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sábado, 22 de febrero de 2014

La Puerta para entrar y recibir: Oración el diálogo dinámico y enriquecedor

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6



 
Tipo de Archivo: PDF | Tamaño: MBytes | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
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En Jeremías 33:3, encontramos un versículo con una promesa impactante. Dice el Señor: “Clama a mí y te responderé, y te daré a conocer cosas grandes y ocultas que tú no sabes.” Estas palabras han servido de poderoso incentivo a la oración para muchos creyentes a lo largo del tiempo. La promesa que contienen nos asegura que el diálogo con Dios es de veras diálogo, y que la relación que ese diálogo crea con él es un camino de doble mano. Orar es hablar con Dios. Orar es comunicarnos con él a través de un diálogo dinámico y enriquecedor

Dios habla al ser humano a través de su Palabra. El ser humano habla a Dios por medio de la oración. Así como la respiración es vital para el cuerpo humano, así lo es la oración a la vida espiritual del creyente. Sin la práctica de la oración, el cristiano muere en su vida espiritual y en su comunión con Dios.

La Biblia no ofrece una definición de oración. Cuando recorremos sus páginas, nos damos cuenta de la realidad paradójica de que no encontramos una sola frase que, de manera explícita, defina la oración. No obstante, no hay en las Escrituras otra práctica religiosa que esté ilustrada con tanta abundancia como la oración.

Al no tener en la Biblia una definición explícita de la oración, nos queda a nosotros tratar de elaborar una. De todos modos, como bien enseña E. M. Bounds, uno de los grandes maestros de oración: “La oración, como el amor, es demasiado etérea y celestial para ser sostenida por los fríos andamiajes de las definiciones. Pertenece al cielo, al corazón y no sólo a las palabras y a las ideas.” No obstante, es importante que intentemos por lo menos elaborar un concepto de la oración. Para ello, los ejemplos bíblicos y especialmente nuestra propia experiencia pueden ayudarnos a desarrollar nuestra propia definición. ¿Cómo podríamos definir la oración?

Quizás la definición cristiana más antigua de la oración es la que dio Evagrius Ponticus, un monje del desierto de Ibera en el Ponto (346–399). Según él: “La oración es el ascenso de la mente a Dios.” El trasfondo neoplatónico de esta declaración es claro, y restringe y falsifica el significado de la oración. Para Agustín de Hipona (354–430), la oración “es hablar a Dios” (locutio ad Deum), con lo cual el énfasis cae sobre el lado humano de la oración. Para Martín Lutero (1483–1546) la oración no era tanto una acción como una reacción, basada sobre la Palabra de Dios precedente, que la hace posible. La lista de definiciones o conceptos sobre la oración a lo largo de la historia del testimonio cristiano es imposible siquiera de resumir en este lugar.      

Se han dado las más diversas definiciones cristianas de la oración. Todas ellas encierran un valor especial y destacan aspectos importantes de la misma. John White, conocido orador y escritor cristiano, que se desempeñó como Secretario General de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos en América Latina, define la oración como una ventana. “Las oraciones en la Biblia son algo así,” dice él. “Lo que importa realmente es lo que se ve a través de ellas. Son algo así como ventanas a la eternidad, por las que podemos percibir profundas cuestiones relativas a la vida y a la muerte. No pasará mucho tiempo que usted olvidará que está tratando con la oración, por estar totalmente impactado por lo que ve a través de ella.”

E. Stanley Jones, destacado misionero metodista a la India y gran escritor norteamericano, en uno de sus libros devocionales más conocidos—El camino—define a la oración en estos términos: “La oración es cooperación con Dios. En la oración uno coordina sus deseos, voluntad y vida con Dios. Dios y el hombre se ponen de acuerdo sobre los deseos, propósitos y planes de la vida y los realizan juntos. Eso es la oración. La oración no es, pues, la tentativa de hacer que Dios cumpla nuestra voluntad. Es poner nuestra voluntad en armonía con la de Dios. Pero la voluntad no es una parte separada del resto de nuestra vida—la voluntad es el yo en acción. De manera que la oración pone en armonía al yo entero con el entero Yo de Dios. La oración es, pues, afinación.”

Uno de los autores más conocidos en cuanto a la oración—E. M. Bounds—la define así: “La oración nos da ojos para ver a Dios. Orar es ver a Dios. La oración es conocimiento de lo externo y de lo interno; es total vigilancia hacia fuera y total vigilancia hacia adentro. No puede haber oración inteligente sin conocimiento de uno mismo, por lo tanto debemos sentir y conocer nuestra condición interior y nuestras necesidades personales.”

José Young, profesor durante muchos años en la Escuela Bíblica de Villa María (Córdoba, Argentina), define la oración como un diálogo con Dios. Dice él: “La oración es, básicamente, una conversación con Dios. No es una fórmula de palabras mágicas ofrecidas a cambio de algún beneficio. Se trata de algo muy personal, de una conversación íntima con alguien a quien amamos y quien nos ama. Alguien que vive, que nos escucha y que permanece a nuestro lado. Si tenemos esto en mente quizás cuidemos mucho más cómo oramos y qué oramos.” Helmut Thielicke, un destacado teólogo evangélico alemán contemporáneo define también la oración como una conversación con Dios. “Conversación con Dios, que como oír y responder constituye la esencia de la oración, es posible sólo en la confianza de que él se dirige a mí.”

    E. M. Bounds: “La oración es el contacto de un alma viviente con Dios. Mediante la oración Dios se inclina para besar al hombre, para bendecirlo, para ayudar al hombre en todo lo que Él puede proporcionar o el hombre puede necesitar. La oración llena el vacío del hombre con la plenitud de Dios, llenando la pobreza del hombre con las riquezas de Dios. La oración aleja toda la debilidad del hombre al acercar la fortaleza de Dios. La oración ahuyenta la insignificancia del hombre con la grandeza de Dios. La oración es el plan de Dios para suplir la continua e inmensa necesidad que tiene el hombre, con la continua y enorme abundancia de Dios. La oración eleva al hombre sobre lo terrenal y lo vincula con lo celestial. Los hombres no pueden estar nunca más cerca del cielo, más cerca de Dios, ni ser más semejantes a Dios, en comunión más profunda y real con Jesucristo, que cuando están orando.”

Si bien no encontramos en la Biblia una definición explícita de la oración, si tenemos en sus páginas maravillosas descripciones de la misma. Estas descripciones nos permiten refinar nuestra comprensión del carácter y significado de la oración, cuando prestamos atención a la riqueza que contienen.

   Buscar a Dios.

Además, si bien la oración no está definida en la Biblia, el poder de la oración está demostrado en las vidas de los hijos de Dios en las páginas del texto sagrado. Estos ejemplos y lo que en cada caso ocurrió están registrados para que los imitemos. Como bien indica el apóstol Pablo: “Todo eso les sucedió para servir de ejemplo, y quedó escrito para advertencia nuestra, pues a nosotros nos ha llegado el fin de los tiempos” (1 Co. 10:11). Es en este sentido, que los textos bíblicos nos pueden servir de ayuda al tratar de entender el significado de la oración, ya que “toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia, a fin de que el siervo de Dios esté enteramente capacitado para toda buena obra” (2 Ti. 3:16–17).

Cuando vamos al texto bíblico buscando estos ejemplos que nos ayuden y animen a orar, encontramos algunos casos sumamente inspiradores. Tal fue la experiencia de Moisés, Aarón, e incluso Samuel, según se ve reflejada en Salmos 99:6, donde se nos refiere que “Moisés y Aarón se contaban entre sus sacerdotes [de Israel], y Samuel, entre los que invocaron su nombre. Invocaron al Señor, y él les respondió.” En Santiago 5:17–18 se nos recuerda que “Elías era un hombre con debilidades como las nuestras.” Y, sin embargo, “con fervor oró que no lloviera, y no llovió sobre la tierra durante tres años y medio. Volvió a orar, y el cielo dio su lluvia y la tierra produjo sus frutos.”

Los eruditos más grandes no han podido desentrañar todos los misterios de la oración. Tampoco los santos más piadosos han podido agotar sus posibilidades. Sin embargo, el creyente más sencillo puede practicar la oración eficaz, que puede mucho, y enriquecer así su vida y potenciar su ministerio.

La Palabra de Dios es el libro de texto para la oración. Los problemas y experiencias de la vida cotidiana son el laboratorio en el que ponemos a prueba la oración. Debemos dedicar tiempo para estudiar la Biblia y ser fieles en obedecer las enseñanzas del Maestro, si es que vamos a aprender a ser poderosos para con Dios y los hombres. En Romanos 10:17, Pablo nos recuerda que “la fe viene como resultado de oír el mensaje, y el mensaje que se oye es la palabra de Cristo.” “Precisamente por eso,” nos amonesta Pedro, “esfuércense por añadir a su fe, virtud; a su virtud, entendimiento” (2 P. 1:5). Y todo esto es para que como éste apóstol agrega más adelante, podamos “crecer en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 P. 3:18).

    Dietrich Bonhoeffer: “El estudio de la Escritura conduce a la oración. Ya hemos dicho que el camino más promisorio hacia la oración es el dejarse guiar por la Palabra de la Escritura, y orar tomando por base la Palabra de la Escritura. De este modo no caemos en nuestro propio vacío espiritual. Orar no significa otra cosa que estar dispuesto a adueñarse de la Palabra, dentro de mi propia situación, en mis tareas especiales, decisiones, pecados y tentaciones.”

Es bueno querer saber más sobre la oración (Fil. 1:9). Pero quien debe enseñarnos sobre la oración es Jesús mismo (Lc. 11:1). Nuestro Señor, a través de la obra de su Espíritu Santo, es quien nos enseña no sólo a orar como conviene, sino también a hacer de la oración una herramienta de trabajo poderosa y efectiva en el cumplimiento de la misión que tenemos por delante.

Además, debemos tener presente que la oración está compuesta por siete elementos fundamentales. Toda verdadera oración, que se precie de ser completa, debe incluir estos siete elementos básicos. Cada uno de ellos es de gran valor y expresa la riqueza única de la oración. Estos elementos componentes de la oración son: alabanza, adoración, confesión, petición, intercesión, acción de gracias y meditación. En lo que sigue de este capítulo, vamos a procurar analizar cada uno de estos elementos con el mayor detalle posible y trataremos de ver de qué manera se relacionan con el mejor cumplimiento de la misión cristiana. Este análisis nos ayudará, a su vez, a obtener una mejor comprensión del significado de la oración.

ALABANZA

Es frecuente la confusión de alabanza y adoración. En realidad, se trata de dos fases de un mismo ejercicio espiritual, que está orientado es establecer el contacto adecuado con el Señor. Cuando los discípulos le pidieron a Jesús que les enseñara a orar, Jesús respondió diciendo: “Cuando oren, digan: ‘Padre, santificado sea tu nombre.” Es decir, la oración comienza con una actitud de elevación del espíritu humano para sintonizarse con el Espíritu divino, mediante la comunicación a partir de una relación personal. Este acto sinfónico tiene dos movimientos, que están estrechamente ligados el uno al otro: la alabanza y la adoración.

En este apartado nos interesa entender el primero de ellos: la alabanza. Como indica Jack Taylor: “La alabanza es un factor vital e indispensable en la vida de oración tanto pública como privada. Tenemos tendencia a pensar que la alabanza está limitada al ejercicio público.”

La alabanza es la glorificación de Dios, especialmente mediante la exaltación de sus perfecciones. Esto tiene que ver con lo que él es, pero especialmente con lo que él hace. Generalmente, la alabanza se expresa a través de la música y el canto, pero la oración de alabanza es un componente muy importante en este proceso. Alabamos al Señor con lo que decimos en oración. Le dirigimos a él palabras que suponemos son de su agrado. Le ofrecemos el sacrificio de palabras buenas y hermosas para regocijo suyo.

En este sentido, la alabanza es una parte importante de todo el acto de adoración del creyente y la iglesia. En la liturgia evangélica más reciente, el culto comienza con cánticos y oraciones de alabanza, que expresan la alegría del pueblo de Dios al acercarse al templo o lugar de culto, y reunirse en su nombre. En el presente movimiento de alabanza, que se está desarrollando en América Latina, las canciones y las oraciones van juntas en el tributo de gloria a Dios. Muchas veces, las oraciones se ofrecen a través del canto espontáneo, las canciones espirituales o el cántico celestial o angelical bajo la inspiración del Espíritu. En otros casos, frases espontáneas de alabanza son exclamadas o gritadas por los participantes.

En la oración modelo (el Padrenuestro), Jesús nos recuerda que antes de mirar hacia adentro es necesario mirar hacia arriba. Antes de mirar hacia el yo, es necesario mirar hacia Dios. Esta es la esencia de la alabanza, como primer gesto del creyente hacia Dios, al entrar en contacto con él por medio de la oración. Cuando miramos hacia arriba, hacia Dios, lo primero que debemos hacer es alabarle. Y cuando lo alabamos, lo hacemos por lo que él hace en nuestras vidas.

    John White: “ ‘No ceso de dar gracias por vosotros’ (Efesios 1:16). Pablo no está usando una fórmula diplomática, sino que está simplemente diciendo la verdad. Él constantemente alaba a Dios por los efesios.

    ¿Era importante que lo hiciera? Agradecer por un hermano de la fe es importante al menos por dos razones. En primer lugar, Dios merece ser alabado por su creación, porque ha mostrado interés por alguien que nunca lo hubiera merecido. … Aunque un solo hombre hubiera recibido esas atenciones y esfuerzos de parte de Dios, todos nosotros estaríamos en el deber de alabarlo y agradecerle por tan maravillosa muestra de amor. Pero hay una segunda razón por la cual dar gracias. No podemos agradecer a Dios y seguir siendo los mismos. Nuestra perspectiva cambia cuando abrimos nuestras mentes hacia Dios en oración. Nace la esperanza.”

ADORACIÓN

El segundo movimiento en la sinfonía del acercamiento a Dios en oración es la adoración. Este movimiento es sumamente importante y está ligado muy estrechamente a la oración en sí. De hecho, el vocablo castellano “adoración” viene del latín adorare, que a su vez es una palabra compuesta por el prefijo ad, que significa a, hacia, y orare, que es hablar, orar. Adorare, pues, significa “a la oración,” “dirigirse a la oración.”

La adoración es la reverencia y honor ofrecidos a un ser considerado divino o a un poder espiritual sobrenatural. Es el acto mediante el cual se expresa esa reverencia o devoción, que sólo se tributa a un ser estimado como superior. La adoración involucra oración, sacrificios, rituales, alabanza, danza, y otras manifestaciones individuales y/o colectivas. Según el filósofo y antropólogo jesuita Teilhard de Chardin, la adoración significa “la entrega a algo que es más grande que uno mismo.”

    Jack Taylor: “Estoy convencido de que hasta que la adoración pública no venga a ser una significativa extensión de nuestra adoración privada, aquélla quedará inhibida, formal e inexpresiva. Si alguna vez logramos una congregación de cristianos que individualmente han estado en la presencia de Dios en privado … y han aprendido cómo responder a Dios en privado … tendremos entonces auténticos actos de adoración pública.

¿Quién es el Dios a quien oramos?

Desde una perspectiva cristiana, la adoración es el reconocimiento de Dios en su santidad y majestad. Este ejercicio de adoración incluye el ofrecimiento de alabanza, acción de gracias y reconocimiento a Dios como parte central del servicio que los creyentes le rinden. La adoración cristiana puede ser individual, pero su foco es colectivo, y se da cuando la comunidad de fe se reúne para el culto. En esta reunión, música, oración, predicación, la lectura de la Biblia y la participación en la comunión (la eucaristía) son aspectos claves de la adoración cristiana.

Cuando adoramos estamos poniendo primero lo que debe ir primero, y estamos asumiendo una actitud que eleva a un plano prioritario las cosas del cielo antes que las de la tierra. Como nos amonesta Pablo: “Concentren su atención en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col. 3:2). En el tránsito de esta actitud de adoración, comenzamos considerando quién es él. Y al hacerlo, descubrimos al menos tres cosas fundamentales.

Por un lado, descubrimos que él es supremo en majestad, poder y sabiduría. ¿Podemos confiar en un Dios así? ¿Puede un Dios como éste responder a nuestras oraciones y resolver nuestros problemas? Saber que él es Señor soberano nos alienta a la oración, ya que nos garantiza que nuestras palabras y gestos no caerán al vacío ni se perderán sin respuesta. Al orar lo estamos haciendo a Alguien que no sólo tiene la capacidad de entender lo que le estamos diciendo, sino también de responder a ello. Es decir, por ser él quien es, podemos entrar en un diálogo dinámico con él.

Por otro lado, descubrimos que él es perfectamente santo. El no puede tolerar el pecado en su presencia. La Palabra nos advierte: “Si a sus ojos no tiene brillo la luna, ni son puras las estrellas, mucho menos el hombre, simple gusano; ¡mucho menos el hombre, miserable lombriz!” (Job 25:5–6). Si nos parece que estas palabras son un juicio duro en cuanto a la condición espiritual y moral del ser humano, en realidad ellas apuntan a exaltar la perfección de Dios. Esto lo comprendió bien el profeta Habacuc, cuando oró diciendo: “Son tan puros tus ojos que no puedes ver el mal” (Hab. 1:13).

    Harry Emerson Fosdick: “Considera el significado del hecho de que oración y adoración son universales; que todos los pueblos buscan ‘a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle.’ Se dice que una mujer africana ignorante, después de oír su primer sermón cristiano, le comentó a su vecina. ‘¡Esto es! Siempre te dije que debía haber un Dios como ése.’ En alguna parte en cada ser humano está la capacidad para la adoración y la oración, para la aprehensión de Dios y de su amor. ¿No es ésta la cualidad distintiva del ser humano y la facultad más noble que él/ella posee?”

Ahora, ¿quién puede tener comunión con un Dios tan santo y perfecto? ¿Cómo podemos acercarnos a un Dios así? La única manera es siendo nosotros mismos santos en toda nuestra manera de vivir. Por eso, el apóstol Pedro nos anima, diciendo: “Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan, como también es santo quien los llamó; pues está escrito: ‘Sean santos, porque yo soy santo’ ” (1 P. 1:15–16). Para ello, es necesario que seamos quebrantados y humildes de espíritu. El profeta Isaías lo entendió bien. “Porque lo dice el excelso y sublime, el que vive para siempre, cuyo nombre es santo: ‘Yo habito en un lugar santo y sublime, pero también con el contrito y humilde de espíritu, para reanimar el espíritu de los humildes y alentar el corazón de los quebrantados” (Is. 57:15).

Además, descubrimos que él es justo y misericordioso. La Biblia nos enseña que Dios es amor y que se deleita en la misericordia. “El Señor es clemente y compasivo,” declara el poeta bíblico, “lento para la ira y grande en amor” (Sal. 103:8). Él es paciente en su amor. “El Señor no tarda en cumplir su promesa, según entienden algunos la tardanza. Más bien, él tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca sino que todos se arrepientan” (2 P. 3:9). Por eso, él puede perdonar, limpiar y recibir en su comunión a quien arrepentido confía en Cristo. Es posible entrar en contacto con él, a pesar de su majestuosa grandeza, porque él es un Dios de amor y perdón. Como lo enseña Juan: “Así manifestó Dios su amor entre nosotros: en que envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados” (1 Jn. 4:9–10).

¿Cómo debemos acercarnos a un Dios santo?

Al considerar quién es él, debemos acercarnos a él con reverencia. La Palabra nos ofrece el protocolo a seguir en nuestro acercamiento en comunión con Dios, cuando dice: “Así que nosotros, que estamos recibiendo un reino in-conmovible, seamos agradecidos. Inspirados por esta gratitud, adoremos a Dios como a él le agrada, con temor reverente, porque nuestro ‘Dios es fuego consumidor’ ” (He. 12:28–29).

Tan grande es el poder, la majestad, la santidad, la justicia, el amor y la misericordia de Dios, que la mente natural no puede entenderlo hasta que es iluminada por el Espíritu Santo. Por eso, en relación con los creyentes efesios, el apóstol Pablo pedía en oración “que les sean iluminados los ojos del corazón para que sepan a qué esperanza él los ha llamado, cuál es la riqueza de su gloriosa herencia entre los santos, y cuán incomparable es la grandeza de su poder a favor de los que creemos” (Ef. 1:18–19). De igual modo, el apóstol les recordaba a los cristianos de Corinto: “Ahora bien, Dios nos ha revelado esto por medio de su Espíritu, pues el Espíritu lo examina todo, hasta las profundidades de Dios. En efecto, ¿quién conoce los pensamientos del ser humano sino su propio espíritu que está en él? Así mismo, nadie conoce los pensamientos de Dios sino el Espíritu de Dios” (1 Co. 2:10–11). Pues, bien, es ésta iluminación o revelación del Espíritu la que necesitamos para acercarnos a un Dios santo, como es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, a quien oramos.

Es a la luz de esta revelación de la naturaleza de Dios, que nos damos cuenta de nuestras propias carencias espirituales y de la necesidad de perdón y limpieza. Esta fue la experiencia de Isaías, cuando se vio confrontado con la santidad de Dios cara a cara, según él nos comparte su experiencia en Isaías 6:1–5. Pero ésta fue también la experiencia de David. En un momento crucial de su vida, este extraordinario poeta de Israel llegó a preguntarse: “¿Quién está consciente de sus propios errores? ¡Perdóname aquellos de los que no estoy consciente! Libra, además, a tu siervo de pecar a sabiendas; no permitas que tales pecados me dominen. Así estaré libre de culpa y de multiplicar mis pecados.” Noten que es recién cuando David asume plena conciencia de su pecado y necesidad de perdón, y cuando resuelve esta situación, que su oración puede encontrar vía libre delante del Dios santo: “Sean, pues, aceptables ante ti mis palabras y mis pensamientos, oh Señor, roca mía y redentor mío” (Sal. 19:12–14). Por eso, David había aprendido a comenzar sus oraciones, diciendo: “Examíname, oh Dios, y sondea mi corazón; ponme a prueba y sondea mis pensamientos. Fíjate si voy por mal camino, y guíame por el camino eterno” (Sal. 139:23–24).

Cuando miramos hacia arriba, hacia Dios, no sólo lo alabamos sino que también lo adoramos. Y al descubrir quién es él y cómo podemos acercarnos a un Dios tan majestuoso, lo adoramos por lo que él es.

CONFESIÓN

En Santiago 5:13–18, el autor presenta a la iglesia como una comunidad de oración. La consideración del perdón de pecados (v. 15) lleva al autor a otra cuestión: la necesidad de la confesión mutua de los pecados y la oración unos por otros para la restauración de la salud (v. 16). El escritor es bien claro y específico: la confesión de pecados es mutua, se aplica a todos los miembros de la comunidad, y no debe ser hecha sólo a los ancianos. Las oraciones son también mutuas. El propósito de las confesiones y las oraciones aquí es la sanidad, si bien es evidente que la exhortación de confesar los pecados propios y de orar unos por otros implica algo más que la salud física en la consideración de esta cuestión.

La confesión de los pecados “unos a otros” presupone la confesión previa a Dios. Pero la confesión pública de ciertos pecados, en el contexto del culto comunitario, puede ser de gran valor, tanto para el penitente como para la comunidad. Nótese que la confesión pública debe ir acompañada de la oración intercesora. De este modo, la salud espiritual y física es resultado de la confesión de pecados y la oración intercesora. En razón de esto, antes de ponernos en oración como comunidad de fe, es necesario que confesemos a Dios nuestros pecados y unos a otros nuestras ofensas.

    Elsa Tamez: “Esta práctica envuelve un proceso de autocrítica y de purificación personal y comunitaria; requiere de la humildad suficiente en el acto de bajar la cabeza para permitir que el otro ore por uno; implica el valor de ser honesto y de confesar pecados propios y colectivos, sin miedo, con la libertad del amor; en fin, conlleva el abrirse al hermano del mismo modo como uno se abre a Dios en la oración silenciosa. La comunidad que haga suyo este desafío entrará en el proceso hondo de la integridad a la cual se invita.”

La Biblia toma muy en serio la realidad del pecado en la experiencia humana y la necesidad de resolverlo, a fin de que la comunicación con el Dios santo no sufra inconvenientes. Esta es la razón por la que el apóstol Juan nos amonesta, diciendo: “Si vivimos en la luz, así como él está en la luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesucristo nos limpia de todo pecado. Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no tenemos la verdad. Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad” (1 Jn. 1:7–9).

El pecado nos separa de Dios

La realidad es que el pecado nos separa de Dios, y esto hace imposible la comunicación con él. Si bien el creyente, después de aceptar a Cristo, está salvo de toda condenación de la ley, su comunión con Dios se ve interrumpida cuando hay pecados no confesados y no perdonados en su vida. La Biblia es bien clara sobre esta cuestión, cuando la palabra de Dios le dice a personas dentro del pacto: “La mano del Señor no es corta para salvar, ni es sordo su oído para oír. Son las iniquidades de ustedes las que los separan de su Dios. Son estos pecados los que lo llevan a ocultar su rostro para no escuchar” (Is. 59:1–2).

La presencia del pecado en la vida no deja de tener profundos efectos espirituales y consecuencias graves para una vida de oración fecunda. Esto es así por varias razones, según las Escrituras.
Primero, el pecado contrista al Espíritu Santo en nosotros. Pablo es contundente al advertirnos: “No agravien al Espíritu Santo de Dios, con el cual fueron sellados para el día de la redención. Abandonen toda amargura, ira y enojo, gritos y calumnias, y toda forma de malicia. Más bien, sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo” (Ef. 4:30–32).

Segundo, el pecado impide la obra del Espíritu Santo en nosotros. El Espíritu se propone formar nuestro carácter cristiano a semejanza de Cristo mismo. El Espíritu no puede fluir en una vida que está contaminada por dentro por la escoria del pecado. Una flauta tapada no puede emitir sonido por más que se sople fuerte. En este sentido, el mejor consejo que podemos seguir es el que se encuentra en Proverbios 28:13: “Quien encubre su pecado jamás prospera; quien lo confiesa y lo deja, halla perdón.”

Tercero, el pecado estorba la respuesta divina a nuestras oraciones. Desde lo más profundo de su experiencia personal, el salmista nos testifica: “Si en mi corazón hubiera yo abrigado maldad, el Señor no me habría escuchado” (Sal. 66:18). No es que el Señor no responda, sino que nosotros tenemos los oídos del espíritu tapados para recibir su mensaje. Esta congestión e insensibilidad es fruto de la presencia del pecado no confesado en la vida del creyente.

Cuarto, el pecado nos descalifica para un servicio eficiente y aceptable en el reino. La pregunta que el profeta Samuel levantó delante de Saúl, es la misma pregunta que cada uno de nosotros debe plantearse como prueba para saber si está en condiciones de elevar sus oraciones al Dios santo. “¿Qué le agrada más al Señor: que se le ofrezcan holocaustos y sacrificios, o que se obedezca lo que él dice?” No había dudas en la respuesta que el profeta pronunció. “El obedecer vale más que el sacrificio, y el prestar atención, más que la grasa de carneros” (1 S. 15:22).

Quinto, el pecado destruye nuestro testimonio y quita fuerza a nuestra vida cristiana. Por eso, si persistimos en pecar y desobedecer, nuestro Padre celestial nos disciplina, no para castigo, sino para corrección, a fin de que no nos endurezcamos y rebelemos en nuestros pecados (He. 12:3–12). Este es el sentido de la disciplina divina. Él nos corrige a fin de que podamos entrar en comunicación fluida con él, sin ningún tipo de impedimentos o estorbos. “Si nos examináramos a nosotros mismos, no se nos juzgaría, pero si nos juzga el Señor, nos disciplina para que no seamos condenados con el mundo” (1 Co. 11:30–31).

    Dietrich Bonhoeffer: “El pecado anhela estar a solas con el hombre. Lo sustrae de la comunidad. Cuanto más solo está el hombre, tanto más devastador se hace el poder que el pecado ejerce sobre él; tanto más honda su opresión, tanto más desesperada la soledad. El pecado quiere mantenerse en el anonimato. Rehuye la luz. En la oscuridad de lo que no se pronuncia envenena todo el ser del hombre.”

Mientras estemos en la carne sufriremos la tendencia y la posibilidad de pecar. Pero junto con la tentación Dios da la salida. Como señala Pablo: “Ustedes no han sufrido ninguna tentación que no sea común al género humano. Pero Dios es fiel, y no permitirá que ustedes sean tentados más allá de lo que puedan aguantar. Más bien, cuando llegue la tentación, él les dará también una salida a fin de que puedan resistir” (1 Co. 10:13). El apóstol Pedro ve en esto una manifestación del amor del Señor. “Todo esto demuestra que el Señor sabe librar de la prueba a los que viven como Dios quiere, y reservar a los impíos para castigarlos en el día del juicio” (2 P. 2:9). Por eso, si caemos no debemos desalentarnos. Con arrepentimiento y confesión sincera, en humildad, podemos volvernos a Dios y renovar nuestra obediencia y confianza.

El perdón de pecados nos acerca a Dios

Dios puede y quiere perdonar nuestros pecados, a fin de que podamos tener una comunión estrecha con él. Y para ello, él ya ha hecho todo lo necesario a través de Cristo, quien nos reconcilia con él. Pero, es oportuno que nos planteemos dos preguntas.

Por un lado, es necesario que nos preguntemos qué debemos hacer nosotros. Al tratar de responder a este interrogante, hay tres cosas que es necesario apuntar.

Primero, debemos pedirle al Espíritu Santo que examine nuestros corazones. De esta manera, el Espíritu nos revela nuestros pecados, para que podamos confesarlos al Padre celestial. Una y otra vez, la Biblia nos señala este camino del examen de nuestras vidas y la confesión de nuestros pecados. En Romanos 8:27, Pablo dice: “Dios, que examina nuestros corazones, sabe cuál es la intención del Espíritu, porque el Espíritu intercede por los creyentes conforme a la voluntad de Dios.” Es, precisamente, el Espíritu quien “lo examina todo, hasta las profundidades de Dios” (1 Co. 1:10). Necesitamos comenzar con esta radiografía espiritual, que sólo el Espíritu de Dios puede llevar a cabo en nuestras vidas, a fin de exponer nuestros pecados, de modo que sean confesados y perdonados (Sal. 139:23–24).

Segundo, debemos pedirle al Hijo que limpie nuestras vidas de todo pecado y de toda maldad (1 Jn. 1:7–9). Y cuando decimos de todo pecado y de toda maldad, debemos darle a la expresión su sentido más literal. Esto incluye los pecados de comisión, es decir, aquellos que tienen que ver con el mal que hacemos. Los pecados de omisión son los que están ligados al bien que dejamos de hacer. Los pecados inherentes son más difíciles de detectar, pues están relacionados con lo que somos y lo que hacemos. Los pecados de pensamiento, palabra y acción son aquellos que se manifiestan a través de estos medios y calan profundamente en nuestra vida y conducta.

Tercero, debemos pedirle al Padre que perdone nuestros pecados. Confiando en su amor inagotable, debemos pedirle que se olvide de ellos. Su promesa, en este sentido, es maravillosa: “Yo les perdonaré sus iniquidades, y nunca más me acordaré de sus pecados” (He. 8:11). Debemos también pedirle que los expurgue en Cristo. Como nos alienta el apóstol Juan: “Si alguno peca, tenemos ante el Padre a un intercesor, a Jesucristo, el Justo. Él es el sacrificio por el perdón de nuestros pecados, y no sólo por los nuestros sino por los de todo el mundo” (1 Jn. 2:1–2). Y, además, debemos pedirle que los aleje de nosotros. Esta fue la experiencia del salmista, según su testimonio, que nos recuerda que el Padre “no nos trata conforme a nuestros pecados ni nos paga según nuestras maldades.” Y agrega: “Tan grande es su amor por los que le temen como alto es el cielo sobre la tierra. Tan lejos de nosotros echó nuestras transgresiones como lejos del oriente está el occidente” (Sal. 103:10–12).
Por otro lado, es necesario que nos preguntemos qué es lo que Dios hace. A este interrogante podemos responder con tres cosas, a la luz de la Palabra de Dios.

Lo primero que él hace es que él perdona. Toda la historia del pueblo de Israel es testimonio elocuente de esta gran verdad. “Nuestros delitos nos abruman,” declara el escritor bíblico, “pero tú los perdonaste” (Sal. 65:3). Este es el mensaje esperanzador que proclama el evangelio de Jesucristo. Es el mismo mensaje que Pablo les predicó a los de Antioquía de Pisidia, cuando les dijo: “Por tanto, hermanos, sepan que por medio de Jesús se les anuncia a ustedes el perdón de los pecados” (Hch. 13:38).

Lo segundo que él hace es que Dios borra y olvida. Esto es realmente maravilloso. Dios mismo declara: “Yo soy el que por amor a mí mismo borra tus transgresiones y no se acuerda más de tus pecados” (Is. 43:25). La Biblia también nos dice que Dios perdona y olvida. No es de extrañar que ante esta realidad el profeta se pregunte anonadado: “¿Qué Dios hay como tú, que perdone la maldad y pase por alto el delito del remanente de su pueblo? No siempre estarás airado, porque tu mayor placer es amar” (Mi. 7:18).

Lo tercero que él hace es que remite los pecados. Esto significa que él los cubre con su amor y los perdona definitivamente. Jesús expresó esta verdad de forma bien dramática al presentar la copa de vino que representa su vida entregada para la expiación de nuestros pecados: “Beban de ella todos ustedes. Esto es mi sangre del pacto, que es derramada por muchos para el perdón de pecados” (Mt. 26:28). Sí, podemos acercarnos confiadamente a él en oración para confesar nuestros pecados, sabiendo que si lo hacemos con fe y humildad, él va a perdonarnos y abrir el camino a la comunión más profunda con él.

    Hope MacDonald: “Suceden tres cosas maravillosas cuando confesamos nuestros pecados. En primer lugar, Jesús perdona nuestros pecados. … En segundo lugar, cuando confesamos nuestros pecados, Jesús nos consuela y nos da seguridad de su gran amor. … En tercer lugar, cuando confesamos nuestros pecados, Jesús nos alienta con sus palabras. … Él es el único que puede transformar el perdón en un hermoso recuerdo.”

La confesión como confesión de vida

Dado que, como señalara Karl Barth, “confesión quiere decir: confesión de vida,” es necesario hacer dos aclaraciones sobre la misma. Por un lado, es necesario aclarar que la confesión no se hace a un religioso. La práctica de la confesión auricular está tan internalizada en la concepción y práctica religiosa hispanoamericana, que esta aclaración es válida. La Iglesia Católica Romana ha fundamentado en Santiago 5:16 la práctica de la confesión auricular, por la cual los creyentes deben confesar sus pecados a un sacerdote para recibir la absolución después de hacer penitencia. El uso del texto de esta manera es inadecuado, ya que se refiere a la confesión entre creyentes en general. Juan Calvino decía que “lo que se demanda aquí es la confesión recíproca.”

En América Latina no son pocos los que creen que la confesión auricular es la esponja dominical que limpia todos los pecados de la semana. Muchos creyentes evangélicos de origen católico romano tienen todavía el vicio de pensar que la asistencia al culto dominical, la participación en la Cena del Señor, la cantidad de dinero que ofrendan, o una conversación con el pastor son gestos suficientes para purgar sus pecados. Lo que necesitamos para tener abierto el canal de comunicación con el Señor no es más religión sino más confesión.

Por otro lado, es necesario aclarar que la confesión debe hacerse primero al Señor. Al fin y al cabo, es a él a quien ofendemos con nuestro pecado. La confesión es el reconocimiento, delante del Dios santo, de que le hemos ofendido con nuestras rebeliones. El que confiesa sus pecados al Señor reconoce un estado de cosas sin tratar de encubrirlo o siquiera de discutirlo. Dios manifiesta su fidelidad y justicia para con aquel que reconoce y confiesa su culpa, perdonándole sus pecados. La confesión de pecados es señal de arrepentimiento y signo de la nueva vida en la fe. De manera que la confesión pública de los pecados no es otra cosa que un testimonio de que uno ha sido liberado de ellos (Mr. 1:5) y de que ha abandonado aquellas prácticas con las que ha ofendido al Señor (Hch. 19:18).

    Dietrich Bonhoeffer: “En la confesión, …, la luz del Evangelio irrumpe en las tinieblas y en el hermetismo del corazón. El pecado debe ser sacado a la luz. Lo no pronunciado se pronunciará y confesará abiertamente. Todo lo secreto, lo oculto se descubre ahora. Es una lucha dura hasta que el pecado pase por sus labios. Pero Dios quebranta puertas de bronce y cerrojos de hierro (Salmos 107:16). … El pecador se entrega; abandona todo lo que hay en él de malo; da su corazón a Dios, y encuentra el perdón de todo su pecado. … El pecado pronunciado, declarado, ha perdido todo su poder. Se ha manifestado como pecado y como tal ha sido juzgado. … Él ya no está solo con lo malo que hay en él, porque se ha ‘despojado’ del mismo en la confesión; lo ha entregado a Dios. … Ahora puede ser pecador y sin embargo gozar de la gracia divina.”

PETICIÓN

Hay ciertas palabras de Jesús que suenan a nuestros oídos como promesas increíbles. En Mateo 7:11, con una lógica irrefutable, Jesús afirma: “Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en el cielo dará cosas buenas a los que le pidan!” Si vamos a tomar en serio las palabras de Jesús, entonces debemos pedir. Pero para pedir de esta manera es necesario primero confiar. El poder y la majestad de Dios, su sabiduría y santidad, no sólo deben inspirar reverencia y humildad en el corazón del creyente, sino también confianza. Y ésta es la confianza que nos habilita para la petición en la oración.

Como si las palabras de Jesús no fuesen suficiente garantía para entrar a la presencia del Señor con nuestras peticiones, el apóstol Pablo nos anima con estas palabras: “No se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias” (Fil. 4:6).

    Kenneth Copeland: “No entre usted a la oración de petición y súplica sin saber lo que usted quiere decir y como usted quiere decirlo. Entre al salón del trono con su petición delineada de acuerdo a la Palabra de Dios. Hágase usted las siguientes preguntas: ¿Qué ocurrió en el Calvario? ¿Cómo altera el sacrificio sustitutivo de Jesús este problema por el cual estoy pasando? Y luego, averigüe usted lo que Dios ya ha hecho respecto a su situación. Si necesita sanidad, busque esas Escrituras que se refieren a la sanidad. Presente su petición. No importa cuál es su situación. Dios ha provisto una respuesta para eso en Su Palabra. La cruz pagó el precio por su liberación.”

El creyente ya no es más un extranjero y extraño, sino un conciudadano de los santos y pertenece a la familia de Dios. Por haber nacido de nuevo a la familia de Dios, es un hijo o hija de Dios, y, en consecuencia, un heredero suyo. La Palabra afirma que “a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios. Éstos no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios” (Jn. 1:12–13). ¡Somos nada menos que hijos de Dios! (1 Jn. 3:2). Él nos predestinó a ello por medio de Jesucristo, aún antes de la creación del mundo (Ef. 1:4–5). Y el Espíritu de su Hijo es el que ahora hace que podamos llamarlo Padre en nuestros corazones (Gá. 4:6–7).

Como hijo o hija de Dios, el creyente tiene acceso a través de Cristo a la esfera de la gracia soberana de Dios, para encontrar allí ayuda en tiempos de necesidad. “Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos” (He. 4:16). Es este tipo de relación particular entre el creyente y su Padre celestial la base sobre la que descansa la oración, y especialmente la petición.

No importa cuán grande pueda ser un soberano, si en su pecho palpita un corazón de padre, se preocupará por todo lo que tiene que ver con el bienestar y felicidad del más pequeño de sus hijos. Así es el Soberano celestial, nuestro Padre. El salmista declara: “Tan compasivo es el Señor con los que le temen como lo es un padre con sus hijos” (Sal. 103:13). No hay nada tan pequeño o insignificante que no podamos llevarlo a él en oración. Él atiende cada detalle, por pequeño que sea. De manera muy clara, Jesús nos enseña: “Así que no se preocupen diciendo: ‘¿Qué comeremos?’ o ‘¿Qué beberemos?’ o ‘¿Con qué nos vestiremos?’ Porque los paganos andan tras todas estas cosas, y el Padre celestial sabe que ustedes las necesitan” (Mt. 6:31–32). Él lleva cuenta de lo más mínimo en nosotros. Como lo indicara Jesús: “Él les tiene contados a ustedes aun los cabellos de la cabeza” (Mt. 10:30). No hay nada tan grande o significativo que su poder no pueda controlar o que escape a su soberanía. Con él, todo es posible, aun aquellas cosas que a los seres humanos le parecen imposibles (Mt. 19:26).

El Señor mismo nos anima a acercarnos a él con nuestra petición, con toda confianza. La Palabra nos estimula, diciendo: “Acerquémonos, pues, a Dios con corazón sincero y con la plena seguridad que da la fe, interiormente purificados de una conciencia culpable y exteriormente lavados con agua pura” (He. 10:22). Él nos dice “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados” (Mt. 11:28). Y él también nos da confianza al prometernos: “Todos lo que el Padre me da vendrán a mí; y al que a mí viene, no lo rechazo” (Jn. 6:37). Él promete actuar, hacer algo por nosotros, si se lo pedimos. “Cualquier cosa que ustedes pidan en mi nombre, yo la haré; así será glorificado el Padre en el Hijo. Lo que pidan en mi nombre, yo lo haré” (Jn. 14:13–14). Y nosotros podemos confiar en que él está de nuestro lado y va a hacer exactamente aquello que le pedimos que haga. En definitiva, cuando pedimos algo en oración no lo estamos haciendo a un dios impotente, a las fuerzas de la naturaleza, o a un dios desconocido. Estamos orando “al Dios Altísimo, al Dios que me brinda su apoyo” (Sal. 57:2).

    R. A. Torrey: “ ’De Dios es la fortaleza,’ pero todo lo que pertenece a Dios puede ser nuestro por la petición. Dios extiende sus manos llenas abundantemente y nos dice: ‘Pedid, y os será dado …’ La pobreza y falta de poder de muchos cristianos halla su explicación en las palabras de Santiago: ‘No tenéis lo que deseáis porque no pedís’ (4:2). Muchos cristianos se preguntan: ‘¿Por qué prospero tan poco en la vida cristiana?’ Y Dios responde: ‘Porque negliges (sic.) la oración. No tienes porque no pides’ … Dios ha provisto a fin de que la vida y la obra de cada uno de sus hijos sean obra y vida de poder. Él ha puesto su poder infinito a nuestra disposición y ha proclamado una y otra vez, en gran variedad de maneras en su Palabra: ‘Pedid y recibiréis’.”

Nos acercamos a Dios como los hijos se acercan a un padre bueno y amoroso (Lc. 11:13). Respondemos al Padre celestial conforme a su invitación e iniciativa. En realidad, nuestra oración de petición es respuesta a su pedido urgente y a su mandato expreso: “Pidan, y se les dará; busquen, y encontrarán; llamen, y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre. ¿Quién de ustedes, si su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pescado, le da una serpiente?” (Mt. 7:7–10). Nos acercamos apelando a la sangre de Cristo y su justicia. Nos acercamos con sincero arrepentimiento y confesión total de nuestros pecados. Nos acercamos con voluntades rendidas, corazones confiados y vidas obedientes.

¿Por qué es posible tener esta certeza de que lo que pedimos será lo que recibiremos? Porque respondemos a un Padre que, si confiamos en él, no deja de respondernos. Pero es necesario que la respuesta de Dios no choque con nuestra incredulidad, sino que encuentre acceso inmediato a través del canal de nuestra fe. Jesús recriminó a sus discípulos, diciéndoles: “Ustedes tienen tan poca fe.” Y los animó con estas palabras: “Les aseguro que si tienen fe tan pequeña como un grano de mostaza, podrán decirle a esta montaña: ‘Trasládate de aquí para allá’, y se trasladará. Para ustedes nada será imposible” (Mt. 17:20–21).

Además, Dios responde según sus riquezas en gloria. Según Pablo, él puede proveer de todo lo que necesitamos “conforme a las gloriosas riquezas que tiene en Cristo Jesús” (Fil. 4:19). Y esto lo hace también según sus grandes y preciosas promesas, que por cierto son muchas. La verificación de esto en nuestra experiencia personal hace posible que exclamemos como Salomón en ocasión de la dedicación del templo: “¡Bendito sea el Señor, que conforme a sus promesas ha dado descanso a su pueblo Israel! No ha dejado de cumplir ni una sola de las gratas promesas que hizo por medio de su siervo Moisés” (1 R. 8:56). O podamos compartir con el apóstol Pablo su certidumbre que “todas las promesas que ha hecho Dios son ‘sí’ en Cristo” (2 Co. 1:20).

Las montañas de las dificultades son removidas cuando cumplimos las condiciones de confianza y obediencia, y traemos nuestras peticiones a él en oración. Él no deja de responder a nuestras peticiones cuando las elevamos con fe. Como le dijo Jesús a la mujer cananea que pedía por su hija endemoniada: “ ’Mujer, qué grande es tu fe! … Que se cumpla lo que quieres” (Mt. 15:28).

 INTERCESIÓN

La Palabra de Dios nos califica con rangos asombrosos. En 1 Pedro 2:9, leemos: “Ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable.” La fuerza mediadora de nuestra posición es notable. La posibilidad de ser verdaderos pontífices (constructores de puentes) entre Dios y las personas nos maravilla. Sin embargo, esto es lo que el Señor espera que hagamos en su nombre: que seamos canales adecuados de su gracia y amor.

No es suficiente que tengamos la fe necesaria para asegurarnos bendiciones para nosotros mismos a través de la oración. Esto debe ser tan sólo el medio para equiparnos mejor para orar por otros. Con el privilegio de acercarnos a Dios con nuestras propias peticiones está ligado inseparablemente el deber de orar por otros. La oración de Job por sí mismo no fue respondida hasta que él oró también por sus amigos. Fue “después de haber orado Job por sus amigos, [que] el Señor lo hizo prosperar de nuevo y le dio dos veces más de lo que antes tenía” (Job 42:10).

Creyentes-sacerdotes

Esta es la manera en que podemos trabajar junto con Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote. Como tal, él es el mediador e intercesor por excelencia. El “vive siempre para interceder” por nosotros (He. 7:25). De allí que, al haber sido salvos por medio de él, nosotros compartimos con él su ministerio de intercesión. Todo hijo o hija de Dios, nacido de nuevo, pertenece a este sacerdocio menor, el sacerdocio universal de todos los creyentes. La intercesión es parte de la herencia y el derecho real de todo creyente, incluso si es ignorante de este privilegio o se muestra indolente o indiferente hacia sus responsabilidades. La única opción del creyente está en ser fiel o no a este llamamiento supremo de Dios de ser sacerdote de él para con los demás.

    Pablo A. Deiros: “[La intercesión] es ese aspecto de la oración de petición en el que los creyentes hacen súplicas específicas a Dios a favor de ellos mismos, y especialmente otras personas o grupos. Generalmente, el vocablo se refiere a la oración ofrecida en beneficio de otros por parte de un creyente. En el Antiguo Testamento hay varios ejemplos (Éx. 32:11–13). En el Nuevo Testamento se registra con frecuencia la oración de intercesión de Jesús (Mt. 19:13; Jn. 17:9–26; Lc. 22:31), que también la prescribió (Mt. 5:44; 6:7–13). La práctica era familiar en la iglesia primitiva (Hch. 12:5) y es prominente en los escritos de Pablo (Ro. 15:30; 1 Ti. 1:1–2), que la fundamenta en la doctrina del cuerpo de Cristo. La palabra se aplica también a la obra de Cristo, después de su ascensión, por la que él intercede delante de Dios a favor de la humanidad como su representante (Ro. 8:34; He. 7:25). Lo mismo se afirma del Espíritu Santo (Ro. 8:26). En años recientes se ha desarrollado un creciente movimiento de intercesión en América Latina.”

Es necesario que el creyente-sacerdote se consagre totalmente a esta tarea sacerdotal., así como Cristo se ofreció a sí mismo totalmente por nosotros (Ro. 6:13). Para ello, es necesario acercarse con confesión de pecados. Como indica el salmista: “Si en mi corazón hubiera yo abrigado maldad, el Señor no me habría escuchado; pero Dios sí me ha escuchado, ha atendido a la voz de mi plegaria. ¡Bendito sea Dios, que no rechazó mi plegaria ni me negó su amor!” (Sal. 66:18–20). Para ello también es necesario recibir limpieza renovada en la carne y el espíritu, por la sangre de Jesús. Pablo nos anima, diciendo: “Como tenemos estas promesas, queridos hermanos, purifiquémonos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de Dios la obra de nuestra santificación” (2 Co. 7:1). No hay otra manera en que nuestro servicio de intercesión pueda ser efectivo. “Si alguien se mantiene limpio, llegará a ser un vaso noble, santificado, útil para el Señor y preparado para toda obra buena” (2 Ti. 2:21). Pero, además, para ello es necesario traer ofrenda de alabanza y acción de gracias al altar. Como recomienda Pablo: “ante todo, que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos, [porque] … esto es bueno y agradable a Dios nuestro Salvador” (1 Ti. 2:1, 3).

Sacerdotes santificados

Habiéndonos rendido para ser limpiados y acondicionados para el servicio, el Espíritu Santo es habilitado para interceder por nosotros y a través de nosotros, según la voluntad de Dios. Entonces, y sólo entonces, podremos acercarnos al trono de la misericordia de Dios confesando los pecados de la persona por la que estamos orando. Podremos hacerlo porque ya hemos confesado nuestros propios pecados. Entonces, y sólo entonces, podremos acercarnos al trono del poder de Dios pidiendo por las necesidades de la persona por la que estamos orando. Podremos hacerlo porque ya estamos llenos del poder de Dios por el Espíritu Santo. No podemos pedir para otros y por otros lo que todavía no es realidad en nosotros mismos.

Una vida de oración intercesora por otros significa haber alcanzado el más alto desarrollo espiritual, es decir, madurez en la vida del creyente. La intercesión es la experiencia espiritual más rica para el creyente. Su comunión más dulce con el Maestro resulta de su disposición de orar por otros. Y su contribución más grande a la humanidad es ministrar a los demás en oración. Dios no está renuente a oír los ruegos del intercesor. Por el contrario, él está atento al clamor de sus hijos, cuando éstos interceden por otros. La Biblia afirma que “el Señor recorre con su mirada toda la tierra, y está listo para ayudar a quienes le son fieles” (2 Cr. 16:9). Jesús se compromete, diciendo: “Lo que pidan en mi nombre, yo lo haré” (Jn. 14:14).

Entonces, no seamos rebeldes en cumplir con este ministerio, que es parte de nuestro compromiso sacerdotal para con el Señor y para con nuestros prójimos. Si no cumplimos nuestro deber sacerdotal como intercesores, estaremos pecando, porque la intercesión es una obra buena. Santiago 4:17 dice que “comete pecado todo el que sabe hacer el bien y no lo hace.” Nuestro sentir como sacerdotes santificados debe ser el de Samuel para con su pueblo, quien a pesar de los pecados de ellos, los animaba diciendo: “Por amor a su gran nombre, el Señor no rechazará a su pueblo; de hecho él se ha dignado hacerlos a ustedes su propio pueblo.” Y agregaba: “En cuanto a mí, que el Señor me libre de pecar contra él dejando de orar por ustedes” (1 S. 12:22–23).

Si no cumplimos nuestro deber sacerdotal como intercesores, estaremos desobedeciendo, porque la intercesión es un imperativo tanto humano como divino. Es un imperativo humano, porque expresa nuestro compromiso filial. Como les decía Pablo a los creyentes de Tesalónica: “Hermanos, oren también por nosotros” (1 Ts. 5:25). Pero la intercesión es básicamente un imperativo divino, tal como lo enseña Santiago: “Por eso, confiésense unos a otros sus pecados, y oren unos por otros, para que sean sanados. La oración el justo es poderosa y eficaz” (Stg. 5:16).

    Pablo A. Deiros: “Frente a la adversidad, la opresión o los desafíos de cualquier tipo, la iglesia cuenta con el poder inagotable que le da la oración. Bajo el reinado tiránico de Herodes Agripa I, nieto de Herodes el Grande, los cristianos se vieron sometidos a fuertes presiones. La primera víctima de Herodes fue Jacobo (o Santiago), el hijo de Zebedeo, a quien mandó ejecutar. La segunda víctima prominente de esta persecución fue Pedro; sin embargo, Dios tenía otros planes para el apóstol. Mientras éste tranquilamente aguardaba su sentencia, ‘la iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él’ (Hch. 12:5). Aquellos cristianos no sabía qué estaba ocurriendo con Pedro, pero sí creían que, como más tarde diría uno de ellos, ‘la oración del justo puede mucho.’ Por otro lado, mientras ellos oraban durante lo que, en la intención de Herodes, iba a ser la última noche de Pedro, sin que ellos lo supieran, sus oraciones estaban recibiendo respuesta.”

 ACCIÓN DE GRACIAS

En 1 Tesalonicenses 5:18, Pablo nos amonesta, diciendo: “Den gracias a Dios en toda situación, porque esta es su voluntad para ustedes en Cristo Jesús.” Muchas veces nos preguntamos acerca de cuál es la voluntad de Dios. Pues, bien, en estas palabras el apóstol nos declara con certidumbre cuál es la voluntad divina: el Señor quiere que seamos agradecidos, que demos gracias bajo toda circunstancia y por todo.

    John C. Maxwell: “Muchos cristianos mezclan la alabanza con la acción de gracias sin darse cuenta de que hay una diferencia entre ambas. La alabanza reconoce a Dios por lo que es. La acción de gracias le reconoce por lo que ha hecho. Tanto la alabanza como la acción de gracias son ingredientes necesarios de nuestras relaciones con Dios. Por regla general es mejor comenzar con la alabanza, porque aun en tiempos difíciles, cuando realmente no sentimos el deseo de dar gracias a Dios, siempre podemos alabarle por lo que es. … Una vez que hayamos comenzado, no pasará mucho tiempo antes de que nuestra alabanza se torne en acción de gracias por lo que ha hecho.”

Un deber cristiano

La acción de gracias a Dios es un deber cristiano. Por esta razón, no debemos esperar a que ocurra algo especial para agradecer a Dios por sus bendiciones. Cada día y en todo momento, debemos tener presente la amorosa provisión de Dios para nosotros a lo largo de toda nuestra vida. Debemos ser agradecidos a Dios por todo lo material, espiritual, relacional, emocional e intelectual en la vida, es decir, por todas las situaciones y experiencias que vivimos en todas las esferas de nuestras vidas. No debemos dar por sentadas estas cosas, sino que, por el contrario, debemos acostumbrarnos a ver en ellas la generosa mano de Dios.

No esperemos a perder las cosas maravillosas que Dios nos ha dado, para entonces darnos cuenta de su valor y ser agradecidos al Señor. Haremos bien en prestar atención a ese refrán popular, que dice: “Las bendiciones se reciben por la oración y se conservan con la acción de gracias.” El ejemplo de Jesús y los apóstoles debe inspirarnos a ser agradecidos. Jesús mismo era capaz de dar gracias por las cosas más vulgares, cotidianas y esenciales, como la comida (Jn. 6:11), o por aquellas otras que son trascendentes, eternas y de valor incalculable. Lleno de alegría en ocasión del regreso del ministerio de los setenta y dos, Jesús exclamó: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo escondido estas cosas de los sabios e instruidos, se las has revelado a los que son como niños. Sí, Padre, porque esa fue tu buena voluntad” (Lc. 10:1). Los apóstoles aprendieron de él a ser agradecidos. Aun un apóstol tardío, como Pablo, podía decir con integridad: “Siempre que oramos por ustedes, damos gracias a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Col. 1:3).

Por eso, junto con nuestros ruegos a Dios, traigamos también nuestro reconocimiento agradecido por los beneficios ya recibidos, y por aquellos que por fe esperamos recibir.

    John White: “Comience su oración con acción de gracias. Agradezca a Dios que haya descendido del cielo para salvar a aquella persona por la cual está orando. Agradézcale por cualquier evidencia, presente o pasada, de su obra. Agradézcale por los inmutables propósitos que tiene para con la persona por la que ora. Sólo cuando lo haya hecho, comenzará a ver las circunstancias desde la perspectiva adecuada.”

El motivo por excelencia

Sobre todo, demos gracias a Dios por su don inefable: Cristo. Pablo nos amonesta a no dejar de agradecer a Dios por su maravilloso regalo de gracia en Cristo, ese regalo que no hay palabras suficientes para describirlo. “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Co. 9:15). Es gracias a él que podemos mantenernos optimistas, a pesar de las circunstancias. Y es así porque en él gozamos de una nueva posición. Por eso, le damos gracias con alegría al Padre: “Él nos ha facultado para participar de la herencia de los santos en el reino de la luz. Él nos libró del dominio de la oscuridad y nos trasladó al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención, el perdón de pecados” (Col. 1:12–14). Pero, además, en él todas las cosas operan para nuestro bien. Como dice Pablo: “Dios dispone las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito” (Ro. 8:28). Y, finalmente, nos mantenemos optimistas porque en él está asegurado nuestro triunfo presente y la victoria final. “Gracias a Dios que en Cristo siempre nos lleva triunfantes y, por medio de nosotros, esparce por todas partes la fragancia de su conocimiento” (2 Co. 2:14). Y no sólo esto, sino que podemos exclamar junto al apóstol: “¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!” (1 Co. 15:57).

Es gracias a Cristo que podemos tener seguridad y paz, aun en medio de las pruebas. Por eso, Pablo puede tranquilizarnos, diciendo: “No se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:6–7). Cuando tomamos este consejo seriamente, descubrimos que el consuelo de Cristo es abundante (Sal. 71:21; Is. 66:1). Descubrimos también que su consuelo es fuerte (He. 6:18). Descubrimos que su consuelo es eterno (2 Ts. 2:16), y es motivo de alabanza (Is. 12:1; 49:13). Y, finalmente, descubrimos que su consuelo es prometido (Is. 51:3, 12; 66:13).

La acción de gracias a Dios no es patrimonio exclusivo de los cristianos con una experiencia personal con Jesucristo. Muchas personas han llegado a entender que la gratitud a Dios es importante, porque Dios hace llover sobre justos e injustos (Mt 5:45). José María Salaverría expresaba esto así: “Levantarse con el alba y agradecer con todas las fuerzas de la mente, la gracia de poder vivir un nuevo día …” Juan de la Bruyére, por su lado, admitía: “No hay en el mundo exceso más bello que el de la gratitud.”

    Si mi dedo puede captar melodías
    con sólo que pulse una ruedecita
    en la radio humilde de la mesa mía …

    Si las blandas notas de los violines
    por sobre las ondas van a los confines
    de las tierras todas en cantos sublimes …

    Si los dulces cantos de unos labios pueden
    volar en lo alto y jamás se pierden
    ¿pensaré, que, si oro mi oración no llegue
    al trono de oro de un Dios que me quiere?

MEDITACIÓN

He dejado para el final este elemento de la oración de poder, no porque sea el menos importante, pero sí porque en medios evangélicos no es suficientemente tenido en cuenta. En realidad, la mayor parte de los libros de autores evangélicos que tratan de la oración no consideran a la meditación o la contemplación como parte integral de la oración. Quizás sea así porque carecemos de una tradición mística o porque formamos parte de una cultura que no puede callarse la boca y ha hecho de la palabra un fin en sí mismo. Sea como fuere, nos cuesta mucho guardar silencio delante del Señor y nos parece que hacerlo es otra cosa que orar. Sin embargo, el silencio puede ser la más elocuente de las oraciones, además de darnos la oportunidad de escuchar a Dios en lo que él quiere decirnos. Y si la oración es un diálogo con el Señor, entonces no debemos ocupar todo el tiempo con nuestro discurso, haciendo de la oración un monólogo sin sentido.

    Dietrich Bonhoeffer: “La recta palabra nace del silencio, y el recto silencio nace de la palabra. Guardar silencio no significa estar mudo, como tampoco la palabra significa palabrerío. … La palabra que echa nuevos fundamentos a la comunidad y la une, es acompañada por el silencio. … Del mismo modo en que existen ciertas horas para la palabra en el día del cristiano, sobre todo durante el tiempo destinado al culto y a la oración comunes, así también el día necesita del silencio que está bajo la Palabra y nazca de la Palabra. La Palabra no llega al que alborota sino al que calla. La quietud del templo es la señal de la santa presencia de Dios en su Palabra.”

La meditación está fundada en la convicción de que Dios es real y que él está presente en el lugar donde estamos orando. Jesús describió claramente el ambiente que hace posible la oración contemplativa o meditativa: “Pero tú, cuando te pongas a orar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto. Así tu Padre, que ve lo que se hace en secreto, te recompensará” (Mt. 6:6).

Ahora, alguien puede preguntar “¿Por qué tengo que preocuparme de la meditación? ¿Por qué no puedo orar en privado en la forma acostumbrada y como lo hace la mayoría de los cristianos?” Mi respuesta es que no tenemos ninguna obligación de cambiar nuestros métodos y que debemos orar en la forma que nos resulte más natural y adecuada. La meditación o la contemplación no van a hacer más espiritual al creyente ni lo ascenderán a un rango superior de santidad. Pero la oración meditativa nos introduce a una comunión más profunda con el Señor y a un conocimiento más profundo de su carácter y voluntad.

    Pablo A. Deiros: “En un sentido cristiano, la meditación es la contemplación reverente, intensa y sostenida de Dios o de algún tema o ideal religioso. Es un ejercicio espiritual extremo que requiere compostura de mente, quietud interior, abstracción de los sentidos y una concentración persistente de la atención. Su propósito es el fortalecimiento y elevación de la vida moral a través de la comunión con Dios. Es una forma importante de devoción y es especialmente enfatizada y practicada por los místicos.”

Lamentablemente, este aspecto místico de la oración ha sufrido de una gran desvalorización y desprecio. En manos de los escritores seculares, la misma palabra “mística” ha sido maltratada y distorsionada. El diccionario mismo no ayuda, ya que por místico entiende algo “que incluye misterio o razón oculta.” Para muchos, lo místico tiene que ver con lo oscuro, misterioso, simbólico, o espiritualmente inalcanzable. Hay quienes creen que un místico es alguien que afirma alcanzar o cree en la posibilidad de alcanzar un entendimiento particular de los misterios que trascienden el conocimiento ordinario humano, como por una intuición inmediata en un estado de éxtasis espiritual. No son pocos que identifican la contemplación o meditación mística con algún desorden mental o una personalidad algo desequilibrada o emocionalmente perturbada.

Sin embargo, la Biblia presenta numerosos ejemplos de experiencias místicas de contemplación y meditación. Una y otra vez, la Palabra nos anima a ejercitarnos en la práctica de la meditación. Dios le dice a Josué: “Recita siempre el libro de la ley y medita en él de día y de noche; cumple con cuidado todo lo que en él está escrito. Así prosperarás y tendrás éxito” (Jos. 1:8). En Salmos 4:4 encontramos un consejo práctico: “Si se enojan, no pequen; en la quietud del descanso nocturno examínense el corazón” (ver RVR). El poeta bíblico había descubierto el valor de la meditación, cuando le dice al Señor: “En mi lecho me acuerdo de ti; pienso en ti toda la noche” (Sal. 63:6). La meditación es recomendada en la Biblia. El salmista ruega al Señor: “Sean, pues, aceptables ante ti mis palabras y mis pensamientos, oh Señor, roca mía y redentor mío” (Sal. 19:14). En Salmos 107:43 se nos desafía: “Quien sea sabio, que considere estas cosas y entienda bien el gran amor del Señor.” El salmista sabe que su meditación agrada al Señor, y esto lo alegra: “Quiera él agradarse de mi meditación; yo, por mi parte, me alegro en el Señor” (Sal. 104:34).

La meditación en la oración puede orientarse en diversas direcciones. (1) Podemos meditar en las maravillas que Dios ha hecho y hace. El poeta se propone: “Meditaré en todas tus proezas; evocaré tus obras poderosas” (Sal. 77:12); “Traigo a la memoria los tiempos de antaño: medito en todas tus proezas, considero las obras de tus manos” (Sal. 143:5; ver 77:5–6 y 119:27). (2) Podemos meditar en la Palabra del Señor. En Salmos 119:97, el escritor exclama: “¡Cuánto amo yo tu ley! Todo el día medito en ella.” La misma idea se repite en Salmos 119:15, 23, 48, 78, 99. (3) Podemos meditar en nuestra vida, su brevedad y fragilidad: “Al meditar en esto, el fuego se inflamó y tuve que decir: ‘Hazme saber, Señor, el límite de mis días, y el tiempo que me queda por vivir; hazme saber lo efímero que soy’ ” (Sal. 39:3–4). (4) Podemos meditar en las promesas del Señor. Como dice el salmista: “En toda la noche no pego los ojos, para meditar en tu promesa” (Sal. 119:148). (5) Podemos meditar sobre nuestra condición moral y espiritual delante de Dios (Sof. 2:1). Esto es lo que en la Palabra se denomina como “meditar en los propios caminos” (Hag. 1:5–7). (6) Podemos meditar como una revisión de vida haciendo una evaluación profunda de nuestro ser interior (Hag. 2:15, 18).

    Dietrich Bonhoeffer: “La hora de la meditación está consagrada al estudio bíblico personal, a la oración personal y a la plegaria personal, y a ningún otro fin. Los experimentos espirituales no tienen cabida aquí. Pero para esas tres cosas debe hallarse el tiempo, puesto que Dios mismo nos lo exige. Aunque durante largo tiempo la meditación no signifique otra cosa que el rendir a Dios un servicio que le debemos, ya sería bastante.”

    Dietrich Bonhoeffer: “No es necesario que en la meditación nos empeñemos en pensar y orar con palabras. El pensamiento callado, la oración que brota sólo del escuchar, pueden resultar a menudo más fructíferos. No es necesario que en la meditación nos empeñemos en la meditación. Con frecuencia éstos no hacen otra cosa que distraernos y satisfacer nuestra vanidad. Basta con que la palabra, a medida de que la leamos y comprendamos, penetre en nosotros y encuentre en nosotros su morada.”

La Biblia también nos enseña que la mejor manera para comprender la Palabra y ponerla en práctica es la meditación. En Salmos 1:1–3 se nos describe al creyente maduro como alguien dichoso, y entre otras virtudes se destaca que “en la ley del Señor se deleita, y día y noche medita en ella.” En consecuencia, “es como árbol plantado a la orilla de un río que, cuando llega su tiempo, da fruto y sus hojas jamás se marchitan. ¡Todo cuanto hace prospera!” Así, pues, meditar en la Palabra de Dios es simplemente pensar en ella con el deseo de descubrir su verdad y aplicarla a la vida.

    John C. Maxwell: “La meditación es muy beneficiosa: Ayuda a examinar sus relaciones con Dios, a verse como es debido y a descubrir en qué punto del camino se encuentra en su jornada espiritual. Y, por supuesto, le ayuda a comprender mejor cómo obedecer. El proceso puede ser penoso o emocionante, pero siempre le acercará a Dios.”

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