la misma pregunta parece, al menos en la superficie, bastante prometedora. «Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» Pero, para que no nos equivoquemos, Lucas nos dice que su verdadera motivación era bastante más desalentadora. Nos dice que se levantó para probar a Jesús.
Luego este hombre no era alguien que con sinceridad buscaba luz espiritual. Era uno de aquellos inquisidores hostiles de la clase dirigente judía que iban tras una oportunidad de examinar las credenciales teológicas de Jesús y, si era posible, demostrar su incompetencia teológica. Sin duda esperaba que Jesús haría alguna de sus declaraciones mesiánicas o afirmaciones heréticas digna de ser apuntada y utilizada más adelante como evidencia contra él.
Pero, si así era, debió de quedarse bastante frustrado; porque, en vez de sorprender a todos con alguna novedad teológica que les permitiera prenderle, Jesús le invitó a responder a su propia pregunta a la luz del Antiguo Testamento que él tan bien conocía. «¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?» Y, como era de esperar, el hombre estaba muy dispuesto a exhibir los frutos de su investigación bíblica: «Amarás al Señor tu Dios—dijo—y a tu prójimo como a ti mismo». «Bien has respondido»—contestó Jesús.
Puede que parezca sorprendente descubrir que este hombre resume la ley del Antiguo Testamento en estos términos. Porque Jesús mismo, cuando en otra ocasión le pidieron que dijera cuál era el mandamiento de la Biblia más importante, no pudo por menos que citar precisamente los mismos dos textos que este escriba cita aquí, es decir, Deuteronomio 6:3 y Levítico 19:18: «Amarás al Señor tu Dios. Amarás a tu prójimo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas» (Ver Mateo 22:34–40).
¿No dice mucho de la profundidad de reflexión de este escriba sobre ética bíblica el hecho de que por su cuenta hubiera llegado exactamente a la misma conclusión que Jesús en cuanto a este punto?
Bien, en realidad no. Probablemente no demuestra nada parecido. Casi con toda seguridad, el hecho de que el experto en leyes coincida con Jesús en reunir aquí las mismas dos citas del Antiguo Testamento quiere decir que, quizás contrariamente a lo que muchos de nosotros pensamos, Jesús no fue el primero en convertir estos dos mandamientos en la esencia de las exigencias morales de Dios. Parece como si esta respuesta del escriba representase la sabiduría convencional de al menos algunos de los maestros de la época de Jesús. Si les hubieras preguntado cuál es la esencia de la ley o cuál es la mayor virtud, habrían respondido todos a una voz: «amar a Dios y amar a los demás».
Y, siendo así, sospecho que este experto en el Antiguo Testamento debió de sentirse un tanto perplejo cuando Jesús, aquel galileo con reputación de tener ideas bastante radicales, aplaudió su respuesta totalmente convencional y se mostró de acuerdo con su ortodoxia ajena a cualquier posibilidad de controversia. «Bien has respondido. Haz esto y vivirás»—le dijo Jesús.
Quizás a algunos de nosotros también nos extrañe que Jesús asintiera a las ideas de aquel hombre sin criticarlas. Seguramente Jesús tenía algo nuevo que decir sobre el camino a la vida eterna, algo que contradecía los fundamentos del judaismo en el que había crecido aquel hombre. Pero aquella forma tan aduladora de respaldarle le sonaría a todo el mundo como si Jesús quisiera negar cualquier elemento revolucionario o innovador en su proclamación del reino de Dios.
Bueno, pues a los que tengan la tentación de pensar así, tengo que decirles que creo que están cometiendo dos errores.
En primer lugar, creo que están malinterpretando la enseñanza de Jesús, porque el Nuevo Testamento nunca abroga las demandas morales de la ley del Antiguo Testamento. Al contrario, insiste continuamente en que el pueblo de Dios del nuevo pacto puede ser identificado por su obediencia a la ley moral que el Espíritu Santo obra en sus vidas. Cuando Jesús dice en el versículo 28 «haz esto y vivirás», no quiere decir que los actos llevados a cabo con amor nos sirvan para ganarnos el cielo; sino que más probablemente confirma que los actos llevados a cabo con amor son la marca infalible de una personalidad estrechamente relacionada con el cielo.
Esto, claro está, nos lleva a la misma conclusión a la que llegábamos en la parábola del sembrador del capítulo anterior: podemos considerar que un terreno que ha recibido la semilla de la palabra es fértil si, como consecuencia, produce un fruto moral de obediencia. Este hombre en realidad se estaba preguntando: «¿Cómo puedo estar seguro de que pertenezco al pueblo de Dios, de que soy uno de aquellos que heredarán el reino mesiánico de Dios cuando llegue?» La respuesta de Jesús no es un nuevo concepto revolucionario. La encontramos en Deuteronomio tanto como en Juan. La encontramos en Levítico tanto como en Romanos. «Sabemos que hemos pasado de muerte a vida en que amamos» (ver 1 Juan 3:14; Romanos 13:8–10). El amor es el requerimiento divino. Sin él no entraremos en el cielo, porque el cielo es un mundo de amor.
Este experto en leyes respondió lo mejor que sabía. Los que van al cielo aman a Dios y a su prójimo. La ley escrita por Moisés en tablas de piedra, la que tenemos en el Antiguo Testamento y este hombre conocía tan bien, es la misma ley moral que es escrita en las tablas del corazón humano por el Espíritu Santo del nuevo pacto, el cual Jesús había venido a inaugurar. Como dijo Cristo mismo: «No he venido para abrogar la ley, sino para cumplirla» (ver Mateo 5:17). Y el amor es el cumplimiento de la ley. En este sentido, Jesús no está indicando nada en absoluto que contradiga la tónica general del Nuevo Testamento cuando dice: «Haz esto, y vivirás».
Pero me imagino que algunos aún no se quedarían satisfechos con esto. Tendrían más objeciones que hacer. «Sí, puede que sea así, que la obediencia moral sea la evidencia de una personalidad renovada espiritualmente. Todos nosotros lo sabemos». Pero, desde luego, aquel escriba no tenía semejante perspectiva teológica neotestamentaria de las cosas. Está claro que estaba descarriado espiritualmente, sólo hay que fijarse en la manera en que formula su pregunta inicial: «¿Haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» ¿No era capaz de ver la contradicción de sus propias palabras? Nadie hereda algo haciendo cosas, ¿verdad? Una herencia es algo que uno recibe en virtud de una relación, no de una adquisición.
Evidentemente, como muchos judíos de este período y muchos cristianos nominales de la actualidad, este hombre pensaba que la vida eterna era algo que se adquiría por medio de sus propias obras de piedad, y no algo regalado por la gracia de Dios. No era cuestión de preguntarse qué ha hecho Dios por mí, sino más bien qué debo hacer yo por Dios. No veía el amor a Dios y al prójimo como un fruto evidente producido por el Espíritu Santo en las vidas de aquellos que habían recibido vida eterna. Lo veía como la tarea moral que él, por medio de sus solitarios esfuerzos, tenía que cumplir para ganarse la vida eterna, la cual veía como recompensa divina. Eso es lo que había en su mente.
¿Debería Jesús haber corregido aquella autojustificación legalista que estaba en el trasfondo de las palabras del escriba? El caso es que, en vez de eso, parece que le da una palmadita en la espalda y le felicita por su sano punto de vista: «Haz esto y vivirás».
«Ésa no es una respuesta correcta, Jesús; no para este hombre. Deberías haberle guiado a la fe, no a las obras; como hace Pablo en su carta a los Gálatas». Si alguien piensa así, entonces creo que hay un segundo error que puede estar cometiendo. Además de que quizás no esté comprendiendo la enseñanza de Jesús, puede que también esté infravalorando su sabiduría pastoral.
Pensemos por un momento en la clase de persona que era este experto en leyes. Un estudioso profesional de la Biblia, un hombre que se sabía de memoria desde Génesis hasta Deuteronomio, que había participado en multitud de seminarios y en debates de gran erudición, matizando sus argumentos, clarificando y delimitando sus puntos de vista. Un hombre que no sólo había examinado innumerables casos legales reales, sino que además había reflexionado sobre miles de otros casos imaginarios, de manera que estaba absolutamente seguro de que no existía problema ético alguno sobre el cual él no estuviera capacitado para dar su opinión con autoridad. En pocas palabras, aquí tenemos a un hombre que tenía todas las respuestas. Una persona así no necesita ni quiere instrucción teológica. Ésa no era la razón que le había llevado hasta Jesús. Su mente estaba atestada de instrucción teológica, y si se le daba la más mínima oportunidad estaría encantado de exponerla a la luz pública para beneficio de todos.
Debatir con una persona así es una pérdida de tiempo. Puede entretener a las multitudes, pero es totalmente improbable que sirva para que alguien modifique su manera de pensar en forma alguna. Creo que el filósofo Karl Popper tiene razón al defender que ese tipo de debates sólo sirve para que los participantes se afirmen más aún en sus posturas enfrentadas. Incluso en el caso de que Jesús hubiera tenido éxito confrontando la teología del escriba, no lo habría tenido en cuanto a convertir su alma. Habría ganado la discusión, pero no al hombre.
Porque, lo que aquel individuo necesitaba no era enseñanza, sino humildad. Al utilizar la primera persona—«¿haciendo qué cosa heredaré?»—demuestra su mucha autosuficiencia. Verdaderamente pensaba que podía amar a Dios y al prójimo. Éste era su error fundamental; no tanto su teología legalista, sino lo satisfecho que estaba con su moral. La única forma en que este hombre podía ser ayudado verdaderamente era que aquella autosuficiencia disfrazada de autojustificación fuera perforada por medio de una pequeña dosis de la convicción de pecado tan pasada de moda.
Pero, como todo consejero sabe, la convicción de pecado no puede ser impartida por gente muy ducha en la materia. Si quieres llevar a una persona por el camino del arrepentimiento, a menudo los métodos indirectos son mucho más efectivos que la confrontación. Jesús, el psiquiatra por excelencia, lo sabía. Iba a mostrarle a aquel hombre lo poco adecuada que era su teología de buenas obras. Pero no venciéndole en un debate teórico; sino tocando su conciencia por medio de una historia muy práctica.
Y eso nos lleva a nuestra segunda parábola.
La práctica del amor (Lucas 10:29–35)
En el versículo 29 se ve claramente que el intérprete de la ley consideraba la respuesta de Jesús, más que como una aparente felicitación, como una derrota que de alguna manera estaba sufriendo. Quizás era debido al tono de voz dé Jesús cuando le dijo: «haz esto y vivirás», como si en realidad estuviera diciéndole: «pero tú en realidad no amas de esta manera, ¿verdad?» Parece que esto es lo que implica la observación que Lucas hace en cuanto a que el hombre quería justificarse a sí mismo. Es decir, quería colocarse a sí mismo en el lado correcto. El desafío moral de las palabras de Jesús le habían puesto a la defensiva. Aunque no se le había dicho explícitamente ni una palabra de desaprobación, sin lugar a dudas él se sentía como si hubiera sido rechazado.
Pero, ¿acaso no es así como nos sentimos todos cuando alguien nos desafía con el mandamiento del amor? G.K. Chesterton dijo en cierta ocasión que el cristianismo no es algo que después de probarlo se demuestra que falla, sino algo que se considera difícil de antemano y que, por ello, se descarta el probarlo. Hasta ese punto llegan sus exigencias. Como ya hemos apuntado, todo el mundo está de acuerdo en que en teoría está bien «amar al prójimo»; pero, cuando hay que llevarlo a la práctica, nos avergonzamos de las exigencias incondicionales que esa orden supone para nuestras vidas. Casi de manera inconsciente, nos contentamos con aliviar la presión que ejercen nuestras conciencias, convenciéndonos a nosotros mismos de que, a pesar de ese desagradable sentimiento de auto-reproche, nosotros en verdad amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos ¿no?
Existen dos típicas formas en que normalmente intentamos adquirir este sentimiento de autojustificación. Y lo genial de la parábola de Jesús es que desenmascara la hipocresía que hay en el fondo de ambas.
a. La técnica del «yo no le hago daño a nadie»
La primera técnica es muy sencilla. Consiste en convertir el mandamiento positivo de Dios en una prohibición negativa. «Ama a tu prójimo» se transforma en «no le hagas daño a nadie». Esa justicia pasiva es mucho más fácil de manejar. Podemos estar tranquilos de que, puesto que no hemos robado, asesinado o calumniado a nuestro prójimo, demostramos que le amamos. Evidentemente ésa era la actitud del sacerdote y del levita de la historia de Jesús. Sin duda estos dos hombres religiosos eran muy capaces de racionalizar de múltiples maneras su decisión de pasar de largo. Como en el caso del intérprete de la ley, podían justificarse a sí mismos.
Para empezar, podían decir que parar era una tontería. Aquel hombre herido podría haber sido un señuelo para cazar a los viajeros despistados que antepusieran sus emociones al sentido común. También podrían argumentar que parar era antibíblico. Se nos dice que aquel hombre estaba medio muerto, es decir, inconsciente. Podía haber estado realmente muerto. En ese caso, la ley ceremonial del Antiguo Testamento prohibía que un miembro del templo se acercara a menos de dos metros de él. Si cualquiera de estos dos hombres se hubiera acercado a investigar y se hubiera encontrado con que se trataba de un cadáver, habría quedado ritualmente contaminado. Y eso habría significado no sólo tener que pasar por todo un pesado procedimiento de limpieza ceremonial, sino haber quedado imposibilitado para desarrollar sus tareas litúrgicas durante un período considerable de tiempo, lo cual habría resultado un inconveniente para todo el mundo y todo un contratiempo.
Pero, la razón principal para defender su negligencia con aquel hombre herido era que su interpretación de la ley del amor no les exigía hacer algo por él. En su opinión, todo lo que les pedía era que fueran justos pasivos que evitaran sencillamente infligir daño alguno a otras personas. Ellos no habían golpeado a aquel pobre sujeto ¿no? Por tanto, no eran responsables; y, por tanto, era mejor no involucrarse. Ésa era su mentalidad. La suya era una ética que pasaba completamente por alto los pecados de omisión y que podía tranquilamente llegar a ignorar al hombre sin sentir el más mínimo remordimiento. «Al fin y al cabo, puede que ni siquiera fuera judío»—puede que se dijeran a sí mismos, mientras continuaban su camino.
Y eso nos lleva a la segunda estrategia de evasión moral.
b. La técnica de «la caridad comienza en casa»
Esta técnica conlleva el poner límites al ámbito de aplicación del mandamiento del amor que Dios da. Restringe el alcance de ese mandamiento a un grupo particular de personas que se consideran los receptores exclusivos del amor de que habla. «¿Y quién es mi prójimo?»—preguntó nuestro escriba, indicando que algunas personas son mi prójimo y otras no. Daba por supuesto que «amarás a tu prójimo» quería decir «amarás a tu compañero judío». Ningún maestro de aquellos días habría ido más allá. La pregunta que había en su mente era probablemente: «¿eso incluye a los gentiles que se han convertido al judaismo?»; porque sabemos que, en cuanto a esa cuestión, las opiniones de los rabinos de tiempos de Jesús estaban divididas. Quizás pensó que conseguir que Jesús diera su opinión en cuanto a esa controversia generaría el debate académico que estaba buscando. Pero, con toda probabilidad, no se esperaba que la historia con la que Jesús iba a responderle a esta pregunta técnica iba a caerle como una bomba.
Para comprender el impacto emocional que los versículos 33 y 34 causaron sobre la audiencia original de Jesús, es necesario que de alguna manera nos adentremos en los sentimientos contrarios a los samaritanos que albergaban los judíos del primer siglo. No hace falta profundizar en las razones para ello. Como en todo caso de xenofobia, iba más allá de lo racional. Pero no creo que en la historia de la humanidad haya habido un prejuicio racista mayor y que haya llegado hasta el mismo extremo en la intensidad de su animadversión mutua.
Por desgracia, esta dimensión de la historia se ha perdido. Estamos tan familiarizados con esta parábola que incluso la palabra «samaritano» tiene para nosotros connotaciones de benevolencia. Todos sabemos que los samaritanos son buenos. Son aquella buena gente que se sienta ante los receptores telefónicos en espera de poder animar a los suicidas potenciales. Pero este tipo de asociaciones filantrópicas son totalmente ajenas a la mentalidad judía del primer siglo. Al contrario, en su cultura no existía el concepto de «buen samaritano». Como solía decir la caballería americana en referencia a los apaches, el único samaritano bueno era el samaritano muerto. Y no se trata de una exageración. Se maldecía a los samaritanos de manera pública en las sinagogas. Se hacían peticiones cada día rogándole a Dios que les negara la posibilidad de disfrutar de la vida eterna. Muchos rabinos decían incluso que los mendigos judíos debían rechazar la limosna de un samaritano, porque incluso su dinero estaba contaminado.
Posiblemente Jesús no podía haber escogido un héroe más ofensivo para la sensibilidad de su audiencia. No es ninguna tontería sugerir que incluso demostró mucho valor al hacerlo. Sería algo semejante a ponerse de parte de un negro en una reunión de Africaner en Johannesburgo. O como alabar a un soldado de la fuerza de seguridad de Irlanda del Norte en un pub católico de Belfast. Si Jesús hubiera hecho referencia a un judío que ayudaba a otro judío, se habría podido aceptar. Incluso habrían podido tolerar que se tratara de un judío que ayudaba a un samaritano. Hasta estoy seguro de que algunos habrían aplaudido el que hubiera utilizado su historia como un panfleto de propaganda anticlerical, mostrándole al intérprete de la ley la hipocresía de aquellos dos miembros del sacerdocio. Pero sugerir que dos pilares de la clase dirigente judía serían desbancados moralmente por aquel perro hereje, llevaría a cualquier patriota judío a una gran indignación y hostilidad. Y eso era exactamente lo que Jesús estaba sugiriendo.
Paso a paso, en el transcurso de la narración, va dejando caer que el samaritano era el que cumplía con el deber de amar que el sacerdote y el levita habían pasado por alto. Los corazones de éstos habían sido fríos y calculadores, mientras que el de aquél ardía de una enorme compasión. Su aceite y su vino continuaba en sus alforjas, sin duda listos para ser utilizados más adelante en los rituales del templo. Pero el de aquél se convertiría en un bálsamo suave y desinfectante para las heridas del hombre. Éstos permanecen sentados a salvo en sus cabalgaduras, listos para salir corriendo en el caso de que el cuerpo de aquel hombre tendido boca abajo fuera una trampa. Aquél, en cambio, desmonta con valor, se arriesga a una posible emboscada y hace el resto del paseo hasta Jericó a pie y con el hombre herido sobre su cabalgadura. Éstos se guardan su dinero para ellos, felicitándose seguramente por el diezmo que acababan de dar. Pero aquél sacrifica voluntariamente el salario de un mes o más para asegurar que el hombre tenga los cuidados necesarios para recuperarse plenamente.
Y fijémonos en que todo esto lo hizo sin tener en cuenta la identidad racial del agredido. De ahí la observación de Jesús de que este hombre quedó inconsciente y desnudo. No tenía nada que pudiera dar a conocer su identidad étnica. Su forma de hablar y de vestir eran desconocidas. El samaritano atiende a esta víctima de la violencia criminal sencillamente como un ser humano anónimo. Judío, gentil, samaritano—no lo sabe—. Pero se preocupa por él. Lo rescata. Provee sacrificialmente para su futuro restablecimiento. La aplicación es evidente, y Jesús no le quita hierro al asunto a la hora de señalarla.
El desafío del amor (Lucas 10:36–37)
Podemos imaginarnos al intérprete de la ley tragando saliva cuando Jesús le obliga a responder de nuevo a su propia pregunta. No es capaz de decir «el samaritano», porque una palabra tan odiada para él se le habría atragantado. Por otro lado, no puede negar la fuerza moral de la historia que acaba de escuchar. Por tanto responde avergonzado: «el que usó de misericordia».
Jesús debió de esbozar una sonrisa al observar su desconcierto. Aquel hombre que había venido con ganas de pelea se encuentra a sí mismo, si no derrotado, sí declarado culpable. «Ve, y haz tú lo mismo», es el llamamiento que Jesús le hace (Lucas 10:37). Y seguramente, por medio de aquellos dos imperativos, «ve» y «haz», Jesús está desenmascarando no sólo la hipocresía de su inquisidor particular, sino también la de todos nosotros. Es muy fácil caer en altisonantes generalizaciones sobre el amor a los demás ¿no es cierto? Pero esta parábola extraordinaria nos lleva al terreno de las aplicaciones prácticas de aquella teoría moral en la vida real. ¿Hasta qué punto estamos verdaderamente dispuestos a «ir y hacer» por amor a nuestro prójimo?—Nos pregunta.
¿Qué valor tiene para nosotros el amor a un ser humano? El legalista quiere calcular el precio en términos muy precisos, para poder conocer a cuánto asciende su deuda moral. «Si llego hasta ahí, habré amado». La consecuencia de esa clase de cálculo moral es transformar el amor en algo muy tibio: una beneficencia generalizada y vaga, que con toda seguridad no puede expresar en absoluto el infinito valor de la persona humana. Entregamos nuestra aportación en la campaña contra el hambre, nos colocan la banderita y decimos: «¡Ya está. Ya he amado a mi prójimo. He obedecido el mandamiento!»
«¡Mentira!—dice Jesús—, ni siquiera has comenzado». ¿Te has dado cuenta del detalle de que Dios expresa este mandamiento en singular? «Amarás a tu prójimo». El amor no es caridad en general. Dice Charlie Brown, lleno de indignación, en una de las tiras de Peanuts: «Claro que amo a la raza humana. A quien no soporto es a Lucy». Pero Lucy es la unidad de medida del amor.
Aquí, Jesús se propone mostrarnos que el amor requiere un grado de preocupación por el individuo. Eso es lo que demuestra que amamos. Hay poco que podamos hacer por la raza humana; por eso es tan fácil decir que los amamos. Pero no existen límites a la cantidad de cosas que podemos hacer para mostrar generosidad a los individuos que se cruzan en nuestro camino con una necesidad específica, si es que los valoramos lo suficiente.
No estoy negando que el mundo de hoy está tan necesitado que se hace imprescindible la caridad institucional. La gente que pasa hambre se ha convertido en una estadística sobre el papel que pasa de despacho en despacho y de una mesa a otra, quedando registrada en la memoria de los ordenadores. Pero podemos estar seguros de que esa clase de cuidado despersonalizado no posibilita el que podamos cumplir con nuestra obligación de amar como Dios quiere. El verdadero amor al prójimo sólo puede fluir en el contexto de uno a uno, en medio de la relación entre tú y yo. Porque sólo en una relación así puede encontrar el amor una expresión práctica.
El evangelio de Juan menciona el enfado de Judas cuando María de Betania, llena de devoción hacia el Señor, derramó un perfume de mucho valor con la intención de ungir sus pies: «¿Por qué no fue este perfume vendido por trescientos denarios, y dado a los pobres?»—dijo Judas (Juan 12:5). Fijémonos en la expresión «los pobres». Es característico de Judas el pensar en esos términos. Una forma de hablar bonita, segura, plural, generalizada, colectiva: «los pobres». Pero María no pensaba de aquella manera. Para ella era Jesús, un individuo, una persona a la que amaba y por quien hubiera hecho cualquier cosa. Claro que aquello era exagerado. Pero el amor es exagerado. Es inútil que le digas al amante que mira el escaparate de la joyería: «no te lo puedes permitir». El amor deja de lado semejantes consideraciones económicas. Acompaña una milla extra, ofrece la túnica y la capa, ofrece la otra mejilla. Para el frío y calculador Judas, esto resultaba algo incomprensible y le parecía un derroche. Pero María sabía que el amor no tiene límites. El amor no se para a calcular qué es lo mínimo que debe hacer para cumplir con su obligación. Le concede al ser humano un valor tan enorme que lo sacrifica todo por él o ella. Hasta que no llega a ser así de exagerado, sigue siendo algo frustrante e inexpresivo.
«Ve y haz tú lo mismo»—dice Jesús. «La próxima vez, señor intérprete de la ley, que vea usted a alguien a quien está en su mano ayudar, recuerde mi historia del buen samaritano y vaya y haga lo mismo. Entonces sabrá en qué consiste eso de amar al prójimo».
¿No tienen que decirnos algo similar a nosotros? ¿Acaso no está exponiendo la falacia de todas esas excusas y racionalizaciones tan inteligentes que solemos utilizar? «Yo no le hago daño a nadie». ¿Qué clase de amor al prójimo es ésa? Un amor así habría dejado morir a aquel pobre hombre y aún se habría felicitado por su sano juicio. «La caridad comienza en casa». ¿Qué clase de amor al prójimo es ésa? Si la víctima en cuestión hubiera sido aquel mismo samaritano tan generoso, un amor así le habría dejado morir y aun se habría felicitado por su discriminación social.
La historia de Jesús representa lo que nuestras conciencias ya saben, si somos honestos con nosotros mismos: Cuando Dios dice «ama a tu prójimo», se refiere a un amor que se traduce voluntariamente en actos positivos de cuidado y en gestos exagerados de sacrificio personal, sin tener en cuenta la raza, el color o el credo del necesitado. Un amor que, en vez de preguntar—como aquel intérprete de la ley—«de quién se trata», se pregunta «cómo ayudarle». Un amor al que no le interesa la posibilidad de evadirse, sino encontrar la forma de expresarse. Un amor que no se contenta con ser aplaudido en teoría, sino que exige ser demostrado en la práctica. «Ve y haz tú lo mismo»—dice.
Estoy seguro de que no es necesario que diga hasta qué punto un amor así transformaría de pies a cabeza este mundo nuestro. Llevaría a cabo una transformación social mucho más radical que cualquier revolución económica, ya sea de izquierdas como de derechas. Pensemos en la filosofía de «la caridad comienza en casa», por ejemplo. Coge el periódico y dedícate unos momentos a identificar cuántos de los conflictos sin solución, problemas y males a los que se enfrenta nuestro mundo son causados por gente que se pregunta, como el intérprete de la ley, «quién es mi prójimo». Rehusamos amar con una mentalidad universal. Nos empeñamos en adoptar un exclusivismo que discrimina entre «ellos» y «nosotros». Judíos y árabes en Palestina, católicos y protestantes en Irlanda del Norte, serbios y croatas en la antigua Yugoslavia, el nacionalismo que resurge en la antigua Unión Soviética, el tribalismo endémico en la África negra, los prejuicios clasistas y raciales aquí, en Gran Bretaña (la lista sigue y sigue). Vivamos en el rincón del mundo en que vivamos, nos encontraremos con un amor al prójimo convertido por el chovinismo y el sectarismo en algo que no es amor en absoluto, sino una forma camuflada de egoísmo.
Consideremos ahora la actitud del «yo no le hago daño a nadie». ¿No te has dado cuenta de cuánta terrible negligencia de nuestra responsabilidad social se justifica en nuestro mundo moderno por medio de esa frase? En 1964 tuvimos un ejemplo clásico en las calles de Nueva York de las consecuencias de esto. Una mujer de cerca de treinta años fue atacada, cuando iba a casa, por un asaltante que la apuñaló repetidamente mientras ella pedía ayuda; y al menos treinta y ocho personas presenciaron el crimen desde las ventanas de sus apartamentos. Ni una de ellas se molestó en telefonear a la policía. Cuando más tarde se les preguntó por qué no habían hecho hada, la respuesta fue unánime: «no quería involucrarme».
¿Se trata de un incidente aislado? Me temo que no. Aquí tenemos un recorte del Daily Mail: «Varios motoristas redujeron la marcha para ver cómo un hombre maltrataba a una niña de tres años, a plena luz del día, junto a una calle muy concurrida; pero ninguno de ellos se detuvo para ayudarla».
Éste es el mundo enfermo en que vivimos. La parábola de Jesús sigue siendo real en nuestra vida hoy. Pero en los locales nocturnos de nuestra ciudad no existen muchos buenos samaritanos que proporcionen un final feliz para la historia. Nuestra sociedad occidental está tan preocupada por las prioridades individualistas y materialistas, que nadie quiere involucrarse en los problemas de otros. Nos limitamos a no hacerle daño a nadie. Así nos justificamos. ¿Qué tienen que ver con nosotros las víctimas del crimen, de la guerra, la explotación o la opresión? Esas tragedias humanas que el mundo tiene por cicatrices no son de nuestra incumbencia. Por tanto, como el sacerdote y el levita, pasamos de largo, defendiéndonos a nosotros mismos continuamente con la excusa de que no le hacemos daño a nadie.
«En cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis» (Mateo 25:45). El mismo Cristo nos dice que los pecados de omisión son tan atroces y nos hacen tan culpables a ojos de Dios, que nos pueden condenar. Porque el amor es el cumplimiento de la ley. A la vista del espectáculo de la necesidad humana, el amor no puede quedarse ocioso y sin hacer nada.
Ya dije en el capítulo anterior que es posible que la preocupación social llegue a dominar la agenda del cristiano, haciéndole perder de vista la prioridad de proclamar las buenas nuevas del reino de Dios. No me estoy retractando de aquel énfasis. La semilla del reino es la palabra. Pero el cristiano que no demuestra una verdadera preocupación social en un mundo como el nuestro, por muy celoso que sea en su tarea evangelística, tendrá que enfrentarse al juicio de Cristo. Porque la semilla del reino es la palabra, y esa misma palabra exige una preocupación social. La preocupación social es parte del fruto de obediencia que muestra le fertilidad de nuestro terreno. Seguramente John Stott tiene razón cuando insiste en que no podemos llevar a cabo la gran comisión de Cristo—«Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura»—si pasamos por alto su gran mandamiento: «Éste es mi mandamiento: que os améis» (Marcos 16:15; Juan 15:12).
Hubo un tiempo, claro está, en que la iglesia cristiana era conocida por su obediencia práctica a ese mandato del maestro. Incluso los críticos que sentían poca simpatía por ella tuvieron que reconocer que, en la Inglaterra del siglo diecinueve, por ejemplo, fueron los creyentes cristianos quienes se afanaron infatigablemente en la lucha por la reducción de la pobreza y de la marginación en la sociedad. ¡Ojalá fuera ésa la imagen actual de la iglesia! Pero me temo que no es así. El virus de la autojustificación individualista que ha infectado a nuestra sociedad occidental es en general poco resistido por la iglesia de hoy. Como el sacerdote y el levita, los cristianos están mucho más interesados en que la alabanza pública sea ruidosa que en la responsabilidad social que exige el amor.
La historia del buen samaritano supone un reto tan grande, en cuanto a su relevancia para el mundo y para la iglesia del siglo veinte, como cuando Jesús la contó hace 2.000 años. Hace muchos años tuve un estudio bíblico con un pequeño grupo de estudiantes, uno de ellos procedente de Latinoamérica, sobre esta misma parábola del buen samaritano. Su comentario fue el siguiente: «Sólo con que la iglesia nos hubiera contado esta historia y nos hubiera mostrado a este Jesús, muchos de mis amigos nunca se habrían hecho marxistas». Ésta es, sin duda alguna, una de las mejores recetas del mundo para cambiar la sociedad: «Ve y haz tú lo mismo» (Lucas 10:37).
Y lo más irónico y asombroso es lo siguiente: que ésa no es la razón por la que Jesús contó esta historia. Jesús no relató esta parábola porque creyera que serviría para cambiar el mundo. Si lo hubiera hecho con ese propósito debería estar sintiéndose totalmente descorazonado en estos momentos, 2.000 años después, porque es evidente que no lo consiguió.
Pero Jesús no era un socialista utópico. Volvamos a la pregunta con la que comenzó este incidente, porque ahí tenemos la clave: «Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» (Lucas 10:25). Recordemos que aquí tenemos a un hombre con la monumental ilusión de que puede conseguir su billete al cielo por medio de sus buenas obras. Y el propósito último de esta historia es mostrarle a aquel hombre que eso era imposible. La única manera de conseguir que aquel experto dejara de pensar que le era posible adquirir su billete al cielo de aquella forma, era que reconociera que había interpretado la ley de Dios referente al amor en términos reduccionistas. Una vez que le quedara clara la amplia extensión de su obligación moral, una vez que examinara su vida sin excusas ni evasivas para esconder su fracaso oculto, rápidamente descubriría que no era el gran experto en moral que se consideraba a sí mismo. Conocía muy bien la teoría, pero no había una práctica de la misma.
Estamos muy lejos de la verdad, pues, si pensamos que Jesús estaba dando su visto bueno al legalismo judío de aquel hombre cuando le dijo: «Haz esto y vivirás» (Lucas 10:28). Al contrario, el propósito de esta conversación es derribar de un golpe ese tipo de autosuficiencia moral.
Ésa es la verdadera razón por la que esta historia aparece en el evangelio de Lucas. No la estaremos entendiendo si pensamos que su propósito principal es enseñarnos nuestra responsabilidad moral. No obstante, también intenta exponernos nuestra bancarrota moral. El buen samaritano es la forma en que Jesús derriba los mecanismos de defensa de los que se atreven a justificarse a sí mismos. «Enfréntate a la falta de acción que hay en tu vida»—dice en esta parábola. Conoces el nivel de amor que Dios requiere, pero no lo pones en práctica. Sigue intentando alcanzarlo si crees que puedes. Pero sólo cuando dejes de racionalizar tu forma de escapar a todo lo que implica el mandamiento de Dios, sólo cuando dejes de reducir las demandas del amor por medio de clichés tranquilizadores como aquel de que «la caridad comienza en casa» o «yo no le hago daño a nadie», sólo cuando comiences a comparar tu amor con la exagerada generosidad de aquel buen samaritano, entonces te darás cuenta de tu verdadero fracaso moral. Ya no me vendrás con pomposas y orgullosas preguntas como: «¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?»
No. Más bien, como el hombre de la historia que veremos más adelante, te encontrarás con la cabeza gacha, golpeándote el pecho y diciendo: «Dios, se propicio a mí, pecador». ¿Aún no has llegado a ese punto de desesperación? Mucha gente se acerca, como aquel experto, a debatir con Jesús. Pero pocos vienen buscando lo que realmente él quiere ofrecerles: el rescate.
Cuando lleguemos al extremo de saber que necesitamos ser rescatados, descubriremos que incluso existe una mayor dimensión de esta importante historia del buen samaritano; quizás la dimensión de mayor valor.
En el capítulo anterior decía que durante la Edad Media se abusó a menudo de las parábolas, como consecuencia de interpretarlas de una manera alegórica. La historia del buen samaritano fue una de las más afectadas por esto. Una de las reconstrucciones medievales clásicas, por ejemplo, nos dice que el hombre herido representa a Adán; y que Jerusalén, de donde había partido de viaje, representa el estado de inocencia del que cayó Adán. Los ladrones que le asaltaron eran el diablo que privó a Adán de la vida eterna. El sacerdote y el levita eran la religión del Antiguo Testamento, que pasaba de largo y no podía ayudarle. Y el buen samaritano, por supuesto, es Cristo, que viene a rescatarle. La posada a la que le llevó es la iglesia, las dos monedas que entregó para sus cuidados son los sacramentos del bautismo y de la misa, y el posadero, evidentemente, ¡es el papa!
Bueno, baste con decir que no existe evidencia alguna de que Jesús pretendiera que su historia fuera interpretada de esa manera. De todas formas, algo de percepción espiritual tenían aquellos estudiosos medievales. Porque, aunque no se pretendía que el buen samaritano fuera una representación alegórica de la misión de Cristo, sí es cierto que Cristo es el cumplimiento perfecto del mandamiento del amor, ilustrado por el buen samaritano.
Hay un hombre que viajó por aquel camino a Jericó, pero en dirección contraria: hacia Jerusalén, no lejos de allí, y con una cruz sobre su espalda. Y, desde esa cruz, el narrador de la historia mismo nos recuerda aquel antiguo mandamiento del amor. Sólo que, como él dice, ahora se ha convertido también en un nuevo mandamiento: amaos unos a otros «como yo os he amado» (véase Juan 13:34). Moisés no pudo añadir esta coletilla, ¿verdad? Tampoco el intérprete de la ley. Pero Jesús sí. Porque él ha convertido al buen samaritano ficticio en hecho real. El suyo es un amor que derriba las barreras creadas por el hombre por razón de raza, tribu o clase. El suyo es un amor que no se conforma con buenas intenciones pasivas, sino que repercute en un servicio sacrificial activo y exagerado. «Amaos unos a otros como yo os he amado. Ahora podéis amar de esa forma porque, a diferencia de Moisés, os he proporcionado la capacidad de amar. Mi Espíritu, derramado desde el cielo, reproducirá mi amor en vuestros corazones. Id y haced lo mismo».
A aquellos que, como aquel intérprete de la ley, piensan que pueden adquirir su billete al cielo por medio de sus buenas obras, las palabras de Jesús les retan a reconocer su verdadera incapacidad moral. Tú no amas así; no puedes amar así. No quieres amar así. Deja de engañarte.
Pero a aquellos que han aprendido la lección, que han venido a Cristo arrepentidos y con fe, confesando sus fracasos y su pecado, el desafío de estas palabras finales les llega de una manera fresca por segunda vez e incluso con más fuerza. «Id y haced lo mismo—les dice. Demostrad la calidad de la vida llena del Espíritu que os he dado. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros».
3
INVITACIÓN PARA UNA FIESTA
LUCAS 14:1, 7–24
Aconteció un día de reposo, que habiendo entrado para comer en casa de un gobernante, que era fariseo, éstos le acechaban …
Observando cómo escogían los primeros asientos a la mesa, refirió a los convidados una parábola, diciéndoles: Cuando fueres convidado por alguno a bodas, no te sientes en el primer lugar, no sea que otro más distinguido que tú esté convidado por él, y viniendo el que te convidó a ti y a él, te diga: Da lugar a éste; y entonces comiences con vergüenza a ocupar el último lugar. Mas cuando fueres convidado, vé y siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba; entonces tendrás gloria delante de los que se sientan contigo a la mesa. Porque cualquiera que se enaltece será humillado; y el que se humilla, será enaltecido. Dijo también al que le había convidado: Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te vuelvan a convidar, y seas recompensado. Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos.
Oyendo esto uno de los que estaban sentados con él a la mesa, le dijo: Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios.
Entonces Jesús le dijo: Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos. Y a la hora de la cena envió a sus siervos a decir a los convidados: Venid, que ya todo está preparado. Y todos a una comenzaron a excusarse: El primero dijo: He comprado una hacienda, y necesito ir a verla; te ruego que me excuses. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlos; te ruego que me excuses. Y otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir. Vuelto el siervo, hizo saber estas cosas a su señor. Entonces enojado el padre de familia, dijo a su siervo: Vé pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Y dijo el siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar. Dijo el señor al siervo: Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa. Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena (Lucas 14:1, 7–24).
Dicen que lo conocido no se estima. En mi experiencia esto es cierto en cuanto a la religión. Las personas a las que les resulta más difícil hablar de la fe cristiana son casi siempre aquellas que han crecido rodeadas de ella.
G.K. Chesterton, en relación con esto, cuenta la historia de un joven que vivía hace siglos en las colinas de Wessex. Había oído hablar de un enorme caballo blanco misteriosamente esculpido en la antigüedad en una ladera desconocida. Aquel rumor le había cautivado de tal manera que decidió dedicarse a buscar el legendario caballo, viajando a lo largo y ancho de todo el occidente del país. Pero, mira por dónde, resulta que no lo encontró. Al final, aburrido y desanimado, volvió a casa, harto y habiendo llegado a la conclusión de que el caballo blanco de sus sueños no existía. Y entonces, cuando divisó su pueblo desde la distancia, después de su larga ausencia, se quedó atónito al contemplar el objeto de su búsqueda. El caballo blanco había estado allí todo aquel tiempo. Su pueblo estaba situado justo en el centro, pero nunca antes había sido capaz de reconocerlo, debido a lo familiarizado que estaba con su entorno.
Chesterton, claro está, dice que esa historia es una alegoría. Lo que quiere decir es que hay personas (y especialmente jóvenes) que emprenden una búsqueda intelectual y espiritual. Se plantean profundas preguntas. Visitan lugares exóticos en busca de respuestas. Leen libros foráneos, viven experiencias diferentes. Algunos de los viajeros pueden incluso enrolarse en cursos universitarios en el extranjero. Profundizan en ello porque son conscientes de que hay algún misterio que les atrae, un santo grial que deben descubrir. Con tristeza, a pesar de todos sus esfuerzos y con el paso del tiempo, van desilusionándose y volviéndose cínicos y agnósticos. No encuentran el «caballo blanco» que estaban buscando.
Quizás—sugiere Chesterton—lo que deberían hacer es volver al hogar. Puede que, si lo hicieran, se llevaran la sorpresa de encontrar que las respuestas que están buscando las tienen allí, en la biblia de la estantería de la iglesia que hay en la esquina de su calle. Lo único que pasa es que no han reconocido su valor único porque estaban demasiado cercanas, les eran demasiado conocidas. Y lo conocido no se estima.
Penetrar ese muro de indiferencia, o de desprecio, y ayudar a otros a descubrir lo novedoso y lo relevante que es el mensaje cristiano, no es tarea fácil. Y especialmente si la gente piensa que ya conoce ese mensaje. Es más o menos como la vacuna contra el sarampión que se les pone a los niños. Una dosis de religión demasiado frecuente, y especialmente si se administra durante la infancia, lo que hace es aumentar la resistencia a la realidad a la que deberán enfrentarse más adelante en su vida. Las clases de escuela dominical, los maestros de religión evangélica de las escuelas que no les son de gran ayuda, los aburridos cultos en la iglesia y, por supuesto, las meriendas en casa del pastor; todo eso viene a sus mentes como una avalancha cuando el evangelista se pone en pie para hablar. Son como los anticuerpos cuando acuden a enfrentarse al virus que invade la sangre. Todos aquellos recuerdos aseguran la inmunidad espiritual frente a cualquier cosa que el predicador pueda decir. Incluso el mejor de los sermones fracasa en su intento de atravesar semejantes defensas.
Hasta Jesús, al ejercer de maestro de las buenas nuevas, experimentó aquel mismo problema. Con frecuencia se encontraba con que las personas que le planteaban mayores dificultades eran aquellas que tenían un trasfondo religioso más fuerte.
Fijémonos en este incidente, por ejemplo. Es sábado. A Jesús le han invitado a comer en casa de alguien a quien Lucas denomina gobernante fariseo. La escena es parecida a la de aquellas fiestas que al capellán de la universidad de Cambridge le encanta organizar tras una velada musical. Todo el mundo se porta bien y trata de causar una buena impresión. Parece como si Jesús, observando la presunción de aquella concurrencia particular, hubiera decidido animar las cosas un poco. Por eso hace una sugerencia controvertida acerca de cómo organizar un buen convite. «No invitéis a los amigos y vecinos ricos—les dice. Eso es verdaderamente aburrido. Al fin y al cabo, si lo hacéis, se sentirán obligados a devolveros la invitación, ¿no es así? Es mejor convidar a personas sin hogar a las que veáis pidiendo limosna en la calle principal. Invitad a los alcohólicos y a los drogadictos que encontréis apoyados en la pared del mercado. Invitad a vuestra fiesta a los marginados, porque ellos no tienen un duro. La única recompensa que podéis esperar haciendo esto se recibe en el cielo, ¿verdad?»
Estas palabras de Jesús debieron caer como una bomba sobre aquella audiencia. No es necesario tener una gran imaginación para darnos cuenta del impacto que producirían. Sospecho que los marginados y los despreciados de la sociedad no estaban presentes en la respetable mesa de aquel gobernante fariseo. Sin duda se hizo un silencio abrumador. Sería como si te recuerdan los millones de personas que se mueren de hambre justo cuando estás a punto de hincarle el diente a tu tercer plato de tarta. Claro que siempre hay alguien alrededor que, en los momentos embarazosos como aquel, se considera con la imperiosa obligación de ayudar a mejorar el ambiente por medio de algún comentario más o menos necio. Eso es exactamente lo que le pasaba a aquel tipo que estaba sentado en la mesa de Jesús. Decidido a mantener la conversación dentro de unos límites que le permitieran sentirse cómodo, asintió santurronamente a la alusión de Jesús a la resurrección de los justos y añadió de su cosecha propia: «Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios» (Lucas 14:15).
Aquella fue una intervención puramente convencional, la clase de palabras huecas que uno escucha en los funerales cuando en realidad la gente no sabe qué decir, pero siente que debe decir algo religioso: «Sí, ahora está en un lugar mejor». Como dice el himno: «Hay un mundo feliz más allá». Ya sabéis a qué me refiero. En la sociedad judía del primer siglo, los rabinos hablaban mucho acerca del reino de Dios que iba a venir. Profetas como Isaías habían mencionado una enorme fiesta gratuita presidida por Dios mismo y que dejaría por los suelos al mejor de los banquetes en el palacio de Buckingham. Por tanto, si estuviéramos en el lugar de uno de los asistentes a una fiesta del primer siglo y buscáramos algo que decir en presencia de los clérigos que resultara lo suficientemente piadoso, una de las expresiones más apropiadas sería precisamente: «Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios». Estas palabras señalaban de inmediato al que las decía como un respetable admirador del status quo eclesiástico. Era una forma indirecta de decir: «No te preocupes por mí, Jesús, yo soy muy religioso».
Y seguramente aquel hombre esperaba una respuesta igual de convencional a su aportación: el equivalente judío del primer siglo al «¡amén, hermano! ¡aleluya!», seguido de un rápido cambio de tema hacia algo que resultara más conveniente para una buena digestión de la tarta. Pero si eso es lo que esperaba, se equivocó gravemente. Porque Jesús era lo suficientemente astuto como para que alguien pudiera engañarle por medio de una pretendida piedad, y demasiado buen pastor como para pasar aquello por alto sin plantarle cara.
Se trataba de un buen ejemplo de cómo lo conocido no se estima. Aquel individuo pensaba que su espiritualidad estaba bien. Tenía conocimientos sobre el cielo, creía en él y estaba seguro de que iba a ir allí. Naturalmente esperaba que Jesús alimentara su confianza. Pero resulta que no lo hizo. El maestro por excelencia contaba con un arma especial entre su equipamiento retórico con el que reventar el globo de orgullo de esta clase de personaje religioso. Ya le vimos utilizarla contra el intérprete de la ley en el capítulo anterior. Aquí vuelve a hacer uso de una parábola con aguijón, produciendo un efecto devastador con ella.
Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos. (Lucas 14:16)
Aquel hombre estaba deseando que llegara el momento del banquete celestial, seguro de que él estaría allí. Esperaba una respuesta convencional a su aportación convencional acerca de la bendición que resultaría ser aquella fiesta celestial. Y la manera en que Jesús comenzó con su historia debió de confirmarle que eso era exactamente lo que iba a ocurrir.
Al hablar de una gran cena, Jesús estaba utilizando la bien conocida metáfora del reino de Dios a la que aquel convidado había hecho referencia. Fijémonos en que la historia comienza con los preparativos para la fiesta. Los convidados habían recibido sus invitaciones. La audiencia de Jesús no tenía problema alguno para descifrar aquello. Era una clara referencia a la labor preparatoria de los profetas del Antiguo Testamento, quienes habían llevado a cabo una notificación preliminar de la futura llegada del reino. Los convidados que habían sido invitados eran ellos, por supuesto, los judíos, el pueblo escogido de Dios a quienes los profetas habían dirigido sus palabras inspiradas. Sin duda, la audiencia de Jesús esperaba que la historia continuara, a través de la metáfora, exponiendo la bienaventuranza del reino de Dios, quizás describiendo lo exquisito que sería el menú o la forma en que serían honrados los convidados.
Pero entonces la historia de Jesús comienza a apartarse de la línea convencional.
Y a la hora de la cena envió a sus siervos a decir a los convidados: Venid, que ya todo está preparado (Lucas 14:17).
En el mundo antiguo, el anfitrión invitaba a los convidados uno o dos días antes de la fiesta para poder saber cuántos de ellos vendrían. Después, cuando la comida ya estaba preparada de acuerdo con el número de asistentes, enviaba una segunda invitación pidiéndole a sus convidados que acudieran sin tardar. En esta historia, Jesús revienta ese protocolo de la época; pero al hacerlo introduce sutilmente una inesperada nota de urgencia: «Venid, que ya todo está preparado»—les dice el anfitrión con sentido de inminencia—. Si lo hubieran pensado bien (y estoy convencido de que sus mentes estaban dándole muchas vueltas al asunto), a los que escuchaban a Jesús no se les habría escapado lo que aquello implicaba. Los profetas del pasado habían anunciado la llegada del reino en un tiempo futuro. Pero Jesús sugiere aquí que esa nueva etapa en el horario de Dios ya ha llegado. Dios está ahora mismo enviando a un siervo para anunciar, no que el reino de Dios vendrá en alguna fecha futura, sino que ya ha llegado; el banquete está listo; el reino está aquí; llegó el momento, por tanto, de la acción. «Venid, que ya todo está preparado».
¿Quién es este siervo con un mensaje tan revolucionario? Creo que no existe ninguna duda de que aquí Jesús se está introduciendo él mismo en su parábola. Porque ésta era la misión que él sabía que Dios le había encargado, su especial misión mesiánica. Él no había venido sólo para anunciar la futura llegada del reino de Dios, sino para inaugurarlo. Y antes de que los oyentes de Jesús pudieran recuperarse de la gran sorpresa que les había producido semejante pretensión implícita en sus palabras, el bombardero oculto comienza a lanzar su descarga:
Y todos a una comenzaron a excusarse: El primero dijo: He comprado una hacienda, y necesito ir a verla; te ruego que me excuses. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlos; te ruego que me excuses. Y otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir.
Aquí tenemos algo asombroso: aquella gente era capaz de ser invitada a compartir la cena en el reino de Dios y, sin embargo, declinar la invitación. Aun siendo de un amigo, una invitación a comer rara vez no es aceptada. Rechazar la invitación de Dios no es sólo una locura, se trata de una absoluta insolencia.
Podía no haber sido tan malo si aquellas personas hubieran tenido una buena excusa. Pero los pretextos en los basan su rechazo eran tan débiles y tan evidentes, que podríamos calificarlos de insultantes. ¿Es lógico que alguien compre una casa sin haber ido a verla antes? Igual de ilógico para un judío del primer siglo que el que alguien adquiriera diez bueyes sin haber visto antes si alguno de ellos estaba mutilado. ¿Puede alguien imaginarse a una persona que se casa tan rápido que tiene que cancelar una invitación a una cena recibida uno o dos días antes para poder irse de luna de miel? Menos aun se lo puede imaginar un judío del primer siglo, para quien una boda era algo planeado desde muchos meses antes.
Cada una de estas excusas es una clara invención, una bofetada deliberada. Ni siquiera intentan que sus disculpas parezcan ciertas. Cada una de estas personas, a su manera, está diciendo a su potencial anfitrión: «Francamente, tío, hay muchas otras cosas en las que puedo emplear mi tiempo mejor que perderlo en compañía tuya».
«¿Dices que la cena está lista? Sí, ya sé que dije que iría; pero eso fue ayer. Siento mucho decirte que he pensado que tengo que volver a pintar el cuarto de baño esta noche».
«¿La cena está lista? Bueno, sí, ya sé que dije que iría; pero eso fue ayer. He decidido que, en vez de eso, esta tarde voy a ir a dar una vuelta con mi deportivo. ¡Hace un tiempo tan bueno!»
«¿La cena está lista? Bueno, sí, ya sé que dije que iría; pero eso fue ayer. Por favor, perdóname, pero he quedado con aquella maravillosa rubia de la oficina, y ya sabes que ella piensa que siendo dos ya se tiene suficiente compañía».
Todos los oyentes de Jesús detectarían la ultrajosa impertinencia de semejantes excusas.
Y Jesús, claro está, sugiere por medio de esta parábola que los hombres y las mujeres dan la espalda al reino de Dios con esa misma insolencia. Lo hacen así por simples trivialidades: por adquirir ganancias personales, por la búsqueda del placer personal o de la aventura sexual. Escogen cualquiera de estas cosas antes que aceptar la invitación de Dios. ¿No se dan cuenta de lo que se están perdiendo? La implicación que se extrae de la historia de Jesús es que lo conocido no se estima. Hay muchas cosas excluyentes que intentan atraer la atención y ocupar el tiempo de estas personas. Puede que en algún momento estuvieran interesados en ir a la cena, pero ahora hay un montón de otras cosas que han invadido sus vidas.
Uno sospecha que, llegados a este punto de la historia de Jesús, ésta comenzaba a resultar desagradable y a producir escalofríos en algunas de las personas que le escuchaban. El bombardero oculto había atravesado sus defensas y estaba atacando. Pero Jesús no había terminado. En un último golpe de gracia, continúa apretando el detonador.
Vuelto el siervo, hizo saber estas cosas a su señor. Entonces enojado el padre de familia, dijo a su siervo: Ve pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Y dijo el siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar. Dijo el señor al siervo: Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa. Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena (Lucas 14:21–24).
¿Se comprende lo que quiero decir cuando hablo del aguijón? «Ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena». Para comprenderlo bien, hemos de preguntarnos a nosotros mismos: «¿Quiénes eran aquellos primeros convidados? ¿A quién representan?» La respuesta, claro está, es que se trataba de los judíos, el pueblo religioso, el pueblo que creía en la Biblia, aquellos que se veían a sí mismos camino del cielo, como aquel vanidoso comensal que estaba junto a Jesús en aquella cena a la que les había invitado el fariseo. Sin embargo, en cuanto a esta cuestión tan candente, Jesús llega a la conclusión de que «ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena».
¿Lo dice en serio? Quiere decir que aquellos privilegiados religiosos serían excluidos del reino de Dios. Entonces, ¿quién entraría? «Ve pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos». Jesús comunica a los fariseos que invitaría a su fiesta a los despreciados y desterrados pordioseros, a los pobres y los discapacitados, a aquellos que evidentemente estaban ausentes de aquella mesa en la que se encontraban. Jesús afirma que aquellas personas estarían en el banquete de Dios. Y, por si su admisión en el reino no resultaba ya lo suficientemente ofensiva para la respetable audiencia de Jesús, añade que aún queda sitio: «Dijo el señor al siervo: Vé por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar».
Es posible, claro está, que esta segunda vez que envía al siervo tuviera la finalidad de reforzar la primera, intensificando así la humillación que suponía para los que estaban escuchando a Jesús. La mayoría de comentaristas están de acuerdo, sin embargo, en que Jesús está haciendo algo más que eso. Está anticipando la incorporación de los gentiles al reino de Dios. Los evangelios enseñan que Jesús anunció dicho desarrollo. «El reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él»—les diría a algunos de los sacerdotes y de los fariseos un poco más adelante (Mateo 21:43). Aunque hemos de admitir que no queda claro en esta parábola, parece que aquellos que estaban por los caminos y los vallados representaban a los forasteros no judíos a quienes Jesús pronto atraería a sí mismo por su Espíritu, después de su muerte y su resurrección.
La ironía, pues, no podía ser mayor. Aquellos que esperaban entrar en el reino porque habían recibido invitaciones anticipadas a través de los profetas, se lo perderían. Sin embargo, aquellos que esperaban quedarse fuera porque no eran lo suficientemente buenos, o porque nunca habían oído hablar del banquete debido a su paganismo, serían los que lo disfrutarían.
Esta parábola enfatiza que lo conocido no se estima, y Jesús responde que ese desprecio es un pecado que Dios no perdona fácilmente.
¿Qué nos dice el aguijón de esta parábola a ti y a mí, por tanto? Quizás dependa de nuestra procedencia. Algunos, como los convidados que estaban junto a Jesús en aquella mesa del fariseo, procedemos de un trasfondo religioso. Puede que nuestros padres fueran creyentes y que nos bautizaran o nos presentaran cuando éramos niños. Puede que hayamos asistido a la escuela dominical o al grupo de jóvenes. Puede que en nuestra adolescencia respondiéramos positivamente a alguna predicación del evangelio. Puede que hayamos escuchado hablar de la fe cristiana no una, sino docenas de veces, y como resultado de ello pensemos que somos cristianos. Pero, ¿lo somos? Ésta es la pregunta que nos plantea esta parábola. Puede que sepamos cómo dar gracias antes de las comidas; pero Jesús nos está diciendo que el reino de Dios exige más de nosotros, no sólo una palabrería piadosa. Nos exige una decisión y un compromiso. «Venid, que ya todo está preparado»—les dice. Puede que en otra época consideraran ese tiempo como algo puramente espiritual; pero ahora que Jesús ha venido, se exige una respuesta activa, porque el reino está aquí. Ese reino debe ser prioritario sobre cualquier otro interés o ambición que podamos tener. ¿Estamos dispuestos a aceptar esa reorientación tan radical de nuestras prioridades?—nos pregunta. Lo que nos indica esta historia es que muchos no lo están. No todo el que escucha la invitación, ni siquiera todos aquellos que parecen responder inicialmente a la misma, llegan a disfrutar de sus beneficios cuando se les pide una decisión y un compromiso.
Para algunos quizás sea la profesión lo que ocupa el primer lugar; para otros puede ser el deporte; para otros, los estudios académicos; para otros, el novio o la novia. He adquirido un terreno, he comprado cinco yuntas de bueyes, me he casado. Las excusas pueden variar; pero, al mismo tiempo, son siempre las mismas: débiles, engañosas, un insulto desde el punto de vista de Dios.
Jesús dice que esas excusas enojaron al dueño de la casa. No es extraño. Si a ti te hubiera resultado costoso preparar un banquete para unos amigos a los que aprecias mucho y ellos te volvieran la espalda, ¿no te enfadarías? Es ridículo pensar que Dios no se enfada con nosotros cuando buscamos excusas para poner otras cosas por delante de él en nuestras vidas. A Dios le cuesta mucho disponer para nosotros este banquete en su reino. Tuvo que pagar un precio para abrirnos la puerta del cielo. Una cruz se elevó en una colina de Jerusalén, bañada en sangre. Se elevó para que nosotros pudiéramos estar absolutamente seguros de que este banquete, aunque tengamos libre acceso a él, no había sido barato. Él pagó su precio porque quería invitarte al banquete. Rechazar la invitación es darle una bofetada en el rostro a un anfitrión divino que lo ha dado todo porque te ama. No es de extrañar que esté enfadado.
Por tanto, en esta parábola tenemos una advertencia solemne para aquellos que están familiarizados con la fe cristiana: no desprecies lo que tienes. Pero la parábola también supone un gran desafío para las personas que no tienen un trasfondo religioso. Dios está planificando una fiesta para ti. Todos los festivales y carnavales, banquetes y fiestas, risas y festividades de los miles de años de historia de la humanidad no se pueden comparar con la maravilla, la gloria y la alegría de la celebración que el rey del universo tiene en mente. Será un acontecimiento magnífico, más allá de lo que la mente humana puede imaginar, el preludio de todo un nuevo mundo. ¿A quién no le gustaría participar en esa celebración? Jesús nos dice, en esta parábola, que tú has sido invitado a él. La entrada es gratuita y cada uno de nosotros es bienvenido a compartirla.
Quizás para algunos esto suponga un problema. Como los pobres, mancos, cojos y ciegos que estaban ausentes de la mesa del fariseo, se sienten en la iglesia como un pez fuera del agua. «Yo no soy un tipo religioso—dicen—. Es mejor que los que se dedican a ir a la iglesia no me inviten a hacerme cristiano. Ellos no saben cómo soy. Si lo supieran, en seguida me mostrarían la puerta. No soy lo suficientemente bueno. Si supieran lo desastrosa que es mi vida, si supieran todos los hábitos y pecados que esconde mi educada y respetable envoltura externa, sabrían que yo nunca podría ser cristiano. No puede haber sitio para mí en el reino de Dios que trae Jesús. Esa invitación no puede ser para mí».
A la vez, como aquellos que estaban por los caminos y por los vallados y que ni siquiera sabían que se había preparado un banquete, algunos pueden sentirse completamente desconcertados por la invitación de Jesús. Quizás vengan de una cultura completamente extraña al cristianismo, de un país donde la mayoría de la gente es partidaria de otra religión. «Está muy bien que los europeos y los americanos piensen que se les ha invitado a esa fiesta—se dicen a sí mismos—. Pero no es para mí. Yo soy de Asia (o de África). Soy hindú (o musulmán). ¿Yo cristiano? Eso es imposible, impensable. No hay lugar para mí en el reino de Jesús. La invitación no puede ser para mí».
Pero Jesús, de hecho, cuenta esta historia precisamente para señalar que estás equivocado si te sientes excluido de esta manera. En ella se revela que hay más espacio en el reino de Dios para gente como tú que para otro tipo de gente. Fijémonos en la palabra que el anfitrión utiliza para mandar al siervo: Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar (Lucas 14:23). El verbo «fuérzalos» es muy fuerte. Algunas traducciones dicen: «oblígalos a entrar». Esta traducción ha llevado ocasionalmente a conclusiones ilegítimas, como cuando se citaba para defender la inquisición española.
Pero interpretaciones así no nos ayudan a comprender la intención de este fuerte mandato que recibe el siervo. No se le envía con cuerdas, cadenas y armas para obligar a los extranjeros que no quieran a acudir a la casa del anfitrión. No es a eso a lo que se refiere el anfitrión cuando dice: fuérzalos a entrar. Su mandato nace de su reconocimiento de que la gente a la que está enviando al siervo se quedará sorprendida cuando reciba la invitación. Su reacción inmediata será pensar que el siervo se ha equivocado; el banquete no puede ser para ellos. Pensarán que son demasiado pobres como para ser invitados a una casa tan grande como la del dueño del siervo. Pensarán que, siendo gentiles y extranjeros, no pueden ser recibidos como huéspedes, que seguramente la invitación ha llegado a una dirección equivocada. Por eso el anfitrión dice: «fuérzalos a entrar». Es decir, cógelos del brazo, persuádelos, convéncelos, consíguelo aunque sea por medio de halagos. El siervo debe utilizar todos los recursos de que dispone para convencerles de que la invitación del anfitrión realmente va dirigida a ellos. Y por eso podemos estar tan seguros de que la invitación de Dios nos incluye a nosotros, seamos quienes seamos. No hay pero que valga. No importa lo indignos que nos sintamos, no importa lo ajenos al cristianismo que hayamos vivido, la invitación es para todos. has sido invitado. Dios quiere que estés en su reino. Él te insta a venir. La cena ya está preparada para ti. ¿Por qué retrasarte?
Sin duda nosotros tenemos nuestros planes para los próximos meses y años. El estudiante intenta conseguir un título. ¿Y qué hará después? Otros quizás hayan encontrado a alguien con quien casarse. ¿Y qué pasará después de la boda? Otros pueden tener proyectos respecto a su profesión. Puede que estén planeando formar una familia. Pero la profesión pasará y los hijos crecerán, ¿y entonces?
La verdad es que, por mucho que quieras hacer en los cincuenta, sesenta, setenta u ochenta años que Dios te ha dado, todo terminará. El estado de las cinco yuntas de bueyes que acabas de comprar, incluso la esposa con la que te acabas de casar, parecen cosas muy importantes para ti y, de hecho, a su manera lo son. Pero ninguna de esas cosas dura. Todo termina en una caja de madera con asideros metálicos y un pequeño nombre grabado en plata.
En cambio, aquello de lo que Jesús está hablando aquí durará para siempre. Se trata del reino de Dios, algo que los seres humanos hemos sido destinados a compartir con nuestro Hacedor. Está previsto que vivamos eternamente en compañía de Dios y en el mundo de Dios. Incluso aunque hayamos desechado aquel destino único, nos sigue dando la oportunidad de retornar. ¿Seguiremos dándole la espalda a semejante oportunidad?
Se puede estudiar para conseguir un título, pero hacerlo para Dios. Puedes casarte un día, pero ese hogar que construyas puede ser para él. Puedes tener una profesión, pero haz que sea para él. Ven—dice—, el reino está preparado, y está esperándote. Ya mismo puedes comenzar a disponer de lo que él ha preparado para la fiesta. Dios quiere que utilices la vida que él te ha dado para prepararte para el reino que durará eternamente.
Por tanto, ¿por qué retrasarlo? «Ven—dice—. Ya está todo listo». No importa lo indigno y extraño que te sientas respecto al cristianismo. La invitación es para ti. Y si la invitación te resulta demasiado conocida, ten cuidado. Lo conocido no se estima. Es posible rehusar, pasar por alto o desperdiciar la invitación. Y las personas que corren mayor peligro de que les ocurra esto son aquellas que ya lo saben. No hay excepciones al mandato de Jesús: «Buscad primeramente el reino de Dios»—dice—. Insiste en que no habrá lugar en aquel reino para aquellos que se dediquen a poner excusas y que le den prioridad a cualquier otra cosa.
Clements, R. (1995). Relatos con aguijón (31). Barcelona: Publicaciones Andamio.

Relatos pertinentes: Historias que son para toda época

biblias y miles de comentarios
 
PERDIDO Y HALLADO
LUCAS 15:1–2, 11–32
Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Éste a los pecadores recibe, con ellos come …
También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes.
No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.
Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo, hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre.
Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.
Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.
Pero el padre dijo a sus siervos: sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.
Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.
Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase. Más él respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.
Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. 32Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado (Lucas 15:1–2, 11–32).
Cuando las relaciones personales se rompen, se debe normalmente a dos posibles motivos.
Algunas veces la ruptura de las relaciones se produce con un gran escándalo. Por ejemplo, en un matrimonio el detonante puede ser el descubrir un acto de adulterio. Entre amigos puede deberse a un insulto que haga perder al otro los estribos. Pero, sean cuales fueren los motivos concretos, las consecuencias son repentinas y explosivas. Una parte le dice a la otra: «No quiero volver a verte. Para mí, como si hubieras muerto. Lárgate». Todo el que ha experimentado esta clase de ruptura de una relación conoce bien lo traumática que es. Se parece a un tiempo de luto. Una persona a la que has amado es arrancada de tu lado, dejando un vacío doloroso que a menudo se llena de amargura y, sobre todo, de soledad. Se trata de una experiencia que te deja destrozado, y más aun porque irrumpe en nuestra vida inesperadamente. En un momento dado todo iba bien y, de repente, todo nuestro mundo se derrumba.
Aunque esta clase de ruptura es devastadora, no obstante, no es la única manera en que se da, ni la que produce mayor desesperación. Otras veces, las relaciones se limitan sencillamente a irse a la deriva. No existe un momento concreto de crisis que precipite esa diversificación de rumbos. La desvinculación emocional se produce de manera gradual, hasta el punto de que no te das cuenta de lo que está pasando. El matrimonio no se viene abajo a consecuencia de alguna tentación sexual externa; sino que se va muriendo por dentro de manera imperceptible. La amistad no termina de la noche a la mañana. Se va transformando poco a poco en indiferencia mutua. El afecto se enfría. La comunicación se interrumpe, hasta que un día nos damos cuenta de que nos hemos vuelto extraños el uno para el otro; no hostiles, pero sí apáticos; no enfadados, pero sí indiferentes—porque no se trata de un gran alud que se nos viene encima, sino de un lento proceso de congelación. Cuando las relaciones se desintegran de esta segunda forma, no hay un temblor de tierra; pero el resultado puede ser igual de trágico y llevar a la ruina emocional. Puede que no le digamos a la otra persona que se vaya; pero nos distanciamos igual, y quizás incluso de manera más definitiva. Al menos, eso es lo que Jesús parece indicar en su relato sobre el hijo pródigo, que quizás sea la historia más famosa jamás contada.
Es importante que nos fijemos en el comienzo del capítulo en el que Lucas la recoge.
Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Éste a los pecadores recibe, con ellos come … (Lucas 15:1–2).
La escena que nos presenta este párrafo es la clave indispensable para comprender la historia que viene a continuación. Nos informa de su contexto social: la división de la sociedad judía del primer siglo en dos tipos de personas. Por un lado estaban los «pecadores»; por otro, «los santos». El término «pecadores» quizás sea un título peyorativo; no todos los incluidos como tales lo eran debido a su inmoralidad personal. Podía ser sencillamente que tuvieran sangre gentil, o que hubieran contraído alguna enfermedad—como la lepra—que les convertía en impuros. Pero también hemos de decir que un elevado porcentaje de los considerados «pecadores» en la sociedad judía del primer siglo eran denominados así como consecuencia del estilo de vida que habían escogido. Algunos de ellos eran borrachos, otros eran sexualmente inmorales, otros eran recaudadores de impuestos, o corruptos colaboradores con el detestable ejército invasor de Roma. Algunos eran de la clase de personas que no iban a la iglesia los domingos y, en cambio, se iban al bar. Otros, en vez de orar, se dedicaban a fastidiar al prójimo. Como es de suponer, la respetable gente religiosa de Israel le daba la espalda a todos aquellos «pecadores»; eran marginados. Estar en compañía de aquella gente significaba contagiarse de ellos, podríamos decir que era como estar metidos en el mismo cajón. Las personas religiosas se veían a sí mismas como los «santos». Eran judíos de pura raza, sin problemas físicos—sin lepra ni nada parecido—y moralmente impecables. Los «santos» guardaban estrictamente la ley de Dios, estudiaban sus biblias con un celo que avergonzaría a muchos cristianos y obedecían con una gran rigidez y orgullo.
A la cabeza de estos «santos» estaban los fariseos y los maestros de la ley. Los fariseos eran el grupo fundamentalista del primer siglo. Los maestros de la ley, los estudiosos profesionales. Entre ambos constituían una impresionante élite espiritual, poseían un enorme prestigio social y un nada despreciable poder político en la Judea del primer siglo, donde la religión formaba parte de la estructura de la sociedad de una forma que hace ya mucho que dejó de hacerlo en la mayoría de países occidentales. Naturalmente daban por sentado que todo maestro de la Biblia les daría su visto bueno. Lo último que esperaban de un teórico rabino como Jesús era que abandonara la compañía de los santos para socializar con el equivalente a la peña local de fútbol del primer siglo. Pero eso es lo que hizo Jesús. Pasando por alto las consecuencias que aquello tendría para su reputación, no sólo recibía a los considerados «pecadores», sino que comía con ellos, para la sorpresa de algunos. «¿Hay algo más desagradable?»—se preguntaban los «santos». En términos del siglo veinte, sería algo así como ver a la madre Teresa en un bar del Soho, o a Cliff Richard en una manifestación de homosexuales; habrían producido la misma clase de rechazo. Mezclarse con los pecadores estaba totalmente alejado de lo que se esperaba de un hombre que pretendía ser santo.
La separación entre los «santos» y los «pecadores», para la mentalidad de aquellos líderes religiosos del primer siglo, era absoluta. Saltarse ese tabú social, como hizo Jesús en varias ocasiones, era en realidad ir abocado al fracaso.
Pero él no se avergonzaba ni se dedicaba a discutir sobre su política social. Al contrario, no era la primera vez que escandalizaba deliberadamente al sector religioso de Judea. Como ya vimos en el capítulo anterior, ya había provocado una controversia similar en una cena celebrada en casa de un eminente fariseo. Y, en aquella ocasión, su respuesta a la santurronería de los que le rodeaban había sido contarles una parábola que, como un misil, había atravesado las defensas psicológicas de aquella audiencia hostil, haciendo posible atacar algunas de sus ideas más apreciadas y arraigadas.
La estrategia que Jesús utiliza aquí es similar. Está siendo atacado por comer con los «pecadores»; por tanto, de nuevo les cuenta una parábola. Claro que esta vez no se trata sólo de una parábola, sino de tres: las parábolas de la oveja perdida, de la moneda perdida y del hijo perdido. Es a esta tercera y última historia, la más famosa de todas las que Jesús ha contado jamás, a la que le dedicamos una especial atención.
Se trata de una historia acerca de relaciones, de un triángulo de tensión doméstica entre un padre y sus dos hijos. En ambos casos la relación está rota. Cada uno de los hijos, al menos en parte de la historia, se queda solo. En uno de los casos ocurre por medio de un escándalo. En el otro, como consecuencia de un proceso de enfriamiento. Es interesante que el hijo que se aísla de su padre por el primer camino, por medio de un escándalo, al final se reconcilia con él. Sin embargo, en el caso del segundo hijo, que queda fuera del círculo tras un proceso de enfriamiento, la historia concluye en un camino sin fin. Cuando cae el telón nos quedamos sin saber si llega a reconciliarse plenamente con su padre y con su hermano.
Como en todas las parábolas de Jesús, debajo de los detalles superficiales hay un mensaje espiritual. Jesús está tratando de decir que nuestra relación con Dios es como la del padre con sus dos hijos. Algunos se rebelan contra Dios de manera abierta y desafiante. Son «pecadores» que tienen una gran pelea con Dios, dándole la espalda muy enfadados. Otros, que quizás se creen los «santos», también se rebelan, pero en secreto y de una forma disfrazada. Mantienen un reconocimiento protocolario de Dios y asienten con la cabeza, pero se cuidan mucho de que nunca se les acerque demasiado. En el fondo hay un corazón frío, un proceso de congelamiento.
La advertencia que Jesús hace es muy sencilla. Los «pecadores» tienen más posibilidades de ir al cielo. Esto es debido a que las personas que se consideran incluidas en este grupo están en una posición en la que pueden retroceder. Los que se consideran «santos», por otro lado, descubrirán algún día que su presuntuosa auto-justificación les apartó de toda esperanza de redención.
También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes (Lucas 15:11–12).
Aquí tenemos un clásico ejemplo de ruptura escandalosa. La historia nos resulta familiar. Un adolescente que se rebela contra su acaudalado padre. En días como los nuestros, donde son habituales las disputas familiares de este tipo, es fácil encontrar a muchos chavales de dieciséis o diecisiete años durmiendo en los parques de las ciudades y con una historia similar a ésta. Y, por esa razón, quizás sea fácil que no nos demos cuenta del impacto que produciría lo que este chico estaba sugiriendo aquí. Incluso hoy, en el contexto del oriente medio resulta escandaloso y ridículo lo que le estaba pidiendo a su padre. Exigirle su herencia anticipadamente era como decirle que deseaba que estuviera muerto. Sospecho que, para los oyentes de Jesús, lo único que sobrepasaba al asombro que les producía la impertinente petición de aquel chico era el asentimiento del padre. «Y les repartió los bienes». ¿Qué clase de padre era aquel que accedía a las demandas desconsideradas de su hijo que le exigía independencia sin trabajar?
La respuesta es, por supuesto, que sólo un padre divino, porque se trata de una parábola. Jesús está proporcionándonos un cuadro de cómo los seres humanos, creados a imagen de Dios, se encuentran separados de él como resultado de su rebelión moral. Le decimos a Dios: «Quiero que estés muerto». Aunque nos gustan las cosas materiales que nos puede dar, no nos gusta él. Las queremos, pero no le queremos. Deseamos que salga de nuestras vidas, que deje de interferir en ellas.
Irónicamente, tal como vemos en la historia, cuando decimos eso los que salimos perdiendo somos nosotros.
No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba (Lucas 15:13–16).
¿Qué buscaba este joven? «Libertad» es una palabra que escuchamos a menudo: libertad de inhibiciones morales, libertad de las trabas que suponen los convencionalismos pasados de moda, libertad de la mentalidad estrecha de nuestros padres. Necesitamos libertad para descubrir nuestra verdadera identidad. Pero, cuando aquel chico encontró la libertad, se encontró con que resultaba más complicada de lo que se pensaba.
Imaginemos a alguien que está en la cima de un acantilado. Piensa que es libre. Libre para saltar, libre para volar cual pájaro. Así que se tira desde el acantilado y vuela como un pájaro, hasta llegar al fondo. No se dio cuenta de la gravedad de la situación. Algunos de nosotros invertimos mucho tiempo intentando discernir entre los muchos restos destrozados que hay en el fondo de ese particular acantilado de «libertad».
La libertad, por tanto, no es licencia para hacer lo que queramos. Bien entendida, la libertad es poder hacer lo que debemos hacer, ser lo que debemos ser. Los seres humanos no somos criaturas que podemos hacer lo que queremos; existen normas dentro de las cuales se supone que debemos movernos. Sin esas normas, la libertad carece de sentido, no pudiéndose distinguir de la arbitrariedad de una persona que se limita a tomar decisiones lanzando una moneda al aire. Puede que aquel chico buscara libertad, pero no encontró el tipo de libertad que estaba buscando cuando decidió liberarse de su padre. Todo lo que encontró fue el apestoso olor de una pocilga. En la historia de este individuo tan descontento y degradado, Jesús ilustra la tragedia que vivimos todos nosotros cuando cometemos la locura de querer ser libres de una manera que resulta imposible. No somos los capitanes de nuestras almas. Hemos sido creados por Dios y no podemos dejar de ser sus criaturas, por mucho que movamos nuestras alas en el borde del acantilado.
Las palabras «pero nadie le daba» resultan patéticas. Sin duda conocía a muchas personas dispuestas a aprovecharse de su hambre; pero todos eran de los que tomaban, no de los que daban. Y lo mismo pasa hoy, por supuesto. Esta noche los camellos buscarán jóvenes rebeldes en las calles. No les importan lo más mínimo, sólo buscan su dinero. Quieren verlos débiles, desgraciados y pidiendo un pico. No dan, quitan. Lo mismo pasa en el caso de la prostituta. Nos dice que el sexo es la respuesta y nos promete amor. La verdad es que ella no da nada en absoluto. Se trata de otra forma de quitar. Y lo mismo en el caso de los incitadores a la Nueva Era que ofrecen sus caras charlas sobre meditación. Todos nos aseguran que están aquí para dar respuestas a nuestra necesidad espiritual; pero lo que pretenden no es dar, sino quitar.
Imaginemos la situación de aquel chico hambriento y metido en la pocilga. Quizás ni siquiera tengas que echarle mucha imaginación. Quizás hayas tenido tu propia búsqueda de libertad y también hayas tenido que tragar el polvo. En lo más profundo de tu ser tendrías un gran vacío, como el vacío que había en el estómago de aquel chico. Jesús explica a qué se debe. Es porque estamos fuera de la ruta. Estamos intentando ser algo que no podemos ser; por ejemplo, estamos intentando liberarnos de Dios. Nos estamos burlando de las normas de la existencia humana y nuestra situación no va a ir mucho mejor hasta que abandonemos esa actitud. Este joven, gracias a Dios, lo hizo.
Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo, hazme como a uno de tus jornaleros (Lucas 15:17–19).
Al fin, aquel chico comenzaba a hacer algo bien para variar. Lo primero se pasa fácilmente por alto. Rechazó la comida de los cerdos. La historia de Jesús nos cuenta explícitamente que se sentía inclinado a comerla; cuando uno está hambriento es capaz de comer cualquier cosa. Pero si su hambre hubiera llegado hasta ese extremo, si la hubiera satisfecho aceptando aquella segunda opción, habría sido una tragedia. Aquella vía representaba un peligro real. Muchas personas llegan al punto de anhelar un sentido más profundo en su vida, e incluso se ponen a buscarlo. De hecho, la mayoría de la gente lo hace hasta cierto punto. Pero muchos, al no encontrar una respuesta inmediata (o apetitosa, quizás), optan por una segunda opción. Comen la comida de los cerdos y hacen de la pocilga su casa.
Me da la impresión de que, cuando yo era estudiante en la década de los 60, las cuestiones sociales nos interesaban más que a los actuales estudiantes. Íbamos de un lado a otro con nuestras pancartas, bloqueando las calles y manisfestándonos para hacer oír nuestra protesta. Algunos de mis amigos ondeaban la bandera roja del marxismo o la negra del anarquismo. Pero la mayor parte de ellos están ahora en la ciudad de Londres y son banqueros, agentes de bolsa o algo parecido. Uno de nuestros grandes héroes, creo recordar, era uno de aquellos típicos revolucionarios sudamericanos que terminó abriendo una tienda de moda en París. La desilusión y el cinismo avanzan cautelosamente corroyendo el idealismo juvenil. Descubrimos que nuestras revoluciones no funcionan como pensábamos y el resultado es que caemos en el materialismo que tanto despreciábamos. Nuestra hambre espiritual de algo mejor y más noble se marchita.
Lo extraño en el caso del hambre de aquel chico es que a la vez ésta era su esperanza. Si se hubiera alimentado de la comida de los cerdos, se habría perdido. La primera cosa que hizo bien fue rechazar deshumanizarse a sí mismo de aquella manera. Decidió pasar hambre. Optó por seguir pensando y buscando, para llenar el vacío que había en su alma. Lo más trágico en el caso de las personas de nuestro mundo es que están en la pocilga, alimentándose de la comida de los cerdos y no siendo conscientes de ello. Han cesado de buscar algo mejor.
Pero, por supuesto, no bastaba con un rechazo temporal. No sólo el chico rehusó la comida de los cerdos, también se tomó un tiempo para pensar en su situación y enfrentarse a algunas verdades desagradables. Hace falta valor para mirarte al espejo y aceptar lo que ves. A ninguno de nosotros le gusta hacerlo, porque todos vivimos más cerca de la desesperación de lo que quizás uno es capaz de admitir. Renunciar a nuestras queridas ilusiones, admitir esa profunda verdad interior de que nos estamos apartando y no sabemos adónde vamos, dejar de interpretar un papel y ser sinceros con nosotros mismos, es de valientes. La mayoría de nosotros escondemos nuestra inseguridad detrás de una máscara. En algunos casos, esa máscara pertenece al frío tipo académico; en otros es el tipo musculoso y atlético. Otras veces se trata de la típica chica que sabe cómo manejar a los hombres, o del tipo tímido y amable. Unos se dedican a «ser el alma de la fiesta». Otros, los que se mantienen a distancia, al margen, o los que piensan que no necesitan a nadie. Algunos incluso desarrollan una especie de esquizofrenia, adoptando papeles diferentes según dónde y con quién estén. He visto esto en estudiantes de Cambridge a quienes conozco, que tienen una máscara para casa y otra para la universidad, una para la iglesia y otra para el ámbito estudiantil. En realidad, se trata de un síntoma de inseguridad; no saben quiénes son en verdad, o quiénes quieren ser, o quiénes deben ser. Están confundidos en cuanto a su identidad; como lo estaba aquel chico. Por desgracia, algunos nunca consiguen superar ese juego de roles. Al ir creciendo, sus papeles cambian, pero las máscaras se quedan adheridas a sus rostros incluso con mayor firmeza. Llega un momento en que las máscaras ya no se mueven, ni siquiera en aquellos momentos privados y tranquilos en los que no hay nadie que los observe.
Alejarse del público y volcarse en la labor de examinarse a sí mismo de una manera radical fue un paso indispensable para la salvación de aquel muchacho. Eso es lo que Jesús quiere señalar. Necesitamos ese mismo valor para salir del agujero en el que estamos. Según Jesús, debemos enfrentarnos a determinadas verdades.
La primera verdad es que estamos perdidos. Nuestras vidas no están satisfechas y somos profundamente desgraciados por esto. La raíz del problema a la que llegó aquel muchacho cuando se sentó allí, en su pocilga, no era que le faltara la comida. Lo que le faltaba era el «padre». Agustín, uno de los más grandes hijos pródigos de la historia, llegó a la misma conclusión: «Nos has creado para ti, y nuestros corazones no descansarán hasta que encuentren su descanso en ti»—le confesó a Dios. Nos dedicamos a jugar con las cosas materiales, intentando saciar una sed que reside no en el ámbito físico, sino en el personal. Ésa, por supuesto, es la razón de que las relaciones personales sean tan importantes para nosotros. La experiencia del amor humano apunta a una última relación. Refleja un gran destino para el que hemos sido creados, que es estar en relación con Dios. Pero ninguna relación humana, por muy profunda, verdadera y duradera que sea, puede satisfacer plenamente el hambre que hay en nuestra alma. Nos engañamos a nosotros mismos si pensamos de otra manera. Darle a un novio, a una novia o a una esposa esa clase de importancia última se trata sencillamente de otra forma de desilusionarse. Esas expectativas están destinadas al fracaso, por muy maravillosa que sea la otra persona. Nadie puede dar continuamente significado a nuestras vidas, porque eso sólo puede hacerlo Dios.
Jean-Paul Sartre, el filósofo francés, era ateo. Pero ¡qué bien habló a los hombres y mujeres modernos cuando escribió: «No tengo ninguna duda de que Dios no existe; pero no puedo negar que todo mi ser clama a Dios».
Sentado en la pocilga, el chico de la historia aprecia su verdadera identidad como el hijo del padre. Eso era lo que había hecho mal. Había intentado alejarse de aquella identidad; había pretendido una libertad imposible, no dándose cuenta de que hay determinadas libertades a las que, sencillamente, no podemos acceder, porque contradicen quiénes somos. Jesús nos habría hecho llegar a esa misma conclusión. Nuestra búsqueda de autonomía moral está destinada al fracaso. No podemos alejarnos de Dios; el vacío dentro de nosotros continuará estando allí, doliendo a causa del hambre espiritual que sólo él puede saciar.
Lo primero que este chico tenía que reconocer, por tanto, era que estaba perdido. La segunda cosa es que era culpable. «Me levantaré … e iré … y le diré …: Padre … ya no soy digno de ser llamado tu hijo»—se dijo así mismo. En este momento culminante de la historia, Jesús nos recuerda que la raíz de nuestra locura es nuestra decisión moral de intentar ser independientes de Dios. Así es como nos hemos metido en el caos en el que estamos. Nos hemos burlado de las reglas de Dios, y como resultado le hemos ofendido y le hemos herido. «Hemos pecado contra el cielo y contra ti», como dijo aquel chico.
Es de gran importancia que comprendamos esto. Algunos piensan que Dios es como un guardia de tráfico cósmico que tiene que hacer cumplir una serie de leyes impersonales, pero que de ninguna manera se siente personalmente involucrado en ellas. La historia de Jesús nos revela que en absoluto es así. La ley moral es la ley que surge del corazón y de la misma naturaleza de Dios. Cuando pecamos, cuando no amamos a la gente como es debido, cuando no decimos la verdad como es debido, cuando no honramos a nuestros padres como es debido y, sobre todo, cuando no le amamos a él y le honramos como es debido, no se trata sencillamente de que estemos aparcando en una zona prohibida celestial. ¡Es como estar aparcando encima del pie del guardia de tráfico mismo! Le estamos ofendiendo personalmente. Y él está enfadado y siente dolor.
Si no lo tenemos claro, hemos de mirar a la cruz. Ese duro símbolo de muerte está allí para mostrarnos la enorme ofensa y el gran dolor que le causa a Dios el pecado del mundo. Demuestra lo mucho que le costó personalmente abrirnos la puerta de la reconciliación. El muchacho tuvo que aprender no sólo que estaba perdido, sino que era culpable; no sólo que necesitaba la amistad del padre, sino que necesitaba el perdón del padre. Cuando descubrió esto—nos dice Jesús—, ya sólo le separaban de la felicidad unos cuantos pasos. Pero creo que debieron de ser los pasos más duros que dio en toda su vida.
Me levantaré e iré a mi padre (Lucas 15:18).
Un pastor de una iglesia se encontró en cierta ocasión con un chico que se había marchado de casa e intentó aconsejarle. Le habló de esta misma parábola del hijo pródigo y le dijo: «Ahora tienes que volver a tu padre para ver cómo mata un cordero para darte la bienvenida».
Unas semanas más tarde se encontró de nuevo con el chico en la calle:
—¿No volviste a tu padre?
—Sí, lo hice.
—¿Y te disculpaste?
—Sí,—asintió.
—¿Y mató un cordero para ti?
—No—dijo el chico—, más bien estuvo a punto de matar al hijo pródigo.
En contraste con esto, el calor con que el padre recibe a este chico de la historia de Jesús es sorprendente. No es propio de nosotros reconciliarnos de una manera tan total, sin recriminaciones ni quejas.
Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. (Lucas 15:20)
Habría sido muy humano que el padre hubiera hecho que el hijo sufriera un poco por su locura, que le hubiera exigido algún tipo de restitución o le hubiera castigado de alguna manera. Pero la historia no dice nada de eso. En vez de ello, se nos presenta una maravillosa disposición a perdonar. Parece como si el padre hubiera estado esperando y vigilando desde que el chico le había vuelto la espalda. Fijémonos en la forma en que corre hasta él. En el mundo antiguo, esto era algo que un hombre mayor nunca hacía en público. Se consideraba indigno. Es evidente que el corazón de aquel hombre estaba tan lleno de amor que le impulsó, sin temor a la vergüenza o a lo que los vecinos pudieran pensar, a recogerse la ropa y correr. Dice que fue movido a misericordia por el chico. Se echó sobre su cuello y le llenó de besos con ternura, según la versión griega.
El joven, por su parte, había decidido intentar arreglar las cosas con su padre. Pensaba ofrecerse para trabajar como uno de sus jornaleros en la granja de la familia, para ganarse el dinero que había despilfarrado. El padre, en cambio, no quiere ni oír hablar de ello. Ni siquiera le da la oportunidad de hacer semejante oferta. Interrumpe al chico en medio de su confesión. ¡Rápido!—le ordena a sus siervos.
Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado (Lucas 15:22–24).
Jesús, el narrador, está enseñando algo muy importante. Si hemos tenido una pelea con Dios y, como consecuencia, nuestra relación con él está hecha pedazos, las cosas pueden arreglarse. Si regresamos con un arrepentimiento genuino y nos volvemos de nuestra rebelión y de nuestra locura de independencia, buscando su rostro de nuevo, él no va a dejarnos dentro de la porquería como harían muchos padres. No, Dios no va a hacer que nos sintamos avergonzados, ni a meternos en la cárcel como castigo. Jesús nos enseña aquí que podemos contar con la gracia y la misericordia de Dios. Se alegrará, y todo el cielo con él, de tenernos de vuelta.
Es cierto que le hemos vuelto la espalda. Le hemos dicho de cientos de maneras que nos deje en paz. Pero, por muy grande que haya sido la pelea que nos ha separado, quiere arreglar las cosas y va a hacerlo. Tan sólo está esperando. Espera que los pecadores, las personas que saben que están en el polo opuesto de él, vuelvan. Cuando lo hagan, no dejará que sean sus siervos. Los investirá de la dignidad de ser sus hijos y sus hijas.
Pero la historia aún no ha terminado. Tiene un aguijón.
Y su hijo mayor estaba en el campo (Lucas 15:25).
¿Por qué nos habla Jesús de él en este momento? La respuesta la encontramos volviendo al contexto original de la historia. Como ya dijimos, esta parábola no iba dirigida en primer lugar como palabra terapéutica para animar a aquellos pecadores con los que Jesús estaba comiendo. Era un bombardero oculto con la misión de atacar la autosuficiencia de los que se consideraban «santos», aquellos que le criticaban por comer con los «pecadores». Y es a aquellos supuestos «santos» a los que claramente representa este hermano mayor. Esto es evidente a la luz de lo que dice de él.
He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás. (Lucas 15:29)
Se trata del hijo perfecto. Debería de ser el ideal de Jesús. Durante años había servido a su padre y nunca se había rebelado. ¿O sí? ¿Acaso no se ve cierta petulancia escondida, o una queja llena de autocompasión, en la frase «tantos años te sirvo»? ¿Nos equivocamos al pensar que había cierto resentimiento oculto en aquel que había estado siempre dando el callo? Sabemos perfectamente lo que quiere decir ese tipo de personas cuando se expresa de esa guisa. Sus buenas acciones no le proporcionan una personalidad liberada más que la vida licenciosa de su hermano. Al contrario, los que son asípierden el sentido del humor y se vuelven remilgados, desconcertantes en sus relaciones, incapaces de disfrutar, reprimidos, inhibidos, críticos y siempre con caras largas. El hijo mayor condena a su hermano, no porque le parezca mal su comportamiento, sino porque le envidia. Escuchemos lo que dice de él: «Ha consumido tus bienes con rameras» (Lucas 15:30). El motivo de resentimiento que no dice es que a él le gustaría haber hecho lo mismo, pero no había sido capaz. Y, sin embargo, nunca le había dado ni un cabrito para gozarse con sus amigos. Está celoso de su hermano. Así de simple.
Hoy también hay cientos de personas así: respetables, convencionales, buena gente. Miran por encima del hombro a la sociedad permisiva y fruncen el ceño al ver la decadencia de los valores morales. Piensan que son buenos, pero no es cierto; más bien son tontos. Piensan que son morales, pero no es cierto; son meros santurrones. Piensan que son cristianos, pero no es cierto; son fariseos. Jesús quiere que veamos la enorme diferencia que existe. Falta de alegría en su hipocresía; esterilidad en su respetabilidad; su religión tiene tanto que ver con el cristianismo como un matrimonio separado con una aventurosa amorosa.
El hermano mayor había sido víctima de un proceso de enfriamiento. Es cierto que aún estaba en casa, pero su relación con su padre era tan distante como la de su hermano en aquel lejano país. Fijémonos en lo que Jesús dice de él en el versículo 28: «No quería entrar». Optó por perderse la fiesta. Su padre organizó una gran celebración y su hermano mayor no tuvo el detalle de asistir. En vez de eso, monta un número público en el umbral con todos los vecinos mirando por las ventanas. No es difícil imaginarse la vergüenza que un padre de Oriente Medio experimentaría en una situación así. No obstante, sus brazos misericordiosos estaban abiertos hacia este hijo tanto como hacia el más pequeño. Fijémonos en cómo se acerca a él, igual que se había acercado al hijo pródigo: Le ruega. Igual que había mostrado compasión a su hermano, así se dirige a este hijo con ternura y afecto: «Hijo, todas mis cosas son tuyas»—insiste (Lucas 15:31). Le dice lo precioso que es para él, cuán apreciado y valioso es. Sin embargo, él rehusa entrar en la fiesta.
¿Es posible que alguien sea tan tonto como para escoger el infierno en lugar del cielo? ¡Pues sí! Y la razón se resume en una sola palabra: orgullo. El orgullo es un refugio secreto en el que la gracia no puede penetrar. Pensemos en aquel joven cuando estaba en la pocilga, volviendo en sí y viendo lo estúpido que había sido. Si hubiera querido, podía haber continuado con su orgullo y permanecido en la pocilga. Si pudo ser rescatado y reconciliado fue porque tuvo la humildad necesaria para arrepentirse.
Hay muchas personas que sienten remordimientos al pensar en su vida, y que se golpean a sí mismos y se repiten lo tontos que han sido. Pero ese sentimiento no les llevará al Padre. Los remordimientos son sólo orgullo herido, revolcarse en la autocompasión. El arrepentimiento comienza sólo cuando uno se levanta y viene al Padre. Fue esa decisión de humillarse y entrar en la casa lo que le faltó al hermano mayor. Su orgullo le dejó fuera, así como el orgullo dejaría fuera del reino de los cielos a los fariseos y maestros de la ley a los que se enfrentó Jesús. Sería su orgullo lo que daría consentimiento a su muerte y lo clavaría en la cruz.
Algunos de nosotros nos imaginamos el juicio como Dios clasificando a la raza humana entre los que van al cielo y los que van al infierno. A los que le caen bien los envía al cielo, y a los demás los envía al infierno. Pero éste no es el cuadro que Jesús nos presenta en esta historia. Él refleja a un Dios que rebosa gracia y generosidad, que abre sus brazos a todos: al hermano mayor y al menor; a santos y a pecadores. No hace distinciones. Si nos quedamos fuera del cielo es porque nosotros rehusamos entrar. Es porque nosotros somos demasiado orgullosos para aceptar su gracia. El hermano mayor sentía que se merecía una recompensa. «Tantos años te sirvo». Jesús enfatiza que no podemos considerar el cielo como una recompensa, sino como un regalo, un regalo que aceptamos si tenemos la humildad suficiente para ello, reconociendo que no nos lo merecemos.
Puede que, como el hermano menor, hayas tenido un enfrentamiento con Dios y te encuentres en un país lejano o en la pocilga. Ahora has reflexionado y sabes que mucho de lo que Jesús está diciendo sobre el hijo pródigo vale también para ti. ¿Es orgullo lo que hace que no vuelvas a casa?
Quizás seas como el hermano mayor. Puede que hayas crecido en un hogar cristiano. Tienes un trasfondo religioso. Tienes una mentalidad con una elevada moral. Pero, como decía John Wesley de los años anteriores a su conversión al cristianismo: «tenía la religión de un siervo, no la de un hijo». ¿Tienes el orgullo de pretender adquirir tu billete al cielo y no has aprendido todavía a abrir tus brazos a la generosidad de Dios y a decirle: «gracias»?
A todos nos atraería más la idea de convertirnos al cristianismo si pudiéramos llegar al cielo con nuestras cabezas bien altas y todo el mundo aplaudiéndonos y felicitándonos: «¿Lo conseguiste! ¡Qué éxito! ¿Bien hecho!» Pero ninguno de nosotros entrará al cielo de esa manera. Según Jesús, sólo existe una forma de volver al Padre, y es de rodillas, aceptando humildemente su gracia y su misericordia, como un hijo que se había perdido y ha vuelto a ser hallado.
5
INVERSIÓN A LARGO PLAZO
LUCAS 16:19–31
Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas.
Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama.
Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado. Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieran pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá.
Entonces le dijo: Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento.
Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen: óiganlos.
Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán.
Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos. (Lucas 16:19–31)
Existen pocas palabras que en los últimos cien años hayan aglutinado a tanta gente a su alrededor como la palabra «igualdad». Igualdad de clases, igualdad racial, igualdad sexual, todos ellos conceptos que han prevalecido en el orden del día político. Ha habido aristócratas que han sido ejecutados, políticos que han sido asesinados y gobiernos que han sucumbido en nombre de la igualdad. El sueño igualitario es tan universal, que resulta irónico que el mundo haya estado dividido durante un tiempo tan largo entre el este y el oeste. Porque tanto la constitución americana como el manifiesto comunista tienen en común la palabra «igualdad». Uno pide la igualdad de distribución en una sociedad cooperativa. El otro, la igualdad de oportunidades en una sociedad competitiva. Uno llama a compartirlo todo; el otro a darle la misma oportunidad a todos. Pero ambos están básicamente de acuerdo en que la justicia tiene que ver sobre todo con la igualdad. Siendo así, supongo que hay pocas historias de las que Jesús contó que tengan el mismo grado de relevancia para nuestra conciencia social del siglo veinte que la del rico y Lázaro. Aquí encontramos seguramente lo que Jesús opinaba del problema de la desigualdad en nuestra sociedad humana.
Se trata de la historia de dos hombres, dos destinos y cinco hermanos. De los dos hombres, el primero era tremendamente rico. Es muy triste que sólo se pueda decir de alguien a su muerte que era rico, pero eso es lo único que Jesús encuentra en este personaje. Nos dice que se vestía con ropas costosas, que llevaba lo mejor y más caro que se podía comprar. «Vestía de púrpura y de lino fino». Vivía de una manera suntuosa, sin que pasara un día sin celebrar un espléndido banquete. Y su vivienda era ostentosa. La «puerta» que menciona Jesús no era la clase normal de puerta, como aquella por la que tú y yo entramos en nuestra casa. Se trataba de un enorme pórtico lleno de ornamentación, como la de nuestros palacios o iglesias. Todos los poros de aquel hombre rezumaban prosperidad material: sus ropas, su comida, su casa. Era rico, pero eso es todo lo que se nos dice de él. Nada acerca de sus amigos, ni de sus logros, ni siquiera de sus vicios; sólo que era rico (Lucas 16:19). La historia de Jesús nos muestra que es muy trágico que la descripción de una persona se reduzca a esto.
El segundo hombre no podía ser más distinto.
Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico (Lucas 16:20–21).
Por tanto, Jesús describe un cuadro de pobreza tan extremo como la opulencia del hombre rico. «Estaba echado a la puerta de aquel»—nos dice. Pero se trata de una traducción muy suave. El original dice literalmente que había sido arrojado a su puerta. Estaba allí tirado para enfrentarse a la mirada de desprecio de todo el que pasara. No tenía ropas finas. Lo único que le cubría eran llagas; tenía alguna enfermedad de la piel, probablemente como consecuencia de su malnutrición crónica. Porque pasaba hambre continuamente. La sola vista de la basura que sobraba del banquete del hombre rico ya le hacía la boca agua. Pero la única compasión que disfrutaba era la de los sarnosos perros callejeros que «le lamían las llagas» (Lucas 16:21). Fijémonos en el énfasis de la palabra «y aun». Como en la historia del hijo pródigo del capítulo anterior, Jesús utiliza la compañía de animales para enfatizar lo bajo que había caído aquel hombre. Estaba casi deshumanizado, su dignidad había sido pisoteada y deshonrada.
Sin embargo, había una cosa que este hombre pobre tenía y que el rico no. Algo tan común que es fácil pasar por alto su profundidad. Este hombre pobre tenía un nombre, Lázaro. No es habitual en Jesús el darle nombre a los personajes de sus historias. De hecho, ésta es la única ocasión en que lo hace. Es tan extraño, que hay quienes son tentados a pensar que lo que Jesús está contando aquí ocurrió en realidad, que no es una historia. Pero no existe verdadera base para afirmar esto. No, Jesús le da a este pobre un nombre porque en el contexto de esta historia el nombre era algo muy significativo. Está allí por una razón. Sólo tenemos nombre cuando somos conocidos para alguien. El nombre es un instrumento de relación personal. Conocer el nombre de alguien significa diferenciar a aquel individuo valioso del resto de la masa que forma la multitud.
Tener nombre es ser una persona, ser valioso, ser significativo, importarle a alguien. El hombre rico no tenía nombre. Esto no quiere decir que hubiera un espacio en blanco en su certificado de nacimiento. Seguro que aparecía muy a menudo en los diarios de la época. Pero el caso es que su nombre era irrelevante para el objetivo de la historia de Jesús. Era rico y nada más. Invertía su dinero en su lujuria material. Para las otras personas no había lugar en su agenda. Y, como consecuencia, los demás no tenían lugar para él. No necesitaba tener un nombre; sólo era un millonario sin rostro. Y ésa era su tragedia.
El pobre, en cambio, no era anónimo. Alguien le conocía personalmente y Jesús nos da el nombre de Lázaro para decirnos quién era. En hebreo, Lázaro es lo mismo que Eleazar, y significa «aquel a quien Dios ayuda». Por tanto, era Dios quien cuidaba de aquel hombre. Un pobre así podría haber estado lleno de ira y de amargura. Podría haber blasfemado echándole la culpa de su desgracia a Dios, y haberle maldecido por su miseria: Pero, al darle el nombre de Lázaro, Jesús está indicando que aquel pobre no reaccionó así. Su paciencia y fe demostraron que era el tipo de hombre que busca su vindicación sólo en Dios. Era aquel a quien Dios ayuda, un hombre a quien las pruebas no le llevaron al resentimiento o a la autocompasión, sino a la fe.
Aquí tenemos a dos hombres completamente diferentes: uno con riquezas pero sin identidad, y otro terriblemente pobre pero conocido personalmente por Dios. Pregúntate quién preferirías ser. No sólo existe la desigualdad material, sino también la espiritual, ¿sabes? Y el propósito de esta historia es avisarnos de que, muy a menudo, son inversamente proporcionales entre sí. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»—dijo Jesús (Mateo 5:3). «¿Qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo?» (Lucas 9:25).
Esto nos lleva al segundo aspecto de la historia. Los dos hombres tenían dos destinos diferentes.
Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama (Lucas 16:22–24).
Hemos de tener mucho cuidado en cuanto a cómo interpretamos los terribles elementos que aparecen en estos versículos concretos.
En primer lugar, se trata de una parábola, y una parábola es un recurso literario para enseñar verdades espirituales por medio del uso de alegorías. Las parábolas, por tanto, no hay que leerlas como si fueran historia. Y más importante aún es tener en cuenta, en cuanto a esta parábola en particular, que es evidente que Jesús aquí se está adaptando a la idea convencional que tenían los judíos de aquella época sobre la vida después de la muerte. No creo que exista otra explicación para esta extraña descripción de ir al cielo como ser llevado por los ángeles al seno de Abraham. Se trata de una metáfora sin paralelo en el resto del Nuevo Testamento y, sin embargo, era muy común en los escritos rabínicos de los tiempos de Jesús. De hecho, los eruditos han descubierto una historia muy similar a ésta. Probablemente se originó en Egipto, y era muy popular entre los judíos de la Palestina del primer siglo. No hay que descartar que aquí Jesús utilizara deliberadamente este cuento popular para sus propios fines.
Por ambas razones, por tanto, no sería sabio tomarse al pie de la letra los detalles que aquí se exponen en cuanto a la vida venidera. Por ejemplo, hay quienes se han cuestionado si Jesús está describiendo aquí algún tipo de estado intermedio, en el que el alma sobrevive después de la muerte y antes de la resurrección general. Según esta historia, parece ser que la vida continúa de manera normal en el planeta Tierra mientras el rico y Lázaro comienzan su experiencia en la vida venidera. Pero, si son almas fuera del cuerpo, ¿por qué les habla Jesús como si tuvieran cuerpos físicos? Menciona la lengua del hombre rico y el dedo de Lázaro. Al menos debemos admitir que existe un grado de probabilidad de que el lenguaje que Jesús está utilizando aquí sea simbólico, y que sería mejor no leerlo como una descripción literal de lo que es la vida venidera.
A pesar de esta nota de advertencia, es difícil imaginarnos a Jesús exponiendo su historia de la forma en que lo hace, o repitiendo una leyenda así ya existente, si no aprobaba, al menos hasta cierto punto, el cuadro que nos pinta del destino humano. Es evidente que la historia no viene a cuento si determinados aspectos de la misma no presentan, al menos a grandes rasgos, un cuadro correcto de la vida después de la muerte. Puede que no pretenda darnos detalles de la verdadera naturaleza del cielo y del infierno. Pero, con toda seguridad, tiene la intención de advertirnos de que el cielo y el infierno existen. Parece sugerir que sobrevivimos a la muerte en un estado consciente. Es evidente que se habla de una diferenciación de los seres humanos cuando mueren. Dios coloca a los muertos en dos estados muy diferentes: uno es un estado de bendición, en compañía de los redimidos de todas las épocas (representados por Abraham); el otro es un estado de aislamiento y angustia, representado por el hombre rico solo en el infierno. Si estas cosas no son ciertas, en rasgos generales, entonces esta historia de Jesús no tiene sentido.
Y ésta es, claro está, una observación muy seria. La gente a veces insiste en que la muerte iguala a todo el mundo. Por muy grande o muy rico que hayas sido en esta vida, por muy alto que hayas llegado en comparación con los que te rodean, no hay forma de evadir ese reposo final por medio del cual todos descienden al mismo nivel. Recordemos las famosas palabras de la Elegía de Thomas Gray:
«La jactancia heráldica, el poder pomposo,
toda la belleza y lo que la riqueza darle quiso
aguardan la inevitable hora en que, como a todos,
los caminos de gloria le conduzcan al nicho».
Claro que es cierto que la muerte no hace distinción de clases; se burla de todo eso por medio de su inflexible indiscriminación. Pero esta historia no habla de la muerte como algo que iguala el destino de todo el mundo. Expresa una gran diferenciación de destinos. Según Jesús, más allá de la tumba la sociedad no será más igualitaria de lo que es la actual. Resulta que habrá una barrera mil veces más polarizada e infranqueable que cualquier tipo de distinción que este mundo haya podido conocer. Miremos cómo la describe Abraham en su relato:
Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieran pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá (Lucas 16:26).
¿Qué hizo el hombre rico para obtener un juicio tan espantoso, para que durante toda la eternidad su destino estuviera ligado a un lugar tan terrible sin puerta de salida? ¿Qué hizo para merecer un final así? ¿Qué había hecho mal?
Hemos de tener cuidado al analizar por qué el destino del hombre rico y el del pobre eran tan distintos. Sospecho que algunos tienen la tentación de ver entre líneas en esta historia algún tipo de crítica «quasi-marxista» de la disparidad económica de la sociedad. El que Lázaro vaya al cielo y el rico al infierno es una espiritualización de la victoria de las clases obreras sobre la burguesía que las explota. Semejante interpretación puede resultar muy atractiva para muchos, pero se aparta de lo que dice la Biblia, y no tiene ninguna justificación en esta historia.
En este relato no se insinúa que la riqueza sea inmoral per se. Jesús no está diciendo que el cielo ejerza una discriminación de clases inclinándose de alguna manera hacia los pobres. De hecho, hay un elemento de esta historia que demuestra esto sin lugar a dudas: la presencia de Abraham en el cielo. Nadie habría dicho que Abraham era un representante del proletariado oprimido. La Biblia deja muy claro que el patriarca era enormemente rico al final de su vida; era un hombre muy poderoso y con muchas posesiones. Abraham no representa ni mucho menos la idea propia de Robin Hood de que todos los ricos son malos y los pobres buenos. En esta historia, Jesús no sugiere que el rico hubiera adquirido su dinero por medios fraudulentos. No se indica que explotara o defraudara a la gente. Puede que su riqueza procediera de sus padres. Si así fuere, Jesús no estaría hablando en contra de la perpetuación del privilegio de clase heredado. Podía haber conseguido su riqueza por medio de algún negocio. En ese caso, Jesús no presenta denuncia alguna del sistema capitalista. La razón por la que el hombre rico recibió aquella sentencia debía de ser otra diferente. Jesús no está diciendo que porque era rico tenía que ir al infierno, o si no Abraham también habría estado allí.
Ahora, una buena regla a seguir cuando tenemos un problema para comprender la Biblia es examinar más detenidamente el contexto del pasaje. Cuando lo hacemos, descubrimos que resulta que la sección previa del capítulo 16 está dedicada al tema de la riqueza. Jesús expresa allí lo importante que es el que consideremos las riquezas como algo que se nos confía, algo que tenemos la responsabilidad de utilizar con sabiduría. Dice:
Pues si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro? (Lucas 16:11–12).
El verdadero tesoro del cielo, según Jesús, se le dará sólo a las personas que hagan un uso apropiado de su tesoro en el mundo.
Para explicar lo que quiere decir «un uso apropiado», Jesús les cuenta otra historia. Se trata de algo divertido. Les habla de un jefe de ventas de una compañía que fue acusado por su jefe de desperdiciar los recursos. Al enterarse, el hombre decidió que, ante la amenaza de desempleo que se cernía sobre él, lo mejor que podía hacer era conseguir nuevos amigos. Así que se dedicó a visitar a todos los que debían dinero a la compañía y a decirles que les cambiaba la cuenta por otra con la mitad de lo que debían. Cuando el jefe descubrió lo que había hecho, dice Jesús que tuvo el humor de felicitarlo, no por su falta de honestidad—claro está—, sino por su sagacidad. Jesús explica la lección:
Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas. (Lucas 16:9)
Lo que Jesús parece indicar es que el jefe de ventas había utilizado la influencia que tenía en relación a lo material para bendecir a otras personas, por lo que cuando perdiera aquella influencia, tendría muchos amigos para hablar a su favor y cuidarle. De la misma manera—dice Jesús—, ganad amigos por medio del uso de vuestro dinero, para que cuando os falten las cosas materiales, aquellos amigos os reciban en el cielo. Jesús no está defendiendo la distribución de las riquezas al estilo marxista, por tanto. Está defendiendo un concepto de riqueza muy ignorado hoy día, el concepto de mayordomía. Jesús enseña que la riqueza es algo que Dios nos confía no para utilizarlo para nosotros, sino para el beneficio de los demás. Si quieres invertir en la eternidad, la única inversión posible es en la gente. Porque la gente permanece, el dinero no.
Lucas nos dice que había algunos fariseos que habían escuchado la historia del mayordomo astuto. No les gustaba lo que Jesús les había dicho, por razones obvias. Amaban el dinero. Y la respuesta de Jesús es poner en marcha de nuevo uno de sus bombarderos. Esta historia del rico y Lázaro va dirigida a aquellos fariseos. «¡Ojo!—les advierte—no podéis servir a Dios y a las riquezas. Por cada hombre o mujer dedicados a adquirir bienes materiales que me mostréis, yo os mostraré un pagano destinado al infierno. Por muy respetable que parezca en la superficie, o por mucho que asista a la iglesia regularmente, o por mucho que esté apegado a su Biblia, no puede servir a dos señores. Se entregará al uno o al otro». Si te entregas al dinero, por definición estarás despreciando a Dios. El amor al dinero demostraba que los corazones de los fariseos no estaban con Dios, y que por tanto su destino no podía estar con Dios.
Nuestra historia es, por tanto, un relato elegido por Jesús para demostrar lo peligrosa que es una vida dedicada a adquirir bienes materiales. El rico tuvo montones de ocasiones de adquirir un tesoro en el cielo invirtiendo sus recursos materiales en aquel hombre pobre y convirtiéndose en su amigo. Entonces habría utilizado su riqueza de una manera sabia para beneficio de otros, en vez de hacerlo para su satisfacción propia. Pero, evidentemente, no lo hizo. Su condena no era el veredicto por la manera en que llegó a hacerse rico, o por el hecho de serlo. La gran tragedia es que él era rico justamente. No había nada más que se pudiera escribir en su esquela. No era un asesino, ni un adúltero, ni un ladrón. Si le hubieras acusado en la calle, se habría encogido de hombros indignado y habría dicho: «No he hecho nada malo». Y, hasta cierto punto, habría sido verdad. Porque este hombre no iba al infierno por las cosas malas que había hecho, sino por las cosas buenas que había dejado de hacer. «Tenías cosas buenas—le dice Abraham—, pero el mendigo que estaba en a tu puerta nunca se benefició de ellas. Tuviste la oportunidad de utilizar tu riqueza para ayudarle y la rechazaste. Por eso estás aquí, señor rico. El dinero te importaba más que las personas. Para las personas como tú, el cielo se convierte en infierno».
A menudo nos escudamos en nuestra justicia negativa: todos aquellos «no debes» que hemos cumplido a rajatabla. Jesús indica aquí la vacía parodia que representa esa justicia negativa. Dice que los pecados de omisión son tan dañinos como los de comisión. «En cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis» (Mateo 25:45).
Fijémonos en la ironía de las palabras del rico en el infierno: «Envía a Lázaro … » Este hombre tan autosuficiente nunca había necesitado a nadie, y menos aún a aquel pordiosero que tenía a la puerta. ¿Para qué le servía a él un mendigo? Pero ahora, de repente, necesita a alguien; y entre toda la gente, a quien necesita es a Lázaro. Pero ya no hay nadie que pueda satisfacer su necesidad. Su independencia de los demás se ha agudizado hasta el punto de quedar aislado total y definitivamente.
A veces he oído a personas decir que no les importaría ir al infierno. Allí tendrían muchos colegas con los que pasarlo bien. Pero ¿dónde estaban los colegas de aquel hombre? Esa soledad es lo patético del infierno. T.S. Eliot escribió: «El infierno es uno mismo, el infierno es soledad». El infierno es la agonía de ser incapaces de amar o de ser amados. El infierno es el reconocimiento de lo mucho que necesitamos a los demás, y de que esa necesidad ya nunca podrá ser satisfecha y sólo podremos lamentarnos de la oportunidad perdida. Fijémonos también en cómo Abraham le insiste al rico en que recuerde. Hubo un tiempo en que el abismo entre él y Lázaro no era insuperable; hubo un tiempo en que entre ellos existía un canal de comunicación. Pero ahora las cosas eran diferentes. Dios había puesto entre ellos una gran sima. Todo lo que le quedaba era el tormento de conocer la oportunidad que había desaprovechado. Hay veces en que oímos a la gente hablar del purgatorio como un lugar donde podremos expiar nuestros pecados, y de esa manera optar a una segunda oportunidad. Aquí no parece que Jesús nos ofrezca esa esperanza. Esta gran sima de la que habla Abraham es el fin de las oportunidades. Ahora es cuando estamos a prueba; ahora es cuando estamos decidiendo nuestros destinos.
Fijémonos también en que Abraham se dirige al hombre rico como «hijo». Muestra algo de su ternura, pero también algo muy significativo. Este hombre era un hijo de Abraham, un judío; en otras palabras, un miembro del pueblo del pacto de Dios, al menos de nacimiento. Era un hijo de Abraham y, sin embargo, estaba en el infierno. Esto era algo impensable para los judíos de aquel entonces y quizás impensable para algunos de nosotros hoy. ¿Cómo va a enviarme Dios a mí al infierno? Soy cristiano; voy a la iglesia; tengo el carnet de los Grupos Bíblicos Universitarios. Debemos prestar atención a la advertencia de Jesús. Puede que el fuego y la tortura física sean símbolos, pero simbolizan algo real, terrible y definitivo. Y lo peor de todo es que simbolizan algo a lo que la persona puede precipitarse debido a un pecado de negligencia, a pesar de haberse llamado siempre cristiano.
¿Cómo puedo saber si mi cristianismo es genuino o no? A la luz de lo que dice Jesús en esta historia, un criterio es preguntarme cómo estoy utilizando mis recursos materiales. Si pertenezco a Dios, entonces también le pertenece mi dinero. He de verme como un mayordomo de lo que tengo. He de considerarme un depositario de lo que tengo y desear utilizarlo de una forma que agrade a Dios. Si nuestros corazones no son de Dios, entonces nos veremos como propietarios y utilizaremos lo que tenemos sin tenerle en cuenta, ni a él ni los valores que él representa.
Y aquí es donde entran en escena los cinco hermanos. El hombre rico le pide:
Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento (Lucas 16:27–28).
Y así, el bombardero lanza su proyectil. Hasta aquí, quizás a los oyentes de Jesús no les había sorprendido demasiado la historia. El cuento egipcio también tenía un reverso irónico similar en cuanto a la vida futura. Pero el final del relato es exclusivo de Jesús. Aquí tenemos el aguijón que, como suele ocurrir, se clava. Los cinco hermanos, claro está, somos tú y yo, los fariseos que le escuchaban o cualquiera que oiga la historia. El destino de Lázaro y del hombre rico estaba ya decidido, pero no así el de los cinco hermanos, ni el nuestro. Aún estamos aquí y tenemos nuestra oportunidad. Al rico le gustaría enviarnos un fantasma que nos avise de la realidad de la vida venidera. Como Dickens en Canción de Navidad, está seguro de que una aparición así produciría la conversión de nuestros corazones tipo Scrooge. Observemos el veredicto del cielo en cuanto a esto:
Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen: óiganlos.
Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán.
Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos». (Lucas 16:29–31).
La historia de Jesús sobre el rico y Lázaro nos enseña algunas lecciones muy serias: los peligros de utilizar las riquezas de una manera egoísta, la importancia de los pecados de omisión y la realidad del cielo y del infierno. Pero creo que la última es la lección más crucial de todas. ¿Qué hace que el corazón de una persona se vuelva del egoísmo, la avaricia, la autojustificación y la indiferencia al amor de Dios? ¿Qué lleva al corazón de la persona al arrepentimiento y a la fe y la encamina al cielo? Algunas personas responden que lo consigue el espiritualismo. Ir a una sesión de espiritismo y encontrarte con un pariente desaparecido da seguridad acerca de la vida futura. Otros creen que las señales y los milagros son la respuesta. Lleva a cabo unas cuantas sanidades en la iglesia el domingo por la noche y la gente correrá a hacerse cristiana.
Lo que Jesús dice es precisamente lo contrario. Insiste en que, incluso si alguien se levanta de los muertos, eso no garantiza la conversión del mundo. Él dice que sólo hay una cosa que tiene un verdadero poder de crear fe y arrepentimiento en la vida de una persona. Y les dice, sorprendentemente, que es la Biblia. Si la gente no escucha a «Moisés y a los profetas», ninguna otra cosa funcionará, ni siquiera aunque alguien se levante de entre los muertos. Y él lo sabía bien, porque ¡él lo hizo!
Jesús nos dice, por tanto, que labramos nuestro destino según nuestra respuesta a la Biblia. Las señales y los milagros pueden confirmar la fe de los creyentes y la ceguera espiritual de los no-creyentes. Pero es la Palabra de Dios la que despierta la vida espiritual.
Cada vez que abrimos el libro de Dios, estamos ante las puertas del cielo y del infierno. Hasta ese punto es serio escuchar la Palabra de Dios. No es como leer una novela. Porque se trata de una palabra que nos exhorta a cambiar. Ningún fantasma va a anunciarnos el juicio futuro. Ningún milagro nos demostrará el poder de las cosas que no se ven. Como los cinco hermanos, puedes abrir la Biblia delante de ti; tienes ese privilegio.
Reconozco que no todo el mundo tiene esa posibilidad. Para algunos, la Biblia es aún un libro desconocido. No sabemos seguro lo que diría Jesús de aquellos hermanos del hombre rico. Quizás diría que tenían el libro de la naturaleza y la luz de la conciencia. El caso es que, no obstante, esto no va dirigido a personas así; va dirigido a personas como nosotros, que tenemos la Biblia.
Y lo que Jesús nos está diciendo en estas líneas es muy sencillo. Si no escuchamos la Biblia, no escucharemos nada. Si no somos cambiados por ella, no seremos cambiados por nada.
Quizás Jesús sea mucho más realista en cuanto a la cuestión de la igualdad de lo que tiende a serlo nuestro mundo moderno. La gente hoy habla de igualdad de riqueza en lugares donde nunca ha habido igualdad de riqueza, y donde dudo que pueda llegar a haberla. En cierta ocasión, Jesús comentó: «A los pobres siempre los tendréis con vosotros» (Juan 12:8). Me temo que la igualdad de oportunidades también es difícil de encontrar. La gente nace con un enorme y variado potencial. Como dice Jesús mismo, unos tienen cinco talentos, otros dos y otro uno. Pero, ¿importa eso? En opinión de Jesús, la riqueza y las oportunidades son regalos de la providencia de Dios. No somos los propietarios, sino los depositarios. Es lo que hacemos con ese depósito, con las oportunidades y con las posesiones que se nos dan, lo que determina el calibre espiritual y la dirección espiritual de nuestros corazones. Cinco hermanos: unos ricos y otros pobres, unos capaces y otros incompetentes, unos afortunados y otros con mala suerte. Pero todos ellos son igualmente responsables y llamados a hacer caso de la advertencia del Libro y a escoger el camino que va al cielo.
Clements, R. (1995). Relatos con aguijón (71). Barcelona: Publicaciones Andamio.


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