lunes, 17 de agosto de 2015

No se aparte de tu boca el Libro de esta Ley. De día y de noche meditarás en él, para que cuides de hacer conforme a todo aquello que está en él escrito, porque entonces harás próspero tu camino, y tendrás buen éxito.

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6



 
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Pentateuco y Profetas anteriores 
La misión de Israel a las naciones

Si consideramos el tema de la misión del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento apropiándonos del concepto de paradigma, podremos afirmar, sin temor a equivocarnos, que prácticamente todos los libros del Antiguo Testamento nos hablan de la misión de Israel a las naciones. 

Cada libro del canon veterotestamentario da testimonio de un «rincón» de la vida y de la fe del pueblo elegido de Dios. Las partes que nos hablan de lo que Dios espera del pueblo constituyen el proyecto misionero de Dios; las secciones que hablan de cómo el pueblo respondió a ese proyecto dirán si el pueblo logró o no cumplir su vocación misionera.

Desde la perspectiva misionera tradicional, Israel en realidad nunca tuvo «un programa misionero significativo para hacer proselitismo entre los no judíos». Si miramos la sección del canon que ahora nos ocupa—Pentateuco y Profetas anteriores—, descubrimos que para Israel, como nación étnica, la elección lo involucraba en una dinámica centrípeta y lo alejaba de un compromismo centrífugo. La peculiaridad de la fe monoteísta de Israel y el contexto histórico de la ocupación de la Tierra prometida fueron para el grueso de Israel la justificación de su «encierro» frente las otras religiones y naciones.

Por ello, la teología bíblica de la misión en el Antiguo Testamento, especialmente en el Pentateuco y los Profetas anteriores, hace resaltar más el carácter de Israel como testimonio—paradigma—yno como testigo (véase Gn. 12:1–3; Dt. 4). De acuerdo con el plan de Dios para su pueblo, Israel cumple su misión viviendo de acuerdo con el proyecto divino más que viajando hacia tierras lejanas para anunciar ese proyecto.

El proyecto universal de Dios

La afirmación misionológica básica de la Biblia aparece primordialmente en los primeros once capítulos del libro de Génesis. En ellos se plantea, de manera global, el anhelo de Dios para la humanidad y el mundo, y la resistencia humana a entender, comprometerse y realizar la misión y el proyecto divinos.
Los primeros dos capítulos son fundamentales, pues en ellos se señalan las pautas divinas para la humanidad. En esos capítulos la Palabra de Dios desglosa el proyecto de Dios y enumera los elementos clave de la misión universal y eterna.
El primer tema que surge, y que será tratado más extensamente en el cuerpo de este trabajo, es el de la unicidad y singularidad del Dios de la Biblia. El capítulo 1 de Génesis es un canto a la soberanía, poder y singularidad del Dios verdadero. A diferencia de los relatos de creación que aparecen en las religiones del entorno bíblico, Génesis 1:1–2:4 no sólo excluye a otras divinidades y poderes en la obra de creación, sino que claramente separa al Creador de las creaturas. El sol y la luna, que en las religiones egipcias y mesopotámicas figuraban como divinidades, en Génesis 1 ven reducidos sus señoríos a «presidir el día y la noche» (v. 16, LPD). No aparecen como ejecutores de creación, ni como señores de la vida humana.
La estructura del pasaje resalta el papel soberano y único de Dios: empieza y termina afirmando que la presencia soberana de Dios es el espacio donde se inicia, realiza y finaliza la vida total del mundo: «En el comienzo de todo, Dios creó … Entonces bendijo el séptimo día … porque en ese día descansó de todo su trabajo de creación» (1:1; 2:3, VP). La palabra señorear que usa Reina-Valera para referirse al gobierno del sol y la luna sobre el día y la noche (vv. 16 y 18) sólo aparece de nuevo en relación con la soberanía humana sobre la creación circunscrita al globo terráqueo:« señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra … sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra» (1:26, 28).
De acuerdo con nuestro pasaje, el primer compromiso misionero humano es ejercer dominio sobre la creación, del modo en que Dios lo ejerce. Según este principio teológico, la misión de la iglesia tiene su punto de arranque en el hecho de que el ser humano es señor de lo creado en este planeta. Realizar la misión significa reconocer el compromiso que tenemos, hombres y mujeres, como los responsables inmediatos de lo que pasa en esta «nuestra casa grande», la tierra; una responsabilidad que resulta de la incuestionable unidad entre la soberanía universal de Dios y el señorío humano sobre este planeta.
Este hecho de compartir señoríos tiene varias implicaciones para nuestra comprensión de la misión de Dios para nosotros. En primer lugar, porque en la responsabilidad y el privilegio de ejercer ese señorío, nada ni nadie se interpone entre Dios—el soberano universal—y el ser humano—su representante aquí en la tierra—. De este modo se excluye de entrada la participación de otro poder ajeno al de Dios en nuestro papel de vicerrectores. La misión de acuerdo con la Biblia es, en su raíz, una fuerza iconoclasta: destroza ídolos, y desenmascara y desplaza a dioses falsos.
En segundo lugar, la misión consiste en ser responsables de mantener bien arreglado este «cosmos» (la tierra) que Dios nos ha dado para guardar y cuidar. Misión en la Biblia significa mayordomía ecológica, cuidado del medio ambiente.
La misión que Dios nos ha encomendado sólo podrá ejecutarse si se mantiene en un marco donde la línea de autoridad permanece tal como la propone Génesis 1:1–2:4:

Dios
ser humano
animal

En tercer lugar, el señorío que Dios ejerce y comunica al ser humano es sobre todo por la palabra. De acuerdo con Génesis 1, la creación se ejecuta por medio de la palabra divina. Sólo el ser humano es creado de manera diferente. El ser humano recibe autoridad por medio de la palabra imperativa de Dios: «les dijo: fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread …» (v. 28, RV). En la relación entre el ser humano y Dios, ningún otro poder le ordena a la gente lo que tiene que hacer o decir, sino sólo Dios. La palabra que dirige al ser humano en su proclamación y en su actuar es la palabra de Dios y ninguna otra más. Por ello, la misión que recibe por encargo el ser humano no puede permitir la ingerencia de ninguna otra palabra que no sea la de Dios. Esto se muestra claramente en Génesis 2:16: «Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo …»
Para todo lo anterior resulta útil ver Génesis 3. Allí se nos muestra el reverso de lo que hemos dicho hasta aquí. El primer diálogo que tiene el ser humano—en este caso la mujer—con alguien que no es otro ser humano es con un animal: la serpiente. Pero lo más sorprendente es que el animal inicia la charla y establece la pauta del diálogo. Al final, después de un forcejeo de medias verdades, la palabra que orienta—o, más bien, desorienta—el actuar del ser humano es la del animal y no la de Dios. Cuando Dios aparece en la escena, el hombre lo culpa por haberle dado a la mujer, y la mujer también lo culpa por haber creado a la serpiente.
De acuerdo con Génesis 3, el esquema de autoridad se invierte:

animal
ser humano
Dios

El animal se convierte en el que dicta lo que se tiene que hacer y el ser humano pasa a ser el que pone en duda la palabra de Dios y enjuicia a Dios. En ese diálogo, Dios y su palabra son sólo el tema de la conversación: Dios no es el que habla, ni su palabra marca la pauta y la ruta del diálogo y de la acción humana.
Cuando se corrige el esquema de autoridad, en el mismo capítulo 3, la relación de Dios con el ser humano y de éste con la naturaleza ya no es de armonía y vida plena. El pecado ha minado la vida total de nuestro planeta. Y, a partir de aquí, la misión entra en una nueva dimensión que será siempre vista, juzgada y cambiada a partir del proyecto divino de los dos primeros capítulos del Génesis.
Los siguientes capítulos de Génesis (1–11) mostrarán las áreas de alienación y pecado en las que se desarrolló y se desarrolla una vida humana ajena a Dios y alejada de sus designios: fratricidios (4:1–16), venganzas (4:23), maldad (6:5), orgullo y desobediencia (11:1–9). Se trata de situaciones a las que la misión de Dios convocará a su pueblo para que juntos vuelvan a hacer de esta tierra un cosmos, un mundo de Dios y para Dios.
Por ello es importante retomar los principios teológicos de Génesis 1–2. Porque esos pasajes no sólo hablan de la misión en el contexto de la soberanía de Dios y del nombramiento del ser humano como su lugarteniente, sino que además señalan elementos clave de la misión que se tocarán tanto en este como en los otros capítulos del presente libro.
Génesis 1:26–27 dice que el ser humano (adam) fue creado a imagen y semejanza de Dios, y que como tal fue creado en una realidad plural y comunitaria. El ser humano, el que refleja de verdad la imagen de Dios, no sólo ejerce su autoridad, sino que es una comunidad y no un individuo. Así como Dios es por siempre una realidad comunitaria, su imagen también lo es. La misión no puede ignorar este hecho. Porque esa comunidad humana es, en primer lugar, una pareja (varón y mujer) y, en segundo lugar, una familia (Gn. 5:1–3).
La misión, desde este ángulo, afirma la igualdad del varón y de la mujer en todo lo que concierne a responsabilidades y privilegios. Génesis 1:28–30 y 2:18–25 son claros al indicar que la tarea humana no restringe ni libera a nadie de las responsabilidades que se mencionan como tareas del ser humano. Como bien dice Padilla en su artículo «La relación hombre-mujer en la Biblia»:

    … nada en el texto sugiere que la mujer sería «ayuda idónea» del hombre exclusivamente en la reproducción. Si ese fuera el caso, Génesis 2 entraría en contradicción con Génesis 1, donde, como hemos visto, el hombre y la mujer, como Imago Dei, reciben de Dios una común vocación que incluye la procreación y la mayordomía de la creación.

La misión, a partir de la enseñanza de estos dos capítulos, coloca a la familia y el hogar como la base indiscutible de la sociedad. Por ello, cuando Deuteronomio 6:4–9 habla del locus de la educación para la vida, coloca la enseñanza más central de la fe bíblica en el seno del hogar. La misión de educar al ser humano como imagen de Dios se realiza desde el hogar y hacia el hogar. Si en algo ha fracasado la misión global de la iglesia es en esto. La tarea evangelizadora ha caído presa del individualismo de la cultura occidental. De acuerdo con el testimonio global de la Biblia, el sujeto y objeto de la misión, como entidad humana, no es el individuo sino la familia. Esto lo trataremos más ampliamente en este mismo capítulo.
Finalmente, la misión, de acuerdo con Génesis 1–2, se realiza con la comprensión de que el señorío que Dios otorga al ser humano no da pie para que el varón señoree sobre la mujer, ni la mujer sobre el varón, ni para que una raza o etnia señoree sobre otra. En ningún momento Génesis 1–2 habla de una autoridad ejercida por un ser humano sobre otro. Tratar de dominar a otro ser humano es usurpar el lugar de Dios. La misión, por tanto, no deberá promover ningún tipo de supremacía de sexo, raza o etnia. La enseñanza de Gálatas 3:27–28 y la constante afirmación de la preocupación divina por los marginados, oprimidos y vulnerables no deja lugar a dudas.


«… Yavé, nuestro Dios, Yavé es uno/único»


La tradición bíblica y la tradición judía de ayer y de hoy coinciden en afirmar que el corazón de la fe bíblica es el shemá: «Oye, Israel, Yavé nuestro Dios, Yavé es uno. Y amarás a Yavé tu Dios con toda tu capacidad cognoscitiva y volitiva, con todo lo que eres y con todo lo que tienes» (Dt. 6:4–5). Este es el primer principio teológico, y el más importante, que otorga singularidad a la fe bíblica y al pueblo de Dios. Es, por tanto, nuestro punto de partida para una reflexión sobre la responsabilidad misionera del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento.
Las diferentes tradiciones que conforman el Pentateuco reiteran una y otra vez que Israel nace y se desarrolla para demostrar y reafirmar que la vida auténticamente humana sólo es posible si se tiene a Yavé por único Dios y Señor de la vida. Los dos temas teológicos centrales del Antiguo Testamento—el éxodo y la alianza—son categóricos al respecto. No se puede formar una verdadera familia, tribu o nación si no se vive bajo la acción, el cuidado y la dirección de Yavé.

Exodo 3:1–15 y 6:2–8 afirma que el ontos de Israel sólo es posible si queda investido, arropado del ontos divino. Veámoslo más detenidamente en ambos pasajes:
1) Exodo 3:9–15 es parte del diálogo iniciado entre Yavé y Moisés, que culmina con la revelación del glorioso nombre: Yavé (v. 15). Es una estructura que avanza hacia un clímax.

      v. 11      Moisés es sujeto: «¿Quién soy yo?»
      v. 12      Yavé es sujeto: «Yo estaré contigo … Yo te he enviado.»
      v. 14      Yavé es sujeto: «Yo soy el que soy». «“Yo soy” me ha enviado.»
      v. 15      Yavé es sujeto: «YHVH, el Dios de tus padres.»

Moisés sólo podrá hacer suya la misión de Dios—sacar al pueblo de la esclavitud egipcia (Ex. 3:7–9)—si en lugar de enfrentarse con su humano y débil yo al Faraón, lo hace con el maravilloso y poderoso YO de Dios (Ex. 3:11–15). Antes de esto, Éxodo 3:1–9 dice que Moisés ha tenido que dejar de ver con sus ojos humanos su vida y misión para ver, desde la perspectiva divina, lo que Dios realmente ve: la opresión del pueblo (vv. 7 y 9).
2) Exodo 6:2–8 presenta la revelación del nombre de Dios en una estructura concéntrica. La fórmula Yo soy Yavé, repetida cuatro veces, rodea el centro de la estructura: la liberación del éxodo definida como «grandes actos de justicia» (Ex. 6:6).

    a) Yo soy Yavé (v. 2)
     b) Abraham, Isaac y Jacob (v.3)
     c) [Voy a] darles la tierra de Canaán (v.4)
       d) Yo soy Yavé … Yo los libertaré (v.6)
        e) Los libraré de su esclavitud (v.6)
         f) Los salvaré … con grandes actos de justicia
        e) Yo los haré mi pueblo, y seré su Dios (v.7)
       d) Yo soy Yavé … los libertaré (v.7)
     c) Yo los introduciré en la tierra (v.8)
     b) Abraham, Isaac y Jacob (v.8)
    a) Yo soy Yavé.

Ambos pasajes, en su unidad de forma y contenido, afirman la relación intrínseca entre la presencia de Dios con su grandioso Yo soy, presente para siempre en su nombre YHVH, y las acciones divinas de justicia para liberar al pueblo oprimido en Egipto. La misión, desde la perspectiva del éxodo, es tener del lado del pueblo misionero a Yo soy y considerar como principal objetivo de misión la liberación de los marginados, oprimidos y vulnerables.
Con el éxodo no sólo nace Israel, sino que se inician y desencadenan todas las posibilidades para que individuos y naciones reconozcan que la manera humana de vivir, de acuerdo con el proyecto divino, no es ni puede ser la esclavitud o servidumbre. Con el éxodo de Israel todos los seres humanos, y con ellos los animales y las plantas, tienen la esperanza de vivir plenamente libres.
En realidad, la constante vigencia que el éxodo tiene en la historia del pueblo de Dios y de su misión, tal como aparece en el Antiguo Testamento, debe encontrarse sobre todo en la conjugación de Yavé como único Dios de su pueblo y la presencia de la justicia.
El éxodo es la primera gran afirmación misionológica del carácter único y singular de Yavé, ya que identifica a Yavé como el Dios universal y excluye toda posibilidad de reducirlo a un simple dios circunscrito a una etnia o raza. Además, el éxodo afirma que la universalidad de Yavé se relaciona directamente con el hecho de que Yavé es el Dios de justicia y por ello, el Dios de los pobres. A Yavé no le interesa liberar a Israel porque es la nación judía; lo libera porque es una nación esclavizada bajo la opresión egipcia. Es lo que lo hace un Dios único y universal.
La misión del pueblo de Dios, de la iglesia, tiene que ser desde su raíz una fuerza iconoclasta y liberadora. El futuro y el destino de cada ser humano tienen que ser arrebatados de la mano de los dioses falsos y de todo poder esclavizante. La verdadera misión del verdadero pueblo es colocar en las manos de Dios a cada individuo y nación para que puedan vivir seguros en este mundo. Así lo dice Deuteronomio 32:
La roca de Israel es Yavé, su único punto de referencia para vida y para muerte (Dt. 32:39):

    Él es la Roca, su obra está completa (perfecta),
    porque todos sus caminos son justicia.
    Dios de lealtad y libre de injusticia,
    justo y recto es él (Dt. 32:4).

La salvación de Israel es considerada aquí como un acto de justicia. El contexto histórico no podía permitir definir la salvación de otra manera. Yavé libró, guió por el desierto y entregó la tierra abundante a un grupo de esclavos (Dt. 32:10–14); a un pueblo sin poder ni riqueza como para alcanzar la autosuficiencia y despertar el orgullo o el interés de otros pueblos y dioses.
En este marco grandioso, en el que Yavé aparece sin rival que pueda imitarlo, el himno de Deuteronomio 32 agrega otros vocablos que acentúan más la singularidad divina: Yavé es el único creador del pueblo de la alianza (vv. 6, 15, 18); el Dios «Altísimo» (v. 8); el protector, guía y sustentador (vv. 10–14); la «roca» de Israel (vv. 18, 30–31); un Dios de «amor» y pronto al «arrepentimiento» (v. 36); el Dios que vive y da la vida—«Yo soy«, «yo hago vivir», «Vivo yo para siempre»—(vv. 39–40).
Como paradigma misionero, el pueblo aparece aquí como antimodelo. Deuteronomio 32 habla de Israel como gente «malvada» y «perversa»; han ofendido a Dios y son «indignos de ser sus hijos» (v. 5, VP). Describe a Israel como una nación necia y falta de sabiduría (vv. 6, 28–29), y como un pueblo que «rechazó» y «despreció» a Yavé, «su Roca», y lo cambió por otros dioses, provocando sus celos y su ira (vv. 15–18, 20–21). Israel aparece como una nación que valoró su existencia e importancia no a partir de lo que hizo Yavé por ella, sino a partir de lo que poseyó, producto de la dádiva divina:

    Comió Jacob hasta saciarse,
    engordó mi cariño, y tiró coces
    —estabas gordo y cebado y corpulento—
    y rechazó a Dios, su creador;
    deshonró [despreció] a su Roca salvadora.

    Le dieron celos con dioses extraños,
    lo irritaron con sus abominaciones,
    ofrecieron víctimas a demonios que ro son dios,
    a dioses desconocidos,
    nuevos, importados de cerca
    que no veneraban vuestros padres (32:15–17, NBE).

La posesión de bienes materiales fue la causa principal del desplazamiento de Yavé, de la consecuente actitud de autosuficiencia y de la caída en los lazos de otro dios. Aquí es donde se unen infidelidad e injusticia. Mientras que a Yavé lo mueve el desposeimiento y la pobreza, a Israel y a los otros dioses los mueven la posesión y la abundancia. Yavé hace objeto de su amor al que no tiene; Israel y los otros dioses, a los que tienen. Pero a la hora del desamparo y de la pérdida de los bienes de Israel (en el exilio), los otros dioses lo abandonan:

    ¿Dónde están sus dioses,
    la roca en que buscaban su refugio,
    que comían la grasa de sus sacrificios
    y bebían el vino de sus libaciones?
    ¡Levántense y os salven,
    sean ellos vuestro amparo! (32:37–38 BJ).

En el cuadro final de Deuteronomio 32 Yavé aparece de nuevo como soberano e incomparable, pero ahora como Dios castigador, violento y destructor. Sin embargo, su última palabra es de perdón y restauración:

    ¡Alégrense, naciones, con el pueblo de Dios!
    ¡El vengará la muerte de sus siervos,
    tomará venganza de sus enemigos
    y perdonará a su país y a su pueblo (v. 43, VP).

Lo que hemos visto nos indica que el éxodo no se detiene en la experiencia del ayer como evento empírico, con su límite y su condicionamiento histórico. Es evento con un «superávit» de significado y con capacidad generadora de nuevos eventos liberadores. Por ello el Antiguo y el Nuevo Testamento hablan de nuevos éxodos. Y ese dinamismo inagotable se debe a que Yavé decidió hacer del éxodo la experiencia y el concepto más querido desde el cual se definirían el ontos y el ethos tanto de Dios como de su pueblo.
Y así surge la necesidad de la alianza. Con la alianza se asegura que los logros y principios del éxodo se mantendrán para siempre: ella es en realidad el éxodo ad perpetuam. Convierte al evento liberador en promesa divina y compromiso humano. Es una verdadera fuerza misionera, pues convierte en agentes de justicia y misericordia a quienes antes han sido beneficiarios de la liberación. Con la fuerza del éxodo éstos buscarán en la alianza que otros, en circunstancias de esclavitud y pobreza, encuentren la concretización de las promesas divinas de liberación.
La alianza, con miras a perpetuar el modelo de vida logrado a través de la experiencia del éxodo, toma muy en serio los dos elementos primordiales para la liberación completa: un solo Dios y la práctica de la justicia. Por ello, en primer lugar, la alianza busca liberar al pueblo de su propensión de seguir a otros dioses y poderíos idolátricos. En segundo lugar, busca liberar al pueblo de toda tentación de autosuficiencia y caprichos egoístas. Así la alianza pasa a ser un poder subversivo, pues su origen y dependencia del poder de Yavé, Señor berítico, la convierte en generadora de cambios necesarios para destruir toda estructura injusta que intente perpetuar una sociedad desigual, con opresores y oprimidos.
Con el establecimiento de la alianza se hace efectiva la condena divina contra los otros dioses (Sal. 82). Yavé no hace causa común con los otros dioses; su compromiso será por siempre con seres humanos, con su pueblo. Y porque Yavé no pacta con los dioses, insiste en que su pueblo no tenga nada que ver con aquéllos. Con la alianza, el compromiso de justicia está en nuestras manos; esa es nuestra misión esencial. Ya no es la misión de los dioses, a quienes Yavé se la ha arrebatado de la mano. Somos nosotros, investidos con el Yo soy divino, los verdaderos responsables de hacer realidad la misión divina en la tierra (Mt. 25:31–40).
Dos momentos narrados en los libros de los Reyes ilustran acciones misioneras que se convierten en paradigmas o antiparadigmas:

Un éxodo que se convierte en esclavitud; un «Moisés» que termina siendo un «Aarón» (1 R. 12:25–33)
Jeroboam I (ca. 922–901 a.C.), un nuevo «Moisés,» libera a su pueblo de la opresión «salomónica» (1 R. 12:1–24). El evento se completa con una acción que le da a esa experiencia liberadora su fundamento teológico. Así, Israel (tribus del norte) no sólo es físicamente liberado, sino que también experimenta una liberación religiosa. Jeroboam I establece un lugar para la adoración,11 un símbolo de la presencia de Yavé, el becerro de oro, y a esto le añade una justificación teológica: «Basta ya de subir a Jerusalén. Este es tu dios, Israel, el que te hizo subir de la tierra de Egipto» (12:28, BJ).
En 1 Reyes 12:25–28 no se notan matices negativos: no hay rastros de idolatría en él, pero tampoco hay señal de la presencia de la alianza. Y esto último es lo que quizá explique por qué, años más tarde, Oseas (Ho 13:1–3) y el deuteronomista (1 R. 12:30–33; et al.) encontraron a un pueblo alejado del proyecto y la misión de Dios; un pueblo que había experimentado el éxodo, pero que no vivía en el marco protector de la alianza.
Al final, de acuerdo con la evaluación profética, Jeroboam I, en lugar de ser un nuevo Moisés, se convirtió en un nuevo Aarón. Ya no fue un líder del éxodo, sino un quebrantador de la alianza. Y fue exactamente este mal ejemplo el que siguió Israel hasta su caída en 722 a. C. La repetición del estribillo «por los pecados que Jeroboam cometió e hizo cometer a Israel y con los que provocó la irritación de Yahvéh, Dios de Israel» (1 R. 15:30; 16:19; et al., BJ) en la historia deuteronómica de los reyes señala que para el Israel del norte el paradigma que lo llevó a la ruina fue el éxodo sin alianza de Jeroboam I, y no el éxodo de Egipto, acompañado del Horeb.

Un éxodo que lleva al Horeb, que enfrenta a «faraones» y libera a los «pobres» (1 R. 17–19, 21)
El intento liberador de la opresión salomónica (siglo 10 a.C.) bien pronto desembocó en una nueva opresión; la cananea. El «Moisés» de aquel éxodo, Jeroboam I (1 R. 12), en su afán por liberar a Israel en forma total de la sombra del reino del sur, proveyó al pueblo de un símbolo que pronto permitió la transferencia de dioses: Yavé y su símbolo-pedestal, el becerro, fue cambiado por Baal y su símbolo, el becerro. Con el paso de los años, el símbolo que sirvió para dar razón de ser al éxodo de la opresión salomónica se convirtió en obstáculo para reconocer a Yavé como único Dios de Israel.
Los becerros de Éxodo 32, 1 Reyes 12 y Oseas 13:1–3 recuerdan al pueblo tan terrible confusión. ¡Los becerros ya no son pedestales o símbolos de la presencia de Yavé! ¡Ahora son ídolos representantes del señor de la vida cananea! Aquel éxodo de la opresión salomónica se convirtió en paradigma para asegurar un nuevo tipo de opresión. «Estos son tus elohim, los que te hicieron subir de la tierra de Egipto» o «Este es tu elohim, el que te hizo subir de la tierra de Egipto» (1 R. 12:28) dejó de ser una afirmación de fe israelita en Yavé; se convirtió en credo de fe en Baal. El pueblo había sucumbido ante una nueva estructura opresora en la que idolatría e injusticia se daban la mano.
La lectura de estos capítulos nos acerca al marco ideológico de Deuteronomio con su enseñanza sobre la fidelidad absoluta y la justicia social. 1 Reyes 17–19 y 21, en el contexto de la lucha encarnizada contra la religión de Baal, nos ofrece una declaración afirmativa de la singularidad de Yavé, «¡Yahvéh es Dios, Yahvéh es Dios!» (1 R 18:39; cf. 18:21, 24, 37, BJ), y de su amor por la justicia.
Estos capítulos, en su conjunto, nos hablan de la pugna entre la fe yavista y la religión de Baal, y el enfrentamiento del profeta de Yavé, Elías, con la monarquía idolátrica e injusta de Acab y Jezabel. EJ cuadro en su conjunto es claro: Yavé es incomparable y no admite rival alguno, sea éste Baal o sean éstos seres humanos sedientos de poder e injusticia.
Los capítulos 17–19, en una prosa magistral, narran cómo Yavé maneja los eventos y la naturaleza a expensas de Baal, a quien sus seguidores adjudicaban control y dominio sobre la lluvia, la agricultura, el fuego y la vida. Paso a paso, con la participación directa del profeta de Yavé, se va rompiendo toda posible interposición entre Yavé y Baal. En cada nuevo milagro, en cada confrontación del profeta con los seguidores de Baal, es Yavé quien triunfa y quien realiza las hazañas. Esta confrontación halla su punto culminante en el monte Horeb. Allí Elías, como un nuevo Moisés, recibe una nueva revelación de Yavé. Cada uno de los elementos que habían aparecido en el Sinaí con Moisés y que, de alguna manera, caracterizaban a Baal (el huracán, el temblor de la montaña, el fuego [cf. Ex. 19:16–25 y 1 R. 19:9–11]), va haciéndose a un lado. Yavé no estaba en ellos.
Lo que llama la atención en esta pugna entre Yavé y Baal es la preocupación concreta de Dios por los pobres y débiles. Yavé quita la lluvia, y con ella el aceite y el trigo, pero provee de alimento a su profeta y a la viuda y su hijo (1 R. 17:13–16). Yavé es el Dios que da y quita la vida: cuando muere el hijo de la viuda, Yavé da vida al muchacho por intermedio de Elías (1 R. 17:17–24).
Ni Baal ni sus adoradores Acab y Jezabel pueden ser fuente de vida y tampoco lo son de la justicia.
1 Reyes 21 presenta la otra cara de la moneda. Por su secuencia en relación con los capítulos 17–19, se puede afirmar que la presencia de la infidelidad en la pareja gobernante ha abierto la puerta a la injusticia. Aquí se señala, por la vía negativa, que la lealtad absoluta a Yavé va de la mano con la práctica de la justicia social. Se subraya que quienes cuestionan la singularidad de Yavé y dividen su lealtad están inclinados a dejarse llevar por la injusticia.20
El capítulo 21 no sólo muestra el pecado de la injusticia en las personas de Acab y Jezabel: también deja ver a Yavé como Dios de justicia. Es Yavé mismo quien ordena a Elías llevar el mensaje de condena a la pareja malvada (vv. 17–24).
Si quisiéramos contrastar la vida y obra de los protagonistas de 1 Reyes 17–19, 21, descubriríamos que mientras Jezabel siembra la muerte en Israel (1 R. 18:4), Elías es instrumento de vida en Fenicia, de donde viene la reina mala. Elías, cuyo nombre significa «Yavé es Dios», es el misionero que en nombre de Dios no sólo pone en alto ese nombre, sino que hace realidad el éxodo en medio de la maldad y la idolatría. Su fe firme y su valentía y coraje terminaron convenciendo al pueblo de la soberanía de Yahvé: «¡Yahvé es Dios! ¡Yahvé es Dios!» (1 R. 18:39, BJ). Jezabel, misionera de Baal, sólo puede producir muerte y apostasía, Su nombre marca su misión.


Un pueblo peregrino


El éxodo y la alianza—acompañados de las dos demandas centrales de la fe bíblica: fidelidad absoluta y justicia social—caracterizan a Israel como un pueblo peregrino. El éxodo se presenta como salida y peregrinación por el desierto. La alianza se consuma en las laderas del monte Sinaí, en medio de la peregrinación y fuera de la tierra prometida. La vocación misionera del pueblo de Dios sólo se cumple en la marcha y fuera de las paredes protectoras de la ciudad.
Génesis 11:1–9, que cierra la primera gran sección del libro, termina con una afirmación contundente que leída por sí sola, en el contexto limitado del pasaje, aparece con una connotación negativa, como señal de castigo: «y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra» (RV).
Sin embargo, cuando colocamos esta afirmación en el contexto amplio de Génesis 1–11, al elemento negativo del castigo se agrega el elemento misionero que responde (muy a pesar de los hombres y las mujeres) al proyecto divino con el que se abre el Génesis:

    Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla … (Gn. 1:27–28, RV).

Esta idea se repite de nuevo en Génesis 10:18 y 32:

    Estas son las familias de los hijos de Noé por sus descendencias, en sus naciones; y de éstos se esparcieron las naciones en la tierra después del diluvio (RV).

Génesis 11:1–9, que viene inmediatamente después, aparece como un intento humano, como un obstáculo, para frenar o acabar con el proyecto misionológico de Dios. «¡No, no queremos esparcirnos, queremos quedarnos acá!» Y el pasaje termina con ese tira y afloje entre la voluntad humana y el deseo divino. Es importante señalar que muy cerca de esta idea de «esparcir» con la que termina Génesis 11:1–9 aparece la orden de Yavé a Abraham y su familia:

    Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré y engrandeceré tu nombre, y serás bendición … y serán benditas en ti todas las familias de la tierra (Gn. 12:1–3, RV).

En esa tensión entre seguir el proyecto de Dios y resistirse a él, Babilonia se encuentra en el medio. Es la gran urbe la que tienta al pueblo de Dios a desoír su misión y seguir los «placeres» y «seguridades» de la gran ciudad.
Génesis 11:1–9 tiene dos secciones importantes, encerradas en un marco en tensión:

      v. 1      Un mismo lenguaje
      vv. 2–4      La gente actúa-habla-actúa
            —decisión y ejecución—quieren subir
      vv. 5–8      Dios actúa-habla-actúa
            —decisión y ejecución—desciende
      v. 9      Confusión de lenguajes
Aparece la tensión entre ser uno, tener un solo lenguaje, hacerse un nombre y dividirse. Se da también una tensión entre los planes y las acciones humanas, y los planes y las acciones divinas. De igual modo, la tensión aparece en el marco de quedarse en un solo lugar o esparcirse.
La tensión entre el quedarse y el moverse se resuelve de inmediato en la obediencia de Abraham al mandato de salir.
En Génesis 11:1–9, Babilonia aparece como punto de llegada y como punto de partida en el esparcirse.
Si Babilonia y el Edén pueden ubicarse, más o menos, en la misma área geográfica, podríamos decir que ese lugar, Edén o Babilonia, ejerció para el ser humano una fuerza de atracción hacia allá para regresar, para resguardarse del ser esparcidos. Y Dios saca al ser humano tanto del Edén como de Babel, y lo manda a peregrinar, a poblar la tierra.
Es interesante que cuando Judá se vio frente al castigo divino porque los judíos quisieron hacerse de un nombre—¡Jerusalén! ¡David! ¡El templo! (Jer. 7:1–15)—cuando Jerusalén era la capital de la violencia, el robo, la opresión, la prostitución y el adulterio (Ez. y Jer.), Dios llevó al pueblo al exilio, a Babilonia. Babilonia es el lugar de convocación para ir y quedarse, como querían los hombres y las mujeres, o para esparcirse, como mandaba Dios. El problema no es Babilonia en sí, sino lo que se quiere hacer de ella. Babilonia, con su fascinación de seguridad, protección, poder y fama, se convierte en el foco de tensión entre la voluntad humana y la voluntad divina: el hombre que quiere mantener la unidad, y Dios que clama por la diversidad. El hombre que busca un centro, y Dios que llama a la dispersión.
El proyecto del hombre, que choca con el de Dios, es el de convertir a la ciudad en protección, en asilo, en homogeneidad, en fama, en algo para sí. Es interesante que cuando Isaías se enfrenta a la realidad de Babilonia, la pugna se da entre Yavé y el sistema político religioso del imperio. Isaías sabía que, a la larga, la lucha era contra aquellos que gobernaban y en cuyas manos estaban al poder político y el poder religioso. Ambas fuerzas eran para dominar al pueblo. Para Isaías los miles de dioses de Babilonia eran trozos de madera y metal (Is. 44:9–20) manipulados por los hombres (Is. 46:1ss.).
Cuando Génesis 11:1–9 pinta el cuadro de una humanidad enfrentada con el proyecto redentor de Dios, se refiere a esa Babilonia que ha sido convertida en el «rincón» desde donde los poderosos crean una homogeneidad (emparchando diversidades) para manipular, oprimir y deshumanizar. Según Génesis 11:1–9, el temor del hombre a la dispersión, su búsqueda de «protegerse» en la ciudad, no es otra cosa que una huida de las «amenazas» que le impone el proyecto de Dios. Es en realidad una actitud egocéntrica.
La acción de Dios es una acción liberadora que busca redimir al ser humano de una «mentalidad de fortaleza», del querer sobrevivir por sus propios recursos. Dios viene a liberar al hombre de esa unidad humana que, sin la voluntad divina, se convierte en ordenadora de una conformación opresora.
Génesis 11:1–9 nos habla de un éxodo al revés. El pueblo necesita salir al exilio para aprender los caminos de Dios, someterse a su voluntad y ser actor de la misión divina.
Cuando el pueblo de Dios no sale a ser bendición de las naciones por iniciativa propia, Dios lo hace peregrinar a la fuerza, al estilo de Génesis 11:1–9. Así lo constatan también las historias (en realidad midrashes) paradigmáticas de Rut y Jonás.


«… De los tales es el reino de Dios»


Deuteronomio hace fruncir más de una ceja cuando afirma: «Porque Jehová vuestro Dios es Dios de dioses y Señor de señores, Dios grande, poderoso y temible … que hace justicia al huérfano y a la viuda; que ama también al extranjero dándole pan y vestido. Amaréis, pues, al extranjero; porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto» (Dt. 10:17–19, RV).
Pobres, mujeres, niños, inmigrantes, todos ellos aparecen en la literatura bíblica como representantes de los vulnerables y débiles hacia quienes Yavé muestra aprecio y concede privilegios especiales.
En la afirmación misionológica de la Biblia, el reino de Dios se abre de par en par para dejar entrar a quienes, por ser lo que son, pertenecen a ese reino (Lc. 6:20; Mc. 10:14). Ellos son sujetos y objetos de la misión divina. Son, en realidad, el paradigma de la misión divina. Y como tal, no dejan de sorprender a tantos que no conocen el corazón de Dios, que no entienden hacia dónde se mueve al amor divino.
En esta perspectiva misionera, Dios elige a aquellos a quienes la sociedad margina y denigra, a aquellos a quienes la mayoría considera indignos; los elige para ser canales de su revelación e instrumentos para dar salvación y vida a otros.
El primer paradigma es una burra, la burra de Balaam. Parece que sólo servía para llevar carga y recibir palos, pero un buen día tuvo ojos y boca para salvar de la muerte al profeta Balaam (Nm. 22:23–33). Ese hombre que, como profeta, tenía la capacidad de conocer y leer la mente de la divinidad, en esta circunstancia no tiene ojos ni siquiera para salvar su propia vida. Y ante el peligro de muerte, Dios hace a una burra profeta para ver el peligro y salvar a su amo: «¿Por qué le pegaste tres veces a tu asna? Yo soy quien ha venido a cerrarte el paso, porque tu viaje me disgusta. El asna me vio, y me esquivó las tres veces. Si no me hubiera esquivado, ya te habría yo matado, aunque a ella la habría dejado con vida» (Nm. 22:33).
Así pues, Dios invita a la burra a entrar al juego del reino. Le salva la vida a su amo, y nos da una gran lección. Es la lección de un quehacer teológico de «abajo-hacia-arriba». A través de ella aprendemos que a menudo Dios nos sorprende proclamando su voluntad y sus planes a través de canales que normalmente consideramos como indignos de su santidad y de su gloria. En el juego de Dios, los burros hablan para advertirnos del peligro y para proteger nuestra vida. Se convierten en mensaje vivo de un mesianismo glorioso que nuestro mundo, sediento de poder y violencia, rechaza; sobre uno de ellos entra Jesús el Mesías. Por ello, no es extraño que en un libro bíblico para niños pequeños, el burro se pinte así:

    Si alguien para ofenderte se atreve a llamarte burro,
    respóndele suavemente que ese no es un insulto.
    Este animal vigoroso, que carga bultos pesados,
    en muchos relatos bíblicos, lugar de honor ha ocupado.

¿No sucede con Rahab lo mismo que con la burra? ¿Rahab? ¿La que aparece en la genealogía de Jesús? (Mt. 1:5) ¡No puede ser! ¿Una prostituta como miembro del pueblo de la alianza, del reino de Dios, en la genealogía de Jesús? En efecto, Josué 2 y 6:17–25 narran la historia de una mujer moralmente despreciable y socialmente marginada que con su valentía y fe asegura para sí su salvación y la de su familia; y se convierte en heroína de la fe y testimonio eterno de salvación (Mt. 1:5; Heb. 11:31; Stg. 2:25).
Varios elementos son dignos de considerar en este relato. En primer lugar, es sorprendente reconocer que la sección de relatos en el libro de Josué (caps. 2–12) empiece con la historia de Rahab. En el capítulo 2 comienza la historia de la conquista, y con ella se marca la pauta teológica y redaccional del libro. De esta manera se afirma que Rahab—¡atención! mujer, extranjera y al margen de la sociedad y la ley (es sin duda la samaritana del NT)—es el prototipo del verdadero miembro del pueblo berítico de Yavé. La ubicación del relato acerca de Rahab indica que todo lo que se diga acerca de ser miembros del pueblo de Dios tiene que mirarse a través de la figura de esta mujer.
En segundo lugar, el relato sobre Rahab dice mucho acerca de la teología del libro de Josué, acerca de los postulados teológicos de la historia deuteronómica, acerca de la visión de la conquista de una tierra pagana—desde el punto de vista bíblico—yacerca de la misión de Israel a las naciones. Discurramos al respecto a partir de las siguientes preguntas: ¿Quién es el enemigo aquí? ¿Quiénes están del lado de Dios y se constituyen en los protagonistas de la parte final del éxodo? ¿Quiénes forman el locus de la misión de Dios?
Ya se ha indicado anteriormente que los integrantes del verdadero pueblo de Dios no deben definirse a partir de premisas raciales, étnicas o consanguíneas. Por lo tanto, el «choque» entre Israel y Canaán no es el enfrentamiento de dos etnías, sino de un grupo de esclavos liberados de Egipto—un conjunto de gente marginada social y económicamente—contra los terratenientes y poderosos de la ciudades-estado de Canaán. Los estudios de Mendenhall, Gottwald26, Brueggemann y otros nos ayudan a entender que, cuando la Biblia habla de los cananeos, se refiere a «aquellos que están comprometidos con prácticas sociales consideradas hostiles por la visión berítica de Israel … Los cananeos conforman la “elite urbana” que controla la economía y que goza de un poderoso privilegio político, en detrimento de los “campesinos” productores de los alimentos, quienes se definen a sí mismos como “israelitas”». Personalmente, he llegado a la conclusión de que los «gigantes» a los que se refiere Deuteronomio en los tres primeros capítulos no deben considerarse como tales en un sentido literal, sino desde la perspectiva ética y social: son los «monstruos» que quieren destruir al pueblo de Dios.
Rahab, la prostituta, representa al grupo de marginados que «alimentaban y sostenían» a los ricos y poderosos que vivían protegidos por las grandes murallas de las ciudades-estado. Dice Gottwald:

    … las prostitutas conformaban uno de los varios grupos marginados por su ocupación cuyos servicios eran altamente apreciados pero que, por el carácter degradante de su trabajo y los tabúes, códigos y convenios sociales, llevaban sobre sí un estigma de «chivo expiatorio», y por ello trabajaban en condiciones de pobreza y marginación. Entre los grupos de marginados en las ciudades antiguas tenemos … los esclavos, los talabarteros, los carniceros, los barberos, las comadronas, las prostitutas, los «bufones», los leprosos …»

No sería nada exagerado concluir que Rahab se vio obligada a practicar la prostitución para proveer alimento y abrigo a su familia, tal como ocurre en varios países de nuestra América Latina.
En tercer lugar, si hacemos la pregunta misionológica, podremos responder que la inclusión de «los de afuera» en el seno del pueblo berítico—es decir, la obra propiamente evangelizadora y misionera—tiene que ver en primerísimo lugar con los «privilegiados» de Dios. La primera preocupación misionera de Israel son los que, como Israel mismo, han compartido las mismas experiencias de esclavitud, marginación, vulnerabilidad y pobreza. Rahab y su familia encuentran abiertas de par en par las puertas del reino porque su situación de desamparo les hacen confiar plenamente en Yavé, el Dios de los pobres y de los niños.
La acción y la declaración de Rahab no responden solamente al hecho de que pertenecía a un grupo adverso a los poderosos de Jericó. El texto claramente señala que reconoció a Yavé como su Dios (Jos. 2:11–13). Su confianza en Yavé—nacida de su situación de vulnerabilidad—la salvó de la muerte. Es interesante considerar, en relación con esto, la estructura concéntrica de Josué 2:9–11. En los círculos externos aparecen dos confesiones de Rahab (v. 9; «Sé que Jehová os ha dado esta tierra»; v. 11: «Jehová … es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra», RV). En los círculos intermedios se habla del desmayo de los moradores de la ciudad. En el círculo central aparece la declaración del éxodo: «Jehová hizo secar las aguas del Mar Rojo … cuando salisteis de Egipto» (v. 10). Así, se señala que las confesiones de fe de Rahab quedan unidas a la fe en el Dios del éxodo. La salvación de Rahab y de su familia es concebida como un nuevo éxodo. La acción contra Jericó es calificada como una acción de éxodo, a la manera de la liberación de Israel de Egipto.
A fuerza de fe en Yavé, Rahab—como la samaritana de Juan 4 y la sirofenicia de Mateo 15—se ganó su lugar en el pueblo berítico y mostró el radicalismo de la misión de Dios en favor de los desposeídos y marginados. Llega a ser, para dolor de muchos, ancestro del Mesías y la única mujer en la lista de héroes de la fe de Hebreos 11:31 y Santiago 2:25.
Con Naamán, el comandante sirio de la historia de 2 Reyes 5, la salud y la salvación vienen por el camino de «hacerse niño». Como ocurrió con Zaqueo en Lucas 19, Dios abrió las puertas del reino a un hombre que aprendió la gran lección de hacerse niño. Veamos la historia:
El relato se divide en tres partes: (a) la curación de Naamán (vv. 1–14); (b) la conversión de Naamán (vv. 15–19); la mentira y la codicia de Giezi (vv. 20–27).
Como en los otros relatos, el arte narrativo del autor nos muestra un gran sentido del humor y una fina ironía: el varón grande, valeroso, general del ejército y valioso para su nación (vv. 1–2), padece de una enfermedad de la piel. El tremendo aparato real y la burocracia que se mueven para lograr su sanidad sobrepasan en mucho las proporciones de la enfermedad, una «lepra» benigna que no obliga al enfermo a aislarse de la sociedad. Sin embargo, para Naamán y todo su pueblo el asunto es de suma importancia, como lo demuestran los regalos para el profeta de Samaría: «treinta mil monedas de plata, seis mil monedas de oro y diez trajes nuevos de tela muy fina» (v. 5, BLS).
Esa enfermedad y la gran figura del enfermo causan revuelo en Israel y su corte real. En contraste, aparece una na’erah qetonah (una «niña pequeña», v.2). Ella no sirve al rey, sino a la esposa de Naamán. No llega con la pompa de Naamán y rodeada de dignidad y poder, sino como esclava de guerra. Pertenece a la nación conquistada y siempre ha permanecido en el anonimato. Pero esa niña es el instrumento divino para lograr la salvación de Naamán: «Si rogase mi señor al profeta que está en Samaria, él lo sanaría de su lepra» (v. 3). Ella, como na’ erah qetonah, es en el relato la que marca la meta de perfección a la que deberá llegar Naamán: na’ar qaton, «niño pequeño», «niñito».
La historia se desarrolla de tal manera que el protagonista principal, Naamán, se va convirtiendo paulatinamente de un adulto rodeado de pompa y poder (vv. 1–2), en un niño refunfuñón (vv. 11–12), y luego en un niño perfecto, totalmente curado (v. 14, donde aparece la frase na’ ar qaton, «niño pequeño», «bebito»), con la ingenuidad y el candor de un niño: «deja que me lleve una carreta llena de tierra de Israel … que me perdone [el Señor] si tengo que arrodillarme en el templo del dios Rimón …» (vv. 17–19, BLS).
El proceso es realmente aleccionador. El hombre que tiene el poder y la gloria llega a Israel y conmueve a la nación (vv. 7–8), y se presenta con toda su «maquinaria pesada» en la puerta del profeta (v. 9). Su misma actitud muestra lo consciente que es de su importancia: «Yo estaba seguro de que el profeta vendría a verme personalmente. Después iba a orar al Señor, su Dios. Y entonces tocaría mi piel enferma y sanaría» (v. l1, BLS). Pero el profeta no sale a recibirlo con «bombos y platillos». Es más, envía a su sirviente y ordena a Naamán «lavarse siete veces en el Jordán» (v. 10). Así empieza la dura lección de aprender a ser niño. El señor se vuelve siervo, el «mandamás» se convierte en el «mandado»: «ve y lávate siete veces en el río Jordán» (v. 10, VP). Naamán no cede tan fácilmente; su ego nacionalista le impide ver que Israel tiene algo mejor que Siria: «No, no obedeceré la orden del profeta,» Y cuando está a punto de perder la posibilidad de sanidad y nueva vida, de nuevo se levantan «los de abajo», sus «esclavos», para hacerlo entrar en razón (v. 13); y Naamán obedece. De niño enojado y refunfuñón, Naamán pasa finalmente a niño perfeto. Al obedecer la orden del profeta su piel y su carne quedan como la de un niño pequeño.
La conversión de Naamán, el hacerse niño, se marca con la presencia del verbo shub («volver»), dos veces en el relato: «su carne se volvió como la carne de un niño» (v. 14, RV); «Y volvió al varón de Dios …» (v. 15, RV). A partir de este momento, Naamán ya no es más el que da órdenes, sino el que obedece (vv. 15, 17, 18). Naamán se vuelve niño y actúa como tal. Después de haber rechazado al río de Israel, ahora pide tierra de Israel (v. 17) y se convierte en adorador del único Dios, Yavé (v. 17). Pero el «niño» no sólo pide tierra: también pide un favor que cabe y pertenece más bien a la lógica infantil: «Sólo una cosa le pido a Dios, el Señor: que me perdone si tengo que arrodillarme en el templo del dios Rimón. Porque cuando el rey de Siria va allí, entra apoyado en mi brazo y tengo que arrodillarme con él» (v. 18).
He aquí de nuevo la extraña lógica del reino de Dios: un extranjero, miembro de una nación adversa a Israel, recibe salud y vida del Dios de Israel y aprende la gran lección de hacerse niño, «porque de los tales es el reino de los cielos».
En todo el relato se respira un aire de festividad y juego; es en realidad una experiencia lúdica. Y es en este mundo y reino donde los niños son los líderes y guías. Son los misioneros auténticos de este proyecto divino. El mundo de los niños es el mundo del juego. Es el espacio donde tienen cabida la creatividad, la expectativa y la libertad. En su libro La teología como juego, el teólogo brasileño Rubem Alves nos ayuda a definir la perspectiva infantil del reino de Dios y a articularla teológicamente:

    … para ver y hablar [el teólogo] tiene que abandonar la compañía de los que aprendieron a ver y hablar según manda la educación y el buen sentido, viéndose forzado a procurar la compañía de los bufones, de los niños, siempre unidos por la risa y la irreverencia.

    El teólogo vive en compañía de los niños y de los bufones, pues ellos saben que el entretenimiento y la risa son cosa seria, que quiebran hechizos y exorcizan la realidad. Octavio Paz entendió muy bien esto: «Los verdaderos sabios no tienen otra misión que la de hacernos reír por medio de sus pensamientos y de hacernos pensar contándonos sus chistes». A lo que el teólogo agrega «Amén».

    Y es «que todas las cosas se hacen nuevas, las viejas desaparecen» (2 Co. 5:17); los ojos comienzan a ver lo que los otros no ven. Pero es necesario decir esto en voz baja. Quien ve cosas que otros no ven y no ve cosas que los otros ven, corre el riesgo de ser encerrado en un hospicio, tal como las personas normales (cuyos nombres se perdieron) hicieron con Nietszche y Van Gogh. Los mayores piensan que los niños y los bufones son personajes curiosos y divertidos dentro de su mundo, sólido y firme. Mal saben ellos que los niños y los bufones son peligrosos subversivos que anuncian nuevos mundos con su risa.

Pero, ¿en qué ayuda el niño al adulto en el quehacer teológico? Rubem Alves responde:

    ¿Qué es un niño?
    Parece que el mito de su inocencia y pureza murió hace mucho tiempo.
    Freud fue el sepulturero.
    Ejemplos de amor tampoco son. Su narcisismo es por demás evidente: sólo se ven a sí mismos. Si hay algo que les es característico es su capacidad de jugar.

    En el mundo del juego las estructuras no se transforman nunca en ley. Cada nuevo día se presenta como un espacio libre, que permite que todo comience de nuevo, como si nada hubiera pasado …

    El juego se convierte en una denuncia de la lógica del mundo adulto. Los niños se niegan a aceptar el veredicto del «principio de realidad». Separan un espacio y un tiempo y tratan de organizarlos según los principios de la omnipotencia del deseo. Y allá se mueve un grupo de niños, en medio del mundo adulto, como una protesta contra él … ¿Será algo semejante a esto lo que Jesús tenía en mente, al hablar de la necesidad de que nos volvamos niños? Los niños no se conforman con este mundo … No es posible que la seriedad y la crueldad adulta sea lo más importante que la vida puede ofrecernos … El mundo puede ser diferente. Y, en el juego, esta cosa nueva se ofrece como aperitivo.

Al tomar en serio el juego del niño, se toma en serio la tarea de ejecutar la misión más querida de Dios, pintada de modo sublime en la escena del reino mesiánico, en Isaías 11:6. Dios, el niño eterno, nos invita a jugar con él para beneficio del desvalido, del vulnerable. Es un juego en el que aquel que ha acumulado muchas «fichas» en los juegos «no divinos» deberá ir perdiéndolas para que los jugadores que carecen de «fichas» terminen poseyéndolas. Es el juego de la solidaridad y de la liberación. Es un juego que no gusta a los que tienen mucho y están «arriba», pero que celebran y aplauden los de «abajo».
En la demanda que plantea esta perspectiva misionera, la iglesia no sólo debe recobrar el espíritu festivo, sino cambiar su enfoque: Dios nos invita a celebrar fiestas en las que los que no tienen el poder, ni los privilegios, ni las riquezas, tengan la ocasión de criticar, desenmascarar y enjuiciar a los poderosos. Una fiesta semejante a la «fiesta de locos» de la Edad Media. En esa fiesta, un niño era el obispo y un pordiosero el rey. Con tales personajes, la «fiesta de locos» venía cargada de una dimensión radical implícita: era una verdadera crítica social.
Es en realidad la fiesta de la cruz; «Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios … nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios» (1 Co. 1:18, 23–24, RV).
En la fiesta de la cruz los celebrantes llegan desprovistos de posesiones, privilegios y poderíos. Es la fiesta de los niños y de los pobres; en ella se invita a Naamán, el hombre poderoso y grande, a dejarlo todo y hacerse niño para entrar en el juego de Dios.
En el juego y en la fiesta de Dios los papeles se cambian, los valores humanos se trastocan y quienes dirigen el juego o la danza son los que la sociedad siempre tiene abajo: los niños, las mujeres, los pobres, los discapacitados, los burros. En el juego de la era mesiánica, el líder y guía de una vida de paz y armonía es un niño. El es para los adultos, en palabras de Jesús, un paradigma de aquel a quien pertenece el reino de Dios (Mc. 10:14–15). ¡Qué difícil se le hace a una mente adulta, racional y seria imaginar el cuadro que pinta Isaías 11:6, o un reinado en el que todos vivan en armonía! Pero para Dios, para un niño, ese es el mundo en el que ya se vive.
Al pasar al contexto del juego, de la festividad y de la fantasía, los adultos tenemos que ceder el liderazgo a los niños y dejarnos enseñar por ellos. En la vida de la iglesia el espacio para el juego, para lo lúdico, no sólo debe ubicarse en el momento «social», sino que debe encontrar amplia cabida en la liturgia, en la teología y en la educación.


Serás bendición a todas las naciones


Uno de los postulados más frecuentes en la teología bíblica de la misión es el del universalismo de la fe israelita: una perspectiva que no se instala cómodamente en el testimonio bíblico, sino que lucha centímetro a centímetro por hacerse realidad en la historia de una nación que se resiste a abrirse al mundo y prefiere mantenerse cerrada en los lindes de su propia etnia.
En efecto, el testimonio bíblico final afirma que el propósito divino es que Dios «sea conocido en la tierra … y en todas las naciones tu salvación» (Sal 67:2, RV). Pero lo que llama de inmediato la atención es que ese universalismo de la misión y la fe bíblica, al menos en la sección del canon que aquí estudiamos (Pentateuco y Profetas anteriores), no halla su locus en todos los extranjeros, ni en todas las naciones, sino en quienes la Biblia misma define como vulnerables y desvalidos. Son los inmigrantes que han sido desarraigados de su pedazo de tierra por guerras y hambrunas, para quienes la vida sólo será segura si un pueblo como Israel los acoge en su seno, «porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto» (Dt. 10:19).
Josué, el libro que habla de la conquista y toma de posesión de la tierra, afirma esta perspectiva teológica. En medio de sangrientas batallas de conquista, en las que poblaciones enteras desaparecen bajo la espada devastadora de Israel, Rahab y su familia (6:22–25) y los gabaonitas (cap. 9) encuentran un espacio para vivir como miembros del pueblo de Dios. Ella es una prostituta, una marginada, una cananea.. Ellos son un pueblo sin rey, indefenso, a quien la historia siempre reconoció como siervo de pueblos más poderosos.
He aquí la historia de Josué 9. Las noticias de la llegada de los israelitas y la conquista de la tierra de Canaán corría como pólvora (Jos. 2:9–11; 9:1). Los pueblos que tenían reyes—los que vivían bajo la protección de las ciudades-estado—buscaron resolver la situación declarando la guerra a Josué y su pueblo (Jos. 9:1–2). Pero los gabaonitas, pueblo desprotegido y sin rey—y por lo tanto viviendo, probablemente, fuera del resguardo de las ciudadesestado—, encontraron una manera astuta de resolver la situación: quedándose a vivir en medio de Israel.
Un grupo de gabaonitas se hizo pasar por emisario de un pueblo que vivía en «tierra muy lejana» (vv. 6, 9, RV). Los embajadores se presentaron con asnos (no caballos), vestidos harapientos, comida añeja y recipientes de vino rotos y remendados (vv. 4–5, 12–13). Israel y sus líderes cayeron en la trampa. Tomaron las provisiones (vv. 14–15) y aceptaron así entrar en alianza con los gabaonitas. El autor del texto (vv. 1–15) califica la situación así: «Y los hombres de Israel tomaron de las provisiones de ellos, y no consultaron a Jehová» (v. 14, RV).
Cuando se descubrió el engaño, ya era demasiado tarde. Los líderes del pueblo habían hecho alianza con los de Gabaón y no podían dar marcha atrás: los gabaonitas se quedaron a vivir para siempre en medio del pueblo de Dios. Sin embargo, Josué y los líderes de Israel impusieron una carga de por vida a los gabaonitas: serían «leñadores y aguadores para toda la congregación» (vv. 21, 23 y 27, VP).
Este relato, como otros que hemos estudiado en este capítulo, se presenta como arte literario de fina ironía y humorismo. El pueblo que debe estar pendiente de la voluntad de Dios en todo momento, es sorprendido por un pueblo extranjero (v. 14) que parece conocer mejor el contenido de la Palabra divina: «Como fue dado a entender a tus siervos que Jehová tu Dios había mandado a Moisés su siervo que os había de dar toda la tierra, y que había de destruir a todos los moradores de la tierra delante de vosotros …» (v. 24, RV).
Si sólo se leyera Josué 9, sin otro contexto, el final de la historia resultaría un tanto negativo: un pueblo que salva su vida pagando con su libertad. Sin embargo, este pasaje debe leerse teniendo a la vista Deuteronomio 29:10–15 (RV):

    Vosotros todos estáis hoy en presencia de Jehová vuestro Dios; los cabezas de vuestras tribus, vuestros ancianos y vuestros oficiales, todos los varones de Israel; vuestros niños, vuestras mujeres, y tus extranjeros que habitan en medio de tu campamento, desde el que corta tu leña hasta el que saca tu agua; para que entres en el pacto de Jehová tu Dios, y en su juramento, que Jehová tu Dios concierta hoy contigo, para confirmarte hoy como su pueblo, y para que él te sea a ti por Dios …

Josué 9, en el espíritu de la teología deuteronómica, es una afirmación de la bondad de la gracia divina. Dios abre de nuevo las puertas del reino que también pertenezcan a su pueblo «los de afuera», que aquí se presentan como «los de abajo», aquellos que a la fuerza se unieron a las filas de un pueblo de esclavos que buscaba un espacio de vida en medio de la seguridad de las ciudades-estado de Canaán.
Las historias de Rahab y de los gabaonitas resaltan el propósito más especial de la misión divina: dar espacio de vida a los marginados y vulnerables, en este caso a los extranjeros desposeídos, que entran a formar parte de la alianza a fuerza de su propia astucia y de la gracia ilimitada de Dios y su Palabra.


El hogar y la Palabra de Dios


Al iniciar este ensayo tomamos Génesis 1–11, especialmente los dos primeros capítulos, para hablar de los principios teológicos de la misión. Dichos principios nos han servido como directrices para redactar las varias secciones de este trabajo. Hemos dejado para la parte final dos cuestiones que acentuamos en esa parte introductoria: la familia como lugar primordial de la misión y la Palabra de Dios como guía y marco de referencia.
En el libro de Deuteronomio, obra que resume las enseñanzas principales de los cuatro primeros libros de la Biblia y que adelanta las enseñanzas de las siguientes cuatro obras de la Biblia (Josué, Jueces, Samuel y Reyes), esos dos elementos aparecen siempre unidos. Deuteronomio 6:4–9 (véase también 6, 20–25) es el pasaje central que desarrolla esos temas.
El pasaje está estructurado de tal manera que todo cuanto se declara y ordena se dirige al principio de la unidad. En el versículo 6, la frase «estas palabras» sirve de punto de enlace, a la vez que de elemento enfático. Con esta frase el autor une cada elemento de la unidad; con ella, se asegura que, en cada nueva demanda, la declaración de los versículos 4 y 5 retumbe con majestuoso sonido. Verbos, pronombres y artículos son materialmente arrastrados al principio: «Oye, Israel. El Señor nuestro Dios, es el único Señor. Ama al Señor tu Dios …» (VP). Todo cuanto se diga en Deuteronomio 6:4–9 sólo tiene valor en relación con ese núcleo que liga íntimamente una afirmación «dogmática» (v. 4b) y una exigencia «ético-religiosa» (v. 5a).
Los versículos 4–5 expresan de manera resumida toda la enseñanza del decálogo (Dt. 5) y todo lo que Deuteronomio tiene que decir sobre la conducta y misión del pueblo de Dios. Por eso, el principio teológico acerca de la palabra divina de este pasaje se extiende sin problemas a todo lo que nosotros consideramos como Palabra de Dios.
Si bien es cierto que las palabras de Deuteronomio aparecen en el contexto del culto y ante toda la asamblea de Israel, el autor siempre deja en claro que el primer lugar de pertenencia de esta palabra es el hogar. Aun en el contexto de la asamblea del pueblo, siempre hay una cita referente a los padres y los hijos (Ex. 20; Dt. 5; 6:4.; 30) o a la familia (Jos. 24:15). Fidelidad a la palabra de Dios y educación en el hogar van tomados de la mano. No es accidental el hecho de que en aquellos períodos de infidelidad y apostasía el hogar de los protagonistas estuviera en «bancarrota». En relación con esto, es instructivo leer lo que dice el profeta Jeremías de los hogares de la Judá presta al exilio:

    Tú, Jeremías, no ores por este pueblo, no me ruegues ni me supliques por ellos. No me insistas, porque no te escucharé. ¿No ves lo que ellos hacen en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén? Los hijos recogen la leña, los padres encienden el fuego y las mujeres preparan la masa para hacer tortas y ofrecerlas a la diosa que llaman Reina del Cielo. Me ofenden, además, ofreciendo vino a dioses extraños. Pero más que ofenderme a mí, se ofenden a sí mismos, para su propia vergüenza. Yo, el Señor, lo afirmo. Por eso yo, el Señor, les aseguro que voy a descargar toda mi ira contra este lugar y contra la gente, y aun contra los animales, los árboles del campo y las cosechas. Será como un incendio que no se apagará (Jer. 7:16–20, VP).

Inclusive el autor de la obra deuteronómica no deja de estampar su crítica amarga, como mancha indeleble, en la vida familiar de aquéllos a quienes considera fieles seguidores del Señor, como Samuel (1 S. 8:1–5) y David (2 S. 12–1 R. 1).
No cabe duda que el autor deuteronómico, al escribir la historia de Israel camino al exilio, tenía siempre en la mira a Deuteronomio 6:4–9. Necesitaba dejar en claro que el desastre del presente se debía al hecho de que los israelitas no habían sido celosos en guardar ese marco ideal, dado al principio de su vida nacional: la enseñanza de fidelidad y amor al Señor y a su palabra tienen su base y centro en el hogar.
En relación con lo anterior y con la misión de la iglesia, es importante señalar el movimiento que se da en Deuteronomio 6:4–9 de lo colectivo y general («Israel») a lo individual y concreto («tu corazón», «tu casa», «tus hijos»), y de nuevo a lo general y comunitario («en tus portales», NBE). La misión, de acuerdo con este principio teológico, debe mantener en buen equilibrio al movimiento comunidad-individuo y viceversa, con el hogar como eje de ese equilibrio. Esto se muestra claramente en el triple compromiso educativo del pasaje: 1) con uno mismo («las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria … las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal», NBE); 2) con los hijos («… se las inculcarás a tus hijos); y 3) con la comunidad («las escribirás … en tus portales»). El hogar es siempre el espacio donde la Palabra de Dios es objeto de enseñanza y práctica. Los versículos 20–25 hablan de esa interacción narrando los actos portentosos del Señor en el pasado y sus demandas para el futuro. No dejaremos de insistir en que los eventos y verdades más centrales del Antiguo Testamento se narran y enseñan primeramente en el hogar y desde el hogar.
La misión que encuentra su punto de inicio en el hogar, también coloca en su centro la Palabra de Dios. En la introducción de este trabajo señalamos que el descuido y la desobediencia de ella traen como resultado el pecado y una vida descarriada y perdida.
En varios lugares del libro de Deuteronomio se afirma que vivir de acuerdo con la Palabra de Dios trae vida y éxito. Véanse los siguientes textos:

    Jehová nos mandó que cumplamos todos estos estatutos, y que temamos a Jehová, nuestro Dios, para que nos vaya bien todos los días y para que nos conserve la vida … (6:24, RV 95).

    Ahora, pues, Israel, ¿qué pide de ti Jehová, tu Dios, sino que temas a Jehová, tu Dios, que andes en todos sus caminos, que ames y sirvas a Jehová, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, que guardes los mandamientos de Jehová y sus estatutos, que yo te prescribo hoy, para que tengas prosperidad? (10:12–13, RV 95).

    Acontecerá que si oyes atentamente la voz de Jehová, tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy … vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas bendiciones … (28:1–2, RV 95).

    Guardaréis, pues, las palabras de este pacto y las pondréis por obra, para que prosperéis en todo lo que hagáis (29:9, RV 95).

    Harás congregar al pueblo, hombres, mujeres y niños, y a los extranjeros que estén en tus ciudades, para que oigan y aprendan a temer a Jehová, vuestro Dios, y cuiden de cumplir todas las palabras de esta Ley. También los hijos de ellos, que no la conocen, podrán oirla y aprenderán a temer a Jehová, vuestro Dios, todos los días que viváis sobre la tierra que vais a poseer tras pasar el Jordán (31:12–13, RV 95).

    Piensen bien en todo lo que hoy les he dicho, y ordenen a sus hijos que pongan en práctica todos los términos de esta ley. Porque no es algo que ustedes puedan tomar a la ligera; este ley es vida para ustedes, y por ella vivirán más tiempo en la tierra que está al otro lado del río Jordán, de la cual van a tomar posesión (32:46–47, VP).

La exigencia de atesorar la Palabra de Dios y vivir de acuerdo con ella es un elemento vital de la misión en la Biblia. Ella, como dice Deuteronomio, es vida. La misma presencia del libro de los libros, la Biblia, y su permanencia desde hace varios milenios hasta hoy es el argumento más fuerte para movernos a hacer de su contenido el contenido de nuestra proclamación y misión. Ella es el secreto de una vida abundante y de éxito. Desde los púlpitos pocas veces se agrega a la necesidad de leerla y estudiarla la promesa que la acompaña: «harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien» (Jos. 1:8, RV 95); «y todo lo que hace prosperará» (Sal. 1:3, RV 95); «Mucha paz tienen los que aman tu Ley, y no hay para ellos tropiezo» (Sal. 119:165, RV 95).
La misma Biblia da testimonio de cómo la Palabra de Dios transforma la vida de individuos y comunidades cuando se disponen seriamente a vivir de acuerdo a ella.
2 Reyes 22:3–23:27 cuenta que durante los trabajos de reparación del templo se encontró el libro de la Ley (muchos eruditos consideran que fue la primera redacción de Deuteronomio). Su lectura se convirtió en la fuerza provocadora de una reforma religiosa que desterró la idolatría de la tierra de Judá y reinstaló la celebración de la fiesta de la Pascua.
Nehemías 8:1–10:25; 13:1–31 también afirma que la lectura de la Palabra divina provocó la conversión del pueblo y de sus líderes, y una reforma de dimensiones mayores que aseguró la continuidad del pueblo judío y el desarrollo del judaísmo.
La lectura de la Palabra de Dios y su interpretación fiel y novedosa hicieron de la enseñanza y proclamación de Jesús una reforma que terminó revolucionando la historia de la humanidad y provocó el surgimiento de un movimiento religioso de dimensiones universales.
La Palabra de Dios cambia vidas y sociedades, y lo hace sobre todo sí llega en el idioma que la gente pueda entender. Por ello, el hebreo y el arameo del Antiguo Testamento y el koiné del Nuevo Testamento no son otra cosa que el idioma del pueblo. Nuestra tarea misionera contemporánea no puede hacer el trabajo de manera diferente. Así, por ejemplo, si nuestros hermanos indígenas latinoamericanos, si nuestros niños y jóvenes van a ser sujetos de su propia liberación, será necesario hacer todo el esfuerzo posible para que la Palabra de Dios entre en contacto directo con ellos.
En Colta, Ecuador, una mujer indígena visitó al misionero y muy preocupada le preguntó:
—¿Está usted enojado conmigo?
El misionero contestó:
—No. Pero, ¿por qué me lo preguntas?
—Es que anoche recibí al Señor como mi Salvador.
—¡Te felicito!—dijo el misionero—. Pero, ¿por qué habría de enojarme por eso?
La mujer respondió:
—Lo que nuestro hermano quichua predicó anoche es exactamente lo mismo que tú nos has estado diciendo todos estos años, pero en realidad nunca me había tocado el corazón. No pensaba ni sentía que eso se relacionaba con mi vida, hasta que lo escuché de alguien en mi propia lengua.
Este diálogo ilustra claramente por qué las Sociedades Bíblicas Unidas, y otras organizaciones similares, tienen como asunto prioritario traducir la Palabra de Dios a las lenguas indígenas.
Como cristianos, estamos convencidos de que el mensaje de la Biblia penetra lo más íntimo del ser humano para orientarlo y salvarlo. De ahí la importancia de hacerlo llegar en el idioma propio de cada pueblo.
Entre los tzeltales, grupo maya que vive en el estado de Chiapas, en México, el Evangelio era desconocido en la década de los cuarenta. En esos años se empezó la traducción de la Biblia al tzeltal. Durante la traducción del Nuevo Testamento algunas personas se convirtieron a la fe cristiana. Pero cuando el Nuevo Testamento empezó a distribuirse, el mensaje recibido en el idioma propio y el testimonio de los hermanos que habían participado en la traducción trajeron a miles de tzeltales a los pies de Cristo. Hoy existen más de trescientas iglesias con más de cincuenta mil evangélicos entre los tzeltales. Este grupo constituye una tercera parte de los tzeltales mexicanos. Lo maravilloso es que la traducción de la Biblia, además de servir como instrumento de salvación, también ha permitido que el número de hablantes de la lengua tzeltal se duplique al cabo de cuarenta años. El tzeltal no se está perdiendo; como la mayoría de los idiomas indígenas con gran número de hablantes en América Latina, el tzeltal se utiliza cada vez más.
Nadie duda de que la Palabra de Dios cambia vidas, pero de una cosa debemos estar bien seguros: la Palabra de Dios en el lenguaje de los pueblos hace un impacto más completo e integral que una evangelización en un idioma extraño.


Conclusión


¿Qué es la misión? Donald Senior y Carroll Stuhlmueller la definen así:

    … entendemos por «misión» el llamamiento divino para valorar y compartir la propia experiencia y las propias ideas religiosas, primeramente en el seno de la propia comunidad y tradición, y luego con personas y comunidades de otras tradiciones culturales, sociales y religiosas. Al hacerlo así, los cristianos tratan de cumplir el mandato divino dado a la iglesia y que quiere que la humanidad refleje la vida misma de Dios constituyendo un pueblo congregado y unido en amor y respeto.

Los diferentes componentes de este capítulo giran alrededor de la afirmación teológica de esta definición. Como dijimos al principio, inclinan la balanza más hacia el hecho de ser testimonio que de ser testigo. El deseo del corazón de Dios es hacer de cada hombre y mujer un auténtico ser humano. Por ello hemos señalado que la misión de la iglesia tiene que colocar en primer lugar la fidelidad absoluta a Dios y a su Palabra como tema y práctica de su tarea. Si este primer elemento se cumple, le será más fácil a la iglesia cumplir la parte que tiene que ver con abrir espacios de vida a todo ser humano, especialmente al pobre, al marginado, al desvalido, al vulnerable.
En el contexto de América Latina, ambos temas son clave. Nuestro pueblo, casi en su totalidad, se llama cristiano. Pero no resulta difícil descubrir en las diversas vertientes del cristianismo latinoamericano la presencia de la idolatría y, en muchas de nuestras iglesias, de falsos dioses y falsos profetas y sacerdotes. Un falso concepto de Dios y de su Palabra ha dado como resultado comunidades falsas en sus aspectos cristianos y bíblicos. Todavía hoy hay iglesias y denominaciones que consideran como lo más normal tener entre sus miembros a opresores y a oprimidos, a acaudalados corruptos y a gente denigrada; y ambos grupos afirman que adoran al mismo Dios.
En nuestra exposición hemos afirmado que la fidelidad total a Dios es el único contexto donde se da una verdadera práctica de la justicia social. El testimonio bíblico es contundente al mostrar que una comunidad que practica la injusticia no puede ser adoradora del verdadero Dios.
¿Qué hacer entonces? Es necesario lograr que la Biblia llegue a ser realmente nuestra única fuente de fe y práctica; que su enseñanza y su aplicación vuelvan a ocupar el lugar central en la vida de nuestras iglesias. En realidad, me cuesta entender una iglesia que concentra sus energías en cantar y orar a Dios Padre y a Jesucristo, pero que no expone cualitativa y cuantitativamente su Palabra. Muchos grupos cristianos sufren de «alabancitis»: sus asambleas eclesiásticas son casi en su totalidad períodos de alabanza, como si ya estuvieran en el cielo, pero no prestan atención al desafío que impone la Palabra de Dios de ser verdadera sal y luz en el mundo. Cuando eso sucede, cuando la Palabra de Dios ni siquiera hace cosquillas en la mente calcificada de la gente, Dios echa mano de las «burras», de los niños, de la gente de «mala fama», para sacudir y llevar a cabo su misión y su reforma.
Al hablar de la misión de Dios para Israel, desde la perspectiva que hemos tomado en este ensayo, descubrimos que cuando se considera, como sujetos y objetos de la misión, a una burra, a los pobres, a los niños, a las mujeres de mala fama y a los extranjeros, los medios y métodos que se siguen no resultan ser tan «ortodoxos». No son en realidad los métodos que aparecen en los libros de texto sobre misión y evangelización de nuestras escuelas teológicas tradicionales. No se escuchan en las conferencias misioneras denominacionales ni en las arengas de las charlas sobre evangelización en nuestras iglesias locales.
Son realmente los métodos del Dios niño, del amorosísimo Yavé, los que muestran la radicalidad de su proyecto de vida sorprendiéndonos a cada paso, enseñándonos con métodos «heterodoxos» que la verdadera vida no es la que definen los reinos y poderíos de la tierra, ni la sociedad in extenso, ni la cultura de la mayoría.
Hoy por hoy la verdadera misión de Dios no sale de las oficinas de las majestuosas empresas misioneras del primer mundo, ni de las bien pensadas estrategias de evangelización de las fábricas de métodos de mercadeo y comunicación masiva. La verdadera misión de Dios, la que respalda su corazón, es la que ocurre en el «patio de juegos del niño», en la estrategia astuta del vulnerable y marginado que busca «salvar el pellejo» y hacerse de un espacio de vida a costa de la ingenuidad, el descuido y la tontería del mismo pueblo de Dios (como en el caso de los gabaonitas) o la de los gobernantes y sus reinos (como en el caso de la historia de Rahab). Esa misión pertenece a la esfera del juego, la fiesta y la fina ironía. Es el tipo de misión en cuyo razonamiento hay espacio para buscar «las puertas de atrás» que nos introducen al reino. Es la misión que celebra la gracia de Dios en milagros como los de las bodas de Caná de Galilea y la alimentación de la multitud. Es la misión que entiende con seriedad las palabras de Jesús a sus discípulos adultos que trataban de impedir que los niños se acercaran al Maestro: «… de los tales es el reino de Dios». Es la misión que acoge como suyo el principio teológico de la encarnación que reúne al Dios niño con el niño humano para salvar al mundo.
Cuando Jesús expresó que el reino de Dios es de los niños y de los que son como ellos, lo hizo porque reconocía que, en la definición de la encarnación divina y en la descripción del reino mesiánico, el niño y la perspectiva infantil ocupan un lugar prominente. Veamos algunos textos:

    La joven está encinta
    y va a tener un hijo,
    al que pondrá por nombre Emanuel
    (Is. 7:14, VP).


    Porque nos ha nacido un niño,
    Dios nos ha dado un hijo,
    al cual se le ha concedido el poder de gobernar.
    Y le darán estos nombres:
    Admirable en sus planes, Dios invencible,
    Padre eterno, Príncipe de la paz.

    Se sentará en el trono de David;
    extenderá su poder real a todas partes
    y la paz no se acabará;
    su reinado quedará bien establecido,
    y sus bases serán la justicia y el derecho
    desde ahora y para siempre.
    Esto lo hará el ardiente amor del Señor todopoderoso
    (Is. 9:6–7, VP).
    Entonces el lobo y el cordero irán juntos,
    y la pantera se tumbará con el cabrito,
    el novillo y el león engordarán juntos;
    un chiquillo los pastorea;
    la vaca pastará con el oso,
    sus crías se tumbarán juntas,
    el león comerá paja como el buey.
    El niño jugará en la hura del áspid,
    la criatura meterá la mano
    en el escondrijo de la serpiente.
    No harán daño ni estrago
    por todo mi Monte Santo,
    porque se llenará el país
    de conocimiento del Señor,
    como colman las aguas el mar
    (Is. 11:6–9, Biblia del peregrino).

Estos textos de Isaías describen la realidad encarnacional y mesiánica de un mundo visto con ojos infantiles. Es una mirada subversiva sobre el mundo, que no se contenta con aceptar que la vida en este planeta sea definido por las guerras, la violencia, la exterminación del ecosistema, la injusticia y la opresión. Es el mundo de la armonía, la paz, la igualdad y la libertad total. Su líder es un niño y la visión que gobierna es infantil.
Cuando Dios definió la era mesiánica, la vislumbró como aparece reflejada en el profeta Isaías, y la empezó a hacer realidad con la encarnación: Emanuel, ¡Dios-con-nosotros!
El proyecto salvífico del Nuevo Testamento, donde se plantea la acción salvadora de Dios en favor de la humanidad y del mundo, comienza con la declaración plasmada por el profeta Isaías: «¡Un niño nos es nacido!» El anuncio del mensajero celestial en Lucas se expresa así:

    No tengan miedo, porque les traigo una buena noticia, que será motivo de gran alegría para todos: Hoy les ha nacido en el pueblo de David un salvador, que es el Mesías, el Señor. Como señal, encontrarán ustedes al niño envuelto en pañales y acostado en un establo (Lc. 2:10–12, VP).

¡Qué paradoja! El Mesías, salvador del mundo, está presente con nosotros en la persona de un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Para Lucas y Mateo, el evangelio de salvación empieza con Dios niño. ¡Qué cosa más tremenda! El hecho de que el Dios eterno, todopoderoso y Señor del universo, decidiera irrumpir en la historia humana como niño se convierte en declaración teológica y misionológica para definir, de principio a fin, el proyecto salvador de Dios. Porque Dios decide hacerse humano y presentarse ante nosotros como niño, y presenta ante nuestros ojos el reino mesiánico desde una perspectiva infantil. Estos dos elementos, al principio y al final de la encarnación, deben considerarse seriamente al definir y entender cada componente del Hecho de Cristo y la responsabilidad misionera de la iglesia. No hay apropiación cabal del ministerio, la pasión, la resurrección y la venida gloriosa de Cristo si no se miran desde los ojos del niño que abre y que cierra el drama redentor en el que Cristo es protagonista principal.
En relación con esto, no dejan de tener un peso enorme las palabras de Jesús: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños» (Mt. 11:25, RV 95). Al llamarnos a formar parte del hecho portentoso de la salvación, Dios nos invita a participar en su juego. La encarnación, los milagros, la cruz, la tumba vacía y el retorno glorioso de Jesucristo pierden su dimensión real si no se miran desde la perspectiva en que deben ser miradas: la del niño.
Por ello, cuando Jesús dijo que el reino de Dios es de los niños y de los que son como ellos, se refería en realidad al hecho de que sólo quienes entran al juego de Dios y juegan de acuerdo a sus reglas podrán gozar de ese reino tan bellamente descrito en la profecía de Isaías.
Hacer llegar la Palabra de Dios a los niños, a las comunidades indígenas, a los grupos marginados, es realmente meterse en ese juego serio de Dios. Nuestra misión con la Palabra debe ser tan radical como para que llegue efectivamente a esas audiencias especiales sin mediaciones innecesarias. La Palabra de Dios le llega al niño a su nivel, y le llega al indígena en su propio idioma, y con los giros y formas literarias propias de ese idioma.
Desde el mismo momento en que Dios, en su soberanía, quiso que su Palabra llegase a todos, permitiendo que se transmitiera en el idioma cotidiano del pueblo (marcado por su cultura y cosmovisión), esa Palabra ya está bajo el dominio de quien la recibe, no de quien la emite.
Una traducción de la Biblia verdadera y fiel es aquella en la que los traductores pueden hacerse a un lado y permitir que la Palabra fluya libremente entre el pueblo que recibe y Dios, fuente primera de esa Palabra. Por eso la buena traducción no sujeta al receptor a la forma del texto original ni a la versión ancestral de siglos pasados. Quiere que el receptor tenga libre acceso al mensaje divino y que lo sepa suyo, lo saboree y lo ame.
Considerando lo anterior, resulta extraño leer un escrito que hable de una hermenéutica india, sin prestar suficiente atención a la necesidad de entregarle al indio la Biblia en su lengua materna..
Si queremos hablar de hermenéuticas y teologías auténticamente indígenas, es necesario que se las esboce desde el idioma del verdadero sujeto hermenéutico, desde su nivel de comprensión y usando herramientas y metodologías propias. Sólo así se logrará hacer realidad la promesa divina de Joel 2:28–29 (RV 95):

    Derramaré mi espíritu sobre todo ser humano
    y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas;
    vuestros ancianos soñarán sueños,
    y vuestros jóvenes verán visiones;


    También sobre los siervos y las siervas
    derramaré mi espíritu en aquellos días.

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