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domingo, 9 de noviembre de 2014

No había nadie allí para advertirles del peligro: Era como la garganta del infierno mismo

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 

 
Tipo de Archivo: PDF | Tamaño: MBytes | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
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Un sueño espantoso
Los tambores redoblaron durante toda la noche. La oscuridad me rodeaba cual poder viviente. No me podía dormir, así que abrí los ojos, y lo que vi fue lo siguiente:
Me encontraba en una parcela de verde césped, y directamente delante de mí se abría un abismo infinito, absolutamente oscuro. Intenté descubrir su fondo pero no lo logré. Sólo vi nubarrones y vacías sombras cuyas profundidades eran interminables. Me tuve que retirar enseguida porque sentía vértigo estando en el borde.
De repente, descubrí que venía avanzando hacia el precipicio una multitud de personas. Todas se acercaban al extremo del abismo. Pude observar a una madre con su hijito en brazos y otro niño que se aferraba a su vestido. Al llegar ella cerca del borde me di cuenta de que era ciega. Dio un paso más y cayó al precipicio, junto a sus niños. ¡Qué espantoso grito se oyó! Entonces pude ver más hombres y mujeres que venían como ríos desde todas partes y lugares. Todos eran ciegos y todos se dirigían directamente hacía las fauces del abismo. Los gritos que proferían cuando caían al vacío eran aterradores. Las manos de algunos estaban enhiestas de la desesperación, tratando de agarrarse del aire, aunque otros caían tranquilos, sin proferir ningún gemido.
Me embargó un horror inexpresable, al darme cuenta de que no había nadie allí para advertirles del peligro. Yo nada podía hacer pues me encontraba como clavada al suelo, y ni siquiera podía gritar. A pesar de que lo intenté con el mayor de los esfuerzos, apenas pude emitir un débil quejido. Vi luego que en un extremo del precipicio se habían colocado dos vigilantes, separados a cierta distancia uno del otro. Pero esas distancias eran demasiado grandes, ya que había mucho espacio para vigilar, y los ciegos seguían precipitándose. Me pareció que la verde hierba se volvía roja como la sangre y que el espantoso abismo era como la garganta del infierno mismo.
Entonces pude apreciar un cuadro distinto, pequeño y sereno. Había un grupo reducido de personas sentadas bajo la sombra de un árbol, vueltas sus espaldas al abismo, que estaban tejiendo guirnaldas de flores. De tanto en tanto, cuando un grito especialmente fuerte llenaba el aire en calma y les llegaba a ellos, se sentían muy molestos y expresaban disgusto. Si a alguno de los que estaban sentados se le ocurría levantarse en procura de ayuda lo retenían diciéndole: «¿Por qué te afliges tanto por eso? Tienes que aguardar hasta recibir un llamado especial. A fin de cuentas, no has terminado aún tus guirnaldas. Sería egoísta de tu parte que nos dejaras hacer solos la tarea».
Había allí un grupo más, compuesto por gente que estaba buscando afanosamente más vigilantes, pero hallaban a muy pocos dispuestos a hacer esa labor. Por eso eran tan pocos los vigilantes para cubrir las enormes brechas al borde del abismo. En eso, vi que una joven estaba en pie vigilando, pero su madre y otros parientes le insistían que ya era hora de tomarse las vacaciones, que no debería romper las reglas, que ella estaba cansada y que necesitaba reposo por un tiempo. Pero no hubo nadie que quisiera cubrir su puesto, mientras la gente seguía precipitándose al abismo como una catarata de almas.
Había allí también un niño que se estaba aferrando al borde del césped con gran esfuerzo, mientras gritaba desesperado, pero a nadie parecía importarle. Luego, cedieron las raíces del arbusto y el niño cayó gritando despavorido, sosteniendo todavía unas ramas entre sus manitas. Aquella joven, que de buena gana hubiera vuelto al puesto vacío que dejó, oyó el grito del niño, dio un salto con la intención de correr en su auxilio, pero los demás la exhortaron diciéndole que nadie era insustituible, y que la vacante que había dejado sería oportunamente cubierta por alguien. Y comenzaron a entonar un cántico. Mientras lo hacían se oyó un estrépito, como el de millones de corazones desgarrados y me sobrecogió el terror por la densa oscuridad. Sabía que se trataba del grito de la sangre. Luego tronó una voz, la voz del Señor: «¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra».
Los tambores retumbaban aún con monotonía, y la oscuridad nos mantenía todavía sitiados.
¿A qué viene todo esto? Así ha sido por años, y así continuará… ¿Por qué afligirse, entonces? ¡Que Dios nos perdone! ¡Que Dios nos sacuda de nuestra modorra y nos levante de nuestra indiferencia y pecado! Hay sitios, sí, muchos sitios desprotegidos a lo largo del borde del abismo. Muchos lugares sin que haya vigilantes que los atiendan. Tal vez tú fuiste llamado para cubrir uno de ellos. Si fuera así y tú no vas, continuará sucediendo como ha sido desde tiempos inmemorables: ríos de almas seguirán cayendo al abismo.
¿Qué empezaremos a hacer ahora? No estoy preguntando qué empezamos a decir, cantar o sentir, sino: ¿qué empezamos a h–a–c–e–r?


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Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6