Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6
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Dios y el ser humano son diferentes. Hay entre ambos un profundo abismo, que los separa. La historia de la salvación no es otra cosa que el insistente esfuerzo de Dios por saltar ese abismo. Desde los días de Adán y a lo largo de todos los tiempos del Antiguo Testamento, vemos a Dios visitando a su pueblo una y otra vez, pero siempre con él de un lado del abismo y sus criaturas del otro lado. No obstante, el Creador se muestra como tomando siempre la iniciativa para trazar un puente de reconciliación entre él y sus criaturas. Manifestándose como el Ángel del Señor, Dios se apareció a los seres humanos y el Espíritu del Señor obró a través de ellos y sobre ellos, en tiempos del Antiguo Testamento. Pero el abismo no desapareció.
En Cristo, por fin, Dios mismo cruzó el abismo. Esto ocurrió cuando “el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros” (Jn. 1:14). Fue entonces que el abismo desapareció definitivamente para todos aquellos que por fe se han atrevido a transitar el puente hacia él, construido con la cruz de su Hijo. Después de la ascensión de Jesús, Dios, en el Espíritu Santo, vino a morar con y en su pueblo redimido, conforme a la promesa y afirmación de Jesús: “vive con ustedes y estará en ustedes” (Jn. 14:17). Esto destaca la importancia de un entendimiento claro de la persona y obra del Espíritu Santo.
El propósito de la encarnación fue revelar al Padre; la misión del Espíritu es la de revelar al Hijo. La Biblia enseña claramente que el Espíritu Santo es el intérprete de Jesucristo. No es que él ofrezca una revelación nueva, sino que más bien aclara la mente del ser humano, capacitándolo así para descubrir un significado más profundo en lo que respecta a la enseñanza, la vida y la obra de Cristo. Así como el Hijo no habló de sí mismo, sino de lo que había recibido del Padre (Jn. 8:26, 28), así tampoco el Espíritu habla de sí mismo, como si fuera una fuente distinta de información, sino que declara todo lo que oye en la vida interior de la Trinidad (Jn. 16:13).
Todo esto destaca la importancia de un entendimiento claro de la persona y obra del Espíritu Santo. Sin embargo, hay dos cuestiones preliminares que debemos considerar.
LA NEGLIGENCIA EN LA CONSIDERACIÓN DEL ESPÍRITU
En primer lugar, no se ha prestado suficiente atención al Espíritu Santo. En verdad, si bien se ha hablado mucho acerca del Espíritu Santo en las últimas décadas, la doctrina cristiana del Espíritu no ha sido suficientemente desarrollada.
Stanley Romaine Hopper: “La doctrina del Espíritu Santo es al mismo tiempo la más central y la más descuidada de la fe cristiana. Es la más central en el sentido de que todo en los Evangelios está energizado y motivado por y a través de su agencia. El Nuevo Testamento, como lo señala un comentarista, ‘es preeminentemente el libro del Espíritu Santo’ (R. Birch Hoyle, ERE, vol. 11; p. 791 b). Esto puede ser expresado incluso más dramáticamente: mientras que se nos puede permitir pecar contra Jesucristo, el pecado contra el Espíritu Santo es imperdonable. No obstante, mientras el cristianismo es así tan firmemente pneumo-céntrico como Cristo-céntrico, la doctrina ha permanecido como periférica a lo largo de la mayor parte en la larga historia del pensamiento doctrinal.”
Causas para la negligencia del Espíritu
Se pueden apuntar por lo menos tres causas para dar cuenta de esta negligencia:
Razones relacionadas con el Espíritu mismo. Por un lado, hay razones que están relacionadas con el Espíritu Santo mismo. Así, pues, está el carácter del Espíritu. La actitud y tarea fundamental del Espíritu mismo es señalar a Jesucristo y dar testimonio de él en lugar de llamar la atención sobre sí mismo (Jn. 15:26). A la luz de esta verdad, se justifica el relativo silencio que la iglesia ha guardado en torno a esta experiencia y doctrina. Está, también, la naturaleza del Espíritu. Esto tiene que ver con quién es él, de modo que el descuido apuntado no se debe tanto a la indiferencia en hablar sobre el tema como a que es difícil definir al Espíritu Santo, pues éste es la vida, el poder, la potencia, la actividad misma de Dios. Y, además, está la revelación del Espíritu. Fue él quien inspiró las Sagradas Escrituras, pero no hay en ellas un tratado de neumatología explícito. Es difícil sistematizar las enseñanzas de la Biblia sobre el Espíritu Santo, dada la diversidad de pasajes que tratan el tema en forma diferente. Como indica Van A. Harvey: “Propiamente hablando, no hay una doctrina del Espíritu Santo en el NuevoTestamento, si bien el lenguaje específico acerca de ello proveyó los materiales para la elaboración teológica posterior.”
Razones relacionadas con nosotros mismos. Por otro lado, hay razones que están relacionadas con nosotros mismos como cristianos. Históricamente, el cristianismo no ha dado definiciones claras de la persona y obra del Espíritu Santo. En un sentido muy real, cuando se estudia la historia del testimonio cristiano, da la impresión que siempre o casi siempre se ha esquivado el tema. La Confesión de Westminster (confesión de fe calvinista de 1648, de gran influencia para muchos evangélicos en América Latina) no tenía originalmente una sección sobre el Espíritu Santo, y recién se puso algo sobre el tema dos siglos después de su aceptación.
Además, nos molesta algo que no podemos controlar y que quiere controlarnos a nosotros. Tememos que el Espíritu interrumpa nuestros programas tan cuidadosamente planeados y nuestros procedimientos tradicionales tan cómodos y aparentemente seguros. Este fue el caso de Pedro. Como buen judío de sus días, Pedro estaba configurado para detestar ceremonialmente cualquier tipo de relación con los gentiles. Las normas religiosas establecían con claridad la necesidad de abstenerse de todo tipo de contacto con los gentiles, y en su contexto histórico, especialmente con los romanos invasores. Fue necesaria una intervención bien dramática y directa del Espíritu Santo para cambiar la cosmovisión de Pedro (Hch. 10:19–20).
Debemos tener presente, no obstante, que corremos el riesgo de perder la “libertad del Espíritu” (ver 2 Co. 3:17), simplemente por permitir que el prejuicio, la ignorancia y la sospecha nos llenen de temor.
Samuel Escobar: “El temor a los excesos del movimiento carismático, el conservadorismo de formas más que de esencias, y el desconocimiento de la riqueza de la Palabra de Dios, explican que cuando se menciona el tema del ‘Espíritu Santo’ una cierta inquietud recorra mentes y corazones. La gente se pone en guardia, como para ver si aparece la temida herejía, y si el que habla se sale de la línea. Se tiene la sensación de que cunde un cierto miedo a la libertad del Espíritu. Y esto puede ser trágico, porque si el Espíritu no tiene libertad de acción, no hay iglesia ni hay misión.”
Razones relacionadas con nuestra relación con el Espíritu. Finalmente, el Espíritu hace demandas sobre nosotros personalmente y le resistimos. Cada vez que se acerca a nosotros y rechazamos sus indicaciones, nuestra resistencia se aumenta. Nuestra consciencia de él disminuye y llegamos a desconocerlo o a no ver su acción. En Efesios 4:30, el apóstol Pablo nos advierte seriamente de esta actitud: “No agravien al Espíritu Santo de Dios, con el cual fueron sellados para el día de la redención.”
Como podemos ver, la consideración de la experiencia y de la doctrina del Espíritu Santo es sumamente compleja por muchas razones. Y en buena medida, esto explica por qué el tratamiento reflexivo de la persona y obra del Espíritu brilla por su ausencia en muchos ámbitos del pueblo del Señor. La neumatología es una disciplina de manejo complicado, y a la mayoría de nosotros no nos gustan las cuestiones complicadas.
H. Wheeler Robinson: “Ninguna doctrina de la Biblia es más kaleidoscópica que la del Espíritu Santo, ya sea que escojamos pensar en los elementos fragmentarios que muestran la sabiduría de Dios en toda su diversidad (Ef. 3:10), o en las transformaciones elusivas que sufre la doctrina dentro de los mil años de su evolución histórica, o en su fascinación al verla reflejada hacia atrás y hacia adelante entre Dios, el ser humano y la sociedad humana.”
Tipo de Archivo: PDF | Tamaño: MBytes | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
Dios y el ser humano son diferentes. Hay entre ambos un profundo abismo, que los separa. La historia de la salvación no es otra cosa que el insistente esfuerzo de Dios por saltar ese abismo. Desde los días de Adán y a lo largo de todos los tiempos del Antiguo Testamento, vemos a Dios visitando a su pueblo una y otra vez, pero siempre con él de un lado del abismo y sus criaturas del otro lado. No obstante, el Creador se muestra como tomando siempre la iniciativa para trazar un puente de reconciliación entre él y sus criaturas. Manifestándose como el Ángel del Señor, Dios se apareció a los seres humanos y el Espíritu del Señor obró a través de ellos y sobre ellos, en tiempos del Antiguo Testamento. Pero el abismo no desapareció.
En Cristo, por fin, Dios mismo cruzó el abismo. Esto ocurrió cuando “el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros” (Jn. 1:14). Fue entonces que el abismo desapareció definitivamente para todos aquellos que por fe se han atrevido a transitar el puente hacia él, construido con la cruz de su Hijo. Después de la ascensión de Jesús, Dios, en el Espíritu Santo, vino a morar con y en su pueblo redimido, conforme a la promesa y afirmación de Jesús: “vive con ustedes y estará en ustedes” (Jn. 14:17). Esto destaca la importancia de un entendimiento claro de la persona y obra del Espíritu Santo.
El propósito de la encarnación fue revelar al Padre; la misión del Espíritu es la de revelar al Hijo. La Biblia enseña claramente que el Espíritu Santo es el intérprete de Jesucristo. No es que él ofrezca una revelación nueva, sino que más bien aclara la mente del ser humano, capacitándolo así para descubrir un significado más profundo en lo que respecta a la enseñanza, la vida y la obra de Cristo. Así como el Hijo no habló de sí mismo, sino de lo que había recibido del Padre (Jn. 8:26, 28), así tampoco el Espíritu habla de sí mismo, como si fuera una fuente distinta de información, sino que declara todo lo que oye en la vida interior de la Trinidad (Jn. 16:13).
Todo esto destaca la importancia de un entendimiento claro de la persona y obra del Espíritu Santo. Sin embargo, hay dos cuestiones preliminares que debemos considerar.
LA NEGLIGENCIA EN LA CONSIDERACIÓN DEL ESPÍRITU
En primer lugar, no se ha prestado suficiente atención al Espíritu Santo. En verdad, si bien se ha hablado mucho acerca del Espíritu Santo en las últimas décadas, la doctrina cristiana del Espíritu no ha sido suficientemente desarrollada.
Stanley Romaine Hopper: “La doctrina del Espíritu Santo es al mismo tiempo la más central y la más descuidada de la fe cristiana. Es la más central en el sentido de que todo en los Evangelios está energizado y motivado por y a través de su agencia. El Nuevo Testamento, como lo señala un comentarista, ‘es preeminentemente el libro del Espíritu Santo’ (R. Birch Hoyle, ERE, vol. 11; p. 791 b). Esto puede ser expresado incluso más dramáticamente: mientras que se nos puede permitir pecar contra Jesucristo, el pecado contra el Espíritu Santo es imperdonable. No obstante, mientras el cristianismo es así tan firmemente pneumo-céntrico como Cristo-céntrico, la doctrina ha permanecido como periférica a lo largo de la mayor parte en la larga historia del pensamiento doctrinal.”
Causas para la negligencia del Espíritu
Se pueden apuntar por lo menos tres causas para dar cuenta de esta negligencia:
Razones relacionadas con el Espíritu mismo. Por un lado, hay razones que están relacionadas con el Espíritu Santo mismo. Así, pues, está el carácter del Espíritu. La actitud y tarea fundamental del Espíritu mismo es señalar a Jesucristo y dar testimonio de él en lugar de llamar la atención sobre sí mismo (Jn. 15:26). A la luz de esta verdad, se justifica el relativo silencio que la iglesia ha guardado en torno a esta experiencia y doctrina. Está, también, la naturaleza del Espíritu. Esto tiene que ver con quién es él, de modo que el descuido apuntado no se debe tanto a la indiferencia en hablar sobre el tema como a que es difícil definir al Espíritu Santo, pues éste es la vida, el poder, la potencia, la actividad misma de Dios. Y, además, está la revelación del Espíritu. Fue él quien inspiró las Sagradas Escrituras, pero no hay en ellas un tratado de neumatología explícito. Es difícil sistematizar las enseñanzas de la Biblia sobre el Espíritu Santo, dada la diversidad de pasajes que tratan el tema en forma diferente. Como indica Van A. Harvey: “Propiamente hablando, no hay una doctrina del Espíritu Santo en el NuevoTestamento, si bien el lenguaje específico acerca de ello proveyó los materiales para la elaboración teológica posterior.”
Razones relacionadas con nosotros mismos. Por otro lado, hay razones que están relacionadas con nosotros mismos como cristianos. Históricamente, el cristianismo no ha dado definiciones claras de la persona y obra del Espíritu Santo. En un sentido muy real, cuando se estudia la historia del testimonio cristiano, da la impresión que siempre o casi siempre se ha esquivado el tema. La Confesión de Westminster (confesión de fe calvinista de 1648, de gran influencia para muchos evangélicos en América Latina) no tenía originalmente una sección sobre el Espíritu Santo, y recién se puso algo sobre el tema dos siglos después de su aceptación.
Además, nos molesta algo que no podemos controlar y que quiere controlarnos a nosotros. Tememos que el Espíritu interrumpa nuestros programas tan cuidadosamente planeados y nuestros procedimientos tradicionales tan cómodos y aparentemente seguros. Este fue el caso de Pedro. Como buen judío de sus días, Pedro estaba configurado para detestar ceremonialmente cualquier tipo de relación con los gentiles. Las normas religiosas establecían con claridad la necesidad de abstenerse de todo tipo de contacto con los gentiles, y en su contexto histórico, especialmente con los romanos invasores. Fue necesaria una intervención bien dramática y directa del Espíritu Santo para cambiar la cosmovisión de Pedro (Hch. 10:19–20).
Debemos tener presente, no obstante, que corremos el riesgo de perder la “libertad del Espíritu” (ver 2 Co. 3:17), simplemente por permitir que el prejuicio, la ignorancia y la sospecha nos llenen de temor.
Samuel Escobar: “El temor a los excesos del movimiento carismático, el conservadorismo de formas más que de esencias, y el desconocimiento de la riqueza de la Palabra de Dios, explican que cuando se menciona el tema del ‘Espíritu Santo’ una cierta inquietud recorra mentes y corazones. La gente se pone en guardia, como para ver si aparece la temida herejía, y si el que habla se sale de la línea. Se tiene la sensación de que cunde un cierto miedo a la libertad del Espíritu. Y esto puede ser trágico, porque si el Espíritu no tiene libertad de acción, no hay iglesia ni hay misión.”
Razones relacionadas con nuestra relación con el Espíritu. Finalmente, el Espíritu hace demandas sobre nosotros personalmente y le resistimos. Cada vez que se acerca a nosotros y rechazamos sus indicaciones, nuestra resistencia se aumenta. Nuestra consciencia de él disminuye y llegamos a desconocerlo o a no ver su acción. En Efesios 4:30, el apóstol Pablo nos advierte seriamente de esta actitud: “No agravien al Espíritu Santo de Dios, con el cual fueron sellados para el día de la redención.”
Como podemos ver, la consideración de la experiencia y de la doctrina del Espíritu Santo es sumamente compleja por muchas razones. Y en buena medida, esto explica por qué el tratamiento reflexivo de la persona y obra del Espíritu brilla por su ausencia en muchos ámbitos del pueblo del Señor. La neumatología es una disciplina de manejo complicado, y a la mayoría de nosotros no nos gustan las cuestiones complicadas.
H. Wheeler Robinson: “Ninguna doctrina de la Biblia es más kaleidoscópica que la del Espíritu Santo, ya sea que escojamos pensar en los elementos fragmentarios que muestran la sabiduría de Dios en toda su diversidad (Ef. 3:10), o en las transformaciones elusivas que sufre la doctrina dentro de los mil años de su evolución histórica, o en su fascinación al verla reflejada hacia atrás y hacia adelante entre Dios, el ser humano y la sociedad humana.”
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Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6