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Escrito por John Bevere
Hay una trampa muy deceptiva que el enemigo ha creado para alejarnos de la voluntad de Dios: la ofensa.
Al viajar por razones de ministerio a lo largo y a lo ancho de los
Estados Unidos, he podido observar una de las más mortales y engañosas
trampas del enemigo. Es una trampa que atrapa a innumerable cantidad de
cristianos, corta las relaciones y abre aún más las brechas que existen
entre nosotros. Es la trampa de la ofensa.
Muchas personas no logran cumplir en forma efectiva su llamado debido
a las heridas y los dolores que las ofensas han causado en sus vidas.
Ese obstáculo los incapacita para funcionar en la plenitud de su
potencial. La mayoría de las veces es otro creyente quien los ha
ofendido, y esto hace que la persona que sufre la ofensa la viva como
una traición. En el Salmo 55:12-14, David se lamenta:"Porque no me
afrentó un enemigo, lo cual habría soportado; ni se alzó contra mí el
que me aborrecía, porque me hubiera ocultado de él; sino tú, hombre, al
parecer íntimo mío, mi guía, y mi familiar; que juntos comunicábamos
dulcemente los secretos, y andábamos en amistad en la casa de Dios".
Estas son las personas con las que nos sentamos y con quienes
cantamos, o quizá sea el que está predicando desde el púlpito. Pasamos
nuestras vacaciones juntos, asistimos a las mismas reuniones sociales, y
compartimos la misma oficina. O quizá sea algo aún más cercano.
Crecemos con ellos, les confiamos nuestros secretos, dormimos con ellos.
Cuanto más estrecha es la relación, más grave será la ofensa. El odio
más intenso se encuentra entre las personas que alguna vez estuvieron
unidas.
Los abogados pueden hablar de los peores casos que han manejado, y en
su mayoría son los juicios de divorcio. Los medios nos informan
continuamente sobre asesinatos cometidos por personas de una misma
familia que han llegado a la desesperación. El hogar, que supuestamente
debe ser un refugio para protección, provisión y crecimiento, donde
aprendamos a dar y recibir amor, muchas veces es la raíz misma de
nuestro dolor. La historia nos demuestra que las guerras más sangrientas
son las guerras civiles. Hermano contra hermano. Hijo contra padre.
Padre contra hijo.
Las posibilidades de ofensas son tan infinitas como la lista de
relaciones existente, sean éstas sencillas o complejas. Esta antigua
verdad aún es válida: sólo las personas a quienes amamos pueden
herirnos. Siempre esperamos más de ellos, más grandes son las
expectativas, más profunda es la caída.
En nuestra sociedad reina el egoísmo. Hombres y mujeres buscan hoy
sólo lo que ellos desean, desatendiendo e hiriendo así a quienes los
rodean. Esto no debe sorprendernos. La Biblia dice claramente que en los
últimos días los hombres serán "amadores de sí mismos" (2 Timoteo 3:2).
Es de esperar que así sean los no creyentes, pero Pablo aquí no está
refiriéndose a quienes están fuera de la iglesia sino a quienes forman
parte de ella. Muchos están heridos, lastimados, amargados. ¡Están
ofendidos! Pero no comprenden que han caído en la trampa de Satanás.
¿Es nuestra la culpa? Jesús dijo muy claramente que es imposible
vivir en este mundo sin que exista la posibilidad de ser ofendidos. Pero
la mayoría de los creyentes se sienten conmocionados, asombrados y
atónitos cuando esto sucede. Creemos que somos los únicos a quienes les
ha sucedido. Esta actitud nos hace vulnerables a que crezca en nosotros
una raíz de amargura. Por lo tanto, debemos estar preparados y armados
para enfrentar las ofensas, porque la forma en que respondamos a ellas
determinará cómo será nuestro futuro.
La trampa del engaño
La palabra griega que se utiliza en el texto de Lucas 7:1 para aludir
al tropiezo (ofensa) se deriva de la palabra skandalizo. Esta palabra
se refería, originalmente, a la parte de la trampa en la que se colocaba
la carnada. De allí que la palabra signifique algo así como colocar una
trampa en el camino de una persona. En el Nuevo Testamento muchas veces
se la utiliza para referirse a una trampa colocada por el enemigo. La
ofensa es una herramienta del diablo para llevar cautivas a las
personas. Pablo instruía al joven Timoteo, diciéndole: Porque el siervo
del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para
enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por
si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad, y
escapen del lazo del diablo, en que están cautivos a la voluntad de él
(2 Timoteo 2:24-26, itálicas agregadas).
Aquellos que luchan o se oponen caen en una trampa y son hechos
prisioneros de la voluntad del diablo. Lo más alarmante es que no son
conscientes de su estado. Como el hijo pródigo, deben volver en sí
mismos y despertar para poder comprender cuál es su verdadera situación.
No comprenden que están vertiendo agua amarga en un lugar de agua pura.
Cuando una persona es engañada, cree que tiene la razón, aunque no sea
así.
No importa cuál sea la situación, podemos dividir a todas la personas
ofendidas en dos grandes categorías: 1) quienes han sido tratados
injustamente, y 2) quienes creen que han sido tratados injustamente. Los
que corresponden a esta segunda categoría creen con todo su corazón que
han sido tratados en forma injusta. Muchas veces han sacado sus
conclusiones basándose en una información inexacta. O su información es
exacta, pero la conclusión está distorsionada. Sea cual sea el caso,
están heridos, y su entendimiento está oscurecido. Juzgan basándose en
presunciones, apariencias, y comentarios de terceros.
El verdadero estado del corazón
Una forma en que el enemigo mantiene a la persona atada a su estado
es guardando la ofensa escondida, cubierta por el manto del orgullo. El
orgullo impide que uno admita cuál es la verdadera situación.
Cierta vez, dos ministros hicieron algo que me hirió mucho. La gente
me decía: "No puedo creer que te hayan hecho esto. ¿No te lastima lo que
hicieron?"
Y yo respondía rápidamente: "No, estoy bien. No me causa dolor". Yo
sabía que no era correcto sentirme ofendido, por lo cual negaba mi
estado y lo reprimía. Me convencía a mí mismo de que no estaba ofendido,
pero en realidad sí lo estaba. El orgullo cubría lo que verdaderamente
sentía en mi corazón.
El orgullo impide que enfrentemos la verdad. Distorsiona nuestra
visión. Cuando creemos que todo está bien, no cambiamos nada. El orgullo
endurece el corazón y oscurece la visión de nuestro entendimiento. Nos
impide ese cambio de corazón, el arrepentimiento, que nos puede hacer
libres (ver 2 Timoteo 2:24-26).
El orgullo hace que nos consideremos víctimas. Nuestra actitud,
entonces, se expresa así: "He sido maltratado y juzgado injustamente;
por lo tanto, mi comportamiento está justificado". Creemos que somos
inocentes y hemos sido acusados falsamente, y por consiguiente, no
perdonamos. Aunque el verdadero estado de nuestro corazón esté oculto
para nosotros, no lo está para Dios. El hecho de que hayamos sido
maltratados no nos da permiso para aferrarnos a la ofensa. ¡Dos
actitudes equivocadas no son iguales a una correcta!
La cura
En el libro del Apocalipsis, Jesús se dirige a la iglesia de Laodicea
diciéndole, en primer lugar, que ella misma se considera rica,
poderosa, como si no necesitara nada; pero luego deja al descubierto
cuál es su verdadera situación: un pueblo "desventurado, miserable,
pobre, ciego y desnudo" (Apocalipsis 3:4-20). Habían confundido su
riqueza material con fortaleza espiritual. El orgullo les ocultaba su
verdadero estado.
Hoy en día hay muchas personas así. No ven cuál es el verdadero
estado de su corazón, de la misma manera que yo no podía ver el
resentimiento que sentía hacia esos ministros. Me había convencido a mí
mismo de que no estaba herido. Jesús le dijo a los de Laodicea cómo
salir de ese engaño: comprar oro de Dios y ver cuál era su verdadera
situación.
Comprar oro de Dios
La primera instrucción que les dio Jesús para ser libres del engaño
fue: "...yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego"
(Apocalipsis 3:18).
El oro refinado es suave y maleable, está libre de corrosión y de
otras sustancias. Cuando el oro está mezclado con otros metales (cobre,
hierro, níquel, etc.). se vuelve duro, menos maleable, y más corrosivo.
Esta mezcla se llama "aleación". Cuanto mayor es el porcentaje de
metales extraños, más duro es el oro. Por el contrario, cuanto menor es
el porcentaje de aleación, más suave y maleable es el oro.
Inmediatamente vemos el paralelo: un corazón puro es como el oro puro
(suave, maleable, manejable). Hebreos 3:13 dice que los corazones son
endurecidos por el engaño del pecado. Si no perdonamos una ofensa, ésta
producirá más fruto de pecado, como amargura, ira y resentimiento. Estas
sustancias agregadas endurecen nuestros corazones de la misma manera
que una aleación endurece el oro. Ello reduce o quita por completo la
ternura, produciendo una pérdida de la sensibilidad. Nuestra capacidad
de escuchar la voz Dios se ve obstruida. Nuestra agudeza visual
espiritual disminuye. Es un escenario perfecto para el engaño.
El primer paso para refinar el oro es molerlo hasta hacerlo polvo y
mezclarlo con una sustancia llamada fundente. Luego, la mezcla se coloca
en un horno donde se derrite a fuego intenso. Las aleaciones e
impurezas son captadas por el fundente y suben a la superficie. El oro,
más pesado, permanece en el fondo. Entonces se quitan las impurezas, o
escorias (es decir, el cobre, hierro o zinc, combinado con el fundente)
con lo cual el metal precioso queda puro. Observemos lo que dice Dios:
"He aquí te he purificado, y no como a plata; te he escogido en horno de
aflicción" (Isaías 48:10). También dijo: "En lo cual vosotros os
alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis
que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba
vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se
prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea
manifestado Jesucristo,..." (I Pedro 1:6,7).
Dios nos refina con aflicciones, pruebas y tribulaciones, cuyo calor
aparta impurezas tales como la falta de perdón, la contienda, la
amargura, el enojo, la envidia, y otras similares, del carácter de Dios
en nuestras vidas.
El pecado se esconde fácilmente cuando no está al calor de las
pruebas y las aflicciones. En tiempos de prosperidad y éxito, aun un
hombre malvado parece amable y generoso. Pero bajo el fuego de las
pruebas, las impurezas salen a la superficie.
Hubo un tiempo en mi vida en que pasé por pruebas intensas, como
nunca antes había enfrentado. Me volví rudo y cortante con las personas
que más cerca de mí estaban. Mi familia y mis amigos comenzaron a
evitarme.
Entonces clamé a Dios: "¿De dónde sale toda esta ira? ¡No estaba aquí antes!"
El Señor me respondió: "Hijo, es cuando el oro se derrite que brotan
las impurezas". Entonces me formuló una pregunta que cambió mi vida.
"¿Puedes ver las impurezas en el oro antes de que sea puesto al fuego?"
"No", respondí. "Pero eso no significa que no estén allí", dijo él.
"Cuando te tocó el fuego de las pruebas, estas impurezas salieron a la
superficie. Aunque estaban ocultas para ti, siempre fueron visibles para
mí. Ahora tienes que tomar una decisión que afectará tu futuro. Puedes
continuar enfadado, culpando a tu esposa, tus amigos, tu pastor y todas
las personas con las que trabajas, o puedes reconocer la escoria de este
pecado como lo que es y arrepentirte, recibir el perdón y tomar mi
cucharón para quitar todas esas impurezas de tu vida".
Ver cuál es nuestro verdadero estado
Jesús dijo que nuestra capacidad para ver correctamente es otro
elemento clave para ser liberados del engaño. Muchas veces, cuando nos
ofenden, nos vemos como víctimas y culpamos a los que nos han herido.
Justificamos nuestra ira, nuestra falta de perdón, el enojo, la envidia y
el resentimiento que surgen. Algunas veces hasta nos resentimos con
quienes nos recuerdan a otras personas que nos han herido. Por esta
razón, Jesús aconsejó a la iglesia: "unge tus ojos con colirio, para que
veas" (Apocalipsis 3:18). ¿Ver qué? ¡Ver cuál es nuestro verdadero
estado! Esa es la única forma en que podemos ser celosos y
arrepentirnos, como Jesús ordena a continuación. Nos arrepentimos sólo
cuando dejamos de culpar a los demás.
Cuando culpamos a los demás defendemos nuestra posición, estamos
ciegos. Luchamos por quitar la paja del ojo de nuestro hermano mientras
tenemos una viga en nuestro ojo. La revelación de la verdad es la que
nos trae libertad. Cuando el Espíritu de Dios nos muestra nuestro
pecado, siempre lo hace en una forma que parece separada de nosotros. De
esta manera nos trae convicción, no condenación.
Mi oración es que la Palabra de Dios alumbre los ojos de su
entendimiento para que pueda ver cuál es su verdadero estado y sea libre
de cualquier ofensa que esté guardando en su interior. No deje que el
orgullo le impida ver y arrepentirse. *
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