sábado, 7 de julio de 2012

Quieres crecer espiritualmente: Primero Cristo tiene que liberarte

biblias y miles de comentarios
 
Libertad a través de las etapas de desarrollo
Molly nos ha contado su vida, espero que haya tenido un gran impacto en usted. Los siguientes capítulos relatan las historias de otras personas valientes que han permitido que las publiquemos.
Sin embargo, este será distinto. Antes de proceder, me parece importante que veamos cuál es el plan de Dios para los procesos de desarrollo y santificación; explicados basándonos en las Escrituras e ilustrados con la vida de Anne, otra persona restaurada. Le ayudará a comprender mejor el peregrinaje espiritual de las personas a quienes conocerá en este libro, y a contribuir a sanar las heridas de aquellos que atraviesen su camino.
Muertos al nacer
San Pablo escribe: «En cuanto a vosotros, estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, conforme a la corriente de este mundo y al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora actúa en los hijos de desobediencia» (Efesios 2:1, 2). Desde Adán todos nacimos físicamente vivos, pero muertos espiritualmente, o sea, separados de Dios. Durante nuestros primeros años de formación aprendemos cómo vivir independientes de Dios. No teníamos ni la presencia de Él en nuestras vidas ni el conocimiento de sus caminos.
Esta independencia de Dios, aprendida por nosotros, es característica de la carnalidad o de la antigua naturaleza. Una de las maneras en que funciona la carne es desarrollar mecanismos de defensa por medio de los cuales aprendemos a lidiar con la vida, a tener éxito, a sobrevivir o a vencer sin tomar en cuenta a Dios.
Vivos para la eternidad
Cuando nos entregamos a Cristo recibimos vida espiritual, lo que significa que ahora estamos unidos con Dios. Esta vida eterna no es algo que recibimos al morir; la poseemos desde ahora mismo por estar en Cristo: «Y éste es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene vida» (1 Juan 5:11, 12).
Programados de nuevo
Desde el momento de nuestra conversión tenemos a nuestro alcance todos los recursos de Dios. Desafortunadamente, nadie aprieta la tecla indicada para «borrar» lo programado anteriormente en nuestra mente. Hasta que no empiece el proceso de transformación de Dios en nuestras vidas, viviremos en un estado de conformidad a este mundo y reglamentados por él. Por eso Pablo escribe: «No os conforméis a este mundo; más bien, transformaos por la renovación de vuestro entendimiento, de modo que comprobéis cuál sea la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta» (Romanos 12:2). Por lo tanto:
     la tarea principal de la educación cristiana es discipular a las personas que anteriormente estaban programadas para vivir independientes de Dios, a fin de que vivan en una relación de dependencia con Él.
     la tarea principal del discipulado o la consejería es librar a la gente de su propio pasado y erradicar los viejos mecanismos de defensa, sustituyéndolos por Cristo como su única defensa.
Ser transformados
La verdad y la obediencia son la clave en un estilo de vida que dependa de Cristo. Pero la verdad sólo se puede creer si se entiende, y los mandamientos se pueden obedecer solamente cuando se conocen. Debemos responder con nuestra fe y nuestra obediencia en la medida en que el Espíritu Santo nos conduce a toda verdad: «El que dice, “Yo le conozco”, y no guarda sus mandamientos es mentiroso, y la verdad no está en él» (1 Juan 2:4). La desobediencia le da campo abierto a Satanás para realizar su obra en nosotros. Según Efesios 2:2, ese espíritu «ahora actúa en los hijos de desobediencia».
«La santificación» es el proceso por medio del cual nuestro ser se conforma a la imagen y al carácter de Cristo. Dios actúa en este proceso paciente y cuidadosamente, nos hace avanzar, porque renovar nuestra mente y desarrollar el carácter requiere tiempo. Pero hay otro dios que también está activo, y sería un descuido desastroso pensar que este proceso se realizara independiente del «príncipe del reino del aire» (el dios de este mundo, Satanás).
Dispersión del pasado
En muchos casos, las experiencias traumáticas de la infancia siguen teniendo un impacto debilitador sobre la vida actual. Es muy común tener bloqueadas muchas de ellas en la memoria. Conscientes de esto, muchos sicólogos seculares intentan llegar a los recuerdos ocultos usando la hipnosis. Algunos tratan de inducir recuerdos mediante el uso de drogas en un programa de hospitalización. Si bien se les puede felicitar por su sinceridad, estoy totalmente en contra del uso de ambas opciones por dos razones: Primero, no quiero hacer nada que desvíe la mente de una persona; y segundo, no quiero adelantarme al tiempo de Dios.
En las Escrituras no existe instrucción que inste a centrarse en uno mismo ni a dirigir sus pensamientos hacia dentro. Ellas siempre abogan por el uso activo de nuestras mentes y porque nuestros pensamientos se dirijan hacia afuera. Es a Dios a quien le pedimos que examine nuestros corazones (Salmos 139:23, 24). Toda práctica oculta intenta inducir un estado pasivo de la mente, y las religiones orientales nos exhortan a desviarla. Las Escrituras nos exigen que pensemos y asumamos la responsabilidad de llevar todo pensamiento cautivo a la obediencia de Jesucristo (2 Corintios 10:5).
Si hay dolor dentro de nosotros y recuerdos ocultos de nuestro pasado, Dios espera hasta que lleguemos a la madurez adecuada antes de revelárnoslos. Pablo dice:
Para mí es poca cosa el ser juzgado por vosotros o por cualquier tribunal humano; pues ni siquiera yo me juzgo a mí mismo. No tengo conocimiento de nada en contra mía, pero no por eso he sido justificado; pues el que me juzga es el Señor. Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, quien a la vez sacará a la luz las cosas ocultas de las tinieblas y hará evidentes las intenciones de los corazones. Entonces tendrá cada uno la alabanza de parte de Dios (1 Corintios 4:3–5).
La búsqueda de Dios
¿Qué debemos hacer cuando sabemos que algo de nuestro pasado todavía nos está afectando? Creo que debemos continuar en busca del conocimiento de Dios, aprender a creer y a obedecer todo lo que es verdadero y comprometernos con el proceso santificador de desarrollar nuestro carácter. Cuando hemos alcanzado suficiente seguridad y madurez en Cristo, Él nos revela un poquito más sobre quiénes somos realmente. En la medida en que Cristo se convierta en la única defensa que necesitemos, nos apartará gradualmente de nuestras formas antiguas de defendernos.
Despojarnos de los antiguos mecanismos de defensa y revelar las deficiencias en nuestro carácter es como quitar las capas a una cebolla. Cuando se nos quita una capa nos sentimos muy bien. No tenemos nada en contra de nosotros mismos y nos sentimos libres de lo que piensen los demás de nosotros, pero todavía no hemos alcanzado la perfección. En el momento justo, Él nos revela algo más para que podamos disfrutar su santidad.
Nuestro próximo relato tiene que ver con este proceso progresivo de santificación. Anne redactó la siguiente carta y me la entregó en medio de una conferencia. Escuchó quién era ella como hija de Dios, aprendió a caminar en fe y vio la naturaleza de la batalla en su mente. Se emocionó tanto que se adelantó y cumplió por sí sola los pasos hacia la libertad.
*     *     *
Estimado Neil:
¡Alabado sea Dios! Creo que esta es la respuesta que he buscado. ¡No estoy loca! No tengo una imaginación demasiado activa, como me han dicho y he creído, por años. Simplemente soy normal como todo el mundo.
¿Cómo podía admitir ante alguien de la iglesia lo que cruzaba por mi mente?
Durante toda mi experiencia cristiana he luchado contra pensamientos extraños que me apenaban tanto que nunca hablé a nadie de ellos. ¿Cómo le iba a contar a alguien de la iglesia lo que cruzaba por mi mente? Una vez, en un grupo de cristianos, traté de hablar con sinceridad de lo que me pasaba. La gente se asustó, hubo un silencio tenso, entonces alguien cambió el tema. Casi me muero. Rápidamente aprendí que estas cosas no se aceptan en la iglesia, o por lo menos en esa época no lo hacían.
No sabía lo que significaba llevar cautivo todo pensamiento.1 Una vez traté de hacerlo, pero sin mayor éxito, porque me culpaba a mí misma de todas estas cosas. Creía que todos esos pensamientos eran míos y que era yo quien los estaba produciendo. Siempre ha habido un terrible peso sobre mí debido a esto. Jamás pude aceptar el hecho de que fuera verdaderamente recta, porque no me sentía así.
Gracias a Dios que sólo era Satanás y no yo. ¡Yo valgo! El problema es más fácil de tratar cuando se sabe lo que es.
Me maltrataron cuando era niña. Mi madre me mentía mucho y Satanás utilizaba lo que decía, como: «Eres perezosa. Jamás vas a valer nada». Me alimentaba continuamente con demasiada basura, agobiándome con mis peores temores. Tenía pesadillas, temía que las mentiras fueran ciertas y en la mañana amanecía deprimida. Me ha costado mucho deshacerme de todo esto.
Como se me maltrató, aprendí a no pensar por mí misma. Hacía lo que se me ordenaba y jamás cuestionaba nada por temor a ser castigada. Esto me preparó para los juegos mentales de Satanás. Estaba condicionada, especialmente por mi madre, a que me dijeran mentiras sobre mi persona. Me daba miedo tomar el control de mi mente porque no sabía lo que podría suceder. Creía que perdería mi identidad porque no tendría quién me dijera lo que tenía que hacer.
Por fin soy yo, ¡una hija de Dios!
Actualmente he recuperado mi identidad por primera vez en la vida. Ya no soy producto de las mentiras de mi madre; ya no soy producto de la basura que me tira Satanás. Por fin soy yo, ¡una hija de Dios! En medio de tanta asquerosidad, Satanás me había aterrorizado. Vivía aterrada de mi misma, pero gloria a Dios, ya eso se acabó. Antes me mortificaba tratando de distinguir si un pensamiento venia de Satanás o de mí misma. Ahora me doy cuenta que ese no es el punto. Simplemente debo examinar el pensamiento a la luz de la Palabra de Dios y luego decidirme por la verdad.
Me siento un poco insegura escribiendo esta carta tan pronto. Quizás deba tomar una actitud de «veremos lo que pasa», pero es tal el gozo y la paz que siento en mi interior que debe ser auténtico. ¡Gloria a Dios por la verdad y por la oración contestada! ¡Ya soy libre!
Con el corazón lleno de gratitud,
Anne
*     *     *
Se desprendió una capa de la cebolla. Se le dio a conocer a Anne lo crucial de la primera parte, de las Epístolas, que habla de nuestra identidad en Cristo. Ya ella no es simplemente un producto de su pasado; es una nueva criatura en Cristo. Con ese fundamento, pudo enfrentar y repudiar las mentiras que había creído por muchos años. Se sintió rechazada cuando trató de expresar algunas de sus luchas en el pasado, posiblemente porque los demás miembros del grupo luchaban con lo mismo sin poderlo resolver.
Cuánto anhelo el día en que nuestras iglesias ayuden a la gente a establecer firmemente su identidad en Cristo, y ofrezcan un ambiente en que las personas como Anne puedan manifestar la verdadera naturaleza de su lucha. Satanás hace todo en la oscuridad. Cuando surgen asuntos como este, no debemos suspirar y cambiar de tema. Mantener todo a escondidas es comprar la falsa estrategia de Satanás. Andemos en la luz y tengamos comunión los unos con los otros para que la sangre de Jesucristo nos limpie de todo pecado (1 Juan 1:7). Dios es luz y no hay oscuridad en Él (1 Juan 1:5). Dejemos de lado toda falsedad y hablemos la verdad con amor, pues somos miembros uno del otro (Efesios 4:15, 25).
Ahora Anne sabe quién es y comprende la naturaleza de la batalla que se está librando en su mente. ¿Debe ser ahora totalmente libre? ¡No, no es cierto! Quedó libre de lo que analizó, pero Dios no había terminado con ella todavía. La cebolla no tiene una sola capa. A las dos semanas de terminada la conferencia, escribió la segunda carta.
*     *     *
Estimado Neil:
¡Cielos! ¿Dónde empiezo? Permitame decir que fui a su conferencia sólo por razones académicas. Jamás pude haber vislumbrado lo que el Señor tenía en mente para mí. De todos modos no lo hubiera creído. Pienso que debería empezar desde donde terminé con usted hace unos días.
Le escribí una carta explicando que fui liberada de los pensamientos obsesivos. Hace unos meses le había pedido al Señor que me ayudara a comprender este problema. Me emocioné muchísimo cuando escuché la información en la conferencia, al principio de la semana. Era exactamente lo que le había pedido al Señor. En mi casa oré siguiendo todas las oraciones de los «Pasos hacia la libertad». Fue una lucha, pero dejaron de molestarme las voces. Me sentí libre, por lo que pensé que ya todo se había acabado. ¡Qué engañada estaba!
Como resultado de ese esfuerzo falso llegué a ser muy amargada y sarcástica.
Usted habló conmigo una noche después de una de las sesiones y me dijo que tal vez necesitaba perdonar a mi madre. No me convenció mucho porque lo había intentado una vez y no me dio resultado. Ahora me doy cuenta de que algunos cristianos bien intencionados me empujaron, diciendo que no importaban mis sentimientos. Es más, dijeron que ni siquiera debería tener sentimientos de ira. Para ellos, el tipo de ira que yo sentía era muy pecaminoso. Así de malagana empecé a decir, que perdonaba a las personas que me habían dañado. Como resultado de ese esfuerzo falso llegué a ser amargada y sarcástica. Traté de no serlo, pero la verdad es que lo era. Dios me mostró después, que mi amargura venía como resultado de negar que estaba enojada cuando aparentaba perdonar.
Hace un año asistí a un grupo de apoyo para las víctimas del maltrato. La líder del grupo me dijo que yo estaba amargada por haber tratado de perdonar antes de estar lista para hacerlo. Me dijo que debía analizar todos mis sentimientos respecto a cada incidente. Después, sería capaz de perdonar.
Esa noche, cuando usted me habló, pensé que me estaba induciendo a la oración ritual de perdón que no significaba nada. De todos modos, estaba segura de que no podía regresar a ese sendero tan amargo. Decidí tomar la información que recibí al principio de la conferencia como algo que Dios quería que recibiera, y puse en el estante académico el resto de la información.
El asunto del perdón me golpeó de nuevo.
El jueves por la noche cuando usted tocó el tema del perdón, me sentí desgraciada. Durante la reunión, estaba incomodísima en mi asiento, me sentía aburrida y enojada. Estaba muy confundida y creía que estaba desperdiciando mi tiempo. Sabía que no podría salir del auditorio porque entonces todos pensarían que estaba poseída o algo parecido, por lo tanto terminé luchando por permanecer despierta, casi no aguantaba las ganas de salir.
Esa noche empecé a realizar una tarea para una clase que estaba recibiendo, pero no pude concentrarme porque el asunto del perdón me seguía retando constantemente. Estaba enojada, pero algo en mi interior me decía que tenía que haber más en lo que usted decía en la conferencia. Decidí que debía ser receptiva y a estar dispuesta a probar lo que fuera. Supuse que no me podría hacer más daño, aunque realmente dudaba de que me ayudara, ya que tenía años de estar tratando de perdonar a mis padres.
Así que hice una lista de las personas y las ofensas, como usted lo había sugerido esa noche. El Señor me mostró que yo reaccionaba con ira ante las ofensas de esas personas porque era mi manera de protegerme para no sufrir más abusos. No sabía cómo bíblicamente fijar límites a mi alrededor, para protegerme de la injuria. La iglesia me había enseñado que debía seguir dando la otra mejilla y dejar que la gente me siguiera cacheteando. Pero cuando usted habló de lo que realmente significa honrar a sus padres, supe que ese era mi boleto hacia la libertad.
Dios me mostró que estaba bien que me defendiera y que no necesitaba esa actitud de falta de perdón para protegerme. Me mostró que el grupo de apoyo para personas maltratadas tenía razón al decirme que me centrara en mis emociones; sin embargo, nunca hubo resolución porque jamás nos enseñaron a llegar hasta el punto en que nos decidiéramos por el perdón. Eso siempre quedaba más adelante en el camino, para cuando uno se sintiera mejor. Veo ahora que ambos grupos destacaban un solo aspecto del perdón, pero nunca ambos.
Una vez completado el perdón, me sentí extenuada. Lo interesante Neil, sin embargo, fue que inmediatamente un amor genuino hacia usted invadió mi corazón. Antes no lo había tenido. Me acosté a dormir sintiéndome muy bien.
Una hora más tarde me desperté sudando frío y con taquicardia. Acababa de tener otra de mis espantosas pesadillas. No las había tenido en varios meses, por lo que me sorprendió. Por primera vez en mi vida se me ocurrió que quizás no era por culpa del maltrato que había sufrido, como se me había enseñado en el pasado. Le pedí al Señor que me ayudara a averiguar la causa y me volví a dormir. A las dos y media de la madrugada me despertó mi compañera de cuarto con sus gritos. Salté de la cama y la desperté. Comparamos relatos y nos dimos cuenta de que ambas habíamos tenido pesadillas parecidas. Después de orar juntas y de renunciar a Satanás,2 regresamos a la cama y ambas dormimos bien el resto de la noche.
En esas horas de la madrugada, mientras dormitaba, Dios me mostró que había tenido pesadillas similares desde el tercer grado, había soñado que me topaba con el diablo y que me maldecía. No puedo creer que todo eso se me hubiera olvidado. Le pregunté al Señor qué había sucedido en tercer grado y me acordé que en esa época había empezado a ver el programa de televisión Bewitched [Hechizada]. Era mi programa favorito y lo veía fielmente.
Fue por ese programa que me interesé en los poderes espirituales. Junto con muchas de mis compañeras de escuela, leía libros sobre fantasmas, percepción extrasensorial, quiromancia y aun uno sobre encantos y maleficios. También estaba de moda jugar con las ocho bolas mágicas, con la ouija y con juegos de magia. Otro de mis programas favorito de televisión era La Isla de Gilligan, de donde obtuve la idea de usar mis muñecas como figuras de vudú para vengarme de mamá. Estuve contemplando la posibilidad de hacerle un maleficio. Cuando estaba en sexto grado ya me deprimía muchísimo. Empecé a leer libros y cuentos de Edgar Allen Poe, llegó a ser lo único que ansiaba. No puedo creer que hubiera olvidado todo esto.
En la secundaria me volvieron a atormentar las pesadillas y llegué a tener fuertes tendencias de suicidio. Por la gracia de Dios, invité a Jesucristo a mi corazón en esa época. Lo más grande que me mostró Dios fue que yo sabía desde muy niña que existía un poder malévolo que había deseado tener.
Cuando llegó el sábado, créalo, era todo oídos. Ya no eran puras palabras cabalísticas. Así que hice de nuevo todas las oraciones conforme usted nos dirigió a través de los «Pasos hacia la libertad», y renuncié a todas las mentiras que han circulado en mi familia por años. Reconocí mi propio pecado y la falta de perdón.
Esta es la mejor forma de describirle lo que me pasó esta semana: ¿Sabe qué ocurre cuando alguien ha estado por mucho tiempo en una secta y lo internan para desprogramarlo? Así pasó conmigo. Fue como si Dios me hubiera encerrado en un cuarto y me hubiera dicho: «Dame tu cerebro. No saldremos de aquí hasta que me lo entregues». Ha sido una semana intensa, y necesaria para que comprendiera las mentiras con que había vivido. No tuve la menor idea de lo que había hecho.
Pude sentir que la opresión salió de mi corazón.
Tan pronto regresé a casa volvieron en gran cantidad los pensamientos mentirosos: «No vales nada. Eres estúpida. Nadie te quiere». Le conté todo a mi esposo, así que cada vez que recibo un pensamiento mentiroso se lo cuento y ambos nos reímos y hablamos de lo que es realmente cierto. ¡Gloria a Dios! Antes sentía demasiada vergüenza para contarle nada.
Anoche me quiso volver a dar una de mis pesadillas. Sentí la opresión que me venía encima cuando ya estaba dormitando e inmediatamente dije: «Jesús». Neil, pude sentir que la opresión salió rápidamente de mi corazón, como si alguien la hubiera arrancado de allí. ¡Gloria a Dios!
Debido a la consejería que he recibido al cabo de los años, tengo algunos cuadernos llenos de historias sobre el dolor de mi pasado. Este dolor ha estado amontonado en mi gaveta y me ha mortificado cada vez que lo he visto. Ahora sé que mi identidad no tiene nada que ver con el pasado sino que está en Cristo. Así que quemé todos esos cuadernos.
Gracias por decirme la verdad, aunque no la comprendiera al principio. ¡Siento el mismo gozo que experimenté cuando recibí a Cristo! Al fin entiendo lo que significa ser una hija de Dios.
Gozosamente,
Anne
*     *     *
Quitar tres capas de la cebolla en una sola semana es fantástico. Anne reconoció su identidad en Cristo, pudo perdonar de corazón y aprendió a resistir a Satanás. Quizás tenga más ventajas que la mayoría, pues tuvo una educación cristiana y tiene un marido amoroso y comprensivo que la apoya en su hogar. Esto no significa que otros no puedan resolver los mismos problemas, pero puede que sea un poco más lento el proceso.
El perdón libera
Cabe destacar aquí varios asuntos. Cada persona en este libro ha tenido que enfrentarse con la obligación de perdonar. A los consejeros legítimos les afecta que los cristianos bien intencionados sugieran que alguien que expresa sentimientos como la ira y la amargura no debería «sentirse así». Desviar los sentimientos jamás permitirá que se resuelvan los problemas. Si uno desea la sanidad, tiene que establecer un contacto con sus raíces emocionales. Dios hará que salga a flote el dolor emocional para que se pueda tratar. Los que no quieran encarar la realidad, tratarán de empujarla hacia adentro, cosa que producirá únicamente mayor amargura.
El perdón es lo que nos libera de nuestro pasado. No lo hacemos por el bien de la otra persona, sino por el nuestro. Debemos perdonar así como Cristo nos ha perdonado. No existe libertad sin perdón. «Pero no sabes cuánto daño me hicieron», protesta la víctima. El caso es que todavía le están haciendo daño y, así que, ¿cómo va a parar el dolor? Debe perdonar de todo corazón, reconocer el dolor y el odio, y dejarlos ir. Cuando no se perdona de corazón, se le da oportunidad a Satanás (Mateo 18:34, 35; 2 Corintios 2:10, 11).
Otro error es ver el perdón como un proceso de larga duración. Muchos consejeros dicen: «Tiene que experimentar el sentimiento a profundidad, para entonces perdonar». Pero repasar el pasado y revivir todo el dolor sin perdonar, sólo lo refuerza. Mientras más hable de eso, más fuerte será el dominio que tendrá sobre la persona. Se supone que primero uno tiene que sanar para luego perdonar. ¡No es cierto! Primero hay que perdonar, entonces empieza el proceso de sanidad.
No hay manera de leer las Escrituras y llegar a la conclusión de que el perdón es un proceso a largo plazo. Puede que los sentimientos dolorosos lleven tiempo para sanar, pero el perdón es una decisión. Una crisis de la voluntad cuyo premio es la libertad.
Resistir el pecado
Igual que Anne, muchos ven en su ira un medio para protegerse de más maltrato. Los consejeros seculares creen que el perdón cristiano es una codependencia y argumentan: «No dejes que esa persona te controle más. ¡Enójate!» Pero yo digo: «No dejes que esa persona te siga controlando. ¡Perdónala!»
Luego resista el pecado. El perdón no es tolerar la manera en que otros pecan contra uno. Dios perdona, pero no tolera el pecado. Me duele que algunos pastores se enteren de maltratos y le digan a un hijo o a una esposa que simplemente vuelvan a casa y se sometan, diciendo: «Confíe en que Dios te va a proteger». Quisiera decirle a ese pastor: «Anda tú a esa casa en vez de esta persona, para ver si no te maltratan a ti también». Pero, ¿no dice la Biblia que las esposas y los hijos deben someterse? Cierto, pero también dice que Dios ha establecido el gobierno para proteger a los niños agredidos y a las mujeres golpeadas. Lea Romanos 13:1–7 y entregue a los abusadores a la ley, como se exige en muchos estados.
Si un hombre de su iglesia abusara de una mujer de la misma congregación, ¿lo toleraría usted? Si un hombre o una mujer en su iglesia maltratara al hijo de otro miembro, ¿lo toleraría? Entonces, ¿por qué entonces tolerar en su propio hogar lo que es claramente un pecado intolerable en otros, simplemente por ser la esposa o el hijo?
Dios ha dado a los padres la responsabilidad de amar, proteger y suplir las necesidades de su hogar. Jamás se les ha dado licencia para abusar, ni siquiera se debería tolerar esto. Entréguelos a la autoridad, para el bien de todos. No se ayuda al abusador permitiendo que continúe en su pecado.
Una noche, una madre de tres hijos me dijo llorando que sabía exactamente a quién tenía que perdonar: a su madre. Pero que si la perdonaba esa noche, ¿qué haría al día siguiente, domingo, cuando tenía que volver a su casa? «Simplemente me va a volver a maltratar verbalmente como siempre». “Póngale fin a eso”, le dije. «Tal vez puede decirle algo como: “Escucha mamá, has estado hablando pestes de mí toda la vida. Nada has ganado con eso, y realmente a mí tampoco me ha hecho ningún bien. Ya no puedo seguir con esto. Si tienes que tratarme así, me voy».
Ella dio una respuesta típica: Pero, ¿no dice la Biblia que debo honrar a mi madre?
Le expliqué que dejar que su madre la destruyera sistemáticamente tanto a ella como a su familia, en verdad no sería honrarla. De cualquier manera la deshonraría».
«Honrar a su padre y a su madre» por lo general se entiende como tener responsabilidad económica por ellos en su ancianidad. Ya no se aplica para esta mujer el que tuviera que obedecer a sus padres, porque ya ha dejado a padre y madre para estar bajo la autoridad de su marido.
Vivir con las consecuencias
La decisión principal que se toma al perdonar es pagar la pena por el pecado de otra persona. Todo perdón es eficaz. Si hemos de perdonar como nos perdonó Cristo, ¿cómo lo hizo Él? Tomó para sí los pecados del mundo: sufrió las consecuencias de nuestro pecado. Cuando perdonamos el pecado de otro, estamos dispuesto a vivir con sus consecuencias. Quizás diga: «¡Eso no es justo!» Bueno, pero va a tener que hacerlo de todos modos, sea que perdone o no. Todo el mundo vive con las consecuencias del pecado de otra persona. Todos vivimos con las consecuencias del pecado de Adán. En realidad, la única opción que tenemos es hacerlo dentro de la libertad producida por el perdón o dentro de la esclavitud que resulta de la amargura.
Usted podría preguntar: «¿Por qué debo dejar que queden libres?» El caso es que cuando usted los engancha queda enganchado con ellos por medio de su falta de perdón. Un hombre exclamó: «¡Con razón no resultó cuando me mudé a otro lugar!» Cuando usted deja que se vayan libres, ¿se liberan de rendirle cuentas a Dios? ¡Jamás! Dice el Señor: «Mía es la venganza; yo daré la retribución» (Hebreos 10:30). Dios tratará con justicia a todos en el juicio final.
Incluya a Dios en el proceso
Debemos incluir a Dios en el proceso. El tercero de los «Pasos hacia la libertad» trata el asunto de la amargura en contraste con el perdón y empieza con una oración pidiendo a Dios que «traiga a mi mente sólo a los que no he perdonado para que ahora lo pueda hacer». Muchos me han mirado con toda sinceridad, asegurándome que no creen que haya alguna persona a quien no hayan perdonado. Pero les he pedido que de todos modos me dijeran los nombres que les viniera a la memoria. No es nada raro que en pocos minutos tenga en mano una hoja llena de nombres, porque el Señor es fiel en contestar este tipo de oración. Luego pasamos la siguiente hora (o a veces, horas) trabajando a través del proceso del perdón.
Animo a estas personas a orar: «Señor, perdono a (nombre) por (lo que hizo)», y luego repasamos todo dolor y maltrato que recuerden. Dios les traerá muchos recuerdos dolorosos para que perdonen de todo corazón. Es probable que por años Él haya traído a la memoria esos recuerdos, pero la gente los ha ido suprimiendo. Una persona dijo: «No puedo perdonar a mi mamá. ¡La odio!»
«Ahora sí puedes», le dije. Dios jamás nos pide que mintamos acerca de lo que sentimos. Sólo nos pide que lo soltemos de nuestro corazón para que Él nos pueda librar de nuestro pasado.
Insto a la gente a quedarse con la imagen de la persona que están perdonando hasta que haya salido a flote todo recuerdo doloroso, antes de seguir adelante con la siguiente persona. He visto salir a la luz experiencias que jamás habían hablado ni recordado antes. Algunos quizás respondan: «Mi lista es tan larga que no va a tener tiempo». Siempre les contesto: «Sí tengo tiempo. Si es necesario me quedaré aquí toda la noche». Y es la pura verdad. Un hombre empezó a llorar y me dijo: «Usted es la única persona que me ha dicho tal cosa».
Este tipo de consejería no se puede dar en sesiones de cincuenta minutos. Me comprometo a permanecer con una persona a través de todos los siete pasos hacia la libertad para que pueda lidiar con cada área en la que Satanás haya intervenido. Una vez iniciado el proceso, se debe cumplir todo; no se deben separar en sesiones diferentes. Una resolución parcial le dará a Satanás una oportunidad y un incentivo de hostigar con mayor fuerza.
Las capas de la cebolla
No se sorprenda si la gente sale sintiéndose libre para luego luchar por varias semanas o meses. Quizás lleguen a la conclusión de que no resultó, pero si revisa los asuntos con los que ahora están lidiando, probablemente verá que estos representan otra capa de la misma cebolla. En muchos casos, como en los relatos en este libro, se mantiene la libertad cuando saben quiénes son como hijos de Dios y comprenden la naturaleza de la lucha en que estamos enfrascados. Mientras habitemos en el planeta Tierra tendremos que levantar nuestra cruz a diario y seguir a Jesucristo. Esto significa ponernos toda la armadura de Dios y resistir al mundo, a la carne y al diablo.
En el capítulo 10 trataré el trauma severo en la niñez, como es el caso del abuso ritual satánico. Para quienes lo han sufrido, los recuerdos permanecen mucho más profundamente enterrados. Normalmente no logran recordar hasta que tienen treinta o cuarenta años de edad. El «efecto de la cebolla» es más pronunciado y siempre empieza desde la tierna infancia hacia adelante. Creo que debemos ayudar a esta gente a establecer firmemente su identidad en Cristo y luego ayudarles a resolver los conflictos en su pasado, conforme Dios se los revele lentamente.
En todo momento sigo insistiendo en que la libertad es un prerrequisito para crecer. Esto se puede observar en el crecimiento rápido que ocurre en la vida de una persona cuando logra cierto grado de libertad. Sin embargo, como en el caso de Anne, estas personas enfrentarán muchos otros asuntos con que tendrán que lidiar. Por ejemplo, ella sintió una noche que le sobrevenía una opresión, pero había aprendido qué hacer para resistirla, y fue lo que hizo: expresar verbalmente el nombre de Jesús. Dependía del Señor para que la defendiera y se lo estaba anunciando al enemigo. Conforme otras tretas de Satanás, salen a la superficie, ella está aprendiendo a reconocerlas y exponerlas ante la luz de la verdad, verdad que la sigue liberando.
1 Anne da una buena descripción de lo que significa: «Llevando cautivo todo pensamiento», cuando más adelante en su carta dice: «Simplemente debo examinar el pensamiento a la luz de la Palabra de Dios y luego decidirme por la verdad».
2 Renunciar a Satanás es resistirlo verbalmente, como se nos enseña en Santiago 4:7: «Resistid al diablo, y huirá».


Las cadenas son rotas: Liberacion por Cristo Todopoderoso

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Libertad del ciclo de abusos
Me agrada empezar una conferencia preguntándole a la gente: «¿Me agradarían si en verdad lograra conocerlos en el poco tiempo que estaré aquí? Quiero decir: ¿Si los llegara a conocer verdaderamente?» Hice esa pregunta a mi clase en el seminario y antes de que pudiera continuar uno de mis alumnos respondió: «¡Me tendría lástima!» Lo dijo en broma, pero captó la perspectiva de muchos que experimentan una vida de desesperación disimulada. Perdidos en su soledad y autocompasión, se aferran a un hilo de esperanza que, de alguna manera, Dios irrumpirá entre la espesa neblina de la desesperación que rodea sus vidas.
El sistema no los ha beneficiado. Los padres que se suponían iban a ofrecer el amor, el cariño y la aceptación que necesitaban, eran más bien la causa de su condición. Tampoco la iglesia de la que se habían aferrado en busca de esperanza parecía tener las respuestas.
Tal es el caso de la persona que nos presenta el primer relato. No conocía a Molly antes de recibir su extensa carta, en la que me dio a conocer su recién lograda libertad en Cristo. Meses más tarde, tuve el privilegio de encontrarme con ella cuando dictaba una serie de conferencias. Esperaba ver a una criatura acabada y regordeta. Por el contrario, la persona que almorzó con mi esposa y conmigo era una profesional inteligente y atractiva.
Conforme usted conoce, creará su imagen mental. Su relato es importante porque no la aconsejé personalmente. Encontró su libertad viendo en la Escuela Dominical los videos de nuestro congreso sobre «Cómo resolver los conflictos personales y espirituales». Su historia representa a todos los que sufren debido a una familia disfuncional y a una iglesia inepta. Creo que muchos de los que hoy viven en la esclavitud espiritual saldrían a la libertad ahora mismo si supieran quiénes son en Cristo y cuál es la naturaleza de la batalla espiritual que se libra en sus mentes. Jesucristo es el que libera, Él ha venido a darnos vida en abundancia.
*     *     *
La historia de Molly
Nací de las dos personas más odiosas que jamás he conocido.
Toda mi vida ha cambiado desde que empecé a participar en la serie de videos sobre: «Cómo resolver los conflictos personales y espirituales». Por primera vez en mi vida se me aclaró cuál era la fuente de mis ataduras. Tengo cuarenta años y siento que sólo ahora he encontrado «la tierra prometida».
Nací en una zona rural de Estados Unidos, hija de las dos personas más miserables que jamás he conocido. Mi padre era un agricultor de muy poca educación que se casó con mi madre cuando ella era muy joven. Él era uno de los quince hijos de una familia plagada de enfermedades mentales. Hay también una gran inestabilidad en la familia de mi madre, pero simplemente niegan que haya un problema.
La luz que más brillaba entre mis familiares era mi abuela. De no haber sido por ella, estoy convencida que de no haber sido por ella, hace años estuviera loca. Fue una santa y yo sabía que me amaba.
Fui la primogénita de mis padres, sin embargo, nací cuando cumplieron doce años de casados. Mis primeros recuerdos de ellos juntos eran que en la noche mi madre dejaba fuera a mi papá. Todavía veo la expresión feroz de su cara mientras se dirigía a mí a través de la puerta y gritaba: «¡Molly! Ábreme la puerta y déjame entrar». Mi mamá, parada directamente detrás de mí, me gritaba: «No te atrevas a abrir esa puerta».
Al pie de la cama pude ver la clásica figura del diablo
Mis padres se divorciaron cuando tenía cuatro años y mi madre nos llevó a otra casa. Mucho antes del divorcio recuerdo la noche en que mis padres iban a salir. Mi hermanita de un año de edad y yo estábamos en la cama de ellos, sin duda esperando a la muchacha que nos iba a cuidar, cuando de repente vi bailar al pie de la cama una aparición malévola exactamente como el tradicional diablo rojo. Estaba petrificada del temor y me sentí obligada a no decirle a nadie lo que veía.
Llamé a mi mamá y llorando solamente le dije que había algo en el cuarto. Encendió la luz y dijo: «Aquí no hay nada, ni acá». Me cubrió con las mantas para no ver el pie de la cama cuando ella apagó la luz y salió del cuarto. Pasé largo rato escondida debajo de las mantas, demasiado aterrorizada como para asomarme. Cuando lo hice, todavía estaba allí aquella presencia, riendo.
Sentí que esas palabras me traspasaban el corazón como un puñal.
Después del divorcio de mis padres, recuerdo que se encontraron una vez en la calle, se pararon a conversar y papá le pidió a mamá que lo dejara llevarse a mi hermanita. Sentí que esas palabras me traspasaban el corazón como un puñal, porque me indicaban que mi padre no me quería.
Lo más probable es que las voces hayan empezado en esa época: «Tu padre ni siquiera te quiere». Y era verdad. Siempre me había dicho que era «exacta a mi madre». Sabia lo que significaba eso: Sabía que la odiaba. Ella era colérica y a mí me aterraban sus arranques de ira.
Una vez, cuando tenia unos seis años y estaba en casa de mi papá, una tía le dijo: «Molly es exacta a ti». De inmediato, cambió su expresión por completo y le gritó: «¡Es exacta a su madre! ¡Vivi dieciséis años con esa mujer y ella se parece a su madre!» Diciendo eso salió furioso de la casa y sentí que un dolor agudo me atravesaba el pecho.
Temía mucho que ella nos envenenara.
Nuestros familiars pensaban que mi madre podría maltratarnos. Una vez, cuando ella estaba muy mal llegó una tía y se paró fuera, frente a una de las ventanas. Nos estaba vigilando porque temía por nuestra seguridad. Mamá nos maldecia muchísimo y controlaba nuestras vidas totalmente. No tenía amistades, ni amor, ni ternura y a menudo decía que su vida habría sido mucho major sin mí. Sentí que estaba resentida con nosotros y que le éramos un estorbo.
En los dos años siguientes, mamá llegó a ser aún más cruel y malévola. Temí por mi vida el resto de mis años junto a ella. Aunque no conocía mucho del mundo espiritual, sentía, aun en ese entonces, que Satanís estaba involucrado en nuestra vida familiar.
Llegó el momento en que no comía a menos que ella lo hiciera antes, porque temía que nos envenenara. Me es imposible describir el terror de ser una niña que siempre vivía amenazada por el peligro de muerte. Aun cuando algunos de nuestros parientes temían por nuestra seguridad, no nos ayudaron porque le temían más a ella.
Una vez, cuando tenía catorce años, mi madre creyó que le habia perdido algo y no me quiso alender cuando traté de decirle que nunca habia tenido en mis manos aquello. Me pegó y me estuvo maldiciendo desde las seis de la tarde hasta la una de la mañana, obligándome a revisar la basura una y otra vez para encontrar ese objeto. Al fin se acostó. Sin duda muerta del cansancio. ¡Lo que buscaba era la tapita del tubo de pasta de dientes!
Poco después llegó mi padre para su visita mensual. Tal vez nos hubiera visitado más a menudo a no ser que su esposa alegaba y rabiaba todo el tiempo que estaban con nosotras, tratándonos de la misma manera que lo hacía nuestra madre. De regreso a casa ese día, de repente mi mente se quedó en blanco. No podía recordar quién era ni toda esa gente que estaba en el auto. Se me hizo un enorme nudo en la garganta, estaba tan asustada que no podía hablar. Luego, de manera igualmente repentina, me volvió la memoria como un torrente apenas papá hizo que el auto doblara hacia la calle en que vivíamos. Cómo odiaba el regreso al «infierno» de mi hogar, pero no tenía otro recurso.
En medio de todo, anhelaba desesperadamente el amor de mis padres. Todavía cuando tenía treinta y tantos años llamaba a mi madre a diario, a pesar de que muy a menudo me tiraba el teléfono. A esas alturas seguía tratando de obligarla a amarme.
Siempre me amenazaba con decirle a mi mamá que yo fumaba cigarrillos si le contaba lo que él me hacía.
Cuando aún era pequeña, uno de mis tíos, que tenía muchos hijos, llegaba a mi casa y me sacaba a pasear. Al parecer, a mi madre jamás se le ocurrió ser cautelosa y preguntarme por qué hacía eso. Cuando tenía entre cuatro y siete años, recuerdo que me hacía caricias íntimas y me amenazaba con que si alguna vez le contaba a mamá lo que me hacía, me acusaría con ella de fumar cigarrillos. Recuerdo haber sentido una culpabilidad inmensa, creyendo que debía haber dicho que «no», pero tenía miedo de hacerlo.
Después llegué a enviciarme con la masturbación, un problema que jamás pude controlar hasta que encontré mi libertad en Cristo. Ese deseo sexual ha tratado de volver, pero ya sé lo que tengo que hacer: simplemente proclamo en voz alta que soy hija de Dios, le digo a Satanás y a sus mensajeros malignos que me dejen. Entonces la compulsión se va inmediatamente.
Hace poco quise contarle a alguien acerca de esa adicción sexual para aceptar mi responsabilidad. Cuando se lo conté a una de mis amigas del mismo estudio bíblico, exclamó: «¡Yo siempre he tenido ese mismo problema!» Lloramos juntas y le conté de mi victoria sobre esa influencia demoníaca y sobre todos los pensamientos sexuales violentos que la acompañaban. Me regocijo ahora que ya no tengo que estar sometida a la presencia malévola y al poder arrollador que se asociaba con ese acto. En Cristo soy libre para decidirme a no pecar de esa manera.
De nuevo, a los nueve años de edad, un compañero de trabajo de mi madre abusó de mí. Ella le permitía llevarnos a pasear en auto, a mi hermana y a mí, me besuqueaba y me metía su lengua en la boca. Una vez estaba tan asustada de lo que me podría hacer que me subí a la ventana trasera de su auto y le rogué que nos llevara a casa, después de lo cual jamás nos volvió a sacar.
Había visto películas en que la gente perdía toda noción de la realidad.
A medida que crecía, todo empeoraba. No recuerdo exactamente cuándo fue, pero empecé a pedirle a Dios que no me dejara volver loca y parar en un asilo. Sabía que no sería muy difícil terminar allí porque había estado escuchando voces desde que tenía uso de razón. Había visto películas como «Las tres caras de Eva», en que la gente perdía toda noción de la realidad y me era fácil verme en esa misma condición.
No teníamos vida espiritual alguna. Mi madre rechazó el cristianismo totalmente y no me dejaba hablar con ella del tema. Mi padre asistía todos los domingos a la iglesia, pero era demasiado legalista, trampa en la que después caí yo también.
De adolescente empecé a asistir a una iglesia del vencindario y me convertí en una legalista muy aferrada, haciendo todo lo que me indicaran … todo … para lograr ser feliz cuando fuera adulta.
A la edad de catorce años le pedí a Jesucristo que fuera mi Salvador. Me sentí tan emocionada que esperaba con ansias aprender todo lo que pudiera sobre Él. La primera vez que asistí a un grupo de jóvenes, distribuyeron unos libros y nos asignaron una tarea. Para la siguiente semana, ya había contestado todas las preguntas y había comprado un cuaderno de notas. Alguien vio que había completado el trabajo y gritó: «¡Miren, todos! Ella hasta contestó las preguntas».
Todo el grupo se rió y jamás volví a hacer una tarea.
La Escuela Dominical fue peor. Había muchas muchachas en la iglesia que eran acaudaladas, toda la clase pertenecía a una hermandad de muchachas, excepto otra muchacha y yo. Ella y yo nos llamábamos cada domingo por la mañana para estar seguras de que ambas asistiríamos, porque las demás no nos hablaban y ninguna de las dos quería estar allí sola.
En todo ese tiempo las voces me decían: «Eres fea. Eres repugnante. Eres indigna. Dios jamás te podrá amar». Y con lo que era mi vida, me convencí de que era así.
Cuando me casara, Dios me permitiría encontrar la felicidad.
La opresión, la depresión y las voces de condena seguían, pero nadie lo sabía. No tenía a quién contarle esta parte de mi vida. Creía que lo merecía. Cuando trataba de contarle a la gente cómo era mi madre, no entendían o respondían de manera inadecuada. Una vez se lo confesé a una maestra en la Escuela Dominical y me dijo: «Vamos a hablar con tu mamá». Fue tal el terror que sentí por lo que sabía sería la reacción de mi madre una vez que se hubiera ido la maestra, que me negué a hacerlo. Estaba demasiado aterrorizada.
Vivía de acuerdo al código del autoesfuerzo, tratando de complacer a mamá para evitar que se enojara. Creía que Dios me había puesto en el lugar donde estaba y, si podía aguantar el sufrimiento, ser obediente, llevar una vida buena y sin pecado, cuando me casara, Él me permitiría encontrar la felicidad. Mi meta era tener un hogar y un marido cristianos para ser feliz; tener un lugar seguro donde nadie abusara de mí.
El matrimonio fue una gran conmoción.
El verano después de mi graduación de la enseñanza secundaria me encontré con un hombre que me presentaron en aquella graduación, fue amor a primera vista. Con él me casaría diez meses después, a los diecinueve años de edad, en busca de felicidad. Asistíamos a la iglesia todos los domingos y miércoles por las noches y a cualquier otro programa al que se pudiera asistir. Pero no teníamos amistades y jamás nos invitaron a otro hogar.
En nuestra iglesia no ofrecían orientación prematrimonial, de manera que el matrimonio fue una gran conmoción. Me había guardado para el matrimonio, pero odiaba el sexo. Al cabo de una semana, mi marido empezó a salir de casa por largo rato, a veces todo el fin de semana. Nos mudamos a un apartamento y con todas las cajas sin desempacar, simplemente se fue a jugar golf y a estar con sus amigos.
Ese fue el colmo, después de toda una vida de no sentirme jamás amada por nadie. Mi autoestima estaba tan baja que cuando me di cuenta de que a mi esposo ya no le importaba, me enfermé, sumida en una tremenda depresión. A las tres semanas, me convencí de pecado y me levanté, pensando: ¿Cómo podrá amarme? No podrá jamás respetar a una mujer que se le une y trata de seguir desesperadamente cada paso que dé. Así que traté de cambiar y de hacer que nuestro matrimonio marchara bien. No sé cómo, pero logramos estar juntos durante quince años … quince años de conflicto, de rechazo y de dolor … vacilando entre una vida de pretensión legalista en el cristianismo y de dar la espalda a Dios completamente.
No era el tipo de mujer coqueta.
Esperaba que tener un hijo nos traería la felicidad, como no podía quedar embarazada empecé a visitar a distintos médicos. Cuando mi doctor de cincuenta años de edad fue bondadoso y me tomó de la mano, creí que simplemente actuaba como un padre. Pero luego me acarició íntimamente cuando estaba sobre la camilla. Más tarde, cuando me salió una protuberancia en un seno, fui a otro médico que me hizo algo parecido.
No era el tipo de mujer coqueta; pues apenas si podía mirar los ojos a otra persona. Creo que es exactamente como obra Satanás, utilizando a los demás para traer su maldad a nuestras vidas cuando somos vulnerables. Me sentía muy incómoda mientras sucedían estas cosas, pero de todos modos estaba acostumbrada a sentirme molesta.
Más tarde, me llamó una de mis amigas que trabajaba en un bufete de abogados, me dijo que uno de esos médicos le había hecho lo mismo a otra mujer, la que lo estaba enjuiciando. Fue en ese momento que al fin supe que no era yo, lo cual me alivió bastante de las muchas dudas que tenía sobre mí misma. Lo bueno era malo y lo malo era bueno. Los procesos mentales que tenía andaban tan equivocados que ya no sabía lo que era justo y recto.
Al fin quedé embarazada y salté de repente a la maternidad. Al poco tiempo, mi esposo llegó a casa una noche y me dijo: «De lo único que hablan los compañeros de trabajo es de muchachas y de sexo, por lo que me paso la mayor parte del tiempo con Linda. Ella asiste a nuestra iglesia, es cristiana y en mi tiempo libre estoy con ella.
Me preguntó si me importaba y le dije que no. Con el tiempo me dejó por Linda.
Mis amigas me habían advertido que se estaba viendo con otras mujeres, pero no lo creía. Simplemente decía: «Él no haría eso».
Traté así el asunto porque quería evitar el dolor de saber o enterarme que me estaba siendo infiel.
Renuncié a Dios.
Cuando al fin mi esposo me abandonó y me dejó con dos bebés, renuncié a Dios, culpándolo de todo mi dolor. En la iglesia había aprendido que el camino a la felicidad para la soltera era casarse con un cristiano, cosa que había hecho. Ahora estaba enojada con Dios y durante seis años lo eché a un lado.
Mi madre me instaba: «Haz algo. No te quedes allí sentada toda tu vida. Haz algo, aunque sea malo».
Mis compañeros de trabajo querían que los acompañara al bar y, aunque jamás había entrado en uno, fui con ellos y pronto quedé inmersa en ese estilo de vida. Jamás tuve la intención de salir con hombres indecentes, pero esa clase baja de personas me hacía sentir mejor. ¡Hasta terminé yendo a bares donde algunas de las personas ni siquiera tenían dientes! Supongo que ese era el único lugar donde me sentía bien conmigo misma porque ellos estaban peor que yo.
Todavía estaba atada por el legalismo y a veces trataba de ir a la iglesia, pero eso demandaba un esfuerzo hercúleo. Los viernes en la noche iba al bar y, cuando mis hijos regresaban el sábado de la visita a su padre, volvía a mi papel de buena madre. El domingo trataba de llevarlos a la iglesia, pero cuando lo hacía, sentía como si me clavaran la frente. Había padecido siempre de dolores de cabeza, pero este dolor era insoportable. A veces me enfermaba y tenía que salir de la iglesia; una de ellas me vomité en el auto, por lo que decidí no volver a la iglesia.
Iba al bar y alguien me decía algo agradable.
Recuerdo uno de los últimos sermones que escuché. El predicador dijo: «Hay una espiral descendente. Cuando empieza, el círculo es bien grande y las cosas se mueven lentamente en la superficie. A medida que baja se acerca cada vez más, adquiriendo velocidad hasta que pierde el control. Pero usted puede parar esa espiral descendente simplemente al no dar ese primer paso».
Di ese primer paso y las cosas se escaparon de mi control y ya no pude parar. Cuando me deprimía, iba al bar y alguien me decía algo agradable. Me tomaba un trago y por el momento no me sentía tan mal. Me aceptaban más en el bar que en la iglesia. Desde los catorce años había asistido a ella con regularidad, pero nunca tuve una amiga íntima. Era muy retraída y parecía que la gente no me extendía la mano, por lo que me quedaba sola y triste.
Me encontraba en una situación muy mala en mi vida. La gente en esos bares se peleaba con cuchillos y a veces alguno sacaba una pistola. Pero conforme pasaba el tiempo, logré ir a tomarme un trago sola sin hacerle caso al peligro. En realidad, no me importaba ya lo que me sucediera.
Recuerdo que decía: «No creo que esto sea malo».
Tuve un encuentro con el cáncer que me asustó mucho y pensé que quizás era Dios que me estaba golpeando fuerte. Así que renuncié a los bares y volví a la iglesia. Pero un año después ya se me había pasado el susto y había vuelto a mi antiguo estilo de vida. Vivía una mentira tal que era inevitable. Siempre había tenido una conciencia muy fuerte, pero en ese momento me acuerdo que pensé: Ni siquiera me siento mal por esto.
Me sentía infeliz, miserable y pensé en el suicidio, pero era tan cobarde que no lo podía hacer. Mi vida estaba tan descontrolada que cuando conocí en el bar a un hombre que se quería casar conmigo, me lancé sin pensarlo. No le pregunté a Dios qué le parecía, porque sabía la respuesta que me daría y no me importaba. El tipo todavía estaba casado cuando lo conocí, era cliente del lugar donde trabajaba. Tenía muchísimo temor de que mencionara que me había conocido en el bar, pues quería mantener esa parte de mi vida en secreto. Me casé con él en mi desesperada búsqueda de felicidad, pero sólo estuvimos junto dos años.
Aun antes de este matrimonio había vuelto al ciclo legalista en que trataba de controlarlo todo. Íbamos a la iglesia y me aseguraba de que mi esposo leyera todo lo que yo quería que leyera. Pero estaba más enfermo que yo y muy débil, sin el menor sentido de su identidad propia. Al principio pude controlarlo todo, pero cuando llegaron sus dos hijas a vivir con nosotros, «se desataron los infiernos». La madre había estado en un hospital siquiátrico y ahora tenía una relación lesbiana. Las niñas no tenían la menor disciplina y yo había decidido que las iba a «salvar»; pero me salió el tiro por la culata.
Al fin le pedí a mi esposo que se fuera, pues ya sabía que lo estaba pensando y quise adelantarme a los hechos. Pedí el divorcio, pero entonces no podía dormir en las noches y paré el procedimiento. Sabía que lo que hacía era malo. Le dije que cuando quisiera, le daría el divorcio, pero jamás supe nada más de él.
Fuimos a los consejeros, pero nadie nos ayudó.
Mi segundo esposo y yo sí fuimos a buscar consejería matrimonial, pero no hubo quien nos ayudara. La gente no trataba la realidad del conflicto espiritual, así que, ¿cómo nos podrían ayudar? Sólo nos daban una palmadita en la mano y nos decían que todo iba a resultar bien.
Finalmente, el último consejero que tuve reconoció que estaba experimentando un problema espiritual. Muchas veces le hablé de mi temor a la muerte … de los pensamientos de suicidio … de la incapacidad de sentir el amor de Dios … de la nube que me rodeaba cada vez que entraba a mi casa … pero no parecía saber cómo ayudarme.
Me preguntó si amaba a Dios, a lo que respondí: «No lo sé». Entonces me contestó: «Bueno, sé que lo amas». Le dije que el único Dios que conocía era el que me esperaba en los cielos con un martillo para golpearme. Discutió conmigo que Dios no era así, pero de nada valió.
No le hablé de la enorme araña negra que veía todas las mañanas al despertar, porque apenas comenzaba las actividades del día se me olvidaba. Es increíble que hubiera sucedido durante diez años y que jamás lo recordara excepto en el momento en que sucedía. En ese momento me convencía de que tenía una pesadilla con los ojos abiertos.
Finalmente no pude seguir fingiendo: lloraba todo el fin de semana y clamaba a Dios: «Ya no puedo fingir más que estoy bien». Apenas llegaban los niños del fin de semana con su padre, me levantaba y ponía la cara de buena madre. La verdad era que había pasado todo el fin de semana acostada en el sofá, envuelta totalmente en tinieblas. Jamás abría las ventanas y nunca salía. No le hablaba a nadie porque siempre habían voces que me decían: «Ellos no quieren hablar contigo. No les gustas». Nunca me di cuenta de que esas cosas negativas que escuchaba en la cabeza las puso allí el mismo Satanás.
Era como si una nube me esperara para devorarme.
De día, en mis labores, trabajaba más o menos bien, pero en el instante en que entraba por la puerta después del trabajo, me esperaba una nube para tragarme. De nuevo me tiraba en el sofá, sintiéndome miserable. Pequeñeces como ir a comprar al supermercado me eran dificilísimas porque allí había gente y sentía que todos me odiaban.
Seguí visitando a ese último consejero porque estaba desesperada y ya no podía seguir con la farsa. Llegué al punto en que siempre lloraba en el trabajo y le dije a mi consejero: «Me estoy volviendo loca, me siento desgraciada. Ya no puedo más».
Me dio un libro para leer, pero este no llegó a la raíz de mi problema. A pesar de que hablaba de Cristo, no había solución; la única esperanza era asistir a una de las clínicas que describía. Sin embargo, el libro tocaba el tema de la codependencia maligna y yo sabía que ese era mi caso: sin amistades, totalmente aislada, viviendo una mentira, sin saber quién era. Eso me aterró.
Terminado el libro, fui a ver a mi consejero y le dije: «Esta soy yo …»
Estaba al borde del suicidio, pero sólo me dijo que volviera a los quince días. Intenté ingresar a la clínica, pero no pude por no tener el dinero que exigían.
En esa misma época, mi hermana estaba pasando también por problemas serios, pero no podía visitar al consejero de nuestra iglesia porque no era miembro. Tenían tantos casos que atender que no podían tomar casos que no fueran de miembros. Mi consejero recomendó una clase para hijos de familias disfuncionales, ofrecida en otra iglesia. También quise asistir, pero me era demasiado dificil volver a empezar con un grupo nuevo.
Al llegar el fin de semana, se fueron mis hijos y me acosté en el sofá todo el viernes por la noche y todo el sábado, totalmente deprimida y comiendo nada más que rosetas de maíz. El domingo se me ocurrió que debería asistir a aquella clase. No había nada más difícil en este mundo que hacerlo, no sé ni cómo, pero logré armarme de valor. Apenas entré, me sentí completamente como en mi casa. Empecé a asistir con regularidad y me ayudó muchísimo, pues me sirvió de mucha ayuda tener amistades aunque también estuvieran enfermas.
A medida que observaba el video me quedaba boquiabierta.
Una de mis nuevas amistades me invitó a una clase distinta en que iban a pasar una serie de videos de Neil Anderson. A medida que observaba el video, me quedaba boquiabierta repitiendo constantemente: Esto sí es verdad. A partir de ese momento, jamás falté ni una sola vez a la clase. Una vez fui enferma, porque no había nada en mi vida que me hubiera dado tanta esperanza.
Cuando oí a Neil hablar de personas que escuchan voces, me emocioné muchísimo porque al fin había encontrado quien comprendiera lo que estaba experimentando. Luego habló de Zacarías 3 donde Satanás acusa al sumo sacerdote y el Señor le dice: «Jehová te reprenda». Esa verdad me liberó porque pensé: Yo lo puedo hacer.
En ese momento me di cuenta de que el padre de las mentiras, Satanás, me había engañado. Me había acusado toda la vida y no me había plantado contra él. Aprendí que al estar en el Señor Jesucristo tengo autoridad para reprender a los espíritus engañadores y rechazar las mentiras de Satanás. Cuando esa noche salí del curso, me sentí flotando en las nubes.
Se fue mi depresión … se fueron las voces … ¡desapareció ese enorme objeto parecido a una araña que vi durante diez años en mi cuarto al despertar por las mañanas!
Ahora amo la luz.
Para Navidad, mi jefe me regaló una serie de casetes titulada: «Cómo resolver los conflictos personales y espirituales», que escucho siempre. En mi mente hay luz donde antes había oscuridad. Ahora amo la luz y abro las cortinas y las ventanas para permitir que entre. ¡Es cierto que ya soy una nueva persona! Recibo en mi casa a personas que quieren estudiar la Biblia en esos casetes, cosa que jamás hubiera podido hacer antes.
Al reflexionar sobre mi pasado veo que los mensajes que recibí de parte de mi familia fueron negativos. No recuerdo jamás en mi vida haber sentido amor hasta que escuché los videos y me di cuenta de que Dios me amaba tal y como soy.
Antes de encontrar mi libertad en Cristo me portaba de la misma manera que mi mamá conmigo: con arranques de ira hacia mis hijos y luego odiándome por haberlo hecho. Ahora esos arranques son raros y mis hijos se sienten bien conmigo.
No soy como antes; estoy sanando. Sé lo que debo hacer cada vez que me veo cayendo en un viejo hábito o patrón de pensamiento. No tengo que humillarme en autocompasión. En cada punto de conflicto puedo buscar la mentira específica que Satanás quiere que crea y luego enfrentarla, escogiendo deliberadamente lo que ahora conozco como la verdad.
Mi gran meta ahora es ser el tipo de madre que Dios quiere que sea, y creo que Él compensará todos esos años que se comieron las langostas (Joel 2:24, 25).
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Cómo vive la gente
Nadie se puede comportar constantemente de manera que no corresponda con la visión que tenga de sí mismo. Molly creía que no valía nada, que nadie la quería, que no era digna de ser amada. Vivía una vida distorsionada, impuesta sobre ella por padres maltratados y abusadores. Ese ciclo de abuso habría seguido, de no haber sido por la gracia de Dios.
Cada vez que escucho un relato como este, y son muchos los que oigo, simplemente deseo que la gente como Molly pudiera recibir un sano abrazo de parte de alguien, por cada vez que haya sido tocada por el mal. Deseo disculparme con ella porque tuvo que tener esos padres. Deseo ver que la gente tenga oportunidad de cambiar. Están sentados en los bares cerca de su iglesia. Algunos se meten sigilosamente por la puerta de atrás del santuario y se sientan en la última fila. Otros se convierten en pestes que se le guindan a uno y a quienes se busca evitar. Son hijos de Dios, pero no lo saben, y la mayoría no han sido tratados como tales.
Detener el ciclo del abuso
Los cristianos tenemos todo el poder necesario para llevar vidas productivas y la autoridad para resistir al diablo. Las personas como Molly no son el problema; son las víctimas … martirizadas por el dios de este mundo, por padres abusadores, por una sociedad cruel y por las iglesias legalistas o liberales.
¿Cómo paramos este ciclo de abuso? Los conducimos a Cristo y les ayudamos a establecer su identidad como hijos de Dios. Les enseñamos la realidad del mundo espiritual y los animamos a andar por la fe en el poder del Espíritu Santo. Nos importan lo suficiente como para enfrentarnos a ellos en amor y apoyarlos cuando caen. Lo hacemos al transformarnos en los pastores, padres y amigos que Dios quiere que seamos. Le hacemos caso a las palabras de Cristo en Mateo 9:12, 13:
Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos. ld, pues, y aprended qué significa: Misericordia quiero y no sacrificio. Porque yo no he venido para llamar a justos, sino a pecadores.
Los «Pasos hacia la libertad» que ayudaron a Molly cuando vio las películas, están en el apéndice. También se encuentran en el libro The Bondage Breaker [Rompiendo las cadenas].
El camino hacia Dios
De ninguna manera estoy abogando por una solución fácil a los problemas difíciles. Parece que seguir siete pasos u oraciones sencillas es algo simple o fácil, pero me temo que no es así. Hay un millón de maneras en que uno se puede equivocar. El camino a la destrucción es amplio, las sendas numerosas y su explicación compleja. Pero el camino hacia Dios no es tan ancho. Jesús es el camino estrecho, la verdad simple y la vida transformadora. No es de extrañar que Pablo hubiera dicho: «Pero me temo que, así como la serpiente con su astucia engañó a Eva, de alguna manera vuestros pensamientos se hayan extraviado de la sencillez y la pureza que debéis a Cristo» (2 Corintios 11:3).
A pesar de esto, no es tan fácil ayudar a la persona a reconocer el engaño, la dirección falsa y a decidirse por la verdad. Saber cómo lograr que la persona se dé cuenta del dolor emocional del pasado y se esfuerce por perdonar no es tampoco tan fácil. Más bien, enfrentarla con su orgullo, su rebelión y su comportamiento pecaminoso exigen muchísimo amor y aceptación incondicionales.
Muchos pueden elaborar estos pasos por sí solos como lo hizo Molly. Mi hijo me preguntó una vez si la gente podría lograr su libertad en Cristo. Sí lo pueden hacer, porque la verdad es la que nos libera y Jesús es el libertador. Sin embargo, muchos van a necesitar la ayuda de parte de una persona piadosa. Prerrequisito para el pastor o consejero es que tenga el carácter de Cristo y el conocimiento de sus caminos. Este tipo de orientación exige la presencia y la dirección del Espíritu Santo, el «Maravilloso Consejero».
Pareciera como si la mayoría de los profesionales de servicio se concentraran en el problema. Padecemos de parálisis analítica. Si estuviera perdido en un laberinto, no me gustaría que alguien me estuviera explicando todas las complejidades de los laberintos y por qué la gente se mete en ellos. En realidad, no necesito que nadie me diga qué tonto fui al meterme en ese lío. Necesitaría y querría que alguien me diera un mapa para salir de allí. Dios envió a su Hijo como nuestro Salvador, nos dio las Escrituras como mapa del camino y nos envió al Espíritu Santo a guiarnos. La gente en todo nuestro entorno se está muriendo en el laberinto de la vida, por falta de alguien que le muestre con mucha ternura cuál es el camino.



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