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domingo, 23 de junio de 2019

Esta lógica la manejan muy bien el mundo y sus concupiscencias

PARA RECORDAR ... El que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6
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ES LO MISMO MORAL Y ETICA?
ÉTICA Y MORAL

En su uso moderno, el término ética suele usarse de manera intercambiable con la palabra moral. Que ambos términos llegaran a ser prácticamente sinónimos es una señal de la confusión que invade el escenario ético moderno. La historia demuestra que ambas palabras tuvieron significados totalmente distintos. Ética proviene del griego ethos, que se deriva de una raíz que significa “establo”, en referencia al lugar para los caballos. Comunicaba el sentido de un lugar habitable, un lugar estable y permanente. Por otra parte, moral viene de la palabra mores, que describe los patrones de conducta de una sociedad determinada.


La ética es una ciencia normativa que busca los fundamentos principales que prescriben obligaciones o lo que “debe” ser. Su preocupación principal son los imperativos y las premisas filosóficas que sustentan los imperativos. La moral es una ciencia descriptiva, preocupada de lo que “es” y lo indicativo. La ética define lo que la gente debe hacer; la moral describe lo que la gente efectivamente hace. La diferencia entre ambas está entre lo normativo y lo descriptivo.





Cuando se identifica la moral con la ética, lo descriptivo se vuelve normativo y lo imperativo es absorbido por el statu quo. Esto crea una especie de “moralidad estadística”. En este esquema, lo bueno se determina por lo normal y lo normal se determina a través de un promedio estadístico. La “norma” se descubre mediante un análisis de lo normal, o contando uno por uno. Entonces, la conformidad a esa norma se vuelve una obligación ética. Así es cómo funciona:

  Paso 1. Se reúne un análisis de patrones de conducta estadísticos, tales como los que eran esenciales en el revolucionario Informe Kinsey en el siglo XX. Si descubrimos que la mayoría de las personas está participando de relaciones sexuales prematrimoniales, entonces esa actividad se declara “normal”.
  Paso 2. Se pasa rápidamente de lo normal a una descripción de lo que es auténticamente “humano”. Lo humano se define por lo que hacen los seres humanos. En consecuencia, si el ser humano normal se involucra en relaciones sexuales prematrimoniales, concluimos que tal actividad es normal y, por lo tanto, “buena”.
  Paso 3. El tercer paso consiste en declarar los patrones que se apartan de lo normal y llegan a ser anormales, inhumanos, y espurios. En este esquema, la castidad se vuelve una forma de conducta sexual desviada y el estigma recae sobre la persona virgen en vez de aquella que no lo es virgen.


La moralidad estadística opera según el siguiente silogismo:

    Premisa A: lo normal se determina por estadísticas;
    Premisa B: lo normal es humano y bueno;
    Conclusión: lo anormal es inhumano y malo.

A través de esta aproximación humanista a la ética, el máximo bien se define como la actividad más auténticamente humana. Este método alcanza gran popularidad cuando se aplica a ciertos asuntos, pero se derrumba cuando se aplica a otros. Por ejemplo, si hacemos un análisis estadístico de la experiencia de hacer trampa entre los estudiantes, o de mentir en la gente en general, descubrimos que la mayoría de los estudiantes ha hecho trampa alguna vez y que todos han mentido en algún momento. Si se aplicaran los cánones de moralidad estadística, el único veredicto que podríamos dar es que hacer trampa es un bien auténticamente humano y que mentir es una virtud real.

Obviamente debe haber una relación entre nuestras teorías éticas y nuestra conducta moral. Nuestras creencias realmente dictan nuestra conducta. Detrás de cada una de nuestras acciones hay una teoría. Puede que no seamos capaces de articular esa teoría, o ni siquiera estemos inmediatamente conscientes de ella, pero nada manifiesta nuestro sistema de valores con mayor claridad que nuestras acciones. La ética cristiana se basa en una antítesis entre lo que es y lo que debe ser. Vemos el mundo como caído; un análisis de la conducta humana caída describe lo que es normal dentro de la situación anormal de la corrupción humana. Dios nos llama a salir de lo indicativo mediante su imperativo. Nuestro llamado es llamado a dejar el conformismo: a una ética transformadora que derrumba el statu quo.


UNA GRAVE CONTRADICCIÓN

Aun dentro de las afirmaciones relativistas surge una grave incoherencia. Una revolución moral a nuestra cultura que fue encabezada por las protestas de la juventud fue llevada a cabo durante los sesentas. Dos lemas se repetían y se difundían por igual durante este movimiento. Estos lemas hermanos capturaban la tensión: “Llámalo por su nombre” y “haz lo que te parezca”.

El grito por libertad personal se condensó en el “derecho inalienable” de hacer lo que a uno mejor le parezca. Esta era una demanda de libertad subjetiva a través de la autoexpresión. No obstante, cuando las armas se volvían hacia la generación anterior, se escuchaba una curiosa y patente contradicción: “Llámalo por su nombre”. Ese lema implica que existe una base objetiva para la verdad y la virtud. A la generación anterior no se le “permitía” hacer lo que mejor le parecía si es que a ellos lo que les parecía mejor se alejaba de las normas objetivas de la verdad. Los hijos de la revolución de los 60s exigían el derecho a tener su propio bizcocho ético y también a comérselo.

Una vez fui llevado a una poco envidiable situación de consejería por una consternada madre cristiana, una Mónica (como la madre de Agustín) contemporánea, que estaba angustiada por el obstinado comportamiento de su hijo incrédulo y rebelde. El muchacho había abandonado las constantes instrucciones religiosas y morales de su madre mudándose de la casa de la familia a su propio departamento. No tardó en decorar su departamento con paredes negras y luces sicodélicas, y había adornado su habitación con accesorios que facilitaban un consumo abundante de hachís y otras drogas exóticas. El suyo era un departamento para juergas al que pronto invitó a una compañera dispuesta a unirse a él en lujuriosa cohabitación. Todo esto desesperaba y aterrorizaba a su madre. Yo convine en hablar con él solo después de explicarle a la madre que tal encuentro probablemente generaría mayor hostilidad. Se me consideraría como el “sicario” de la madre. El muchacho también estuvo de acuerdo en reunirse, obviamente solo para evitar más acoso verbal de parte de su madre.

Cuando el joven apareció en mi oficina, era abiertamente hostil y evidentemente quería concluir la reunión lo antes posible. Yo comencé la entrevista sin rodeos y pregunté directamente: “¿Con quién estás tan molesto?”.
Él gruñó sin titubear: “Con mi madre”.
“¿Por qué?”, quise saber.
“Porque lo único que hace es fastidiarme. No deja de intentar meterme la religión a la fuerza”.

Yo proseguí preguntándole qué sistema de valores alternativo había adoptado en lugar del sistema ético de su madre. Él contestó: “Yo creo que todo el mundo debe ser libre de hacer lo que mejor le parezca”.

Entonces le pregunté: “¿Eso incluye a tu madre?”. La pregunta lo tomó por sorpresa y no captó plenamente a dónde apuntaba. Yo le expliqué que si él adoptaba una ética cristiana, podía incluirme sin demora como un aliado de su causa. Su madre había sido áspera, provocando ira en su hijo y siendo insensible a preguntas y sentimientos, temas que están efectivamente circunscritos en la ética bíblica. Yo le expliqué que su madre había violado la ética cristiana en varios puntos cruciales. Sin embargo, señalé que el muchacho, en sus términos éticos, no tenía ningún asidero legítimo. “Quizá lo que a tu madre ‘le parece mejor’ es acosar a sus hijos metiéndoles la religión a la fuerza”, le dije. “¿Cómo puedes objetarle que lo haga?”. Quedó claro que el muchacho quería que todo el mundo (en especial él mismo) tuviera el derecho a hacer “lo que le parecía mejor”, excepto cuando lo que a los demás les “parecía mejor” obstaculizaba lo que a él le “parecía mejor”.

Es común escuchar el lamento de que algunos cristianos, especialmente los conservadores, están tan rígidamente atados a pautas moralistas que para ellos todo se vuelve una cuestión de “blanco y negro”, sin lugar para áreas “grises”. Aquellos que insisten en huir de lo gris y buscan refugio en las áreas nítidamente definidas de blanco y negro, reciben los epítetos de “rígido” o “dogmático”. Sin embargo, el cristiano debe buscar la justicia y nunca conformarse con vivir en la bruma de lo gris. Él desea saber cuál es el camino correcto, dónde se encuentra la senda de la justicia.
Existe lo correcto y lo incorrecto. 

La ética se ocupa de la diferencia entre ellos. Buscamos una forma de descubrir lo correcto, que no es ni subjetivo ni arbitrario. Buscamos normas y principios que trasciendan el prejuicio o las meras convenciones sociales. Buscamos una base objetiva para nuestros parámetros éticos. En definitiva, buscamos un conocimiento del carácter de Dios, cuya santidad debe ser reflejada en nuestros patrones de conducta. Con Dios existe un blanco y negro definido y absoluto. Nuestro problema consiste en descubrir adónde pertenece cada cosa. El siguiente esquema grafica nuestro dilema:

 

La sección negra representa el pecado o la injusticia. La sección blanca representa la virtud o la justicia. ¿Qué representa lo gris? El área gris puede llamar la atención hacia dos problemas distintos de la ética cristiana. Primero, puede referirse a aquellas actividades que la Biblia describe como indiferentes. Los asuntos indiferentes son los que, en sí mismos, son éticamente neutrales. Asuntos tales como el comer alimentos ofrecidos a los ídolos se ubican en esta categoría. Los asuntos indiferentes no son pecaminosos, pero hay ocasiones en las que podrían volverse pecaminosos. Por ejemplo, jugar ping-pong no es pecaminoso. Sin embargo, si una persona se obsesiona con el ping-pong al extremo de que eso domina su vida, se vuelve algo pecaminoso para esa persona.
El segundo problema representado por el área gris es muy importante que lo entendamos. El área gris representa confusión: está formado por aquellos asuntos en los que no existe certeza entre lo correcto y lo incorrecto. La presencia de lo gris llama la atención al hecho de que la ética no es una ciencia simple, sino compleja. Descubrir las áreas negras y blancas es una preocupación noble. No obstante, lanzarse a ellas de manera simplista es devastador para la vida cristiana. Cuando reaccionamos a los enfoques a la ética blanco/negro, puede que estemos evaluando bien una irritante tendencia humana que lleva a un pensamiento simplista. Pero debemos cuidarnos de la concluir con premura que no existen áreas en las que el pensamiento blanco/negro sea válido. Solo en el contexto del ateísmo podemos hablar de la inexistencia de blanco y negro. Deseamos un teísmo competente y coherente que exija un riguroso escrutinio de los principios éticos a fin de descubrir cómo salir de la confusión de lo gris.

EL CONTINUO ÉTICO

Nuestro gráfico también puede servir para ilustrar el continuo ético. En términos clásicos, el pecado se describe como justicia fuera de control. El mal se entiende como la negación, privación o distorsión del bien. El hombre fue creado para labrar un huerto. El lugar de trabajo se describe como una selva en la jerga moderna. ¿Cuál es la diferencia entre un huerto y una selva? Una selva es meramente un huerto caótico, un huerto fuera de control.
El ser humano fue creado con una aspiración por significado, lo cual es una virtud. El hombre puede pervertir ese impulso y convertirlo en un deseo de poder, lo cual es un vicio. Estos extremos representan los dos polos del continuo. En algún punto, cruzamos la línea entre la virtud y el vicio. Cuanto más nos acercamos a esa línea, tanto más nos cuesta percibirla claramente, y nuestra mente más se encuentra con la nublada área gris.

Mientras enseñaba un curso de ética a ministros que trabajaban para obtener el grado de doctor en ministerio, les planteé el siguiente dilema ético: un esposo y su esposa están internados en un campo de concentración. Han sido ubicados en pabellones separados y están incomunicados. Un guardia se acerca a la esposa y le exige que tenga relaciones sexuales con él. Ella rehúsa hacerlo. Entonces el guardia declara que si la mujer no accede a sus insinuaciones, le va a disparar a su esposo. La mujer accede. Cuando el campo es liberado y el esposo se entera de la conducta de su esposa, él la demanda pidiendo el divorcio por motivo de adulterio.

Luego les planteé esta pregunta a veinte ministros conservadores: “¿Ustedes le concederían el divorcio a este hombre por adulterio?”. Los veinte respondieron que sí, señalando que era obvio que la esposa sí tuvo relaciones sexuales con el guardia. Ellos consideraron las circunstancias atenuantes, pero la situación no cambió el hecho de la conducta inmoral de la esposa.

Mi siguiente pregunta fue: “Si una mujer es violada por la fuerza, ¿puede el esposo demandar el divorcio por adulterio?”. Los veinte respondieron que no. Todos los ministros reconocieron una clara distinción entre adulterio y violación. La diferencia se encuentra entre el punto de coerción versus la participación voluntaria. Yo señalé que el guardia de la prisión usó coerción (obligó a la esposa a cumplir para evitar el asesinato de su esposo) y pregunté si el “adulterio” de la mujer no era en realidad una violación.

Con el solo hecho de plantear la pregunta, la mitad de los ministros cambió su veredicto. Después de una larga discusión, casi todos lo cambiaron. La presencia del elemento de coerción arrojó el adulterio al área gris de confusión. Incluso aquellos que no cambiaron completamente de parecer modificaron radicalmente sus decisiones para integrar las circunstancias atenuantes, lo cual desplazó el “delito” de la mujer desde la clara área del pecado, al área gris de la complejidad. Todos estuvieron de acuerdo en señalar que si lo que hizo fue pecado, era un pecado inferior al adulterio cometido con “malicia premeditada”.

La existencia de un continuo entre la virtud y el vicio fue el impulso central de las enseñanzas de Jesús en el Sermón del Monte. Él estaba enseñando el principio acerca de la complejidad de la justicia y la complejidad del pecado. Los fariseos habían adoptado una comprensión simplista de los Diez Mandamientos. Sus juicios éticos eran superficiales y, por lo tanto, distorsionados. Ellos no lograban entender el tema del continuo.

Una vez leí un artículo de un connotado psiquiatra que era crítico de las enseñanzas éticas de Jesús. Él manifestaba su asombro de que el mundo occidental hubiera elogiado tanto a Jesús como un “gran maestro”. Él señalaba al Sermón del Monte (Mateo 5:7) como la prueba A de la necedad en la enseñanza ética de Jesús. Él preguntaba por qué alabábamos tanto la sabiduría de un maestro que sostenía que es tan malo que un hombre desee a una mujer como que cometa adulterio con ella. Él cuestionaba cómo un maestro podía aducir que estar enojado con un hombre o llamarlo necio es tan malo como asesinarlo. Luego el psiquiatra hacía hincapié en la diferencia entre la destrucción que causa la lujuria comparada con el adulterio, y la que causa la difamación comparada con el asesinato.

La respuesta al psiquiatra debería estar clara. Jesús no enseñó que la lujuria fuera tan mala como el adulterio, o que la ira fuera tan mala como el homicidio. (Lamentablemente, muchos cristianos han sacado apresuradamente la misma conclusión errónea del psiquiatra, obscureciendo con ello la idea a la que apuntaba la enseñanza ética de Jesús).
Jesús estaba corrigiendo la visión simplista de la ley que tenían los fariseos. Ellos habían adoptado una filosofía “todo, excepto” de moralidad técnica, asumiendo que si evitaban las dimensiones más obvias de los mandamientos, cumplían con la ley. Al igual que el joven rico, ellos tenían una comprensión simplista y externa del Decálogo. Como ellos nunca habían matado a nadie, pensaban que habían observado perfectamente la ley. Jesús expuso las implicaciones más amplias o la complejidad de la ley. “No matarás” significa más que abstenerse de homicidio. Este mandamiento prohíbe la totalidad de la complejidad que lleva al asesinato. También implica su virtud opuesta: “Promoverás la vida”. En nuestro continuo, observamos el siguiente rango:

 

Un continuo similar va desde el vicio del adulterio a la virtud de la castidad. Entre ellos hay virtudes menores y pecados menores, pero son virtudes y pecados al fin y al cabo.

La enseñanza de Jesús reveló tanto el espíritu como la letra de la ley. Por ejemplo, la difamación no mata el cuerpo ni deja a la esposa y a los hijos huérfanos. Pero sí destruye el buen nombre de un hombre, privándolo de un aspecto crucial de la vida. La difamación asesina al hombre “en espíritu”. Los fariseos se habían vuelto burdos literalistas que ignoraban el espíritu de la ley y pasaban por alto los asuntos más amplios de la complejidad del pecado de asesinato.


¿GRADOS DE PECADO?

Hablar de un continuo ético o de la complejidad de la justicia y la maldad es lanzarse al debate sobre los grados de pecado y justicia. La Biblia enseña que si pecamos contra un solo punto de la ley, pecamos contra toda la ley. ¿No implica esto que el pecado es pecado y que en definitiva no hay grados? ¿No ha repudiado el protestantismo la distinción católica romana entre pecados mortales y veniales? Estos son los temas que emergen tan pronto como comenzamos a hablar de grados de pecado.

La Biblia ciertamente enseña que si pecamos contra un punto de la ley pecamos contra toda la ley (Santiago 2:10), pero partiendo de allí no debemos inferir que no haya grados de pecado. Pecar contra la ley es pecar contra el Dios de la ley. Cuando quebranto un punto de la ley de Dios, me sitúo en oposición a Dios mismo. Esto no quiere decir que pecar contra un punto de la ley sea equivalente a pecar contra cinco puntos de la ley. En ambos casos, transgredo la ley y ejerzo violencia contra Dios, pero la frecuencia de mi violencia en el segundo caso es cinco veces mayor que en el primero.

Es cierto que Dios ordena una perfecta obediencia a toda la ley, de manera que por una sola transgresión quedo expuesto a su juicio. El pecado más ligero me expone a la ira de Dios, porque con el menor pecadillo soy culpable de traición cósmica. Con la más mínima transgresión, me sitúo por encima de la autoridad de Dios, insultando así su majestad, su santidad, y su soberano derecho a gobernarme. El pecado es un acto revolucionario en el que el pecador intenta derrocar a Dios de su trono. El pecado es una presunción de suprema arrogancia ya que la criatura hace alarde de su propia sabiduría sobre la del Creador, desafía la omnipotencia divina con su impotencia humana, y pretende usurpar la legítima autoridad del Señor del universo.

Es cierto que el protestantismo histórico ha rechazado el esquema católico romano de los pecados mortales y veniales. El rechazo, sin embargo, no se basa en un rechazo de los grados de pecado. Juan Calvino, por ejemplo, aducía que todo pecado es mortal en el sentido de que sea justo que merezca la muerte, pero que ningún pecado es mortal en el sentido de que destruya la gracia justificatoria. El rechazo protestante a la distinción entre pecados mortales y veniales estaban considerando factores distintos a los grados de pecado. El protestantismo histórico conservó la distinción entre pecados ordinarios y los pecados que se consideran crasos o atroces.

La razón más obvia para la conservación de los grados de pecado entre los protestantes es que tales gradaciones abundan en la Biblia. La ley del Antiguo Testamento tenía claras distinciones y penalidades para diferentes actos delictuales. Algunos pecados eran penados con la muerte, otros con castigos corporales, y otros con el cobro de multas. En el sistema judío de justicia penal, se hacían distinciones entre tipos de homicidio que corresponderían a distinciones modernas tales como homicidio en primero y segundo grado, y homicidio voluntario e involuntario.

El Nuevo Testamento menciona ciertos pecados que, si continúan sin arrepentimiento, exigen la expulsión de la comunión cristiana (1 Corintios 5). Al mismo tiempo, el Nuevo Testamento promueve un tipo de amor que cubre una multitud de pecados (1 Pedro 4:8). Abundan las advertencias acerca de un futuro juicio que tendrá en cuenta tanto el número (cantidad) como la gravedad (calidad) de nuestros pecados. Jesús habla de aquellos que recibirán muchos azotes y aquellos que recibirán pocos (Lucas 12:44–48); del juicio comparativamente mayor que recaerá sobre Corazín y Betsaida frente al de Sodoma (Mateo 11:20–24); y el mayor y menor grado de recompensas que se distribuirán entre los santos. 

El apóstol Pablo advierte a los romanos sobre acumular ira para el día de la ira de Dios (Romanos 2:5). Éstos y muchos otros pasajes indican que el juicio de Dios será perfectamente justo, y medirá el número, la gravedad, y las circunstancias atenuantes que rodean a todos nuestros pecados.
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