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jueves, 14 de mayo de 2015

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6



 
 
Tipo de Archivo: PDF | Tamaño: MBytes | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
Información 


JUAN 3:16
 Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna

Según información recibida de las Sociedades Bíblicas, este versículo ha sido traducido a más de 1900 idiomas y dialectos en todo el mundo. Se lo conoce como el versículo más famoso de las Escrituras. Y alguien ha declarado que no sólo es el más famoso sino también el más grande.

16Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.

Este versículo es el corazón mismo del glorioso evangelio de nuestro Señor Jesucristo. El mundo—todo el mundo—debe oírlo, proclamarlo y explicarlo.


A. El dador más grande

Vemos a Dios como el más grande dador: “De tal manera amó Dios.” (Ver también 6:32, 51; 10:28; Mt. 20:28; Lc. 11:13; 12:32; Ro. 8:32; Ef. 3:16; 1 Ti. 6:17).


B. El amor más grande

“De tal manera amó Dios al mundo …” ¿Acaso hay amor más grande que el de Dios? (Os. 14:4; Ap. 1:5). A pesar de nuestra rebelión contra él, Dios nos ama. Nos ama con amor eterno (Jer. 31:3; Jn. 13:1).


C. El alcance más grande

Se nos dice que Dios amó al mundo. Nadie queda excluido (Is. 45:22). No hay persona que esté fuera del alcance del amor de Dios, por más bajo que haya caído, por más lejos que se haya ido o se haya apartado de Dios (2 Co. 5:19).


D. El regalo más grande

“Ha dado a su Hijo unigénito”. Dios nos dio todo, ni siquiera nos escatimó a su propio Hijo (Ro. 8:32) y lo regaló al mundo, lo hizo hombre, lo mandó a la cruz y lo resucitó. Dios no vende a su Hijo, no lo intercambia por buenas obras (Ef. 2:9). Dios regala la salvación, por eso dice que nos ha dado a su Hijo (1 Jn.3:1).


E. El personaje más grande

Dios envió a su Hijo único, Jesucristo. Nunca ha habido en la historia del mundo personaje más grande. Aun ha llegado a dividir la historia en dos grandes eras. (Ver Fil. 2:10–11; Col. 1:15–20; He. 1:2.)


F. La oferta más grande

“Para que todo aquel que en él cree”. Ninguno está excluido de la oferta divina, de su regalo. Es para todos, por más lejos que algunos se sientan de Dios, por mucho que se hayan rebelado, por mucho tiempo que hayan sido indiferentes a él (2 P. 3:9).


G. La sencillez más grande

La única condición es creer. La salvación que Dios ofrece se recibe como un regalo y se recibe por una sencilla decisión de fe (Jn. 20:31; Ef. 2:8).


H. La salvación más grande

El propósito de Dios es que todo aquel que cree no se pierda. Es una verdad cuyo complemento está en la declaración paulina de que “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Ro. 8:1).


I. La posesión más grande

La vida eterna es la posesión más grande que podamos tener. La máxima posesión del ser humano (Jn. 10:28; Ef. 2:5). Tener a Cristo en el corazón es tener la vida eterna (1 Jn. 5:20).


J. La decisión más grande

Hay una crucial decisión que debe tomar el ser humano. Es lo único que no puede hacer Dios por el hombre. Todo lo demás lo hizo; la decisión es de cada uno. (Ver Jos. 24:15–16; Jer. 21:8).
¡Gloria a nuestro Dios y Padre celestial por esta salvación tan grande y tan sencilla!


EL VERSICULO MAS FAMOSO (3:16)


  A.      El dador más grande

  B.      El amor más grande

  C.      El alcance más grande

  D.      El regalo más grande

  E.      El personaje más grande

  F.      La oferta más grande

  G.      La sencillez más grande

  H.      La salvación más grande

  I.      La posesión más grande

  J.      La decisión más grande



III. Amor y juicio
(3:17–21)


A. El amor incomparable (17)


17Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.

El ser humano fue creado para el amor, busca el amor con desesperación, y generalmente se siente defraudado en su búsqueda.
El amor de Dios es el amor por excelencia, el amor del cual los demás amores provienen y de donde toman parte de su esencia. Este amor no tiene igual “porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”. Sin embargo, la gran mayoría no disfruta este amor. Hay violencia, divorcios, guerras, recriminaciones, luchas en el hogar y amargura porque no existe el amor de Dios en el corazón de los hombres. El amor de Dios alcanza a toda la humanidad, no hace acepción de personas. Pero junto con el amor de Dios, marchan paralelamente la justicia y el juicio divinos.
Dios es amor (1 Jn. 4:8, 16), pero también es justo. Si así no fuera, no sería Dios; y si Dios no juzgara el pecado y la rebeldía de la humanidad, tampoco sería Dios. Un Dios sin justicia no tendría razón de ser. Dios está sentado en su trono, y como juez, gobierna el universo—aunque por el mal a nuestro alrededor en este momento no pareciera ser así. El ser humano tiene libertad de decisión y de acción, de lo contrario sería un robot, un monstruo que actuaría según los designios de su creador. Dios ha dado libertad y por ello el juicio es inevitable.


B. El juicio inevitable (18–21)


18El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. 19Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. 20Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. 21Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios.

El juicio existe, se está llevando a cabo diariamente aquí en la tierra. Además hay un juicio que vendrá y no podrá evitarse (Jer. 25:31). A menudo la gente pregunta por qué es necesario el juicio, por qué Dios tiene que condenar a los incrédulos, por qué tiene que haber castigo y eterna separación en el infierno.

1. Juicio que condena (Jn 18b–20).
a. La resistencia a creer (18b). El juicio es necesario porque hay millones que no quieren creer en Dios. A pesar de que el hombre necesita desesperadamente de la gracia salvadora del Señor, está en franca rebeldía contra la ley divina, rechaza a Dios y niega que él pueda ayudarlo. Todos confrontamos o hemos confrontado a Dios con una mirada de rebeldía, por eso merecemos su juicio (Ro. 5:16). El hombre es culpable delante del tribunal de Dios pues ha quebrantado su ley. ¿Qué es en realidad lo que nos condena? El hecho de no creer en Jesús, ya que es mucho más grave de lo que imaginamos. No aceptar la Biblia como Palabra de Dios equivale a rechazar el testimonio que allí encontramos sobre Cristo.
b. El amor por las tinieblas (19). El justo juicio de Dios viene por amar más las tinieblas que la luz, es decir amar más el pecado que al Señor Jesús, quien es la luz del mundo (Jn. 8:12).
c. El odio a la luz (20). Los hombres son condenados por aborrecer la luz. El que hace lo malo, de hecho la aborrece. Quien vive una vida torcida está aborreciendo a Dios—por más que practique una vida religiosa exterior. Si el tal vive en pecado, aborrece a Dios. Aborrecer a Jesucristo es como aborrecer a Dios.

2. , Juicio que absuelve (18a, 21).
Hay una sola manera de librarnos del juicio.
a. Creer en Jesucristo (18a)
b. Practicar la verdad (21). Esto implica reconocer nuestro pecado, arrepentirnos y venir a la luz (a Jesús), es decir recibirlo en el corazón.



  AMOR Y JUICIO (3:17–21)

  A.      El amor incomparable (17)

  B.      El juicio inevitable (18–21)
    1.      Juicio que condena (18b–20)
      a.      La resistencia a creer (18b)
      b.      El amor por las tinieblas (19)
      c.      El odio por la luz (20)
    2.      Juicio que absuelve (18a, 21)
      a.      Creer en Jesús (18a)
      b.      Practicar la verdad y venir a la luz (21)

EXÉGESIS, CONTEXTO DEL VERSÍCULO

I. «Había un hombre de los fariseos que se llamaba Nicodemo, un hombre importante entre los judíos» (v. 1). Se nos introduce aquí a un fariseo con nombre griego (Nikódemos = vencedor del pueblo). Desde que los macabeos ejercieron el poder en Palestina (siglo II a. de C.), aparecen con frecuencia nombres griegos entre la población judía (Andrés, Felipe, Timoteo, etc.). La palabra «fariseo» significa «puro» o, literalmente, «separado», pues los fariseos ponían gran empeño en la observancia externa de la Ley para establecer su propia justicia (v. Lc. 18:9 y ss.; Ro. 10:3). 
Su celo por la Ley se había incrementado a partir de la helenización pagana que el pueblo había contraído a fines del siglo II a. de C. Eran especialmente escrupulosos en lo tocante a la observancia del sábado o día de reposo, hasta el punto de crear unas reglas excesivamente detalladas que desbordaban con mucho las exigencias del Decálogo y ahogaban en su rutina el espíritu y verdadero sentido de la Ley, hasta llegar a las extravagancias más insensatas, de las que Hendriksen menciona tres: 1) en el día de reposo, una mujer no debía mirarse al espejo, no fuera que encontrase una cana en el cabello y se sintiera impulsada a arrancársela, lo cual sería «trabajar»; 2) una persona podía tomar vinagre en sábado para curarse la garganta, pero no podía hacer gárgaras con el vinagre; 3) un huevo puesto en sábado podía comerse solamente en el caso de que uno tuviese intención de matar la gallina.

A este partido pertenecía Nicodemo, y de él se añade en este versículo que era un arconte, es decir, principal o magistrado del pueblo, buen conocedor de la Ley y, por ello, «el maestro del Israel» (lit.), como le llama Jesús en el versículo 10. Por tanto, era también un escriba (en griego, grammateús, como expositor profesional de las Sagradas Letras, o hierá grámmata, como dice el original de 2 Ti. 3:15).
Dice Pablo en 1 Corintios 1:26 que, entre los creyentes de Corinto, no había «muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos ni muchos nobles». No muchos, pero sí algunos, y aquí tenemos uno. Aunque las cosas andaban mal en Jerusalén y eran tan pocos los fariseos y los gobernantes que creían en Jesús (v. 7:48), había más de uno bien inclinado hacia el Señor (v. 19:38–39). Nicodemo permaneció en el Sanedrín e hizo allí lo que pudo, cuando no pudo hacer lo que quiso.

II. La forma tan solemne con que se dirigió al Señor (v. 2). Vemos:

1. Cuándo vino: «Éste vino a Jesús de noche» (v. 2). ¿Por qué vino de noche? Unos piensan que por prudencia y discreción. Cristo estaba todo el día ocupado en enseñar y curar, y Nicodemo no quería ir a Él de día para no interrumpirle, y esperaba más bien que el Señor pudiese recibirle en la quietud de la noche y en la hora del reposo. Además Cristo comenzaba ya a tener Sus enemigos y, por eso, era preferible que Nicodemo viniese a Él de incógnito, no fuera que los principales sacerdotes se enterasen, y se enfureciesen todavía más contra Jesús. Otros piensan que fue por su gran interés en recibir las enseñanzas de Cristo. Mientras otros se daban al descanso, él prefería adquirir buenos conocimientos. No sabía cuánto tiempo permanecería Jesús en la ciudad ni lo que podría ocurrir entre aquella pascua y la siguiente y, por ello, no quería desaprovechar la oportunidad. En el silencio de la noche, tendría más libertad para conversar con el Salvador y habría menos peligro de distracción o perturbación. Otros, en fin, opinan que fue por cobardía, por miedo a ser descubierto por alguno de sus colegas y criticado por los otros miembros del Sanedrín. De ahí, el interés de Juan en recordar este detalle en 19:38. Poco a poco, iría perdiendo Nicodemo ese miedo inicial, como se ve en 7:51. Fuese como fuese, lo cierto es que Jesús le recibió amablemente, reconoció su integridad y excusó su debilidad enseñando así a Sus ministros a ser amables y animar a los principiantes, por débiles que sean o parezcan.
2. Qué dijo: «Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro». Llama a Cristo «rabí», y reconoce en Él a un gran maestro. De quienes respetan al Señor y hablan honorablemente de Él, pueden esperarse algunas cosas buenas. A continuación, dice: «sabemos», lo cual parece indicar que algunos otros, además de él, habían llegado a la misma conclusión, fruto de una experiencia de verificación personal (según el sentido que el verbo original suele tener; v. 2:23) de los milagros que Jesús hacía. Nicodemo reconoce en Jesús a un «maestro venido de Dios», y lo tiene por evidente. La razón que da de esta convicción es que sólo alguien que esté en íntima relación personal con Dios puede hacer aquellos milagros: «porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con Él». La conclusión, pues, era correcta (v. 9:31, 33) y en ella se mostraba Nicodemo como un investigador juicioso, agudo y experimentado, pero el juicio que emitía era insuficiente para engendrar una genuina fe salvífica.

III. El diálogo que tuvo lugar entre Cristo y Nicodemo, a partir de este momento. Cuatro puntos son de notar en el discurso que sigue:

1. La necesidad y naturaleza del nuevo nacimiento (vv. 3–8); en lo que es de notar:
(A) Aunque Nicodemo no había formulado ninguna pregunta, Jesús la ve en el fondo del corazón de su interlocutor; una pregunta quizás equivalente a la del joven rico de Mateo 19:16. Es como si Nicodemo esperase de Jesús una nueva enseñanza que completase el «sabemos» enunciado por él, y le llevase al conocimiento de algún nuevo precepto necesario para alcanzar la vida eterna.
(B) El Señor no discute sobre la correcta conclusión de Nicodemo, ni le añade una nueva enseñanza suplementaria del «sabemos» (comp. con 6:28, 29, que es un caso similar), sino que, al dar a la conversación un giro de 180 grados, le propone, por medio de un símil o mashal, como el de 2:19, el único camino válido para ver el reino de los cielos y entrar en él. No basta con un cambio de estado ni con una reforma de la vida, sino que se necesita un cambio de espíritu; es preciso nacer de nuevo, o nacer de arriba (pues el original admite los dos sentidos); esta última traducción es preferible, para no dar pie a los partidarios de la reencarnación. Es, pues, absolutamente necesario un cambio absoluto y radical, obra de la regeneración espiritual llevada a cabo por el Espíritu Santo en el corazón del pecador (v. 1:12–13; 3:5–8; Ef. 2:1–6; 5:26; 1 P. 1:22–23). Este cambio radical es un don de Dios (Ef. 2:8) y, por él, el reino de Dios, es decir, la generosa y libre iniciativa divina de salvar al hombre, toma cuerpo en una persona. De acuerdo con Marcos 1:15, las condiciones indispensables para que ese reino de Dios sea una realidad en nuestras vidas son el arrepentimiento o cambio de mentalidad (en griego, metánoia) y la fe en la Buena Noticia que es el Evangelio. «El reino de Dios—dice Hendriksen—, es el área en que su dominio es reconocido, son obedecidas sus normas, y en que su gracia prevalece.»
(C) Sin esta regeneración o nuevo nacimiento, el hombre, depravado por naturaleza, está totalmente desorientado, hecho un cadáver espiritual, incapaz incluso de ver las cosas del espíritu (v. 1 Co. 2:14; Ef. 2:1 y ss.). El Señor da su palabra (amén, amén) de que es necesaria una nueva vida, pues el nacimiento es el comienzo de la vida. No hay que pensar en poner parches al viejo edificio ni curar con cataplasmas al que es ya un cadáver; es preciso empezar por los cimientos y adquirir una nueva naturaleza (v. 2 P. 1:4) y, por ello, nuevos criterios, nuevos afectos, nuevos intereses, nuevos objetivos. Nuestra alma, nuestro espíritu, nuestro hombre interior, ha de ser formado y vivificado de nuevo (v. Ef. 2:10), como una «nueva creación» (comp. con Gn. 2:7; 2 Co. 5:17; Gá. 6:15). Es un nacimiento de arriba, porque se nace a una vida celestial y divina. Notemos que la vida celestial es una vida bienaventurada. Por consiguiente, nacer de nuevo es absolutamente necesario para nuestra eterna felicidad. Es, pues, perfecta la ecuación entre felicidad y santidad, contra lo que los mundanos se imaginan.
(D) Vemos que, a esta solemne enseñanza de Jesús sobre la absoluta necesidad del nuevo nacimiento:
(a) Objeta Nicodemo: «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?» (v. 4). Aquí puede verse: Primero, su ignorancia. Lo que Cristo acaba de decir refiriéndose al reino espiritual, lo ha entendido él de un modo material, como si se tratara de ser formado de nuevo en el seno materno, en lugar de adquirir un nuevo corazón espiritual. ¿Acaso podía tener otro nacimiento mejor que el haber nacido israelita y ser instruido en la Ley como fariseo? Quienes están orgullosos de su primer nacimiento son difíciles de persuadir a que nazcan por segunda vez (es evidente que Nicodemo no pensaba en una reencarnación, idea ajena al judaísmo. V. el comentario a 9:2). En segundo lugar, se descubre también su afán de aprender. No se marcha de Jesús por no comprender lo que el Señor acaba de decir, sino que sigue preguntando, como si dijera: «Señor, explícame esto, pues es un enigma para mí; soy tan torpe que no veo otro modo de nacer de nuevo que el de volver al vientre de la madre». Siempre que en las cosas de Dios nos encontremos con algo que nos resulta oscuro y difícil de entender, hemos de continuar en estudio y oración, hasta que el Espíritu Santo nos ilumine y nos guíe a toda la verdad.
(b) Jesús añade una ulterior explicación (vv. 5–8). De la objeción de Nicodemo, Jesús toma ocasión para confirmar con otro doble amén lo que antes había dicho (recordemos que amén proviene del verbo hebreo amán = asegurar, sostener, nutrir). Aunque Nicodemo no había entendido el misterio de la regeneración espiritual, el Señor afirma de nuevo su absoluta necesidad para entrar en el reino de Dios. Es una necedad querer evadirse de la obligación de los preceptos evangélicos, bajo el pretexto de que son difíciles de comprender. Para aclarar lo que acaba de decir, Jesús muestra:
Primero, quién es el autor de este cambio radical: «nacer de arriba o de nuevo» es obra del Espíritu Santo, agente ejecutivo de la Trina Deidad (vv. 5–8). Este cambio no es producto de la sabiduría ni del poder humanos (v. 1:13), sino del poder y de la gracia del Espíritu de Dios. Es obvio que el hombre espiritual, hijo de Dios, nazca del Espíritu, que es Dios, y de Dios, que es Espíritu (4:24; 2 Co. 3:17).
Segundo, la naturaleza de este cambio y qué es lo que produce: es espíritu (v. 6). Los que son así regenerados son hechos espirituales. Injertados en Cristo (Ro. 6:5), hechos un solo espíritu con Él (1 Co. 6:17), entran a formar parte de la familia divina (Ro. 8:14–17; 2 P. 1:4). Desde ahora, el pecado y la carne no han de dominarles (Ro. 6:12) sino que deben andar en el Espíritu y no satisfacer los deseos de la carne (Gá. 5:16). Los valores e intereses celestiales han de prevalecer sobre los de este mundo.
Tercero, la necesidad de este cambio. Para ser espiritual, es necesario nacer del Espíritu, porque «lo que es nacido de la carne, carne es» (v. 6). Aquí se nos dice: (i) lo que somos por naturaleza: «carne». El alma es una sustancia espiritual, es cierto, pero tan dominada, después de la caída original, por la voluntad carnal, que justamente entra también bajo el apelativo de «carne». Y ¿qué comunión cabe entre el Dios que es Espíritu, y un alma de condición carnal?; (ii) cómo hemos llegado a ser carne: al nacer de la carne. Nuestra naturaleza está corrompida desde el seno materno (v. Sal. 51:5; Ef. 2:3). De algo concebido en pecado, no puede salir nada limpio a los ojos de Dios (v. Job 14:4). Si somos así por nuestro primer nacimiento, es preciso pasar por un segundo nacimiento, pero éste ha de realizarse por obra del Espíritu Santo, que nos santifica después de sellarnos (Ef. 1:13), desde el primer momento de nuestra regeneración y, de allí en adelante, hasta el toque final de la resurrección (v. Ro. 6:22; 8:11; 2 Ts. 2:13; 1 P. 1:2). Nicodemo hablaba de «entrar por segunda vez en el vientre de la madre y nacer» pero, aunque ello fuera posible, ¿de qué serviría? Aun cuando naciese cien veces del vientre de su madre, en nada podría corregir el defecto radical, pues todavía «lo nacido de la carne sería carne». No basta con ponerse un nuevo cuerpo, como un nuevo vestido del alma; es preciso tener un nuevo hombre. Por eso, añade Cristo: «No te asombres de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo» (v. 7). El gran Médico de nuestras almas conoce bien nuestro caso, así como el necesario remedio para nuestra congénita enfermedad. No hemos de asombrarnos de ello, porque si nos percatamos de la infinita santidad del Dios con quien hemos de tratar y de la radical depravación de nuestra naturaleza, no nos resultará extraño que se ponga tanto énfasis en la necesidad de nacer de nuevo o de arriba. El fariseo Nicodemo se extraña de estas cosas, porque está acostumbrado a pensar que el favor y la gracia de Dios se consiguen mediante la observancia de la Ley (v. Ro. 10:3), y ahora Jesús le dice que es menester «ser nacido» (nadie se nace a sí mismo) de Dios, no como obra propia, sino como don de Dios (Ef. 2:8–9). El «os es necesario», como observa Hendriksen, no es, pues, un mandamiento que cumplir, sino algo que le tiene que acontecer a uno mediante la obra del Éspíritu por el mensaje de la Palabra. Como veremos en el versículo 10, Nicodemo debía saber eso. Notemos bien que Jesús no dijo: «Nos es necesario», sino: «Os es necesario» ya que Él no podía incluirse en el grupo general de los humanos por ser totalmente santo desde el primer momento de Su concepción (Lc. 1:35).
Cuarto, el Señor ilustra esta regeneración espiritual con dos símiles: (i) La agencia de la que se sirve el Espíritu Santo para llevar a cabo la obra de nuestra regeneración espiritual es comparada al agua. ¿Qué significa «nacer de agua»? La inmensa mayoría de los catolicosrromanos y de algunos protestantes, entre ellos Hendriksen, piensan que se refiere al agua material del bautismo. No negamos que Jesús hiciese alusión indirecta al agua del bautismo, pues cuando Juan escribía esto el bautismo real de la fe y el bautismo ritual del agua iban unidos (v. por ej., Ro. 6:3 y ss.; Ef. 4:5; 1 Co. 12:13 y aun Mr. 16:16), pero, cuando se compara Juan 3:5 con 15:3; 17:17; Efesios 5:26; Tito 2:5 y 1 Pedro 1:23, vemos que «agua» ha de significar aquí la Palabra de Dios. Recordemos que el agua simboliza también la gracia o el don de Dios (Ez. 36:25–27; Jn. 4:10–14; 7:37–39; Ap. 22:1). Bien se compara el agua a la operación del Espíritu Santo en la tarea de la espiritual regeneración puesto que el agua, por una parte, limpia y purifica de la suciedad; y, por otra parte, refresca y conforta como lo hace con el ciervo que está a punto de ser cazado (Sal. 42:1) y con el caminante fatigado de la dura jornada. (ii) Esta regeneración espiritual es también comparada a la acción del viento: «El viento sopla donde quiere … así es todo aquel que es nacido del Espíritu» (v. 8). La misma palabra, lo mismo en hebreo (ruaj) que en griego (pneuma), significa tanto espíritu como viento, pero el texto mismo nos da a entender que Jesús juega aquí con las palabras para poner un símil fácilmente inteligible: La acción del Espíritu es soberana, misteriosa e incomprensible; con su libre gracia y sus dones inmerecidos no tiene más medida que Su beneplácito (Ef. 1:11; 4:7), y todos los que son nacidos del Espíritu poseen la misma libertad verdadera, que es la que proporciona el verdadero amor a Dios y al prójimo (v. Ro. 5:5; 8:14–21; 2 Co. 3:17; Gá. 2:4; 5:1, 13, 22; Stg. 1:25; 2:12). «Oyes su sonido (del viento)—añade Jesús—, pero no sabes de dónde viene ni adónde va.» De la misma manera que nadie puede controlar el viento, aunque sus efectos son experimentables por el ruido que hace al chocar con una resistencia, así pasa con el Espíritu de Dios, al que nadie puede encadenar, monopolizar ni manipular; es totalmente libre y otorga el influjo de Su gracia y de Su poder dónde, cuándo y a quien quiere, y en la medida y los grados que le place; es poderoso en grado infinito, y Sus efectos se hacen sentir como los del viento; aunque las causas quedan ocultas, los efectos son manifiestos; y es misterioso, porque Sus caminos son ocultos e incomprensibles para la mente humana; cómo reúne y esparce, cómo levanta y abaja, resulta para nosotros un enigma. También la conducta del creyente es sorprendente y misteriosa, extraña, para los mundanos (v. 1 P. 4:4). Todo esto, en verdad, era sorprendente para el fariseo Nicodemo, tan acostumbrado a la cuadrícula de las normas del Talmud y a una supuesta salvación por obras de la Ley, de una Ley de piedra para corazones de piedra (v. Ez. 36:26). El cristiano está regulado sólo por la ley del amor (13:34–35; Ro. 6:14; 13:8; 1 Co. 9:21; Gá. 5:23; 1 Jn. 3:23), con la que cumple, completa y rebasa la Ley del Antiguo Pacto. Por eso, dice Pablo en Gálatas 5:23 que, frente al fruto del Espíritu, la Ley ya no es un adversario: fue crucificada con Cristo, quien sufrió por nosotros la maldición de la Ley contra sus transgresores (v. Gá. 3:10–14; Ef. 2:15; Col. 2:14).
2. La certeza y sublimidad de las verdades del Evangelio. Vemos:
(A) La nueva objeción que Nicodemo opone: «¿Cómo puede ser eso?» (v. 9). Por este versículo vemos que Nicodemo sigue sin entender. «Queda bien claro—dice Hendriksen—, que este líder religioso carecía de los más elementales conocimientos acerca del camino de la salvación. Desde el principio se ve que su formación farisaica le había hecho inmune contra toda percepción de lo espiritual» (comp. con 1 Co. 2:14). Cristo no podía haber hablado más claro, pero Nicodemo no entiende; la corrupción congénita de nuestra naturaleza, que hace necesario el nuevo nacimiento, y el poder del Espíritu que lo hace posible, siguen siendo para Nicodemo tan misteriosos e incomprensibles como la cosa misma. Ésta es la razón por la que muchos no creen las verdades del cristianismo ni se someten a las normas de Cristo: no están dispuestos a deponer sus prejuicios. No tienen inconveniente en que Jesús sea el «Maestro», con tal de que ellos escojan el programa y el método de las lecciones. Con su frase del versículo 9, Nicodemo vuelve a reconocer su ignorancia, como diciendo: «Esas cosas superan mi capacidad de comprensión no entiendo cómo pueden ser». Al no entenderlas, pone en duda o, al menos, cuestiona, su posibilidad. Así les pasa a muchos que se empeñan en no creer lo que, a juicio de ellos, no se puede probar.
(B) El reproche que Jesús le hace por su torpeza e ignorancia: «Tú eres el maestro de Israel ¿y no conoces estas cosas?» (v. 10). No ha de verse en estas palabras de Jesús ni sombra de ironía o de sarcasmo. Cristo trató a veces a ciertos hombres con ira a los más con compasión; pero a nadie con desprecio. Jesús viene a decirle: «Tú eres reconocido como el más relevante maestro del pueblo escogido de Dios, ¿y no comprendes mis actuales enseñanzas, en perfecto acuerdo con Ezequiel capítulos 11, 36 y 37, y con lo enseñado por Juan el Bautista (v. Mt. 3:9, Lc. 3:8)?» Estas palabras de Jesús son un reproche también: (a) para los que tienen por oficio enseñar a otros en el camino de la rectitud cristiana, y ellos mismos son ignorantes e inexpertos en ese camino; (b) para los que gastan el tiempo en nociones y ceremonias de religión o en minucias y curiosidades acerca de la Palabra de Dios, pero descuidan lo esencial y lo práctico. Las palabras de Jesús a Nicodemo comportan un énfasis especial: Primero, respecto al lugar: «en Israel», al que había sido confiada la Palabra de Dios (Ro. 3:2). Nicodemo podía haber aprendido estas cosas en el Antiguo Testamento. Segundo, en cuanto a las cosas mismas en las que mostraba su gran ignorancia: «estas cosas», tan necesarias, tan grandes, tan divinas.
(C) El discurso de Jesús, a raíz de esto, sobre la certeza y la sublimidad de las verdades del Evangelio (vv. 11–13). Obsérvese:
(a) Que las verdades enseñadas por Cristo eran ciertísimas (v. 11, comp. con Lc. 1:1): «De cierto, de cierto te digo que hablamos de lo que sabemos». Frente al «sabemos» de Nicodemo en el versículo 2, un saber producido por deducción reflexiva, Jesús no se enzarza en polémicas, ni siquiera sobre los lugares bíblicos anotados en el comentario al versículo anterior, sino que apela a un testimonio de primera mano, a un «sabemos», tal vez plural mayestático, fruto de una experiencia personal existencial, como de alguien que está en el seno del Padre (1:18), y que testifica de lo que ha visto eternamente y sigue viendo para siempre en la persona y en la acción continua del Padre (v. 5:17–20). Es esta íntima comunión personal intratrinitaria la que faculta a Jesús para dar de las cosas espirituales un testimonio sin par. El Verbo, la Sabiduría de Dios personificada (v. Pr. 8:22) da ese testimonió de primera mano, como si dijese: No me lo han contado; soy testigo de vista. La porción de 8:13–18 bastaría para apoyar esta interpretación del plural «sabemos» en labios de Jesús. Pero la gran mayoría de los comentaristas opinan que, en ese plural, se incluyen además de Jesús, no sólo el Bautista (v. 5:33), sino también todos aquellos que habían aceptado a Jesús y se habían hecho discípulos de Él, con lo que un testimonio conjunto, visible, al menos de dos hombres (los dos testigos necesarios para dar crédito a un testimonio; comp. con Mt. 26:60), sería rechazado por otro grupo: «y no recibís nuestro testimonio). En este grupo está incluido, de momento, Nicodemo, junto con los de 2:23–25. Nótese que el verbo «recibís» está en presente en el original griego, lo cual viene a significar: «continuáis sin recibir» o «todavía no recibís». La mentalidad de Nicodemo, como la de los demás escribas y fariseos, se resistía aún a cambiar, al menos respecto a este tema de la regeneración espiritual.
(b) Que las verdades enseñadas por Cristo, a pesar de tratar sobre realidades espirituales, no son difíciles de comprender al que está bien dispuesto para recibirlas: «Si os he dicho cosas de la tierra (lit. de sobre la tierra), y no creéis, ¿cómo creeréis si os digo las del cielo?» (v. 12). A primera vista, produce alguna extrañeza el que Jesús llame cosas de la tierra algo tan celestial como es la regeneración espiritual, que es «de arriba» (vv. 3, 7, comp. con los vv. 31–34, así como con He. 9:23). Sin duda ninguna, Jesús se refiere a cosas que, aunque proceden del cielo y tienen carácter celestial, acontecen aquí y ahora, dentro del contexto espacio-temporal de la experiencia humana en este mundo, en contraste con los designios de Dios, misterios escondidos en el Cielo, sobre la historia de la salvación, la fundación de la Iglesia, la futura glorificación de Cristo, etc. (comp. con 1:50–51). La diferencia con 3:31–34 estriba en que allí el Bautista se refiere al origen de las palabras de Jesús (v. 1:18); y la diferencia con Hebreos 9:23 está en que el autor de Hebreos compara las purificaciones legales que limpian externamente en la tierra, con la reconciliación de los pecadores la cual se realiza ante el trono de Dios en los cielos. En el sentido que en este versículo tienen estas «cosas de la tierra», el argumento del Señor viene a ser el siguiente: «Si no estás dispuesto a creer algo que es experimentable aquí abajo, mediante el cambio radical de una persona, ¿cómo estarás dispuesto a creer misterios invisibles, al dar crédito únicamente a mi palabra?» Además con los símiles del agua y del viento, que Jesús había usado para ilustrar Su enseñanza sobre el nuevo nacimiento, no de la carne sino del Espíritu, las cosas celestiales estaban envueltas en ropaje terrenal fáciles de traducir al lenguaje de esta tierra y de comprender por mentes que se hallan todavía de peregrinación por este mundo. Si con expresiones tan claras y familiares, Nicodemo no acertaba a comprender la doctrina, ¿qué podría comprender de verdades tan altas que no pueden ni deben ser expresadas en humano lenguaje? (comp. con 2 Co. 12:4). Dios tiene en cuenta la materia de que estamos hechos, del polvo de la tierra, y, por eso, se acomoda, en su revelación de las cosas más importantes, a nuestro modo de pensar y de entender. Pero los indrédulos inventan excusas en todos los terrenos, desprecian las cosas de la tierra porque las tienen por vulgares; y las del cielo porque las consideran abstrusas.
(c) Que el Señor Jesús, y Él solo, es competente para revelarnos una doctrina tan cierta y tan sublime: «Y nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre» (v. 13). La frase última que aparece en nuestras biblias («que está en el cielo») no se encuentra en los mejores MSS. Con estas palabras, Jesús no se refiere a su posterior ascensión corporal a los cielos, sino a su presencia divina en el seno del Padre desde toda la eternidad, de donde le viene el conocimiento de los secretos de Dios (v. Mt. 11:27; Lc. 10:22; Jn. 1:18; 6:46). Y Ése que, junto con el Espíritu Santo (v. 1 Co. 2:10) es el único que penetra en las profundidades de Dios, es el mismo que ha descendido del cielo al hacerse hombre aquí abajo (1:14). No se trata en realidad de un descenso «local», puesto que, como Dios, está en todas partes y, en cuanto hombre, no bajó, sino que llegó a ser hombre, comenzó a serlo, aquí en el seno de María. Es en esta tierra donde el Hijo de Dios al hacerse hombre y acampar entre nosotros, se anonadó y humilló a Sí mismo (Ef. 4:8–10; Fil. 2:6–8). En cuanto a la expresión «el Hijo del Hombre», que ocurre 86 veces en el Nuevo Testamento, véase lo que dijimos en el comentario a 1:51 (recuérdese que la expresión procede de Dn. 7:13 y ss.). Nicodemo se había dirigido a Jesús como a un «maestro» (v. 2), como si fuese un profeta; pero debe aprender que Cristo es mucho mayor que todos los profetas del Antiguo Pacto juntos, porque ninguno de ellos había ascendido al cielo en el sentido explicado anteriormente. De aquí hemos de aprender también que no es de nuestra competencia pedir instrucciones al Cielo, sino estar dispuestos a recibir las instrucciones del Cielo porque el que descendió del Cielo no deja de estar en el Cielo. Al decirle a Nicodemo que aunque Él es el Hijo del Hombre, ha descendido del Cielo, viene a darle un atisbo de las cosas del Cielo, porque, si la regeneración de una persona humana es un misterio tan grande, ¿qué diremos de la encarnación de una persona divina? En este lugar, pues, tenemos una clara insinuación de que, en Cristo, hay dos naturalezas distintas en una sola persona, y podemos deducir, por tanto, las siguientes importantes verdades: Primera, que Cristo posee la naturaleza divina (comp. con Col. 2:9). Segunda, el conocimiento perfecto que Cristo posee de los secretos divinos. Tercera, que Cristo es la manifestación de Dios en carne (v. 1:14; 1 Ti. 3:16; 1 Jn. 4:2). El Nuevo Testamento nos muestra a Dios que desciende del Cielo para hacerse como uno de nosotros, aunque sin pecado, a fin de enseñarnos el camino de la vida y salvarnos del pecado y de la condenación eterna. En esto se mostró el amor de Dios hacia nosotros (Ro. 5:8–11; 1 Jn. 4:9–10, 19). Cuarta, que Jesús es el Hijo del Hombre, expresión bajo la que los judíos siempre entendieron que se significaba el Mesías esperado. Quinta, que, en el mismo momento en que está hablando en la tierra con Nicodemo, está también en el Cielo. Nótese que Nicodemo ya no contesta a las palabras de Jesús. ¿Comenzaba quizás a caer en la cuenta de lo que implicaba la enseñanza de Jesús? No lo sabemos, pero su silencio a partir de aquí resulta muy significativo (es opinión del que esto escribe que los versículos 16–21, así como los versículos 31–36, son reflexiones del propio evangelista. Nota del traductor).

3. A continuación, Jesús expresa el gran objetivo que tuvo Su venida a este mundo, y la dicha inmensa de cuantos creen en Él (vv. 14–18). Aquí tenemos la quintaesencia del Evangelio. Mediante una ilustración, tomada de la historia de Israel y, por ello, muy bien conocida de los judíos, va a exponer en qué consiste la verdadera perdición, tanto como la verdadera salvación y la fe mediante la cual se nos aplica la obra de la salvación llevada a cabo en la Cruz del Calvario: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto (v. Nm. 21:9), así también tiene que ser levantado (v. 8:28; 12:32, 34) el Hijo del Hombre, para que todo aquel que cree en Él, no perezca (lit. no se arruine, no se eche a perder), sino que tenga vida eterna» (vv. 14:15). Vemos, pues:
(A) Que Cristo vino a sanarnos, de la misma manera que los hijos de Israel, que habían sido mordidos por las serpientes venenosas, eran sanados y librados de la muerte mediante una mirada a la serpiente de bronce. Consideremos:
(a) La naturaleza mortífera y destructiva que posee el pecado conforme se implica aquí. La culpa del pecado es como la mordedura de una serpiente venenosa; el poder corruptor del pecado es ese veneno que se difunde por toda la persona del pecador. Las maldiciones de la Ley son como feroces serpientes, pues todas ellas son señales de la ira de Dios. Recordemos, según lo alude Jesús, el episodio que se nos narra en Números 21:5–9. Vemos que el pueblo, desanimado por el largo rodeo de la tierra de Edom, murmura contra Dios y contra Moisés. El pecado es castigado por Jehová por medio de serpientes venenosas (lit. ardientes), por cuya mordedura muere mucho pueblo. El pueblo clama a Dios, confiesa su pecado e implora clemencia. Moisés ora por el pueblo, y Dios provee un medio de salvación, al mandar a Moisés fabricar una serpiente de bronce (también «ardiente», es decir, de bronce bruñido, que parece incandescente por el brillo. Comp. con Ap. 1:15) y ponerla sobre un asta en lo alto del campamento, a fin de que todos puedan verla. Cuantos la miraban recobraban la salud. Podemos suponer que quienes se veían a punto de morir se volverían a mirar a la serpiente de bronce con toda su alma, de corazón, con un ansia inmensa de sanar y una absoluta confianza en el poder sanador de la serpiente. 

Así que, al seguir la comparación de Jesús creer es como mirar a la Cruz del Calvario con toda el alma, como a quien le va la vida en ello, poner todo el corazón con plena confianza en Aquel que fue levantado en el Calvario a fin de que «todo aquel que cree en Él, no perezca, sino que tenga vida eterna». También aquí, como en Números 21:5–9, tenemos todos los elementos que integran el proceso de la salvación: el pecado que nos domina, el necesario cambio de mentalidad o arrepentimiento para reconocer la perdida situación en que nos hallamos, alzar a Dios los ojos en demanda de socorro, la provisión del remedio por parte de Dios y la utilización de dicho remedio por parte de todo aquel que, compungido en su corazón por la operación del Espíritu Santo (comp. con Hch. 2:37), suspira por la salvación y recibe con alegría la Buena Noticia de que hay salvación para el perdido, por medio de la fe viva en Jesucristo como único Salvador necesario y suficiente (v. Hch. 4:12) y único Mediador entre Dios y los hombres (v. 1 Ti. 2:5). Recuérdese la leyenda india sobre el joven ansioso de salvación, que ya expusimos en otro lugar.

Por eso, la fe no puede ser una mirada fría, intelectual o aun sentimental, a la Cruz del Salvador, sino una mirada angustiosa, como la del que sabe que en el mirar le va la vida, y no una vida como la de este mundo, sino que es cuestión de vida eterna o muerte eterna: vivir plenamente y para siempre, sin el temor de morir jamás, o estar siempre muriendo, sin la esperanza de terminar jamás de morir. He ahí el tremendo dilema con que nos confronta la Cruz de Jesucristo, ante la cual nadie puede pasar indiferente, como si no tuviera que ver con todos y cada uno de los seres humanos. Hay que recibir, por fe viva, al Salvador, o rechazarle con todas las consecuencias.

(b) El poderoso remedio provisto para tan fatal enfermedad. El caso de los pecadores es deplorable, pero ¿es desesperado? Gracias a Dios, no lo es, como acabamos de ver. El Hijo del Hombre fue levantado como la serpiente de bronce en el desierto. Esta serpiente tenía la misma figura que las serpientes venenosas, pero no tenía veneno. Así pasa con Jesús, quien vino en semejanza de carne de pecado (Ro. 8:3), pero sin pecado (He. 4:15; 7:26). Así como la serpiente de bronce fue izada sobre un asta, así también Jesús fue izado en el madero de la Cruz. Adviértase el sentido del verbo «ser levantado» en Juan 3:15. Como es obvio, este verbo indica que Jesús sería alzado de la tierra al estar colgado en la Cruz; pero al considerar el carácter triunfal del Evangelio de Juan, vemos que el verbo griego hupsó = levantar (del que procede hupsistós = Altísimo, aplicado a Dios) indica la exaltación gloriosa de Cristo mediante su muerte en cruz y su posterior ascensión a la diestra del Padre, así como la proclamación del Evangelio eterno de la salvación (comp. con 8:28; 12:32–34; Fil. 2:9–10). Como dice Hendriksen: «La cruz nunca aparece aislada de los otros grandes acontecimientos (tales como la resurrección, la ascensión y la coronación) en la historia de la redención. Es siempre la senda obligada hacia la corona. Más aún, ¿dónde resplandece la gloria de todos los atributos de Dios en Cristo con mayor brillo que en la Cruz (cf. 12:28, comp. con 12:32, 33)?» Levantado, pues, en la Cruz, como la serpiente de bronce en el desierto, fue puesto para sanarnos. El mismo que envió la llaga, proveyó también el remedio. Fue Dios mismo quien encontró el rescate. Aquel a quien ofendimos es nuestra paz.

(c) El medio de aplicación de este remedio, que es mediante el creer: «Para que todo aquel que cree en Él, no perezca, sino que tenga vida eterna». También podría leerse de este otro modo: «para que todo el que crea, pueda tener vida eterna en Él». De aquí vemos que la crucifixión de Cristo no salva automáticamente a nadie, sino sólo a los que se apropian por fe la salvación que Dios ha puesto a disposición de todo el que se acerque con fe y arrepentimiento. Todo este pasaje menciona sólo el creer. En otros lugares, como Hechos 2:38; 17:30, se menciona sólo el arrepentimiento. Ambos son conceptos complementarios y hasta sinónimos (con la distinción que hemos señalado en otro lugar) puesto que una fe viva comporta esencialmente un cambio de mentalidad, y el cambio de mentalidad o arrepentimiento no puede ser sincero y eficaz, sino por la fe viva, «según Dios» (v. 2 Co. 7:9). Tampoco la serpiente de bronce curaba automáticamente, sino sólo a los que la miraban con afán de ser sanados. Diremos más en el comentario al versículo siguiente, que amplía el contenido del versículo 15.

(d) La gran esperanza y los grandes ánimos que nos da el creer en Él, al fijar nuestra mirada en la Cruz del Calvario. A todo el que miraba a la serpiente de bronce le fue bien (Nm. 21:9). Ya había dicho el Señor, en Isaías 45:22: «Miradme a mí, y sed salvos, todos los confines de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más». Fue con este propósito por lo que fue levantado, a fin de que Sus seguidores pudiesen ser salvos. La oferta de salvación, por medio de Él, es universal, «para todo aquel que crea», sin excepción. ¡Qué gozo tan grande produce saber que, en ese «todo aquel», tengo cabida yo que escribo esto, y tú que me lees, quienquiera que seas! Finalmente, la salvación ofrecida es completa: Quienes la reciban por fe, jamás perecerán, pues tendrán vida eterna, es decir, una vida que comienza en el momento en que uno recibe a Cristo y dura por toda la eternidad.

(B) Jesucristo vino a salvarnos perdonándonos los pecados en virtud del puro amor que Dios nos tuvo. Esto sí que es de verdad Evangelio, es decir, Buena Noticia, la mejor que pudo llegar del Cielo a la tierra (vv. 16–17).

(a) En esto se mostró el amor de Dios hacia nosotros, en que envió a su Hijo al mundo (v. 16, comp. con Ro. 5:5–11; Gá. 4:4–6; 1 Jn. 4:9–19). Primero vemos la revelación del gran misterio del Evangelio: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado (lit. dio de una vez por todas) a su Hijo unigénito» (v. 16). Lo dio, es decir, lo entregó para que fuese crucificado. Y esto «para que todo aquel que cree en Él, no perezca, sino que tenga vida eterna». Este versículo, como decía Lutero, es el compendio de toda la Biblia, como la Biblia en miniatura. En efecto, en cuatro frases, la primera de siete palabras en el original y las otras tres de seis cada una, se resume toda la historia de la salvación, arrancando desde la eterna y soberana iniciativa divina, llena de amor y de misericordia para salvar a la humanidad perdida, hasta la consumación en la gloria eterna, de la salvación adquirida «de gracia, mediante la fe» (Ef. 2:8).

Lo primero que notamos en este versículo es el énfasis que comporta ese «De tal manera» como si dijese: «así de grande fue el amor de Dios …»; lo cual nos recuerda lo que el mismo Juan escribe en 1 Juan 3:1: «Mirad qué (lit. de qué país o de qué clase) amor tan sublime nos ha dado el Padre …». El amor de Dios hacia el mundo fue tan grande que no pudo ser mayor, ya que se hizo efectivo mediante la donación de su único Hijo, tan Dios como Él, al mundo perdido, y no para dominar o enriquecerse en el mundo, sino para servir y para morir en el suplicio más atroz y afrentoso de todos los entonces conocidos, tras haber vivido en tan suma pobreza, que todo lo que tuvo lo tuvo de prestado, desde el pesebre en que nació hasta la tumba en que fue sepultado.
Lo segundo que es de admirar sobremanera es que «de tal manera amó Dios AL MUNDO …». Cuando vemos que el objeto del amor de ese Dios tres veces santo, infinitamente sabio, santo y poderoso, es este mundo pecador, rebelde, perdido, que sólo merecía un castigo eterno, nuestro asombro crece. El original dice claramente «al mundo», a toda la humanidad que habita el cosmos, por lo que vemos claramente que el objeto del amor redentor de Dios es toda la humanidad. La voluntad salvífica antecedente de Dios es universal (comp. con 2 Co. 5:14–21; 1 Ti. 2:1–6; 1 Jn. 2:2, entre otros lugares) y por eso Cristo murió por todos, aunque no todos se beneficien de su muerte, sino sólo los que creen en Él (v. 8:24). Decir que el Dios que es Amor (v. 1 Jn. 4:8, 16) amó sólo a un grupo de «elegidos», es un prejuicio teológico contrario a la Escritura. La comparación con el Día de la Expiación (Lv. 16) o Yom Kippur (como dice el hebreo) nos aclara bien este concepto: Así como la expiación realizada por el sumo sacerdote una vez al año cubría los pecados de todo el pueblo, de manera que Dios los pasaba por alto, no los tenía en cuenta, no descargaba sobre los pecadores su ira, aunque sólo fuesen realmente perdonados los que se arrepentían personalmente de sus propios pecados, así también la obra de Jesús en el Calvario sirve para que hubiese «sanación para nosotros» (Is. 53:5, lit.), para que Dios no les tenga en cuenta a los hombres sus pecados (v. Hch. 17:30; Ro. 3:25; 2 Co. 5:19) y poner la salvación a disposición de todos los que quieran recibirla mediante la fe, y recibir así los beneficios del pacto (comp. con 2 Co. 5:14–21; 1 Ti. 2:4–6; He. 10:26 y ss.). Sólo el que rehúsa creer se encierra en su condenación y muere en sus pecados (3:17–21; 8:24; 9:41). Nadie tiene así excusa, puesto que la obra de Cristo derribó la pared de separación entre judíos y gentiles, de modo que todo el mundo tiene acceso a la salvación, y ya descendió el Espíritu Santo para convencer a todo el mundo de pecado, de justicia y de juicio (16:8–11). Incluso los que nunca han oído el Evangelio son alcanzados por los rayos de esa «luz del mundo» que es Cristo (1:9, 8:12, 12:46). Y aun en el caso de que no lleguen a conocer a Jesús por su «nombre», son salvos por la obra del único Mediador (1 Ti. 2:5) y del único Salvador (Hch. 4:12, donde el «nombre» no significa una «etiqueta», sino la Persona misma del Salvador). Es precisamente el Evangelio de Juan el que más énfasis pone en quitar fuerza a la «pura sangre» judía, es decir, a la genealogía natural, carnal (v. 1:12–13; 3:6; 8:31–39).

Lo tercero que vemos en este versículo es que los quilates del amor de Dios se muestran en que «ha dado a su Hijo UNIGÉNITO». Como hace notar W. Hendriksen, el original dice: «a su Hijo, el Unigénito, Él dio», para señalar la grandeza del don, colocándolo en primer lugar, delante del verbo. Ese «dio», ya lo hemos apuntado, equivale a «lo entregó a la muerte como holocausto y sacrificio expiatorio del pecado» (v. 15:13; 1 Jn. 3:16; 4:10 y, como consecuencia, 1 Jn. 1:7; 2:1–2), y al «no eximió ni a su propio Hijo» de Romanos 8:32, compárese con Génesis 22:2, 12; Mateo 21:33–39. Notemos que es Dios quien entrega a la muerte a su único Hijo. Cuentan de un matrimonio rico, pero sin hijos, que quisieron adoptar un niño pobre de una pareja que tenía cuatro hijos. Cuando el señor rico fue a casa del matrimonio pobre para rogarles que le cediesen uno de los cuatro hijos, a fin de adoptarlo y dejarle en herencia todo lo que poseían, los padres no consintieron en cederle ninguno. «El mayor, no—dijo el padre—, porque ya va a trabajar y nos ayuda.» «El segundo tampoco—dijo la madre—, porque se parece a mi marido.» «Pues el tercero tampoco—añadió el padre—, porque se parece a mi mujer.» «¿Y el menor de los cuatro?», interrogó el señor. «Pobrecito, ése está siempre enfermo, y nos da lástima», dijeron a coro el marido y la mujer. Así fue que un matrimonio pobre no quiso desprenderse de ninguno de sus cuatro hijos, y eso que se trataba de hacerlo inmensamente rico y feliz. En cambio, Dios, que para nada necesitaba de nosotros, entregó a su único Hijo por nosotros; y no para hacerlo rico, para gozar y dominar a los demás hombres, sino que «por amor a nosotros se hizo pobre siendo rico, para que nosotros fuésemos enriquecidos con su pobreza» (2 Co. 8:9).

Lo cuarto que advertimos en este versículo es que Dios nos dio a su único Hijo «para que todo aquel que cree en Él, no perezca». La alternativa que se presenta a todo aquel que rehúsa creer en Jesucristo como en su único Salvador necesario y suficiente no es simplemente el no disfrutar del Cielo, ni siquiera el perecer físicamente y ser aniquilado al final, como sostienen algunos grupos dentro de algunas denominaciones cristianas, sino el perderse o arruinarse para siempre: la muerte eterna o «muerte segunda», que consiste en estar siempre muriendo sin acabar nunca de morir, así como la vida eterna consiste en estar siempre viviendo en plenitud, sin temor de volver a morir. El propio Jesús, en Mateo 25:46, establece un perfecto paralelismo antitético entre el «castigo eterno» de los impíos y la «vida eterna» de los justos (v. comentario a dicho lugar). Un Dios celoso, que ha sido ofendido en lo más sublime de Su amor, mostrado en el Calvario, ha de convertirse, por toda la eternidad, en un Dios de ira para el que ha rehusado creer en el Hijo.

Lo quinto y último que notamos en dicho versículo es la antítesis de la condenación: «sino que tenga vida eterna», es decir: vida en plenitud y para siempre; una vida que se diferencia en calidad y extensión de la vida terrenal. La expresión «vida eterna» aparece 17 veces en el Evangelio de Juan, y 6 veces en su Primera Epístola; y connota la liberación de toda esclavitud (8:32), con el perdón de los pecados (8:24, 34; 9:41), la participación de la naturaleza divina (1:13; 3:6; 2 P. 1:4), la adopción de hijos (Ro. 8:15; Gá. 4:5), la comunión con Dios en Cristo (17:3, 21), la participación de Su amor (5:42; 17:23, 26), de Su gozo (17:13) y de Su paz (16:33). Al fin y al cabo, es una participación de la vida de Dios (1:4; 5:21–26; 10:10; 17:3). Como ya hemos hecho notar al explicar el versículo 3 Jesús menciona el nacimiento de arriba antes de hablar de la fe en Él, porque sólo el que ha sido resucitado espiritualmente (v. Ef. 2:1 y ss.) puede creer y dirigir una mirada angustiosa a la Cruz. Sólo quien ha sido despertado, puede ver la realidad. Por eso dice Pablo que se cree «con el corazón» (Ro. 10:9–10), porque Dios obra en lo más íntimo de nuestro ser por medio de su Espíritu, antes de que nos percatemos de que ya hemos nacido de nuevo.

(b) El evangelista insiste en el objetivo que Dios se propuso al enviar al mundo a su único Hijo: «Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar (lit. juzgar) al mundo, sino para que el mundo sea salvo por medio de Él» (v. 17). El Hijo de Dios vino como un embajador del Padre para residir entre nosotros con el único objetivo de ofrecer salvación a toda la humanidad. Aunque el mundo estaba convicto de pecado y Dios tenía todas las razones para condenarlo, al ser un mundo culpable de lesa Majestad divina, y aunque el Hijo vino con plenos poderes para ejecutar juicio de condenación (v. 5:22, 27), no comenzó a condenar, sino que nos ofreció la oportunidad de comparecer ante el trono de la gracia con la causa ganada a nuestro favor: «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo» (2 Co. 5:19) y, por tanto, salvándolo en cuanto estaba de Su parte. ¡Buena noticia, en verdad, para una conciencia convicta de pecado, saber que el Hijo de Dios ha venido a traer perdón de culpas, sanación de huesos quebrantados y de heridas abiertas y sangrantes; que Cristo, nuestro Juez, no ha venido a pronunciar sentencia de muerte, sino oferta de vida! Los judíos habían llegado a pensar, llevados de su exclusivismo fanático, que el Día de Jehová entendido como la Venida del esperado Mesías, no sólo comportaría la salvación definitiva de Israel, sino también la condenación en masa (v. Jon. 4:2–3; Hch. 11:18) de las naciones gentiles. Ya Amós había censurado este punto de vista (v. Am. 5:18–20). Ahora Jesús lo ataca igualmente al decir: Primero, que el designio salvador de Dios no estaba limitado a Israel, sino que se extendía a todo el mundo; segundo, que Él, el Mesías, no había sido enviado, en esta su Primera Venida, a condenar al mundo, sino a salvarlo (comp. con Lc. 19:10). En realidad, Él no condena a nadie, sino que todo aquel que no cree en Él, se encierra en su propia condenación, como lo declaran los versículos 18–21 (v. también 3:36; 8:24; 12:47–48; 1 Jn. 5:9–12, así como Ro. 2:4–11).

En el asunto de la salvación y de la condenación hay encerrados tremendos misterios (elección, predestinación, reprobación, etc.), pero toda esta sección nos ayuda a percatarnos de estas dos verdades fundamentales que nos han sido reveladas por Dios y a las que debemos asirnos con toda nuestra fe: (i) Todo lo que es de salvación, viene de Dios (v. Jon. 2:9; Ef. 2:8–10); nadie puede gloriarse en Su presencia de haber contribuido a su propia salvación en lo más mínimo (valga la expresión incorrecta gramaticalmente); no hay en el ser humano fuerza, capacidad ni mérito que inclinen a Dios a congraciarse con nosotros; (ii) todo lo que es para condenación es un resultado culpable del desvío de nuestra libertad; por eso, nadie podrá acusar a Dios de injusticia en la reprobación justísima de los condenados. Toda otra consideración de tipo teológico debe estar subordinada a esas dos verdades. Permítase al que esto escribe (nota del traductor) otra consideración de tipo personal, singularmente emotiva: El término con que, tanto el hebreo como el griego, designan el «pecado» indica «fallar el blanco» o «desviarse del objetivo», con lo que se nos muestra que Dios parece dar mayor importancia a la desgracia en que incurre el ser humano al pecar, que a la ofensa que a Dios mismo se infiere por el pecado.

(C) De todo lo que antecede se colige la auténtica felicidad de los creyentes genuinos: «El que cree en Él, no es condenado» (v. 18). Esto supone algo más que una suspensión temporal de la ejecución de la pena: «no es condenado», es decir, es descargado de su culpabilidad. «¿Quién es el que condena? ¿Acaso será Cristo …?» (Ro. 8:34, lectura probable).
4. La deplorable condición de los que persisten en su incredulidad y en su ignorancia voluntaria (vv. 18:21).

(A) Véase aquí el destino fatal de los que rehúsan creer en Cristo: «pero el que no cree, ya ha sido condenado». Nótese la diferencia de tiempo en ambas frases: en la primera, tenemos un presente («no es condenado»), porque, mediante la fe, salimos del estado de condenación y comenzamos a ser constituidos justos en la presencia de Dios (Ro. 5:19); Dios nos abre en aquel momento, desde fuera, la puerta de la salvación. En cambio, en esta otra frase el tiempo es pretérito perfecto («ya ha sido condenado»), es decir no tiene que esperar al veredicto final, puesto que su incredulidad le cierra por dentro, con siete cerrojos la puerta de la salvación, la cual sólo puede abrirse mediante la fe (comp. con 8:24). No se olvide que, desde el momento de ser concebidos ya llevábamos encima la condenación (v. Sal. 51:5; Ef. 2:3) y que cada pecado personal nuestro la va confirmando voluntariamente; en cambio, la salvación surge al creer, en un determinado momento de nuestra vida terrenal. Vemos:
(a) Cuán grande es el pecado de los incrédulos: Se niegan a creer «en el nombre del unigénito Hijo de Dios», quien, por ser infinitamente verdadero, merece ser creído, y, por ser infinitamente bueno, es digno de ser recibido. Dios envió para salvarnos el Hijo tan querido para Él ¿y no será para nosotros el amado por excelencia?

(b) Cuán grande es la miseria de los incrédulos: Ya están condenados: una condenación cierta y actual; su misma conciencia les condena. Condenados por no aceptar el remedio de la condenación; la incredulidad es un pecado contra el remedio mismo provisto por Dios para la salvación.

(B) Véase también el destino fatal de los que rehúsan incluso conocer a Cristo: «Y ésta es la condenación (ahí está el veredicto): que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz» (v. 19). Este versículo apunta a la única causa del destino fatal de los que no se salvan: se debe a una «preferencia culpable», a una «opción fundamental desviada», contra la luz santa que Dios es (1:9; 1 Jn. 1:5), y a favor de las tinieblas del pecado. En otras palabras la condenación de una persona no se debe a la ignorancia inculpable de Dios o del Evangelio, puesto que a todos llega de algún modo la luz que Cristo ha venido a traer (v. 1:9; Ro. 1:20; 10:18), sino a la rebeldía de los que cierran el paso a la verdad que pugna por avanzar hasta el corazón (1:5; Ro. 1:18). 

Esta preferencia por las tinieblas no indica que haya en los impíos algún amor a la luz, aunque inferior al amor que tienen a las tinieblas; el versículo siguiente nos aclara este extremo. Notemos que el Evangelio es luz y, cuando se proclama el Evangelio, se enciende una luz en el mundo. 

La luz se muestra por su mismo brillo; lo mismo pasa con el Evangelio: muestra su origen divino. La luz descubre lo que está escondido a la vista. ¿Qué sería del mundo sin luz? Pero mucho más oscuro estaría el mundo sin la luz del Evangelio. No hay palabras para expresar la tremenda locura de los hombres que prefieren las tinieblas a la luz de Cristo. Los malvados que estaban apegados a sus concupiscencias preferían su ignorancia y sus errores a las verdades del Señor. Los miserables pecadores están a gusto en su enfermedad, a gusto en su esclavitud, y no quieren ser libres ni quieren estar sanos. La verdadera razón por la que los hombres amaron más las tinieblas que la luz es «porque sus obras eran malas». 

¡No hay situación tan triste como la del enfermo que, al no querer sanar de su enfermedad, se empeña en no darse cuenta de ella! Es la táctica del avestruz, que esconde la cabeza bajo la arena, y piensa que por no ver él al enemigo, el enemigo no puede verle a él. La ignorancia culpable, lejos de excusar de pecado, sólo sirve para agravarlo, pues «ésta es precisamente la condenación»: que cerraron sus ojos a la luz sin admitir parlamento con Cristo y con el Evangelio. Hemos de dar cuenta en el juicio, no sólo de lo que hemos pecado contra lo que conocíamos, sino también por no querer conocer lo que debíamos saber. Es una observación muy sabia que «todo aquel que obra el mal aborrece la luz» (v. 20). 

Los malhechores buscan la oscuridad, el escondite, el actuar por sorpresa, a fin de no ser descubiertos y arrestados: «No viene a la luz, para que sus obras no sean redargüidas»; es decir, para que no queden al descubierto (comp. con He. 4:12 y Stg. 1:23–24, donde la Ley de Dios es como un espejo que descubre nuestro verdadero rostro). La luz del Evangelio es enviada al mundo para poner al descubierto las malas obras de los pecadores; para poner ante los ojos de la gente sus transgresiones; para mostrar que es pecado lo que los hombres no tienen por pecado, «a fin de que por el mandamiento el pecado llegase al extremo de la pecaminosidad» (Ro. 7:13). 

El Evangelio presenta las convicciones, a fin de preparar el camino para las consolaciones. Fue por esta razón por la que los verdaderos malhechores odiaban la luz del Evangelio. Había quienes cometieron pecados pero estaban avergonzados y hasta arrepentidos de ellos, como los cobradores de impuestos y las rameras, éstos daban la bienvenida a la luz. Pero los que estaban resueltos a andar por sus propios caminos, odiaban la luz de Cristo que los descubría.

Cierto misionero estaba predicando el Evangelio por primera vez a un grupo de nativos de una tribu africana, y lo hacía basándose en el capítulo 1 de la Epístola a los romanos. Conforme avanzaba en su mensaje, se daba cuenta de que el jefe de la tribu se ponía cada vez más nervioso, hasta que, por fin, desenvainó su espada y dio unos pasos hacia el misionero en forma amenazadora, mientras le gritaba: «¡Cállese y cierre ese libro que declara todo lo que yo hago!» (comp. con 4:29). Efectivamente, en Romanos 1:24–31 estaba descrita su propia conducta. Cristo es odiado cuando el pecado es amado. Los que no quieren venir a la luz es porque abrigan un secreto odio a la luz.

En cambio, los corazones rectos acogen la luz con alegría: «Pero el que practica la verdad viene a la luz, para que sean manifiestas sus obras» (v. 21). Así como la luz convence para terror a los malhechores, así también confirma para consuelo a los que obran con rectitud.

 Aquí se describe el carácter de una persona recta: «practica (lit. hace) la verdad». Para un hebreo, «hacer la verdad», «realizar la verdad» (comp. con el vocablo hechura—poiema en el griego—, de Ef. 2:10) era configurar la propia existencia de acuerdo con el plan de Dios y observar Sus mandamientos (v. Ec. 12:13–14), mientras que el que desobedece a Dios se convierte en una «mentira personificada». 

No es extraño, por tanto, que la lista de los que son arrojados al lago de fuego y azufre de Apocalipsis 21:8 se cierre con los «mentirosos», que no son simplemente los que dicen mentiras, sino aquellos cuya vida es una especie de mentira viviente. Éstos son los que odian la luz y, por consiguiente, odian, desprecian u olvidan a Dios (Sal. 50:22). Por tanto, puede verse claramente el paralelismo que existe, de una parte, entre Dios, verdad y luz, y de la otra, entre el Maligno (v. 8:44), la mentira y las tinieblas (comp. con 1 Ts. 5:1–10). 

Así el verdadero creyente, aunque todavía imperfecto, puede compararse al girasol, planta cuyas flores presentan la propiedad de ir volviéndose continuamente en dirección al sol. Aunque a veces se quede corto del nivel de rectitud que Dios espera de él, lo que hace es verdadero, lleva la marca de la honestidad; tendrá su debilidad, pero no le falta integridad, pues quiere hacer la voluntad de Dios y está resuelto a llevarla a cabo, aun cuando vaya en contra de sus propios gustos e intereses; sus obras son hechas «según (lit. en) Dios». 

Nuestras obras son rectas cuando la voluntad de Dios es nuestra norma, y la gloria de Dios es nuestro objetivo; cuando son hechas mediante el poder de Dios y por amor a Él. Para terminar esta sección, añadamos que Nicodemo se quedó perplejo al principio ante estas enseñanzas, pero después llegó a ser fiel discípulo de Cristo.
 

 
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Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6