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LA GRACIA, LA FE Y LAS OBRAS
I. Definición
En estudios anteriores hemos hecho referencia repetidas veces a los grandes conceptos de la GRACIA divina y la FE, con el principio opuesto de las OBRAS muertas de los hombres (He. 6:1; 9:14), pero es conveniente volver a definirlos en este estudio buscando la relación que existe entre ellos, pues de la debida comprensión de estos términos, relacionados con la obra de la Cruz, depende la eficacia y la claridad del anuncio del Evangelio.
La gracia divina es el favor de Dios, al impulso de Su amor, hacia el hombre que nada ha merecido, de modo que llega a ser la fuente de donde fluye el caudaloso río de la salvación en todos sus aspectos, y el origen de todo bien para el hombre. La gracia divina es mucho más que una mera benignidad, pues, tratándose del favor del Dios soberano y omnipotente, pone en movimiento todos los recursos de la divinidad y lleva a feliz término todos Sus buenos propósitos en orden al hombre. De la fuente de la gracia brota la obra de la Cruz, la gloria de la Resurrección, el descenso del Espíritu Santo, la formación de la Iglesia, la derrota final del mal y la inauguración de la nueva creación.
La fe (aparte ciertos sentidos secundarios) es el complemento en el hombre de la manifestación de la gracia de parte de Dios. La rebeldía y la incredulidad oponen una barrera a la operación de la gracia divina; la fe hace que el hombre acepte el mensaje de Dios y descanse totalmente en la persona de Cristo, ofrecida en el Evangelio como única base de la fe verdadera, permitiendo así que la obra de gracia se realice en el corazón del creyente. La confianza del alma en Cristo, que es la esencia de la fe, establece una unión vital entre Cristo y aquel que acude a Él, de tal forma que todo lo que es Cristo, y todo el valor de Su obra, llega a ser la posesión personal e inalienable del creyente.
Las obras del hombre son las actividades del hombre carnal, ora sean «malas» ora sean «buenas» según el criterio del hombre caído. Es fácil comprender que las malas obras acarrean condenación y muerte, pero las Escrituras enseñen con igual claridad que aun las «buenas obras» del hombre carnal son inútiles para conseguir la salvación y pueden llegar a ser un estorbo para recibir con fe la obra de Dios en Cristo, ya que, obrando el hombre, no deja obrar a Dios. El Evangelio exige que el hombre se rinda sin condiciones a Dios, y que extienda sus manos vacías para recibir de Él la vida eterna.
II. La gracia divina
Partiendo de la base de la definición que ya hemos adelantado, podemos notar lo siguiente:
A. El origen de la gracia. «Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro padre y del Señor Jesucristo» (Ro. 1:7). He aquí la hermosa y típica frase con la cual Pablo solía saludar a las iglesias y a sus colaboradores en la obra, y que nos hace ver que el Padre y el Hijo Jesucristo son conjuntamente los autores de la gracia, que fue provista por el Padre, traída y manifestada por el Hijo y hecha eficaz en el corazón del creyente por el Espíritu Santo (Jn. 1:17; 2 Ti. 1:9; He. 2:9; 10:29). De paso podemos notar que las salutaciones de Pablo son una demostración de la divinidad del Señor Jesucristo, ya que es inconcebible que la gracia procediera de quien no fuese Dios.
B. El alcance de la gracia. 1) potencialmente pone la salvación al alcance de todos los hombres: «Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres …» (Tit. 2:11). 2) Basta para la salvación del peor de los pecadores que se arrepiente y cree en Cristo, según el ejemplo que tenemos en la conversación de Saulo de Tarso (1 Ti. 1:12–16). Véase también Lc. 23:39–43. 3) Como consecuencia lógica de la definición que hemos adelantado se relaciona con todos los aspectos de la obra de Dios a favor de los hombres (Ro. 3:24; Gá. 1:15; Hch. 15:11; Ef. 2:5–8, etc.). 4) Convierte al trono de juicio en trono de gracia para el creyente, y es la fuente de todo consuelo y de su socorro (He. 4:16; 2 Co. 12:9). 5) Es el poder y la sustancia de todos los dones, que se llaman charismata, o sea, «operaciones de gracia», como también de todo servicio eficaz (1 Co. 15:10; Ro. 12:6). Todo esto se incluye en «las abundantes riquezas de su gracia» (Ef. 2:7).
C. El ejemplo excelso de la gracia. «Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos» (2 Co. 8:9). ¡Tal es la gracia que ha de reflejarse en la vida de los creyentes! (2 P. 3:18).
III. La fe
A. Significado de la fe. La palabra griega pistis («fe») y el verbo correspondiente (pisteuo) se emplean casi 500 veces en el Nuevo Testamento, lo que da la medida de la importancia del principio que hemos señalado arriba. Aparte de algunos casos secundarios en que significa «fidelidad», se pueden distinguir dos aspectos muy relacionados en el uso de estas palabras: 1) por un movimiento del ser humano, en el que entra tanto la inteligencia como la voluntad, se asiente a la declaración del Evangelio; y 2) por un acto análogo, el alma confía totalmente en la persona del Salvador. «La fe viene por el oír; y el oír, por la palabra de Dios» (Ro. 10:17); pero la recepción del mensaje pasa a ser confianza total en una persona: «Yo sé a quién he creído …» (2 Ti. 1:12). Abraham recibió la promesa de Dios, pero su justificación resultó de su fe en Dios: «Y creyó Abraham a Dios y le fue atribuido a justicia.» Por padre de muchas gentes te he puesto: delante de Dios al cual creyó …» (Ro. 4:3, 17).
B. La fe es el medio de la salvación en todos sus aspectos. Como hemos visto, es la actitud del hombre que corresponde a la gracia que procede de Dios y nace de la comprensión de la nulidad de todo esfuerzo humano, combinando con la visión de la suficiencia total de Dios y de Su obra en Cristo. Dios por Su gracia ofrece la salvación al hombre; éste por su fe la hace suya. No puede haber verdadera fe sin la humildad, y por eso el señor declara que hemos de volvernos como niños para entrar en Su Reino (Mt. 18:3; Hch. 16:30 y 31; Jn. 3:16–18, etc.).
C. Sin la fe no puede haber poder ni bendición en la vida del creyente. El mismo principio que nos une con Cristo para recibir la salvación, mantiene el contacto con Dios a los efectos de todos los aspectos de la vida y del servicio del cristiano, hasta tal punto que Pablo declara: «Todo lo que no proviene de fe es pecado» (Ro. 14:23; véase también He. 11:6). A la fe que nos relaciona con Dios, corresponde el amor que nos pone en contacto con el hombre; así que «la fe obra por el amor» (Gá. 5:6). Si la fe debilita, el contacto con Dios se dificulta, y el poder divino no fluye ni se manifiesta en la vida del creyente. Al hombre de fe que se halla en los caminos de la voluntad de Dios, todo le es posible (Mr. 9:23; Lc. 17:5 y 6).
IV. Las obras humanas
A. Las obras humanas surgen de la «carne». La actividad total del hombre caído surge de la «carne» (la vieja naturaleza del hombre heredada de Adán), y los que están en la carne no pueden agradar a Dios (Ro. 8:7 y 8). Por consiguiente, no sólo las obras malas del hombre son abominables delante de Dios, sino que también sus mejores justicias son como «trapos de inmundicia» (Is. 64:6), ya que es un hecho real que todos los hombres se han descarriado como ovejas y que ninguno, por naturaleza, es justo delante del divino Juez (Is. 53:6; Ro. 3:10 y 12). Ya hemos visto en el capítulo 5 que eso no quiere decir que el hombre sea incapaz de realizar actos nobles en relación con sus semejantes, sino que toda obra humana lleva en sí el germen del pecado inherente en el hombre y no puede presentarse delante de Dios en estas condiciones.
B. Son inútiles para la salvación del hombre. El apóstol Pablo, haciendo referencia a las obras de la Ley, dice enfáticamente que si al hombre le fuese posible conseguir la justificación (o la salvación) por su bien hacer, «entonces por demás murió Cristo» (Gá. 2:21). El Señor Jesús «consumó» la obra de salvación en la Cruz, y el pobre pecador no puede añadir nada a ella para salvarse: «no por obras, para que nadie se glorie» dice la Palabra de Dios (Ef. 2:9; véase 2 Ti. 1:9; Tit. 3:5).
C. Son un obstáculo para el hombre religioso, ya que éste confía en sus propios méritos y no acepta por fe la salvación que Dios le ofrece gratuitamente en la persona de Su Hijo Jesucristo. Los tales pretenden justificarse a sí mismos; pero Dios no los puede aceptar en su actitud orgullosa. Dijo el Señor a los religiosos fariseos: «Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación» (Lc. 16:15). Esta actitud de justicia propia fue el gran obstáculo para el pueblo de Israel (Ro. 10:3; véase también Lc. 18:9–14).
D. Las buenas obras en el poder del Espíritu Santo son el fruto de la vida nueva. Desde luego lo dicho hasta aquí no quiere decir que Dios no desee las buenas obras del hombre, sino que éstas deben ser el resultado lógico de la nueva vida de aquellos que por su fe han establecido contacto espiritual con el Señor Jesús, el autor de la vida y, por lo tanto, el orden establecido divinamente es éste: primero aceptar la vida; luego producir los frutos de justicia por el poder del Espíritu Santo que nos es dado al creer (Gá. 5:22). Pablo dice que no somos salvos por medio de nuestras obras, pero sí que el creyente, ya salvo, está llamado a andar en buenas obras, «las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Ef. 2:9 y 10; véase Mt. 5:13–16; Hch. 26:20; Col. 1:10, etc.). Hacer obras para salvarnos es hacer lo contrario de lo que Dios ha dispuesto: es poner el carro delante del caballo.
E. La justificación por las obras. Es muy cierto que, delante de Dios, lo que justifica al hombre es la fe en Cristo, quien murió y resucitó a favor del pecador; pero esta justificación no es meramente legal, sino vital, por la íntima unión con el Señor (1 Co. 6:17); luego las obras en el creyente son las que justifican públicamente su fe verdadera en el Señor Jesús. Son la expresión de vida de uno que, habiendo estado muerto, ha revivido; desde luego, la única prueba de la vida nueva de un resucitado es que dé señales de esa vida; de no ser así no creeríamos. Éste es el pensamiento de Santiago cuando escribe su epístola (Stg. 2:14–26). Abraham, por ejemplo, fue justificado (término legal) delante de Dios cuando creyó (Gn. 15:6), mientras que años más tarde «justificó» su fe sincera cuando, en obediencia a Dios, ofreció a su hijo Isaac sobre el altar (Gn. 22). «Sus obras mostraron su fe.» «Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta.»
PREGUNTAS
1. Hágase una definición de la gracia, ilustrando su contestación con algunas citas apropiadas.
2. ¿Cómo puede ser la fe el medio de la salvación y no las obras? Apoye su contestación contextos apropiados.
3. Explíquese, con ejemplos bíblicos, lo que quiere decir la justificación por las obras.
LA RESURRECCIÓN DE CRISTO
I. El hecho histórico de la resurrección de Cristo
Por la resurrección de Cristo ha de entenderse que el cuerpo del Señor Jesús, que fue muerto realmente en la Cruz y sepultado en una tumba, fue levantado por Dios al tercer día, sueltos los dolores de la muerte (Mt. 28; Mr. 16; Lc. 24; Jn. 20 y 21).
A. La resurrección de Cristo, profetizada
La muerte de Cristo por los pecados de los hombres y Su resurrección de entre los muertos eran las doctrinas básicas de la predicación del Evangelio en boca de los apóstoles. Dice Pablo: «Cristo murió por nuestros pecados … y resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Co. 15:1–3). Estas últimas palabras del apóstol indican que la resurrección del Señor Jesús ya estaba profetizada en el Antiguo Testamento. En figura, se halla implícita en el sacrifico de Isaac (Gn. 22:1–13; He. 11:17–19) y en el caso de Jonás (Jon. 2; Mt. 12:39 y 40). Proféticamente, está comprendida en las palabras de Isaías (53:10): «Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá, por largos días …» Por último, en el Salmo 16, David, hablando en nombre de Cristo, escribe: «No dejarás mi alma entre los muertos, ni permitirás que tu Santo vea corrupción» (Versión Moderna). Estas palabras son interpretadas por los apóstoles Pedro (Hch. 2:23–31) y Pablo (Hch. 13:35–37) como una profecía explícita de la resurrección del Señor (véase Lc. 24:46).
B. Las pruebas del hecho de la resurrección de Cristo
Existen pruebas suficientes en los relatos de los evangelistas que evidencian la realidad de la resurrección del Señor, ya que todos ellos nos dan numerosos pormenores tocante a esta doctrina; y en cuanto a las aparentes dicrepancias respecto a Ciertos puntos, son una bagatela referente al HECHO CENTRAL de que Cristo se levantó real y verdaderamente de entre los muertos. Sin embargo, ha habido críticos, y los hay, que no han querido admitir la evidencia del milagro máximo. Éstos tratan de defender las hipótesis siguientes:
1. «Los discípulos robaron el cuerpo del Señor, e inventaron la especie de que había resucitado.» Esta «explicación» hace caso omiso de toda la evidencia, porque:
a) Cómo pudieron los discípulos extraer el cuerpo ante los ojos de los soldados romanos?
b) Por qué estaban dispuestos a morir por una superchería manifiesta?
c) Si los soldados estaban durmiendo (Mt. 28:13), ¿cómo sabían ellos que lo habían robado los apóstoles?
2. «El Señor no murió en la Cruz, sino que sufrió un desmayo, y en tal estado José lo colocó en la tumba. Por la mañana, recobrando las fuerzas, salió.» Esta teoría no concuerda con el relato evangélico, ya que Juan el apóstol da testimonio solemne de haber visto cómo un soldado romano traspasó con una lanza el costado del Señor Jesús (Jn. 19:34–37).
3. «Los discípulos, influidos psicológicamente por sus grandes deseos de volver a ver a Jesús, sufrían una serie de alucinaciones, de modo que las manifestaciones no tenían más que una realidad subjetiva, y no constituyen hechos reales.» Esto podía suceder en el caso de que los discípulos hubiesen puesto su confianza en la resurrección inmediata de su Maestro; pero, lejos de esto, ninguno de ellos esperaba que Cristo resucitase; al contrario, estaban desanimados y tenían miedo de los judíos (Jn. 20:19). Las mujeres vinieron al sepulcro, el primer domingo cristiano, no para ver la tumba vacía, sino para embalsamar el cuerpo para su largo sueño. Tan cierto es ello, que se preguntaban ansiosas quién les removería la piedra de la entrada del sepulcro para entrar en él (Mr. 16:3). María Magdalena corrió a decir a los discípulos, no que Él había resucitado, sino que Su cuerpo había sido quitado y que no sabía dónde lo habían puesto (Jn. 20:1 y 2). Cuando los apóstoles se reunieron, se «estaban lamentando y llorando» (Mr. 16:10). Cuando las mujeres dijeron a los otros discípulos que Cristo había resucitado y que se les había aparecido, no lo creyeron; y, ante Su manifestación, dudaron (Mt. 28:17; Mr. 16:11–13; Lc. 24:11). Juan declara que «no conocían la Escritura, que Él hubiera de resucitar de entre los muertos» (Jn. 20:9). ¿Podría haber otra cosa más patética que las palabras de los dos discípulos que iban a Emaús?: «Pero nosotros esperábamos que Él era el que había de redimir a Israel …»
4. «Toda la historia de la resurrección es un mito, que encierra hondas verdades espirituales, pero nada de ello tiene categoría histórica.» Basta contestar que un «mito» necesita siglos para «incubarse», pero la doctrina de la resurrección se predicaba a las pocas semanas del hecho. Además, si la resurrección es un mito, ¿por qué no presentaban los judíos el cuerpo de Jesús al pueblo para disipar las dudas?
5. «Los discípulos vieron un espíritu, que se hacía visible a la manera de las evocaciones espiritistas.» Tal teoría no explica la tumba vacía. ¿Qué se hizo, entretanto, del cuerpo del Señor Jesús? Él sabía que los discípulos podían creer que se manifestaba a ellos en «espíritu» solamente, y por eso les demostró la realidad de Su cuerpo resucitado (Lc. 24:37–40; Jn. 20:27–29).
Los evangelistas refieren las diversas manifestaciones (diez por lo menos) del Señor a los suyos después de haber resucitado. Todas ellas se hicieron bajo las más variadas condiciones y circunstancias. Lucas, el autor del libro de Los Hechos, escribe diciendo: Jesús «después de haber padecido se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoles por cuarenta días» (Hch. 1:3; véase 13:31). Una de estas pruebas indiscutibles es la que declaró el apóstol pedro en su predicación en casa de Cornelio: «A éste [Jesús] levantó Dios el tercer día, e hizo que se manifestase … a los testigos que Dios había ordenado de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con Él después que resucitó de los muertos» (Hch. 10:40 y 41). En efecto, el Señor resucitado «comió» y «bebió» con ellos (véase Lc. 24:41–43; Jn. 21:1–14).
El testimonio del apóstol Pablo es de un valor incalculable. El Señor resucitado y glorificado se le apareció también a él, lo que le constituye en testigo ocular de Su resurrección, como los demás apóstoles. Su testimonio nos llega a través de un auténtico documento de su puño y letra (1 Co. 15, epístola incontrovertida por los críticos). Para confirmar lo que dice, apela al testimonio de los supervivientes de «más de 500 hermanos» que le vieron en una sola ocasión. Es indudable que todas las pruebas de credibilidad pueden aplicarse con éxito a este testimonio.
Debemos considerar, además, como prueba amplia e irrefutable, la repentina y total transformación moral de los testigos, y la formación inmediata de la Iglesia. En Jerusalén, los aterrados y fugitivos discípulos que habían negado a su Señor se reúnen de nuevo, y, con intrépido coraje, proclaman esta «antipática» doctrina de la resurrección, con el resultado de que se convierten millares de personas ( Hch. 1:8; 2:32; 3:15; 4:20 y 33; 5:32, etc.). Aquellos testigos ya no hacen caso ni de peligros ni aun de la muerte. Ahora bien, el fraude no produce tales ejemplos de valentía ni la desilusión crea reinos de celestial poder. Un árbol no puede producir otro fruto que el correspondiente a su especie. Así ocurrió con los mártires cristianos: el fruto que ellos produjeron tuvo por causa eficiente la fe en la resurrección de Jesús.
Los creyentes podemos descansar en una sobria certidumbre, y exclamar con voz de triunfo, al unísono con Pablo: ¡Cristo ha resucitado de los muertos …! (1 Co. 15:20).
II. Importancia de la resurrección de Cristo
La resurrección de Cristo es de tal importancia que el cristianismo se derrumba si ésta cae y se mantiene en pie si ésta se mantiene enhiesta. Considerando el asunto llanamente y sin rodeos, diremos que si la resurrección tuvo lugar, es fácil la aceptación de los otros milagros de Cristo, pues todas las esperanzas del cristiano están fundadas, precisamente, en ese hecho; pero «si Cristo no resucitó, se sigue que no era el Hijo de Dios, y en ese caso el mundo se halla desolado, el cielo vacío, el sepulcro oscurecido y el pecado sin solución; con el corolario de que la muerte será eterna» (Mullins). El apóstol Pablo declara terminantemente que «Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe. Y somos hallados falsos testigos de Dios … si Cristo no resucitó … aún estáis en vuestros pecados … Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres» (1 Co. 15:14–19).
III. La resurrección de Cristo en relación con la vida del creyente
Todos los aspectos de la vida del cristiano dependen del gran acontecimiento de la resurrección de Cristo, según vemos a continuación:
A. La justificación: «Jesús, nuestro Señor, el cual fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación» (Ro. 4:25); o sea, que la perfecta justificación que a favor de los hombres consiguió Cristo en Su muerte expiatoria fue la causa por la que pudo romper los lazos de la muerte y salir a la vida de resurrección.
B. La salvación: «Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo» (Ro. 10:9), ya que la resurrección es la consumación de la totalidad de la obra de la Cruz.
C. La regeneración: El apóstol Pedro escribe: «Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos» (1 P. 1:3); pues la resurrección de Cristo es la fuente y el origen de la vida nueva del creyente.
D. El bautismo cristiano, en el cual, después de haber sido sumergido en el agua, el creyente sube de ella y anuncia simbólicamente su identificación con la vida de resurrección del Señor Jesucristo (Col. 2:12; 1 P. 3:21).
E. La vida de fe del creyente fiel, ya que da por muerto todo lo natural para confiar plenamente en Dios «que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro» (véanse los casos típicos de Abraham y Pablo: Ro. 4:17–24; 2 Co. 1:9).
F. La santificación: El apóstol Pablo habla del cristiano como identificado con Cristo en Su muerte y en Su vida gloriosa de resurrección, exhortando a que todos los creyentes consideren este hecho como la única base de separación del pecado. «Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Ro. 6).
G. La resurrección de Cristo es el secreto de toda manifestación del poder divino en el creyente: «… para que sepáis … cual [es] la supereminente grandeza de su poder [de Dios] para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos …» (Ef. 1:18–21 y Fil. 3:10).
H. Nos traslada a las esferas espirituales en solidaridad con Cristo: A los ojos de Dios, lo que Él realizó en la persona de Su Hijo a favor de los hombres es una realidad desde ahora para nosotros los creyentes, de tal manera que Pablo declara: «Dios … nos dio vida juntamente con Cristo … con él nos resucitó, y, asimismo, nos hizo sentar en lugares celestiales con Cristo Jesús» (Ef. 2:4–6 con Col. 3:14).
IV. La resurrección de Cristo es la garantía de la resurrección corporal del creyente
En efecto, la resurrección actual del cristiano es espiritual, mas en la venida de Cristo será corporal, la cual está afianzada por la resurrección previa del Señor Jesús. «Mas ahora ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho. Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos … Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicas; luego los que son de Cristo en su venida» (1 Co. 15:20–23, con 6:14; Fil. 3:20 y 21; 1 Ts. 4:14–17).
PREGUNTAS
1. Cítense algunas indicaciones o profecías del Antiguo Testamento que se refieren a la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, añadiendo un breve comentario.
2. ¿Cuáles son las principales objeciones humanas a la resurrección corporal de Cristo y cómo se han de contestar en base a la Palabra de Dios?
3. Señálese la importancia de la resurrección de Cristo.
LA PERSONA Y LA OBRA DEL ESPÍRITU SANTO
I. El Espíritu Santo en la Santísima Trinidad
La Biblia no expresa de una manera dogmática la verdad acerca del Espíritu Santo. Sin embargo, las muchas referencias a él y a su obra pueden resumirse como sigue: El Espíritu Santo es la tercera «Persona» de la Deidad, quien procede desde la eternidad del padre (Jn. 15:26) y del Hijo exaltado (Jn. 16:7; Hch. 2:33; Gá. 4:6), siendo igual a ellos en esencia. No es una mera «influencia» que emana de Dios, sino el agente inmediato en toda la obra divina, tanto en la creación material como en el espíritu del hombre, manifestando todos los atributos de una «personalidad». Su Nombre se halla unido con el padre y el Hijo en la fórmula bautismal (Mt. 28:19) y en la bendición de 2.a Corintios 13:14.
II. Los nombres del Espíritu Santo
Mucha de la doctrina referente al Espíritu Santo se puede deducir de los nombres que le designan las Escrituras. Podemos notar los siguientes: el Espíritu Santo (Lc. 11:13); el Parakleto: Abogado y Consolador (Jn. 14:16 y 26); el Espíritu de Cristo (Ro. 8:9); el Espíritu de Dios (Ro. 8:14); el Espíritu de Dios viviente (2 Co. 3:3); el Espíritu del Hijo (Gá. 4:6); el Espíritu del Señor (2 Co. 3:17); el Espíritu Santo de la promesa (Ef. 1:13); el Espíritu eterno (He. 9:14); el Espíritu de gloria (1 P. 4:14); el Espíritu de gracia (He. 10:29); y el Espíritu de verdad (Jn. 15:26).
III. El Espíritu Santo en el Antiguo Testamento
El Espíritu Santo aparece como agente divino en la creación: «… y el Espíritu de Dios se movía sobre [incubaba] la faz de las aguas» (Gn. 1:2); es decir, que él daba energía, vida y calor a todo lo creado; también es el agente divino en la renovación de la naturaleza (Sal. 104:30), en la vida humana (Job 33:4), en la transformación moral del hombre (Zac. 12:10), en la resurrección histórica del pueblo de Israel (Ez. 37:9), y en su avance espiritual (Jl. 2:28 y 29). El pasaje que lo representa más aproximadamente como una persona es Isaías 63:10: «Contristaron su Espíritu Santo» (Versión Moderna). Los hombres que se formaron bajo la antigua alianza experimentaron en ocasiones una fuerza física y un valor superiores a los que podían esperar de sí mismos (Sansón, Jue. 14:6); o una capacidad mental y habilidad artística acrecentadas extraordinariamente (Bezaleel, Ex. 31:1–3). La explicación de todo ello es que el Espíritu de Jehová «cayó» sobre ellos, «se invistió» en ellos, los «llenó»; en fin, obró poderosamente a su favor. Aún más característica es una visión extraordinaria que interpreta la realidad pasada y predice los sucesos futuros, o sea, la inspiración profética (1 P. 1:10–12). El falso profeta Sedequías dijo a Miqueas: «¿Por dónde pasó el Espíritu de Jehová de mí, para hablar contigo?» (1 Ro. 22:24, Versión Moderna).
El punto de enlace con el Nuevo Testamento es el futuro Mesías altamente dotado con el Espíritu de Dios (Is. 11:2; 42:1; 61:1).
IV. La personalidad del Espíritu Santo
A. El Espíritu Santo es una persona, no una mera influencia, emanación o manifestación. En las palabras del Señor Jesús a los apóstoles en el cenáculo atribuye al Espíritu Santo acciones propias de una persona: «Yo rogaré al Padre—dice—, y os dará otro consolador (o Abogado) … Mas el Consolador, el Espíritu Santo …, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn. 14:16 y 26). «Cuando venga el Consolador …, él dará testimonio de mí» (Jn. 15:26). «Y cuando él venga convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio …, pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir» (Jn. 16:7–15).
Además, podemos notar que el Señor habla del pecado contra el Espíritu Santo (Mt. 12:31). Como una persona divina que es, se le puede «contristar» (Ef. 4:30), «resistir» y «hacerle afrenta» ( Hch. 7:51; He. 10:29). El Espíritu Santo habla a los siervos de Dios dándoles indicaciones ( Hch. 8:29; 10:19 y 20); especifica el servicio de los santos ( Hch. 13:2–4); prohíbe ( Hch. 16:6 y 7); intercede (Ro. 8:26 y 27) y ama (Ro. 15:30).
B. El Espíritu Santo es Dios. Esta verdad queda probada por los muchos pasajes de las Escrituras en los que se identifica al Espíritu Santo con la divinidad. Por ejemplo: El profeta Isaías (6:8 y 9) dice que oyó la voz del Señor, y el escritor inspirado Lucas, haciendo historia de Pablo en un momento cuando éste se refirió a aquel pasaje de Isaías, escribe: «Bien habló el Espíritu Santo por el profeta Isaías …» (Hch. 28:25 y 26). Así, pues, el Ser que habló era Dios el Espíritu Santo (cp. Con Jer. 31:31–34 y He. 10:15). Otro caso muy notable es el pecado cometido por el matrimonio Ananías y Safira, que motivó las siguientes palabras del apóstol pedro: «¿Por quéllenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo …? No has mentido a los hombres, sino a Dios» (Hch. 5:3, 4 y 9). La afirmación es clara: mentir al Espíritu Santo es mentir a Dios. Las Escrituras atribuyen constantemente al Espíritu Santo los atributos de Dios, como omnipotencia, omnisciencia, ominipresencia y también su perfección suma: la santidad (Lc. 4:14; Ef. 3:16; Sal. 139:7–12; Job 26:13; 33:4; 1 Co. 2:9–12; 6:11: 12:8–11; He. 9:14; Ro. 1:4; 8:11; 2 P. 1:21; Hch. 1:16; 20:28; Lc. 12:12; Ap. 2 y 3).
V. La obra del Espíritu Santo
A. En relación con la creación material. Su primera manifestación en el mundo se describe en Génesis 1:2: «El Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas»; y Job exclama: «Por su Espíritu adornó los cielos» (Job 26:13).
B. En relación con la humanidad. La formación del hombre en Génesis 2:7 se describe así: «Entonces Jehová formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en sus narices aliento de vida». Las palabras en cursive señalan la parte espiritual del hombre, el cual fue formado por el Espíritu Santo: «El Espíritu de Dios me hizo, y el soplo del Omnipotente me dio vida» (Job 33:4 con 27:3). Antes del diluvio, el Espíritu Santo «contendía» con los hombres (Gn. 6:3).
C. Capacita a los hombres para la obra de Dios (véase los casos de Bezaleel y Sansón referidos en el Apartado III).
D. En relación con las Sagradas Escrituras. 1) Su autor (1 P. 1:10–12; 2 P. 1:20 y 21; Hch. 1:16; 2 Ti. 3:16 y 17; Jn. 14:26; 16:12–15). Todos estos pasajes revelan la intervención del Espíritu Santo en la redacción de las Escrituras, «impulsando» y «guiando» a los escritores a la verdad, y dando el «aliento divino» a los escritos. 2) Su intérprete (1 Co. 2:10; 1 Jn. 2:20, 27, etc.). La interpretación de las Escrituras por medio del Espíritu Santo, sin embargo, no implica la oposición a la gramática ni al contexto. Tampoco se puede prescindir de los doctores, ya que éstos son dones concedidos por Cristo a la Iglesia e instrumentos para la enseñanza bíblica en manos del Espíritu Santo (Ef. 4:11 y 12; 1 Co. 12:28).
E. En relación con la persona de Cristo. El señor Jesús fue engendrado en el seno de la bienaventurada Virgen María por obra y gracia del Espíritu Santo (Lc. 1:35), y fue «ungido» con el Espíritu Santo para Su ministerio terrenal (Hch. 10:38). Como ya hemos notado arriba, el Espíritu Santo es también el Espíritu de Cristo, y todas las cosas pertenecientes al Señor Jesús son administradas y reveladas al creyente por el Espíritu Santo (Jn. 15:26; 16:14; Hch. 1:2; Fil. 1:19).
F. En relación con la obra de la Cruz. El autor de la Epístola a los Hebreos declara que Cristo, por el Espíritu eterno, se ofreció voluntariamente sin mácula a Dios (He. 9:14).
G. En relación con la resurrección de Cristo. Este prodigio de los siglos fue por el poder del Espíritu Santo, según hallamos, entre otros textos, en Romanos 8:11: «El Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús …».
H. En relación con la Iglesia. En cumplimiento de la promesa del Padre y del Hijo (Mr. 1:8; Lc. 24:49; Jn. 14:16 y 26; Hch. 1:4 y 8; 2:33; Ef. 1:13), el Espíritu Santo vino sobre los discípulos, formando la Iglesia en el día de Pentecostés (Hch. 2) y seguirá en ella hasta llevarla al encuentro del Esposo (véase la hermosa ilustración en Gn. 24). El Espíritu Santo habita en la Iglesia como en un templo (Ef. 2:22), y aparece como un articulador de una unidad viviente, de la cual é es el alma: «Un cuerpo y un Espíritu» (Ef. 4:4); por el Espíritu Santo las almas renacidas son bautizadas en un solo cuerpo místico (la Iglesia), según expresión del apóstol Pablo: «Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo» (1 Co. 12:13).
I. En relación con la iglesia local. El origen y ejercicio de los dones espirituales en la iglesia se deben al Espíritu Santo, quien reparte a cada miembro cristiano como él quiere. En 1.a Corintios 12:1–11 aparecen las palabras pneumática («cosas del Espíritu») y carismata («dones de gracia»). La iglesia local es también templo del Espíritu Santo (1 Co. 3:16 y 17).
J. En relación con los siervos de Dios. La persona del Espíritu Santo es la que guía a los obreros del Señor, tanto a los apóstoles como a los evangelistas, a los misioneros, a los ancianos (presbíteros, sobreveedores) y a los doctores de la Palabra, indicándoles el contacto con las almas (Hch. 8:29), enviándoles a los lugares dondo deben predicar la Palabre (Hch. 10:19 y 20), escogiendo a los siervos que han de cumplir el trabajo para el cual son llamados (Hch. 13:1 y 2), sellando los acuerdos de los responsables de las iglesias (Hch. 15:28), y abriendo y cerrando caminos (Hch. 16:6 y 7).
K. En relación con el mundo. Cuando el Señor Jesús prometió el Espíritu Santo a los apóstoles, dijo también que uno de los cometidos del Espíritu sería el de convencer de pecado a los hombres (Jn. 16:7–11), siendo el único que puede traer al hombre el verdadero sentido de la justicia y del juicio. La voluntad del hombre ha de cooperar con el urgir del Espíritu Santo, pero aquél no podría hacer nada sin la obra de gracia de Éste.
L. En relación con el individuo. Si la convicción del pecado es seguida por el arrepentimiento para con Dios y la fe en Cristo de parte del hombre, el Espíritu Santo produce la regeneración de la vida «de arriba». El orden, según las Escrituras, es como sigue: Cuando, por medio de la predicación de la Palabra, se presenta ante los hombres al Cristo crucificado como el único remedio para la condición pecaminosa de las almas, y le aceptan como Salvador personal, entonces el Espíritu Santo aplica la virtud de la sangre de Cristo a sus corazones, purificándolos; vivifica la semilla de la Palabra, y hace su morada en el creyente (Gá. 3:1 y 2; Tit. 3:5; He. 10:29).
VI. El Espíritu Santo y el creyente
A. El Espíritu Santo y la santificación. El Espíritu Santo habita en los creyentes a partir del momento de su conversión (Hch. 2:38; Ro. 8:11; 1 Co. 6:19 y 20; Gá. 4:6; 2 Ti. 1:14); y «si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él» (Ro. 8:9). Pero si bien es verdad que en cada creyente regenerado mora el Espíritu Santo y que ya está bautizado en Cristo por el Espíritu Santo, también es cierto que las Escrituras distinguen entre poseer el Espíritu y estar llenos del Espíritu. Esto puede verse en la Epístola a los Efesios, por ejemplo, en cuyo versículo 4:30 Pablo recuerda al creyente que está sellado con el Espíritu, mientras que en Efesios 5:18 le exhorta a que sea lleno del Espíritu.
La Escritura presenta a Cristo como quien murió al pecado una sola vez, pero que vive para Dios eternamente. El creyente se apropia por la fe de la gran verdad de su identificación con Cristo en Su muerte y en Su resurrección; el Espíritu Santo le administra las cosas del Señor Jesús y le impele por el camino de la santificación (Ro. 1:4; cap. 8; 1 Co. 6:11; 2 Co. 3:18; 1 P. 1:2).
B. El Espíritu Santo y la oración. El creyente muchas veces no sabe lo que ha de pedir al Padre ni cómo pedirlo, pero el Espíritu Santo cumple su cometido intercediendo a favor del cristiano (Ro. 8:26 y 27). Jesús es nuestro intercesor a la diestra del padre, y el Espíritu lo es desde nuestro corazón; por eso se nos manda orar «en Espíritu» (Ef. 2:18; 6:18; Jud. 20).
VII. Los símbolos del Espíritu Santo
Hay una variedad de símbolos del Espíritu Santo en la Biblia. En el bautismo del Señor fue visto por Él y por Juan Bautista «que descendía como paloma» (Mt. 3:16). En el día de Pentecostés vino como fuego sobre los discípulos (Hch. 2:3). El Señor le compara al viento, en Su conversación con Nicodemo (Jn. 3:8), y como agua en Juan 7:37–39. Otras figuras en el Nuevo Testamento son el sello y las arras de la herencia (Ef. 1:13 y 14; 4:30): la marca indubitable del verdadero creyente y la prenda anticipada de su redención completa en el día de la consumación.
Aparte de los símbolos que se relacionan expresamente al Espíritu Santo en las Escrituras, creemos que, por analogías y consideraciones que no podemos justificar dentro de los breves límites de este estudio, hemos de aceptar los siguientes como figuras de su persona y operaciones: el rocío (Os. 14:5); las lluvias de Joel 2:23 y 28; los ríos de Isaías 44:3; el aceite de Levítico 8:30; Zacarías 4:1–14 (cp. 2 Co. 1:21; 1 Jn. 2:20 y 27).
VIII. El Espíritu Santo y la resurrección del creyente
El cuerpo de resurrección del creyente es soma pneumatikon, que equivale a «cuerpo espiritual», que parece una contradicción, pero demuestra que toda limitación de la carne se habrá superado, siendo el cuerpo el perfecto y apropiado vehículo del espíritu redimido (1 Co. 15:42–51). Para la vivificación del cuerpo mortal, intervendrá la operación del Espíritu Santo (Ro. 8:11).
En la íntima armonía de la Trinidad y hasta el punto en que misterios tan inefables han sido revelados, el Padre, como fuente de amor, ejerce Su voluntad en el plan de salvación; el Hijo, impulsado por la gracia divina, lleva cabo la obra de la redención por medio de Su gran misión a la tierra, y el Espíritu Santo aplica todo el valor de la obra de la Cruz en potencia y eficacia a los corazones de los creyentes, todos los cuales pueden participar siempre de la bendita «comunión del Espíritu Santo» (2 Co. 13:14).
PREGUNTAS
1. Demuestre con textos apropiados del Antiguo y del Nuevo Testamento que el Espíritu Santo es Dios y que no es un mero poder o influencia, sino una Persona.
2. ¿Cuáles son las actividades del Espíritu Santo en relación con: a) la Iglesia; b) el pecador; y c) el creyente?
LA OBRA MEDIANERA DE CRISTO
I. Explicación
Las Escrituras nos enseñan claramente que la obra de nuestro Señor no terminó con Su ascensión al Cielo, sino que prosigue a favor de los suyos a la diestra de Dios. Nos maravilla pensar que, «ensalzado a lo sumo», nuestro bendito Redentor se ha puesto a la disposición de Su pueblo hasta el día de la consumación de Sus propósitos en orden a los redimidos. Su obra allí es de preparación y de mediación. Podemos señalar de paso la hermosa declaración del Señor: «Yo voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (Jn. 14:1 y 2). Su presencia en el Cielo garantiza para nosotros un ambiente y un servicio perfectamente amoldados a las necesidades de nuestras personalidades redimidas. Refiriéndonos a lo que es propiamente la obra medianera, habremos de estudiar este tema bajo los siguientes epígrafes: Cristo como mediador; Cristo como abogado; Cristo como sumo sacerdote, y El fin de la obra.
II. Cristo como mediador
A. La necesidad de un mediador. El patriarca Job, sintiéndose tan alejado de Dios en su necesidad y en su aflicción, gemía diciendo: «[Dios] no es hombre como yo, para que yo le responda, y vengamos juntamente a juicio. No hay entre nosotros árbitro que ponga su mano sobre nosotros dos» (Job 9:32 y 33). El pecado había labrado un abismo entre el Dios tres veces santo y el hombre rebelde y enemigo que se revolcaba en el fango del pecado (Job 23:3; Ro. 5:10; Co. 1:21). ¿Quién podía ponerse en medio para restaurar el contacto y la comunión?
B. La solución divina. La respuesta al problema de Job, que es el problema de todo pecador, se halla en la encarnación del Hijo de Dios (He. 2:9–18), en Su obra expiatoria y en Su estancia como Redentor a la diestra del Padre. Ahora ya hay una «mano» sobre el hombre y otra sobre el Trono. No existe solamente un Dios en Su excelsa gloria y en la perfección de Su justicia y de Su santidad, sino que también hay «un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo Hombre» (1 Ti. 2:5).
C. La obra del mediador. El apóstol Pablo, después de declarar la existencia de un mediador, añade las siguientes palabras: «El cual se dio a sí mismo en rescate por todos» (1 Ti. 2:6). Con Su muerte en la Cruz, Cristo consiguió la liberación del hombre y las bendiciones que por su caída y rebelión había perdido. Él es el camino que lleva a los hombres a Dios, y el puente que se ha colocado sobre el abismo (en contraste con el puente que Satanás puso desde este mundo al infierno), y nadie llega a Dios Padre si no es por Jesucristo (Jn. 14:6 con Hch. 4:12). El apóstol Pedro escribe de Él: «Cristo padeció una vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 P. 3:18).
D. El pacto. Cristo es mediador de un pacto de gracia que anula el pacto de las obras de la Ley. Este se llevó a cabo por la intervención de «mediadores»: los ángeles por parte de Dios (Dt. 33:2, Versión Moderna; Hch. 7:38 y 53; He. 2:2) y Moisés de parte de los hombres (Gá. 3:19 y 20). Ni Moisés, por no ser divino, podía representar a Dios, ni los ángeles al hombre, ya que ellos no eran humanos. Sin embargo, Cristo, quien es totalmente Dios y que mediante el misterio de la encarnación vino a ser perfectamente Hombre, pudo mediar entre Dios y los hombres para el establecimiento del pacto de gracia, que es «nuevo» y «mejor» (He. 7:22; 8:6; 9:15; 12:24).
III. Cristo como abogado
El concepto general de la obra mediadora de Cristo se detalla y se aclara más en los escritos de Juan y en la Epístola a los Hebreos. Juan le da el precioso título de parakletos, o sea, «abogado», que es el mismo término que aplica al Espíritu Santo al poner por escrito el discurso del cenáculo. La palabra griega parakletos indica: «Uno que llamamos a nuestro lado para auxiliarnos», y este término se aplicaba a la labor de un abogado defensor. Ya hemos visto la manera en que el Espíritu Santo cumple este cometido dentro del creyente, y Juan nos hace ver que el Señor es también un «abogado» a quien llamamos en auxilio nuestro en el Cielo: «Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el padre, a Jesucristo el justo» (1 Jn. 2:1). Es importante examinar el contexto de este versículo (1 Jn. 1:1; 2:2), pues vemos que el apóstol tiene por tema la comunión con el Padre y con el Hijo, y la forma en que ésta puede mantenerse a pesar de la naturaleza pecaminosa del hombre y las caídas del creyente en el pecado. Para «andar en luz» hemos de reconocer nuestra condición humana; hemos de comprender el valor de la sangre expiatoria del Señor Jesucristo, cuyos efectos pueden aplicarse constantemente a nuestra necesidad, y hemos de contemplar al parakletos a la diestra de Dios, quien acude a nuestro favor con la demostración de la obra perfecta del Calvario.
IV. Cristo como sumo sacerdote
Propiamente dicho esta obra empieza después de Su ascensión, que no excluye el hecho de que era al mismo tiempo sacerdote y víctima cuando se ofreció a sí mismo en la Cruz. El tema de este epígrafe es el de la Epístola a los Hebreos, escrita para hacer ver a un grupo de creyentes hebreos que no habían de volver a las ceremonias del judaísmo, ya que en Cristo y en la nueva dispensación tenían el cumplimiento de todas las sombras del Antiguo Testamento en un grado superlativo. «Todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere» (He. 5:1).
El ministerio de Aarón a favor de los hombres fue fácil, porque él era un hombre «rodeado de flaquezas», así que podía compadecerse de los ignorantes y extraviados. Ahora bien, su contacto con Dios fue dificilísimo a causa del pecado, como se puede deducir del complicado ritual del Día de las Expiaciones. En el caso de Cristo, quien es el cumplimiento de la figura, el contacto con Dios era siempre perfecto, pero el contacto con los hombres, que hiciera posible su compasión hacia ellos y que les pudiera representar ante Dios, fue dificilísimo, y sólo pudo efectuarse mediante los grandes misterios de: 1) la encarnación, por la que tomó sobre sí nuestra humanidad (He. 2:14); 2) las tentaciones que se dignó padecer (He. 2:18; 4:15), por las que experimentó como hombre todo el poder del diablo aunque «sin pecado», y 3) los sufrimientos, por los que «aprendió la obediencia» y llegó a poder adentrase en todas las experiencias de Su pueblo: «porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos» (He. 2:10). «Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen» (He. 5:7–9). Esto no tiene nada que ver con Su naturaleza esencial, que siempre fue perfecta, sino que se refiere a Su obra sacerdotal, que sólo se hizo posible por la maravillosa disciplina que hemos señalado y a la que voluntariamente se sujetó. Su sacerdocio es potente y eterno, y por eso el simbolismo incluye no solamente a Aarón, sino también a Melquisedec el sacerdote-rey (He. 5 y 7).
La obra sacerdotal de Cristo comprende:
A. La simpatía (He. 4:15).
B. El oportuno socorro (He. 4:14–16).
C. La intercesión (Ro. 8:34; He. 7:25).
El conjunto de esta obra garantiza el desarrollo de los propósitos de Dios en orden al creyente, y provee para la consumación de Su obra en cada uno de ellos. Desde la diestra, Cristo suministra la ayuda necesaria para la continuidad de la comunión (como hemos visto en Juan) y conduce al creyente por el camino de la madurez espiritual en que tanto insistía el autor de la Epístola a los Hebreos. «Puede salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.» Tenemos un ejemplo claro de la intercesión del Señor Jesús a favor de Su pueblo en Juan.
V. El fin de la obra
El importante pasaje de 1.a Corintios 15:23–28 nos hace ver que la obra de la redención y la restauración de los hombres, conjuntamente con la derrota de las fuerzas del mal, se ha encomendado al Hijo, quien ha de reinar hasta poner a todos Sus enemigos debajo de Sus pies. Cumplida la grandiosa y sublime misión, el Hijo pondrá «todas las cosas» a los pies de Dios Padre, quien será «todo en todos», sin que haya ningún elemento discorde en Su universo. Entonces la obra medianera habrá tocado a su fin. En lo que se refiere a la Iglesia, el fin de la obra tendrá lugar en «las bodas del Cordero», cuando Cristo se presentará a sí mismo la «Esposa», gloriosa y sin mancha ni arruga, gracias a Su propia obra de santificación a favor de ella (Ap. 19:7 y 8; Ef. 2:7; 5:25–27).
PREGUNTAS
1. En qué consistía el problema que Job no podía solucionar (Job 9), y cuál es la solución que de él se halla en el Nuevo Testamento?
2. ¿Cuáles son los principales aspectos de la obra medianera de Cristo y cómo se nos presentan en 1.a Timoteo, 1.a Juan y Hebreos?
LA SANTIFICACIÓN
I. Definición
Leemos muchas veces en el Antiguo Testamento de personas o cosas que fueron «santificadas», o sea: «apartadas para el servicio de Dios», como, por ejemplo, los sacerdotes de la familia de Aarón con todos lo utensilios del Tabernáculo. Pasando al Nuevo Testamento, encontramos el verbo hagiazo (santifico) con idéntico sentido en cuanto al oro que adornaba el Templo, y los dones que se colocaban sobre el altar (Mt. 23:17 y 19). A nosotros nos interesa el tema de la santificación del creyente, y, en relación con él, hemos de distinguir cuidadosamente dos aspectos:
A. La santificación que es común a todos los creyentes en virtud de su unión con Cristo, de donde se deriva su nombre de «santos» (véase Hch. 9:13 y 32; 26:10; Ro. 1:7; Fil. 1:1).
B. La santificación práctica, que es la separación progresiva del creyente del pecado para vivir a Dios, en la medida en que aquél se vale de los medios que Dios ha provisto para tal fin.
II. La santificación posicional del creyente
A. Es un propósito divino. El apartamiento de los creyentes para Dios «en Cristo» es una parte esencial del gran plan divino: «En esta voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre» (He. 10:10 con 13:12; Jn. 10:36; 17:19; 1 Co. 1:30; 6:11; 2 Ts. 2:13; 1 P. 1:2).
B. Su base es la Cruz y la resurrección. El pasaje central sobre la santificación se halla en Romanos 6 a 8. Ante la pregunta tendenciosa de «¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?», el apóstol Pablo contesta: «En ninguna manera, porque los que hemos muerto al pecado [en Cristo], ¿cómo viviremos aún en él?». Apela luego a la figura del bautismo cristiano (por inmersión, desde luego, según su significado etimológico y de acuerdo con la práctica apostólica) para demostrar que todos los creyentes a quienes se dirigía, en el acto inicial de su profesión cristiana, habían expresado su identificación con la muerte y la resurrección de Cristo, y, por consiguiente, su separación del pecado para vivir para Dios. La misma verdad se enseña en Colosenses 2:11–13; 3:1–4.
III. La santificación práctica del creyente
Nuestra santificación práctica es también la voluntad de Dios (1 Ts. 4:3 y 4), quien quiere que «seamos lo que somos». El apóstol Pedro recuerda a los creyentes lo que está escrito en la Palabra de Dios: «Sed santos, Porque yo soy santo» (1 P. 1:15 y 16; véase Ef. 4:24; 1 Ts. 5:23).
A. Esta santificación práctica se efectúa por la apropiación por la fe de lo que Dios ya ha realizado en Cristo mediante la Cruz y la resurreción. Un versículo muy importante, a este respecto, se halla en Romanos 6:11: «Consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro». El hecho depende de la obra de Cristo, pero nosotros hemos de «tomar en cuenta» («considerar») este hecho cuando surgen las solicitaciones de nuestra carne al mal, diciendo para nosotros mismos: «Estoy muerto a aquello que reconozco como cosa del viejo hombre; por lo tanto, he de escoger el camino de la voluntad de Dios en el poder de la vida de resurrección.»
B. El poder para la santificación práctica se halla en la persona del Espíritu Santo, quien nos libra de la «ley del pecado y de la muerte» (véase Ro. 8:2; Gá. 5:22–25; Ef. 3:14–21). El creyente «carnal» es aquel que no ha sabido contemplar la perfección de la obra de la Cruz y de la resurrección relacionada con la victoria sobre el pecado, y, por lo tanto, no ha apropiado por la fe su posición como muerto para el pecado y vivo para Dios. El Espíritu Santo, entristecido, no puede efectuar toda su obra en el tal creyente, quien anda conforme a la carne y no conforme al Espíritu.
C. Los medios para seguir la santificación práctica. Además de los que anteceden, podemos notar los siguientes:
1. La contemplación de la gloria del Señor en el poder del Espíritu Santo (2 Co. 3:18).
2. La Palabra de verdad. En Su oración intercesora, dijo el Señor Jesús: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad» (Jn. 17:17). (Véase Sal. 119:9–11.)
3. La separación práctica del mundo (2 Co. 6:14–18; 2 Ti. 2:19–21; 1 Jn. 2:15–17).
4. La diligencia por parte del creyente (2 Co. 7:1; 2 P. 1:1–10).
5. La oración en el Espíritu Santo (Jud. 20).
IV. La santificación en los escritos del apóstol Juan
Pablo deduce la doctrina de la santificación del hecho de nuestra unión con Cristo en Su muerte y en Su resurrección, mientras que el apóstol Juan se fija en la nueva naturaleza del hijo de Dios que ha sido «engendrada» en el creyente por el Padre mediante la vivificación de la semilla de la Palabra por el Espíritu Santo. Esta nueva naturaleza, por ser de Dios, «no peca». Nuestra dignidad de «hijos» exige la justicia práctica y el amor hacia los hermanos (1 Jn. 3:6–9; 2:29; 4:7; 5:4 y 18).
V. La meta de la santificación: el tribunal de Cristo
El Nuevo Testamento nos revela que todos los creyentes tendremos que dar cuenta de los actos de nuestra vida como cristianos delante del tribunal de Cristo «en aquel día». En virtud, pues, de esta verdad solemne, el apóstol Pablo exhorta a los creyentes a «que sean confirmados sus corazones, de modo que sean irreprensibles en santidad …» (1 Ts. 3:13). (Véase Fil. 1:6–10; 2 Co. 5:10; 1 Ts. 5:23; 1 Jn. 4:16 y 17.) La cita de 2.a Corintios 5:10 debe leerse: «Es menester que todos nosotros seamos manifiestos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que hubiera hecho por medio del cuerpo, ora sea bueno o malo.» Todo disfraz se quitará, y el fingimiento será imposible en «aquel día», ya que estaremos bajo el ojo escrutador del Maestro de nuestro servicio. El santo temor que engendra este pensamiento es, en sí, un poderoso aliciente hacia la vida de santidad práctica, como lo es también la promesa de la venida del Señor, pues «todo aquel que tiene esta esperanza en Él [la de ver al Señor y ser semejante a Él] se purifica a sí mismo, así como Él es puro» (1 Jn. 3:3).
PREGUNTAS
1. ¿Qué quiere decir la palabra santificación y por qué los creyentes son llamados «santos» en el Nuevo Testamento?
2. ¿Cuáles son los principales medios bíblicos y espirituales para conseguir la santificación práctica?