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ABANDONAR UNA MISION... PARA CAER EN OTRA MISION Y VOLVER A LA MISION...
PARA RECORDAR
... El que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6
UNA HUIDA ALGO TONTA..
La palabra de Jehovah vino a Jonás hijo de Amitai, diciendo:
"Levántate y vé a Nínive, la gran ciudad, y predica contra ella; porque su maldad ha subido a mi presencia."
Entonces Jonás se levantó para huir de la presencia de Jehovah a Tarsis . Descendió a Jope y halló un barco que iba a Tarsis; y pagando su pasaje, entró en él para irse con ellos a Tarsis, huyendo de la presencia de Jehovah.
Pero Jehovah lanzó un gran viento sobre el mar , y se produjo una enorme tempestad, de manera que el barco estaba a punto de romperse.
Los marineros tuvieron miedo, y cada uno invocaba a su dios. Y echaron al mar el cargamento que había en el barco, para aligerarlo. Pero Jonás había bajado al fondo del barco, se había acostado y se había quedado profundamente dormido.
Por que huyo Jonas?... El libro de Jonás gira en torno a una huida.
El epónimo protagonista de la historia, llamado por Dios para llevar a cabo una crucial misión profética en Nínive, ciudad principal del imperio asirio, se levanta, conforme a la Palabra de Jehová, pero no para ir a Nínive, sino para abandonar precipitadamente su patria, Israel, y huir hacia Tarsis, «lejos de la presencia de Jehová».
La inesperada fuga de Jonás desencadena de manera directa los dramáticos sucesos que vertebran el relato subsiguiente:
las peripecias en el mar tras su embarque en el puerto de Jope (cap. 1);
la estancia en el vientre del gran pez (cap. 2);
la campaña sin precedentes en Nínive (cap. 3): y
el diálogo final en el que Jonás expone los motivos de su huida (cap. 4).
Llama la atención el hecho, evidentemente intencionado, de que los motivos de la fuga no son revelados por el narrador hasta que la campaña en Nínive esté concluida.
Este dato, sorprendente por cuanto el lugar natural para su inclusión en el relato habría sido el principio del mismo, no el final, provoca inevitablemente una primera lectura marcada por la especulación:
¿Huyó Jonás por miedo a los ninivitas?
¿Huyó por temor al fracaso de su misión?
¿Huyó por recelar de la opinión de sus compatriotas? La conducta de Jonás es, a todas luces, injustificable: ¡un profeta de Israel renuncia a su sagrada vocación!
Los comentaristas, ciertamente, han sido muy duros en su interpretación, y no han faltado sentencias moralizantes:
Jonás,
rebelde,
renegado,
contumaz,
merece la muerte bajo la mano airada de Dios.
Los acontecimientos, sin duda, parecen darles la razón; Jonás huye, lejos de la presencia de Jehová: ¿no hizo lo propio Adán después de su desobediencia en el Edén? El profeta desciende a Jope y paga su pasaje para ir a Tarsis: ¿no paga siempre el creyente extraviado el precio de su error? Baja al interior de la nave y se echa a dormir: ¿no es así como el pecado hunde al hombre en la evasión y el olvido?
El capitán despierta a voces a Jonás, los marineros echan suertes y la culpa de Jonás queda patente: ¿acaso puede ser burlado Dios?
Jonás es arrojado por la borda: ¿no desprecian los hombres al creyente hipócrita e inconsecuente, que como la sal desvanecida, no sirve más sino para ser echada fuera? Cuando Jonás, in extremis, vuelve en sí, y arrepentido y reconciliado con la voluntad de Dios, cumple gloriosamente con su misión en Nínive.
La lección parece clara: tras el pecado, derrota y disciplina; tras el arrepentimiento, victoria y regocijo. ¿Es acertada esta interpretación? A partir del primer momento de la narración, podría parecerlo. Pero al llegar al cuarto capítulo, el lector se encuentra con una pequeña complicación: si sorprendente fue la huida, no menos asombrosa resulta ser su explicación: Ahora, oh Jehová, ¿no es esto lo que yo decía estando aun en mi tierra? Por eso me apresuré a huir a Tarsis; porque sabía yo que tú eres Dios clemente y piadoso, tardo en enojarte, y de grande misericordia, y que te arrepientes del mal. Ahora pues, oh Jehová, te ruego que me quites la vida; porque mejor me es la muerte que la vida (Jonas 4:2–3). Resulta que Jonás no fue a Nínive «arrepentido», sino siempre en contra de su voluntad; y todo ello porque ¡temía la misericordia de Jehová! ¡No toleraba la idea de la salvación de los ninivitas! ¡Prefería morir, antes que ver la gran bondad de Dios! La explicación parece conducir a una conclusión clara, y los comentaristas creen ver en Jonás una perversa condición: el profeta huyó porque era, y seguía siendo, un nacionalista cerrado, egoísta y vengativo. ¿No lo demuestra su actitud hacia la calabacera? ¡Antepone su propia comodidad a la salvación del prójimo! ¡Ama más las cosas de este mundo que el destino eterno de Nínive! Jonás es un indigno portavoz de Dios. Todo lo cual, empero, deja sin responder la pregunta crucial:
¿Por qué huyó Jonás de Israel?
¿Por qué se ausentó apresuradamente de su patria?
¿Por qué no quiso volver? Al buscar respuestas a esta pregunta, veremos si es coherente la interpretación tradicional.
Profeta y siervo del Señor La única información de la que disponemos acerca de la biografía personal y profesional de Jonás proviene de un breve apunte en el Segundo Libro de los Reyes. Aunque escueto, aporta un valioso testimonio que ilumina la circunstancia histórica de Jonás: El año quince de Amasías hijo de Joás rey de Judá, comenzó a reinar Jeroboam hijo de Joás sobre Israel en Samaría; y reinó cuarenta y un años.
E hizo lo malo ante los ojos de Jehová, y no se apartó de todos los pecados de Jeroboam hijo de Nabat, el que hizo pecar a Israel. Él restauró los límites de Israel desde la entrada de Hamat hasta el mar del Arabá, conforme a la palabra de Jehová Dios de Israel, la cual él había hablado por su siervo Jonás hijo de Amitai, profeta que fue de Gat-hefer. Porque Jehová miró la muy amarga aflicción de Israel; que no había siervo ni libre, ni quien diese ayuda a Israel; y Jehová no había determinado raer el nombre de Israel de debajo del cielo; por tanto, los salvó por mano de Jeroboam hijo de Joás (2 R. 14:23–27). De esta noticia se desprenden tres datos importantes.
En primer lugar, Jonás es un verdadero siervo de Jehová, y un profeta auténtico. Contra todo pronóstico humano, en un momento crítico de la historia del pueblo, se cumplió la Palabra de Jehová pronunciada por boca suya en cuanto a la restauración de los límites de Israel.
En segundo lugar, Jonás desarrolló su labor profética en circunstancias deplorables, bajo el mandato de un rey corrupto, Jeroboam II, el cual no menos que su padre, «hizo pecar a Israel».
Y en tercer lugar, el pueblo, sumido en una grave decadencia moral y espiritual, sólo fue salvado de la destrucción por la expresa providencia de Dios.
La situación de Israel recuerda, y de manera inquietante, la de su ancestral enemigo, la gran ciudad de Nínive. La desorientación moral de Israel clama al cielo, no menos que la maldad de Nínive. Y cuando Jonás, fiel siervo y portavoz de Dios, escucha, atónito, su nueva comisión: «Levántate y ve a Nínive», huye, lejos de Israel. ¿Por qué? La razón no es difícil de encontrar.
No sabemos por cuánto tiempo perseveró Jonás en su ministerio profético en Israel antes de recibir la llamada para ir a Nínive. Es de suponer que durante algún tiempo aprendió con paciencia su ingrato y solitario oficio. Sí sabemos que a lo largo del impío reinado de Jeroboam II los resultados de cualquier labor profética eran nulos.
En algún momento dado, eso sí, Jonás tuvo la certeza de que, a pesar de la ignominia social y religiosa de Israel, Dios restauraría los antiguos límites del país; pero en cuanto al contenido moral y espiritual de su mensaje, no recibió ninguna respuesta, ni obtuvo ninguna reacción.
En medio de la alarmante situación de Israel, no se aprecia ningún atisbo de comprensión por parte del pueblo, ni se percibe algún asomo de contrición. Quizás pasaron largos años de creciente preocupación, de amargo desencanto, de honda frustración. Y de repente, la voz clara e inequívoca de Jehová: «Levántate y ve a Nínive… Y pregona contra ella» (Jonas 1:2). El efecto en Jonás fue devastador. Ni que decir tiene, que si Jonás hubiera sido el fanático nacionalista, el vengativo judío a ultranza que denuncian los exégetas, habría ido de inmediato a descargar sobre los ninivitas las iras de su denuncia moral.
¡Con qué prontitud se habría prestado, y con qué disposición, a ser el heraldo de la destrucción de Nínive! Pero Jonás, profeta y siervo, hombre de Dios y conocedor íntimo del carácter del Omnipotente (ver Jonas 4:2), entiende al instante que el mensaje para Nínive no puede ser sino una advertencia de inminente juicio y por lo tanto, una medida de prevención.
¿Por qué, si no, la premura, la urgencia de la comisión?
¿Y por qué prevenir si no hay una clara expectativa de salvación? Y si Nínive, la gran ciudad, se arrepiente, es perdonada, y siendo convertida al Señor es bendecida y moralmente restaurada, ¿entonces qué? ¿Qué será de Israel, que rechaza el mensaje de salvación, que no escucha la voz profética, que no quiere someterse a la voluntad de Dios? Si se convierte Nínive, Israel sufrirá inevitablemente la perdición. Y si es así, y Jonás predica en Nínive, y Dios perdona, entonces la suerte de Israel estará echada, y el destino del pueblo de Dios, sellado.
Ante semejante perspectiva Jonás no tiene futuro en Israel, su testimonio es inútil y su presencia del todo inviable. La idea de ir a Nínive resulta insoportable. Jonás no puede ir. Ni puede permanecer en su tierra. ¿Qué hacer, sino huir? Y el profeta abandona, sin más, su país, y huye «lejos de la presencia de Jehová». Huelga decir que Jonás no confunde en ningún momento la tierra de Israel con el locus exclusivo de la presencia de Jehová en este mundo. Los cielos no le pueden contener, y desde los fondos mismos de la mar Jonás cantará aún la omnipresencia del Señor. La «presencia de Jehová» no es sino el lugar de comunión con Dios, de receptividad a su palabra, de integridad vocacional (ver 1 R. 18:15).
Jonás renuncia a la comunión con Dios, rechaza la palabra de Jehová, reniega de su vocación profética. Mejor huir que permanecer indiferente; mejor aún la muerte que la vida. ¡Terrible dilema, honda crisis, inconcebible tragedia la que afronta ahora el hombre de Dios, Jonás! Testigo de la realidad de Dios Jonás se enfrenta ahora a un futuro incierto; su vida está a merced de su Creador. ¿Qué será de un profeta prófugo; cuál será la suerte de un siervo renegado de su obligación? La única certeza que sostiene a Jonás es que no le queda otra alternativa que la de huir. ¿Es justificable dicha actitud?
Desde cualquier punto de vista, Jonás ha incumplido su responsabilidad. Todo hombre, por el hecho de serlo, contrae la obligación de obedecer a Dios; un siervo y profeta está doblemente comprometido con la voluntad de Dios. La decisión de Jonás es grave. No la tomó ligeramente. Fue razonada; Jonás sopesó la alternativa, y la respuesta de su alma fue huir.
Es fácil dictar sentencia contra Jonás. Pero antes de emitir un juicio precipitado, haríamos bien en considerar lo siguiente: Jehová no se deshizo de su siervo, ni apartó del ministerio a Jonás, sino que le comisionó de nuevo para su tarea de predicación en Nínive. De este hecho clave derivan no pocas consecuencias.
En primer lugar, Jonás, y ningún otro, fue el hombre destinado a llevar el mensaje de salvación a Nínive. ¿No conoció el Señor de antemano la reacción de su siervo? ¿No formó parte de su plan? ¿No es cierto lo que cantó el salmista?:
Oh Jehová, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme; Has entendido desde lejos mis pensamientos. Has escudriñado mi andar y mi reposo, Y todos mis caminos te son conocidos. Pues aún no está la palabra en mi lengua, Y he aquí, oh Jehová, tú la sabes toda. Detrás y delante me rodeaste, Y sobre mí pusiste tu mano. Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí; Alto es, no lo puedo comprender. ¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí tú estás. Si tomare las alas del alba Y habitare en el extremo del mar, Aun allí me guiará tu mano, Y me asirá tu diestra … (Sal. 139:1–10). Jonás se preció de su conocimiento del Señor (ver 4:2); ¿será menor el conocimiento del siervo por parte de Jehová? ¿Escogerá el Señor a un siervo incapaz de cumplir su voluntad, inadecuado para llevar a cabo su programa? Es de crucial importancia notar que Jonás huyó, es decir, no sólo se sintió incapaz de llevar a cabo la misión, sino que se sintió igualmente descalificado para continuar su ministerio en Israel. No respondió con indiferencia a Jehová, ni reaccionó con altivez ante la Palabra del Señor. La terquedad y la contumacia se manifiestan en la persistente persecución de fines propios.
Quien huye no puede soportar la carga que se le impone; su alma no tolera tal responsabilidad. El profeta que embarca en Jope es, paradójicamente, un gran hombre de Dios confundido por las contradicciones de su propia identidad y vocación.
Veamos, en segundo lugar, el comportamiento de Jonás a continuación. Llama la atención su resoluta decisión: «Descendió a Jope, y halló una nave que partía para Tarsis; y pagando su pasaje, entró en ella para irse con ellos a Tarsis» (Jonas 1:3). Jonás ha hecho sus cálculos, ha reunido su dinero, y ahora actúa con previsión. Se pone de manifiesto su sosegada resignación: «Pero Jehová hizo levantar un gran viento en el mar … Y los marineros tuvieron miedo … Pero Jonás había bajado al interior de la nave, y se había echado a dormir» (Jonás 1:4–5). Abocado ahora a su destino, ¿qué preocupación podía alterar su camino o perturbar su paz? Sale a relucir la transparente candidez de Jonás: «Y él les respondió: Soy hebreo, y temo a Jehová, Dios de los cielos, que hizo el mar y la tierra» (1:9). Interrogado por los atemorizados marineros testifica de su raza, de su religión y no oculta el motivo de su fuga (ver 1:10). Impresiona su gran generosidad y espíritu de entrega: «Tomadme y echadme al mar, y el mar se os aquietará: porque yo sé que por mi causa ha venido esta gran tempestad sobre vosotros» (1:12). Jonás ofrece su propia vida en sacrificio por la de los marineros; no rehuye de su responsabilidad ética y moral.
Es claro, como ya hemos tenido ocasión de hacer notar, que el relato anterior admite una lectura justiciera: Jonás, agotado por su mala conciencia, se rinde al sueño y al olvido; Jonás, delatado por las suertes echadas, no tiene más remedio que confesar; Jonás, acorralado por un Dios airado, no puede sino aceptar la pena máxima: su muerte. Pero cada detalle de la narración nos lleva, ineludiblemente, a reconocer otra lectura: en el comportamiento de Jonás vislumbramos —¿cómo no?— a Cristo: Aconteció un día, que entró en una barca con sus discípulos… Pero mientras navegaban, él se durmió. Y se desencadenó una tempestad de viento en el lago; y se anegaban y peligraban. Y vinieron a él y le despertaron, diciendo: ¡Maestro, Maestro, que perecemos! Despertando él, reprendió al viento y a las olas; y cesaron, y se hizo bonanza… Y atemorizados, se maravillaban, y se decían unos a otros: ¿Quién es éste, que aun a los vientos y a las aguas manda, y le obedecen? (Lc. 8:22–25). Las diferencias manifiestas entre el relato evangélico y el de Jonás (no podía ser de otra manera: Jesús es «más que Jonás», el mismísimo Hijo de Dios), no ocultan, sino más bien resaltan, las similitudes: la tempestad en el mar; los navegantes atemorizados; la calma del dormido; la bonanza posterior; y sobre todo, la cuestión de la identidad del protagonista: «¿Qué oficio tienes, y de dónde vienes? ¿Cuál es tu tierra, y de qué pueblo eres?» (Jon. 1:8); «¿Quién es éste, que aun a los vientos y a las aguas manda, y le obedecen?» (Lc. 8:25); y la maravilla de la fe, manifestada en los marineros paganos y en los discípulos de Jesús.
Y ¿es preciso añadir que quien hizo levantar el gran viento sobre la nave de Jonás es el mismo que, despertado por sus discípulos, calmó la tempestad sobre el mar de Galilea?
Todo en la anécdota de la tempestad es trascendencia pura, y el clímax de la historia constituye un cuadro gráfico de la salvación: Tomadme y echadme al mar, y el mar se os aquietará; porque yo sé que por mi causa ha venido esta gran tempestad sobre vosotros. (Jonas 1:12). La conciencia de Jonás en cuanto a su destino es clara: la intervención de Dios concentra ahora en un solo acto la resolución de su crisis y la de los que le rodean: no hay otra salida mas que su muerte.
Pero los rudos y paganos marineros se resisten a darle muerte: disciernen en Jonás la presencia de un hombre inocente, reo de las circunstancias, víctima propiciatoria de su propia integridad. Trabajan para hacer volver la nave a tierra; mas no pueden: una voluntad superior hace que el mar se embravezca más y más: Entonces clamaron a Jehová y dijeron:
Te rogamos ahora, Jehová, que no perezcamos nosotros por la vida de este hombre, ni pongas sobre nosotros la sangre inocente; porque tú, Jehová, has hecho como has querido (Jonas 1:14). Las resonancias evangélicas de este texto no requieren ampliación: la vida de unos a costa de otro; la sangre inocente imputada a manos ajenas; el cumplimiento inexorable de los propósitos de Dios; son todos ellos elementos esenciales del gran drama de la redención.
Incluso en la forma de ir hacia la muerte se encuentra en Jonás un estremecedor paralelo con la crucifixión: «le tomaron y lo echaron al mar». Le tomaron por los brazos y los pies; y así le entregaron a la muerte. Fue decisión de Jonás; pero el acto lo tuvieron que realizar los otros; y sobre todo, fue la voluntad de Dios. Y temieron aquellos hombres a Jehová con gran temor, y ofrecieron sacrificio a Jehová, e hicieron votos (Jonas 1:16). La preocupación de los marineros con la «sangre inocente» se plasma ahora en un acto que simboliza la realidad de la salvación: sobre la cubierta de la nave (o de regreso nuevamente a tierra) ofrecen sacrificio a Jehová y hacen votos a su Santo Nombre.
¿Es legítimo identificar el nombre de Jonás con el de Cristo? Quien lo dude recordará que el profeta, entregado a las oscuras olas de la muerte, está a punto de entrar, como ningún hombre lo ha hecho nunca, en el misterio de la muerte del Hijo de Dios, pues: Jehová tenía preparado un gran pez que tragase a Jonás; y estuvo Jonás en el vientre del pez tres días y tres noches (Jonas 1:17). Así lo recuerda el Señor: Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches (Mt. 12:40).
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