viernes, 11 de mayo de 2012

Estudios de Temas Biblicos: Ideal para Obreros y ministros Itinerantes


biblias y miles de comentarios
 
LA BIBLIA
EN LA VIDA Y EN EL MINISTERIO
DEL PASTOR Y DEL LÍDER CRISTIANO
«Tú, sigue firme en todo aquello que aprendiste, de lo cual estás convencido. Ya sabes quiénes te lo enseñaron. Recuerda que desde niño conoces las sagradas Escrituras, que pueden instruirte y llevarte a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura está inspirada por Dios y es útil para enseñar y reprender, para corregir y educar en una vida de rectitud, para que el hombre de Dios esté capacitado y completamente preparado para hacer toda clase de bien». (2 Ti 3.14–17; DHH3)
La Biblia es de suma importancia en la vida y en el ministerio del pastor y del líder cristiano, pues ella es, y será siempre, el fundamento de la vida cristiana. No es posible un buen ministerio si no está impregnado por completo del mensaje de la Palabra de Dios.
La importancia de la Biblia en la vida del líder resalta de inmediato cuando hacemos un análisis de los diferentes aspectos de la vida y del ministerio del siervo del Señor.
1. La Biblia en el llamamiento del líder cristiano
Al inicio de su Epístola a los Romanos, el apóstol Pablo afirma: El evangelio es poder de Dios para salvación (Ro 1.16). Todo líder cristiano, sea porque nació en un hogar cristiano o porque se convirtió en su edad adulta, reconocerá que el primer efecto poderoso de la Palabra de Dios en su vida tiene que ver con su salvación. El encuentro con el Cristo vivo es, sin lugar a dudas, un encuentro con la Palabra de Dios. Bien decía Pablo: «Así que la fe es por el oir, y el oir, por la palabra de Dios» (Ro 10.17; RVR).
Un segundo momento clave en la vida del pastor o líder es el de su vocación o llamamiento. Como en la conversión, la Palabra de Dios penetra su ser para hacer que nazca en él una entrañable convicción de que el Señor le extiende un llamamiento al ministerio cristiano. La conjugación de la Palabra de Dios con la fuerza del Espíritu hace del llamamiento divino una decisión impostergable.
2. La Biblia en la preparación
del pastor y del líder cristiano
Cuando las Sagradas Escrituras definen el ministerio del sacerdote Esdras como maestro de la Palabra, mencionan tres características de él, y cada una de ellas tiene a la Palabra de Dios como su móvil: «Esdras tenía el firme propósito de estudiar y de poner en práctica la ley del Señor, y de enseñar a los israelitas sus leyes y decretos» (Esd 7.10; DHH3).
Todos los pasos de la formación del líder—su estudio, su conducta y su enseñanza—están impregnados de la Palabra de Dios. Por eso los seminarios, los institutos bíblicos y las escuelas teológicas necesitan revisar constantemente su programa de clases y darle al estudio de la Biblia un lugar fundamental. Desde su tiempo de estudiante, el futuro líder o pastor necesita empaparse de recursos y de conocimientos que le permitan, en su pastorado y ministerio, trazar bien la Palabra de verdad (2 Ti 2.15).
3. La Biblia en la vida devocional
del pastor y del líder cristiano
Todos sabemos por experiencia propia que la Biblia es más que una fuente de preparación y estudio. La Biblia, como Palabra de Dios, nos nutre espiritualmente para poder vivir la vida cristiana y realizar nuestra tarea ministerial.
El encuentro con la Palabra de Dios, no ya como estudiante de ella, sino como hijo de Dios, asegura una vida edificada y un ministerio bendecido. Todo líder cristiano necesita de momentos a solas con su Dios para hablarle y para escucharlo; y tanto en el hablar como en el escuchar, la Palabra de Dios es el medio eficaz.
Cuando vamos al Antiguo Testamento y al Nuevo, descubrimos que la vida devocional fue un elemento vital en la vida de los héroes de la fe. Allí, en la quietud y a solas con Dios, vemos a Moisés, a Abraham, a Elías, a David, a Pablo, a Timoteo, y sobre todo a Jesucristo, meditando y alimen- tándose de la Palabra de Dios. La vida de oración y la búsqueda de la vo- luntad de su Padre son elementos sobresalientes en el ministerio de Jesús.
4. La Biblia en el ministerio
del pastor y del líder cristiano
Sin la Biblia no sería posible tener misiones cristianas, ni iglesias ni creyentes en Jesucristo. Por lo tanto, la Biblia es y debe ser el instrumento indispensable y primordial en el ministerio del pastor y líder cristiano. La visitación de hogares y de enfermos, y el apoyo a los nuevos creyentes, requieren del mensaje oportuno de la Palabra de Dios. El pastor debe estar convencido de que en la Biblia sus ovejas encontrarán consuelo, fortaleza, esperanza y paz; pero también hallarán exhortación y reprensión.
Para la preparación de mensajes y estudios bíblicos, el pastor debe estudiar con seriedad y profundidad el texto sagrado. Por eso debe desarrollar destreza en el manejo exegético de la Biblia y conseguir los recursos esenciales para el estudio serio y eficaz de ella: (1) varias versiones de la Biblia; (2) una concordancia bíblica; (3) y un buen diccionario de la Biblia. Debe, por supuesto, participar en cursos de actualización bíblica y leer materiales que le ayuden a una recta interpretación de la Palabra.1
Nunca debe perderse de vista que el mejor alimento para la congregación es la predicación expositiva del mensaje de la Palabra de Dios. Este método homilético es el que mejor nos permite sacar los tesoros bíblicos. La gente se edifica de verdad, y recibe más bendiciones, cuando el expositor emplea el texto bíblico con propiedad, y no sólo como pretexto.
En conclusión, podemos decir que la Palabra de Dios es para el pastor y el líder su regla máxima de fe y práctica. Al igual que en el caso de Esdras, la Palabra de Dios informará su formación académica, su conducta y vida cristiana, y su enseñanza para el pueblo que Dios ha puesto a su cuidado.

¿QUÉ ES LA BIBLIA?
El significado de la palabra Biblia
Hay varias maneras de responder a esta pregunta. Una de ellas consiste en explicar el significado de la palabra Biblia.
Biblia es una palabra de origen griego (el plural de biblion, «papiro para escribir» y también «libro»), y significa literalmente «los Libros». Del griego, ese término pasó al latín, y a través de él a las lenguas occidentales, no ya como nombre plural, sino como singular femenino: la Biblia, es decir, el Libro por excelencia. Con este término se designa ahora a la colección de escritos reconocidos como sagrados por el pueblo judío y por la iglesia cristiana.
La Biblia está dividida en dos partes de extensión bastante desigual, llamadas habitualmente Antiguo y Nuevo Testamento. A primera vista, la palabra «testamento» se presta a un equívoco, porque no se ve muy bien en qué sentido puede aplicarse a la Biblia. Sin embargo, la dificultad se aclara si se tiene en cuenta la vinculación de la palabra latina testamentum con el hebreo berit, «pacto» o «alianza».
Berit es uno de los términos fundamentales de la teología bíblica. Con él se designa el lazo de unión que el Señor estableció con su pueblo en el monte Sinaí. A este pacto, alianza o lazo de unión establecido por intermedio de Moisés, los profetas contrapusieron una «nueva alianza», que no estaría escrita, como la antigua, sobre tablas de piedra, sino en el corazón de las personas por el Espíritu del Señor (Jer 31.31–34; Ez 36.26–27). De ahí la distinción entre la «nueva» y la «antigua alianza»: la primera, sellada en el Sinaí, fue ratificada con sacrificios de animales; la segunda, incomparablemente superior, fue establecida con la sangre de Cristo.
Ahora bien, el término hebreo berit se tradujo al griego con la palabra diatheke, que significa «disposición», «arreglo», y de ahí «última disposición» o «última voluntad», es decir, «testamento». De este modo, la versión griega de la Biblia, conocida con el nombre de Septuaginta o traducción de los Setenta (LXX), quiso poner de relieve que el pacto o alianza era un don y una gracia de Dios, y no el fruto o el resultado de una decisión humana.
La palabra griega diatheke fue luego traducida al latín por testamentum, y de allí pasó a las lenguas modernas. Por eso se habla corrientemente del Antiguo y del Nuevo Testamento.
A la Biblia se le da también el nombre de Sagrada Escritura. En el judaísmo, en cambio, se le designa con la palabra tanak, que en realidad es una sigla formada con las iniciales de Torah, Nƒbi˒im y Kƒtubim, es decir, de las tres partes o secciones en que se divide la Biblia hebrea: La Ley, los Profetas y los Escritos.
La Biblia, Palabra de Dios
La otra respuesta no se contenta con explicar el significado de una palabra, sino que da otro paso y trata de penetrar más en la realidad profunda de la Biblia: la Biblia es la Palabra de Dios.
En la Biblia se encuentran mensajes de los profetas, palabras de Jesús y testimonios de los apóstoles. Los profetas, Jesús y los apóstoles actuaron y hablaron en distintas épocas y en circunstancias muy diversas. Pero todos anunciaron la Palabra de Dios.
Los profetas se presentaron como testigos y mensajeros de la Palabra, y así lo expresaron muchas veces de manera inequívoca, por ejemplo, cuando introducían sus mensajes con la frase: «Así dice el Señor». (Cf. Jer 1.9–10a: «Entonces el Señor extendió la mano, me tocó los labios y me dijo: ‘Yo pongo mis palabras en tus labios’».)1
Después de haber comunicado su Palabra por medio de los profetas, Dios se reveló en la persona y en la obra redentora de Jesús, como lo expresa la Carta a los Hebreos (1.1–2): «En tiempos antiguos Dios habló a nuestros antepasados muchas veces y de muchas maneras por medio de los profetas. Ahora, en estos tiempos últimos, nos ha hablado por su Hijo».
Jesucristo, la Palabra hecha carne (Jn 1.14), dio testimonio de lo que había visto y oído junto al Padre (Jn 1.18; cf. Mt 11.27), y envió a sus discípulos diciéndoles: «El que los escucha a ustedes, me escucha a mí; y el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí; y el que me rechaza a mí, rechaza al que me envió» (Lc 10.16).
Los apóstoles, a su vez, fueron testigos oculares y servidores de la Palabra (Lc 1.2). Ellos fueron elegidos de antemano por Dios (Hch 10.41–42), y a ellos se les confió la misión de anunciar la Palabra de Dios a todo el mundo (Mc 16.15).
Este mensaje de los profetas, de Jesús y de los apóstoles fue luego consignado por escrito, y así nació la Biblia, que es la Palabra de Dios encarnada en un lenguaje humano. Ella, como Jesucristo, es plenamente divina y plenamente humana, sin que lo divino ceda en detrimento de lo humano, ni lo humano de lo divino.
Ahora bien: la palabra es la acción de una persona que expresa algo de sí misma y se dirige a otra para establecer una comunicación.
1. Si analizamos por partes los elementos de esta definición, vemos que hablar es, en primer lugar, dirigirse a otro. El que habla, por el simple hecho de dirigir la palabra a otra persona (y aunque no lo diga expresamente), está manifestando la voluntad de ser escuchado y comprendido, de obtener una respuesta, de lograr que su palabra no caiga en el vacío.
Dicho de otra manera: toda palabra interpela al destinatario del mensaje; es invitación, llamado, interpelación. El ser de la palabra es esencialmente «para-otro», tiene un carácter interpersonal y oblativo.2
La orientación hacia el destinatario del mensaje, generalmente sobreentendida, aflora a veces de manera explícita y se expresa en palabras y en giros sintácticos, de un modo especial, en los vocativos y en los imperativos.
Así, cuando el Señor dice «¡Abraham, Abraham!» (Gn 22.11) o «¡Moisés, Moisés!» (Ex 3.4), lo que hace es atraer la atención del que va a ser su interlocutor. Todavía no le ha comunicado nada. Lo llama simplemente para obtener de él una respuesta y establecer de ese modo el circuito de la comunicación. Porque sin ese llamado previo, y sin la respuesta del interlocutor, no habría diálogo posible.
De igual manera, el que pide algo, o da una orden con un imperativo, apunta en forma directa al destinatario del mensaje: «Ve a lavarte al estanque de Siloé», le dice Jesús al ciego de nacimiento, y esta orden provoca en él una respuesta inmediata: «El ciego fue y se lavó» (Jn 9.7).
2. Además, toda palabra comunica algo. Los interlocutores intercambian siempre algún tipo de información, y hasta la conversación más trivial versa sobre algún tema. El tema de la conversación, el significado de las palabras, la noticia que se quiere comunicar, dan un contenido al mensaje.
3. Por su misma dinámica interna, la palabra tiende a convertirse en diálogo entre un yo y un tú. Es verdad que muchas veces empleamos el lenguaje por razones prácticas, de manera que la comunicación se establece casi siempre en un contexto utilitario y más bien superficial. Además, la comunicación fracasa muchas veces porque las personas no se abren al diálogo sino que se encierran en su propio egoísmo, o porque la buena disposición de una persona no encuentra en la otra una acogida o un eco favorable.
Por lo tanto, el encuentro personal puede adquirir distintos grados de profundidad, o puede incluso frustrarse por la falta de receptividad y de correspondencia en alguna de las partes. Pero también hay veces en que el encuentro se realiza plenamente, ya que la palabra y la respuesta se convierten en un diálogo auténtico y recíproco de comunión y de mutuo compromiso. Sólo en el encuentro amoroso puede darse esta perfecta reciprocidad, que es fruto de una revelación y de un don, por una parte, y de una acogida franca y abierta, por la otra.
Estos aspectos del lenguaje humano se aplican analógicamente a la Palabra de Dios. O expresado de otra manera: este encuentro y este diálogo se vuelven a encontrar en el plano infinitamente más elevado de la revelación de Dios y de la fe.
La Palabra de Dios posee un contenido: Es la buena noticia por excelencia, el evangelio de la salvación. Así puede apreciarse, por ejemplo, en los pasajes siguientes:
«Oye, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor.
Ama al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas
tus fuerzas».
(Dt 6.4–5)
«Ama a tu prójimo como a ti mismo».
(Lv 19.18; Ro 13.9)
«Si con tu boca reconoces a Jesús como Señor,
y con tu corazón crees que Dios lo resucitó,
alcanzarás la salvación».
(Ro 10.9)
Estos tres pasajes expresan contenidos fundamentales del mensaje bíblico, como son el mandamiento principal (cf. Mt 22.34–40) y la profesión de fe en Cristo (cf. 1 Co 15.1–7).
Pero no basta escuchar con los oídos, porque la Palabra de Dios interpela, quiere ser acogida interiormente, reclama una respuesta.
Esa respuesta es la fe. Mediante la fe, que acoge el mensaje de la Palabra, se realiza el encuentro con el Dios viviente. Y esta respuesta de la fe hace que la Palabra de Dios - creída, proclamada y vivida individual y eclesialmente- llegue a ser una fuerza eficaz en la historia.
La Palabra de Dios es también eficaz: «…tiene vida y poder. Es más aguda que cualquier espada de dos filos, y penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta lo más íntimo de la persona;…» (Heb 4.12).
«Así como la lluvia y la nieve bajan del cielo,
y no vuelven allá, sino que empapan la tierra,
la fecundan y la hacen germinar,
y producen la semilla para sembrar
y el pan para comer,
así también la palabra que sale de mis labios
no vuelve a mí sin producir efecto,
sino que hace lo que yo quiero
y cumple la orden que le doy».
(Is 55.10–11)
Esta Palabra tiene tanta eficacia porque Dios actúa desde el exterior y también en el interior de las personas. A diferencia de los seres humanos, que sólo disponen de la fuerza expresiva y significativa del lenguaje, el Espíritu de Dios penetra en el interior de las personas y allí realiza su acción más profunda.
Para referirse a esta eficacia, la Escritura habla de una revelación especial (Mt 11.25), de una luz que Dios hace brotar en nuestro corazón (2 Co 4.6), y de una atracción interior (Jn 6.44).
Por la acción del Espíritu Santo, Dios puede infundir en el espíritu humano una luz que lo incline a aceptar confiadamente el testimonio divino. La iniciativa parte siempre de Dios. De él proceden el mensaje de la salvación y la capacidad para dar una respuesta de fe a ese mensaje.
La Palabra de Dios y la fe son, por lo tanto, esencialmente interpersonales. El que acoge la Palabra y permanece en ella, de siervo pasa a ser hijo y amigo, y se inicia en los secretos del Padre, que el Hijo y el Espíritu son los únicos en conocer. No cabe imaginar un encuentro humano que alcance tanta hondura de intimidad y de comunicación.
El contenido de la Biblia
La explicación anterior afirma cosas importantes, pero también deja otras sin responder. Porque si alguien pregunta «¿Qué es la Biblia?», aunque no lo manifieste expresamente, quiere saber algo más. Ante todo, quiere saber algo de lo que dice la Biblia.
De ahí la necesidad de completar la respuesta diciendo algo sobre el contenido de la Biblia.
La Palabra de Dios es, ante todo, el relato de una historia que se extiende desde la creación del mundo hasta el fin de los tiempos. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la Biblia proclama los hechos portentosos de Dios. A través de ellos, Dios se revela como Señor, Padre y Salvador, a fin de liberar del pecado y de la muerte a la humanidad pecadora.
Esta historia comprende dos etapas. En la primera, Dios forma para sí un pueblo, eligiéndolo de entre todas las naciones, para hacer de él una nación santa, un pueblo sacerdotal y su posesión exclusiva (cf. Ex 19.3–6). La segunda está centrada y resumida plenamente en Jesucristo muerto y resucitado, cuyo acontecimiento pascual constituye la revelación definitiva de los designios de Dios.
A la luz de este relato bíblico, la historia humana se manifiesta en su verdadero sentido; es decir, no como el producto del azar o de un destino ciego, sino como un proceso que está en las manos de un Dios personal, de quien todo depende y que todo lo conduce según el plan que “se había propuesto realizar en Cristo”. Y este plan consiste en «unir bajo el mando de Cristo todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra (Ef 1.9–10 DHH3).
En esta historia se sitúa, en primer lugar, el largo proceso de formación del Antiguo Testamento, paralelo a la vida del pueblo de Israel. Después de la muerte y la resurrección de Cristo, y por la acción del Espíritu santo, nace la iglesia cristiana, y en ella se va formando progresivamente el Nuevo Testamento.
A continuación enumeramos brevemente las grandes etapas de esta historia milenaria.
La historia de los orígenes. El primer libro de la Biblia lleva el nombre de Génesis, palabra griega que significa «origen». El Génesis es el libro de los comienzos: comienzos del mundo, de la humanidad y del pueblo de Dios.
En sus primeros capítulos (1–11), el Génesis presenta un vasto panorama de la historia humana, desde la creación del mundo hasta Abraham. Estos relatos—tan conocidos, pero casi siempre tan mal comprendidos—ponen de manifiesto aspectos esenciales de la condición humana en el mundo.
A los seres humanos les corresponde el honor de haber sido creados «a imagen de Dios» (Gn 1.26–27). Pero al separarse de Dios por el pecado, la humanidad eligió para sí un camino de muerte. En el origen de esta rebeldía está la pretensión de «ser como Dios» (Gn 3.5), es decir, en vez de ordenar todas sus acciones de acuerdo con la voluntad divina, el primer hombre y la primera mujer se constituyeron a sí mismos en norma última de sus decisiones, usurpando el lugar que le corresponde exclusivamente a Dios.
El pecado rompió los lazos de amistad con Dios, y así entraron en el mundo el sufrimiento y la muerte. A su vez, la pérdida de la amistad divina trajo como consecuencia la ruptura entre Dios y el hombre, entre el hombre y la mujer, entre la especie humana y el resto de la creación.
La rebelión contra Dios está presente en todos estos relatos del Génesis. El pecado prolifera, se diversifica y se extiende cada vez más a medida que aumenta la humanidad. Pero el pecado y el castigo no tienen la última palabra, porque Dios reconstruye misericordiosamente lo que la soberbia humana había destruido: Después del diluvio, la humanidad es reconstituida a partir del justo Noé; después de la dispersión de Babel, a través de la elección de Abraham.
Por eso en el marco descrito por estos relatos se va a desarrollar la «historia de la salvación», es decir, la serie de acciones divinas destinadas a liberar a la humanidad del pecado y de la muerte. La humanidad pecadora ya no era capaz de salvarse a sí misma. Sólo la gracia de Dios podía traer al mundo la salvación. De ahí que la historia relatada en la Biblia sea la historia de nuestra redención.
Los patriarcas. Los once primeros capítulos del Génesis nos revelan algo del origen y del misterio de la condición humana; la historia de los patriarcas, que viene a continuación, presenta la primera etapa en la formación del pueblo de Dios.
Dios vuelve a intervenir en la historia de este mundo, pero lo hace de un modo nuevo. Ya no actúa para condenar a los culpables o para dispersar a los seres humanos, sino para dar cumplimiento a su plan divino de salvación.
Abraham, el «padre de los creyentes», escucha la palabra de Dios y emprende un camino que lo arranca del pasado y lo proyecta hacia el futuro:
«Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre,
para ir a la tierra que yo te voy a mostrar.
Con tus descendientes voy a formar una gran nación;
voy a bendecirte…»
(Gn 12.1–2)
El designio divino de salvación comienza humildemente, con un solo hombre Abraham y su familia. Pero desde el comienzo tiene una destinación universal, porque la elección de Abraham redundará al fin en beneficio de todas las naciones:
«Con tus descendientes voy a formar una gran nación…
Por medio de ti bendeciré a todas las familias del mundo».
(Gn 12.2–3; cf. 13.14–17; 15.5; 22.17–18)
Al leer a continuación los otros relatos del Génesis, donde el designio divino parece limitarse a algunas personas escogidas, es preciso no perder de vista el contenido de esta promesa.
Isaac primero, y Jacob después, fueron los herederos de la promesa divina (Gn 26.4; 28.13–15). José fue vendido por sus hermanos, pero gracias a él la familia de Jacob llegó a Egipto y se salvó de la hambruna. Así quedó preparado el escenario para la gran liberación que relata a continuación el libro del Éxodo.
El éxodo. El éxodo de Egipto constituye uno de los momentos más decisivos en la historia de la salvación. Dios se reveló a Moisés como el Dios de los padres y el Dios salvador, que oyó el clamor de su pueblo y decidió acudir en su ayuda. Le dio a conocer su nombre de Yavé y lo envió a presentarse ante el Faraón, rey de Egipto.
Luego de muchos contratiempos, los israelitas salieron de Egipto, y «con ellos se fue muchísima gente de toda clase» (Ex 12.38). Esta breve referencia es importante, porque nos da a entender que la unidad del pueblo de Dios no depende, ante todo, de un común origen racial.
Después de la liberación viene la alianza. Al llegar al monte Sinaí, el Señor sale al encuentro de su pueblo y establece con él un pacto o alianza. Esta alianza no es un contrato bilateral, es decir, un convenio ordinario entre dos partes que han discutido sus términos antes de concluirlo y firmarlo. Es una disposición divina, que el Señor concede gratuitamente, por una libre iniciativa de su gracia.
Esta alianza hace del pueblo elegido un pueblo santo, puesto aparte por Dios y consagrado al servicio de Dios entre todos los pueblos de la tierra (Ex 19.3–8).
La historia de esta liberación quedó grabada como un sello indeleble en la memoria del pueblo de Israel. A partir de aquel momento, Dios nunca dejó de presentarse con estas palabras: «Yo soy el Señor [Yavé] tu Dios, que te sacó de Egipto, donde eras esclavo» (Ex 20.1).
A continuación, el libro del Levítico dicta un conjunto de normas para el ejercicio del culto en Israel, el pueblo sacerdotal, consagrado al servicio del Señor.
La marcha por el desierto (narrada especialmente en el libro de Números). En medio de las asperezas del desierto, en su marcha hacia la Tierra prometida, el pueblo padeció hambre y sed. Estas penurias le hicieron añorar el pescado y las legumbres que comían en Egipto (Nm 11.5), y más de una vez se rebeló contra el Señor y contra Moisés: «¿Para qué nos trajo el Señor a este país? ¿Para morir en la guerra, y que nuestras mujeres y nuestros hijos caigan en poder del enemigo? ¡Más nos valdría regresar a Egipto!» (Nm 14.3).
La libertad se les hacía una carga demasiado pesada y sentían nostalgia de la esclavitud. Entonces el Señor hizo brotar agua de la roca y los alimentó con el maná.
Al término de esta marcha, antes de pasar el Jordán, Moisés instruye por última vez a Israel, como lo recuerda el libro del Deuteronomio.
Josué. El libro que lleva el nombre de Josué, el sucesor de Moisés, celebra el asentamiento de las tribus hebreas en la Tierra prometida. Un simple vistazo al conjunto del libro nos hace ver que consta de tres partes: la conquista de Canaán (caps. 1–12), la distribución de los territorios conquistados (caps. 13–21) y la unidad de Israel fundada en la fe (caps. 22–24).
Después de cruzar el Jordán, los israelitas llegados del desierto encontraron a su paso ciudades fortificadas y carros de guerra. Y si lograron infiltrarse en el país, fue más por la astucia que por el empleo de las armas.
En realidad, la conquista no fue una hazaña de los hombres sino una victoria del Señor. Por eso el relato adquiere por momentos los contornos de epopeya maravillosa: los muros de Jericó se derrumban, el sol se detiene, los cananeos son presa del pánico, porque es el Señor el que se pone al frente del pueblo y combate a favor de él. En estas «guerras de Yavé», el arca de la alianza era el símbolo de la presencia del Señor en medio de su pueblo.
De ahí un tema fundamental en el libro de Josué: Israel tiene que dar gracias a Yavé, su Dios, que ha dado como herencia a su pueblo la tierra de Canaán.
El libro concluye con el relato de la alianza de Siquem. Josué rememora, ante la asamblea de los israelitas, las acciones que realizó el Dios de Israel en favor de su pueblo. Luego les propone una alianza, y esta queda sellada sobre una doble base: la fe común en Yavé y el reconocimiento de una misma ley (cap. 24).
El libro de los Jueces, que viene a continuación, nos dará una imagen un poco más matizada de este período histórico.
Los jueces. Después de la muerte de Josué sobrevino para las tribus de Israel una etapa difícil: es la así llamada «época de los jueces».
Es importante notar que estos «jueces» no eran simples magistrados que administraban justicia, sino «caudillos» (o, como suele decirse, «líderes carismáticos») que el Señor fue suscitando en los momentos de crisis para liberar a su pueblo de la opresión. Cuando una o varias tribus israelitas se veían amenazadas por un ataque enemigo, estos caudillos—llenos del «espíritu del Señor»—se levantaron para combatir a los enemigos de su pueblo (cf. Jue 3.10; 11.29).
Las amenazas provenían de los pueblos vecinos de Israel. Poco después de la entrada de los israelitas en Canaán, tuvo lugar, a su vez, el asentamiento de los filisteos en la costa sur de Palestina (hacia el año 1175 a.C.). Estos se organizaron en cinco ciudades—la famosa Pentápolis filistea—, y por su poderío militar y su monopolio del hierro constituyeron un peligro constante para los israelitas. La hostilidad de los filisteos, sumada a la que provenía de los nativos del país (los cananeos) y de los pueblos vecinos (madianitas, moabitas, amonitas, etcétera), llegó algunas veces a poner en peligro la existencia misma de las tribus hebreas.
Cuando se producía una de estas crisis, el Señor suscitaba un «juez» o caudillo, que obtenía para su pueblo una victoria más o menos resonante. Estos héroes actuaron en distintos lugares y en distintas épocas, y cada uno a su manera. Gedeón, por ejemplo, reunió varias tribus para ir al combate; Sansón, en cambio, fue un héroe de fuerza extraordinaria, que más de una vez puso en grave aprieto a los filisteos. Además, la misión de los jueces era personal y temporal: una vez pasado al peligro, ellos solían volver a sus ocupaciones ordinarias.
El «Cántico de Débora» (Jue 5) muestra muy bien cómo se encontraba el pueblo de Israel durante el período de los jueces. El poema celebra la victoria de una coalición de tribus hebreas contra los cananeos, en la llanura de Jezreel. Según Jueces 5.14–17, seis de las tribus respondieron a la convocatoria hecha por Débora: Efraín, Benjamín, Maquir (Manasés), Zabulón, Isacar y Neftalí. En cambio, otras cuatro tribus—Rubén, Galaad (Gad), Dan y Aser—son recriminadas severamente por no haber socorrido a sus hermanos. Las tribus del sur—Judá, Simeón y Leví—ni siquiera se mencionan, sin duda porque una especie de barrera las separaba de las otras tribus. Uno de los principales enclaves que se interponían entre el norte y el sur era la fortaleza de Jerusalén, que aún estaba en poder de los jebuseos (Jos 15.63; Jue 19.10–12).
El libro de los Jueces pronuncia un juicio severo sobre la situación religiosa de Israel en aquel período. Los israelitas pasaban por un proceso de sedentarización y de cambio a nuevas formas de vida. Y la asimilación de algunas costumbres cananeas (relacionadas, sobre todo, con el ejercicio de la agricultura) introdujo prácticas religiosas contrarias al auténtico culto de Yavé. Estas prácticas estaban relacionadas con Baal, el dios cananeo de la fecundidad. De este dios se esperaba que diera fertilidad a la tierra, buenas cosechas de granos y abundancia de vino y aceite.
También es severo el juicio que se pronuncia sobre la falta de unidad y de organización política entre los grupos hebreos: «Como en aquella época aún no había rey en Israel, cada cual hacía lo que le daba la gana» (Jue 17.6; cf. 18.1; 19.1; 21.25).
En la etapa siguiente, la institución de la realeza vino a atemperar de algún modo aquel estado de anarquía.
Samuel y Saúl. Los libros de Samuel, que vienen a continuación, se refieren a este proceso de consolidación; uno de los momentos más importantes en la historia bíblica. Es la época en que Israel se constituyó como unidad política, al mando de un rey.
El primer libro de Samuel consta de tres secciones. Cada una de ellas gira en torno a uno o dos personajes centrales: Samuel (caps. 1–7), Samuel y Saúl (8–15), Saúl y David (16–31).
La primera de estas figuras centrales es la de Samuel, el niño consagrado al Señor que llegó a ser profeta. Como sucede con frecuencia en la Biblia, el hijo concedido a la mujer estéril tiene un destino especial. El relato de la vocación de Samuel presenta tres elementos que aparecen en todos los relatos de llamamiento al profetismo: la iniciativa de Yavé, la comunicación del mensaje que debe transmitir, y la respuesta del que ha sido llamado (1 S 3; cf. Ex 3.1–12; Is 6; Jer 1.4–10; Ez 13).
Más tarde, el intento de organizar a las tribus israelitas bajo la forma de un estado monárquico comienza con Saúl. Él, como los antiguos jueces de Israel, fue el libertador elegido por Dios (1 S 10.1). El espíritu del Señor vino sobre él, y lo impulsó a emprender una guerra de liberación contra los amonitas (1 S 11.1–13). Y cuando regresó victorioso de su campaña libertadora, Saúl fue proclamado rey.
Con esta proclamación, la realeza quedó instituida en Israel.
Muerte de Saúl y reinado de David. Después de narrar las primeras victorias de Saúl, la Biblia presenta dos trayectorias que siguen un curso contrario. El joven David, que se había puesto al servicio del rey Saúl, se fue ganando cada vez más el amor y la simpatía del pueblo (1 S 18.6–7). Este hecho despertó la envidia y el odio del rey, que comenzó a perseguirlo despiadadamente. Así comenzaron a contraponerse la carrera ascendente de David, que culminó con su elevación al trono, y la curva descendente de Saúl, que terminó en la derrota y en la muerte.
La muerte de Saúl dejó libre el camino a David, que primero fue proclamado rey de Judá (2 S 2.4), y luego, cuando las tribus del norte fracasaron en su intento de organizarse por sí mismas, también fue reconocido como rey de Israel (2 S 5.1–3).
Un momento decisivo en la trayectoria histórica de David fue la conquista de Jerusalén. El rey convirtió esa ciudad jebusea en capital de su reino (2 S 5.9–16) y también en centro religioso de todo Israel, ya que allí instaló el arca de la alianza (6.1–23).
Los libros de Samuel presentan a David con todos los atractivos de un héroe: bien parecido, fiel en la amistad, músico, poeta, guerrero valeroso y líder extraordinario. La historia de su ascensión es al mismo tiempo la historia de la caída de Saúl. Pero el relato bíblico no oculta sus pecados: el adulterio con Betsabé y el asesinato de Urías.
El largo reinado de David no logró eliminar por completo el antagonismo entre el norte y el sur, de manera que la unidad de las tribus fue siempre precaria. Una prueba de ello fueron las rebeliones que debió afrontar David, en particular el levantamiento dirigido por su hijo Absalón (2 S 15.1–6; 19.42–20.2).
A la muerte de David, en medio de las intrigas de la corte real, lo sucedió su hijo Salomón (1 R 1–2).
Los reyes de Israel y Judá después de David. Salomón llevó a cabo el proyecto que su padre no había podido realizar (1 R 8.17–21) y erigió un lugar de culto que tendría en el futuro una enorme importancia en la vida religiosa y cultural de Israel. La importancia de dicho templo se pone de manifiesto, sobre todo, en la plegaria pronunciada por el rey durante la fiesta de la dedicación (1 R 8.23–53).
Pero no todo fue gloria y magnificencia en el reino de Salomón. La Biblia también deja entrever los aspectos negativos de su reinado, como fueron las concesiones hechas a la idolatría y las excesivas cargas impuestas al pueblo. Las construcciones llevadas a cabo por el rey exigían pesados tributos y una considerable cantidad de mano de obra. Para muchos israelitas, estos excesos traicionaban los ideales que habían dado su identidad y su razón de ser al pueblo de Dios (cf. 1 S 8), y un profundo descontento se extendió por el país, en especial, entre las tribus del norte. Como consecuencia de este malestar resurgieron los viejos antagonismos entre el norte y el sur (cf. 2 S 20.1–2), y así terminó por quebrantarse el intento de unificación llevado a cabo por David (cf. 2 S 2.4; 5.3).
Después de la muerte de Salomón, el reino davídico se dividió en dos estados independientes: Israel al norte y Judá al sur; este último con Jerusalén como capital. El texto bíblico narra en qué circunstancias se produjo la separación y cómo el cisma político trajo consigo el cisma religioso (1 R 12). Luego presenta en forma paralela la historia de los dos reinos, que en muy pocas ocasiones lograron superar su antigua rivalidad.
Según los libros de los Reyes, la historia de Israel y de Judá, a lo largo de todo el período monárquico, fue una cadena ininterrumpida de pecados e infidelidades, y los principales responsables de esta situación fueron los reyes mismos. A ellos les correspondía gobernar al pueblo de Dios con sabiduría (cf. 1 R 3.9); pero en realidad hicieron todo lo contrario. Por eso no fue un hecho casual que Israel y Judá terminaran por caer derrotados y dejaran de existir como naciones independientes (2 R 17.6; 25.1–21).
Los profetas. En este contexto proclamaron su mensaje los más grandes profetas de Israel. Ellos vieron con extraordinaria lucidez el desorden que reinaba en la sociedad. El pueblo de Israel no era lo que Dios quería y esperaba de él. El Señor había formado y cuidado a su pueblo, como el labrador planta y cultiva su viña, y esperaba de él buenos frutos. Pero sus esperanzas quedaron frustradas porque la viña del Señor, en vez de dar buenos frutos, había producido uvas agrias (Is 5.1–7). El pecado de Israel estaba grabado «con punta de diamante» y con «cincel de hierro» en la piedra de su corazón (Jer 17.1). Pero como el Señor no quiere la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva (Ez 18.23), envió a sus servidores, los profetas, para llamarlo a la conversión.
Los profetas nunca dejaron de reconocer que el Señor había elegido a Israel. Pero esta elección divina, mucho más que un privilegio, era para ellos una responsabilidad. Ni el culto, ni el templo, ni la dinastía davídica ni el recuerdo de las acciones pasadas de Yavé ofrecían ya una garantía incondicional y automática, porque el Señor ha dado a conocer…
»…en qué consiste lo bueno
y qué él espera de ti:
que hagas justicia, que seas fiel y leal
y que obedezcas humildemente a tu Dios».
(Miq 6.8)
También el profeta Amós ha expresado esta idea con toda claridad y precisión:
«Sólo a ustedes he escogido
de entre todos los pueblos de la tierra.
Por eso habré de pedirles cuentas
de todas las maldades que han cometido».
(Am 3.2)
Otro tema central de la predicación profética es la fidelidad al culto de Yavé. Ese tema se encuentra, sobre todo, en Oseas, Jeremías y Ezequiel. Ellos denunciaron la idolatría en todas sus formas (cf., por ejemplo, Os 4.1–14; Jer 2.23–28) y, con tal finalidad, utilizaron ampliamente el simbolismo conyugal: Yavé era el esposo de Israel, pero los israelitas se comportaban como una esposa infiel, que engaña a su marido y se prostituye con el primero que pasa (cf., entre muchos otros textos, Os 2; Ez 16; 20). Era preciso, por lo tanto, volver a la fidelidad perdida (Jer 2.1–3), antes que fuera demasiado tarde (Jer 4.1–4).
Los profetas condenaron también el orgullo y la ambición de las clases dirigentes, que no mostraban la menor preocupación por el destino de su pueblo. La gente humilde era víctima de jefes sin escrúpulos, que creían que todo les estaba permitido (cf. Am 2.6–8). Ante el espectáculo generalizado de la venalidad y la corrupción, ellos manifestaron decididamente su solidaridad con las víctimas de la injusticia y denunciaron sin reserva a los opresores. Según sus enseñanzas, la fidelidad al Señor debía manifestarse no sólo en la observancia de ciertas prácticas cultuales y religiosas, sino también, y sobre todo, en el ámbito de las relaciones sociales. Sin la práctica de la justicia, el culto puramente exterior era abominable para el Señor (Is 1.10–20; Am 5.21–24).
La caída de Jerusalén. Los profetas anunciaron repetidamente que Jerusalén sería destruida y que sus habitantes caerían bajo la espada de sus enemigos, o serían llevados al exilio, si no se volvían al Señor de corazón. Pero ni el pueblo ni sus gobernantes hicieron caso a la palabra del Señor, y aquellos anuncios se cumplieron. El ejército de Nabucodonosor, rey de Babilonia, sitió la ciudad santa, y esta no pudo resistir al asedio. Los invasores entraron en Jerusalén, la saquearon, incendiaron el templo, se llevaron sus tesoros y vasos sagrados, y deportaron al sector más representativo de la población (2 R 25.1–21). El Salmo 74.4–9 describe con hondo dramatismo aquella catástrofe:
«Tus enemigos cantan victoria en tu santuario;
¡han puesto sus banderas extranjeras
sobre el portal de la entrada!
Cual si fueran leñadores
en medio de un bosque espeso,
a golpe de hacha y martillo,
destrozaron los ornamentos de madera.
Prendieron fuego a tu santuario;
¡deshonraron tu propio templo
derrumbándolo hasta el suelo!
Decidieron destruirnos del todo;
¡quemaron todos los lugares del país
donde nos reuníamos para adorarte!
Ya no vemos nuestros símbolos sagrados;
ya no hay ningún profeta,
y ni siquiera sabemos lo que esto durará».
El exilio. Comparado con la historia de Israel en su conjunto, el período del exilio fue relativamente breve: unos sesenta años desde la primera deportación (2 R 25.18–21) hasta el edicto de Ciro (2 Cr 36.22–23). Sin embargo, fue uno de los más ricos y fecundos en la historia de la salvación. Los israelitas meditaron sobre la catástrofe que les había acontecido, y esperaron con impaciencia que el Señor volviera a intervenir una vez más en favor de su pueblo (cf. Sal 137).
Una vez que se cumplió el término fijado por Dios (cf. Jer 29.10), los exiliados escucharon la voz de los profetas que les anunciaban el fin del cautiverio y una pronta liberación (cf. Is 40–55).
Cuando cayó Jerusalén, el rey Nabucodonosor estaba en el apogeo de su gloria. Pero a su país debía llegarle «el momento de estar también sometido a grandes naciones y reyes poderosos» (Jer 27.7). Los primeros indicios de la declinación de Babilonia se sintieron hacia el 546 a.C., cuando apareció en el escenario del Próximo Oriente Antiguo un nuevo protagonista: Ciro, el rey de los persas. Entonces los exiliados pudieron esperar su liberación y el fin de la catástrofe (cf. Is 40–55). Esta se realizó en el año 539 a.C., con la caída de Babilonia.
La vuelta del exilio. El edicto de Ciro—del que la Biblia conserva dos versiones (Esd 1.2–4; 6.3–5)—autorizó a los deportados el regreso a Palestina. Este retorno fue paulatino. La primera caravana de repatriados llegó a Judá al mando de Sesbasar (Esd 1.5–11), que era una especie de alto comisario del imperio persa. Pero Sesbasar desapareció pronto de la escena y en lugar de él apareció Zorobabel. La reedificación del templo, que había empezado Zorobabel con mucho entusiasmo, se vio obstaculizada por las hostilidades de los samaritanos; pero estimulado por los profetas Hageo y Zacarías, Zorobabel puso de nuevo manos a la obra y en el año 515 a.C. el templo quedó terminado.
A partir del edicto de Ciro fueron llegando a Jerusalén sucesivas caravanas de repatriados. Muchos otros judíos, en cambio, prefirieron quedarse en la diáspora, donde habían prosperado económicamente, llegando a desempeñar, algunas veces, cargos de importancia como funcionarios del imperio persa (cf. Neh 2.1).
Con el paso del tiempo, la situación política, social y religiosa de Judea se fue deteriorando cada vez más. Entre los factores que contribuyeron a ese proceso hay que mencionar las dificultades económicas, las divisiones en el interior de la comunidad y, muy particularmente, la hostilidad de los samaritanos.
Nehemías, que a pesar de ser judío era un alto dignatario en la corte del rey Artajerjes I, se enteró de que la ciudad de Jerusalén aún se encontraba casi en ruinas y con sus puertas quemadas. Entonces solicitó y obtuvo ser nombrado gobernador de Judá para acudir en ayuda del pueblo. Su valentía y firmeza superaron todas las dificultades, y en muy poco tiempo se restauraron los muros de la ciudad. Luego se dedicó a repoblar la ciudad santa, que estaba casi desierta, y tomó severas medidas para defender a los más desvalidos y para reprimir algunos abusos (Neh 5.1–12), siendo él mismo el primero en dar el ejemplo (Neh 5.14–19). Un tiempo después volvió por segunda vez a Jerusalén y completó la reforma que había iniciado (Neh 10).
Esdras, sacerdote y escriba que también había estado en Babilonia, desempeñó un papel igualmente importante en esta acción reformadora.
La diáspora. Como ya lo hemos recordado, muchos deportados a Babilonia, siguiendo los consejos de Jeremías (29.4–7), se dedicaron al cultivo de la tierra y a otras actividades rentables, y así lograron constituir en el exilio colonias muy florecientes. Por eso, cuando Ciro autorizó el regreso, renunciaron a volver a Palestina.
Más tarde a estas colonias judías en territorio extranjero, se fueron sumando muchas otras, formadas por las olas sucesivas de judíos que emigraban de Palestina para probar fortuna en el exterior. De este modo, en el siglo I a.C., muchos emigrados judíos o los descendientes de ellos estaban diseminados por todas las regiones del mar Mediterráneo. Al conjunto de estas comunidades judías se le da el nombre de «diáspora», palabra de origen griego que significa «dispersión» (cf. Stg 1.1; 1 P 1.1).
Por la influencia de estas comunidades de la diáspora, numerosos paganos se convirtieron al monoteísmo judío. Algunos aceptaban solo algunos preceptos, y estos convertidos se llamaban «temerosos de Dios». Otros, más fervorosos, se sometían por completo a la ley mosaica y franqueaban la última etapa, sometiéndose a la circuncisión. Estos formaban el grupo de los «prosélitos». Según Hechos de los Apóstoles, los primeros misioneros cristianos encontraron por todas partes «prosélitos» y «temerosos de Dios» (cf. Hch 2.11; 10.2; 13.16,43).
El período intertestamentario. Entre el último de los libros del Antiguo Testamento y los escritos más antiguos del Nuevo, transcurre un período llamado «intertestamentario». Para comprender mejor esta etapa es necesario recordar que en ella Israel vivió más que nunca de una promesa. La promesa hecha a Abraham, renovada a Moisés bajo la forma de alianza, luego a David, y recordada constantemente por los profetas, era el aliciente que mantenía viva la esperanza del pueblo.
Esta esperanza persistió bajo distintas formas a través de las vicisitudes de su historia, renaciendo cada vez renovada y tendida siempre hacia el futuro. A partir de las pruebas del exilio y de la desaparición de la realeza, ella estuvo centrada, sobre todo, en la figura del Mesías, el nuevo David.
Los que esperaban al Mesías tendían a representarse su reinado bajo aspectos puramente terrestres, como la conquista y la dominación de los pueblos paganos que tantas veces habían oprimido a Israel.
En este sentido se reinterpretaban los antiguos anuncios proféticos, como este de Amós:
«‘El día viene en que levantaré la caída choza de David. Taparé sus brechas, levantaré sus ruinas y la reconstruiré tal como fue en los tiempos pasados, para que lo que quede de Edom y de toda nación que me ha pertenecido vuelva a ser posesión de Israel’. El Señor ha dado su palabra, y la cumplirá».
(Am 9.11–12 DHH3)
Esta perspectiva era la más corriente, aunque no exclusiva, en tiempos de Jesús.
Al lado de ella encontramos la llamada «corriente apocalíptica». El adjetivo «apocalíptico» viene de apokálypsis, palabra griega que significa «revelación». Todo apocalipsis, en efecto, es una revelación sobre el sentido profundo de la historia humana. Porque en la historia se realiza un misterioso designio de Dios, que solo puede darlo a conocer la revelación divina. Según este plan, al fin de los tiempos Dios va a triunfar sobre el mal y a enjugar las lágrimas de sus fieles (cf. Ap 21.4). Pero mientras llega el fin, el mal despliega todo su poder y persigue al pueblo de Dios, hasta el punto de infligir una muerte violenta a muchos creyentes. En este contexto, el apocalipsis quiere dar una palabra de consuelo, de aliento y de esperanza al pueblo de Dios perseguido.
La lectura de estos escritos es apasionante pero difícil. En parte, por las constantes alusiones históricas que se encuentran en ellos, y que requieren un buen conocimiento de las circunstancias en que se redactaron esos escritos. Y aún más, por el empleo del «género apocalíptico», es decir, de una forma literaria que se caracteriza, sobre todo, por el constante recurso al lenguaje simbólico.
El Nuevo Testamento. Después de haber hablado a nuestros padres por medio de los profetas, Dios envió a su Hijo Jesucristo—su Palabra eterna, que ilumina a todos los seres humanos—«para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna» (Jn 3.16).
Una vez bautizado por Juan (Mc 1.9–11), Jesús volvió a Galilea y comenzó a anunciar la buena noticia de Dios (Mc 1.14–15). Reunió a su alrededor un grupo de discípulos, «para que lo acompañaran y para mandarlos a anunciar el mensaje» (Mc 3.14). Los evangelios, sin embargo, nos muestran que los discípulos estuvieron muy lejos de entender, desde el comienzo, quién era en realidad aquel con quien convivían tan íntimamente (Mc 8.14–21). Pero Jesús les anunció que el Paracleto—el «Espíritu de la verdad»—les haría conocer toda la verdad (Jn 14.26; 15.26; 16.13). Este anuncio se cumplió el día de Pentecostés, cuando la comunidad reunida en oración recibió la luz y la fuerza del Espíritu Santo (Hch 2.1–4).
Estos primeros discípulos, que fueron desde el comienzo «testigos presenciales» de lo que Jesús hizo y enseñó, recibieron de él «el encargo de anunciar el mensaje» (Lc 1.2), y con el poder del Espíritu Santo (Hch 1.8) dieron testimonio de lo que habían visto y experimentado: «Porque lo hemos visto y lo hemos tocado con nuestras manos» (1 Jn 1.1).
Los que creyeron en la buena noticia, a su vez, formaron comunidades cuyos miembros «seguían firmes en lo que los apóstoles les enseñaban, y compartían lo que tenían, y oraban y se reunían para partir el pan» (Hch 2.42). Y en la vida de estas comunidades fueron surgiendo los escritos del Nuevo Testamento.
Aquí es importante tener en cuenta que el orden de los libros en el canon del Nuevo Testamento no corresponde al orden cronológico en que se redactaron los libros.
Entre los escritos más antiguos están las cartas paulinas. El apóstol, en efecto, anunciaba el evangelio de viva voz (cf. Hch 13.16; 14.1; 17.22). Pero a veces, estando lejos de alguna de las iglesias fundadas por él, se vio en la necesidad de comunicarse con ella, para instruirla más en la fe, para animarla a perseverar en el buen camino, o para corregir alguna desviación (cf., por ejemplo, Gl 1.6–9). Así nacieron sus cartas, escritas para hacer frente a los problemas de índole diversa que surgían, sobre todo, de la rapidez y amplitud con que se difundía la fe cristiana.
Aunque los materiales utilizados por los evangelistas han sido transmitidos por los que «desde el comienzo fueron testigos presenciales» (Lc 1.1), la redacción de los Evangelios, tal como han llegado hasta nosotros, es posterior a las cartas paulinas.
Cada uno de estos cuatro evangelios quiere responder a la pregunta que se hace todo el que se encuentra con Cristo. Esta pregunta ya se la había hecho Pablo en el camino de Damasco, cuando dijo: «¿Quién eres, Señor?» (Hch 9.5). Y también se la hicieron los apóstoles, dominados por el miedo, cuando vieron la tempestad calmada a una sola orden de Jesús: «¿Quién será este, que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mc 4.41).
Marcos pone de relieve la realidad humana de Jesús, pero destaca al mismo tiempo su misteriosa trascendencia. Llevándonos de pregunta en pregunta, de respuesta en respuesta, de revelación en revelación, nos conduce en forma progresiva de la humanidad de Cristo a su divinidad, haciéndonos descubrir en «el carpintero, hijo de María» (6.3), primero al Mesías Hijo de David (8.29) y luego al Hijo de Dios (15.39).
En un relato más extenso que el de Marcos, Mateo presenta a Jesús—hijo de Abraham e hijo de David (1.1)—como el Mesías que lleva a su cumplimiento todas las esperanzas de Israel y las sobrepasa a todas. Apoyándose constantemente en las profecías del Antiguo Testamento, muestra cómo Jesús las realiza plenamente, pero de una manera que el pueblo judío de su tiempo ni siquiera alcanzó a sospechar: «Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había dicho por medio del profeta» (1.22; cf. 2.17; 4.14; 8.17; 26.56).
Lucas destaca, sobre todo, la misión de Jesucristo como Salvador universal (cf. 2.29–32). Es el evangelio proclamado por el ángel de Belén: «Les traigo una buena noticia, que será motivo de gran alegría para todos: Hoy les ha nacido en el pueblo de David un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (2.10–11). En las parábolas de la misericordia divina, Lucas anota que la alegría de la salvación no sólo resuena en la tierra, sino que regocija también al cielo y a los ángeles (15.7,10); la vuelta del hijo pródigo a la casa de su padre se festeja con júbilo (15.22–24), y el gozo del perdón y de la salvación llega también a la casa de Zaqueo, que recibió a Jesús con alegría (19.6).
Se le ha llamado al Evangelio de Juan “evangelio espiritual”, debido a la profundidad con que ha sabido penetrar en el misterio de Cristo. Jesús es la Luz del mundo, el Pan de vida, el Camino, la Verdad y la Vida, la Resurrección y la Vid verdadera. Él es la Palabra eterna del Padre, que existía desde el principio y que se hizo «carne»—es decir, hombre en el pleno sentido de la palabra—y «acampó entre nosotros» (Jn 1.14, NBE). Él es la manifestación suprema del amor de Dios, que no vino a condenar sino a salvar. Pero también exige de sus seguidores una opción fundamental: «¿También ustedes quieren irse?» «Señor, ¿a quién podemos ir? Tus palabras son palabras de vida eterna» (6.67,68).
Además de las cartas paulinas, el Nuevo Testamento incluye otras cartas apostólicas, que llevan los nombres de Santiago, Pedro, Juan y Judas, el hermano de Santiago. En su mayor parte, estas cartas no se dirigen a personas o a comunidades particulares, sino a grupos más amplios (cf., por ejemplo, 1 P 1.1). En ellas se reflejan las dificultades que debieron afrontar los primeros cristianos en medio de la hostilidad de los paganos. Debemos agregar aquí la Epístola a los Hebreos, considerada más como un sermón de exhortación que invita a los cristianos a permanecer fieles en la fe de Jesucristo, en medio de una situación adversa.
Por último, el libro del Apocalipsis—palabra griega que significa Revelación—anuncia el triunfo final del Señor. Se designa el día de este triunfo final de Cristo como el de las «Bodas del Cordero»:
«Alegrémonos, llenémonos de gozo y démosle gloria,
porque ha llegado el momento
de las bodas del Cordero».
(Ap 19.7)
Por eso, el Apocalipsis proclama con júbilo:
«Felices los que han sido invitados
a la fiesta de bodas del Cordero».
(Ap 19.9)
Con esta bienaventuranza llega a su término el libro del Apocalipsis, cuyas palabras finales son un canto nupcial: «¡Ven!», dice la esposa del Cordero, y ella escucha una voz que le responde: «Sí, vengo pronto» (Ap 22.17, 20 DHH3).
Conclusión
El Dios que se revela en la Biblia ha intervenido en la historia humana para hacer de ella una historia santa. Los acontecimientos del Antiguo Testamento anunciaban, prefiguraban y realizaban parcialmente lo que en el Nuevo Testamento llegaría a su pleno cumplimiento. Si la Pascua de Cristo trae al mundo la plenitud de la salvación, la pascua de Moisés fue la aurora de nuestra salvación. La liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto preanunciaba asimismo la liberación de toda la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte. Este mismo movimiento de la historia continúa, se prolonga y se expande en la vida de la Iglesia, que escucha, vive y anuncia la Palabra hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1.8).
Libros recomendados
Para profundizar en la lectura
Dietrich, Susana de. Los designios de Dios. Trad. del francés por F. Rived. México: Publicaciones El Faro, S. A. y CUPSA, 1952.
Rhodes, Arnold B. Los actos portentosos de Dios. Trad. del inglés por Jorge Lara-Braud y Miriam D. de Lloreda. Richmond: C. L. C. Press, 1964.
Obras afines
Barclay, William. Introducción a la Biblia. Trad. del inglés por Juanleandro Garza. México: CUPSA, 1987.
Charpentier, Etienne. Para leer el Antiguo Testamento. Trad. del francés por Nicolás Darrical. Estella: Editorial Verbo Divino, 1984.
Charpentier, Etienne. Para leer la Biblia. Cuadernos Bíblicos 1. Trad. del francés por Nicolás Darrical. Estella: Editorial Verbo Divino, 1985.
Equipo «Cahiers Evangile». Primeros pasos por la Biblia. Cuadernos Bíblicos 35. Trad. del francés por Nicolás Darrical. Estella: Editorial Verbo Divino, 1984.
Pietrantonio, Ricardo. Itinerario Bíblico. 1 Antiguo Testamento. Buenos Aires: Ediciones La Aurora, 1985.
Sauer, Erich. La aurora de la redención del mundo. Trad. del inglés por Ernesto Trenchard. Madrid: Literatura Bíblica, 1967.
LA POESÍA BÍBLICA
Los textos poéticos de la Biblia
Desde el punto de vista literario, la Biblia presenta una notable variedad de lenguajes o géneros literarios. Hay textos narrativos, códigos legislativos, dichos sapienciales, parábolas, profecías, cartas y escritos apocalípticos. Muchos de esos textos están escritos en prosa, pero otros—bastante numerosos—son textos poéticos.
A veces se trata de un himno intercalado en una narración, como los cánticos de Moisés (Ex 15.1–21), Débora (Jue 5.1–31), Ana (1 S 2.1–10), David (2 S 1.17–27) y Jonás (Jon 2.2–10). Otras veces el lenguaje poético comprende todo un libro (como en el Cantar de los Cantares) o la mayor parte de él (como en el libro de Job). También los profetas fueron grandes poetas, y lo mismo hay que decir de los salmistas, que no encontraron medio más adecuado para dialogar con Dios que el lenguaje de la poesía.
En el Nuevo Testamento no hay tantos poemas como en el Antiguo, pero de ningún modo están ausentes. En él se encuentran himnos y cánticos, cuya configuración rítmica y formal se destaca sobre el trasfondo del discurso en prosa que les sirve de contexto. De ello dan testimonio el cántico de María (Lc 1.46–55), el de Zacarías (Lc 1.67–79), el del anciano Simeón (Lc 2.28–32) y los himnos cristológicos que aparecen aquí y allí en las cartas paulinas (Flp 2.6–11; Col 1.15–20; Ef 1.3–14). También hay palabras de Jesús que tienen un ritmo muy particular, como el reproche que les dirigió a quienes habían rechazado todas las invitaciones de Dios:
«Tocamos la flauta,
pero ustedes no bailaron;
cantamos canciones tristes,
pero ustedes no lloraron».
(Mt 11.17)
Por último, cabe mencionar los himnos y doxologías del Apocalipsis, que nos traen un eco de los cánticos litúrgicos de la iglesia primitiva (cf., por ejemplo, Ap 5.9–10; 11.17–18; 12.10–12; 15.3–4).
Dada la abundancia de textos poéticos que contiene la Biblia, es muy difícil comprender a fondo su mensaje sin una cierta sensibilidad para apreciar el lenguaje de la poesía. De ahí la conveniencia (o mejor dicho, la necesidad) de que los lectores de la Biblia tengan algún conocimiento de la poética hebrea. Esta necesidad es aún mayor cuando se trata de traducir las Escrituras, porque al traductor le compete la misión de traducir poéticamente los textos poéticos.
Biblia y poesía
Un poema es un conjunto estructurado de frases que son, a su vez, portadoras de significados. Dada la índole semántica del lenguaje, las palabras y las frases significan algo.1 Pero la significación queda notablemente reforzada cuando se emplea con acierto el lenguaje poético. Los poetas se permiten construcciones gramaticales muchas veces audaces; alteran el orden de las palabras, las unen de forma inesperada o sorprendente, y utilizan figuras literarias que resultarían extrañas o chocantes en el habla de todos los días. Así, mediante la asociación armónica del sonido, del ritmo y de la idea, la poesía logra expresar significados que otras formas de discurso no alcanzan a transmitir.
Hay que notar, sin embargo, que la poesía en la Biblia no es un fin sino un medio. Los poetas de la Biblia no cultivaron el arte por el arte. Es verdad que los profetas se expresaron poéticamente y que los salmistas oraban poéticamente. Pero el lenguaje poético cumple aquí una función instrumental. Lo esencial es el mensaje que el profeta anuncia y la plegaria que el salmista dirige al Señor.
Plan de la exposición
La siguiente exposición se divide en dos partes. A fin de familiarizarnos con el lenguaje poético en general, indicaremos en primer lugar algunas características de la poética tradicional española. Luego, en la segunda parte, expondremos los principales rasgos que definen la poética bíblica.
El discurso poético en la poesía española
Anoche cuando dormía
soñé ¡bendita ilusión!
que una colmena tenía
dentro de mi corazón;
y las doradas abejas
iban fabricando en él,
con las amarguras viejas,
blanca cera y dulce miel.
Al leer esta estrofa del gran poeta español Antonio Machado, percibimos de inmediato que su lenguaje no es el que solemos usar en la conversación corriente. Es verdad que las palabras son las mismas que empleamos todos los días para hablar con los demás. Pero esas palabras están dispuestas de modo inusitado: no se emplean con la finalidad puramente práctica de comunicar una idea, un sentimiento o un deseo, sino que el poeta ha hecho mucho más: ha compuesto un poema, es decir, ha dispuesto las palabras de tal manera que el mensaje poético resulta inseparable del lenguaje que lo expresa. El intento de expresar esto mismo de otra manera, y hasta un simple cambio en las palabras, harían que el mensaje poético perdiera en todo o en parte su poder de sugestión. O dicho más brevemente: El mensaje poético no puede comunicarse por un medio distinto del poema mismo.
Esta forma de discurso suele caracterizarse como discurso poético.
Lo ideal sería proponer una definición que nos revelara desde el comienzo la esencia de la poesía. Pero una de las paradojas del fenómeno poético es que no se deja encerrar en una fórmula definitiva, aceptable para todos. En realidad, cada generación modifica hasta cierto punto el concepto de poesía y le confiere un matiz particular. Hay en el hecho poético algo de misterio, y aunque no podemos definirlo con exactitud, lo sentimos y gozamos como una especie de milagro en algunos poemas.
De todos modos, lo cierto es que el discurso poético no está sujeto únicamente a las reglas generales de la gramática, sino que presenta, además, una serie de rasgos particulares. Lo importante es adquirir una cierta familiaridad con esa forma de lenguaje, y para ello es conveniente identificar los elementos formales más característicos de la poesía española.
1. Los márgenes: Al fijar los ojos en el texto escrito de un poema, lo primero que salta a la vista son los amplios márgenes que se extienden a derecha e izquierda. Esto permite distinguir a simple vista un texto poético de un discurso en prosa. Los escritos en prosa tienen márgenes estrechos; los espacios en blanco son más bien reducidos, y la escritura ocupa prácticamente toda la página. Los textos poéticos, en cambio, están distribuidos en versos.
2. Los versos: Son unidades métricas y rítmicas que se organizan en series. Cuando esas unidades son todas iguales (es decir, cuando tienen el mismo número de sílabas), la versificación se llama regular; cuando no son iguales, la versificación es irregular, fluctuante o libre.
Fónicamente, los versos se distinguen porque van entre dos pausas; gráficamente, porque cada uno ocupa una línea distinta.
Los versos dividen el discurso en intervalos simétricos, un poco como el músico lo hace con los compases. Además, en ellos se distribuyen determinados elementos fónicos (acentos, pausas, rimas, etc.), que suelen distribuirse en un orden determinado, formando las agrupaciones llamadas estrofas.2 Así, el efecto poético no depende exclusivamente de las ideas expresadas en el poema, sino también, y a veces en forma preponderante, de la capacidad de sugestión propia del lenguaje.
3. El metro: En la estrofa de Antonio Machado, todos los versos tienen la misma cantidad de sílabas; así, por ejemplo:
y las do-ra-das a-be-jas
8 sílabas
con las a-mar-gu-ras vie- jas
8 sílabas
Esto quiere decir que el poeta se ha impuesto una restricción particular. En lugar de expresarse como lo hacemos en la conversación ordinaria, ha escrito su poema en versos octosílabos, y si uno de los versos tuviera una sílaba de más o de menos, el hecho sería percibido de inmediato como un error o como una violación de la regla.
4. La rima: Esta es otra de las características que llaman la atención cuando se leen los versos de Machado que figuran al comienzo.
Rima es la igualdad o semejanza de sonidos en que acaban dos o más versos a partir de la última vocal acentuada, de manera que corazón rima con ilusión y abejas con viejas. En estos casos, se trata de rimas consonantes, porque todos los sonidos son iguales a partir del último acento. Si la coincidencia de los sonidos es parcial, porque solamente las vocales son iguales, se habla de rimas asonantes (por ejemplo, claramañana).
La rima cumple a veces una función eufónica,3 pero no es necesariamente un mero ornamento sonoro. Hay casos, por el contrario, en que la reiteración del mismo sonido adquiere una notable fuerza emotiva, como puede apreciarse en la primera lira4 del “Cántico” de San Juan de la Cruz:
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
La palabra gemido, al final del segundo verso, presenta el timbre -ido cargado de un sentimiento de dolor. Luego, a corta distancia, la palabra herido rima con ella, y la semejanza sonora hace que también esta palabra quede impregnada de una tonalidad emotiva. Esa carga se refuerza al final de la estrofa, en la frase y eras ido, que resuena con un tono de lamento.
Aunque es uno de los rasgos más constantes en la poesía castellana tradicional, la rima no pertenece esencialmente al lenguaje poético. Era desconocida en la poesía antigua (hebrea, griega y latina), y los poetas contemporáneos prescinden con frecuencia de ella, empleando, en cambio, el llamado verso libre o suelto. De ahí la necesidad de establecer una distinción entre la poesía propiamente dicha y la mera utilización de ciertos artificios formales como el verso y la rima. Más que en el virtuosismo verbal, la verdadera poesía radica en la elección de un tema apropiado y en el pleno aprovechamiento del poder sugestivo y evocador de las palabras.
5. El ritmo: es otra de las cualidades del lenguaje poético. Hay muchos poemas correctos en cuanto al metro y la rima, pero que resultan insípidos y deslucidos por carecer del ritmo adecuado.
El ritmo, para ser perceptible, necesita un sustrato sensorial que transcurra en el tiempo. Un sonido uniforme, sostenido durante mucho tiempo, nunca es rítmico. Sí lo es, en cambio, la gota de agua que cae a intervalos regulares. Pero si esos intervalos son muy espaciados, si falta la periodicidad, el ritmo desaparece.
Para comprender la naturaleza del ritmo poético, es necesario tener en cuenta lo que se ha dado en llamar la «forma lineal» del mensaje lingüístico. Esta forma deriva, en último análisis, del carácter vocal del lenguaje. Como no se pueden emitir dos sonidos distintos al mismo tiempo (por ejemplo, /t/ y /d/), los enunciados verbales se desarrollan según el curso irreversible del tiempo, y el oído los percibe como una sucesión. Así, el signo sal tiene los mismos fonemas que el signo las, pero el orden en que están dispuestos los fonemas hace que tengan valores semánticos distintos.
El lenguaje puede producir un efecto rítmico porque está compuesto de sílabas marcadas y no marcadas. En algunas lenguas (como en el griego y el latín clásicos), lo que contaba era la duración de las sílabas, es decir, la distinción de sílabas breves y largas. En la poética castellana, en cambio, la organización rítmica del verso se basa en la diferenciación de sílabas acentuadas y no acentuadas. Marcadas son las sílabas sobre las que recae el acento; no marcadas, las que carecen de él. El ritmo acentual resulta de la contraposición entre las sílabas tónicas y las sílabas átonas.5
Es notoria la capacidad del ritmo verbal para producir efectos poéticos. Tal capacidad se pone de manifiesto, de un modo especial, en esos poemitas hechos con palabras y grupos de sonidos casi desprovistos de sentido, pero que poseen una sonoridad particular. Las coplas populares y las canciones infantiles ofrecen buenos ejemplos, que los poetas imitan a veces. Véanse, a modo de ilustración, los siguientes versos de García Lorca:
Nana, niño, nana
del caballo grande
que no quiso el agua.
En estos versos, el efecto poético no depende del significado de las palabras y de las frases, sino de la musicalidad y el ritmo de los sonidos. Estas posibilidades «musicales» del verso están ligadas a la «prosodia» de la lengua, es decir, a los rasgos fónicos y a la sonoridad propia de cada idioma. Pero los rasgos prosódicos son difícilmente transferibles de una lengua a otra, porque cada idioma tiene su propia musicalidad. De ahí que el intento de traducir textos poéticos choque muchas veces con dificultades casi insuperables. El contenido de un poema puede pasar de una lengua a otra; en cambio, es casi imposible trasvasar con la misma eficacia todos los rasgos formales constitutivos del lenguaje poético.6
6. Poesía y versificación: Como ya lo hemos sugerido repetidamente, la mera utilización del verso no basta para hacer «poesía» en el verdadero sentido de esta palabra. La poesía supone, además del verso y de otros artificios formales, cualidades como la armonía y musicalidad del lenguaje, el vuelo imaginativo y una emotividad más o menos intensa. En un auténtico poema hay además otros elementos que contribuyen a producir el efecto poético; son las metáforas, las imágenes y el acierto en la elección y disposición de las palabras, sin olvidar el contenido del poema. Solamente la armónica combinación de todos estos elementos puede dar como resultado una genuina realización estética.
Las indicaciones anteriores pueden ayudarnos a comprender mejor el lenguaje poético. Es importante notar, sin embargo, que las reglas de la composición poética, y aun el concepto mismo de poesía, varían en las distintas culturas. Al abordar el estudio de la poética hebrea es muy importante tener en cuenta este principio.
La poética hebrea
Con estos presupuestos, podemos preguntarnos ahora cuáles son los elementos característicos de la poética hebrea.
1. La rima: No es un rasgo distintivo de la poesía bíblica. Sin embargo, a veces se encuentran pasajes como el de Is 1.21:
˒eká hayetá lezoná quiriá ne˒emaná.7
La terminación de todas estas palabras en -a acentuada se debe, en parte, a que la palabra quiriá («ciudad») es femenina y, por eso, para la forma verbal hayetá y para el participio adjetival ne˒emaná rigen las reglas de la concordancia. Pero las otras dos palabras (˒eká y lezoná) tienen la misma terminación, y esta coincidencia no parece casual. Tal vez habría que pensar que el profeta ha acumulado intencionalmente las rimas con una finalidad estilística. Sin embargo, tal acumulación no es un rasgo característico de todos los poemas hebreos, sino de este poema en particular. De ahí la necesidad de examinar en cada pasaje poético la existencia o la ausencia de rimas.
2. El ritmo: Aunque no conocemos en todos sus detalles la pronunciación del hebreo antiguo, puede establecerse con suficiente certeza que la poética hebrea era acentual, es decir, este lenguaje poético atribuye gran importancia al ritmo que resulta de la acentuación de las sílabas. Como factor constitutivo se fija el acento tónico, que se distribuye entre las pausas y los cortes. El texto hebreo del Salmo 2.1 da una idea de cómo se reparten los acentos para producir un efecto rítmico:
Lámma ragshú goyı́m
u le˒ummı́m yeghú rı́q8
Cada hemistiquio consta de tres acentos, y esta misma acentuación se mantiene a lo largo de casi todo el salmo.
En épocas recientes se han hecho importantes estudios acerca de la función del ritmo en la poética hebrea. Como estas investigaciones requieren un profundo conocimiento del hebreo bíblico, remitimos para su profundización a las obras especializadas que se mencionan en la bibliografía.
3. El paralelismo de los miembros (parallelismus membrorum): Según la mayor parte de los que se han ocupado de la poética hebrea, este es su rasgo distintivo más notable. En virtud de esta forma de paralelismo, la expresión poética más elemental está constituida por dos frases paralelas (aunque a veces también pueden ser tres), que se corresponden mutuamente por su forma y su contenido y se equilibran como los platillos de una balanza. De este modo, la idea no se expresa toda de una vez, sino, por así decirlo, en dos tiempos sucesivos. Por ejemplo:
«El malvado cree que Dios se olvida,
que se tapa la cara y que nunca ve nada».
(Sal 10.11)
«El buey reconoce a su dueño
y el asno el establo de su amo».
(Is 1.3)
«Tu palabra es una lámpara a mis pies
y una luz en mi camino».
(Sal 119.105)
A partir de estos ejemplos, resulta más fácil examinar con mayor detenimiento el paralelismo de los miembros.
Al conjunto formado por las dos mitades paralelas se lo suele llamar estico (del griego stijos, que significa “línea”) y también, más precisamente, monostiquio. Cada mitad es un hemistiquio, de manera que la unidad poética elemental puede ser representada con el gráfico siguiente:
En general, se suelen distinguir tres formas de paralelismo: el sinónimo, el antitético y el sintético.
(a) El paralelismo sinónimo consiste en expresar dos veces la misma idea con palabras distintas, como en el Salmo 15.1:
«Señor, ¿quién puede residir en tu santuario?,
¿quién puede habitar en tu santo monte?»
O bien:
«¡Alaben al Señor desde el cielo!
¡Alaben al Señor desde lo alto!»
(Sal 148.1)
«¡Alábenlo con toques de trompeta!
¡Alábenlo con arpa y salterio!»
(Sal 150.3)
(b) El paralelismo antitético se establece por la oposición o el contraste de dos ideas o de dos imágenes poéticas; por ejemplo, el Salmo 37.22:
«Los que el Señor bendice heredarán la tierra,
pero los que él maldice serán destruidos».
En esta forma de paralelismo, los contrastes son a veces bien marcados (como en el ejemplo precedente); otras veces, el segundo hemistiquio no expresa exactamente la idea contraria, sino que invierte con cierta libertad la idea propuesta. En tales casos, la antítesis expresa una posibilidad de oposición entre muchas otras, dando así lugar a innumerables posibilidades de variación, como en Proverbios 14.15:
«El imprudente cree todo lo que le dicen;
el prudente se fija por dónde anda».
Véanse también los ejemplos siguientes (Pr 10.2–7):
«Las riquezas mal habidas no son de provecho,
pero la honradez libra de la muerte.
El Señor no deja con hambre al que es bueno,
pero impide al malvado calmar su apetito.
Poco trabajo, pobreza;
mucho trabajo, riqueza.
Cosechar en el verano es de sabios;
dormirse en la cosecha es de descarados.
Sobre el hombre bueno llueven bendiciones,
pero al malvado lo ahoga la violencia.
Al hombre bueno se le recuerda con bendiciones;
al malvado, muy pronto se le olvida».9
Una forma particular de paralelismo antitético es el de los proverbios formulados comparativamente. El procedimiento consiste en comparar dos cosas y en declarar que una es superior a otra, lo cual es una forma de contraponerlas:
«Más vale comer verduras con amor,
que carne de res con odio».
(Pr 15.17)
«Vale más lo poco ganado honradamente,
que lo mucho ganado en forma injusta».
(Pr 16.8)
«Más vale comer pan duro y vivir en paz
que tener muchas fiestas y vivir peleando».
(Pr 17.1)
«Más vale ser pobre y honrado,
que necio y calumniador».
(Pr 19.1)
«Más vale vivir en el borde de la azotea,
que en una amplia mansión con una mujer pendenciera».
(Pr 21.9)
(c) El llamado paralelismo sintético abarca una extensa gama de relaciones entre el primer hemistiquio y el segundo. El segundo miembro no repite, aunque sea modulándolo, lo expresado en el primero, ni tampoco dice lo contrario. Lo característico es que continúa la idea enunciada, las más de las veces con una gradación que da lugar a una idea nueva. Así el segundo miembro completa, explica o termina de expresar el pensamiento enunciado en el primero, avanzando en la misma dirección. Obviamente, esta prolongación puede hacerse en varias direcciones posibles. Por ejemplo:
«Oh Dios, tú eres santo en tus acciones;
¿qué dios hay tan grande como tú?»
(Sal 77.13)
«El Señor es mi pastor;
nada me falta».
(Sal 23.1)
«Tenían hambre y sed,
¡estaban a punto de morir!»
(Sal 107.5)
Como ya hemos indicado, los hemistiquios pueden relacionarse de muy distintas maneras. Mandato y motivación, acción y consecuencia, enunciado y explicación, son algunas de las formas posibles. Véanse, a modo de ejemplo, los pasajes siguientes:
• Mandato y motivación:
«Aclamen al Señor, hombres buenos;
en labios de los buenos, la alabanza es hermosa».
(Sal 33.1)
• Acción y consecuencia:
«Pero en su angustia clamaron al Señor,
y él los libró de la aflicción».
(Sal 107.6, 13, 19, 28)
• Enunciado y explicación:
«A Dios clamo con fuerte voz
para que él me escuche».
(Sal 77.1)
La complementación de ambos hemistiquios, típica del paralelismo sintético, se pone de manifiesto una vez más en las sentencias pertenecientes a la serie como…, que establece comparaciones de la especie más variada:
«Como el vinagre a los dientes y el humo a los ojos,
es el perezoso para aquel que lo envía».
(Pr 10.26)10
«Nubes y viento y nada de lluvia,
es quien presume de dar y nunca da nada».
(Pr 25.14)
«Como ciudad sin muralla y expuesta al peligro,
así es quien no sabe dominar sus impulsos».
(Pr 25.28)
«Como el perro vuelve a su vómito,
vuelve el necio a su insensatez».
(Pr 26.11, BJR)
«Baño de plata sobre olla de barro
son las palabras suaves que llevan mala intención».
(Pr 26.23)
Dentro de este contexto hay que mencionar también la progresión del tipo ¡cuánto más…!: Si algo es válido para una cosa pequeña, mucho más lo será para una cosa mayor, y viceversa.
«Si a la vista del Señor están la muerte y el sepulcro,
¡con mayor razón los pensamientos de los hombres!»
(Pr 15.11)
A veces, el paralelismo sintético presenta una forma particular, que consiste en desarrollar la idea repitiendo algunas palabras del verso anterior. Entonces se suele hablar de paralelismo progresivo, como en el caso del Salmo 145.18:
«El Señor está cerca de los que le invocan,
de los que le invocan con sinceridad».
Otro bello ejemplo de paralelismo progresivo se encuentra en el Salmo 93.3–4 (NBE):
«Levantan los ríos, Señor,
levantan los ríos su voz,
levantan los ríos su fragor;
más que la voz de aguas caudalosas,
más potente que el oleaje del mar,
más potente en el cielo es el Señor».
Libros recomendados
Füglister, Notker. La oración sálmica. Estella: Editorial «Verbo Divino», 1970.
Schökel, Luis Alonso. Hermenéutica de la Palabra-II: Interpretación literaria de textos bíblicos. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1987. La primera parte del libro, «Poética hebrea. Historia y procedimientos» pp. 17–228, es un excelente manual para estudiar la poesía del Antiguo Testamento en el idioma original.
 
DHH Dios Habla Hoy (Versión popular española)
RVR Reina-Valera Revisión de 1960
1 Este manual es un buen punto de partida. Le invitamos a estudiarlo con detenimiento.
1 Las citas bíblicas son de la versión Dios Habla Hoy, segunda edición, de las Sociedades Bíblicas Unidas. Cuando se cita otra versión, se colocan sus iniciales inmediatamente después de la cita.
cf. compárese
2 Oblativo es el adjetivo de oblación. Esta palabra significa «el acto de ofrecer algo a Dios; ofrenda y sacrificio que se hace a Dios».
a.C. antes de Cristo
NBE Nueva Biblia Española
1 La semántica (del griego semainein, “significar”) es la rama de la lingüística que se ocupa del significado de las palabras. El adjetivo semántico se aplica al lenguaje en cuanto que es portador de significados. El valor semántico de una palabra es su significado; un cambio semántico es un cambio de sentido. Por extensión, el término se aplica a cualquier clase de signos, y entonces se habla del valor semántico del gesto o señal que se utiliza para transmitir un mensaje y ponerse en comunicación con otras personas.
2
Con cierta frecuencia, los versos se combinan en grupos que se repiten de manera uniforme a lo largo de todo el poema. Estas combinaciones métricas se llaman estrofas. Teniendo en cuenta la variedad de las combinaciones posibles, los tipos de estrofa son potencialmente indefinidos. Como ejemplo de esta estructura poética pueden mencionarse las “coplas de pie cortado”, que se emplean poco en la actualidad pero que se usaron mucho en la literatura española de los siglos XV y XVI. Su forma más frecuente era la de seis versos (un par de octosílabos y un tetrasílabo), con rimas situadas en puntos fijos: el primero con el cuarto, el segundo con el quinto y el tercero con el sexto. Las más famosas son, sin duda, las Coplas de Jorge Manrique por la muerte de su padre, escritas hacia el 1474. A ellas pertenecen las estrofas siguientes:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte,
tan callando…
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir.
3 La eufonía es el efecto acústico agradable producido por la acertada combinación de los sonidos en una palabra o en una frase. A ella se opone la cacofonía, que es la repetición o el encuentro de varios sonidos con un efecto acústico desagradable (v. gr., Dales las lilas a las niñas).
4 La lira es una estrofa formada por versos endecasílabos (de once sílabas) que se combinan con heptasílabos (de siete sílabas). El número de versos puede variar de cuatro a siete, pero la forma más común es la de cinco versos, con rimas situadas en puntos fijos: aBabC. Garcilaso de la Vega la usó por primera vez en su célebre Canción a la Flor de Gnido, y más tarde otros poetas, de un modo especial Fray Luis de León y San Juan de la Cruz, la volvieron a utilizar con singular maestría. El nombre proviene del primer verso de la canción de Garcilaso: Si de mi baja lira…
5 Como se verá más adelante, el ritmo acentual caracteriza también a la poética hebrea.
6 Acerca de los problemas que plantea la traducción de los textos poéticos, véase Traducción de la Biblia 2/2 (1992) 1–11.
7 ¡Cómo se ha prostituido la ciudad fiel!
8 ¿Por qué se alborotan los pueblos y las naciones hacen planes sin sentido?
9 Casi el 90% de los proverbios reunidos en Pr 10–15 son de estilo antitético.
10 Traducción mía.



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