Tipo de Archivo: PDF | Tamaño: MBytes | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
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Decía Goethe: «Cada generación tiene que escribir su propia historia.» 
Parafraseando, diríamos que cada época tiene su propia visión de las bases bíblicas de la 
misión. Eso no quiere decir que no haya coherencia y continuidad entre las perspectivas 
cambiantes, sino que la manera de interpretar las bases depende del marco histórico desde 
el cual se ven tanto las Escrituras como la realidad que se vive. 
Proponemos, por lo tanto, rastrear algunas de las interpretaciones de las bases bíblicas 
de la misión que se han dado a lo largo de la historia de la iglesia. Veremos que hubo 
muchas maneras de definir la misión de la iglesia, los motivos que impulsaron a cumplir la 
misión, las metodologías usadas, y aun los conceptos de lo que constituye el evangelio que 
hay que transmitir. 
Esto significa que no existe, ni jamás ha existido, una única definición de cuál es la 
misión de la iglesia, ni tampoco de cuáles son las bases bíblicas de la misión. Si, como 
David Bosch
 definimos la misión como missio Dei (la misión de Dios), podemos decir que 
ésta significa la revelación de Dios como el que ama al mundo que ha, creado, se preocupa 
por ese mundo e incorpora a la iglesia como sujeto llamado a participar en el proyecto 
histórico de establecer el reino de Dios. 
Debe ser claro que nuestro entendimiento de esta missio Dei ha estado sujeto a muchas 
interpretaciones a lo largo de la historia. No sólo eso: ¡cuántas personas y grupos han 
argumentado con una certeza dogmática que su propia comprensión era la única correcta! 
Y, por supuesto, con muchos argumentos bíblicos. A tal pretensión le falta la humildad de 
reconocer nuestras propias limitaciones humanas y la ambigüedad de la realidad histórica 
en que vivimos. Por lo tanto, cada definición y toda comprensión de las bases bíblicas de la 
misión son tentativas y están sujetas a una nueva evaluación y cambio. En verdad, cada 
generación tiene que definir la misión de nuevo. 
Paradigma como clave de interpretación 
Por «paradigma» entendemos una manera de ver la totalidad de la existencia, una red de 
creencias que sirve como marco de referencia global por el cual pasa nuestra interpretación 
del mundo, nuestra cosmovisión. Cuando usamos este término en la historia de la misión, 
hablamos de la manera en que la mayor parte de la comunidad de la iglesia veía la realidad 
cósmica y la existencia humana. 
Para ejemplificar, Thomas Kuhn introdujo el concepto de paradigma para describir los 
cambios revolucionarios producidos por las nuevas interpretaciones en el mundo científico, 
el cambio de la visión de Ptolomeo a la de Copérnico, luego a la de Galileo, a la de 
Newton, a la de Einstein, y así sucesivamente. Por supuesto, esto no quiere decir que todo 
el mundo haya cambiado al instante su cosmovisión. En muchos casos pasaron siglos, 
incluso en el caso de la iglesia misma, para que la nueva visión fuera aceptada. Las distintas 
cosmovisiones convivían por mucho tiempo. 
Siguiendo el ejemplo de Thomas Kuhn, el teólogo alemán Hans Küng aplicó la idea de 
paradigma a la historia de la iglesia de la siguiente manera: 
1.  El paradigma apocalíptico del cristianismo primitivo 
2.  El paradigma helénico del período patrístico 
3.  El paradigma medieval catolicorromano 
4.  El paradigma protestante de la Reforma 
5.  El paradigma moderno de la Ilustración 
6.  El paradigma ecuménico emergente 
Por su parte, David Bosch utiliza el esquema de Küng para interpretar la historia de la 
misión. Considera el período de los Padres Apostólicos como una continuación de la forma 
apostólica neotestamentaria, o sea, a la luz del paradigma apocalíptico. Además, aplica el 
segundo período en forma general a la misión de la iglesia oriental, y en forma particular a 
las Iglesias Ortodoxas. 
Seguiremos también la propuesta de Küng, pero con más detalle, introduciendo 
enfoques adicionales y aplicándolos al campo de la misión. Recalcamos que la introducción 
de nuevos paradigmas no significa la desaparición de la visión anterior. Aun podemos 
hablar de la pluralidad y del enriquecimiento acumulativo de los distintos paradigmas. A la 
vez, tendríamos que mantener una actitud crítica hacia cada uno, por la distorsión causada 
por su parcialidad respecto a una dimensión de la existencia humana. 
El paradigma apocalíptico 
La visión paulina de la pronta venida del Señor Jesús caracteriza el pensar y actuar de 
los Padres Apostólicos, que escribieron entre 60 y 160 d.C. Una frase que utilizaron con 
cierta frecuencia tipifica su actitud: «Que pase este mundo y que venga la gracia.» En 
principio no hubo un desprecio por las cosas de este mundo, sino una relativización de su 
valor frente a su temporalidad. Más bien, los valores de la vida cristiana, la obediencia a los 
mandatos del Señor, el amor a sus semejantes, una conducta santa y la defensa de los 
pobres ocuparon un lugar central. 
La mayoría de los escritos más antiguos irradian estas preocupaciones. Citan 
extensamente, y con preferencia, pasajes de Mateo y del Antiguo Testamento para señalar a 
los creyentes los dos caminos presentes en la vida y la urgencia de escoger el mejor. Este 
acento sobre la conducta cristiana despertaría elogios de sus más acérrimos enemigos como 
Celso y Juliano el Apóstata. El historiador Adolfo Harnack afirma que la conducta de los 
primeros cristianos, el «lenguaje de amor» en sus labios y en su vida, fue de mucho más 
significado para la misión de la iglesia que el ministerio de los predicadores peripatéticos y 
los evangelistas. 
Proponemos que la clave hermenéutica para este primer período en la historia de la 
misión fue precisamente la perspectiva «apocalíptica». Casi toda la vida de los creyentes 
estaba diseñada dentro del marco de un «ínterin», hasta la venida del Señor. Todos los 
cristianos eran agentes de la misión. Por lo general, no había autoridad eclesiástica para 
acreditar a los evangelistas itinerantes y a los profetas ambulantes. La credibilidad de su 
vida y la fidelidad de su mensaje autenticaron su presencia temporal en las comunidades. 
La conducta ejemplar, el testimonio espontáneo de cada uno y la fidelidad en el camino 
del discipulado, hasta llegar al martirio, fueron los métodos preferidos para la 
comunicación del mensaje. El amor y el cuidado que prestaron a los pobres en su medio 
nos indican que los sujetos privilegiados de la misión fueron los esclavos, las mujeres, los 
enfermos, los niños, los criminales. Los enemigos de la fe no se cansaron de identificar con 
gran desprecio a estos servidores como miembros de los grupos cristianos. 
Las bases bíblicas de la misión, debido a la cosmovisión básicamente semítica del 
mensaje de la iglesia primitiva—aunque, por supuesto, dentro del marco griego más 
amplio—se generan en una lectura literal de las Escrituras. Como consecuencia, la 
tendencia dominante no fue el desarrollo de una teología misional, sino más bien una 
prescripción casi moralista para la vida. La vida misma se constituyó en una fuerza 
incontrovertible para la misión. No podemos hablar entonces, en este período, de una 
estrategia. La obediencia a los mandamientos de Dios para la vida y el testimonio claro de 
la persona y misión de Jesucristo, quien vino en cumplimiento de los propósitos de Dios, 
sirvieron como base para la misión de la iglesia primitiva. 
En los escritos de los Padres Apostólicos no hay mención del texto bíblico que más 
tarde sería llamado «la Gran Comisión». Nótese bien que el hecho de no utilizar estos 
textos bíblicos no fue un obstáculo para la realización de la misión. Al contrario, durante 
este período de persecución consideramos asombrosa la preocupación que había entre los 
cristianos por la tarea misional. 
El paradigma helénico 
Cuando el mensaje entró en creciente contacto con la cultura griega, empezó un proceso 
de aculturación profunda. El contexto y el espíritu de la misión cambiaron de una relación 
de persecución, aceptada como inevitable para el discípulo fiel del Maestro, a una defensa 
activa de los derechos de los cristianos como ciudadanos ejemplares del Imperio Romano. 
Mientras progresaba el siglo 2, hasta la oficialización del cristianismo como la religión 
oficial del Imperio, los apologistas no cesaban de dirigirse preferentemente a las esferas 
más atlas del gobierno para reclamar estos derechos. Los cristianos—decían—obedecen las 
leyes, comparten sus bienes pero no sus lechos, oran al soberano Dios para que bendiga al 
emperador, no van a la guerra pero son un ejército que ora por la victoria de las tropas 
imperiales, no exponen a sus niños, aman a sus enemigos y perseguidores. Alguien llegó a 
afirmar que precisamente los cristianos dan armonía al mundo y son el alma del mundo que 
da sentido a la historia (Carta a Diogneto). 
Aun en el siglo 2, Celso podía atacar a los cristianos como gente ignorante desde su 
perspectiva «ilustrada» de un platonismo monoteísta, aunque no del todo libre de su mundo 
grecorromano politeísta. Sin embargo, sólo ochenta años más tarde, Orígenes le respondió 
como letrado brillante inmerso en la misma cultura. Los tiempos ya habían cambiado. 
La cosmovisión cristiana estaba en proceso de un cambio fundamental. De ser una 
religión contracultural, el cristianismo pasó a ser una religión portadora de la cultura. 
Muchos creyentes del pueblo común seguían siendo los agentes de la misión. Pero se 
introdujo una nueva clase de agentes: los defensores eruditos de la fe. El discurso cambió 
progresivamente del énfasis en lo testimonial a las apologías, de lo concreto de la vida a 
una definición de la fe, de lo auditivo (semítico) a lo visual (griego), del Sermón del Monte 
al Credo Niceno. 
Como comenta acertadamente Bosch,
 uno de los resultados fue la preocupación 
durante siglos por conceptos griegos como «ousia, physis, hypostasis, meritum, 
transsubstantiatio, etc.» Este proceso representa un cambio fundamental del paradigma 
anterior. Todavía hay espacio para una confesión de la segunda venida de Cristo, pero la 
inminencia y lo apocalíptico retroceden frente a estas nuevas fronteras. Aunque se continúa 
hablando sobre la encarnación de Cristo, esto ocurre más en el contexto del mundo racional 
y teológico que en lo concreto de la vida. No es tanto acontecimiento como conocimiento, 
no es tanto vida activa como problema de las dos naturalezas, no es tanto dabar como 
logos. 
Así, el cambio del paradigma apocalíptico a la apologética racional significa un cambio 
en el contenido del mensaje proclamado. Un proceso de espiritualización, de interiorización 
de la fe, va cambiando lentamente los énfasis en la interpretación de las Escrituras. No es 
que en este período parte de la Biblia fuera olvidada o ignorada. Un gran erudito como 
Orígenes, por ejemplo, escribió comentarios sobre muchas partes de la Biblia, y su trabajo 
de comparación crítica de los diferentes textos intentó cubrir todo el texto sagrado. 
También Jerónimo se preocupó por la traducción de toda la Escritura, incluso de los libros 
deuterocanónicos. Lo que marcó la diferencia fue el método alegórico de Interpretación. 
La salvación llegó a ser la salvación de este mundo (soteria) y no para este mundo 
(yasha). La doctrina de la inmortalidad del alma significó un escape de las limitaciones de 
la carne. La dirección de la visión del cristiano se orientó más hacia arriba que hacia 
adelante y, consecuentemente, más hacia el más allá que hacia el aquí y ahora. Para escapar 
de las tormentas del infierno, se definieron actividades moralistas y espirituales que 
abrieran el camino al cielo. El martirio llegó a ser el premio mayor para asegurarse la 
residencia celestial. 
Esto no quiere decir que todo cristiano, ni que todo teólogo, tomara este camino. Pero 
no debemos subestimar la importancia del proceso aquí iniciado para la misión de la 
iglesia. 
Hubo otros acontecimientos concurrentes que afectaron profundamente el desarrollo de 
la misión. Las comunidades de fe esparcidas por todo el Imperio se convirtieron en una 
organización eclesiástica. El bautismo y la cena del Señor se transformaron en ritos 
sacramentales con requisitos doctrinales y sentidos místicos. Los ministerios libres y 
carismáticos llegaron a ser oficios sagrados y órdenes sacerdotales difíciles de alcanzar. 
Claro está que la Biblia no cambia en este nuevo período, aunque el canon esté en 
proceso de formación. Más bien, la interpretación de la misma Biblia sufre un proceso de 
cambio progresivo. El contenido del mensaje pasa por un proceso de espiritualización. Los 
agentes de la misión por excelencia llegan a ser los eruditos de la cultura grecorromana, sin 
excluir a los creyentes en general. Los motivos de la misión incluyen ahora la defensa de 
los derechos del pueblo cristiano de coexistir junto con los demás pueblos, y la tentativa de 
comprobar que el cristianismo es la religión universal ya anticipada en las otras religiones 
Se privilegia la persuasión como instrumento racional. La percepción de los sentidos 
espirituales de la Escritura, no accesible para los «ignorantes» (iletrados), debe señalar los 
caminos para la misión. 
El paradigma constantiniano 
Con el reconocimiento del cristianismo como religión oficialmente permitida por el 
Decreto de Milán, en 313 d.C., cambia dramáticamente para los cristianos el contexto en 
que se realiza la misión. Después de este gran paso, los próximos se dan rápidamente: 325 
la religión favorecida, 380 la religión oficial, 392 la única religión tolerada. O sea, en el 
breve período de ochenta años, el cristianismo pasa de religión perseguida a religión 
perseguidora. Aunque quizás este hecho no nos sorprende tanto en un mundo como el 
nuestro, donde el poder político y militar puede hacer casi lo que quiera, sí nos asombra ver 
con qué rapidez la iglesia misma se acostumbra a este cambio de funciones. 
¿Cómo puede responder la iglesia a este gran reverso histórico? En el paradigma 
apocalíptico, cada creyente testifica con su vida, a veces hasta el martirio. En el paradigma 
apologético, los eruditos elaboran una gran defensa dirigida a los gobernantes del estado. 
Ahora, por decreto imperial, todos son obligados a ser cristianos. 
Eusebio, en su Historia eclesiástica y en su Vida de Constantino, apela especialmente 
al Antiguo Testamento para aseverar la autoridad sagrada de Constantino en el 
cumplimiento de profecías bíblicas. El conquistó los poderes demoníacos que 
obstaculizaban la venida del reino de Cristo. Los emperadores se consideraban a sí mismos 
como obispos sagrados de Dios en el mundo, igual que los obispos eclesiásticos en la 
iglesia (Eusebio, Vida de Constantino, iv, 24). Durante la edad media, en Occidente, el rey 
era considerado vicario de Cristo y de Dios. Esto ocasionó repetidas controversias entre el 
poder civil y el papado y los obispos. 
Entonces, no sólo la iglesia resultaba el agente de misión, sino también el Imperio, 
representado por las personas designadas por el emperador. El método de extensión de la 
iglesia de Cristo incluía la imposición de la fe por medio de la destrucción de las religiones 
paganas y la institución de la nueva religión. Es verdad que a veces el evangelio se extendía 
por medio de misioneros, como notaremos más adelante, pero la mayor parte de Europa se 
cristianizó por la conquista, el bautismo en masa de los paganos y la construcción de 
templos, monasterios y escuelas, con el apoyo directo del poder político. 
Este gran avance de la fe fue acompañado por los soldados del Imperio Romano para 
garantizar la seguridad de los misioneros, maestros y sacerdotes. Después de la conquista 
de un pueblo, Carlomagno preguntaba a su rey si aceptaba el bautismo cristiano o no. En 
una ocasión, cuando la respuesta de parte de uno de los pueblos sajones fue negativa, cuatro 
mil hombres fueron pasados por la espada en un solo día. Normalmente el Dios cristiano y 
el bautismo eran aceptados como reconocimiento del poder más fuerte del conquistador. 
Salvo en la teocracia del Antiguo Testamento, es sumamente difícil encontrar las bases 
bíblicas para este tipo de misión. Quizás nuestra dificultad para entender sólo evidencia 
cuán lejos estamos de aquel tiempo histórico. No debería ser así. Es relativamente reciente 
el hecho de que la libertad religiosa ha llegado a ser una realidad aceptada en el «mundo 
occidental y cristiano». En gran parte del resto de nuestro mundo, tal herejía liberal todavía 
no existe. Esta es nuestra. historia. 
En el constantinismo, el motivo dominante era la extensión temporal y espiritual del 
reino de Dios. Que había una confusión de los dos reinos, estado e iglesia, no hay duda. 
Junto con las numerosas masas que ingresaron en la iglesia, se aceptaron muchas creencias 
y costumbres de los pueblos. La religiosidad popular, que siempre ha existido, tomó nuevos 
rumbos que afectaron no sólo las doctrinas y los ritos de la iglesia, sino también lo que se 
concebía como los objetivos de la misión. Ahora retrocedió el motivo apocalíptico por un 
tiempo, para reincidir más tarde con una fuerza sorpresiva. 
El paradigma monástico 
Durante la época de los dos paradigmas anteriores, creció otro que tendría gran 
significado para la misión de la iglesia. Iniciado en el siglo 3 con los ermitaños y seguido 
prontamente por los conventuales, el movimiento del monasticismo llegó a ser una de las 
fuerzas más importantes en el medioevo, tanto dentro de la iglesia como fuera de ella. 
El monasticismo nació por la influencia del platonismo, en el cual tiene prioridad lo 
espiritual a costa de lo material. El mundo concreto y físico de Platón es sólo una sombra 
de lo real. Lo temporal es efímero y sin significado histórico. Escapar de ello significa la 
salvación. 
El gran filósofo judío Filón aplicó asiduamente la interpretación platónica al Antiguo 
Testamento durante el siglo 1 d.C. La negación de lo histórico y la elevación de lo 
espiritual fueron los resultados de su método alegórico de interpretación de las Escrituras. 
Además, las corrientes monásticas consideraban malo todo lo que a este mundo se refiere, 
lo que justificaba su rechazo y separación de tales cosas. Al principio, esto significaba que 
la misión implicaba la separación del mundo y el convencer a otros de que siguieran esos 
pasos. 
Sin embargo, no siempre fue así. Con la destrucción definitiva de Roma en 476 d.C., 
los monasterios y conventos de los religiosos y las religiosas llegaron a ser pequeños 
centros de cultura, de agricultura, de educación y de religión. Se convirtieron, pues, en los 
centros de envío de misioneros por toda Europa, incluso a las Islas Británicas, 
Escandinavia, Bulgaria y Rusia. 
La teología sustentadora de su práctica de la misión se basaba en el dualismo entre la 
materia y el espíritu, típico del platonismo. Dado que en el mundo de pecado es necesario 
tratar con ambos, se establece una escala de valores en que es menester soportar esta vida 
terrenal mientras se busca la entrada a la vida celestial. Pero lo terrenal está al servicio de lo 
celestial. Los que se separan del mundo y dedican toda su vida al servicio de lo espiritual 
gozan de una cercanía a Dios que las personas comunes no pueden alcanzar. 
La opción de tomar los votos de pobreza absoluta, de castidad y de obediencia total al 
abad de la orden colocaba al sujeto en una posición superior, con autoridad sagrada en 
relación con las demás personas en el mundo. Esto, por supuesto, requería renunciar a las 
posesiones pasajeras de este mundo, abstenerse de la vida sexual, y aceptar los requisitos 
impuestos por la autoridad eclesiástica superior. 
Varias son las consecuencias para la misión que se desprenden de esta cosmovisión. 
Lleva implícita la división de la iglesia en dos clases: los espirituales y los que viven en el 
mundo. La misión, por lo tanto, se dirige de los primeros a los segundos. Aún más, la 
salvación de los segundos depende de la intervención de los primeros. Dentro del mundo 
constantiniano los monjes llegan a ser el brazo del estado para extender la iglesia por medio 
de la edificación de templos, la constitución de escuelas, el cuidado de enfermos y de 
forasteros, y la preocupación por los pobres. La lista de tales misioneros sacrificados es 
larga y honrosa. 
Es verdad que las autoridades de las órdenes (p. ej., en Gran Bretaña) o el obispo de 
Roma enviaron algunos misioneros sin el apoyo de los reyes. Pero, aun así, la protección 
armada de parte de la autoridad política en muchos casos fue importante para el éxito de la 
misión. Lo que sí era una regla casi universal en la época medieval era la condición 
monacal de los misioneros. 
La base bíblica que sustentaba toda la estructura monástica incluía los textos sobre la 
búsqueda del camino al cielo, el desprecio de todo lo mundano y físico, la vida de santidad, 
la separación de este mundo, el camino de la austeridad y la salvación del alma. Lo 
enseñado y propagado por la misión monástica cabía dentro de este marco. 
El paradigma escolástico 
La visión del mundo sufrió cambios notables en la segunda mitad de la edad media. 
Sobre todo la introducción de los escritos de Aristóteles afectó el desarrollo teológico en 
este período. El idealismo platónico, imperante durante un milenio en la historia de la 
iglesia, entró en conflicto con la valoración de todo el mundo creado, afirmada por la nueva 
visión del mundo. Tomás de Aquino aseveró acertadamente: «El que yerra en su doctrina 
de la creación, yerra en toda su teología.» Esta nueva cosmovisión afectó el concepto de la 
misión de la iglesia. 
La gran síntesis de los escolásticos afirmaba lo bueno del mundo creado, incluso lo 
físico y la sexualidad, en su esencia. El pecado irrumpió en el mundo, en la sociedad y en la 
persona humana, de tal manera que distorsionó el buen ordenamiento, tanto de los poderes 
estructurados en el mundo como de los poderes del alma. A nivel de las relaciones con 
Dios, se perdieron los dones superadditum de la fe, la esperanza y el amor, que necesitan 
ser restaurados por la gracia divina. A nivel de las relaciones con el mundo, la razón es el 
instrumento que puede guiarnos suficientemente bien, aunque con cierto debilitamiento. 
El resultado de este enfoque dual de la totalidad de la existencia consiste en una doble 
tarea misionera: la búsqueda del bien espiritual de los hombres por medio de los ministerios 
de la iglesia, y la promoción de la paz, la justicia y la equidad para evitar el sufrimiento en 
la sociedad. El cristiano, como buen mayordomo, debe sujetarse a la autoridad de la iglesia 
para la salvación de su alma y servir en el mundo con sus poderes naturales en obediencia a 
su Creador. 
Surgen dos consecuencias de esta manera de enfocar la realidad. En primer lugar, se 
formula ahora con claridad un nuevo concepto de la iglesia. Tomás considera la iglesia bajo 
dos rubros: la iglesia que enseña (ecclesia docens) y la iglesia que escucha (ecclesia 
audiens). Por naturaleza, el que enseña es mayor que el que escucha y, por lo tanto, al 
último le corresponde creer lo enseñado y obedecer a la autoridad espiritual superior. Esta 
autoridad viene del propio Maestro, quien señaló a Pedro y a los apóstoles como los 
autorizados para perdonar los pecados a los hombres y cuidar a las ovejas del redil divino. 
Por la doctrina de la sucesión apostólica, esta autoridad corresponde a la ecclesia docens 
hasta la segunda venida del Buen Pastor. 
Con este concepto de la iglesia es fácil ver a quién le corresponde la tarea de la misión 
de la iglesia: a los designados por la iglesia, es decir, a los sacerdotes seculares y los 
monjes regulares. No sorprende, pues, que un monje, Raimundo de Montefort, invitara al 
gran teólogo dominicano Tomás de Aquino a escribir un libro para la conversión de los 
turcos y otros infieles de su tiempo. Para cumplir con este propósito, nace Contra los 
gentiles, en cuatro libros, escritos según la modalidad escolástica con su gran optimismo 
acerca del poder convincente de la razón. Puesto que a los gentiles no había llegado la 
gracia, que se comunica por el bautismo, el punto de contacto universal para todo pueblo es 
la razón. Tampoco nos sorprende que el mismo Raimundo de Montefort fuera el 
instrumento que inspiró al gran misionero y monje Raimundo Lulio en sus esfuerzos por 
instrumentar misiones en la iglesia de su tiempo para la conversión de los árabes. Tanto por 
medio de su cruzada exitosa que logra implantar en las universidades estudios culturales y 
la enseñanza de los idiomas de los árabes, como por sus libros apologéticos a favor de la 
religión, cristiana (¡algunos estiman que escribió cuatro mil!), Lulio privilegió el método 
racional. Falleció a los ochenta años de edad, apedreado por las personas a las que 
predicaba. 
La segunda consecuencia de la eclesiología medieval fue la relación que se estableció 
entre iglesia y estado. Esto es importante, porque el estado era antes, y sigue siendo durante 
este período, un agente principal de la misión. En la nueva síntesis escolástica, la iglesia 
ocupó una posición superior a la del estado. Todo lo relacionado con Dios, lo trascendental, 
la teología, la iglesia, la fe, la salvación del alma, la jerarquía de la iglesia, los sacramentos 
esenciales para recibir la gracia divina, todo fue colocado en el primer lugar en la escala de 
valores y de verdad en el mundo. En un segundo nivel estaba lo mundanal: la filosofía, el 
estado, la vida terrenal, las obras humanas, los magistrados, la justicia en la sociedad. 
Con esta concepción, la iglesia tiene autoridad sobre el estado. Como un oficial 
eclesiástico lo definió, «como es el sol a la luna, el cielo a la tierra, el oro al plomo, así es la 
iglesia al estado y el papa al emperador» (Bonifacio VIII, Unam Sanctam, 1298). En la 
misma bula declaró «que es del todo necesario para la salvación de toda criatura humana 
estar sujeta al pontífice romano». En tal concepto, la iglesia es el agente responsable de la 
misión. Por supuesto, en la práctica, las autoridades políticas rara vez aceptaban esta 
teología. Sin embargo, los papas convocaron a las multitudes y a los reyes para las cruzadas 
contra el imperio turco y para extirpar las herejías cristianas. 
El motivo primordial era extender la soberanía de Dios en la tierra por medio del papa y 
los arzobispos, usando, por supuesto, la fuerza pública como instrumento de ayuda 
designado por Dios. Durante la edad media se impuso el método compulsivo como el más 
usado para la extensión de los límites de los reinados cristianos, conforme a las palabras de 
Jesús: «Vé por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi 
casa» (Lc. 14:23). Los que condenaron a Bartolomé de Las Casas usaron este texto como 
evidencia bíblica para justificar la conversión forzada de los indios americanos. Como en el 
caso de Las Casas, los monjes misioneros Cirilo y Metodio insistieron en usar métodos 
pacíficos para la conversión de los rusos. Tradujeron la Biblia al idioma del pueblo y 
usaron la lengua nacional para su obra. De esta manera se estableció el patrón de 
nacionalización que sigue en pie hasta el día. de hoy en las iglesias ortodoxas orientales. 
El paradigma místico 
En la última parte de la edad media y en el siglo de la Reforma surgió otro paradigma 
que inspiró un nuevo acercamiento a la misión de la iglesia. En contraste con el énfasis en 
la razón y la filosofía como instrumentos predilectos para la misión, se buscó el camino de 
la espiritualidad mística como medio para conocer a Dios. Los místicos creían que el 
conocimiento inmediato de lo divino podía alcanzarse por la experiencia religiosa personal, 
en esta vida. 
Según Aristóteles, todo conocimiento viene por medio de los cinco sentidos. A esta 
idea, Tomás le agregó que uno puede conocer también por la revelación divina. Así existen 
dos fuentes de la verdad: la revelación de las Escrituras, y la razón informada por los 
sentidos. Las dos dependen mayormente de la comprensión intelectual y normalmente las 
manejan aquellos que han sido educados y preparados para tal función, especialmente la 
ecclesia docens. 
Ha habido místicos en casi todas las religiones mundiales, con fuertes tendencias al 
panteísmo, es decir, a la identificación del espíritu divino con el mundo. La fe cristiana 
subraya que existe una Realidad que trasciende el alma y el cosmos, y entonces mantiene 
una clara diferencia entre el Creador y lo creado. La búsqueda de la unión entre el alma y 
Dios procede desde la oración por medio de una serie de pasos que incluyen la meditación, 
el arrepentimiento, el éxtasis y las visiones celestiales, hasta el matrimonio espiritual. 
Frecuentemente, en los místicos cristianos se encuentra un fuerte acento en el activismo 
a favor de otras personas u organizaciones. Notemos algunos ejemplos. Meister Eckhart, 
formado en la corriente de los escolásticos, fue uno de los más famosos predicadores de su 
época. Su discípulo, Johann Tauler (1300–1361), muy admirado por Martín Lutero, definió 
«el camino místico» subrayando la práctica de las virtudes, la humildad y el abandono a la 
voluntad de Dios. Durante la peste negra se dedicó completamente al servicio de los 
enfermos con gran riesgo personal. La unión con Dios—decía—no se busca por sí misma, 
sino por los resultados que produce en el alma: un aumento de la caridad, y la fuerza para 
vivir una vida de sufrimiento y de oración. Así también pensaban Enrique Suso (1295–
1366), Tomás Kempis (1380–1471) y la Teología alemana (c. 1400). 
De manera especial, se ve la combinación de la experiencia mística con una vida de 
actividad intensa en Santa Teresa de Avila (1515–1582) y San Juan de la Cruz (1542–
1591). Para ellos, la contemplación ascética más alta, hasta el punto de sentirse perdidos en 
la unión con lo divino, es totalmente compatible con los grandes logros prácticos de la vida. 
Esta posibilidad se hace realidad para la misión de la iglesia en el místico-activista Ignacio 
de Loyola, (c. 1491–1556). Convertido después de ser herido en batalla, y por la lectura de 
Francisco de Asís, decidió ir sin preparación alguna a los judíos y a Palestina para procurar 
la conversión de los turcos y los mahometanos. Al fracasar, aprendió la necesidad de contar 
con una preparación adecuada e inició un período de catorce años de estudio, de servicio a 
los enfermos y los pobres, de predicaciones callejeras pidiendo el arrepentimiento de la 
gente, y de formación de una pequeña comunidad de discípulos. En 1540 se estableció la 
orden de los jesuitas con un doble objetivo: convertir al mundo y combatir a los herejes. 
Las bases bíblicas preferidas que sustentan el paradigma místico son las enseñanzas 
acerca de la unión con Cristo en el Evangelio de Juan, en la teología paulina y sus 
experiencias de éxtasis, y en el Apocalipsis. Para San Ignacio el motivo de la misión era el 
impulso espiritual surgido de la experiencia mística, el ejemplo de Jesús y la necesidad de 
convertir a los ateos y herejes. Para Ignacio y para muchos de los místicos el objetivo de la 
misión es Dios mismo, su reino y su gloria. 
El paradigma de la Reforma 
El movimiento de la Reforma de la iglesia, objetivo principal de Lutero, Calvino y 
otros, surgió de varios cambios operativos en su momento histórico. Tanto la escuela del 
nominalismo, dentro del movimiento escolástico, como el renacimiento, proveyeron el 
estímulo para el retorno a San Pablo vía Agustín, en la nueva definición de doctrinas 
bíblicas. El énfasis de la justificación por la fe a la luz deRomanos 1:16–17 dirigió la 
mirada a Dios como iniciador y agente de la misión en primera instancia. Dada la condición 
del hombre, definida por Agustín como massa perditione, Dios actuó decisivamente para la 
salvación del hombre: la misión es missio Dei. 
A la vez, el humanismo acentuaba el papel subjetivo y relacional de los seres humanos 
en la salvación. El conocimiento de Dios no se alcanza por la razón, como enseñan Tomás 
de Aquino y el escolasticismo, sino por la regeneración obrada por el Espíritu Santo y la 
participación activa del creyente por el acto de fe. Ahora la responsabilidad descansa en el 
individuo más bien que en el grupo, la tribu o la nación. Los sacramentos y los méritos ya 
no hacen posible la justificación del pecador por Dios. Ahora se subraya que «la fe es por el 
oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Ro. 10:17). Desde este fundamento la predicación 
ocupa el centro de la misión. 
No debemos subestimar lo que esto significó para el papel del creyente como agente de 
la misión. La enseñanza del sacerdocio de todos los creyentes, interpretado con diferentes 
implicaciones en diferentes contextos, estableció uno de los fundamentos básicos para toda 
la misión moderna.
El cambio de paradigma en la Reforma traería una revolución en la manera de ver a la 
iglesia y su papel en el mundo. Sin embargo, como hemos notado al analizar las épocas 
anteriores, ciertos conceptos importantes de la sociedad y de la vida continuaron vigentes, 
por lo menos para muchos grapos, como la dependencia de la iglesia del estado y el 
reconocimiento de la validez de los sacramentos ya establecidos en la iglesia medieval. En 
todas las ramas del protestantismo hubo acuerdo en que no debe haber imposición de la fe 
por la fuerza y en que la fe es necesaria para la salvación. 
Ha habido muchas diferencias de interpretación en cuanto a la actitud de los 
reformadores frente a la misión. Muchos, mayormente anglosajones, juzgan que no hubo ni 
teología ni práctica de la misión. Otros, mayormente personas del continente europeo, 
toman una posición opuesta. No repito los argumentos, desarrollados en otros lugares, que 
me convencen de cuál era la teología y práctica de la misión de los líderes de la Reforma. 
Las bases bíblicas de la misión propuestas por los reformadores son las siguientes: 
1. La salvación es un don divino, provisto por la obra redentora de Cristo, hecho 
accesible al individuo por la sola gracia de Dios y realizado por la regeneración del Espíritu 
Santo. Es por lo tanto missio Dei. 
2. Dios requiere del hombre fe en esta obra y acción divinas, con una vida coherente 
con los preceptos normativos de las Escrituras. Esto hace de cada creyente un colaborador 
en la misión de Dios en el mundo. 
3. Las declaraciones de Cristo en cuanto a que todos seremos sus «testigos» (Hch. 1:8), 
y de Pedro en cuanto a que todos los hijos de Dios son «sacerdotes» al servicio del Señor 
(1P. 2:9), forman la base del apostolado del pueblo de Dios. 
4. El ministerio de los pastores es una continuación del ministerio de los apóstoles. Por 
lo tanto, lo que los apóstoles comenzaron constituye el encargo y mandato para los 
ministros en la iglesia de toda época. 
5. Los objetivos de la misión son la gloria de Dios, la conversión de los hombres, el 
establecimiento de la iglesia y la extensión del reino de Dios. De ellos, el primero es el fin 
último. 
Los seguidores de los primeros reformadores afirmaron claramente su compromiso con 
la misión. El teólogo holandés Adrian Saravia, 1531–1613 (De diversis ministrorum 
gradibus, sic ut a Domino fuerunt instituti), afirmó enfáticamente que la Gran Comisión de 
Mateo 28:19–20 fue dada a toda iglesia y a todos los cristianos. Otros holandeses siguieron 
esta línea: Justus Heurnius (De legatione evangelica ad Indos capessenda admonitio, 
1618), Hugo Grotius, 1583–1645 (De veritate Religionis Christianae), Johannes 
Hoornbeek, 1617–1666 (De conversione Indorum et Gentilium). También muchos de los 
puritanos, siguiendo la enseñanza de Calvino, propagaron la urgencia de la misión de la 
iglesia y la participación de los creyentes en esta tarea: Richard Sibbes, Richard Baxter, 
John Eliot, Cotton Mather y Jonathan Edwards. 
Es verdad que hubo una corriente que representaba la creciente ortodoxia, que se oponía 
a este modo de pensar. Teodoro Beza, sucesor de Calvino en Ginebra, contradijo a Saravia 
en 1592, como lo hizo también Johann Gerhard (m. 1637), teólogo alemán de Jena, en sus 
Loci theologici. Sin embargo, Justiniano von Weltz se levantó en oposición a Gerhard en 
Alemania y propuso el establecimiento de un seminario para la preparación de misioneros 
(como el que J. Hoornbeek había mantenido en Holanda entre 1621 y 1634) y murió como 
misionero en Surinam. 
El paradigma colonialista 
Hasta el fin del siglo 15 la mayor parte de la expansión del mundo cristiano estuvo 
restringida a Europa y sus entornos. En los siglos 16 y 17 esto cambió dramáticamente. 
Primero España y Portugal, y después Inglaterra, Francia y Holanda, llegaron a conquistar 
grandes regiones en las Américas, Africa y Asia. Estas hazañas cambiaron la práctica de la 
misión y, por supuesto, como siempre, le agregaron nuevas dimensiones. El enfoque de la 
misión volvía a enfatizar lo que había sido la situación durante la edad media, cuando los 
reyes conquistaron la mitad de Europa: la cristianización de los nuevos pueblos. 
En este nuevo contexto surgieron diferencias entre los católicos y los protestantes en 
cuanto a la manera de promover la expansión de la iglesia. No vamos a hablar de la 
expansión de la Iglesia Católica, por considerar que cae en gran parte bajo lo desarrollado 
en el paradigma constantiniano. Hubo excepciones notables, como la de los jesuitas en Asia 
y en las reducciones latinoamericanas, y el establecimiento de los pueblos indios con la 
tentativa de comprender sus idiomas y costumbres. Sin embargo, durante el primer siglo de 
la colonización la imposición de la fe dominaba en la práctica misionera. 
Las naciones protestantes sentaron bases en los nuevos territorios y fomentaron el 
comercio. Cuando establecieron los primeros asentamientos, trataron de hacerlo 
pacíficamente por medio de tratados. Sólo cuando fallaba este sistema recurrían a las armas 
para asegurar sus bases. La intención de los comerciantes no era convertir a los naturales de 
la zona. Más bien los pastores y maestros que acompañaban a los colonos hicieron las 
tentativas de misión. J. Hoornbeek estableció su seminario en Leiden en 1621 para los 
misioneros que quisieran ir al Lejano Oriente. Sin embargo, las intenciones de los 
representantes de la iglesia se oponían a las de las compañías comerciales, de tal manera 
que fue necesario cerrar el seminario. 
Los esfuerzos en Nueva Inglaterra tuvieron más éxito. Allí un número de pastores, 
especialmente los Mayhew y John Eliot y su hijo, evangelizaron a los indios y establecieron 
iglesias indígenas. Eliot trabajó desde 1635 hasta 1690. Fundó catorce pueblos indígenas en 
la misma época en que se radicaron las reducciones jesuíticas en Paraguay. Las diferencias 
fueron notables. En los pueblos indígenas establecidos por Eliot no había presencia de 
blancos, salvo las visitas regulares para enseñar y predicar. El gobierno organizado en cada 
pueblo se asemejaba al que instauró Moisés, con ancianos gobernantes. Eliot pensaba que 
la forma bíblica de gobierno civil era la apropiada, por lo menos en parte, porque veía 
semejanzas entre la cultura hebrea y ciertas costumbres y el idioma de los indios. 
Para Eliot y sus colaboradores las bases bíblicas de la misión a los indios incluían: 1) El 
propósito de Dios para la redención humana y su elección divina que asegura la presencia 
de su pueblo en cada raza, 2) la predicación del evangelio como el medio establecido por 
Dios para la conversión de los hombres, y 3) la capacidad, por la gracia de Dios, de cada 
persona de responder al llamado de arrepentimiento y fe en Cristo. Dado que Eliot pensaba 
en la probabilidad de que los indios pertenecieran a las diez tribus perdidas de Israel, 
utilizaba gran parte del Antiguo Testamento en su teología de la misión. En esto 
concordaba con muchos de sus conciudadanos, que creían que con el establecimiento de la 
fe y de las iglesias en Nueva Inglaterra se cumplían las profecías del Antiguo Testamento. 
De todos modos los misioneros protestantes apelaron con claridad a la Gran Comisión, e 
igualmente a la naturaleza comunicativa de la fe. 
Tenemos que lamentar que los impulsores de la expansión de los imperios coloniales no 
hayan compartido esta conciencia de la misión. Por treinta años (1624–1654) la tentativa de 
establecer una colonia holandesa en Brasil bajo un notable estadista, el príncipe Mauricio 
de Nassau, que dio libertad religiosa, promovió la misión y estableció congregaciones 
indígenas. Fue llevada a cabo con sus bemoles, según los principios elaborados por los 
protestantes mencionados anteriormente, quienes eran conscientes de la importancia de la 
misión. Sin embargo, por lo general, los protestantes y los católicos compartían los pecados 
de la época colonial. La práctica de la misión no alcanzó a ser aquello que definieron y 
propagaron quienes estaban convencidos de la urgencia de la misión. Quizás el error más 
grande fue el presupuesto de la superioridad de las culturas europeas y, por lo tanto, la 
necesidad de extirpar y/o civilizar a los nuevos pueblos para evangelizarlos. Para justificar 
tal concepto de misión fue necesario retroceder a conceptos teocráticos del Antiguo 
Testamento. La gran pregunta permanece: ¿sobre qué base bíblica se fundaba esta idea? 
El paradigma pietista 
Después del dinamismo de la Reforma empieza a surgir, a fines del siglo 16 y en el 
siglo 17, tanto en el luteranismo como en el calvinismo, una corriente preocupada por 
conservar y sistematizar el pensamiento de los reformadores. A este desarrollo se lo suele 
denominar la «ortodoxia protestante». Llegó a ser una tendencia marcada especialmente en 
las iglesias protestantes del estado, donde cada persona que vivía en un territorio era 
considerada miembro de la iglesia. 
Los pietistas rompieron esta visión de la relación entre la iglesia y el estado. Aunque no 
tuvieron una continuidad directa con los anabautistas, esta ruptura ideológica indica una 
semejanza con esta visión que floreció casi dos siglos antes. Con este enfoque fue posible 
dar los primeros pasos para liberar la misión de la iglesia de su dependencia del estado. Por 
supuesto, establecieron ciertos compromisos para llegar a los destinos propuestos. Pero, en 
principio, se cortó el cordón umbilical. 
La manera de ver la realidad cambió radicalmente. El mundo religioso de los ortodoxos 
se cerraba dentro de sí: iglesias del estado, sistemas de dogma, y una conducta moralista y 
correcta. Precisamente en esta corriente de la ortodoxia protestante en Alemania, algunos 
teólogos argumentaban que la Gran Comisión no tenía vigencia para los cristianos y la 
iglesia de entonces. Había un pesimismo profundo en cuanto a la conversión de la gente, 
porque, según este grupo, este era asunto de iniciativa divina. Aquí vemos un contraste 
claro con el calvinismo holandés del mismo período. 
Es importante notar aquí el gran cambio que se operó en Alemania entre el fin del siglo 
16, donde todavía había cierta apertura a la misión, y el desarrollo creciente de la corriente 
negativa durante el siglo 17. Esto contrasta con el calvinismo holandés de la misma época. 
El pietismo rompió definitivamente con la corriente ortodoxa. Más bien que por lo 
formal, intelectual, institucional y frío, la vida cristiana se caracterizaba por lo personal, 
intuitivo y voluntario, y por el calor humano. No interesaba la aceptación de los dogmas de 
la iglesia, sino el encuentro con Cristo en el corazón por la experiencia de una conversión 
radical. 
Jacob Spener inició la escuela de Pietismo, que tuvo su auge especialmente entre 1660 
y 1764. August Hermann Franke la continuó, y el conde Ludwig von Zinzendorf la 
expandió en una comunidad misionera. Para ellos, el agente responsable de la misión no era 
la iglesia, sino los individuos que llevaban adelante el evangelio. El objeto de la misión era 
la conversión de las almas y no el establecimiento de una institución llamada iglesia. Este 
principio de voluntarismo, introducido por primera vez en la práctica de la misión, tendría 
mucha repercusión en la gran expansión de la iglesia en el futuro. 
Los pietistas acentuaban el rechazo de la dependencia del estado porque consideraban 
que la relación con Dios no es externa sino espiritual. El llamado a la conversión radical 
por parte de Juan el Bautista y Jesús, enfatizado en los evangelios, y la unión con Cristo, 
desarrollada repetidamente en Pablo, eran sus temas predilectos. Estaban profundamente 
preocupados por la santidad de la vida y lo manifestaban en una vida dedicada al servicio 
de los necesitados. Es cierto que el ministerio a las almas es esencial, pero no puede existir 
sin el ministerio exterior a los cuerpos. Así, los textos bíblicos que hablaban sobre la ética 
en el trato al prójimo también eran cruciales para su fe. 
El paradigma cultural 
Después del Renacimiento y la Reforma empieza a engendrarse todo el concepto 
moderno del mundo. La Ilustración, basada en la razón y la capacidad humanas, creó esta 
nueva cosmovisión. Las creencias fundamentales eran: la ciencia como llave de la 
comprensión del mundo, el carácter absoluto de la ley natural, la fe en el progreso humano 
ilimitado, la solución última de todos los misterios, el desarrollo tecnológico para el bien de 
todos los sectores de la sociedad. 
Este concepto occidental del universo es el paradigma de la modernidad. Inspiradas por 
el concepto de un mundo abierto que podía alcanzarse por medio del transporte moderno y 
controlarse científicamente, las naciones occidentales salieron a la conquista del mundo con 
su poder y sus ideas. Junto con ellas hubo individuos visionarios, sociedades misioneras 
consagradas, asociaciones educativas iluminadas, sociedades bíblicas y organizaciones de 
buena voluntad que salieron a conquistar el mundo para Cristo. 
Existía una marcada preferencia por la Gran Comisión, cuyo mandato de ir a todo el 
mundo estaba en coherencia perfecta con la expansión del mundo occidental y cristiano 
«hasta lo último de la tierra.» Sin embargo, éste no fue el único motivo operativo en «el 
gran siglo misionero» (el 19), como lo designó el historiador Latourette. Gracias a la 
influencia del pietismo, los grandes avivamientos y el movimiento wesleyano, el amor de 
Dios en Cristo motivó a miles de personas, así como a grupos voluntarios y ecuménicos, a 
hacer grandes sacrificios personales en favor de la misión. Por el optimismo de esta nueva 
cosmovisión, el acento cayó en la educación, la literatura, los hospitales, las industrias y las 
traducciones de la Biblia. 
Nacieron dos hijos principales del Iluminismo del siglo 18: el capitalismo como 
filosofía individualista y providencialista, el comunismo como el socialismo colectivista 
que está destinado a superar las contradicciones inherentes al primero. Pero ninguno de los 
dos ha podido vencer al secularismo con su antropología optimista y su rechazo de la 
dimensión trascendental del ser humano y del universo. Por cierto, se podría argumentar 
que éste es hijo legítimo de aquellos. 
Es importante subrayar que, mientras que miles de misioneros han ido hasta lo último 
de la tierra para hacer su tarea, muchísimas personas del mundo «occidental y cristiano» 
han abandonado su militancia como discípulos del Señor. Como consecuencia, pronto el 
Tercer Mundo se convertirá en el sector geográfico donde se congrega el mayor número de 
cristianos. 
La imposición de este paradigma cultural sobre el Tercer Mundo tiene efectos 
impredecibles para el futuro de la misión y del progreso del evangelio. Son estos la 
pregunta y el desafío más grandes que la iglesia cristiana tendrá que confrontar en el futuro 
inmediato. 
Las sociedades voluntarias llevaron a cabo la mayor parte de la obra misionera desde 
fines del siglo 17 hasta principios del siglo 20. La primera, establecida en 1649 por Baxter, 
a quien mencionáramos arriba, fue seguida por la Sociedad Bautista establecida por 
Guillermo Carey en 1792 y continuada por docenas de otras a comienzos del siglo 18. 
Fueron muy distintas entre sí. Se destacan las sociedades bíblicas para distribuir ejemplares 
de la Biblia, las sociedades para la publicación y distribución de literatura cristiana, las 
asociaciones para el establecimiento de la educación popular y las agrupaciones para la 
evangelización de otras naciones. 
En América Latina, al margen de las incursiones temporarias de los protestantes en el 
período colonial, las sociedades bíblicas establecieron una obra constante y por toda la 
región en el siglo 19. Los colportores, la Sociedad Bíblica Británica y la Sociedad Bíblica 
Americana desempeñaron un papel muy importante. A finales del siglo 19 y comienzos del 
presente siglo las sociedades voluntarias dentro de las denominaciones de los Estados 
Unidos y las organizaciones de composición ecuménica, como la Misión Centroamericana 
y la Misión Latinoamericana, impulsaron las misiones. 
Estos agentes e impulsores diversos de la misión trabajaban por diferentes motivos. En 
primer lugar, había algunos grupos que estaban directamente influenciados por el 
paradigma cultural. Entre ellos influyó el espíritu optimista de la época con su confianza en 
los esfuerzos realizados en los campos de la educación, la medicina y el mejoramiento 
social. «Con cada capilla, una escuela» era el lema de esos días. Pronto surgieron clínicas, 
centros de traducción y publicación, granjas, fábricas. 
Por supuesto, junto con todo este acercamiento comprensivo funcionaba el factor 
civilizador. En parte, puede haber sido inconsciente. Pero en otros momentos resulta muy 
explícito. El Congreso de Panamá (1916) confirma este espíritu de confianza. La sociedad 
latinoamericana sufría el oscurantismo medieval y feudal impuesto por la Iglesia Católica 
Romana. La luz moderna y civilizadora corregiría esta situación para el bien de todos los 
habitantes. 
En segundo lugar, estaban los herederos de los movimientos de avivamiento que 
sacudieron el mundo anglosajón. Entre ellos primaban el apocalipticismo y la preocupación 
por la santidad, típicos de grupos disidentes del marco eclesial y social en el cual estaba 
insertos. Esta obra misionera a América Latina reaccionó contra muchos de los estilos 
misioneros del primer grupo. Comenzando en la última década del siglo 19 y durante la 
primera mitad del siglo 20, estas sociedades misioneras tendieron a establecer islas 
evangélicas separadas de la cultura dominante. El resultado fue la incorporación de 
modelos importados y civilizadores, como en el primer grupo, aunque no intencionalmente. 
Las bases bíblicas de los dos grupos incluían la Gran Comisión, pero enfatizaban dos de 
sus dimensiones. Para el primer grupo era importante «enseñar todas las cosas». Esto 
implicaba la predicación del evangelio, por supuesto, pero con gran fe en el poder de la 
Palabra para iluminar la mente, disipar la oscuridad e inclinar la voluntad hacia una 
comprensión más cristiana del mundo moderno. Los pasajes bíblicos sobre la semilla, la 
mostaza, la levadura, la luz del evangelio, la enseñanza de la verdad y el amor al prójimo, 
todos tenían su lugar. Sobre todo, la conversión a esta nueva vida, la aceptación del 
discipulado como aprendizaje y el cambio de las condiciones de vida constituyeron 
elementos esenciales en su mensaje. Era de importancia fundamental alcanzar a los líderes 
de los países latinoamericanos para el proceso de cambio deseado. 
Para el segundo grupo, el énfasis cayó en la conversión del individuo, la separación 
radical del mundo y la vida santa. De acuerdo con esto, las bases para la misión fueron 
semejantes a las de los paradigmas apocalíptico y pietista presentados arriba. La 
confrontación con el mundo católico y su cultura acentuaba lo polémico y el rechazo de 
cualquier acercamiento por vías racionales o culturales. En consideración del inminente 
juicio divino era urgente abandonar este presente mundo malo y escoger el camino del 
evangelio. Un texto predilecto de este grupo era Mateo 24:14: el evangelio será predicado a 
todo el mundo, y entonces vendrá el fin. 
El paradigma ecuménico 
El siglo 20 ha sido el siglo de los movimientos globales y mundiales. Dos guerras 
mundiales, la Liga de las Naciones, las Naciones Unidas, Conferencias Ecuménicas 
Misioneras, la Organización Mundial de la Salud, el Banco Mundial, el Consejo Mundial 
de Iglesias, la Alianza Evangélica Mundial … la lista es interminable. No es sólo esto: por 
medio de la tecnología, los medios de comunicación, la cibernética, la utilización del 
espacio, por no mencionar la contaminación global, el desastre ecológico y la finitud de los 
recursos, surgen preguntas nuevas acerca del futuro de la raza humana que afectan a todos. 
Frente a estos urgentes enigmas y a lo que Hans Küng llama «el paradigma ecuménico 
emergente», los cristianos de hoy, junto con sus iglesias, han entrado en una época de 
cooperación y de comprensión mutua, sin precedentes en la historia de la iglesia. Aunque el 
camino esté marcado por muchos avances y retrocesos, es claro que todo ha cambiado y 
está en proceso de cambio. No es extraño que hoy se remarquen los pasajes bíblicos que 
acentúan la unidad de la iglesia, la oración sacerdotal del Señor, la centralidad del amor 
entre los hermanos, y la solidaridad con los menesterosos y los oprimidos. Los énfasis de la 
Reforma protestante en el reinado de Dios vuelven a estar sobre el tapete de las discusiones 
teológicas, aunque las interpretaciones sean muy variadas. 
Sin embargo, grandes sombras oscurecen la visión de unidad. Hay razones para 
sospechar que la confesión de la unidad y la necesidad sentida del otro es ambigua. Por una 
parte, existen grandes reuniones y organizaciones que promueven el bien humano y que 
hacen declaraciones utópicas. Frente a tragedias momentáneas, surgen esfuerzos bien 
intencionados de ministrar en el nombre de Cristo. Por otra parte, se manifiesta mucha 
superficialidad en estos esfuerzos. Sólo es necesario notar las guerras genocidas de las 
últimas décadas: Ruanda, Sri Lanka, Irlanda, Chechenia, Serbia-Bosnia, Nigeria … sirven 
como símbolos de una época del exterminio de minorías por medios brutales. Los países 
llamados cristianos, con la recesión económica, achican gravemente la ayuda al necesitado. 
La negación de comida y medicamentos al pueblo que sufre se justifica por razones 
políticas de seguridad nacional. Los pueblos cristianos les reclaman a sus gobernantes que 
acaben con las medidas discriminatorias contra las minorías para mantener el nivel de vida 
de los más pudientes, aun a costa de la desnutrición y muerte del menesteroso. 
La crítica que Reinhold Niebuhr, teólogo neo-ortodoxo, hizo al optimismo histórico del 
liberalismo clásico a principios de siglo mantiene su vigencia. No es, afirmaba, que el 
mundo esté mejorando progresivamente. Más bien, el saber y el poder humanos (de hacer el 
bien o el mal, de ser justos o injustos, de instrumentar la fe para uno mismo o a favor de los 
demás) están en aumento. 
Cuando el mundo llega a ser más y más interdependiente, como ocurre en nuestros días, 
¿cuál es la misión de la iglesia? Cuando la iglesia se identifica con los intereses nacionales 
y provinciales para defenderse y sostenerse, ¿cómo puede distinguirse el evangelio de 
Cristo del evangelio de la cultura imperante? Cuando el cristiano se vuelve individualista 
en lugar de comunitario, defensivo en lugar de profético, conformista antes que luchador 
por el cambio, aliado con los ricos en vez de amigo de los pobres, ¿queda algún mensaje 
que valga la pena proclamar y vivir? 
El juicio venidero dará su veredicto tal como Cristo lo dibujaba con una claridad 
transparente. La Biblia no malgasta palabras. Ovejas o cabras. Ropa o desnudez. Amor o 
interés propio. Esta generación también será juzgada por la capacidad de distinguir entre lo 
que Dios busca para el otro y a favor de su mundo y lo que no le interesa. Pero, es más. 
Habiendo hecho esta distinción, seremos juzgados al final por nuestra disposición de poner 
por obra la misión divina. 
Este proceso no se ha desarrollado con facilidad. Lenta y dolorosamente se ha anulado 
el gran divorcio entre la iglesia y el mundo, el evangelio y el servicio social, un mensaje 
espiritual y un mensaje material, la salvación futura y la salvación actual, la iglesia que 
envía y la iglesia que recibe, el clero y el laicado, la persona de Cristo y su obra, la 
institución de la iglesia y las sociedades misioneras. Eso no quiere decir que no existen 
muchos grupos que todavía adhieren a algunos de estos dualismos, ni que haya alguna 
iglesia que los haya eliminado todos. Quiere decir que ha habido un acercamiento 
sorprendente entre las diversas tradiciones en muchas de estas cuestiones. 
Existe una conciencia creciente, por otro lado, de la falibilidad de la iglesia institucional 
frente a la ambigüedad histórica, que aconseja humildad sobre sus interpretaciones 
particulares. Todas las iglesias aceptan hoy el lema de la Reforma: ecclesia semper 
reformada est. Además, progresivamente, hemos llegado a la confesión de que la misión no 
es nuestra sino que es missio Dei, la misión en la que todos tenemos el privilegio de 
participar como parte de la iglesia de Jesucristo. Pretender que es nuestra y que nosotros 
podemos asegurar su eficacia a través de estrategias imaginativas y técnicas masivas 
constituye un orgullo imperdonable frente a las crisis actuales. 
Por esto hablamos de un ecumenismo creciente como paradigma para nuestra realidad 
actual. En este sentido las iglesias reflejan la realidad del microcosmos ecuménico que ha 
surgido en este siglo. Pero reflejan también una realidad bíblica profunda. La misión de 
Dios tiene que ver con todo su mundo, con toda la creación. Es una preocupación divina 
por todo el ecumene, por todo pueblo, raza, lengua y nación. 
Conclusión 
En resumen, nuestra fe ha sostenido que en cada época de la historia de la iglesia los 
cristianos tienen su propia visión de las bases bíblicas de la misión. Las diferentes visiones 
corrigen las falencias de las anteriores, tienen valor acumulativo, y se juzgan y enriquecen 
mutuamente. 
Describimos los distintos enfoques de la realidad como «paradigmas» o cosmovisiones. 
Las tradiciones eclesiásticas y congregaciones están insertadas en marcos históricos más 
amplios que afectan profundamente la manera de interpretar la misión. Dentro de estos 
marcos todos tenemos una red de creencias que determina cómo comprendemos el mundo y 
nuestra tarea como cristianos. 
Hemos visto cómo cada paradigma refleja la situación de la iglesia y su respuesta a la 
realidad de su momento histórico. Bajo persecución tenía vigencia el paradigma 
apocalíptico. Frente a la cultura helénica, la apología marcó la relación entre la iglesia y el 
mundo. Durante la larga edad media coexistieron tres paradigmas: el constantiniano, el 
monástico y el místico. Con el surgimiento del humanismo junto al movimiento 
renacentista, la Reforma protestante ofreció otro modo de ver la realidad. El enfriamiento 
del dinamismo reformador produjo la ortodoxia y el pietismo como dos maneras de ver la 
misión. La expansión comercial y el imperialismo de las naciones protestantes se enmarcan 
en el paradigma colonialista. El cambio científico y tecnológico impulsado por la 
Ilustración creó espacio para el modelo cultural, mientras que las corrientes unificadoras 
del mundo moderno nos han dado el paradigma ecuménico. 
Durante esta trayectoria muchos han sido los pasajes y temas bíblicos que sirvieron para 
fundamentar la misión de la iglesia. La tendencia anacrónica de juzgar un período por los 
criterios de otro, bajo otro paradigma y contexto histórico, no hace justicia a los agentes 
misioneros y es errónea. Más bien, se debe evaluar crítica y constructivamente cada 
esfuerzo según su fidelidad al evangelio, dentro del paradigma del cual forma una parte 
inherente. Sólo así podremos hacer justicia a la vida y misión de nuestros hermanos en la fe 
quienes prepararon el camino para nuestra parte en la missio Dei de nuestro tiempo. 
II 
Las bases bíblicas en el Antiguo 
Testamento