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biblias y miles de comentarios
EL MAYOR INSULTO
LUCAS 20:9–19
Comenzó luego a decir al pueblo esta parábola: Un hombre plantó una viña, la arrendó a labradores, y se ausentó por mucho tiempo. Y a su tiempo envió un siervo a los labradores, para que le diesen del fruto de la viña; pero los labradores le golpearon, y le enviaron con las manos vacías. Volvió a enviar otro siervo; mas ellos a éste también, golpeado y afrentado, le enviaron con las manos vacías. Volvió a enviar un tercer siervo; mas ellos también a éste echaron fuera, herido.
Entonces el señor de la viña dijo: ¿Qué haré? Enviaré a mi hijo amado; quizás cuando le vean a él, le tendrán respeto.
Mas los labradores, al verle, discutían entre sí, diciendo: Éste es el heredero; venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra. Y le echaron fuera de la viña, y le mataron.
¿Qué, pues, les hará el señor de la viña? Vendrá y destruirá a estos labradores, y dará su viña a otros. Cuando ellos oyeron esto, dijeron: ¡Dios nos libre!
Pero él, mirándolos, dijo: ¿Qué, pues, es lo que está escrito:
La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo?
Todo el que cayere sobre aquella piedra, será quebrantado; mas sobre quien ella cayere, le desmenuzará.
Procuraban los principales sacerdotes y los escribas echarle mano en aquella hora, porque comprendieron que contra ellos había dicho esta parábola; pero temieron al pueblo. (Lucas 20:9–19)
G.K. Chesterton comentó en cierta ocasión que siempre es más fácil perdonar una herida accidental que un insulto deliberado. Algunas personas parecen tener la habilidad de meter la pata cada vez que abren la boca. Dondequiera que vayan, aunque sea sin intención, intervienen de una manera ofensiva y con poco tacto. Pero, normalmente, nos reímos de semejante insensibilidad y torpeza, precisamente porque sabemos que no lo pretenden.
Por otro lado, hay insultos que son deliberados, premeditados y calculados para hacer daño, y pueden causar heridas emocionales devastadoras, especialmente si proceden de personas cercanas a nosotros. Recuerdo que hace unos años alguien me mostró una carta escrita por una hija a su madre. Se trataba del ácido verbal más concentrado que yo había leído nunca, y destrozó el corazón de la pobre madre. Si su hija la hubiera abofeteado en público, no se habría sentido más profundamente humillada.
«Los palos y las piedras pueden romperme los huesos, pero las palabras no hacen daño». Ésa era la forma típica de responder a los insultos cuando estaba en el colegio. Pero la fanfarronada es tan mala como la rima, porque los apodos duelen. Las palabras tienen la capacidad de producir lágrimas y grabarse en nuestras mentes, aguijoneando nuestros sentimientos de una manera en que no puede hacerlo ningún golpe físico.
Seguramente Chesterton tiene razón. Quizás tengamos el recuerdo de alguna bofetada. Si es así, podremos sintonizar profundamente con esta parábola final. En Lucas 20, Jesús nos cuenta la historia de lo que estimo que, con toda justicia, se puede considerar el insulto más cruel y más vergonzoso que se ha sufrido a lo largo de toda la historia del mundo. Lo he denominado «el mayor insulto». Ningún otro insulto ha manifestado una impertinencia más descarada, ni ha dejado llagas tan permanentes o ha sido tan claramente inmerecido. Porque este insulto no fue dirigido contra un ser humano, sino contra el corazón amante de Dios mismo.
Y Jesús nos lo narra en la última de sus parábolas recogidas por Lucas y que muy bien pudo ser la última que Jesús contó.
Hay quien ha dicho que «parábola» es un nombre equivocado para esta historia, porque se acerca más a una verdadera alegoría que cualquiera de las otras historias que hemos estudiado. También es considerablemente menos misteriosa. No hay que esforzarse para interpretarla. Quizás se deba a que Jesús se acerca al final de su vida, por lo que piensa que puede hablar con mayor claridad que anteriormente. El significado de la historia es tan obvio que ni siquiera sus oponentes tienen dudas acerca de lo que Jesús quiere decir. Lo examinaremos en tres apartados.
1. Qué pensaba Jesús de la condición humana
Un hombre plantó una viña. (Lucas 20:9)
Jesús contó esta parábola en el contexto de otra persecución levantada contra él por los principales sacerdotes y los maestros de la ley. Su viaje hacia Jerusalén, que Lucas nos ha estado narrando desde el capítulo 9, está llegando a su fin. Ya ha entrado en la ciudad en medio de una triunfante aclamación de sus seguidores. Y, nada más llegar, lo revoluciona todo al arrojar a los mercaderes del templo. No es sorprendente que las autoridades judías pensaran que había que interrogarle oficialmente acerca de sus dudosas credenciales para sentirse con el derecho a alborotar de aquella manera. De ahí su intencionada pregunta, recogida por Lucas al principio del capítulo:
Dinos: ¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿O quién es el que te ha dado esta autoridad? (Lucas 20:2)
Jesús, no obstante, demuestra una vez más su destreza consumada esquivando esta clase de interrogatorio hostil. Él también les dirige una pregunta intencionada, rehusando responderles directamente.
El bautismo de Juan, ¿era del cielo o de los hombres? (Lucas 20:4)
Mientras ellos intentan torpemente encontrar una respuesta diplomática que ni les perjudique ni les avergüence, él continúa con su historia.
Se trata de una historia que, según se nos dice, sus inquisidores estaban convencidos de que iba dirigida contra ellos personalmente. Estoy seguro de que esta sospecha no se debía a que estuvieran sufriendo una paranoia irracional. Cualquiera que estuviera familiarizado con el Antiguo Testamento sabía que la figura de la viña que Jesús utiliza aquí no era original. La había tomado prestada. El profeta Isaías, 800 años antes, había compuesto un canto alegórico en la misma línea que esta parábola de Jesús. Y la relación entre ambas es inconfundible.
Tenía mi amado una viña en una ladera fértil. La había cercado y despedregado y plantado de vides escogidas; había edificado en medio de ella una torre, y hecho también en ella un lagar; y esperaba que diese uvas, y dio uvas silvestres. (Isaías 5:1–2)
Isaías, además, interpreta su alegoría:
Ciertamente la viña de Jehová de los ejércitos es la casa de Israel, y los hombres de Judá planta deliciosa suya. (Isaías 5:7)
El cántico de Isaías era muy famoso, y el paralelismo con la parábola de Jesús demasiado obvio, como para que la aplicación de la misma se le escapara a los eruditos bíblicos judíos. La viña de la que hablaba Jesús en su parábola era la misma de la que hablaba Isaías. Se trataba de Israel, el pueblo de Dios. Quien había plantado aquella viña había sido Dios mismo. Es evidente que los siervos enviados como emisarios fueron los profetas del Antiguo Testamento. Y los malos arrendatarios a los que Jesús atribuyó la vergüenza de que la viña fuera improductiva: ¿quiénes eran? Bueno, no es necesario echarle mucha imaginación para darse cuenta de que representaban a los líderes de Israel, los mismos principales sacerdotes y maestros de la ley que trataban de desacreditar a Jesús en aquel momento. Tenían toda la razón para pensar que se estaba predicando contra ellos.
No era la primera vez que Jesús denunciaba públicamente a la clase gobernante de su nación. Más atrás, en Lucas 11, tenemos un ataque mordaz que podríamos considerar como un comentario de esta parábola:
¡Ay de vosotros, que edificáis los sepulcros de los profetas a quienes mataron vuestros padres! De modo que sois testigos y consentidores de los hechos de vuestros padres; porque a la verdad ellos los mataron, y vosotros edificáis sus sepulcros. Por eso la sabiduría de Dios también dijo: Les enviaré profetas y apóstoles; y de ellos a unos matarán y a otros perseguirán (Lucas 11:47–49).
En esta historia, Jesús está planteando una alegoría acerca de esa extraña estrategia divina de enviar a sus siervos a un pueblo que los va a rechazar. El pueblo de Dios rehusa dar el fruto de justicia que se espera de él. En vez de eso, rechazan con crueldad a sus siervos los profetas allá adonde se les envía.
El peligro para nosotros, por supuesto, es que al reconocer la referencia clara que esta parábola hace a Israel y a sus líderes, queramos evadir las implicaciones que tiene para nosotros. Podríamos decirnos a nosotros mismos, como en el caso de la parábola del fariseo y el publicano: «¡Vaya con los hipócritas sacerdotes y escribas! Ya sabemos lo malvados que eran. Gracias a Dios nosotros no estamos entre los arrendatarios de los que habla». Y entonces nos perderíamos de nuevo el efecto y la reprensión de la parábola. No sentiríamos su fuerza aguijoneadora.
Esto sería un error desastroso. Porque la relevancia de esta parábola de Jesús no queda restringida al Israel del primer siglo A.D., así como tampoco el cántico de Isaías al que Jesús está aludiendo estaba restringido al Israel del siglo octavo a.C. No, ésta es una historia que habla de abusar de los privilegios, de despreciar la generosidad y eludir la responsabilidad. Y por eso, en mi opinión, va dedicada a toda la humanidad en general. La verdad es que Lucas la incluye en su evangelio no para fomentar los prejuicios antisemitas entre sus lectores gentiles, sino porque era relevante para ellos.
Quiero sugerir que Jesús no está describiendo sólo a Israel cuando habla de su viña. Está describiendo todas y cada una de las situaciones de este planeta caído y rebelde donde la bendición divina es respondida con desprecio por parte del hombre. Por tanto, sus palabras son relevantes para la iglesia visible, una iglesia que posee la revelación de la Palabra de Dios de una forma que va mucho más allá de lo que Israel llegó a conocer, pero que, con su apostasía, una y otra vez causa dolor al corazón de Dios.
Estas palabras son relevantes para Gran Bretaña, una tierra que ha experimentado la influencia de Dios mucho más que la mayoría de las naciones, pero que hoy está casi tan secularizada y llena de paganismo como algunas de las que nunca han oído el evangelio.
También son relevantes para algunos de nosotros como individuos, porque hemos sido bendecidos personalmente a través del ministerio de la Palabra de Dios mucho más que nuestros vecinos. Sin embargo, como la semilla que fue sembrada en terreno de espinos, ha producido muy poco fruto de obediencia en nuestras vidas. Yo no creo que sea equivocado decir que Jesús está describiéndonos en esta parábola la trágica condición de todo el mundo. Éste es un mundo que fue creado originalmente por Dios, lleno de potencial productivo; es un terreno dispuesto con todo lo necesario para prosperar, sembrado y equipado, que lo único que necesita es que se trabaje en él. Dios puso a Adán en el jardín para cultivarlo y guardarlo para él, según se nos dice en Génesis 2.
Por tanto, ¿qué es lo que va mal en nuestro mundo? ¿por qué las cosas se han echado a perder y todas nuestras esperanzas se han ido a pique? ¿por qué una y otra vez todos aquellos sueños optimistas de una sociedad mejor se han convertido en fantasías utópicas, como espejismos en el desierto?
Hace cien años, a finales del siglo diecinueve, los intelectuales humanistas hablaban con una confianza típica de Prometeo acerca del glorioso futuro que le esperaba a la raza humana en el siglo veinte: liberación de la enfermedad, de la guerra y de la pobreza. Según ellos, la raza humana, guiada por la ciencia y por la tecnología, iba en camino de una nueva época dorada. Estaban seguros de ello y todo el mundo lo creía. Pero es evidente que, sin embargo, estos últimos cien años han visto conflictos militares a una escala mundial sin precedentes. Han sido testigos de un hambre de dimensiones sin igual. Y, en cuanto a la liberación de la enfermedad, la ciencia médica que ha conquistado la viruela y la tuberculosis se ha visto en la década de los 90 derrotada por el azote mundial del virus del SIDA.
Ahora, en los años 90, como en los 80, están aquellos que, animados por la llegada no sólo de un nuevo siglo, sino de un nuevo milenio, hablan una vez más en términos utópicos acerca de la «nueva era». Es curioso ver cómo esa gran fila de ceros al final del año 2000 se rodea de tanto significado místico, ¿verdad?
Me pregunto cuáles serán los horrores del siglo veintiuno que enterrarán todo ese optimismo cuando nuestros hijos crezcan. No lleva a nada pensar en ello. El sueño idílico del jardín del Edén volverá a perseguir a la raza humana, pero no es más que un sueño, el sueño irrealizable y tormentoso del paraíso perdido. Jesús, ¿cómo es que los seres humanos somos más inseguros y violentos cuanto más avanzamos? ¿Qué es lo que ha fallado en la viña, Jesús?
¿Es que los arrendatarios no han evolucionado lo suficiente desde su pasado animal como para cooperar de una manera armoniosa en el cuidado de los viñedos? ¿Es ése el problema? ¿Es que su ciencia es demasiado primitiva, por lo que no tienen más remedio que poner al día su eficiencia productiva por medio de la mecanización y de fertilizantes? ¿Se trata del defectuoso sistema socioeconómico del que somos víctimas, con sus opresores absentistas provocando la lucha de clases?
No. Según Jesús no se trata de ninguna de estas cosas. Para él, el problema es simple. Aquellas personas fueron colocadas en la viña como arrendatarios, pero ellos querían ser los propietarios.
Éste es el heredero; venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra. (Lucas 20:14)
Un arrendatario tiene que rendir cuentas ante alguien. Paga una renta. Y Jesús está diciendo aquí que lo mismo es cierto de los seres humanos. También hemos de rendir cuentas. Hemos adquirido una deuda de obediencia moral ante el Dios que nos dio este precioso mundo en el que vivir. Por eso, la palabra «debemos» predomina tanto en nuestro vocabulario. El verbo «deber» tiene que ver con la palabra «deuda». Es la palabra que hace referencia a un deber moral, una deuda moral. De manera intuitiva, todos los seres humanos saben quiénes están por encima de ellos. Podemos distinguir fácilmente a la hora de tomar decisiones entre lo que queremos hacer, lo que es más fácil de hacer, lo que otros nos obligan a hacer y lo que debemos hacer.
Y, de manera instintiva, sabemos que, sin lugar a dudas, lo que debemos hacer es lo que tiene prioridad a la hora de plantearnos nuestras elecciones. Por muy doloroso o molesto que nos resulte, por mucho que otras personas intenten que hagamos lo contrario, si hay algo que debemos hacer, entonces debemos hacerlo. Estoy obligado por un imperativo que tiene prioridad sobre cualquier otra consideración. Todos comprendemos lo que significa la palabra «debemos», porque es el término que se refiere a nuestro arriendo, el que nos indica nuestra obligación.
La pregunta que ha ocupado las mentes de los filósofos durante miles de años, por supuesto, es: ¿de dónde viene este extraordinario sentido de obligación? La gente cada vez lo relaciona más con el condicionamiento social. «¿Moralidad?—dicen. Se trata sólo de convenio social. Se nos enseñan determinadas cosas en nuestra infancia y las interiorizamos en forma de conciencia cuando crecemos». Pero el problema es que, una vez que de verdad nos creemos que eso es la moralidad, inmediatamente pierde su fuerza y ya no tiene poder sobre nosotros. Si lo bueno y lo malo no son más que invenciones humanas, entonces ¿por qué no vamos a pasarlo por alto cuando nos apetezca?
El análisis sociológico moderno de la palabra «deber» no alcanza a explicar nuestro sentido de obligación moral. Nuestro mundo occidental está experimentando cada vez más la anarquía y la permisividad que de manera irresistible resulta de esa clase de escepticismo corrosivo. Porque lo característico de la palabra «deber» es que tiene que venir de fuera de nosotros, de una autoridad mayor. Y el problema de la filosofía humanista que ha predominado en nuestra cultura en los últimos dos siglos es que no tiene acceso a una autoridad mayor. Sus seguidores quieren una ley moral pero sin un legislador moral. Quieren valores personales sin un Dios personal. Y no es posible.
La responsabilidad involucra por definición a dos partes. Se ha de poder responder a la pregunta: ¿responsabilidad hacia quién? El humanismo no puede responder a eso. Por eso ha supuesto un período desastroso para nuestra historia intelectual.
Pero Jesús puede responder a esa pregunta. Comprende de dónde viene la palabra «deber». Dice que procede del propietario de la viña. Nuestra naturaleza moral refleja el hecho de que nos ha puesto en la tierra como sus arrendatarios, no como propietarios. Le debemos algo a nuestro Creador. Hay un «deber» ineludible en la misma naturaleza de nuestra existencia humana. La razón fundamental por la que la viña se ha echado a perder es que los hombres y las mujeres, judíos, gentiles o quienes quiera que sean, normalmente abandonan su responsabilidad. «Seréis como dioses»—le dijo el diablo a Eva. Y, con gran arrogancia, nos creemos la mentira y escogemos el camino del desafío moral en vez del de la obediencia moral (ver Génesis 3:1–6).
En este aspecto, el rechazo de los profetas por parte de los judíos no es en esencia diferente de nuestro general rechazo humano de Dios. Pablo argumenta este punto en su carta a los romanos. Él dice que en el fondo todos conocemos de sobra la responsabilidad que tenemos ante Dios de someter nuestras vidas a su gobierno. El judío tiene la Biblia, el gentil tiene su conciencia. Ninguno tenemos excusa. Todos somos pecadores. Todos somos arrendatarios con pagos de la renta pendientes (ver Romanos 1 a 3). Y, por eso, el propietario interviene en nuestras vidas. Y cuando lo hace, nuestra reacción inmediata—como la de los arrendatarios de la parábola—no es de sorpresa, sino de resistencia.
Seguramente Jesús nos haría ver que, en nuestro siglo veinte, la misma clase de postura ilegítima a favor de la autonomía moral, la que condujo a Israel al fracaso, nos está conduciendo también a nosotros al fracaso de nuestra visión secular de un mundo mejor.
Aquí encontramos la raíz de todos los desastres ecológicos que nos recuerdan constantemente los ecologistas. Hemos pasado por alto el sentido de mayordomía que Dios nos ha dado en relación a este mundo, y pensamos que podemos hacer lo que nos apetezca con la creación, abusando de ella como queramos y sin impunidad.
Ésta es la causa del fracaso de los sueños socialistas, de los cuales el ejemplo más reciente y trágico lo tenemos en la caída del bloque comunista. Los seres humanos somos demasiado codiciosos, demasiado egoístas, demasiado cómodos y demasiado corruptos como para que sueños tan utópicos sobre la cooperación económica se hagan realidad. Ésta es la llama que hace que, en nuestro mundo de hoy, el fuego de la violencia revolucionaria extienda su terrorismo cruel a nuestro alrededor: el anarquismo convencido de que es más noble y más digno acabar con los representantes de la autoridad que someternos a ellos.
Aquí tenemos también el terreno apropiado para que el terrible fantasma de la tiranía continúe persiguiendo a la raza humana, con todo su armamento de manipulación psicológica y vigilancia computerizada con el que nos ha capacitado la ciencia moderna. Los seres humanos tenemos complejo de poder. Cual actor incompetente decidido a hacer de Hamlet, el insignificante hombre tiene la ambición de hacer de Dios. Y es genéticamente incapaz de darse cuenta de que el papel le va muy grande. Por tanto, en vez de otorgarle el poder a hombres y mujeres humildes que conduzcan a las naciones por el camino de la moderación y de la paz, una y otra vez se lo damos a los megalómanos—los Stalin, Hitler o Saddam Hussein—, y después nos quejamos del leviatán de control e intimidación que ponen nuestro alrededor y que destroza nuestra libertad.
Todo es consecuencia de lo mismo. No queremos ser arrendatarios de la viña. Insistimos en ser los propietarios. Y esa falta de gratitud es muy mala: que Dios le otorgue ese privilegio y esa dignidad a la raza humana, ese potencial creativo, y que estemos tan poco dispuestos a devolverle algo a Dios. Pero lo patético es que es inútil. Porque se trata de una rebelión destinada al fracaso. Es una insolencia y una insensatez pensar que unas insignificantes criaturas podemos resistirnos ante el Omnipotente, rechazando todas las cosas y a todas las personas a quien Dios envía para recordarnos la deuda que tenemos con él, y esperar salirnos con la nuestra. ¡Podemos tener por seguro que él no lo tolerará! ¿Verdad?
Pero lo extraordinario en la historia que cuenta Jesús es que lo tolera durante mucho tiempo.
2. Qué pensaba Jesús de su propia misión
¿Qué haré? Enviaré a mi hijo amado; quizás cuando le vean a él, le tendrán respeto (Lucas 20:13).
Encuentro que este versículo es inmensamente conmovedor. Jesús refleja en él la paciencia de Dios, que les da a los rebeldes seres humanos una oportunidad tras otra para arrepentirse, aunque una y otra vez reciba una bofetada a cambio. Pero todavía quiere mostrarles su misericordia, aún contiene su justa indignación y pone la otra mejilla. Les da una última oportunidad, aunque eso signifique jugarse lo más precioso que tiene: «mi hijo amado».
Pero no debemos permitir que la fuerza emocional de estas palabras oscurezca la importancia de su significado teológico. Quiero que recordemos de nuevo la pregunta que provocó esta parábola: ¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿O quién es el que te ha dado esta autoridad? (Lucas 20:2).
Es difícil no llegar a la conclusión de que aquí, en esta historia, Jesús está respondiendo directamente a esa pregunta: «Enviaré a mi hijo amado». De manera extraña, Jesús se ha introducido como personaje en su propio relato. Si tenemos dudas acerca de esto, seguramente quedarán disipadas por la adición de la frase «hijo amado», porque son las mismas palabras que vinieron del cielo cuando Jesús fue bautizado por Juan en Lucas 3:21–22: «Tú eres mi hijo amado»—dijo la voz del cielo. La coincidencia es demasiado grande, especialmente si recordamos que, poco antes, Jesús había hecho una referencia directa al bautismo de Juan.
No hay posibilidad de error, por tanto, en cuanto a lo que Jesús estaba afirmando implícitamente. Los profetas que vinieron antes eran siervos de Dios. «Pero yo soy diferente—les dice—, soy especial. Soy el hijo amado de Dios». No creo que sea exagerado afirmar la enorme importancia de esta identificación que Jesús hace de sí mismo.
Y, sin embargo, así ocurre en nuestros días. Diré por qué. En los últimos treinta años o así, la teología liberal ha llevado a cabo en nuestro país y en todo el mundo toda una campaña pública implacable para desacreditar la doctrina de la deidad de Cristo. La idea de que Dios tuviera un hijo que vino a la tierra en forma humana es, según ellos, un cuento fantástico que ninguna persona moderna puede seguir creyendo. John Robinson lanzó la primera bomba pública en 1963 con su célebre Honestos con Dios. Después llegó un bautista, Michael Taylor, con una afirmación muy similar en 1971. En 1977 tenemos el simposio anglicano titulado El mito del Dios encarnado. En 1984, uno de los colaboradores de televisión, Don Cupitt, hizo una campaña aun más firme a favor de esta opinión, consiguiendo que fuera de dominio público gracias a su serie El mar de la fe. Más recientemente, David Jenkins, el pasado obispo de Durham, se ocupó de mantener el tema candente en sus entrevistas concedidas a la prensa.
La razón de esta conspiración académica no es difícil de discernir. La doctrina de la deidad de Cristo es la que obstruye más que ninguna otra el diálogo entre el cristianismo y las demás creencias. Y ese diálogo está cerca de convertirse en una obsesión para muchos de nuestros teólogos y líderes contemporáneos de la iglesia. ¿Quieres ser rechazado como candidato para el ministerio cristiano en cualquiera de las denominaciones principales de la actualidad? Di en una mesa redonda con los otros candidatos que quieres que se conviertan a Cristo los musulmanes de este país. Eso es todo lo que necesitan oír.
Con despojar a Cristo de su divinidad, de manera que se convierta en uno de los muchos siervos de Dios, en vez de aparecer en el credo de la iglesia como su «hijo amado», ya se abre el camino para un mayor acercamiento entre el cristianismo y el islam, entre el cristianismo y el hinduismo, entre el cristianismo y cualquier otra cosa. El sueño ecuménico de una sola religión mundial estaría más cerca de cumplirse.
Insisten en que esta forma de interpretar la persona de Cristo es posible, incluso deseable. ¿Por qué? Dicen estos intérpretes que porque Jesús nunca pretendió la deidad. Su extraña identidad como Dios encarnado fue algo que añadieron los cristianos que vinieron detrás de Jesús de Nazaret. Éste se habría avergonzado si nos escuchara llamarle Señor y Dios. La deidad de Cristo—según ellos—es una invención de la iglesia primitiva. Nunca formó parte de la propia enseñanza de Jesús. Eso es lo que declaran los seguidores liberales.
Pero pienso que más bien no es eso lo que vemos en esta parábola. Al contrario, Jesús muestra claramente que es alguien único. «Yo soy el hijo—dice—, muy diferente de los otros siervos, los profetas que vinieron antes».
Porque el hijo no sólo trae la palabra divina, sino también la semejanza divina. No sólo viene para representar al Rey, sino para ser el Rey. Jesús no se ve a sí mismo como un accidente de la historia. Viene con el propósito específico de afirmar los derechos territoriales del Padre sobre su rebelde viña. Viene, en una palabra, como el Mesías, a inaugurar el largamente anunciado reino de Dios del que habían hablado los profetas.
Sólo existe una forma de evitar llegar a la conclusión de que Jesús abrigaba esa idea acerca de sí mismo: dejar de lado esta parábola, considerándola una pura invención. Y eso, claro está, es lo que hacen estos eruditos. No pueden admitir la idea de que Jesús se incluya en la parábola de esa manera como el hijo, por lo que insisten en que esa historia fue variada por posteriores cristianos hasta el punto de que hemos perdido totalmente su forma original. Pero, sinceramente, no hay ninguna base para deshacernos de esa manera del relato de Lucas. Sólo los enormes y cegadores prejuicios pueden llevar a alguien a negar que Jesús aquí está confesando su plena conciencia filial. «Yo soy el Hijo—les dice—, no sólo un maestro, ni siquiera un profeta. Soy el Hijo de Dios, y es por esa filiación divina por lo que ejerzo en el templo esa autoridad de la que os quejáis».
Fijémonos de nuevo en la melancolía de ese soliloquio divino con el que continúa la historia: «Quizás le tendrán respeto». Dios seguramente dice lo mismo hoy cuando mira la iglesia y el mundo. Sé que al hombre liberal moderno le irrita oír que una religión es mejor que otra. En nuestra generación pluralista se ejerce todo tipo de presión sobre nosotros para que no le otorguemos a Jesús unos determinados colores; puede ser un profeta, un filósofo, un visionario, cualquier cosa vale.
Pero, por muy aduladores que puedan parecer esos títulos, en ellos no hay nada que sea único. Se puede admirar a personas así sin necesidad de seguirlas. Se las puede ignorar, si se quiere, sin pagar un precio. Pero Jesús no admite que le dediquemos ese tipo de alabanza apenas perceptible. Proclama que él es el último recurso de Dios, su última Palabra, su Hijo amado.
En el cielo no habrá disidentes. No habrá nadie que diga: «¡Tres hurras por Mahoma!» Si Jesús tiene razón, en el cielo todos están unidos por un veredicto unánime: «Jesús es el Señor». Y si es así, tenemos que escucharle. Tenemos que respetar su autoridad. No nos queda otra elección.
Pero la terrible verdad es que no lo hicimos. Y la extraordinaria verdad es que él sabía que no lo haríamos:
Mas los labradores, al verle, discutían entre sí, diciendo: Éste es el heredero; venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra. Y le echaron fuera de la viña, y le mataron. (Lucas 20:14–15)
Existen tantas dimensiones del significado de la cruz que resulta imposible encerrar todo su significado en pocas palabras. Quizás por eso tenemos que convertirlo en un símbolo visual. Pero, en esta parábola, Jesús se centra en un elemento de su significado que quizás a menudo perdemos en nuestra teología. La cruz—nos dice—es el mayor insulto. La cruz es el gesto supremo de desprecio humano al gobierno de Dios. La cruz es el mayor desaire, que culmina siglos de rechazo a Dios por parte de la raza humana. Fuimos incapaces de apreciar, ni siquiera de tolerar, a alguien que nos retaba a admitir la deuda que teníamos, que nos llamaba a reconocer la responsabilidad adquirida ante nuestro Hacedor. Por eso le crucificamos.
Llegados a este punto, es muy fácil para ti y para mí refugiarnos de nuevo detrás del hecho de que Jesús, en esta parábola, se estaba dirigiendo a los judíos del primer siglo. Podemos decir: «Claro, fue culpa suya. Todos sabemos lo bárbaros que eran los judíos y los romanos. La crucifixión fue un asesinato legal espantoso, por supuesto. Por eso, cuando vi Ben Hur las pasadas Navidades, mis ojos se llenaron de lágrimas ante la injusticia perpetrada».
Pero no, no podemos librarnos de la culpa de semejante manera. Si lo hacemos, no nos estaremos identificando con esta parábola como Jesús desea que lo hagamos, sino que estaremos huyendo. Lo fundamental que Jesús nos está diciendo aquí es que nosotros también somos arrendatarios. Estábamos allí cuando crucificaron al Señor.
Algunos de nosotros estábamos con aquellos burócratas romanos, otros con aquellos soldados violentos. Otros entre los fariseos, presumiendo de nuestra ortodoxia bíblica. Pero ¿dónde estábamos la mayoría de nosotros? Las estadísticas dicen que estábamos entre aquella multitud que, de manera mecánica, no paraba de gritar: «¡crucifícale, crucifícale!»
Nuestras manos no fueron las que clavaron literalmente los clavos en las manos de Jesús. Pero nuestros corazones eran malos, rebeldes y lo suficientemente irresponsables como para haberlo hecho. Supongo que podemos argumentar ignorancia. De hecho, el mismo Jesús lo hizo por nosotros: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34).
Pero esta parábola expone la generosidad de esa oración, y la superficialidad de semejante excusa. Porque si nosotros le crucificamos debido a nuestra ignorancia, no obstante seríamos culpables de ignorancia. Pero Jesús insiste en que aquellos arrendatarios sabían muy bien a quién estaban asesinando. Por eso lo hacían. «Éste es el heredero—dijeron—; venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra».
Por tanto, Jesús hace que nos demos cuenta de que, en lo más profundo de nuestra honestidad personal, también nosotros sabemos quién es y por qué no le queremos en nuestras vidas. Se trata de ese obsesivo deseo de independencia, esa loca ambición de ser dioses. «No quiero que ninguna deidad protectora interfiera en mi vida. Quiero hacer lo que me apetezca. Muchas gracias. Quiero ser mi propio dueño. Éste es el heredero; matémosle, para que la heredad sea nuestra». Todos lo hemos dicho. Y, cada vez que lo decimos, añadimos nuestro clavo personal junto a los que colgaron a Cristo en la cruz.
3. Qué pensaba Jesús del futuro
¿Qué, pues, les hará el señor de la viña? (Lucas 20:15)
De nuevo, como dije al principio, este versículo predice la forma en que los judíos, por su rechazo al Mesías, perdieron sus privilegios espirituales en favor de los gentiles. Mateo lo deja claro en su forma de entender esta parábola. «El reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él»—dice—(Mateo 21:43). Es comprensible que los oyentes judíos se ofendieran, porque semejante perspectiva echaba por tierra todos sus sueños mesiánicos. Como patriotas que eran, deseaban la llegada del reino de Dios. Sería un día de triunfo para la nación judía. «No—dice Jesús—, en absoluto. El reino de Dios es un día de catástrofe nacional para la nación judía».
Pero, igual que es una tontería pensar que los únicos arrendatarios malvados de este mundo son los judíos, aún es una mayor tontería el pretender que ellos son el único pueblo con quien Dios está enfadado en este mundo. No, al final de su historia, Jesús nos enfrenta a todos nosotros con la solemne perspectiva del juicio venidero.
Confronta a su iglesia visible con esa perspectiva, porque si los líderes de Jerusalén perdieron el privilegio espiritual de Israel a favor de los gentiles porque no honraron ni respetaron al Hijo de Dios como debían, ¿qué le hará Dios a los teóricos teólogos y clérigos que, en su anhelo de diálogo ecuménico, niegan la unicidad de Cristo? ¿Nos sorprende que, en la actualidad, las principales denominaciones estén disminuyendo en membresía y en influencia? ¿Nos sorprende que sean los nuevos grupos cristianos que no se avergüenzan de proclamar a un Cristo divino como su Señor los que están tomando hoy la iniciativa en nuestro país?
El arzobispo de Canterbury, George Carey, tiene razón al hablar de los próximos años como críticos para la iglesia de Inglaterra. Existen claros síntomas de que Dios le está dando la viña a otros ante las narices de los obispos. Sólo espero que George Carey tenga el valor y la honestidad suficientes para admitir que esto se debe, sobre todo, a que algunos de esos obispos se han apartado de la fe apostólica del Nuevo Testamento. En algunas de nuestras principales denominaciones se está apartando la gloria, y es por no mantenerse firmes en cuanto al asunto más importante de todos: el señorío de Cristo.
Jesús enfrenta también a Gran Bretaña a esta perspectiva de juicio final. Porque igual que Israel había recibido las bendiciones de la ayuda de Dios durante siglos, lo mismo ocurre en el caso de nuestra tierra. En el pasado lejano fuimos liberados del paganismo, en la Edad Media del islam, en el siglo dieciséis del catolicismo apóstata, y en el siglo veinte de las dictaduras fascista y marxista. Dios ha protegido políticamente a este país de formas muy dignas de tener en cuenta, y lo ha hecho vez tras vez.
Más aun, ha bendecido a esta nación con predicadores de poder e influencia extraordinarios: hombres santos que nos han llamado como nación a ponernos bajo la autoridad de Dios, mártires que han muerto para traernos la Biblia, evangelistas que han dedicado sus vidas a promover el avivamiento. En cada ciudad y en cada pueblo hay iglesias y capillas que son un testimonio de la bondad de Dios con esta tierra.
¿Qué nos hará Dios entonces si, a pesar de todas estas bendiciones, nuestra tierra le da la espalda a la herencia cristiana y abraza como su dios el secularismo con toda su inmoralidad y el paganismo con toda su superstición, siguiendo el ejemplo de muchas naciones que no han disfrutado ni de una pequeña parte de nuestros privilegios?
¿Hemos de sorprendernos de que la prosperidad económica se acabe, de que aumente la cifra de crímenes, de que nuestra influencia internacional se venga abajo? En nuestro mundo quedan muchos restos de grandes imperios y naciones del pasado. Gran Bretaña no tiene por qué ser inmortal.
Pero quizás, por encima de todo, tengamos que enfrentarnos a la luz de estas serias y solemnes palabras del final de su historia, al hecho de que Jesús está confrontándonos a cada uno de nosotros como individuos con la perspectiva del juicio final.
Los comentarios de Jesús después de contar su historia, en los versículos 17 y 18, pueden parecernos difíciles de entender. Pero, para los lectores de Lucas, tenían un sentido evidente. Porque Jesús está relacionando aquí tres versículos con los que ellos estaban muy familiarizados. El Nuevo Testamento los cita a menudo. Quizás vienen a la mente de Jesús porque todos tienen que ver con piedras. Y en el idioma arameo que él hablaba, las palabras utilizadas para decir «piedra» y para decir «hijo» suenan casi igual.
La primera cita procede del Salmo 118, y habla metafóricamente de la construcción de un edificio. El albañil que está construyendo la casa descubre una piedra tallada de manera extraña, que no encaja en el muro. Al principio la descartan; pero después, cuando suben a lo alto del edificio, se dan cuenta de que precisamente es ese trozo de roca el que necesitan para terminar la bóveda, el ladrillo sin el cual todo el edificio se vendría abajo, la cabeza del ángulo.
En su versión original, este salmo utiliza la metáfora del rey de Israel a su regreso a Jerusalén tras una exitosa campaña militar. Las naciones paganas lo habían tratado con desprecio y lo habían desechado como si se tratara de un guijarro sin valor alguno. Pero ahora Dios ha vindicado a su ungido y le ha exaltado sobre sus enemigos. Por tanto, la piedra que los edificadores habían rechazado se había convertido en la piedra principal. «De parte del Señor es esto, y es cosa maravillosa a nuestros ojos»—cantaban.
Pero los judíos de los días de Jesús interpretaban todo este salmo desde un punto de vista mesiánico. De hecho encontramos un estribillo del mismo en labios de la multitud cuando le dan la bienvenida triunfante en Jerusalén, el domingo de Pascua: «¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor!» (Lucas 19:38).
Por tanto, Jesús estaba señalando las implicaciones del salmo 118 para aquellos teóricos estudiosos de la Biblia que se estaban enfrentando a él: «Si, como creéis, ésta es una profecía mesiánica, ¿cómo es que no sois capaces de ver lo que implica? Los hombres poderosos de este mundo repudiarán al Mesías igual que aquellas naciones paganas repudiaron al rey de Israel hace tiempo. Pero entonces Dios le elevará hasta el lugar de exaltación que le corresponde. Mi historia del hijo rechazado se confirma en esa escritura que conocéis tan bien, la escritura de la piedra desechada».
Y antes de que pudieran recobrarse de su alarmante perspicacia expositora, con un golpe de efecto magistral, Jesús une a lo anterior dos versículos más, procedentes de Isaías 8 y Daniel 2, que también hablan de piedras. El texto de Isaías advertía que, si Israel no confiaba en el Señor, entonces el Señor mismo vendría como una piedra sobre la cual ellos tropezarían. La cita de Daniel hablaba de una piedra o una roca, símbolo del reino de Dios, que sería utilizada al final de los tiempos como un martillo en manos de Dios que destrozaría todos los reinos de la tierra que se opusieran, aplastándolos hasta desmenuzarlos.
Y, al unir estas escrituras, Jesús hace una solemne advertencia. La piedra que los edificadores desecharon—les dice—está ahora en el suelo. Vosotros estáis planeando asesinar al Hijo de Dios. La gente que no tiene cuidado tropieza con él y es destruida, como anunció Isaías que ocurriría. Pero un día, pronto, será elevado a lo alto de la bóveda. Y, en el caso de las personas que sean lo suficientemente tontas como para rechazarle todavía, ya no serán ellas las que caigan sobre él, sino él quien caerá sobre ellas, como predijo Daniel. «Es peligroso—les dice—rechazarme. Estáis jugando con fuego. Poneos en el lugar del propietario de mi historia y comprenderéis por qué. ¿De verdad pensáis que Dios va a tolerar una insolencia tan absurda por parte de la raza humana? ¿Creéis que se quedará sin hacer nada y que no vindicará a su Hijo amado delante de sus enemigos?»
No, llegará un día en que habrá que rendir cuentas. «Lo que me hicisteis a mí—les dice—, al Hijo, a la Piedra, determinará vuestro destino final en aquel día. Debéis escoger entre ser destrozados voluntariamente por mí, que vuestro rebelde orgullo sea humillado y escarmentado reconociendo quién soy; o ser finalmente aplastados por mí, juzgados, condenados por vuestra participación en este mundo rebelde». Se trata de un mensaje solemne. Pero me temo que tanto las iglesias como los predicadores somos reacios a hablar claro de esto.
Es un gran error confundir la paciencia divina con la indiferencia divina. Según esta historia, Dios está siendo paciente con los seres humanos, enviándonos un siervo tras otro y finalmente a su propio Hijo. El peligro reside en que podemos engañarnos pensando que su paciencia es infinita. Pero Jesús dice que no. El corazón de Dios está siendo provocado de manera insoportable. Y no debemos confundir su paciencia con indiferencia.
Está de moda hablar de Dios como si fuera un viejo amigo amable, todo amor, que nunca mataría ni a una mosca. Pero, ¿de dónde hemos sacado esa idea? Desde luego no de Jesús. Es precisamente la indignación moral de Dios contra el mal la que evita que su amor degenere en mero sentimentalismo. En realidad no admiramos a las personas que nunca se enfadan. Hay veces en que la justicia demanda ira, como en casos de crueldad, por ejemplo. No podemos respetar a una persona que, cuando se enfrenta al verdadero mal, se queda como si tal cosa pretendiendo ser benigna.
Si hay ocasiones en que las personas no tienen más remedio que enfadarse, ¡con cuánta más razón aún, por tanto, llegará un momento en que Dios se enfadará! No confundamos su paciencia con indiferencia. Es paciente con nosotros, hombres y mujeres, pero no indiferente hacia nuestros pecados. Hemos de dar cuentas; y finalmente daremos cuentas de lo que hemos desperdiciado, de aquellos siervos heridos y del asesinato de su hijo.
¿Cómo ve Jesús el futuro? Lo ve como un día de ajustar cuentas, un día de juicio. Samuel Johnson enfatizaba: «Recuerdo que mi Hacedor ha dicho que colocará las ovejas a su derecha y los cabritos a la izquierda. Es una solemne verdad que en esta época de tanta frivolidad debemos escuchar». La época frivola a la que se refería era el siglo dieciocho, pero aún nos rodea mucha frivolidad.
Me molesta profundamente que haya tan poca gente hoy que se tome en serio el infierno. Muchos de aquellos teólogos que mencionaba antes son universalistas, e insisten en que el infierno es una superstición del cristianismo antiguo. «¿Quién puede siquiera imaginarse a un Dios que es amor y que tolere semejante obscenidad?»
Ahora es más habitual el que la gente se burle de todo eso. «Bueno, si voy al infierno estará lleno de personas que irán conmigo», como si el infierno fuera una fiesta de sociedad de espíritus libres. No niego que el lenguaje de juicio que la Biblia utiliza a veces es difícil. Me compadezco de algunas personas que encuentran la doctrina del infierno confusa e indigerible. Estoy de acuerdo en que Jesús utiliza un lenguaje simbólico cuando habla del «fuego del infierno». Pero no creo que utilizara ese lenguaje a menos que quisiera prevenirnos de algo que es real y terrible. Y no creo que el Hijo de Dios hubiera sido colgado de una cruz en medio de semejante agonía si no hubiera querido ahorrarnos algo mucho peor. Por supuesto que el juicio es real. Es porque el juicio es real por lo que necesitamos ser rescatados. La misma palabra «salvación» carecería de significado si no existiera nada de lo que necesitamos ser salvados.
Aquí tenemos a un Dios—en mi opinión—que nos ve como individuos que andan en la miseria, decididos a ser lo que por naturaleza no podemos ser: independientes de él. Pone señales en nuestro camino para advertirnos; envía mensajeros para intentar persuadirnos; pero nosotros le despreciamos y le ignoramos. Incluso envía a su propio Hijo, y mira cómo lo asesinamos. Y todavía persiste en animarnos a volver a la cordura. Aún persiste en instarnos a descubrir nuestro verdadero destino humano en comunión con él como arrendatarios de su mundo, no como usurpadores del mismo.
Pero si insistimos en conseguir nuestra autonomía, nos la dará. En ese sentido no tiene que enviarnos a ninguno de nosotros al infierno. Nuestra tragedia es que ya estamos caminando en él. El mayor principio del infierno es que «me pertenezco a mí mismo». Según Jesús, si le decimos a Dios que nos deje solos, entonces al final de los días eso es lo que él hará: dejarnos solos eternamente. La Biblia dice que es algo terrible caer en manos del Dios vivo, pero os diré algo que me aterroriza aún más: ser abandonado por sus manos.
¿Qué, pues, les hará el señor de la viña? Vendrá y destruirá a estos labradores, y dará su viña a otros. Cuando ellos oyeron esto, dijeron: ¡Dios nos libre! (Lucas 20:15–16).
¿No deberían estas palabras producir en nosotros una gran preocupación por nuestra santidad? ¿No deberían producirnos una gran pasión por la evangelización? ¿No deberían producir en nosotros una gran seriedad en cuanto a la fe cristiana? Si nos deslizamos de la fe en Cristo que una vez profesamos, o si no nos hemos comprometido con Cristo, ¿no deberían estas palabras producir en nosotros una gran preocupación por nuestro destino eterno? ¿Qué hará contigo?
¿Ves la frase con la que Lucas introduce la última historia de Jesús? Dice que Jesús los miró. Hay una intensidad extraordinaria en esto, ¿no? Fijó sus ojos en aquellas personas. ¿Qué había en aquella mirada cuando les hizo esta última advertencia tan solemne? ¿Urgencia, pena, súplica, amor? Sí, seguramente amor por encima de todo. Porque aquellos eran los ojos que, sólo unas horas antes, habían estado llorando por Jerusalén.
¿No podemos sentir cómo nos mira Cristo a nosotros? Nos mira con la misma intensidad, con la misma urgencia. Todo el amor de Dios por nosotros, que somos hombres y mujeres tontos, pecadores y caprichosos, se concentra en aquella mirada. Porque nosotros estábamos allí, con todos aquellos arrendatarios rebeldes; estábamos allí cuando crucificaron al Señor.
Hemos insultado a Dios. Hemos abusado de su paciencia durante mucho tiempo. Hemos despreciado su generosidad durante mucho tiempo. Hemos tratado a su Hijo como un artículo de valor secundario para nuestras vidas durante mucho tiempo. Él espera ahora, con paciencia pero no con indiferencia, que nos disculpemos y que paguemos esa deuda, ya vencida, de obediencia moral. Pero no esperará eternamente.
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