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jueves, 25 de agosto de 2016

Vela en todo, soporta las aflicciones haz la obra de evangelista, cumple tu ministerio... redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina......declarando y proponiendo que convenía que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




PREDICAR LA PALABRA , EXHORTAR CON TODA DOCTRINA
       LA IMPORTANCIA DE LA PREDICACIÓN
Corría el año sesenta y seis. Desde la húmeda celda romana en que aguardaba su proceso final, el anciano Pablo escribía a Timoteo, su hijo en la fe. Era su última carta, y en ella vertía el alma en palabras de consejo, de estímulo, de exhortación y de advertencia. Ya para terminar, reunió la esencia de todo lo dicho en un gran encargo final:
  “Requiero yo pues delante de Dios, y del Señor Jesucristo, que ha de juzgar a los vivos y los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina; antes, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído, y se volverán a las fábulas. Pero tú vela en todo, soporta las aflicciones haz la obra de evangelista, cumple tu ministerio. Porque yo ya estoy para ser ofrecido, el tiempo de mi partida está cercano”.
¡El deber principal de Timoteo era el de predicar! Los motivos más solemnes lo impulsaban a ello. Pablo pronto dejaría de existir. Callada la voz de aquel que “desde Jerusalén, y por los alrededores hasta Ilírico” había “llenado todo del evangelio de Cristo” era menester que otra voz anunciara las buenas nuevas. Además, la oportunidad pasaba. 
Se divisaban ya los tiempos en que los hombres no prestarían atención al mensaje de vida sino que buscarían a maestros que halagaran sus oídos con palabras melífluas de una falsa paz. Por tanto había que aprovechar la oportunidad presente. 
Otro motivo era el hecho de estar actuando constantemente “delante de Dios”. El ojo divino lo vigilaba, tomando nota de su labor. Por último, la perspectiva de juicio final en que el Señor Jesús, “el Príncipe de los pastores”, premiaría con “corona incorruptible de gloria” a los que hubieran desempeñado su comisión con fidelidad, le animaba a ser constante y cumplido en su ministerio de la predicación.
Las palabras dirigidas a Timoteo tienen una aplicación perenne a la iglesia del Señor. Su tarea principal es la predicación. Cuando Cristo subió al monte y llamó a sí a los que quiso y estableció a los doce como cuerpo apostólico, su propósito fue “para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar, y que tuviesen potestad de sanar enfermedades, y de echar fuera demonios”. 
La comunión con Cristo sería su preparación; los milagros de sanidad serían credenciales para su mensaje en el tiempo transitorio de la cimentación de la causa cristiana en un mundo hostil; la obra central había de ser la de predicar. Cuando los doce fueron enviados de dos en dos a recorrer la provincia de Galilea, sus instrucciones fueron: “Y yendo, predicad...” 
Cuando los apóstoles pidieron una señal de la futura venida del Señor y del fin del mundo, les indicó que sería “predicado este evangelio del reino en todo el mundo, por testimonio  a todos los gentiles; y entonces vendrá el fin”. Y cuando el Maestro quiso reducir a la forma más breve posible su gran comisión, la expresó en estas palabras: “Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda criatura”.
La primacía de la predicación fue bien entendida por la iglesia primitiva. Cuando Felipe descendió a la ciudad de Samaria, “les predicaba...” Cuando Pedro se presentó ante el centurión romano en Cesarea, le dijo que el Señor “nos mandó que predicásemos...” cuando los filósofos atenienses quisieron describir a Pablo, dijeron: “Parece que es predicador...” Y tuvieron mucha razón porque el mismo apóstol consideraba que la predicación era su tarea principal, como vemos en su declaración a la iglesia de Corinto, cuando dijo: “Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio”. Tan así era que Pablo conceptuaba como una imposibilidad el que las gentes creyesen “sin haber quien les predique”. “Así predicamos,” dijo, “y así habéis creído”.
Por esto el doctor E. C. Dargan, en su monumental Historia de la Predicación, ha dicho lo siguiente:
  El fundador del cristianismo fue a la vez el primero entre sus predicadores; pero fue anticipado por su precursor y seguido de sus apóstoles, y en la predicación de éstos la proclamación y enseñanza de la Palabra de Dios por medio del discurso público fue convertida en rasgo esencial y permanente de la religión cristiana.
La historia confirma esta declaración. Al través de los siglos es notable el hecho de que el mayor extendimiento del Reino de Dios en la tierra ha coincidido precisamente con las épocas en que más ha florecido la predicación de la Palabra.
LA PREDICACIÓN DEFINIDA
Pero, ¿qué es lo que entendemos por predicación? Entre las muchas definiciones que han sido elaboradas, la mejor conocida, sin duda, es aquella  que expuso el obispo Phillips Brooks en 1876 en una serie de conferencias ante los estudiantes para el ministerio en la Universidad de Yale.
  La predicación es la comunicación de la verdad por un hombre a los hombres. Tiene en sí dos elementos: la verdad y la personalidad. No puede prescindir de ninguno de estos dos elementos y ser todavía la predicación. La verdad más cierta, la declaración más autoritativa de la voluntad divina, si es comunicada a los hombres de cualquier otro  modo que no sea a través de la personalidad de un hombre hermano, no es una verdad predicada. Supóngase que esta verdad esté escrita sobre los cielos, o supóngala como incorporada en un libro que ha sido tenido por una pronunciación directa de Dios durante tantos años que la viva personalidad de los hombres que lo escribieron ha quedado casi borrada, en ninguno de estos casos hay predicación. 
Por otra parte, si los hombres comunican a los demás hombres algo que no pretenden que sea la verdad, si emplean sus poderes de persuasión o de entretenimiento para logar que se preste atención a sus propias especulaciones o con el fin de que sea hecha su propia voluntad, o que sean aplaudidos sus propios talentos; eso tampoco es predicación. Lo primero carece de la personalidad, y lo segundo de la verdad. Y la predicación es la presentación de la verdad a través de la personalidad. Forzosamente es necesario ambos elementos.
Sin restar ningún mérito a esta clásica definición, podemos sugerir la conveniencia de agregarle cuando menos dos elementos más. Por una parte, debe ser especificado que la verdad que constituye el material de la predicación cristiana es preeminentemente de índole religiosa y que tiene por su centro de referencia al Cristo crucificado y resucitado. 
A este respecto es mejor la definición de Bernardo Manning. “La predicación es una manifestación del Verbo Encarnado desde el Verbo escrito y por medio del verbo hablado”. Reconocemos el hecho de que toda verdad es de Dios, y admitimos el derecho, y aun la obligación, del predicador de utilizar toda clase de conocimiento en la elaboración de sus mensajes. A semejanza de Eliú tomará su noticia de lejos, y atribuirá justicia a su Hacedor. Pero no es por demás insistir en que la provincia peculiar del púlpito cristiano es la verdad divina así
como ésta se ha dado a conocer en Cristo Jesús y así como ha sido conservada en las Sagradas Escrituras.
También tenemos que notar que la definición de Brooks deja de mencionar el proposito de la predicación. Es ésta una falta de serias proporciones, aunque en justicia hay que decir que en el curso de sus conferencias, al tratar del sermón, Brooks sí abordó el asunto del propósito con claridad y acierto. “Un sermón,” dijo, “existe por su propósito y para su propósito, a saber, el de persuadir y mover las almas de los hombres”. Es de lamentarse que este elemento no haya sido incorporado desde un principio en la famosa definición de la predicación. 
Transcribimos en seguida tres definiciones que, a nuestro juicio, son mejores que las dos antes anotadas. El ellas se deja ver un debido hincapié sobre el propósito de la predicación.
Según el doctor A. E. Garvie, la predicación es “la verdad divina al través de la personalidad humana para vida eterna”.
Andrés W. Blackwood se ha expresado en estos términos: “¿Qué es o que entendemos por la predicación? Significa la verdad divina comunicada a través de la personalidad, o sea la verdad de Dios proclamada por una personalidad escogida con el fin de satisfacer las necesidades humanas”.
Por su admirable brevedad y simetría, el que esto escribe prefiere la definición dada por Pattison: “La predicación es la comunicación verbal de la verdad divina con el fin de persuadir”.
 ANALIZANDO LA DEFINICIÓN
Vale la pena detenernos aquí para hacer un análisis de esta última definición.

  1. Observemos en primer lugar cuál es el material de la predicación. Es “la verdad divina”. En un sentido puede decirse que toda verdad es “verdad divina”, puesto que Dios es verdad y que al crear cuanto existe imprimió en todo el sello de su propia veracidad. Y como la verdad, siendo fundamentalmente una, no puede contradecirse a sí misma, una verdad científica o comercial puede ser considerada como una verdad divina. Sin embargo, una conferencia sobre la desintegración del átomo o sobre las ventajas del   comercio internacional no sería, de ninguna manera, una predicación.

Dargan nos cuenta cómo en Alemania, hacia fines del siglo dieciocho cuando el racionalismo estaba en su apogeo, partiendo de la discusión de temas morales, desprovistos de una sólida base doctrinal, el púlpito degeneró cada vez más hasta quedar en la vergüenza de presentar “sermones” sobre temas como los siguientes: 
  • “El Peligro de Ser Sepultado Vivo” (un sermón para el domingo de Resurrección); 
  • “El Temor a los Fantasmas”; 
  • “La Preferencia de la Alimentación del Ganado en el Establo Sobre la Práctica de Pastarlos en el Campo”; y 
  • “La Bendición Inefable del Cultivo de la Patata”. También discutieron el valor del café como bebida y la importancia de la vacunación contra la viruela.
Semejantes temas constituyen nada menos que una prostitución del púlpito. La verdad de que legítimamente se ocupa la predicación cristiana es netamente religiosa y esencialmente bíblica. Es religiosa porque tiene que ver con las grandes realidades acerca de Dios y el hombre, del pecado y la salvación, del tiempo y la eternidad, del cielo y el infierno. Es bíblica porque toma de la fuente pura de las Sagradas Escrituras sus temas y los contornos generales del desarrollo de ellos.
  • Veamos en seguida cuál es el método de la predicación. Es “la comunicación verbal”. Aquí cabe la declaración de un gran maestro de homilética del siglo pasado: “Por predicación no se quiere significar simple y principalmente el acto de repartir Biblias impresas, el vivir santamente, ni el uso del canto llano y del ritual en el culto, sino la proclamación personal, pública y autoritativa de la verdad de Dios a los hombres por medio de un hombre.” Esta idea fundamental de “la comunicación verbal” se revela claramente al examinar los diferentes verbos griegos traducidos por la voz “predicar” en la Versión de Valera. Dos veces ésta representa la traducción de laleo, verbo que significa simple y llanamente “hablar”, como puede verificarse por una referencia a otros pasajes en que la misma palabra griega es empleada Siete veces la palabra “predicar” es la traducción de euaggelizo, vocablo que significa “traer buenas noticias” o “anunciar alegres nuevas” o “proclamar las buenas nuevas”. El mismo verbo aparece en otros cuarenta pasajes más donde es traducido generalmente “anunciar”. El otro verbo griego traducido “predicar” es kerusso, que significa “proclamar públicamente como un heraldo” con la sugestión siempre de ”formalidad, gravedad y de una autoridad que demanda atención y obediencia”. Este verbo aparece sesenta y una veces en el Nuevo Testamento. Cincuenta y cinco veces es traducido “predicar”; tres veces “publicar”, dos veces “pregonar” y una vez “divulgar”.
Lo dicho hasta aquí basta para comprobar que “la comunicación verbal” de la verdad divina es el método divinamente ordenado para la predicación del evangelio. Pero es necesario hacer constar que dentro de este método existe una saludable variedad. Aparte de los términos mencionados ya, existen varias otras expresiones en nuevo Testamento que describen los discursos cristianos. Sólo en el libro de Los Hechos se encuentran veinticuatro de ellas, tales como “exhortar”, “testificar”, “disputar”, “afirmar”, “persuadir”, “amonestar”, “profetizar”, “disertar”, “enseñar”, “alegrar” y otras más. En términos generales podemos decir que había cuatro tipos principales de discurso en la predicación apostólica.
  • En primer lugar encontramos el discurso informal o familiar. De esto tenemos evidencia en Marcos 2:2; Hechos 4:1, 31 y 14:25, donde se emplea la palabra “hablar”, y en Hechos 20:11, donde la expresión del original (jomileo) significa “platicar”. En este último pasaje se trata del discurso de Pablo ante los creyentes de Troas cuando el apóstol “alargó el discurso hasta la media noche... y disputaba largamente”. La palabra traducida “disputaba” da la idea de un discurso argumentativo de pensamientos bien ponderados. Tal discurso adormeció a cuando menos uno de los hermanos, pues leemos que  “un mancebo llamado Euticho... tomado de un sueño profundo... postrado del sueño cayó del tercer piso abajo”. Cuando el pobre de Euticho fue restaurado  a sus cabales, leemos que Pablo “habló largamente hasta el alba”. Pero aquí la palabra es “platicó”. Aunque el susto que todos llevaron con el descalabro de Euticho fue suficiente, sin duda, para quitarles el sueño, creo no hacer violencia  a la recta interpretación bíblica al sugerir que el cambio en el tipo de discurso ayudó también para mantener despierta a la congregación durante el resto de la noche. Tal vez en esta experiencia apostólica podrán encontrar una fructífera sugestión algunos predicadores de la actualidad. Indica que el discurso informal o familiar es más fácilmente seguido por las mentes cansadas o poco disciplinadas, y aconseja la práctica de variar la intensidad del discurso, aun dentro de los límites de un solo sermón, para proporcionar descansos mentales a los oyentes.
  • El segundo tipo de discurso empleado por los apóstoles fue el explicativo. Dieciséis veces en Los Hechos se emplea el verbo “enseñar” para describir los discursos apostólicos. Esto en sí sería suficiente para indicar la existencia del discurso explicativo, pero tenemos evidencia todavía más clara. En Hechos 17:1-4 hallamos la historia de la actividad del apóstol Pablo en Tesalónica. Siguiendo su plan acostumbrado de trabajo, al llegar a la nueva ciudad se  dirigió primero a la sinagoga judía, y por tres sábados consecutivos “disputó con ellos de las Escrituras, declarando y proponiendo que convenía que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos; y que Jesús, al cual yo os anuncio, decía él, éste era el Cristo”.
Por el momento nos interesan en este pasaje dos términos, traducidos “declarando y proponiendo”. 
  • El primero traduce la palabra griega dianoigon que significa literalmente “abriendo por el procedimiento de la separación de las partes constituyentes”, o sea “abriendo completamente lo que antes estaba cerrado”, Se emplea en las Escrituras en el relato del milagro de Jesús cuando abrió los oídos al sordo y del descorrer del velo celestial que permitió a Esteban ver “la gloria de Dios... y al hijo del Hombre en pie a la diestra de Dios”. 
Es el mismo término que usaron los discípulos del camino de Emmaús al exclamar; “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras”? Esta palabra, pues, que la Versión de Valera traduce “declarando”, indica un procedimiento completamente pedagógico mediante el cual el predicador apostólico analizaba las Escrituras, profundizándose en ellas y descubriendo su hondo y verdadero significado. Indica todo aquello que cabe legítimamente en el término    “exégesis”.
  • El segundo término, “proponiendo”. Es una traducción más fiel de la palabra que aparece en el griego del Nuevo Testamento. Esta palabra es paratithémenos y significa literalmente “colocando delante de”, como, por ejemplo, cuando la comida es colocada delante de los que están a la mesa. En su sentido figurado significa “explicar” e indica un proceso de síntesis, dando a entender todo aquello que legítimente cabe en el uso homilético de la palabra “exposición”. Vemos, entonces, que la exposición presupone la exégesis, y que ésta es el fundamento indispensable de aquélla, cosa que sugiere un pensamiento adicional que no aparece tal vez en nuestro pasaje, pero que si constituye una legítima inferencia, a saber: que la exégesis pertenece principalmente al cuarto de estudio del predicador, mientras que la exposición es provincia peculiar del púlpito.
c. Otro tipo de discurso empleado por los apóstoles fue el argumentativo. Ya hemos hecho alusión a él en los párrafos anteriores. Su uso es indicado de dos maneras. Por una parte, por el término dialégomai, traducido “disputar” en Hechos 20:9 y “disertar” en Hechos 24:25. Esta voz griega significa “pensar uno cosas diferentes consigo mismo; mezclar pensamiento con pensamiento; ponderar; revolver en la mente; argumentar o discutir”. En el primer pasaje mencionado describe el discurso de Pablo en la ocasión del accidente sufrido por Euticho, y que ha sido comentado ya. En el segundo pasaje describe el discurso de Pablo ante Félix, el gobernador romano, hombre cuya preparación intelectual le capacitaba para seguir el curso de un argumento lógico.
La segunda manera de saber que el discurso argumentativo ocupaba un lugar prominente en el repertorio de los predicadores apostólicos es por la lectura de sus sermones. En la introducción de su sermón del Día de Pentecostés, Pedro empleó la refutación, y más adelante, sobre la base del hecho de la muerte y sepultura de David, fundó un argumento para probar que en el Salmo 16  David, había profetizado la resurrección de Cristo. La defensa de Esteban ante el sanedrín es un continuo argumento de analogía histórica en que refuta la acusación hecha en su contra de haber hablado “palabras blasfemas contra este lugar santo (el templo) y la ley”, demostrando paralelamente dos cosas.
  1. Primero, que él no blasfemaba al hablar de la destrucción del templo, puesto que Dios nunca había limitado la revelación de sí mismo al templo; se había manifestado a Abraham en Ur de los Caldeos, a José en Egipto, y a Moisés en el desierto de Madián; y cuando Salomón por fin le edificó un templo, en su oración dedicatoria había confesado que “el Altísimo no habita en templos hechos de mano”. 
  2. En segundo lugar, no pecaba él, sino sus mismos  acusadores, puesto que exactamente como Abraham había demorado en Charán hasta la muerte de su padre; así como los hermanos de José lo vendieron a él a la esclavitud; de la misma manera en que los hebreos habían desechado la primera vez a Moisés; así también ellos habían sido rebeldes a Dios al rechazar a Jesús como su Mesias y Salvador. Todo el sermón es un poderoso argumento, basado en una serie de analogías.
Es demasiado vasto el material de que disponemos en el libro de Los Hechos para que lo mencionemos todo aquí. Bastará con un ejemplo más.
Refiriéndonos otra vez al incidente consignado en Hechos 17:2,3, vemos un hermoso ejemplo del argumento deductivo en forma silogística. Dice el versículo 3: “...declarando y proponiendo que convenía que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos; y que Jesús, el cual yo os anuncio, decía él, éste era el Cristo”. Este argumento es propiamente un entimema, es decir, un silogismo incompleto en que una de las proposiciones queda sobreentendida, pero podemos reconstruirlo en la siguiente forma:
  Premisa mayor: “Convenía que el Cristo padeciese y resucitase de los muertos”.
 Premisa Menor: “Jesús padeció y resucitó de los muertos”. (Esta premisa queda sobreentendida por el tenor general del argumento.)
  Conclusión: Por tanto, “Jesús, el cual yo os anuncio, éste es el Cristo”.
d. Por último tenemos el discurso declarativo. Aquí tenemos el tipo de discurso que más que cualquier otro indica la índole esencial de la predicación verdadera. Es el tipo indicado por dos verbos muy comunes en el Nuevo Testamento: euaggelizo y kerusso. El primero significa “traer buenas noticias; anunciar alegres nuevas; o proclamar las buenas nuevas”. El segundo significa “pregonar públicamente como un heraldo, siempre con la sugestión de formalidad, gravedad y de una autoridad que demanda atención y obediencia”. Como se ve por estas definiciones, se trata de un discurso cuya idea característica es la de un anuncio, de una proclamación, de un pregón. No se trata de probar, sino simplemente de manifestar. No es cuestión de emitir un juicio respecto al significado de algún hecho, sino más bien de dar testimonio del hecho mismo. Esta fue la tarea de los cristianos primitivos: ser testigos.
Pero, ¿qué era aquello que habían de atestiguar? Habían de ser testigos de la Persona más gloriosa y de la obra más grande de que jamás hubo noticia.
¡Habían de anunciar a Jesús y la resurrección! Siendo tal el tema de su pregón, podemos entender el fervor, la pasión, el celo con que se consagraron a la  tarea. Había perdón para los pecados más viles; había pureza para el más corrompido corazón. Había poder y victoria para los derrotados; había consuelo y paz para los tristes y afligidos. Con razón dijeron los apóstoles: “No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído”. Proclamaron como heraldos la regia venida del Mesías Salvador. Anunciaron la buena nueva de  que en Jesús el Reino de Dios se hacía una realidad en el corazón arrepentido y creyente. ¡Y esto es, hasta hoy, la esencia de la predicación cristiana!
Entendemos, pues, por qué Pattison, después de referirse a los diferentes tipos de discurso empleados por los apóstoles, terminó su discusión con estas palabras: “La predicación apostólica era una combinación de todos estos procedimientos, saturada con oraciones y con lágrimas”.
Volviendo ahora al análisis de la definición de la predicación, recordamos que hemos discutido sus primeras dos partes: el material y el método de la predicación. 
Resta considerar cuál es su meta. Es la de persuadir. La persuasión era nota característica de la predicación apostólica. Lo vemos tanto en el tono urgente de sus discursos como en los resultados que obtuvieron.
El apóstol Pedro predicaba para persuadir. Al final de su sermón en el Día de Pentecostés, leemos que “con otras muchas palabra testificaba y exhortaba, diciendo: Sed salvos de esta perversa generación”. Lo mismo puede decirse del apóstol Pablo. Cuando estuvo con los ancianos de la iglesia de Efeso en Mileto les recordó cómo por tres años de día y de noche no había cesado de amonestar con lágrimas a cada uno. 
Ante la mofa incrédula del rey Agripa reveló cuán profundo era su anhelo de persuadir, clamando: “¡Pluguiese a Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, mas también todos los que hay me oyen fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas prisiones”. Y en su carta a la iglesia de Corinto descubrió las fuentes de su pasión, diciendo: “Estando pues poseídos del temor del Señor, persuadimos a los hombres...
Porque el amor de Cristo nos constriñe... como si Dios rogase por medio nuestro”. Por último, Judas, el medio hermano del Señor, da cima a este sentimiento de persuasión con su ferviente exhortación; “Mas haced salvos a los otros por temor, arrebatándolos del fuego”.
Tal espíritu de urgencia no dejó de tener su efecto. En Jerusalén leemos que “fueron compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: “Varones hermanos, ¿qué haremos?... Y fueron añadidas a ellos aquel día como tres mil personas”. En Iconio los apóstoles “hablaron de tal manera que creyó una grande multitud de Judíos, y asimismo de Griegos”. En Tesalónica los judíos dieron testimonio de la efectividad de la predicación apostólica, diciendo: “Estos que alborotan el mundo, también han venido acá”. 
Y en Efeso el platero Demetrio desahogó su resentimiento por causa de las pérdidas sufridas en el negocio de la fabricación de ídolos, diciendo: “Y veis y oís que este Pablo, no solamente en Efeso, sino a muchas gentes de casi toda el Asia, ha apartado con persuasión, diciendo, que no son dioses los que se hacen con las manos”.
Los apóstoles predicaban para persuadir. Esta es la meta de la predicación. Como dijo G. Campbell Morgan:
  Toda predicación tiene un solo fin, a saber: el de tomar cautiva la ciudadela central del alma humana, o sea la voluntad. El intelecto y las emociones constituyen vías de acercamiento que debemos utilizar. Pero lo que tenemos que recordar siempre es que no hemos logrado el verdadero fin de la predicación hasta no haber alcanzado la voluntad, constriñéndola a hacer sus elecciones de acuerdo con la Verdad que proclamamos.

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domingo, 15 de mayo de 2016

Ellos, habiendo llegado a ser insensibles, se entregaron a la sensualidad para cometer con avidez toda clase de impurezas

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




Nadie esta exento de la caída moral... Una realidad











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miércoles, 27 de abril de 2016

La carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu a los de la carne, y éstos se oponen entre sí para que no hagan lo que deseán

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6






La carne y el espíritu
Gálatas 5:16-17

16      Digo, pues: Andad en el espíritu, y no satisfagáis los deseos apasionados de la carne.
17      Porque la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu a los de la carne, y éstos se oponen entre sí para que no hagáis lo que deseáis.

EL REMEDIO PARA GRADAR A DIOS                    LA LUCHA : CARNE -ESPÍRITU
Gálatas 5: 16. Pero digo, andad por el Espíritu, y definitivamente no satisfaréis el deseo de la carne. Que vuestra conducta sea gobernada por el Espíritu, esto es, por el don que Dios os impartió (Gálatas 3:2, 5). Si seguís su dirección e impulsos no seréis dominados por vuestra naturaleza pecaminosa, esto es, por el asiento y vehículo de los deseos pecaminosos (como en Gálatas 5:13), sino que más bien la someteréis. 
Hace falta que salgan las tiernas hojas del roble al comenzar la primavera para deshacerse del resto del follaje marchito que quedó del último otoño. Sólo lo vivo puede expulsar lo muerto. Sólo lo bueno puede echar fuera lo malo. 

El versículo 16 da a entender claramente que hay un conflicto entre el Espíritu y la carne, así que también entre la naturaleza nueva y santificada del creyente y su antigua y pecaminosa naturaleza.

Por tanto, Pablo continúa:
Gálatas 5:17. Porque la carne pone su deseo contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne; pues éstos se oponen el uno al otro … Por cierto, mientras uno se deje guiar por el Espíritu, seguramente no dará satisfacción a los deseos de la carne, pero, ¿cuán a menudo pasa que la persona no deja que el Espíritu le guie?

Y en esas condiciones, dado que el Espíritu persiste, surge un fiero conflicto dentro del corazón del creyente. Los adversarios son: El Espíritu—por eso también la nueva naturaleza habitada por El—por un lado; y en el otro lado: la carne, esto es, “el hombre viejo” de pecado y corrupción (el mismo significado que en los vv. 13 y 19 de este capítulo, y como en Gálatas 6:8; cf. Ro. 7:25; 8:4–9, 12, 13).

En relación con esta contienda, nótese lo siguiente:
(1) El libertino no experimenta este tipo de lucha debido a que sigue sus inclinaciones naturales.
(2) El legalista, destinado a la gracia y la gloria, recordando su pecaminosidad por la ley, pero no queriendo por un tiempo aceptar la gracia, lucha y lucha, mas sin conseguir la victoria o sin experimentar el sentido de un triunfo cierto y final. Esta condición persiste hasta que finalmente la gracia echa abajo todas las barreras de la oposición (Fil. 3:7ss).
(3) El creyente, mientras está en la tierra, experimenta un conflicto agonizante en su propio corazón, pero en principio ya ha ganado la victoria, como lo testifica la presencia misma del Espíritu Santo en su corazón.

Esta victoria será suya en una medida plena en la vida venidera; por lo tanto,
(4) Para el creyente redimido que está en la gloria esta batalla ha terminado. Lleva la corona de la victoria.
Así que, en cuanto al punto (3), el mismo orden de las palabras en el texto—nótese: “pone su deseo contra” y “se oponen el uno al otro”—indican la intensidad de la lucha que dura toda la vida.

Esto muestra que la vida cristiana significa mucho más que el simple hecho de pasar adelante para registrar la decisión de consagración en una reunión de avivamiento después de haber oído un mensaje poderoso, evangélico, y que apela al corazón, y mientras uno está bajo la influencia del canto de viejos himnos familiares entonados por un gran coro.

Cuando, bajo estas circunstancias, el cambio es genuino, ello es algo maravilloso, pero uno debe de tener siempre presente que como regla general un pecador no es salvo totalmente de una sola vez (“¡presto!”). No llega al cielo por un salto prodigioso. Por el contrario, tiene que continuar ocupándose de su salvación (Fil. 2:12). Esto requiere tiempo, lucha, esfuerzo intenso y empeño.

Él mismo es su más fuerte enemigo, tal como Pablo lo afirma al decir, de manera que estas mismas cosas que quisierais estar haciendo, éstas no las estáis haciendo. ¡Qué batalla entre el querer y el obrar! Pablo, escribiendo como hombre convertido (Ro. 7:14–25) y narrando sus experiencias presentes en el “estado de gracia” (para la prueba véase Ro. 7:22, 25), se queja amargamente del hecho de que él practica aquello en lo que su alma ya no se deleita; de hecho, practica lo que su ser regenerado odia (Ro. 7:15). Y clama, “¡Miserable hombre de mí! ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?” (Ro. 7:24). No obstante, también está totalmente consciente del hecho de que en la lucha entre su propia carne y el Espíritu de Dios, es del todo cierto que el Espíritu—y por tanto también Pablo—tendrá la victoria; por cierto, en principio ya es un hecho ahora mismo.

¿Podría haber habido esta pena tan genuina y teocéntrica por el pecado si Pablo no se hubiera convertido verdaderamente? ¡Por supuesto que no! En consecuencia, este mismo conflicto es la cédula de la salvación del apóstol. De manera que no nos sorprende que la exclamación “Miserable de mí … ¿quién me librará?” sea seguida por, “Gracias doy a Dios por Jesucristo Señor nuestro … Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Ro. 7:25; 8:1; cf. 1 Co. 15:57).

En forma similar, aquí en Gálatas la idea de victoria por medio del Espíritu también es básica para entender correctamente el v. 18. Pero si sois dirigidos por el Espíritu no estáis bajo la ley.

El estar “bajo la ley” significa derrota, esclavitud, maldición e impotencia espiritual, porque la ley no puede salvar (Gá. 3:11–13, 21–23, 25; 4:3, 24, 25; 5:1).

Es el espíritu que nos pone en libertad (Gálatas 4:29; Gá. 5:1, 5; 2 Co. 3:17).

Ser dirigido por el Espíritu

(1) A quien concierne
Según un punto de vista más bien popular la “dirección espiritual” es un don que el Espíritu concede a un grupo selecto, “a los hombres más santos”, la flor y nata del rebaño. Es un don que les es impartido para protegerlos de daños físicos, especialmente cuando viajan, para protegerlos de situaciones peligrosas, y a veces hasta asegurarles el éxito de sus empresas.

Sin embargo, cuando—tomando Gá. 5:18 como nuestro punto de partida—seguimos hacia atrás la línea de pensamiento de Pablo, llega a ser evidente que esta limitación de la “dirección espiritual” a un grupo de supersantos es algo totalmente ajeno a su mente.

A quellos que son dirigidos por el Espíritu (Gá. 5:18) son los mismos que andan por el Espíritu (Gá. 5:16), y vice versa. Volviendo un poco más atrás, notamos que a su vez éstos son los que han sido libertados (Gá. 5:1; Gá. 4:30, 31), los que pertenecen a Cristo (Gá. 3:29), y que son “de la fe” (Gá. 3:9). Por lo tanto, todos los verdaderos creyentes son dirigidos por el Espíritu.

Además, la poderosa influencia que ejerce el Espíritu sobre ellos y dentro de ellos no tiene un carácter esporádico, como si fuera una especie de inyección puesta aquí y allá en los momentos de más necesidad y peligro. Por el contrario, es algo permanente y constante, tal como lo da a entender el tiempo del verbo aquí en Gá. 5:18: Sois dirigidos por el Espíritu. Aun cuando desobedecen al Espíritu—y ellos por cierto lo hacen, como ya lo vimos (vv. 13–17)—el Espíritu no les deja solos sino que obra el arrepentimiento en sus corazones.

Esta exposición está en plena armonía con el único otro pasaje realmente paralelo de las epístolas de Pablo, es decir, Ro. 8:14, “porque todos los que son dirigidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios”. Aquí también, el ser dirigido por el Espíritu se presenta como una característica indispensable de los hijos de Dios. Si una persona es un hijo de Dios, es dirigido por el Espíritu. Si es dirigido por el Espíritu, es un hijo de Dios.

(2) Lo que es
Antes de dar una respuesta positiva, sería bueno hacer notar lo que no es el ser dirigido por el Espíritu. Naturalmente, no puede significar ser gobernado por los propios impulsos e inclinaciones pecaminosas, ni tampoco que uno es “guiado fácilmente” a extraviarse por los malos compañeros.

También está excluida definitivamente la idea de aquellos filósofos de la moral, sean antiguos o modernos, que sostienen que todo hombre posee una naturaleza alta y baja, y que cada ser humano tiene el poder dentro de sí mismo para hacer que la primera triunfe sobre la segunda.

Esta idea está totalmente excluida, aun si sólo hubiese esta única razón, que a través de toda la enseñanza de Pablo el Espíritu Santo es una persona distinta, una en sustancia con el Padre y el Hijo. El no es “nuestro otro o mejor yo”. Véase Ro. 8:26, 27; 1 Co. 2:10; 2 Co. 13:14.

Esto muestra también que, estrictamente hablando, el ser dirigido por el Espíritu Santo no puede ni siquiera identificarse con el triunfo que experimenta el “nuevo hombre” (la naturaleza regenerada) dentro de nosotros sobre el “viejo hombre” (nuestra naturaleza corrompida, no totalmente destruida aún).

Esta victoria y la lucha sobre-entendida son muy reales por cierto; con todo, no son en y por sí mismas lo que se quiere decir por ser dirigido por el Espíritu, sino que más bien son el resultado de que el Espíritu mora activamente en nosotros. Esta victoria y lucha se sobreentienden, pero no son fundamentales.

Y, cambiando la voz pasiva por la activa para poder dar una definición, ¿qué significa, entonces, la dirección del Espíritu? Significa santificación. Es aquella constante, efectiva y benéfica influencia que el Espíritu Santo ejercita dentro del corazón de los hijos de Dios, y por la cual son dirigidos y capacitados más y más para vencer el poder del pecado que aún queda en ellos y para caminar por la senda de los mandamientos de Dios, libremente y gozosamente.
Esta definición evita los extremismos.

De esta manera, por un lado, ser dirigido por el Espíritu significa más que ser guiado por él, aunque es verdad que el Espíritu es también nuestro guía (Jn. 16:13; cf. Mt. 15:14; Lc. 6:39; Hch. 8:31; Ap. 7:17).

Pero el solo hecho de que, según el pasaje que ahora estamos considerando (Gá. 5:18), el poder esclavizante de la ley ha sido roto para todos aquellos que son dirigidos por el Espíritu, indica que esta dirección que provee el Espíritu implica mucho más que el simple hecho de “indicar el camino correcto”. Es algo que nos recuerda no tanto del guía indio que les señalaba a los primeros exploradores blancos el paso a través de las Montañas Rocosas, como del ciego de Jericó que fue llevado a Jesús (Lc. 18:40; cf. Mt. 21:2; Lc. 10:34; Jn. 18:28; Hch. 6:12; 9:2).

Sólo mostrarle el camino que debía seguir no le hubiera ayudado en nada. Cuando el Espíritu Santo dirige a los creyentes, Él viene a ser el principio controlador en sus vidas, llevándoles hasta la gloria final.

Por el otro lado, sin embargo, esta presentación también evita el extremo opuesto, que es negar la actividad y responsabilidad humana. El ciego de Jericó no fue cargado o llevado a hombro (2 P. 1:21) a Jesús, sino que él mismo caminó.

Warfield lo ha expresado muy aptamente:
“Su (la del Espíritu) parte es mantenernos en el camino y llevarnos al fin hasta la meta. Pero somos nosotros los que damos cada paso en el camino; nuestros miembros que se cansan con el trabajo; nuestros corazones que se desmayan, nuestro valor que decae—nuestra fe que revive nuestras fuerzas caídas, nuestra esperanza que inyecta nuevo valor a nuestras almas—mientras que subimos paso a paso trabajosamente” (The Power of God unto Salvation, p. 172).

Ser dirigido por el Espíritu Santo, para que sea plenamente efectivo, implica que uno se deja llevar. En cuanto a la interrelación de estos dos factores—la propia actividad de los creyentes y la dirección de Dios (el Espíritu Santo)—no podemos mejorar la declaración de Pablo que fue inspirada por el Espíritu: “Con temor y temblor continuad ocupándoos en vuestra salvación; pues es Dios el que está obrando en vosotros tanto el querer como el hacer por su beneplácito” (Fil. 2:12, 13).

(3) Sus preciosos resultados
a. Quienes son dirigidos por el Espíritu respiran el exhilarativo y vigorizante aire de la libertad moral y espiritual. No estando ya más bajo la esclavitud de la ley, obedecen a los preceptos de Dios con gozo de corazón (Gá. 5:1, 18).
b. Detestan y se oponen vigorosamente a “las obras de la carne” (5:17, 19–21, 24).
c. Aman las Escrituras (cuyo autor es el Espíritu mismo) y al Dios trino revelado en ellas en todos sus maravillosos atributos (Ro. 7:22; cf. Sal. 119; Jn. 16:14).
d. En sus vidas abunda “el fruto del Espíritu” (Gá. 5:22, 23; 6:2, 8–10).
e. Esto acrecienta su libertad de acceso al trono de la gracia (Ef. 2:18; cf. Ro. 5:1, 2; Heb. 4:14–16).
f. También va de la mano con el testimonio del Espíritu en sus corazones, asegurándoles que son hijos de Dios (2 P. 1:5–11; cf. Ro. 8:16).
g. Por último, el fruto del Espíritu que abunda en sus vidas fortalece grandemente el testimonio de ellos en el mundo, y todo esto para la gloria de Dios trino (Hch. 1:8; cf. Jn. 15:26, 27).

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martes, 5 de abril de 2016

El hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para que fuésemos justificados por la fe de Cristo, y no por las obras de la ley; por las obras de la ley ninguna carne será justificada.

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6





Nos preparamos para enseñar a la congregación 

PABLO SE INSERTA CON LOS DEMÁS APÓSTOLES PARA TRABAJAR EN LA OBRA

Gálatas 2:1-11

DESPUÉS, pasados catorce años, fuí otra vez á Jerusalem juntamente con Bernabé, tomando también conmigo á Tito.
Empero fuí por revelación, y comuniquéles el evangelio que predico entre los Gentiles; mas particularmente á los que parecían ser algo, por no correr en vano, ó haber corrido.
Mas ni aun Tito, que estaba conmigo, siendo Griego, fué compelido á circuncidarse.
Y eso por causa de los falsos hermanos, que se entraban secretamente para espiar nuestra libertad que tenemos en Cristo Jesús, para ponernos en servidumbre;
A los cuales ni aun por una hora cedimos sujetándonos, para que la verdad del evangelio permaneciese con vosotros.
Empero de aquellos que parecían ser algo (cuáles hayan sido algún tiempo, no tengo que ver; Dios no acepta apariencia de hombre), á mí ciertamente los que parecían ser algo, nada me dieron.
Antes por el contrario, como vieron que el evangelio de la incircuncisión me era encargado, como á Pedro el de la circuncisión,
(Porque el que hizo por Pedro para el apostolado de la circuncisión, hizo también por mí para con los Gentiles;)
Y como vieron la gracia que me era dada, Jacobo y Cefas y Juan, que parecían ser las columnas, nos dieron las diestras de compañía á mí y á Bernabé, para que nosotros fuésemos á los Gentiles, y ellos á la circuncisión.
10 Solamente nos pidieron que nos acordásemos de los pobres; lo mismo que fuí también solícito en hacer.
11 Empero viniendo Pedro á Antioquía, le resistí en la cara, porque era de condenar.
12 Porque antes que viniesen unos de parte de Jacobo, comía con los Gentiles; mas después que vinieron, se retraía y apartaba, teniendo miedo de los que eran de la circuncisión.
13 Y á su disimulación consentían también los otros Judíos; de tal manera que aun Bernabé fué también llevado de ellos en su simulación.
14 Mas cuando vi que no andaban derechamente conforme á la verdad del evangelio, dije á Pedro delante de todos: Si tú, siendo Judío, vives como los Gentiles y no como Judío, ¿por qué constriñes á los Gentiles á judaizar?
15 Nosotros Judíos naturales, y no pecadores de los Gentiles,
16 Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para que fuésemos justificados por la fe de Cristo, y no por las obras de la ley; por cuanto por las obras de la ley ninguna carne será justificada.
17 Y si buscando nosotros ser justificados en Cristo, también nosotros somos hallados pecadores, ¿es por eso Cristo ministro de pecado? En ninguna manera.
18 Porque si las cosas que destruí, las mismas vuelvo á edificar, transgresor me hago.
19 Porque yo por la ley soy muerto á la ley, para vivir á Dios.
20 Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí: y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó, y se entregó á sí mismo por mí.
21 No desecho la gracia de Dios: porque si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo.
 
 
Pablo cuenta su inserción con otros apóstoles


Pablo fue recibido por los otros apóstoles Gálatas 2:1–21

Por lo visto, en Galacia Pablo estaba sufriendo los ataques de sus adversarios que consistían más o menos en esto: 

“Pablo no es uno de los apóstoles originales de Cristo, es alguien que ha llegado al final. Por esto uno no puede estar seguro de que él tenga la doctrina correcta. Por ejemplo, cuando nos apremia a que dejemos atrás la ley de Moisés, va en contra de lo que siempre nos han enseñado los maestros judíos.”

Hasta este punto el argumento de Pablo había sido que no necesitaba estar estrechamente asociado con los apóstoles de Jerusalén porque era exactamente como ellos: un apóstol con todas las de la ley, que había sido llamado directamente por Dios; por lo tanto, no necesitaba ningún apoyo ni reafirmación humanos.

El nuevo énfasis de Pablo, que sostiene en todo el segundo capítulo, es que aunque no necesitaba ningún apoyo ni preparación para su apostolado, cuando se puso en contacto con los apóstoles de Jerusalén, ellos lo habían aceptado incondicionalmente tanto a él como a la doctrina que enseñaba. Para ilustrar y probar que en realidad había sido recibido como hermano y apóstol, Pablo recurre a tres incidentes de importancia:

    1.      Su evangelio fue reconocido en el Concilio de Jerusalén (v 1–5);
    2.      Le fue asignada un área de trabajo evangélico (v 6–10);
    3.      Pedro aceptó las advertencias de Pablo (v 11–21).


El evangelio de Pablo fue reconocido en el Concilio de Jerusalén (Gálatas 2:1–5)

2:1–3. Se debe notar una vez más el período durante el cual Pablo no había tenido contacto con Jerusalén, ya que una buena parte de ese tiempo había estado en Siria y en Cilicia. Ahora, catorce años después, regresaba a Jerusalén.

Algunos entienden esto como 14 años después de la conversión de Pablo, así como los “tres años” del versículo 18 partieron de la conversión de Pablo. Los que siguen este cálculo dicen entonces que la visita a la que se refiere aquí fue la que nos hace ver Hechos 11:25–30. Aquí Pablo y Bernabé fueron a Jerusalén para hacer entrega de un regalo a los judíos cristianos que estaban pasando necesidad y sufrían una hambruna.

El punto de vista favorecido por este escritor es que los 14 años tienen como punto de inicio la visita a Jerusalén que se mencionó anteriormente, o 17 años después de su conversión. Eso haría más probable que la referencia sea la asistencia de Pablo al “Concilio de Jerusalén”.

Las razones principales para escoger esta posibilidad son que “la visita durante la hambruna” a Jerusalén por lo visto fue breve, sin contratiempos, y sobre todo, sin ninguna relación con el problema de los judaizantes, que era algo de lo que Pablo estaba hablando en su epístola a los Gálatas.

Por otro lado, el “Concilio de Jerusalén”, que tuvo lugar alrededor del año 51 d.C., se dedicó por entero al problema de los judaizantes. Los judaizantes constituyen un foco de atención tan grande que uno difícilmente se puede imaginar que Pablo no se refiera al Concilio de una manera más extensa en esta carta, la cual había sido enviada para tratar un problema muy similar.

Es útil comprender las circunstancias que rodearon el Concilio de Jerusalén para tener un entendimiento apropiado de los judaizantes y de su manera de pensar. Así que, valdrá la pena que revisemos Hechos 15.

Lucas describe la situación de una manera muy gráfica. Después de que Pablo había terminado su primer viaje misionero, regresó a Antioquía de Siria, a la iglesia que les había sido encomendada a él y a Bernabé. Allí informaron acerca del éxito de su misión, haciendo ver que muchos gentiles se habían convertido, y contaron muy francamente que habían sido aceptados como miembros de la iglesia cristiana con base en su confesión de fe y de confianza en Cristo, sin haber prometido la adhesión a la Ley de Moisés.

La congregación de Antioquía estaba encantada, pero el evangelio de Pablo, que era libre de la Ley, pronto obtuvo reacciones negativas que provenían de un lugar diferente. Lucas nos informa en Hechos 15:1–5:

  Entonces algunos que venían de Judea enseñaban a los hermanos: “Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés no podéis ser salvos”. Pablo y Bernabé tuvieron una discusión y contienda no pequeña con ellos. Por eso se dispuso que Pablo, Bernabé y algunos otros de ellos subieran a Jerusalén, a los apóstoles y los ancianos, para tratar esta cuestión. Ellos, pues, habiendo sido encaminados por la iglesia, pasaron por Fenicia y Samaria contando la conversión de los gentiles; y causaban gran gozo a todos los hermanos. Al llegar a Jerusalén fueron recibidos por la iglesia, por los apóstoles y los ancianos, y refirieron todas las cosas que Dios había hecho con ellos.

Pero algunos de la secta de los fariseos, que habían creído, se levantaron diciendo: “Es necesario circuncidarlos [a los gentiles] y mandarles que guarden la Ley de Moisés”.

Note la manera tan clara en que el asunto llama la atención, tanto de Antioquía y ahora de Jerusalén. Los judaizantes, en contra del evangelio libre de la Ley que Pablo predicaba, insistían en que “la fe en Cristo no es suficiente, los gentiles también se deben circuncidar y deben estar de acuerdo en guardar la Ley de Moisés si es que esperan ser salvos”.

Este era el mismo asunto que estaba causando problemas en Galacia, y el resultado de esta primera reunión en Jerusalén seguramente sería importante para Pablo y sería el tema de una discusión o de una carta que Pablo les enviaría a los Gálatas.*
¿Cuál fue el resultado del Concilio de Jerusalén? Esta decisión sería de consecuencias tremendas para la situación paralela que había en Galacia. Pablo dice: “Pero ni aun Tito, que estaba conmigo, con todo y ser griego, fue obligado a circuncidarse”.

El asunto que se trató en el Concilio de Jerusalén y en Galacia fue si los gentiles estaban libres o no de las ceremonias ordenadas por la Ley de Moisés. Tito era griego, no judío, era un gentil, pero no se le obligó a que se circuncidara. El Concilio de Jerusalén estuvo completamente de acuerdo con Pablo y con su enseñanza de que la salvación llega a nosotros sólo por la gracia, como un regalo de la misericordia de Dios, a los que creen y confían en Cristo sin las obras de la Ley. Realmente, los cristianos de Jerusalén nunca hubieran tocado este tema; más bien, el problema surgió de una fuente diferente, como nos lo dice Pablo:

Gálatas 2:4–5. Todos los apóstoles estuvieron de acuerdo con respecto a la salvación por la fe sola como un regalo gratuito de Dios. La idea de añadir las obras fue de “los falsos hermanos”. Echemos otra mirada a los que están causando los problemas en Jerusalén, tal como se describen en Hechos 15:5. Lucas dice: “Pero algunos de la secta de los fariseos, que habían creído, se levantaron diciendo: ‘Es necesario circuncidarlos y mandarles que guarden la Ley de Moisés.’ ”

Ellos decían que eran creyentes en Cristo, pero dijeron algunas cosas que no eran nada cristianas. En realidad no eran nada más que adherentes del partido de los fariseos cuando insistían en que se debían guardar las ceremonias judías para poder obtener la salvación. Por eso eran judaizantes.

Algunas personas “se infiltraron” en la congregación cristiana expresamente con el propósito de quitar el regalo gratuito de la salvación. Ellos habrían reducido a las personas al estado de esclavitud al hacerlos trabajar para obtener lo que Cristo había conseguido con su muerte para poder dárselo gratuitamente.

Era una situación peligrosa, tanto en el Concilio de Jerusalén como en Galacia. Esta enseñanza era una corrupción del evangelio y privaría de la salvación a sus adherentes, porque los haría totalmente dependientes de ellos mismos al robarles los méritos de Cristo. Por esto Pablo les dice a los gálatas: “A los tales ni por un momento accedimos a someternos, para que la verdad del evangelio permaneciera con vosotros.”

En Jerusalén habían resistido con éxito el error de mezclar la fe con las obras; las enseñanzas de Pablo habían sido completamente confirmadas. Pero eso no era solamente un triunfo personal para Pablo. 

No, para el beneficio de los gálatas la firmeza de los apóstoles contra los falsos maestros había conservado el evangelio. Y para que el evangelio, que era libre de la Ley y con el que todos habían estado de acuerdo en Jerusalén, pudiera permanecer ahora con los gálatas, Pablo les ruega que no escuchen a sus adversarios, cuyo mensaje era muy similar al de los “falsos hermanos” de Jerusalén. Más bien, exhorta a los gálatas a que acepten el testimonio de los apóstoles, que estaban totalmente de acuerdo con las enseñanzas de Pablo de que ni las ceremonias ni las obras eran necesarias para obtener la salvación.

A Pablo le fue asignada un área en la obra del evangelio. Gálatas 2:6–10

Gálatas 2:6–10. 
Pablo sabe que gran parte de sus discusiones hasta ahora han estado haciendo énfasis en su independencia de los apóstoles de Jerusalén; sostiene que es un apóstol, no por la autorización ni por el apoyo de ellos, sino porque Dios lo llamó. 

Sigue recalcando que no tiene importancia cualquier rol externo o puesto que hayan ocupado los apóstoles en Jerusalén. Dios no juzga por esas normas y tampoco afecta la validez de los acuerdos a que se llegó en el Concilio de Jerusalén. Los que eran considerados importantes en Jerusalén no criticaron a Pablo ni le añadieron nada a su mensaje.

Ellos, además de no encontrar ninguna falla en el mensaje de Pablo, reconocieron que estaba predicando el mismo evangelio que predicaban Pedro y el resto de los apóstoles de Jerusalén. Todos estaban edificando el reino al predicar el mismo mensaje, y la única diferencia era la gente a la que le predicaban.

Vieron que la predicación de Pedro y la predicación de los apóstoles de Jerusalén había sido especialmente bendecida por el efecto que había causado en los judíos, mientras que los resultados de la predicación de Pablo a los gentiles eran asombrosos. Había unidad en la doctrina e igualdad en su respectivo apostolado.

Por esta razón, sólo había que hacer una cosa: darse por enterado y reconocer abiertamente los hechos del caso. Pablo informa: “Jacobo, Cefas y Juan, que eran considerados como columnas, nos dieron a mí y a Bernabé la diestra en señal de compañerismo, para que nosotros fuéramos a los gentiles y ellos a los de la circuncisión.”

El hecho de dar la diestra en señal de compañerismo no establecía nada nuevo, reconocía lo que ya existía y era una muestra de aceptación y de igualdad. Con un apretón de manos estuvieron de acuerdo en que Pablo y Bernabé les debían seguir predicando a los gentiles, mientras que Pedro y sus asociados trabajarían con los judíos.

Tal vez se deba notar que esa división del trabajo no tenía la intención de ser difícil ni rápida. No significaba que mantendrían vigilado el territorio ni que desafiarían a los otros a cruzarlo. Siempre había excepciones en ambos lados.

Por ejemplo, en el segundo viaje misionero de Pablo, que tuvo lugar poco tiempo después del Concilio de Jerusalén, el apóstol continuó con su rutina de ir primero a la sinagoga cuando llegaba a un lugar nuevo (Hechos 17:2). Allí predicaba siempre y cuando los judíos lo toleraran. Usualmente no era por mucho tiempo, y después de haber sido expulsado de la sinagoga, Pablo pasaba la mayor parte de su tiempo trabajando con los gentiles.

Por otro lado, recordemos que Pedro, el principal representante de la predicación del evangelio a los judíos, tampoco limitó su ministerio exclusivamente a los judíos. Para estar seguros, podemos ver que los capítulos iniciales de Hechos hablan exclusivamente de la obra de Pedro con los judíos en Jerusalén y en sus alrededores. Pero Pedro también fue a los samaritanos, que por lo menos sólo eran mitad judíos (Hechos 8:14–25). 

Y Dios mismo dirigió muy formalmente a Pedro para que fuera a Cornelio, que era gentil por completo (Hechos 10). Además, parecía haber buenas razones y muy válidas para concluir que las epístolas de Pedro, que fueron escritas al final de su vida, iban dirigidas a los gentiles.

El apretón de manos que se habían dado en Jerusalén no estableció ninguna limitación, no fue ningún obstáculo para que el grupo predicara el evangelio cada vez que se presentaba la ocasión. Más bien, lo que indicaba era que Pedro y Pablo estaban de acuerdo en el evangelio que se debía predicar. Ambos eran apóstoles experimentados, y el uno reconocía al otro como igual.

Este razonamiento era importante para los gálatas, ya que habían oído historias acerca de la dependencia o la inferioridad de Pablo con respecto a los apóstoles de Jerusalén. La implicación era que Pablo no tenía el mensaje correcto y les predicaba a los gentiles algo que era muy diferente de lo que Pedro les enseñaba a los judíos. Pablo dice que eso ¡no era verdad!

Había un acuerdo y un entendimiento completos entre las ramas judía y gentil de la iglesia cristiana. Ambas debían escuchar el mensaje de la salvación por medio de la fe en Cristo, sin las exigencias de ninguna ceremonia ni obras. Y debían dar evidencia concreta de la unidad que existía entre los cristianos judíos y gentiles; por eso se acordó desarrollar un programa caritativo. 

Pablo dice: “Solamente nos pidieron que nos acordáramos de los pobres; lo cual también me apresuré a cumplir con diligencia.” Otra vez, esto no era en realidad nada nuevo. Si es que tenemos razón al suponer que esto sucedió en el Concilio de Jerusalén, entonces la visita de Pablo y de Bernabé durante la hambruna de Hechos 11 habría sido tres años antes. Y eso encaja muy bien con la descripción que tenemos aquí. A Pablo y a Bernabé se les pide que “se acordaran” de los pobres, tal como lo habían hecho en el pasado.


Pedro acepta la amonestación de Pablo. Gálatas 2:11–21

Como representante de la iglesia cristiana de Jerusalén, Pedro le había dado a Pablo la mano derecha de la amistad cristiana, y esto indicaba su aceptación y su igualdad; esta expresión de compañerismo cristiano era relativamente un paso fácil de dar. Sin embargo, la verdadera prueba vendría cuando este acuerdo se aplicara a la realidad de la vida diaria. ¿Qué sucedería si Pedro y Pablo tuvieran una diferencia de opinión? ¿Quién saldría ganando si alguna vez se cruzaban en el trabajo? Pablo nos dice lo que realmente sucedió. Surgió una confrontación muy tensa entre los dos hombres, en la cual Pedro cedió.

Aquí debemos hablar con mucha claridad con respecto a los motivos que tuvo Pablo. No estaba edificando su propio ego, sino que hacía avanzar y defendía el mensaje del evangelio con el que tanto él como Pedro habían estado de acuerdo en el Concilio de Jerusalén. En la siguiente sección Pablo nos hace ver que ese mensaje fue el que salvó la situación en una confrontación que tuvo con Pedro en Antioquía, y también el mismo que ahora Pablo defendía contra un ataque similar en Galacia.

Gálatas 2:11–13. 
“Antioquía” no era la ciudad del Asia Menor que había sido evangelizada por Pablo y Bernabé en su primer viaje misionero, sino la que estaba ubicada en el territorio del río Orontes, a varios cientos de kilómetros al norte de Jerusalén en la frontera que existe entre la moderna Turquía y Siria. 

Era una congregación mixta, una de las primeras de las que formaban parte tanto judíos como gentiles (Hechos 11:19–26). Allí Pablo y Bernabé habían recibido su comisión al inicio de su obra misionera entre los gentiles, y siempre permaneció como la “base” desde la que llevaron a cabo sus siguientes esfuerzos de evangelización. De cierta manera, Antioquía se convirtió en la iglesia madre para los gentiles, así como Jerusalén lo era para los judíos cristianos. 

Por lo tanto, no es de sorprender que en el curso de los viajes de Pedro, visitara este gran centro de Cristianismo y se asociara con la congregación mixta de Antioquía, compuesta por judíos y gentiles.

El evangelio, con su mensaje de libertad cristiana, por lo visto había hecho que todo se desarrollara de una manera más relajada en Antioquía. Los cristianos de este lugar se dieron cuenta de que no eran necesarios ninguna obra ni mérito humanos para obtener la salvación. 

Así que no ponían ningún énfasis especial en la observancia o no de las ceremonias judías. Estaba bien si los judíos cristianos preferían comer “kosher” (alimentos permitidos por la religión judía) en las convivencias, o si deseaban disfrutar de una chuleta de puerco o de un sándwich de jamón con sus hermanos cristianos que eran gentiles, porque también era lícito. Se nos dice que Pedro “comía con los gentiles”, no guardaba estrictamente las normas de la tradición judía, pero eso fue “antes que llegaran algunos de parte de Jacobo”.

Hemos afirmado que Jacobo, el hermano de nuestro Señor, se había convertido en una figura prominente en la iglesia de Jerusalén. En realidad, era tan importante que prácticamente su nombre se convirtió en sinónimo de Jerusalén. Pero por eso no debemos llegar a la conclusión de que ellos necesariamente habían sido enviados por Jacobo, sino más bien que algunos hombres que venían del área que administraba Jacobo se presentaron en Antioquía cuando Pedro estaba allí.

Es probable que para Pedro, Jacobo no representara ningún motivo de preocupación ya que desde el Concilio de Jerusalén era bien conocido el punto de vista de Jacobo acerca de la libertad de los gentiles. Tampoco lo inquietaban de manera especial los que habían llegado de Jerusalén. 

Por desgracia, la verdadera preocupación de Pedro parecía basarse en el temor a las actitudes desagradables y de las dificultades que resultarían para él, si las noticias de que él comía con los gentiles llegaban a ciertos elementos problemáticos de Jerusalén. En resumen, tenía “temor a los partidarios de la circuncisión” (v 12, NVI). Si se desea, se les puede llamar judaizantes.

Ya hemos visto los problemas que le causaron a Pablo, fueron tales que se tuvo que convocar una reunión especial en Jerusalén. Pedro tampoco se había salvado de sus críticas. Se habían quejado amargamente porque había entrado en el hogar de Cornelio que era gentil y había comido con ellos (Hechos 11:1–3). En esa ocasión, Pedro les había dado a “los que eran de la circuncisión”, como los identifica el libro de Hechos, una respuesta sencilla y muy evangélica.

Desgraciadamente Pedro no se desenvolvió tan bien en Antioquía, se retiró discretamente de su antigua y directa asociación con los gentiles. Otra vez comenzó a comer en las convivencias los alimentos permitidos por la religión judía; se mezcló con los judíos cristianos, y volvió a las costumbres de ellos.

Esta manera de actuar no pasó inadvertida y otros judíos cristianos siguieron su ejemplo. Finalmente hasta Bernabé, el gran compañero de Pablo en la misión de evangelizar a los gentiles, sintió la presión de todo esto y cambió su comportamiento. Estos hombres sabían lo que hacían, pero cedieron ante el ejemplo de Pedro. Era, como Pablo lo había llamado, “hipocresía” y exigía una acción firme e inmediata. Pablo dice:

Gálatas 2:14. 
Es necesario notar la seriedad de la situación. Esta gente “no andaba rectamente conforme a la verdad del evangelio”. Ese era un error que destruía el alma y cobraba más fuerza. Esa enseñanza ponía en peligro la salvación de la gente. Además, el ejemplo de Pedro se había dado en público, su conducta afectaba y ejercía presión sobre todos. Como la enseñanza había sido pública, también la corrección se tenía que hacer de igual manera. Por eso Pablo se dirige a Pedro individualmente y frente a todos, haciéndole ver la naturaleza contradictoria de sus acciones.

Pedro era judío y sin embargo, al ir a Antioquía, inicialmente había participado con libertad en los círculos de los gentiles y hasta había comido con ellos. De ese modo ilustró el principio del evangelio de que las costumbres y las ceremonias judías no tenían ningún valor en sí mismas. No era necesario que se cumplieran como un requisito para la salvación.

Sin embargo, al cambiar su manera de proceder, Pedro estaba negando ese principio; ahora actuaba como si vivir al estilo de los gentiles fuera en perjuicio de las oportunidades que tenía una persona para salvarse. Actuaba como si cumplir con las costumbres judías de guardar la Ley de Moisés realmente ayudara a mejorar la relación de una persona con Dios. Por eso con su ejemplo Pedro estaba obligando a los gentiles “a practicar el judaísmo” (v 14, NVI).

Con el aumento de nuestra experiencia acerca de los perjuicios de la parcialidad y de la discriminación contra los grupos étnicos, se nos ha despertado una aversión a la idea de que un grupo imponga su cultura o sus costumbres a otro. Se oye hablar mucho acerca de la dignidad de cada individuo como persona y del valor inherente de su cultura étnica. 

Sin embargo, debemos notar que aquí Pablo no sigue esta lógica. No menosprecia las costumbres judías porque quiera defender la cultura de los gentiles (más adelante dirá algunas cosas negativas acerca de la cultura de ellos). Aunque los interese culturales puedan ser muy importantes, aquí la objeción de Pablo se apoya en una base bastante diferente; lo que quiere hacer ver es que ante Dios ninguna obra ni actividad humanas tiene ningún mérito. Ni las ceremonias ni las costumbres judías tienen ningún valor para la salvación; imponérselas a los gentiles no es un crimen cultural, sino espiritual. Le quita autoridad al evangelio, lo mina. Hablando de judío a judío, Pablo le dice a Pedro:

Gálatas 2:15–16. 
Los judíos tenían muchas ventajas; después de todo, eran el pueblo escogido de Dios, a quienes había llevado a una relación especial de pacto con él. Debido a ese vínculo Dios, por medio de Moisés, les había dado a los judíos muchos reglamentos y directivas para guiarlos en la vida diaria y en los servicios de adoración.

Pero los judíos, que verdaderamente entendían la naturaleza de este pacto con Dios, nunca confiaron en el cumplimiento de esos reglamentos especiales como la razón por la que Dios debía ser misericordioso con ellos. Por ejemplo, cuando llevaban sus sacrificios, no lo veían como algo que hacían para Dios; sino como un recordatorio de la gran promesa de Dios. Los sacrificios de un buey o de un carnero prefiguraban el verdadero sacrificio que Dios había prometido hacer por ellos. Ese sacrificio sería el Cordero de Dios, que como el Salvador del mundo un día moriría y sufriría al tomar el lugar de ellos.

Cuando las ceremonias y las costumbres de la Ley de Moisés eran entendidas correctamente, las veían como un medio de enseñanza para recordar al Mesías prometido, el Cristo que iba a venir. Y el rol preparatorio y la naturaleza didáctica de estos reglamentos se hicieron aún más claros después de que Cristo apareció y declaró que era el cumplimiento de todas esas prefiguraciones del Antiguo Testamento. Por eso Pablo espera que Pedro esté de acuerdo con él cuando dice: “Nosotros… sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por la fe de Jesucristo”.

En efecto, Pablo le dijo a su compañero apóstol que estaba ejerciendo presión sobre los gentiles para que guardaran las ceremonias del Antiguo Testamento: “¡Vamos, Pedro! Ni nosotros los judíos confiamos en la observancia de las ordenanzas y ceremonias de Moisés, porque sabemos que nuestra salvación solamente está en los méritos de Cristo. 

Y si ni siquiera nosotros, a quienes se nos dio la Ley, confiamos en ella para nuestra salvación, ¿por qué debemos obligar a los gentiles a que la cumplan?” Es una necedad y hasta un peligro el instar a las personas a que guarden la Ley, porque las lleva a depositar su confianza en la obediencia de la Ley y en el mérito que supuestamente tiene eso. Entonces estarían confiando en algo que no las puede salvar, porque como Pablo añade: “Por cuanto por las obras de la Ley nadie será justificado”.

Este pensamiento recibirá una atención más detallada en el tercer y cuarto capítulos de la carta. Mientras tanto, Pablo espera otra objeción y se adelanta. Hablándole todavía a Pedro, él dice:

Gálatas2:17–18. 
Para entender este versículo nos debemos dar cuenta de que el sentido en el que Pablo usa la palabra “pecadores” no es igual al de “pecado”. Eso podría necesitar una explicación.

Recordemos que en la sección anterior Pablo había hablado de Pedro y de sí mismo como “judíos de nacimiento” y no “pecadores de entre los gentiles”. El término “pecador” era un calificativo común de desprecio que los judíos les atribuían a los gentiles. Es claro que el “pecado” principal de los gentiles era el de no obedecer la Ley de Moisés; comían alimentos impuros, trabajaban el día sábado, no ofrecían sacrificios, no circuncidaban a sus hijos, etc.

Pablo acababa de decir que el que cree en Cristo es justificado, es decir, es considerado aceptable delante de Dios; el hecho de guardar la Ley mosaica no influía para nada en la justificación. Uno puede muy bien no considerar la Ley, como Pedro mismo no la consideró inicialmente a su llegada a Antioquía. Pero para la típica terminología judía el hecho de no guardar la Ley de Moisés hacía que la gente fuera “pecadora”. Al confiar en Cristo y no en la observancia de la Ley mosaica, los cristianos judíos verdaderamente se convertían en “pecadores” en el sentido en el que ese término se les aplicaba regularmente a los gentiles.

Ahora Pablo hace la pregunta: “¿El hecho de ‘no guardar’ la Ley mosaica, es un error verdadero y moral, un ‘pecado’ en el verdadero sentido del término? O dando un paso más adelante, si la fe en Cristo permite que la gente no tome en consideración la Ley, ¿podría uno decir que Cristo es un promotor del pecado?” “¡De ninguna manera!” contesta Pablo.
La verdad es todo lo contrario a esto; defender la Ley de Moisés y abogar por ella (como Pedro lo había hecho en su flaqueza y como los judaizantes de Galacia lo estaban haciendo con deliberación y convicción) es el verdadero pecado, que hace a una persona quebrantadora de la Ley. Eso es criminal porque arruina el evangelio y priva a los hombres del regalo gratuito de la salvación. Por eso el apóstol afirma: “Porque si las cosas que destruí [la Ley de Moisés], las mismas vuelvo a edificar, transgresor me hago.”
Hasta este punto el tacto de Pablo es muy notable; note que cambia y usa la primera persona. Al hablar de su propio caso, en cierto sentido, disminuye la presión que cae sobre Pedro y sobre su desafortunado apoyo a la Ley mosaica. Pablo había cometido el mismo error y había seguido por la ruta del legalismo; había sido fariseo, se había esforzado mucho en servir a Dios con gran fervor para poder llegar a ser aceptable ante el Señor. Pero no había resultado; podía impresionar a los hombres, pero no a Dios. El Señor mismo lo había enfrentado en el camino a Damasco y le dijo que lo que estaba haciendo para obtener el favor de Dios era totalmente equivocado. Tenía que ser así porque, como Pablo aprendió a decir después: “Por las obras de la Ley ningún ser humano será justificado” (Romanos 3:20). Está en la naturaleza del asunto que nadie será justificado por las obras de la Ley, porque nadie puede cumplir con la voluntad de Dios de una manera perfecta.

2:19–21. Debemos notar el tono de desesperanza y de impotencia que se filtra cuando Pablo dice: “Yo por la Ley morí para la Ley”. Aun el hecho de morir para la Ley y de perder toda esperanza en su propia capacidad tenía un efecto fuerte en Pablo. Para él eso enfatizaba la imposibilidad de ganar la salvación por sus propios medios, y hacía que fuera muy atractiva la única alternativa posible: dejar que alguien más cumpliera en su lugar con las justas exigencias de Dios. Entonces Pablo gustosamente aceptó el evangelio, que le daba las buenas nuevas de que Cristo ya había hecho todo para salvarlo a él.
Por medio de la fe, Pablo comparte el mérito de Cristo. En realidad, es tan cercana su vinculación con Cristo que puede decir que ha sido “crucificado con Cristo”. Realmente ya no es Pablo el que vive, sino es Cristo quien vive en él. “Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”.
Lo que animaba a Pablo a llevar una vida de gustosa obediencia no eran las exigencias de la Ley, sino el amor por el Salvador. Solamente esta vida, motivada por el amor y por la gratitud, es consistente con el evangelio de la gracia sola en Cristo. Porque si la justicia se pudiera ganar por medio de nuestra obediencia (si la justificación realmente dependiera hasta cierto punto de que nosotros guardáramos la Ley) entonces la muerte de Cristo por nosotros habría sido en vano.
Con estas palabras Pablo termina de reprender a Pedro, y también hay que notar que con esto concluye la primera parte de su carta a los Gálatas. Recuerde el énfasis que hay en toda esta sección inicial. Los judaizantes desafiaban a Pablo y dudaban de su autoridad, porque no era uno de los apóstoles originales que siguieron a Cristo durante su ministerio público y luego habían sido formalmente comisionados en su ascensión. Pablo contestó que no necesitaba ninguna conexión con los apóstoles de Jerusalén porque era igual que ellos en todo sentido, ya que él también había sido llamado por Dios y comisionado formalmente para predicar el evangelio.
Para respaldar esta afirmación de igualdad Pablo reunió tres pruebas: En el Concilio de Jerusalén los apóstoles originales no encontraron ninguna falla en sus enseñanzas del evangelio libre de la Ley, porque a Tito no se le exigió que guardara ninguna de las ceremonias del Antiguo Testamento. Además, los apóstoles de Jerusalén habían reconocido la confiabilidad del mensaje que Pablo predicaba, porque lo animaron a él y también a Bernabé a que les continuaran predicando este evangelio a los gentiles, mientras que ellos seguirían compartiendo el mismo mensaje con los judíos. Finalmente, cuando Pedro, que estaba en Antioquía, por desgracia se apartó del mensaje en el que ambos lados estaban de acuerdo, reconoció la validez de la reprimenda de Pablo y aceptó la corrección que Pablo le había ofrecido.
Así que, es evidente por la lógica de Pablo que tanto él como los apóstoles de Jerusalén predicaban el mismo evangelio. Pero, ¿cuál era exactamente el evangelio que predicaban? ¿Y cuál es la relación que existe entre las ceremonias del Antiguo Testamento con el evangelio del Nuevo Testamento? Este será el énfasis que impulsará la segunda parte principal de la carta de Pablo. Aquí Pablo se dirigirá a la doctrina de la justificación, este tema tan importante que trata de cómo un pecador burdo y vil puede ser aceptado por un Dios justo y santo.

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