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miércoles, 2 de mayo de 2012

La furia: Grado maximo de la colera: Ayuda pastoral

biblias y miles de comentarios
 

ATAQUE DE FURIA

¿Quién no recuerda haber tenido una rabieta de las buenas, de esas con gritos, insultos y palabrotas a granel? ¿Quién puede decir que nunca tuvo una de esas? Un ataque de ira, de bronca, un enojo tan desaforado, que cuando pasa y a uno se le enfría la cabeza, se horroriza de las cosas que dijo, y a veces también (Dios no lo permita) de las barbaridades que hizo. Cuántos han pagado con años de cárcel y remordimientos las estupideces que hicieron durante un ataque de furia en el que perdieron el control y dañaron a un semejante, a veces en forma irreparable. Pero sin llegar a esos extremos, ¿cuántas veces nos ha sucedido que la ira nos hizo perder el control y proferir palabras hirientes, insultos, y hasta términos obscenos para referirnos a la o las personas que nos hicieron enfurecer? Independientemente del motivo que encendió nuestro enojo, el cual puede ser legítimo o ilegítimo, ¿cuántos arranques de bronca nos han llevado a vomitar porquería de muy mal olor por nuestra boca, injuriando y denigrando a otra persona, a veces un ser querido? Y luego, recordando las cosas que dijimos, reconocemos expresiones que asustarían a alguien que no siga un código moral tan elevado como el que se supone que nosotros tenemos al ser cristianos; cuánto más a un cristiano.
Sin pretender profundizar en la psicología de este fenómeno, pero sí mirarlo desde un punto de vista cristiano y bíblico, podemos detenernos brevemente a observar que así como algunas personas de temperamento fuerte y explosivo pueden estar muy propensas a airarse ante cualquier circunstancia que provoca enojo o frustración, otros son conocidos como gente tranquila y mansa, que raramente llegarían a dejarse llevar por un arranque de furia; pero el dicho popular nos dice que cuando tales personas mansas se enfurecen, los resultados pueden ser catastróficos, o algo así.
Somos cristianos y como tales hablamos, procurando entender este fenómeno que tiene que ver con el carácter de una persona, y su forma de reaccionar y responder a una situación enojosa, que indigna, desalienta, o malogra nuestras esperanzas, ilusiones y aspiraciones. ¿Es pecado enojarse hasta perder el control? O, para no darle un color tan religioso, ¿está mal, es erróneo, es transgredir algún código moral o ético ceder a la ira que solivianta todo nuestro ser, y nos hacer perder el dominio de nuestras palabras, y a veces, de nuestros actos? Sin entrar tampoco en los aspectos sanitarios del asunto, y lo dañino del estrés al cual es sometido nuestro organismo durante un arranque de rabia descontrolada, ni insistir en el perjuicio para nuestro corazón, nuestras arterias, nuestro estómago y cerebro, sino mirando ahora el aspecto espiritual de la vida, la medida en que buscamos y logramos relacionarnos con Algo (Alguien) superior a nosotros mismos, ¿está mal delante de Dios dejarnos arrastrar por un ataque de furia? ¿O hay circunstancias que lo justifican?
Llegado este punto, es recomendable mirar lo que muestra la Palabra de Dios sobre este tema. En primer lugar, será útil ver algunos ejemplos bíblicos; no muchos, dos nada más. En el Antiguo Testamento, Moisés, referente del judaísmo; en el Nuevo Testamento, Jesús, referente del cristianismo.
De Moisés nos dice la Biblia que era “un hombre muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Números 12:3). Sin embargo, cuando al cabo de varias semanas de estar en la cima del Sinaí reunido con Dios, Moisés volvía junto a Josué rumbo al campamento de Israel, trayendo en sus manos las tablas de la ley con los diez mandamientos escritos “por el dedo de Dios” (Éxodo 31:18), se encontró con que su hermano Aarón había fabricado un becerro de oro como imagen de dioses para adorar, y el pueblo estaba desenfrenadamente entregado a rituales de adoración pagana que incluían prácticas sexuales. Entonces Moisés, literalmente, perdió el control; el relato dice que “… cuando Moisés llegó al campamento y vio el becerro y las danzas, se enfureció y arrojó de sus manos las tablas, y las quebró al pie del monte. Luego tomó el becerro que habían hecho, lo quemó en el fuego y lo molió hasta reducirlo a polvo” (Éxodo 32:19,20). La revisión anterior de la Versión Reina Valera dice, en lugar de “se enfureció”, ardió la ira de Moisés. El motivo del ataque de furia de Moisés era legítimo; él había anunciado al pueblo israelita desde el principio que el Dios de sus padres Abraham, Isaac y Jacob era quien lo había enviado para liberarlos, y los israelitas habían presenciado innumerables prodigios hechos por ese Dios, culminando en su salida portentosa de Egipto y las manifestaciones que habían visto allí mismo, en la cumbre del monte Sinaí. Pero cuando Moisés bajó de la montaña, luego de cuarenta días de estrecha comunión con Dios, y vio la idolátrica degradación en que había caído su pueblo, se llenó de indignación, de ira y enojo descontrolado, y rompió las tablas de la ley, que le habían sido entregadas por Dios; y no solo rompió las tablas, enseguida la emprendió con el ídolo de oro fabricado por su hermano y lo despedazó, quemó y pulverizó. Posteriormente, Moisés convocó a aquellos que seguían fieles a Dios, y los envió espada en mano, a ejecutar un terrible castigo contra los culpables de idolatría y sacrilegio.
Tal vez esa misma noche, o unos días más tarde, cuando Moisés se libró de la preocupación de lograr que Dios no abandonara al pueblo, el gran caudillo de Israel experimentó remordimientos, o mejor, un profundo arrepentimiento por haber experimentado esa reacción extrema, desmedida, más allá de lo razonable (como toda respuesta emocional explosiva), que lo llevó a destruir las tablas de la ley con los diez mandamientos, y luego propiciar la matanza de tres mil hombres. No podemos agregar más que ese “tal vez”, pero vale el ejemplo de cómo Moisés, ese hombre “más manso que todos los hombres de la tierra”, en un ataque de furia incurrió en violencia y destrozos, e impuso a su pueblo un castigo tan doloroso.
El caso de Jesús es singular en todo aspecto, pues Él es sumamente singular. Jesús dijo en una oportunidad a sus discípulos: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29), y enseñó que debíamos amar a nuestros enemigos, bendecir a quienes nos maldicen, hacerles bien a quienes nos odian, y orar por nuestros perseguidores. Él mismo fue ejemplo de mansedumbre y sacrifico; dice el apóstol Pedro que Jesús “Cuando lo maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino que encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:23). En los momentos más duros y terribles de su vida “como oveja a la muerte fue llevado; y como cordero mudo delante del que lo trasquila, así no abrió su boca” (Hechos 8:32). Sin embargo, hay un episodio en su vida, relatado en los cuatro evangelios, en el que un poco de imaginación nos permite ver a un Jesús iracundo, y quizás hasta violento, incongruente con el carácter que había mostrado hasta ese momento, y mostraría después: la llamada purificación del Templo de Jerusalén. El pasaje bíblico más expresivo a este respecto es el de Juan 2:14-16: “Encontró en el Templo a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas que estaban allí sentados, e hizo un azote de cuerdas y echó fuera del Templo a todos, con las ovejas y los bueyes; también desparramó las monedas de los cambistas y volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: Quitad esto de aquí, y no convirtáis la casa de mi Padre en casa de mercado”. Si leemos este relato detenidamente, tratando de imaginar una escena con múltiples vendedores de animales de todo tipo para el sacrificio en los atrios del Templo, más los cambistas de moneda (para lo cual a veces son útiles las producciones cinematográficas), podemos visualizar lo que ha de haber sido el caos ordenado de aquel día con multitudes, tal vez miles de personas, atestando el lugar, cambiando moneda y comprando animales a los numerosos mercaderes allí apostados, para ofrecer su sacrificio ritual. Allí, de repente, irrumpe en forma intempestiva un individuo armado con un látigo de cuerdas, que comienza a volcar mesas, a correr a la gente a los gritos, y hasta a espantar los animales, mientras los acusa de convertir el Templo en un mercado y también – palabras mucho más virulentas – haberla vuelto una “cueva de ladrones” (Lucas 19:46). Incluso, la mención que hace Juan de un “azote de cuerdas” sugiere que Jesús lo usó por lo menos para disuadir a quienes quisieran resistirse, y que probablemente, alguno se ligó un latigazo.
¿Sufrió Jesús de Nazaret, en esa ocasión, un verdadero ataque de furia? ¿Fue un momento de ira e indignación tan violentas, que el Señor realmente “perdió el control”, llegando a la violencia física? Es difícil hacer semejante afirmación, pues forma una imagen totalmente contradictoria con el Jesús pacífico, manso, lleno de amor y de perdón, que nos muestran las Escrituras. Sin embargo, el apóstol Juan da otra clave, que solo aparece en su evangelio: cuando presenciaron el inesperado arranque de furia de su Maestro “recordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me consumirá” (2:17). Si buscamos sinónimos de “celo” encontramos palabras como ardor, entusiasmo, pasión, llama, furia, y otras; la alusión a ser “consumido” evoca un fuego ardiente que quema algo hasta extinguirlo. La expresión bien podría ser descriptiva de un estado interior de fervor y pasión por la santidad del Templo como Casa de Dios en la tierra, y una violenta explosión de ira estallando en el corazón del Hijo de Dios al ver dicha Casa convertida en una feria de barrio, donde un grupo de astutos y ávidos mercaderes competían entre sí para aumentar sus ganancias monetarias, a costa de humildes e ignorantes campesinos.
Lo notable es que ni en ese momento ni después Jesús pidió disculpas a nadie por la violenta y tempestuosa “purificación del Templo”. Ese hecho, y el testimonio de las personas más cercanas a Él en el sentido de que Jesús “no cometió pecado ni se halló engaño en su boca” (1 Pedro 2:22), permitiría afirmar que, desde un punto de vista bíblico y teológico, la reacción emocional de ira y furor, ante desencadenantes justificados y sin traspasar ciertos límites, es totalmente legítima y no tiene por qué afectar nuestra espiritualidad ni nuestra relación con Dios.
Efectivamente, en Efesios 4:26 el apóstol Pablo dice muy sucintamente: “airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo”. En otras palabras, ante motivos legítimos, no es necesario reprimir la ira, el enojo, el ataque de furia; pero debe tener ciertos límites: que no dure todo el día (“no se ponga el sol”), prolongándose indebidamente y generando distanciamientos, recelos, rencores y odios, y que no se vea contaminado por el pecado. ¿Cuál es el pecado que puede contaminar un legítimo enojo? Justamente lo que mencionamos al principio: el pecado de palabra, insultos, palabrotas, maldiciones y obscenidades; y el pecado de acción, la violencia física como trágica conclusión de un arranque de furia descontrolada, provocando daños en las personas y las cosas.
Indudablemente, éste es un aspecto de nuestra naturaleza humana más cotidiano de lo que creemos, el cual, como tantos otros defectos y debilidades muy humanas, debemos superar a través de la oración y la lectura de la Palabra de Dios. Seguramente en más de una oportunidad diferentes circunstancias nos han llevado a un arranque de ira descontrolada, más o menos intensa y destructiva, que traspasó límites que no debían cruzarse, y por el cual debimos luego arrepentirnos ante Dios, y lamentar amargamente las estupideces dichas por nuestra boca, sino algo peor.
¿Quién puede tirar la primera piedra en este tema?
Que Dios ayude a cada uno a perfeccionar en nuestro corazón ese espíritu de amor, de paz y paciencia, de benignidad y mansedumbre, de longanimidad y dominio propio, que forman parte indisoluble de un auténtico espíritu cristiano; del carácter de un genuino seguidor y discípulo de Jesucristo.

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