El desánimo nos anula espiritualmente
.
Los cristianos no deberían desanimarse, independientemente de su situación
Consideremos la siguiente doctrina:
Los santos del pueblo de Dios no tienen un verdadero motivo para desanimarse, cualquiera que sea su situación.
David tuvo tantos motivos de desánimo en esta vida como cualquier otro, porque le faltaban los medios de gracia. De hecho, se vio privado de ellos; por eso dijo en los versículos Salmo 42:1-2 :
“Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y me presentaré delante de Dios?”.
Después de haber conocido la dulzura de aquellas cosas se vio privado de ellas, como leemos en el Salmo 42:4
“[…] Yo fui con la multitud, y la conduje hasta la casa de Dios”.
Y en este estado tenía muchos enemigos; era perseguido y estaba afligido; sus enemigos le reprochaban diariamente en cuanto a su Dios, como vemos en Salmo 42:3-10:
“Mientras me dicen todos los días: ¿Dónde está tu Dios? […]. Como quien hiere mis huesos, mis enemigos me afrentan, diciéndome cada día: ¿Dónde está tu Dios?”.
Además, ahora se encontraba abandonado. Aunque sus enemigos le reprochaban en cuanto a su Dios, si la presencia de Dios hubiera estado presente con él, aún se habría encontrado bastante bien; pero ellos le decían: “¿Dónde está tu Dios ahora?”. Su propio corazón le hacía la misma pregunta, diciendo que Dios le había abandonado lo cual era un error que vemos en el versículo 9: “Diré a Dios: Roca mía, ¿por qué te has olvidado de mí?”. A pesar de todo ello, dice: “¿Por qué te abates, oh alma mía? […]”. Parece que se amonesta a sí mismo, diciendo: “No solo tus enemigos te reprochan en cuanto a tu Dios, sino que también te reprocha tu propio corazón. Ahora te ves privado de esos preciosos medios de gracia que antes disfrutabas; ¿pero por qué te turbas y te abates? No hay motivo para eso”. Estas palabras dejan patente una verdad: el creyente piadoso no tiene motivo bíblico alguno para el desánimo, independientemente de su estado.
El profeta Habacuc se nos presenta en un estado lamentable, pero dice en el capítulo 3: “Con todo, yo me alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi salvación” (Habacuc 3:18).
Pero quizá, siervo de Dios, te encuentras bajo una amenaza, en lugar de una promesa, que hace conmoverse tus entrañas; ¿y quieres y puedes gozarte? Habacuc responde que sí en Habacuc 3:16: “Oí, y se conmovieron mis entrañas; a la voz temblaron mis labios; pudrición entró en mis huesos […]. Con todo, yo me alegraré en Jehová”.
Tal vez creas que la amenaza nunca se verá cumplida. Pero Habacuc dice en el versículo 17: “Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales; con todo, yo me alegraré en Jehová”. Uno puede alegrarse aunque no tenga vino para beber ni aceitunas para comer, porque estas cosas son simples beneficios físicos que nos sirven de refrigerio. ¿Pero te alegrarás, oh profeta, si te faltan el pan y los bienes terrenales que nos sirven de alimento diario? “Sí —responde Habacuc—, aunque los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales, con todo yo me alegraré en Jehová”. De manera que, cualquiera que sea el estado del creyente, puede gozarse; no hay verdadero motivo para el desánimo.
De hecho no existe pecado tan irracional que el pecador no considere que tiene sus motivos para cometerlo; de igual manera, los santos del pueblo de Dios pueden considerar que tienen motivos para su desánimo. Por eso levantan tanto clamor: “¿Por qué te has olvidado de mí?”. “¿Por qué andaré enlutado?”. Ciertamente, no solo parecen tener razón en parte, sino que, de forma natural, tienen motivos para estar desanimados; por eso David dice: “Viendo la prosperidad de los impíos […] [dije] ‘Verdaderamente en vano he limpiado mis manos’ […] hasta que [entré] en el santuario de Dios […]” (Salmo 73:3, 13 y 17). De manera que, mientras se movía en el mundo natural y empleaba el razonamiento natural, veía los motivos para su desánimo.
No solo eso: Si se examinan las cosas por partes y consideramos todos los elementos y separamos los medios del fin, entonces los santos bien pueden tener motivos verdaderos y reales para el desánimo, ya que toda aflicción es angustiosa. Si el agricultor se concentra únicamente en arar sus tierras, sin considerar la cosecha, bien puede desanimarse; pero si considera las dos cosas a la vez, no se desanima. De igual manera, si los santos consideran sus quebrantos aparte de la cosecha, tal vez vean motivos para desanimarse; pero si consideran juntos el sufrimiento y la cosecha —esto es, los medios y el fin en conjunto— entonces, cualquiera que sea su estado, no tendrán motivos para estar abatidos ni turbados.
¿Qué hay dentro de los santos, o para ellos, que les sirva de protección suficiente contra todo desánimo?
Mi respuesta es esta: El creyente piadoso tiene parte e interés en Dios mismo. Hay algunos hombres y algunas mujeres especiales en el mundo a quienes se entrega el gran Dios del Cielo y de la Tierra; es su Dios y su porción, y no tienen motivos para turbarse, cualquiera que sea su estado. Este es el caso de los santos; por tanto, el Salmista no dice que se goza un poco, sino que Dios es “[su] supremo gozo” (Salmo 43:4 LBLA).
Satanás puede ensombrecer su luz y su gozo durante un tiempo, pero nunca podrá extinguirlos; todos los santos del pueblo de Dios los poseen. Se dice del emperador romano Antonino —que en los tiempos antiguos perseguía a los cristianos— que, estando rodeado de sus enemigos de manera que tanto él como su ejército estaban a punto de morir por falta de agua, ordenó a los cristianos que formaban parte del ejército que oraran pidiendo lluvia. Vino el alivio de inmediato, su ejercitó se salvó y destruyeron a sus enemigos; entonces escribió una carta al Senado romano a favor de los cristianos, en la cual los elogiaba diciendo “que eran un pueblo Deo contenti (‘que se contentaba en Dios’) quem circunferunt secum in pectore (‘al cual siempre llevaban consigo en el corazón’)”; en esa misma carta decía: “Es muy verosímil que, aunque nosotros los consideremos malos, Deum pro munimento habere in conscientia (‘tengan a Dios en su conciencia como defensa’)”. Esta es la confesión de un pagano, un enemigo que poco antes estaba persiguiendo a los cristianos; ¿no diremos nosotros lo mismo?
Ah —dicen algunos— pero tolle meum et tolle Deum (quita la palabra mi y habrás quitado la palabra Dios); no hay Dios para mí si no es mi Dios. Y hay muchos miembros del pueblo de Dios que no pueden decir que Dios es su Dios, porque carecen de seguridad; por tanto, ¿cómo podrán consolarse en esa situación?
Efectivamente, si apoyarme en Dios lo hace mío, entonces también puedo consolarme en Él. Los santos del pueblo de Dios se apoyan en Él y siempre podrán hacerlo, y aunque Satanás diga para tentarlos que no han creído, ni se has apoyado en Dios, ellos pueden responder: “Ah, pero ahora sí me apoyo en Dios”. De esta manera siempre pueden consolarse en lo que les pertenece y en su interés en Dios.
Dios siempre los conoce y conoce su estado. Cristo dice a la iglesia en Esmirna: “Yo conozco tus obras, y tu tribulación, y tu pobreza […]” (Apocalipsis 2:9–10). Lo dice como alivio y consuelo para esa iglesia debido a su triste estado; porque, como dice Cristo en el versículo 10: “El diablo echará a algunos de vosotros en la cárcel por diez días. Pero consuélate, Esmirna, porque te conozco a ti, y tus obras, y tu tribulación, y tu pobreza; cualquiera que sea tu estado, te conozco en esa situación”. Parece que este es un remedio general, ya que se da a todas las iglesias: “Conozco tus obras, oh Éfeso”; el Señor dice lo mismo a Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis y Filadelfia. De hecho, estas palabras son terribles para Laodicea, ya que lo que más consuela al bueno es lo más terrible para el malvado, como ocurre con la presencia de Dios, la omnisciencia de Dios, etc. Pero para los santos esto es un gran consuelo: cualquiera que sea mi estado, mi Padre Dios lo conoce, y me conoce en esa situación.
Dios no quiere que su pueblo se desanime, y si Dios su Padre y Jesucristo su Salvador no quieren que se desanime, entonces no hay motivo verdadero para que lo haga, independientemente de su estado. Nuestro Salvador dijo a sus discípulos: “No se turbe vuestro corazón […]” (Juan 14:1). Es como decir: Ahora voy a morir, dejándolos a todos para ir con mi Padre; y cuando me haya ido, tendrán muchas dificultades, pero no quiero que se desanimen; “no se turbe vuestro corazón”.
—Pero, Señor —responden—, si te mueres, perderemos tu presencia. ¿Acaso existe una dificultad o aflicción más grande que perder tu presencia?
—Bueno —dice Cristo—, aun así no quiero que se turben vuestros corazones. “No se turbe vuestro corazón”.
—Pero, Señor, si te perdemos a Ti, perderemos todas los medios de gracia, y las muchas y dulces oportunidades de recibir beneficios para nuestras almas que disfrutamos en tu presencia.
—Así es —dice el Señor—, pero no quiero que os angustiéis por eso. “No se turbe vuestro corazón”.
—Pero, Señor, si te perdemos a ti, seremos como ovejas dispersadas; algunos te negarán, todos te abandonarán; y cuando se hiera al Pastor, nosotros seremos como ovejas dispersas y caeremos en penosas tentaciones, aflicciones y abandono.
—Bueno —dice el Señor—, cualquiera que sea la situación, de todas formas no quiero que se turben vuestros corazones. Esta es la mente de Cristo, su voluntad para sus discípulos y lo que le complace.
Pero tal vez digas: “¿Cómo sabemos que Dios el Padre quiere que su pueblo sea de un mismo sentir y disposición y que nunca se desanime? Mi respuesta es que se ve claramente, porque Dios ha provisto promesas de consuelo, socorro y alivio apropiadas para todo estado y situación. Me atrevo a desafiar a todos los hombres a que me muestren un estado para el que Dios no haya proporcionado una promesa de consuelo, misericordia y socorro que sea apropiada para la situación.
Si examinas las promesas y las meditas bien, verás que están escritas, expresadas y moldeadas de manera que toda objeción desalentadora queda plenamente rebatida y borrada en el momento de surgir. Por ejemplo, supongamos que la Iglesia de Dios sufre persecución a manos de sus enemigos. Tenemos la respuesta en Isaías 54:17: “Ninguna arma forjada contra ti prosperará”.
Señor —puede que digas—, nuestros enemigos son muchos; se levantan contra nosotros y forman ejércitos, y se unen contra tus siervos.
Él quita esta objeción en el versículo 15: “Si alguno conspirare contra ti, lo hará sin mí; el que contra ti conspirare, delante de ti caerá”.
—Oh Señor —añades—, tienen instrumentos de muerte, y todo el poder del ejército y armas en sus manos.
Así es —te responde Dios—; y leemos en el versículo 16: “He aquí yo hice al herrero que sopla las ascuas en el fuego, y que saca la herramienta para su obra; y yo he creado al destruidor para destruir. Ninguna arma forjada contra ti prosperará […]”.
—Pero, Señor, las autoridades están de su parte, y levantan pleitos contra nosotros.
Fíjate bien en el resto del versículo 17: “Y condenarás toda lengua que se levante contra ti en juicio […]”.
—Pero esta promesa —sigues objetando— fue hecha solamente a la Iglesia judía, y no a nosotros.
No es así: “Esta es la herencia de los siervos de Jehová […]” (versículo 17). De manera que, si eres uno de los siervos del Señor, te dice que esta promesa es para ti.
Puede que presentes otra objeción: Pero nos encontramos en un estado de incredulidad y no podemos aferrarnos a esta promesa.
Bien; pero esta promesa dice: “Esta es la herencia de los siervos de Jehová”. Los niños reciben su herencia, aunque por el momento no puedan reclamarla; les llega a su debido momento.
—Ah, pero tal vez pequemos contra el Señor y nos veamos privados de esta promesa y esta herencia” —puede que insistas.
Entonces, fíjate bien en el final del versículo 17: “Y su salvación de mí vendrá, dijo Jehová”. El Señor dice: “No solamente esta promesa procede de mí, sino que la justicia por la cual la creerán, se aferrarán a ella y andarán en ella, viene de mí”. ¡Esta promesa se expresó con una gracia divina que quita toda objeción! Y así es con todas las promesas; si las observas detenidamente, se han expresado, ordenado y escrito de manera que cada palabra de la promesa presenta una respuesta clara a tus objeciones. Si Dios ha expresado sus promesas de manera que suprimen toda objeción incrédula en cuanto surge, ¿qué nos demuestra sino que Dios nuestro Padre no quiere que su pueblo se desanime, independientemente de su estado? Por tanto, no tiene motivos para ello.
No existe desánimo alguno con el cual se puedan encontrar los santos que no vaya acompañado de un ánimo más grande aún. Dios muestra más misericordia a su pueblo precisamente cuando tiene más motivos para estar desanimado. Juan estuvo varios años estrechamente unido a Jesucristo durante su vida, pero no recibió la revelación del Apocalipsis entonces. Cristo murió y Juan se vio afligido, perseguido y exiliado en la isla de Patmos; allí Cristo se le apareció y le dio aquel bendito libro de consuelo que es el Apocalipsis. Leemos en cuanto a Jacob que, en un momento determinado, vio al Señor de tal manera que llamó aquel lugar Peniel: “[…] Porque […] vi a Dios cara a cara […]” (Génesis 32:30). ¿Y cuándo fue eso? Cuando por un lado tenía al nada amistoso Labán tras él y por otro a su tosco hermano Esaú que iba a enfrentarse a él de manera hostil. Una vez Jacob tuvo una visión de “una escalera que estaba apoyada en la tierra, y cuyo extremo tocaba en el cielo, y […] ángeles de Dios que subían y bajaban por ella” (Génesis 28:12). En Juan 1:51, Cristo interpreta esta escalera como un símbolo de sí mismo: “[…] Veréis […] a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre”. ¿Pero cuándo tuvo Jacob esta visión? No la tuvo en todo el tiempo que vivió en casa de su padre, sino cuando se vio obligado a huir de la ira de su hermano y a dormir en pleno campo toda la noche sin más almohada que una dura piedra; entonces Cristo se le apareció y se le manifestó como nunca. ¿Y cuándo fue el Sr. Robert Glover tan lleno de gozo celestial que clamó: “¡Él ha llegado! ¡Ha llegado!”? Podemos leer el relato de su vida en el Libro de los mártires de Fox. Durante cinco años estuvo agotado, consumido por dudas y dificultades. No podía dormir ni comer por los escrúpulos que afligían su alma. Creía que, cuando muriera, sería inevitablemente arrojado al Infierno. La historia nos cuenta que pensaba que no podría desesperarse más aunque estuviera en el Infierno; pero después de esta larga lucha contra la tentación, Dios se complació en enviarle consuelo. ¿Pero cuándo? Especialmente cuando llegó a ver la hoguera; entonces Glover clamó batiendo palmas: “¡Él ha llegado! ¡Ha llegado!”. Así es como Dios —en quien hay gran misericordia— reserva sus consuelos más dulces para el momento de las peores aflicciones, y atempera las unas en las otras en la justa proporción.
El Señor no solamente nos consuela en los momentos de desánimo, proporcionando aliento frente a nuestro desánimo, sino que también transforma el desánimo en aliento y consuelo. El Señor “hizo caer sueño profundo sobre Adán” y luego tomó una de las costillas de su costado para proporcionarle ayuda idónea (cf. Génesis 2:21). De igual manera, Dios hace que caiga sueño profundo sobre ti en medio del desánimo, del cual saca una costilla para proporcionarte ayuda, de forma que las propias dificultades de los santos contribuyan a alentarlos. “Pero he aquí [dice el Señor] que yo la atraeré [esto es, a la Iglesia, su pueblo] y la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón. Y le daré sus viñas desde allí, y el valle de Acor por puerta de esperanza […]” (Oseas 2:14).
—Pero aquel que está en el desierto está perdido; ¿y cómo puede consolarse aquel que está perdido?
—Es verdad —dice Dios— que ella por sí misma no puede hacerlo, pero aquí le hablaré palabras de consuelo; entre todos los momentos para predicar el Evangelio a una pobre alma, prefiero hacerlo cuando está perdida en el desierto.
Pero quizá digas: Aunque el Señor nos hable palabras de consuelo, si estamos en un desierto árido sin comida ni comodidad, ¿cómo podemos evitar el desánimo?
—No —responde el Señor—, “le daré sus viñas desde allí”.
—Pero si pecamos y murmuramos en el desierto como hicieron los israelitas, el Señor nos cortará como hizo con ellos; y el desierto es un lugar de dificultades, donde es probable que murmuremos y nos desanimemos.
—No —responde el Señor—, “le daré sus viñas desde allí, y el valle de Acor por puerta de esperanza”.
El valle de Acor fue valle de turbación, dificultades y gran desánimo cuando huyeron los israelitas y cayeron delante de los hombres de Ai por el pecado de Acán (cf. Josué 7:26); pero por esa puerta llegaron los israelitas a la tierra de reposo.
—Ya ves lo que les pasó a ellos —dice el Señor—. Aunque el valle de Acor fue de turbación y dificultad, aun así fue la entrada al reposo para los israelitas. Así será contigo: haré de tus dificultades y desánimos la puerta misma de tu esperanza. El valle de tus desánimos será la entrada a todo tu consuelo y reposo.
Dios hace con los miembros lo mismo que hizo con la Cabeza: la Cruz de Cristo fue la entrada a la gloria. Su sufrimiento fue el valle de Acor para sus discípulos; ¿y no fue una puerta de esperanza para ellos y para todos los santos? Así actúa Dios: el desánimo conlleva el aliento, y cuanto más desánimo sufren los santos, más aliento recibirán. Aun sus desánimos contribuirán a este aliento, abriéndoles la puerta de la esperanza. Entonces, si por la promesa el valle de Acor es la puerta de la esperanza, ¿por qué vamos a desanimarnos, independientemente de cuál sea nuestro valle de Acor o nuestro estado?
Un cristiano que ora nunca podrá estar abatido, cualquiera que sea su estado, porque tiene a Dios que le escucha, al Espíritu que mora en él dirigiendo sus deseos, un Amigo en el Cielo que los presenta y a Dios mismo que recibe sus deseos como un Padre. Es una gran virtud orar aun cuando no reciba lo que pido; por medio de la oración, Dios baja hasta nosotros y nosotros subimos hasta Dios. Es la comunión del alma con Dios aquí en la Tierra y un gran alivio para el espíritu atribulado y cargado; por medio de la oración puede derramar todo su corazón en el corazón de su mejor Amigo. Todo creyente piadoso es una persona de oración. En mayor o menor medida, “ora”. Es lo que se nos dice en Hechos 9:11 en cuanto a la conversión de Saulo: “He aquí, él ora”. De la misma manera que todos los seres humanos hablan, todos los cristianos oran. Dios no tiene ningún hijo mudo. En cuanto nace un niño, llora, mama y duerme. Así es toda persona que nace de Dios. En cuanto nace, clama a Dios en oración, toma la leche de la promesa y duerme en el regazo de Dios por el contentamiento divino, muerto a todo lo que hay en el mundo. Tal vez no pueda orar como quisiera, pero aunque no pueda orar como desea ni oír ni cumplir con sus disciplinas espirituales como quisiera, aun así se puede decir de él: “He aquí, él ora”. A dondequiera que se vuelva: “he aquí, él ora”. Si está enfermo, “he aquí, él ora”; si se ve tentado, “he aquí, él ora”; en casa o en la calle, “he aquí, él ora”. ¿Puede estar angustiado mientras ora? ¡Claro que no! ¿Entonces cómo va a desanimarse, cualquiera que sea su estado?
Si los desánimos de los santos son unas meras nubes que se van con el viento y se desvanecen, entonces no hay motivos para el desánimo, independientemente de su estado. Este es el caso del pueblo de Dios. Aunque se encuentre rodeado de tinieblas muy densas, estas solamente son nubes; y como se dice: Nubecula est, cito transibit (“es una nube, pronto pasará”). Se puede decir lo mismo en cuanto a todas las causas de su desánimo: “Ciertamente hay tinieblas, pero pronto pasarán; nos ha sobrevenido una tempestad, pero pronto volveremos a ver tierra y llegaremos a la orilla; ¡solo es una nube, una nube!”. Por eso David confortó su propio corazón en el Salmo 42 y frenó la aflicción desmesurada de su alma: “¿Por qué te abates, oh alma mía […]?”. “Espera en Dios; porque aún he de alabarle”. Seré liberado; esta nube pasará, no durará; estas tinieblas son solo una nube.
Pero tú dirás: ¿Cómo pueden ser estas tinieblas solo una nube? Yo creo que es de noche, profunda noche dentro de mi alma, una noche que nunca verá el amanecer. Si supiera que el motivo de mi desánimo es solo una nube, entonces bien diría: “No hay motivo para este desánimo”; ¿pero cómo puedo saber si estas tinieblas provienen de una nube o de la noche?
Si las tinieblas son de las que vienen inmediatamente después del amanecer de la promesa brillante, entonces provienen de una nube, y no de la noche. El Sol no amanece para volver a ponerse enseguida; por tanto, si hay oscuridad inmediatamente después del amanecer, probablemente sea por un eclipse o por una nube, y no porque es de noche. Para José amaneció y brilló una hermosa promesa cuando el Señor le dijo que su manojo estaría puesto más alto que todos los de sus hermanos (cf. Génesis 37:7). Inmediatamente después, le sobrevinieron las tinieblas; pero eran tinieblas de una nube, y no de la noche. ¿Y por qué? Porque primero recibió la promesa que brilló sobre él. De igual manera, David recibió la hermosa promesa del reino cuando lo ungió Samuel; pronto le sobrevinieron las tinieblas, pero eran tinieblas de una nube y no de la noche. ¿Y por qué? Porque eran la clase de tinieblas que surge inmediatamente después de brillar la promesa. Y te ruego que me enseñes cualquier pasaje de la Escritura donde diga que surgieron algunas tinieblas poco después de brillar una promesa y que fueron más que una nube que pronto se desvaneció. ¿O dónde se ve en toda la Escritura que alguna pobre alma entrara en tinieblas inmediatamente después de recibir una promesa y nunca volviera a salir a la luz? En cuanto a las tinieblas que cubren a los santos, suelen ser las que surgen inmediatamente después de recibir la brillante promesa; por tanto, esas tinieblas son de nube y podrán decir: Es solo una nube, una nube, y pasará.
Si uno anda un poco a oscuras pero aún ve lo suficiente para trabajar y cavar, esto prueba que su oscuridad viene de una nube. De noche no se puede ver lo suficiente como para trabajar; pero, aunque haya mucha oscuridad a causa de las nubes, podrá ver para trabajar y cavar, porque es de día. En el Salmo 84:5–7, el Salmista dice: “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas, en cuyo corazón están tus caminos. Atravesando el valle de lágrimas lo cambian en fuente, cuando la lluvia llena los estanques. Irán de poder en poder; verán a Dios en Sion”. Esta es una alusión a una costumbre de los judíos. Cuando subían a Jerusalén, el camino pasaba por el valle de Baca, un valle muy seco y sin casas ni agua para refrescarse y encontrar alivio; entonces cavaban pozos, y al caer la lluvia se refrescaban, cobraban fuerzas y seguían camino a Jerusalén, donde veían al Señor en sus medios de gracia. Por eso dice el Salmista: “Bienaventurado el hombre […] en cuyo corazón están tus caminos”. Hay una generación en el mundo que tiene la Ley de Dios en el corazón, aunque no pueda actuar y trabajar para Dios como quisiera. A veces se encuentra en un estado árido, sin agua ni consuelo; pero si en este estado cava pozos, ora y espera en Dios cumpliendo con sus deberes espirituales —aunque no surja consuelo alguno de ello por el momento—, a su debido tiempo la lluvia de la bendición divina llenará los pozos secos y las disciplinas espirituales vacías y su vida será como un estanque lleno de agua; irán de poder de gracia en poder de gracia hasta ver al Señor. Si conoces a alguien que está ahora en este valle de Baca, “donde no hay aguas” (Salmo 63:1), pero que se esfuerza en cavar pozos, orar, leer, oír, meditar, conversar y cumplir con sus disciplinas espirituales, aunque estas no conlleven consuelo alguno por el momento, la lluvia de gracia y de misericordia caerá sobre esos pozos e irá de poder en poder hasta presentarse ante el Señor en gloria. Este es el caso de los santos. Aunque les sobrevengan tinieblas muy espesas, aún en este estado siguen cavando pozos; por tanto, no es oscuridad de la noche, sino de una nube, y podrán decir: Es oscuridad de nubes, que pronto pasará.
Si la oscuridad que envuelve al hombre deja entrever algo de luz, entonces será oscuridad de nubes, y no de la noche. Aunque las nubes puedan producir mucha oscuridad, de vez en cuando se abren y dejan pasar algún rayo de luz; pero la noche no se abre ni deja ver luz alguna. Estos momentos de luz son promesas seguras de una luz más plena que vendrá. Como ya sabemos, cuando David huyó de Absalón, su estado era muy penoso, porque como dice 2 Samuel 15:30: “Y David subió […] llorando […] [con] los pies descalzos”. Su propio hijo lo perseguía y lo echaba de su trono; se había levantado una gran conspiración de los malvados contra David, encabezada por su hijo. Estas son tinieblas sobre tinieblas y gran motivo de desánimo, pero era solamente una nube, nada más.
Quizá te preguntes: ¿Cómo pudo David saber que era oscuridad de nubes y nada más?
Oró pidiendo que el Señor entorpeciera el consejo de Ahitofel; y antes de que venciera a Absalón y recuperara su reino, Ahitofel se ahorcó (cf. 2 Samuel 15:31 y 23). David oró particularmente en contra de Ahitofel, y el Señor escuchó su oración. El juicio contra Ahitofel fue la respuesta a su oración. Aquí se abrieron las nubes, y la respuesta a la oración en este momento fue una señal para David de la plena liberación que vendría después, porque Dios sella varios asuntos con el mismo sello. Por tanto, si se está rodeado de tinieblas a causa de una tentación, aflicción o por el abandono de alguien y no se puede ver el fin del asunto, si en el período anterior a la llegada de la plena liberación le llega alguna liberación menor, esta es señal de la liberación venidera y podrá decir: “Esta es la promesa de la plena liberación, porque se han entreabierto las nubes”. Siempre es así para el pueblo de Dios. Cuando cae en alguna tentación o aflicción, o cuando es abandonado, antes de llegar la gran liberación recibe alguna provisión especial que la aviva en medio de su tribulación; se entreabren las nubes y penetra algún rayo de luz. Por tanto, en medio de todo podrá decir: “Sin duda estas tinieblas que me rodean no son de noche cerrada, sino de una nube”. Todo desánimo que sobreviene a los santos es una nube, y podrán decirlo así: “Es una nube, pronto pasará; por tanto, ¿por qué desanimarnos?”. Ciertamente no tienen motivo para desanimarse, cualquiera que sea su estado.
Siendo esto así, ¡esta doctrina reprende grandemente a algunos siervos y miembros del pueblo de Dios, aunque me pese decirlo! El cristiano no tiene verdaderos motivos para desanimarse, por muy penoso que sea su estado; pero algunos siempre están desanimados, por muy bueno que sea el suyo. Pase lo que pase, los santos nunca deben desanimarse por cosa alguna; sin embargo, muchos se desaniman por cualquier cosa. ¡Qué forma de andar más indigna! ¡Así te opones a Dios! ¿Y sabes a lo que lleva oponerse a Dios? ¿No ha dicho: “Si te opones a mí, me opondré a ti”? (cf. Levítico 26:21).
Uno podría decir: Tengo motivos para desanimarme, porque no siento el amor de Dios.
No vivimos por los sentimientos, sino por la fe. Es el deber de todo cristiano empezar por la fe para luego subir hasta los sentimientos. Tú quieres empezar por los sentimientos para luego descender hasta la fe; pero hay que hacerlo a la inversa. Te ruego que me respondas: ¿No te basta con parecerte al Maestro? Cristo no sintió el amor de Dios al clamar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Marcos 15:28). Cristo sintió caer toda la ira de Dios sobre Él al llevar a cabo el acto de obediencia más grande que el mundo ha visto; ¿pero acaso dijo entonces que no era hijo de Dios porque no sentía el amor de Dios, y porque estaba bajo el peso de la ira de Dios? ¡De ninguna manera! En el mismo momento de decir que se sentía abandonado, exclamó: “Dios mío, Dios mío”; y a la vez llamó a Dios Padre suyo: “Padre, perdónalos […]” (Lucas 23:24). Tú puedes hacer lo mismo; aunque creas que Dios te ha abandonado, aunque no sientas su amor, sino la ira de Dios, aun así podrás decir: “el Señor es mi Padre”, y podrás acudir a Él como tu Padre. Y si puedes decir: “Dios es mi Padre”, ¿acaso tienes motivos para el desánimo? ¡Sin embargo, cuántas veces se desanima y se abate el pueblo de Dios! Los que somos discípulos de Cristo debemos esforzarnos cada vez más por seguir los pasos del Maestro; igual que David en el Salmo 42:11, debemos repetir a menudo: “¿Por qué te abates, oh alma mía?”.
A este respecto existe una enorme diferencia entre el cristiano y el inicuo. El cristiano no tiene motivos para el desánimo, cualquiera que sea su estado; el inicuo no tiene motivos para el ánimo, cualquiera que sea el suyo. El cristiano puede desanimarse mucho, aún sin motivos; el inicuo puede animarse mucho sin motivos verdaderos. El Salmo 7:11 nos dice en cuanto al inicuo: “[…] Dios está airado contra el [inicuo] todos los días”. Cualquiera que sea el día, Dios está airado contra el inicuo. Aunque sea un día de oración y ayuno, Dios sigue airado contra él; aunque sea un día de acción de gracias y alabanzas, Dios sigue airado contra él. Peque más, peque menos el inicuo, Dios está airado contra él. No pasa ni un solo día en el que Dios no esté airado contra él, y la ira divina le dirige algún que otro golpe cada día. No siempre siente los golpes, pero Dios le golpea, y está airado contra él todos los días; por tanto, cualquiera que sea su estado, no tiene motivos para animarse. Imaginemos a un hombre en la cárcel, condenado a muerte bajo la ira del príncipe o del gobierno por una grave ofensa. Digamos que llega su criado y le dice: “Señor, consuélese, su esposa está bien allá en su casa, tiene unos hijos preciosos y una gran cosecha de trigo, sus vecinos le estiman mucho, su ganado prospera y sus propiedades van bien y están en buen estado”. Es probable que respondiera así a su siervo: “¿Qué más me da todo eso, si yo estoy condenado a muerte?”. Esta es la situación en el caso de todo inicuo: está condenado bajo la ira del gran Dios, que está airado con él todos los días. Si fuera consciente de esto, diría: “Me hablas de mis amigos, mis bienes, mi reputación y mis negocios; ¿pero qué más da, si estoy condenado y Dios está airado contra mí todos los días?”. Por el momento no es consciente de la ira divina, no la siente. Pero hay que hacerle saber que vienen días en que descubrirá la verdad. Saúl exclamó en 1 Samuel 28:15: “[…] Los filisteos pelean contra mí, y Dios se ha apartado de mí […]”. De igual manera, el inicuo exclamará: “Dios se ha apartado de mi alma; me sobrevienen tentaciones y llevo toda la carga de mis pecados y mi culpa. Dios me ha abandonado, y ahora los demonios me atacan”. Pero repito que el cristiano, por muy triste que sea su estado presente y por muy abatida que esté su alma, no tiene motivos para el desánimo. ¡El estado de los santos es muy glorioso! ¿Quién no estaría encantado de compartirlo? ¿Quién no quisiera estar en Cristo y abandonar los caminos de los malvados? ¿Quién no quiere volverse a Dios? Oh impío, esfuérzate por volverte a Dios.
Sin embargo, esta exhortación se dirige especialmente a los santos, y dejo con vosotros esta palabra de exhortación: Cuidado con el desánimo y el abatimiento; no hay motivo para ellos, sino muchos motivos en contra.
Al desanimarte, deleitas a Satanás . Bate palmas y se ríe al verte abatido. “Ahora —dice— este cristiano se parece a mí; yo soy un espíritu desesperado, y él también; yo estoy abatido y desalentado, y él también”. Satanás triunfa sobre ti al verte desanimado. Cuando tú estás triste, él se regocija.
Y, al deleitar a Satanás, entristeces el corazón de Dios. Un amigo se entristece por la pena, el dolor y el desánimo de su amigo. Cuanto más real sea la amistad, más profunda es la aflicción y el dolor de uno si el otro está angustiado. Dios fue el amigo del fiel Abraham, el “amigo de Dios” (Santiago 2:23) de forma activa y pasiva —pues Dios fue su amigo y Abraham fue amigo de Dios—, y así es con todos los cristianos. Cristo es nuestro amigo, pues dijo: “Ya no os llamaré siervos […] pero os he llamado amigos […]” (Juan 15:15). El Espíritu Santo es nuestro amigo, porque el Espíritu viene para morar en nosotros y manifestarse a nosotros; y Efesios 4:30 dice que podemos contristar al Espíritu Santo. Dios es el peor enemigo que se puede tener; pero, de igual manera, es el mejor amigo, el más sincero y leal que existe. Por tanto, cuando estás abatido y desanimado, le contristas; ¿y sabes lo que haces al contristar al Señor? ¿Crees que carece de importancia apenar a un amigo así?
Al hacerlo, en gran medida haces vano y frustras el propósito de la Venida de Cristo, quien vino para librarnos no solamente del Infierno, sino de nuestros temores actuales: “Que, librados de nuestros enemigos, sin temor le serviríamos […]” (Lucas 1:74). ¿Y andarás cabizbajo, desanimado, cargado de temores toda tu vida?
Al hacerlo, te incapacitas para servir a Cristo. En la Antigüedad, la Pascua no se podía comer con levadura vieja; la levadura se eliminaba y ninguno que estuviera triste ni apenado podía comer de las cosas sagradas (cf. por ejemplo, Deuteronomio 16:1–15). Ahora bien, el apóstol Pablo dice: “[…] Nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta [esto es, la fiesta del Evangelio] no con la vieja levadura”. ¿No sirve otro pan que no sea el pan leudado, el pan agrio, el pan de luto? ¿Así celebras tu pascua, tu fiesta cristiana? Algunos llevan años dudando, temiendo, temblando, abatidos y desanimados; ya es hora de llorar por la incredulidad y honrar la libre gracia. ¿Siempre vas a estar contristando al Espíritu, al Padre y a Cristo? ¿Siempre vas a estorbar la obra de Cristo? ¿Vas a comer siempre la levadura vieja? Ya es hora de decir: “¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío”.
Quizá alguien diga: De verdad sé que no tengo motivos justificados ni bíblicos para mi desánimo. Veo que hay muchos motivos en contra de ello, pero mi espíritu está turbado. De buena gana lo cambiaría para por fin glorificar la libre gracia. ¿Qué tengo que hacer para soportar todos los desánimos y para no turbarme, cualquiera que sea mi estado?
La única manera de hacerlo según nos enseña el Salmista en el Salmo 42 es esperar, confiar y creer en Dios. Más adelante veremos la manera de ejercer la fe en Cristo para evitar el desánimo.
Por ahora, sigamos estas instrucciones:
1. Si quieres evitar el desánimo cualquiera que sea tu estado, entonces no hagas que tu consuelo dependa de tu estado ni te dejes seducir por tu estado en sí; no dejes que este sea la causa o la razón de tu ánimo . Si cuelgas una capa de un gancho podrido, el gancho se rompe y la capa cae al suelo. Todo estado en esta vida es un gancho podrido. Es variable; no hay estado tan permanente que no esté expuesto a muchos cambios. Es un ancla oxidada. Dios es un pilar, o mejor dicho, muchos. Su nombre es Adonai, que significa “pilar”; y en Isaías 26:4 se nos manda: “Confiad en Jehová perpetuamente, porque en Jehová el Señor está la fortaleza de los siglos”. El Salmista dice en el Salmo 73:26: “Mi carne y mi corazón desfallecen, mas la roca de mi corazón […] es Dios para siempre”. Si el fundamento de tu consuelo es tu propio estado, edificas sobre arena que arrastra cualquier viento, tormenta y tempestad; pero si edificas sobre Cristo mismo, esto es, sobre Dios mismo, edificas sobre la Roca; y aunque venga diluvio, tormenta o tempestad, y aunque el viento te golpee, no perderás tu consuelo, porque su fundamento es la roca (cf. Mateo 7:24–27).
2. Asegúrate de tener un concepto correcto de Cristo como respuesta a tu estado tal y como se refleja en el Evangelio. Es una tendencia humana tener conceptos falsos de Cristo. Satanás, igual que a veces se transforma en un ángel de luz, intenta transformar a Cristo para que lo veas como un ángel de tinieblas; pero la Escritura nos muestra a Cristo de tal manera que resulta muy agradable a los pobres pecadores. ¿Te acusa Satanás, el mundo o tu propia conciencia? Cristo es tu Abogado. ¿Eres ignorante? Cristo es el Profeta. ¿Eres culpable de pecado? Cristo es el Sumo Sacerdote. ¿Te afligen muchos enemigos interiores y exteriores? Él es el Rey de reyes. ¿Estás en una situación apurada? Cristo es tu Camino. ¿Tienes hambre o sed? Él es el Pan y el Agua de la Vida. ¿Temes alejarte de Dios y terminar condenado? Cristo es nuestro segundo Adán, un personaje público en cuya muerte morimos todos y por cuya expiación satisfacemos toda justicia. Para cada tentación o aflicción hay una promesa; de igual manera, para todo estado en esta vida hay un nombre, título o atributo de Cristo que sirve de consuelo. Puesto que contemplas a Cristo con referencia a tu estado, no debes contemplar tu estado solo, sino con el atributo apropiado de Cristo. Si contemplas el atributo del amor de Cristo sin referencia a tu estado, puedes llegar a presumir; si contemplas tu estado sin el atributo del amor de Cristo, puedes caer en el desaliento. Contempla ambos juntos y no te desanimarás.
3. Si surgen desánimos que te oprimen, párate y di: “¿Por qué voy a multiplicar mis pensamientos sin conocimiento? ¿Por qué agotar mi alma con estos pensamientos? ¿Acaso puedo añadir un codo a mi estatura espiritual (cf. Mateo 6:27)? ¿Acaso puedo alterar mi estado por medio de mi ansiedad? No; mi ansiedad me aleja aún más de la misericordia que tanto deseo”. La verdad es que la única manera de perder el consuelo deseado es afanarte por tenerlo. La única manera de disfrutar de una bendición exterior es contentarte sin ella; de igual manera, la única manera de quitar una aflicción, ya sea espiritual o exterior, es aceptar que siga si es la voluntad de Dios y de Cristo. Pero tú dices que necesitas que la aflicción sea quitada de inmediato para saber inmediatamente que estás en estado de gracia como hijo de Dios, y que si no, caerás en el desánimo. Cuanto más lucha por liberarse un pájaro atrapado en una red, más se enmaraña en ella; este es tu caso. Por tanto, si te sobrevienen tentaciones y aflicciones o te quedas solo, y si Satanás se une a estas cosas y le dice a tu alma que siempre será así, tú respóndele: “Bueno, eso lo dices tú, Satanás, que eres un mentiroso, pero yo creo lo contrario; y si Dios así lo quiere, yo lo acepto y lo dejo en sus manos. No es asunto mío el que yo siga en este estado o no; pero ahora, oh Señor, déjame servirte. Ese es mi único deseo; que yo te vea como y cuando tú quieras. Lo dejo, Señor, lo dejo. He estado cuestionando mi estado durante años y ya veo que no hay fin de esto. Cuanto más cuestiono, más cuestionaré, y no saco provecho alguno de ello; entonces, ¿por qué voy a agotar mi alma con esta clase de ansiedad?”. Es la mejor manera de frenar este proceso.
4. Cuando pienses en algo que es terrible en sí o en un asunto que te desanima, asegúrate de mezclar la consideración de este asunto con aquellas cosas dulces que Dios te ha dado y que ha prescrito para ti . A cada cosa terrible, Dios ha unido algún consuelo. El nombre de Dios es Terrible, el Dios glorioso y temible (cf. Deuteronomio 28:38). Pero, para endulzar esto, se llama también “Dios de toda consolación” (2 Corintios 1:3). La muerte es terrible, la llaman el rey de los terrores; pero, para endulzarla, Dios la llama “sueño”. El día del Juicio es terrible; pero, para endulzarlo, nuestro abogado actual, nuestro mejor amigo, será el Juez. Si separas el terror que encierra cualquier cosa de esa dulzura, no me sorprende que te desanimes grandemente. Es nuestro deber contemplar las cosas tal y como Dios las presenta y tomarlas como Dios nos las da. “Lo que Dios juntó, que no lo separe el hombre” (Mateo 19:6). Si consideras la dulzura de un objeto o estado aparte de su acritud, tal vez te vuelvas demasiado frívolo; si consideras el terror de un objeto o estado aparte de su dulzura, tal vez temas en exceso; pero si consideras ambos aspectos a la vez, temerás a la vez que crees y creerás a la vez que temes, evitando así el desánimo.
5. Si quieres evitar el desánimo cualquiera que sea tu estado, esfuérzate cada vez más en mortificar tu amor propio , incluyendo el orgullo religioso. Todo desánimo estriba en el amor propio; no se trata del veneno inherente en una situación, sino de la toxina del amor propio.
—Ah —dirás—, pero estoy desanimado porque me falta la seguridad.
—Bueno, supongamos que tuvieras esa seguridad; ¿entonces qué?
—Ah, entonces me consolaría.
—¿Y no se ve claramente aquí el “yo”?
—Pero es que estoy abatido en cuanto a mi estado eterno.
—¿Y ese no es el “yo”? Esas palabras —“mi estado”— hablan claramente del “yo”. Me atrevo a decir que todo tumulto en el alma o desánimo desmesurado está arraigado en el amor propio. Si fueras capaz de abandonarte a ti mismo y dejar tu estado en manos de Dios y Cristo para ocuparte más de su servicio, gloria y honor, Dios se encargaría de consolarte; pero, cuando te fijas tanto en ti mismo y en tu estado para prestar tan poca atención a su servicio, gloria y honor, no es extraño que te desanimes. Por tanto, esfuérzate por mortificar cada vez más el amor propio y nunca te desanimarás, cualquiera que sea tu estado.
6. Cuando la tentación te oprime y fomenta el desánimo , habla así con tu alma: ¿Por qué pagar tan caro el arrepentimiento? Después te sentirás avergonzado de todas estas dudas, temores incrédulos y desánimos. El viajero que cree que aún no ha amanecido pasea lentamente y se sienta; pero, cuando sale el Sol de entre las nubes y le ilumina la cara, se da cuenta de que el día va muy adelantado. Entonces dice: “¡Qué necio he sido al creer que no había amanecido porque yo no veía el Sol! ¡Fui necio al perder mi tiempo sentado!”. Este será tu caso. Ahora te postras en tierra y te arrastras en el polvo a causa del desánimo; pero la gracia de Dios y el amor de Cristo se acercan por detrás de las espesas nubes y al final brillarán sobre ti, iluminando tu cara con los rayos dorados de la misericordia divina. Irá por delante de ti y entonces dirás: “¡Qué necio he sido al desanimarme así! Soy una criatura indigna que duda del amor de Dios; he pecado por mi incredulidad. ¡Perdona ahora, oh Señor, todas mis dudas! Señor, me avergüenza el haber cuestionado y dudado de tu amor; perdóname por haber dado cabida a tales cosas en mi alma, oh Señor”. Tienes que llegar a este punto: debes avergonzarte y arrepentirte de tu incredulidad, duda y temor. Por tanto, cuando estas cosas te oprimen, dirás desde el principio: “¿Por qué pagar tan caro el arrepentimiento al ceder ante estos desánimos?”. Puesto que hay que arrepentirse del desánimo, los santos del pueblo de Dios no tienen motivos para desanimarse, independientemente de su estado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6