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sábado, 2 de julio de 2016
jueves, 30 de junio de 2016
EL ESPIRITU DEL SEÑOR ESTA SOBRE MI, PORQUE ME HA UNGIDO PARA ANUNCIAR EL EVANGELIO A LOS POBRES. ME HA ENVIADO PARA PROCLAMAR LIBERTAD A LOS CAUTIVOS, Y LA RECUPERACION DE LA VISTA A LOS CIEGOS; PARA PONER EN LIBERTAD A LOS OPRIMIDOS;
Gran Biblioteca Ministerial: El Vino a Libertar a los Cautivos
Archivo: PDF | Tamaño: 1.5MB | Idioma: Spanish | Categoría: Guerra Espiritual - Preparación Ministerial
El propósito de este libro es mostrar las muchas maneras en que Satanás y sus demonios están activos en el mundo de hoy, y cómo usted puede luchar eficazmente contra ellos, y cómo puede librarse de los lazos de Satanás.
Satanás hará cualquier cosa para impedir que usted lea esto. Le afligirá con avasallador insomnio, confusión, interrupciones constantes y muchas otras cosas. El MIEDO es una de las principales armas de Satanás. El se valdrá del miedo para no dejarle leer este libro. Rechace el miedo directa y audiblemente en el nombre de Jesucristo para vencerlo. Ore y pida protección si va a leer y tratar de entender lo que este libro contiene.
El año de internado es el primer año de entrenamiento que recibe un médico que acaba de graduarse. Es con mucho el año de más intenso trabajo, y el más aterrador. Para Rebecca en el Memorial no fue diferente que para los demás, excepto que estaba constantemente consciente de que había algo extraño pero indefinible en cuanto a aquel hospital. Nadie parecía notarlo, ni siquiera sus colegas cristianos.
Desde el principio halló una asfixiante atmósfera de odio, murmuración y lucha en el departamento y, sin duda, en todo el hospital. Era un ambiente de extrema frialdad. Esto, además de las enormes presiones físicas y emocionales del año, lo usó el Señor para que ella se acercara mucho más a El.
Desde el principio notó una inusitada resistencia al evangelio. Cada vez que hablaba de Cristo se negaban redondamente a escuchar. Es más, en sus primeros seis meses en el hospital, la administración mandó a retirar las Biblias que los Gedeones habían colocado en los cuartos de enfermos y colocó un aviso en cada estación de enfermería en el que advertía que cualquier empleado que fuera sorprendido «evangelizando» a los pacientes sería despedido en el acto.
Y a cualquier pastor que fuera al hospital se le impedía visitar a quienes no fueran miembros de su iglesia; si las enfermeras lo sorprendían «evangelizando» a otros pacientes tenían la obligación de ordenar que los guardias lo sacaran del hospital y no lo dejaran entrar más. No se permitía servicio de capellanía, lo cual es inusitado. Era como si se estuviera haciendo un esfuerzo por impedir cualquier mención de cristianismo dentro del edificio del hospital.
Y a cualquier pastor que fuera al hospital se le impedía visitar a quienes no fueran miembros de su iglesia; si las enfermeras lo sorprendían «evangelizando» a otros pacientes tenían la obligación de ordenar que los guardias lo sacaran del hospital y no lo dejaran entrar más. No se permitía servicio de capellanía, lo cual es inusitado. Era como si se estuviera haciendo un esfuerzo por impedir cualquier mención de cristianismo dentro del edificio del hospital.
miércoles, 29 de junio de 2016
Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos
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AGAPE Y AGAPAN
(ἀγάπη y ἀγαπάω)
LA MAS GRANDE DE LAS VIRTUDES
La lengua griega es una de las más ricas, y tiene una facultad sin rival para expresar los diversos matices del significado de un concepto, pues, como sucede con cierta frecuencia, dispone de series completas de palabras para ello.
Así, por ejemplo, mientras el inglés dispone solamente de un vocablo para expresar toda clase de amor, el griego tiene por lo menos cuatro.
- Agape significa amor, y
- agapan, que es el verbo, significa amar.
Por tanto haremos bien en procurar descubrir todo el contenido de estas dos palabras griegas cuyas características distintivas podremos conocer si las comparamos con otras palabras griegas que también signifiquen amor.
- El sustantivo eros y el verbo eran se usan principalmente para denotar el amor entre los sexos. Aunque también pueden utilizarse para expresar la pasión de la ambición o la intensidad de un sentimiento patriótico, característicamente son palabras que se emplean con relación al amor físico. Gregorio Nazianceno definió eros como “el deseo ardiente e insufrible”. Jenofonte, en la Ciropedia (5.1.11), tiene un pasaje que muestra exactamente el significado de eros y eran. Araspas y Ciro están discutiendo las diferentes clases de amor, y el primero dice: “Un hermano no se enamora de su hermana, sino de otra; ni un padre se enamora de su hija, sino de cualquier otra mujer, porque el temor de Dios y las leyes de la tierra son suficientes para impedir tal clase de amor” (eros). Notemos que estas palabras están predominantemente relacionadas con el amor sexual. En castellano, el vocablo amante puede connotar cierta bajeza en la forma de amar; y, en griego, el significado de las palabras que estamos estudiando había degenerado a fin de representar hechos más vulgares. Es claro que el cristianismo difícilmente podía haberse anexado estas palabras, por lo que no aparecen en absoluto en el Nuevo Testamento.
- El sustantivo storge y el verbo stergein tienen que ver especialmente con los afectos familiares. Pueden utilizarse para expresar la clase de amor que siente un pueblo por su gobernante o una nación o familia por su dios tutelar, pero su uso regular describe fundamentalmente el amor de padres a hijos y viceversa. Platón escribe: “Un niño ama (stergein) a, y es amado por, aquellos que lo engendraron” (Leyes, 754b). Una palabra afin se encuentra a menudo en los testamentos. Se deja un legado a un miembro de la familia kata philostorgian, es decir, “por el amor que te tengo”. Estas palabras no se encuentran en el NT excepto el adjetivo afín philostorgos, que aparece una vez en Ro. 12:10 (el gran capítulo que Pablo dedica a la ética) y que la Versión Reina Valera de 1908 traduce amor fraternal. Esto es muy sugestivo porque denota que la comunidad cristiana no es una sociedad, sino una familia.
- Las palabras griegas más comunes para amor son el sustantivo philía y el verbo philein, y ambas tienen un halo de cálido atractivo. Estas palabras encierran la idea de mirar a uno con afectuoso reconocimiento. Pueden usarse respecto del amor entre amigos y entre esposos. La mejor traducción de philein es apreciar, la cual, incluyendo el amor físico, abarca mucho más. Algunas veces puede significar incluso besar. Estas palabras tienen en sí todo el calor del auténtico afecto y del auténtico amor. En el NT, philein se utiliza también para expresar el amor entre padres e hijos (Mt. 10:37); el amor de Jesús a Lázaro (Jn. 11:3, 36) y, una vez, el amor de Jesús al discípulo amado (Jn. 20:2). Philía y philein son palabras hermosas para describir una relación hermosa.
- Las palabras más comunes en el NT para amor son el nombre agape y el verbo agapan. Primero, estudiemos el sustantivo.
- En la Septuaginta, se usa catorce veces respecto del amor sexual (p. ej., Jer. 2:2) y dos veces (p. ej., Ec. 9:1) como la opuesta de misos, que significa odio. A estas alturas, agape no ha llegado a ser todavía una gran palabra, pero hay indicios de que lo será.
- En el Libro de Sabiduría, se usa para describir el amor de Dios (Sabiduría 3:9) y el amor a la sabiduría (Sabiduría 6:18).
- La Carta de Aristias dice que la piedad está íntimamente relacionada con la belleza, pues “es la forma preeminente de la belleza, y su poder radica en el amor (agape), el cual es un don de Dios”.
- Filón utiliza agape una vez en el más noble sentido. Dice que phobos (miedo) y agape (amor) son sentimientos afines y, a su vez, característica del sentimiento del hombre hacia Dios.
Ahora volvamos al verbo agapan. Este verbo se emplea en el griego clásico más que el sustantivo, pero tampoco es muy frecuente.
- Puede significar saludar afectuosamente.
- Puede describir el amor al dinero y a las piedras preciosas.
- También puede usarse como expresión de estar contento con alguna cosa o con alguna situación.
- Incluso se utiliza una vez (Plutarco, Pericles, 1) para describir a una dama de la alta sociedad acariciando a su perrito faldero.
No sería cierto si dijéramos que en el NT se usan nada más que agape y agapan para expresar el amor cristiano.
Algunas veces se utiliza también philein, como en los casos siguientes:
- para indicar la clase de amor que el Padre tiene al Hijo (Jn. 5:20);
- para denotar el amor de Dios a los hombres (Jn. 16:27) y
- para expresar la devoción que los hombres deben tener a Jesús (1 Cor. 16:22).
Antes de estudiar detenidamente el uso que se hace de estas palabras, hay algo en torno a ellas y a su significado que hemos de tener en cuenta. ¿Por qué la forma cristiana de expresión se desentendió de las otras palabras griegas que significan amor y se centró en éstas?
Evidentemente, las otras palabras habían adquirido ciertos matices que las hacían inadecuadas.
Eros se asociaba definitivamente con el lado más vulgar del amor; tenía que ver mucho más con la pasión que con el amor,
Storge estaba muy vinculada al afecto familiar, pero nunca tuvo en sí la amplitud que la concepción del amor cristiano exige.
Philia era una palabra agradable, pero fundamentalmente denotaba calidez, intimidad y afecto. Podía usarse adecuadamente tan sólo respecto de nuestros allegados más amados, y el cristianismo necesitaba una palabra que incluyera mucho más.
El pensamiento cristiano se fijó en agape porque era la única palabra capaz de abarcar el contenido necesario; porque agape demanda el concurso del hombre como un todo.
El amor cristiano no alcanza únicamente a nuestros parientes, a nuestros amigos más íntimos y, en general, a todos los que nos aman; el amor cristiano se extiende hasta el prójimo, sea amigo o enemigo, y hasta el mundo entero.
Por otra parte, todas las palabras ordinarias que significan amor expresan una emoción. Son palabras que se refieren al corazón y que ponen de manifiesto una experiencia que nos coge de improviso, sin buscarla, casi inevitablemente.
- No podemos impedir amar a nuestros parientes (la sangre tira) y a nuestros amigos.
- El enamorarse no es ninguna proeza; es algo que nos sucede y que no podemos evitar. No hay ninguna virtud particular en el hecho de enamorarse, pues, para ello, poco o nada consciente tenemos que hacer. Simplemente, sucede.
- Pero agape implica mucho más. Agape tiene que ver con la mente. No es una mera emoción que se desata espontáneamente en nuestros corazones, sino un principio por el cual vivimos deliberadamente. Agape se relaciona íntimamente con la voluntad. Es una conquista, una victoria, una proeza. Nadie amó jamás a sus enemigos; pero al llegar a hacerlo es una auténtica conquista de todas nuestras inclinaciones naturales y, emocionales.
Este agape, este amor cristiano, no es una simple experiencia emocional que nos venga espontáneamente;
- es un principio deliberado de la mente,
- una conquista deliberada,
- una proeza de la voluntad.
- Es la facultad de amar lo que no es amable,
- de amar a la gente que no nos gusta.
¿Cuál es, pues, el significado de agape?
El supremo pasaje para interpretarlo es Mateo 5:43–48. Ahí se nos manda amar a nuestros enemigos. ¿Para qué? Para que seamos como Dios, que hace caer su lluvia sobre justos e injustos, sobre buenos y malos. Es decir, al margen de cómo un hombre sea, Dios no procura para él sino su mayor bien.
Eso es agape, el espíritu que dice: “Sin importarme lo que un hombre, santo o pecador, me haga, nunca procuraré perjudicarlo ni vengarme. Jamás buscaré para él otra cosa que no sea lo mejor.” Es decir, amor cristiano, agape, es benevolencia insuperable, bondad invencible. Como ya hemos dicho, agape no es meramente una ola de emoción;
- es una deliberada convicción que resulta en una deliberada norma de vida.
- Es una proeza,
- una victoria,
- una conquista de la voluntad.
- Agape apela a todo el hombre para realizarse; no sólo toma su corazón, sino también su mente y su voluntad.
Si esto es así, debemos hacer constar que:
- El agape humano, nuestro amor al prójimo, está obligado a ser producto del Espíritu. El NT es muy claro en este punto (Gá. 5:22; Ro. 15:30; Col. 1:8). El agape cristiano es innatural en el sentido de que no es posible para el hombre natural. Un hombre podrá demostrar esta benevolencia universal, podrá ser purificado del odio, de la amargura y de la inclinación natural del ser humano a la enemistad, solamente cuando el Espíritu tome posesión de él y vierta en su corazón el amor de Dios. El agape cristiano es imposible para el no cristiano. Ningún hombre puede practicar la ética cristiana hasta que no sea cristiano. Puede ver con absoluta claridad lo deseable que es; puede reconocer que es la solución de los problemas del mundo; puede aceptarla racionalmente, pero no podrá vivirla prácticamente hasta que Cristo viva en él.
- Cuando entendemos lo que agape significa, tropezamos con la gran objeción de que una sociedad basada en este amor sería un paraíso para los criminales, pues les facilitaría su propio camino. Puede alegarse que si en realidad hemos de procurar lo mejor para el hombre, bien podemos resistirlo, bien podemos castigarlo, bien podemos tratarlo con suma dureza—¡por el bien de su alma!
Pero el hecho permanece de que por mucho que hagamos por el hombre, nunca será puramente vindicativo, ni siquiera meramente retributivo, si no se hace dentro de ese amor perdonador que no procura el castigo del hombre—y mucho menos su aniquilación—, sino lo mejor. En otras palabras, agape quiere decir tratar a los hombres como Dios los trata, lo cual no significa permitirles hacer todo cuanto les plazca.
Cuando estudiamos el NT encontramos que el amor es la base de toda relación perfecta en los cielos y en la tierra.
(I) El amor es la base de la relación entre el Padre y el Hijo, entre Dios y Jesús. Jesús puede hablar de “el amor con que me has amado” (Jn. 17:26). El es el “Hijo amado” (Col. 1:13; cf. Jn. 3:35; 10:17; 15:9; 17:23, 24).
(II) El amor es la base de la relación entre el Hijo y el Padre. El propósito de toda la vida de Jesús fue que “el mundo conozca que amo al Padre” (Jn. 14:31).
(III) Amor es la actitud de Dios hacia los hombres (Jn. 3:16; Ro. 8:37; 5:8; Ef. 2:4; 2 Co. 13:14; 1 Jn. 3:1, 16; 4:9, 10). A veces, el cristianismo es presentado de una forma tal, que parece ser la obra hecha por un apacible y amable Jesús para calmar y apaciguar a un Dios severo y colérico, algo así como que Jesús cambió la actitud de Dios hacia nosotros. El NT no conoce nada de eso. Todo el proceso de la salvación comenzó porque Dios amó al mundo en gran manera.
(IV) El deber del hombre es amar a Dios (Mt. 22:37; cf. Mr. 12:30 y Lc. 10:27; Ro. 8:28; 1 Co. 2:9; 2 Ti. 4:8; 1 Jn. 4:19). El cristianismo no concibe al hombre sometido al poder de Dios, sino rendido al poder de Dios. No es que la voluntad del hombre sea triturada, sino que el corazón del hombre es quebrantado.
(V) La fuerza motriz de la vida de Jesús fue su amor a los hombres (Gá. 2:20; Ef. 5:2; 2 Ts. 2:16; Ap. 1:5; Jn. 15:9).
(VI) La esencia de la fe cristiana es el amor a Jesús (Ef. 6:24; 1 P. 1:8; Jn. 21:15, 16). Así como Jesús es el amante de las almas de los hombres, el cristiano lo es de Cristo.
(VII) Lo distintivo de la vida cristiana es el amor de los cristianos entre sí (Jn. 13:34; 15:12, 17; 1 P. 1:22; 1 Jn. 3:11, 23; 4:7). Cristianos son aquellos que aman a Jesús y se aman entre sí.
La base de toda relación justa concebible en los cielos y en la tierra es el amor. El NT tiene mucho que decir sobre el amor que Dios profesa a los hombres.
(I) Amor es la misma naturaleza de Dios. Dios es amor (1 Jn. 4:7, 8; 2 Co. 13:11).
(II) El amor de Dios es universal. No fue sólo al pueblo escogido al que Dios amó, sino al mundo entero—y en gran manera (Jn. 3:16).
(III) El amor de Dios es sacrificial. La prueba de su amor es la dación de su Hijo por los hombres (1 Jn. 4:9, 10; Jn. 3:16). La garantía del amor de Jesús es que se dio por nosotros (Gá. 2:20; Ef. 5:2; Ap. 1:5).
(IV) El amor de Dios es inmerecido. Dios nos amó, y Jesús murió por nosotros, cuando éramos enemigos de Dios (Ro. 5:8; 1 Jn. 3:1; 4:9, 10).
(V) El amor de Dios es misericordioso (Ef. 2:4). No es dictador ni tiránicamente posesivo; es el amor anhelante del corazón misericordioso.
(VI) El amor de Dios es salvador y santificador (2 Ts. 2:13). Rescata del pasado y capacita a los hombres para hacer frente al futuro.
(VII) El amor de Dios es confortador. En él, y a través de él, todo hombre llega a ser más que vencedor (Ro. 8:37). No es el amor blando e hiperproteccionista que hace a los hombres débiles e inmaduros; es el amor que fabrica héroes.
(VIII) El amor de Dios es inseparable (Ro. 8:39). Por la naturaleza de las cosas, el amor humano está llamado a terminarse, al menos por un tiempo, pero el amor de Dios perdura sobre todos los azares, cambios y amenazas de la vida.
(IX) El amor de Dios es recompensador (Stg. 1:12; 2:5). En esta vida, es algo precioso, y sus promesas para la vida venidera son todavía más grandes.
(X) El amor de Dios es disciplinario (He. 12:6). El amor de Dios sabe que la disciplina es una parte esencial del amor.
El NT también tiene mucho que decir sobre cómo debe ser el amor del hombre a Dios.
(I) Debe ser amor exclusivo (Mt. 6:24; Lc. 16:13). Solamente hay lugar para una lealtad en la vida cristiana.
(II) Es un amor cimentado en la gratitud (Lc. 7:42, 47). Las dádivas del amor de Dios piden a cambio todo el amor de nuestros corazones.
(III) Es un amor obediente. Repetidamente, el NT determina que la única forma de probar que amamos a Dios es obedeciéndole incondicionalmente (Jn. 14:15, 21, 23, 24; 13:35; 15:10; 1 Jn. 2:5; 5:2, 3; 2 Jn. 6). La obediencia es la demostración definitiva del amor.
(IV) Es un amor extrovertido. Demostramos que amamos a Dios por el hecho de que amamos y ayudamos a nuestro prójimo (1 Jn. 4:12, 20; 3:14; 2:10). Negar nuestra ayuda a los hombres es tanto como probar que es falso el que haya amor de Dios en nosotros (1 Jn. 3:17).
Obediencia a Dios y amable ayuda a los hombres son las dos evidencias que patentizan nuestro amor.
Veamos ahora la otra cara de la moneda: el amor del hombre por el hombre.
(I) El amor debe ser la mismísima atmósfera de la vida cristiana (1 Co. 16:14; Col. 1:4; 1 Ts. 1:3; 3:6; 2 Ts. 1:3; Ef. 5:2; Ap. 2:19). El amor es el emblema de la comunidad cristiana. Una iglesia en la que haya amargura y contienda puede llamarse iglesia de los hombres, pero no de Cristo. Las luchas intestinas han enrarecido la atmósfera de su vida espiritual y la han asfixiado. Ha perdido el emblema de la vida cristiana y ya no es reconocible como la tal iglesia.
(II) La iglesia se edifica en amor (Ef. 4:16). El amor es el fundamento que la sostiene; el clima en el que puede crecer; el alimento que la nutre.
(III) La fuerza motriz del líder cristiano debe ser el amor (2 Co. 11:11; 12:15; 2:4; 1 Ti. 4:12; 2 Ti. 3:10; 2 Jn. 1; 3 Jn. 1). No debe haber lugar en la iglesia para el hombre que sirve por razones de prestigio, de preeminencia y de poder. El móvil del líder cristiano debe ser únicamente amar y servir a su prójimo.
(IV) Al mismo tiempo, la actitud del cristiano hacia sus líderes debe estar promovida por el amor (1 Ts. 5:13). Demasiado a menudo, esa actitud es de criticismo, descontento e incluso de resentimiento. El vínculo que una a los que militan en el ejército cristiano ha de ser el amor.
El amor cristiano se va ensanchando en círculos cada vez más amplios.
(I) El amor cristiano empieza en el hogar (Ef. 5:25, 28, 33). No debemos olvidar que la familia cristiana es uno de los mejores testigos de Cristo en el mundo. El amor cristiano empieza en el hogar. El hombre que ha fracasado en hacer de su propia familia el centro del amor cristiano, tiene poco derecho a ejercer autoridad en la otra familia más numerosa que es la iglesia.
(II) El amor cristiano debe ser percibido por los ajenos a la congregación (1 P. 2:17). La atónita expresión de los paganos en los primeros días del cristianismo era: “¡Mirad cómo se aman los cristianos!” Uno de los obstáculos más grandes con que tropieza la iglesia moderna—bajo el punto de vista del testimonio—es que al espectador debe aparecérsele como un conjunto de personas enzarzadas en disputas por verdaderas fruslerías. Una iglesia totalmente sumida en la paz del mutuo amor es un fenómeno raro. Ahora bien, para lograr esa paz no es preciso que sus miembros piensen de idéntica forma ni que estén de acuerdo en todo; basta con que, aun difiriendo, puedan todavía seguir amándose.
(III) El amor cristiano alcanza a nuestro prójimo (Mt. 19:19; 22:39 cf. Mr. 12:31 y Lc. 10:27; Ro. 13:9; Gá. 5:14; Stg. 2:8). Nuestro prójimo es, simplemente, todo aquel que esté necesitado. Como el poeta romano dijo: “No considero extraño a ningún ser humano.” Como es sabido, muchas más personas han sido traídas a la iglesia por la bondad del amor cristiano que por todos los argumentos teológicos habidos y por haber. Asimismo, muchas más personas han abandonado las iglesias—o han sido echadas—por la dureza y deformidad del mal llamado cristianismo que por todas las dudas del mundo.
(IV) El amor cristiano alcanza a nuestros enemigos (Lc. 6:27; cf. Mt. 5:44). Hemos visto que amor cristiano significa benevolencia insuperable y bondad invencible. El cristiano, olvidando lo que un hombre le haga, nunca cesará de procurar lo mejor para ese hombre. Aunque sea insultado, injuriado, injustamente agraviado y calumniado, el cristiano nunca odiará ni permitirá que el rencor invada su corazón. Cuando Lincoln fue acusado de tratar a sus enemigos con demasiada cortesía y bondad, y cuando se le dijo que su deber era destruirlos, él dijo: “¿Acaso no destruyo a mis enemigos haciéndolos mis amigos?” El único método del cristiano para destruir a sus enemigos es amarlos como amigos.
Veamos ahora las características del amor cristiano.
(I) El amor es sincero (Ro. 12:9; 2 Co. 6:6; 8:8; 1 P. 1:22). No tiene un doble fondo; no es egoísta. No es el agrado superficial que oculta un gran rencor. Es un amor que se da a su objeto con los ojos y el corazón bien abiertos.
(II) El amor es inocente (Ro. 13:10). El amor cristiano no hace mal a nadie. El mal llamado amor puede dañar de dos formas: conduciendo al pecado y siendo hiperposesivo e hiperprotector. Respecto a la primera forma, Burns dijo de un hombre que conoció cuando él aprendía el rastrilleo del lino en Irvine: “Su amistad me hizo mal.” Respecto a la segunda forma, es el caso típico del amor sofocante, como el de algunas madres.
(III) El amor es generoso (2 Co. 8:24). Hay dos clases de amor: el que exige y el que da. El amor cristiano es dadivoso porque se inspira en el amor de Jesús (Jn. 13:34) y tiene su móvil principal en el amor de Dios (1 Jn. 4:11).
(IV) El amor es práctico (He. 6:10; 1 Jn. 3:18). No es un mero sentimiento bondadoso que se limite a piadosos y buenos deseos; es un amor que se manifiesta en la acción.
(V) El amor es paciente (Ef. 4:2). El amor cristiano es testimonio en contra de todo aquello que tan fácilmente transforma el amor en odio.
(VI) El amor se manifiesta en el perdón y en la restauración (2 Co. 2:8). El amor cristiano es capaz de perdonar y, al hacerlo, capacita al malhechor para que vuelva al buen camino.
(VII) El amor es realista (2 Co. 2:4). El amor cristiano no cierra los ojos ante las faltas de los demás. El amor no es ciego, y usará de la reprimenda y la disciplina cuando sea necesario. El amor que no quiere ver las faltas, que evita la parte desagradable de toda disciplina, no es en absoluto amor auténtico y, al final, dañará a su objeto amado.
(VIII) El amor cuida la libertad (Gá. 5:13; Ro. 14:15). Es completamente cierto que un cristiano tiene derecho a hacer todo aquello que no sea pecaminoso. Pero hay ciertas acciones en las que un cristiano no ve mal alguno y, sin embargo, pueden ofender a otro cristiano e incluso causar la ruina de otro hombre. El seguidor de Cristo nunca olvida su libertad cristiana, pero tampoco olvida que esa libertad está controlada por el amor cristiano y por la responsabilidad cristiana ante los demás.
(IX) El amor cuida la sinceridad (Ef. 4:15). El cristiano ama la verdad (2 Ts. 2:10), pero al expresarla procura no hacerlo cruel ni antipáticamente para no herir. Se decía de Florence Allshorn, el gran maestro, que cuando tenía que reprender a alguno de sus alumnos lo hacía echándole el brazo sobre los hombros. El cristiano no oculta la verdad, pero siempre recuerda que amor y verdad van de la mano.
(X) El amor cristiano es el vínculo que hace posible el compañerismo cristiano (Fil. 2:2; Col. 2:2). Pablo habla de los cristianos como unidos en amor. Nuestros puntos de vista teológicos pueden discrepar; asimismo, nuestras opiniones sobre métodos pueden diferir; pero, a través de las diferencias, vendrá la memoria constante de que amamos a Cristo y que, por consecuencia, nos amamos unos a otros.
(XI) El amor es lo que da derecho al cristiano a pedir ayuda y favor a otro cristiano (Flm. 9). Si realmente estamos tan unidos en amor como debemos estar, encontraremos fácil pedir y natural dar cuando surja la necesidad.
(XII) El amor es la fuerza motriz de la fe (Gá. 5:6). Más personas son ganadas para Cristo cuando se apela al corazón que cuando se apela al cerebro. La fe nace no tanto de una búsqueda intelectual como del levantamiento de la cruz de Cristo. Es cierto que, más tarde o más temprano, pensaremos en ciertas cuestiones que a veces nos desbordarán, pero, en el cristianismo, el corazón debe antes sentir que la mente pensar.
(XIII) El amor es el perfeccionador de la vida cristiana (Ro. 13:10; Col. 3:14; 1 Ti. 1:5; 6:11; 1 Jn. 4:12). No hay en este mundo nada más grande que el amor. La tarea primaria de la iglesia no es perfeccionar su edificio, su liturgia, su música o sus vestiduras, sino perfeccionar su amor.
Finalmente, el NT manifiesta que hay ciertas formas a través de las cuales el amor puede ser mal dirigido.
(I) El amor del mundo es un amor mal dirigido (1 Jn. 2:15). Demas desamparó a Pablo por amar al mundo (2 Ti. 4:10). Un hombre puede amar tanto lo temporal, que olvida lo eterno; puede amar tanto los premios del mundo, que olvida los premios últimos y esenciales que tienen que ver con la eternidad. Un hombre puede amar al mundo de tal manera, que acepta sus normas y abandona las de Cristo.
(II) El amor al prestigio personal es un amor mal dirigido. Los escribas y fariseos amaban los principales asientos en las sinagogas y las alabanzas de los demás (Lc. 11:43; Jn. 12:43). La pregunta de un hombre debe siempre ser: “¿Qué piensa Dios de mi conducta?” Y, no: “¿Qué piensan los hombres de mi conducta?”
(III) El amor a las tinieblas y el miedo a la luz es la inevitable consecuencia del pecado (Jn. 3:19). Tan pronto un hombre peca, tiene algo que ocultar; y, entonces, ama las tinieblas. Ahora bien, las tinieblas pueden ocultarlo de los hombres, pero no de Dios.
Así, después de todo, vemos, sin la menor sombra de duda, que la vida cristiana es edificada sobre dos pilares gemelos: el amor a Dios y el amor al prójimo.
martes, 28 de junio de 2016
Sufre conmigo los trabajos por el Evangelio, según el poder de Dios, quien nos salvó y llamó con vocación santa, no conforme a nuestras obras, sino conforme a su propio propósito y gracia, que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos eternos
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EL EVANGELIO Y LOS EVANGELIOS
Los cuatro Evangelios son escritos singulares en su género que, en su conjunto, nos proveen de la única información directa que poseemos sobre la gran intervención salvadora de Dios en el mundo en la persona de su Hijo.
Es verdad que se hallan unas breves referencias al Cristo en escritos extra-bíblicos del primer siglo, pero no añaden nada a lo que se desprende de la presentación cuádruple del Dios-Hombre en los cuatro Evangelios.
Pertenecen al género biográfico en cierto sentido, ya que describen el nacimiento y las actividades de Jesucristo; pero hemos de notar que no pretenden presentar vidas completas del Maestro, sino que los autores humanos, bajo la guía del Espíritu Santo, seleccionan ciertos incidentes y enseñanzas que demuestran la realidad de la revelación de Dios en Cristo, sin ninguna intención de agotar el material: cosa que, según el apóstol Juan, habría sido imposible, tanta era la riqueza de obra y palabra del corto período del ministerio del Verbo encarnado en la tierra (Juan 21:25).
Es notable que los cuatro evangelistas describen:
- la pasión,
- la muerte expiatoria y
- la resurrección del Señor
Por el hecho de presentar la persona y la obra de Jesucristo, quien es el único fundamento del Evangelio, estos cortos escritos fueron llamados «los Evangelios» por los cristianos del primer siglo.
Es interesante notar que pronto agruparon los cuatro escritos en un tomo que daban en llamar EL EVANGELIO, de la forma en que coleccionaron las epístolas de Pablo en un tomo llamado EL APÓSTOL. Enlazados estos dos tomos por LOS HECHOS DE LOS APÓSTOLES, disponían ya de la parte más esencial del Nuevo Testamento.
El origen del Evangelio
La palabra «Evangelio», como todos saben, significa «Buenas Nuevas», pero son buenas nuevas muy especiales, ya que se trata del mensaje salvador que Dios se digna hacer llegar al hombre, a pesar de su rebeldía.
No hemos de buscar el origen último del Evangelio en los libros que estudiamos, ni siquiera en el misterio de la encarnación; tenemos que remontarnos mucho más alto, llegando a los designios eternos del Trino Dios.
El apóstol Pablo describe en sublimes palabras tanto el origen como la manifestación del Evangelio en 2 Timoteo 1:8–11:
«Sufre conmigo los trabajos por el Evangelio, según el poder de Dios, quien nos salvó y llamó con vocación santa, no conforme a nuestras obras, sino conforme a su propio propósito y gracia, que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos eternos; mas ahora se mostró por la manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús, el cual abolió la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el Evangelio; para el cual fui constituido predicador y apóstol y maestro».
Este sustancioso pasaje nos señala el origen del Evangelio, su manifestación en Cristo, y su promulgación por los apóstoles, que viene a ser un resumen bíblico del contenido de esta introducción.
En su estilo peculiar, el apóstol Pedro describe también el origen del Evangelio «antes de la fundación del mundo» y su «manifestación al fin de los tiempos» por amor a los escogidos (1 P. 1:18–21).
El mismo Señor insistió en que su mensaje procedía «de arriba», y que pudo traerse a los hombres solamente por medio de quien «descendió del cielo» (Jn. 3:12–16; comp. 3:30–34).
Una y otra vez el Maestro recalcó que no proclamaba un mensaje individualista y humano, sino que obraba en perfecta armonía con el Padre (Jn. 8:28; 12:49–50; 6:32–58 etc.), manifestando en el mundo lo que se había determinado en sagrado consejo entre Padre, Hijo y Espíritu Santo.
El autor de Hebreos empieza su sublime epístola recordando el hecho de que Dios había hablado anteriormente a los padres por los profetas, en diversos tiempos y maneras, pero «al fin de esos días nos habló en su Hijo». El Hijo no sólo era portavoz de las Buenas Nuevas del Cielo, sino que en su persona, y a través del profundo significado de su obra, era la voz de Dios, era el Evangelio, como también y eternamente es «Camino, Verdad y Vida».
Hay «Evangelio» en el AT, ya que Dios anticipa las bendiciones de la obra redentora de Cristo a los fieles de todos los tiempos, pero la revelación era incompleta aún, y no se había colocado todavía la base histórica que permitiese la operación de la gracia de Dios (Ro. 3:25, 26). Hay destellos de luz, pero aún no se había levantado el sol de justicia que «viniendo en este mundo, alumbra a todo hombre» (Jn. 1:9).
EL EVANGELIO EN CRISTO JESÚS
El Evangelio en la persona y las obras de Jesucristo
Ya hemos notado el gran hecho de que el Evangelio se encarna en la persona de Jesucristo, pero aquí queremos llamar la atención del lector a los medios, aparentemente tan sencillos, que se emplean en los cuatro Evangelios para dar a conocer esta gran verdad.
Cada evangelista hace su selección de incidentes, sea por lo que recordaba como testigo ocular, sea por investigar los hechos por medio de muchos testigos y ayudado por escritos ya redactados como lo hace Lucas (Lc. 1:1–4).
Las personas se revelan por lo que dicen y hacen, por las actitudes que adoptan durante el período de observación. No de otra manera se revela el Hijo de Dios a través de los relatos de los Evangelios. Cada nueva obra de gracia y poder, cada contacto con las almas necesitadas, cada reacción contra la hipocresía de los «religionistas» de su día, constituye una nueva pincelada que añade algo esencial al retrato final.
Así se va revelando la naturaleza y los atributos del Cristo, que luego resultan ser los mismos atributos de Dios, revelados por medio de una vida humana en la tierra:
- amor perfecto,
- justicia intangible,
- santidad inmarcesible,
- gracia inagotable,
- poder ilimitado dentro del programa divino, y
- omnisciencia que penetra hasta lo más íntimo del hombre y hasta el secreto de la naturaleza del Padre (comp. Jn. 2:24, 25 con Mt. 11:27).
La intención de revelarse a sí mismo, y al Padre por medio de sí mismo, queda patente en su contestación a Felipe: «¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros, y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn. 14:9).
Hemos de distinguir dos facetas de esta maravillosa revelación:
- de la naturaleza de Dios, que ya hemos notado en breve resumen;
- la revelación de la naturaleza de su obra redentora.
Por ejemplo, un leproso «viene a él», lleno de los efectos de la terrible enfermedad. Todos los demás huyen, porque son impotentes ante el mal del prójimo, y quieren sobre todo salvarse a sí mismos del contagio. Sólo Cristo está en pie y escucha el ruego: «Si quieres, puedes limpiarme».
No sólo pronuncia la palabra de poder que sana al enfermo, sino que extiende la mano para tocar aquella pobre carne carcomida, lo que constituye el primer contacto con otra persona desde que se declaró la enfermedad.
Mucho más se podría escribir sobre este solo caso, pero lo escrito basta para comprender que llega a ser una manifestación, por medio de un acto específico, del amor, de la gracia, del poder sanador del Señor, que restaura los estragos causados por el pecado. De parte del leproso se pone de manifiesto que hay plena bendición para todo aquel que acude con humildad y fe a las plantas del Señor.
El Evangelio en las palabras de Jesucristo
Cristo es el prototipo de todos los heraldos del Evangelio, puesto que no sólo obra, sino enseña y proclama la Palabra de Dios.
- Juan Marcos empieza su Evangelio de esta manera: «Principio del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios», y más tarde, al empezar a detallar el ministerio del Señor en Galilea, escribe: «Jesús vino a Galilea predicando [proclamando] el Evangelio del Reino de Dios» (Mr. 1:14).
- Mateo resume la obra en Galilea diciendo: «Rodeó Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y proclamando el Evangelio del Reino» (Mt. 4:23).
- Lucas, después de notar cómo el Señor aplicó a sí mismo la evangélica cita de Isaías 61:1 y 2, en la sinagoga de Nazaret, refiere estas palabras del Señor: «También a otras ciudades es necesario que anuncie el Evangelio, porque para esto soy enviado» (Lc. 4:43).
Anunciaba que el Reino de Dios, tanto tiempo esperado, había adquirido un centro, convirtiéndose en realidad espiritual gracias a la presencia del Rey en la tierra, quien vino para quitar las barreras del pecado y hacer posible un Reino fundado sobre el hecho eterno de su persona y sobre la divina eficacia de su obra.
Hemos de entender la palabra «Evangelio» en sentido amplio, y no sólo como el ruego al pecador que se someta y se salve. Es el resumen de toda la obra de Dios a favor de los hombres que quieren ser salvos, y, desde este punto de vista, toda la enseñanza del Señor que se conserva en los cuatro Evangelios es Evangelio», una maravillosa presentación de lo que Dios quiere que los hombres sepan: mensaje que en todas sus inumerables facetas llama al hombre a la sumisión de la fe y a la obediencia.
Muchos heraldos ha habido, pero ninguno como él, cuyas palabras eran tan elocuentes y poderosas que hasta los alguaciles enviados a prenderle tuvieron que volver a sus amos diciendo en tono de asombro: «¡Jamás habló hombre alguno como este hombre habla!» (Jn. 7:46).
El Evangelio se funda en la obra de la cruz y la resurrección
Aquí nos corresponde recordar al lector que sólo en el sacrificio del calvario se encuentran tanto el amor como la justicia de Dios y que únicamente allí, a través de la misteriosa obra de expiación, pudieron abrirse las puertas cerradas, dando paso a la gracia de Dios, con el fin de que el pecador, delincuente convicto y sentenciado por sus ofensas en contra de la santa Ley de Dios, fuese justificado y bendecido.
Satisfecho el principio fundamental de la justicia intangible del Trono de Dios, y sellada la obra por el manifiesto triunfo sobre la muerte, Cristo resucitado llega a ser el tema del Evangelio, el Primero y el Último, el que murió y vive por los siglos de los siglos (Ap. 1:17–18). Se ha sacado a la luz la vida y la inmortalidad por el Evangelio, en el corazón del cual se hallan la cruz y la tumba vacía.
LOS DOCE COMO TESTIGOS DE LA VIDA, MUERTE Y RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
El entrenamiento de los Doce
Los Doce habían sido discípulos del Señor antes de ser constituidos apóstoles o enviados suyos.
Marcos nota el momento del llamamiento del Señor en estas palabras: «Y subió Jesús al monte, y llamó a sí a los que él quiso, y fueron a él. Y constituyó doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar, con potestad de echar fuera demonios» (Mt. 3:13–15).
El aspecto más importante de su preparación se indica por la frase «para que estuviesen con él», ya que luego habían de testificar sobre todo de la persona del Señor, que se revelaba, como hemos visto, por cuanto hacía y decía, conjuntamente con sus reacciones frente a los hombres, frente a la historia, y frente a la voluntad de Dios, que era la suya propia, y que había venido para manifestar y cumplir.
Cada intervención del Señor suscitaba preguntas, que por fin hallaron su contestación en la confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente»; o según otra confesión suya: «Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Santo de Dios» (Mt. 16:16; Jn. 6:68, 69).
La verdad en cuanto a la naturaleza divina y humana de Cristo tuvo que ser grabada en el corazón y la mente de los apóstoles por medio de una reiteración de pruebas que nacieron de las mismas circunstancias del ministerio del Señor. El pleno reconocimiento de quién era el Señor—que sólo llegó a ser una convicción inquebrantable después de la resurrección—había de ser el sólido fundamento de todo lo demás. Su excelsa obra dependía de la calidad de su persona, como Dios manifestado en carne y como el «Hijo del Hombre», consumación de la verdadera humanidad y representante de la raza por ser el «Postrer Adán».
Es preciso meditar en la importancia de los Doce como testigos-apóstoles, pues si hubiese faltado aquel eslabón de toda garantía entre la persona de Cristo y su obra salvadora, por una parte, y los hombres que necesitaban saber para creer y ser salvos, por otra, la «manifestación» se habría producido en un vacío, y no habría pasado de ser fuente de vagas leyendas en lugar de una declaración en forma histórica garantizada por el testimonio fidedigno de testigos honrados.
Más tarde, y precisamente ante el tribunal del sanedrín que condenó al Señor, Pedro y Juan, prototipos de estos testigos-apóstoles, declararon: «No podemos dejar de anunciar lo que hemos visto y oído» (Hch. 4:20).
Hacia el final de su vida, Pedro reiteró: «Porque al daros a conocer la potencia y la venida del Señor nuestro Jesucristo, no seguimos fábulas por arte compuestas, sino que hablamos como testigos oculares que fuimos de su majestad» (2 P. 1:16).
No sólo tomaron buena nota estos fieles testigos de las actividades del Señor Jesucristo, sino que recibieron autoridad suya para actuar como tales, con el fin de que obrasen y hablasen en su Nombre y frente al pueblo de Israel y delante de los hombres en general.
Como apóstoles tuvieron autoridad para completar el canon de las Escrituras inspiradas—luego se añade Pablo con una comisión algo distinta—, siendo capacitados por el Espíritu Santo para recordar los incidentes y las palabras del ministerio del Señor, como también para recibir revelaciones sobre verdades aún escondidas.
Este aspecto de su obra se describe con diáfana claridad en los discursos del Cenáculo, capítulos 13 a 16 de Juan, y podemos fijarnos especialmente en Juan 14:25, 26; 15:26, 27; 16:15.
El Espíritu Santo actuaba como «testigo divino» a través de los testigos-apóstoles; la manera en que se desarrolló este doble testimonio complementario e inquebrantable se describe sobre todo en Hechos, capítulos 1 a 5, bien que es la base de toda la revelación del NT.
LA TRADICIÓN ORAL
La proclamación apostólica
En primer término, y como base de todo lo demás de su obra, los apóstoles tenían que «proclamar como heraldos» (el verbo griego es kerusso, y la proclamación kerugma) los grandes hechos acerca de la manifestación del Mesías, su rechazo por los príncipes de los judíos, y la manera en que Dios, por medio de sus altas providencias, había cumplido las Escrituras que profetizaban la obra del Siervo de Jehová precisamente por medio de la incredulidad de Israel y el poder bruto de los romanos.
El trágico crimen del rechazo se volvió en medio de bendición, puesto que los pecados habían sido expiados por el sacrificio de la cruz, y el Resucitado, maravillosamente justificado y ensalzado por Dios, ofrecía abundantes bendiciones a los arrepentidos.
Sendos y hermosos ejemplos de este «kerugma» se hallan en Hechos 2:14–36; 3:12–26; 10:34–43; 13:16–41.
No nos olvidemos de que la predicación del Evangelio ha de ser en primer lugar el anuncio público de lo que Dios hizo en Cristo, pues el alma que no comprende lo que es la cruz y la resurrección, con el valor de la persona del Salvador, carecerá de base donde pueda colocar una fe de confianza, una fe salvadora.
La doctrina de los apóstoles
Con razón los evangélicos, en países donde predomina el romanismo, se ponen en guardia al oír la frase «la tradición oral», pero el estudiante ha de saber que hay «tradición oral» falsa y dañina, como también la hay (o la había) como algo fundamental e imprescindible para la transmisión del Evangelio.
Roma pretende guardar una «tradición oral» después de la terminación del canon de los escritos inspirados del NT, interpretándola según los dictados autoritarios de la Iglesia, y en último término por el Papa infalible.
Esta falsa tradición, que se dice existir al lado de los escritos inspirados del NT, permite a Roma interpretar las Escrituras a su manera, desvirtuando lo inspirado y seguro de «la fe entregada una vez para siempre a los santos» a través de los testimonios apostólicos escritos, en aras de unas tradiciones inciertas que se recopilan de los escritos de los «Padres», obras de valor muy desigual. Va sin decir que no admitimos ni por un momento esta pretendida tradición y rechazamos las deducciones que de ella se sacan.
En cambio, si tomamos en cuenta que Marcos, el Evangelio que quizá se redactó primero, corresponde a la última etapa de la vida de Pedro (digamos sobre la década 50–60), queda un hueco de veinte a treinta años entre la Crucifixión y el primer testimonio escrito que ha llegado a nuestras manos.
Desde luego existían escritos anteriores, como es lógico suponer, y que se mencionan en el prólogo del Evangelio de Lucas (1:1–4), pero mucho del material que ahora hallamos en los cuatro Evangelios tenía que transmitirse en forma oral antes de ponerse por escrito.
Podemos percibir el principio de la etapa de la verdadera «tradición oral» en Hechos 2:42, que describe la vida de la Iglesia que acababa de nacer en Jerusalén como consecuencia de la predicación de Pedro en el día de Pentecostés: «Y perseveraban en la doctrina [enseñanza] de los apóstoles, en la comunión, en el partimiento del pan y en las oraciones».
Como hemos visto, los apóstoles cumplían su cometido como heraldos del Rey, crucificado, resucitado y glorificado, proclamando el hecho y el significado de la cruz y la resurrección ante las multitudes que se congregaban para oírles en el patio de los gentiles en el área del Templo; pero llevaban a cabo otra labor también: la de instruir a los nuevos hermanos en la fe, y éstos «perseveraban» en estas enseñanzas, o sea, se mostraban diligentes y constantes en aprenderlas.
Sin duda alguna, los relatos del ministerio de Jesucristo formaban parte importantísima e imprescindible de las enseñanzas de los apóstoles, quienes, ayudados por un círculo de hermanos muy enterados de los detalles de la obra de Cristo, reiteraban una y otra vez los incidentes más destacados y significativos de la vida, subrayando especialmente la gran crisis de la pasión, muerte y resurrección del Señor.
Aleccionados por el Señor resucitado (Lc. 24:25–27, 44–48), citarían muy a menudo las profecías que se habían cumplido por la obra redentora de Cristo, pero aquí nos interesan las enseñanzas que daban sobre la vida de Jesús.
Tanto las narraciones como los extractos de las enseñanzas del Maestro adquirían, a causa de su constante reiteración, formas más o menos fijas al ser anunciadas y aprendidas muchas veces; este «molde» era ventajoso cuando los «enseñados» repetían las historias a otros, pues servía en parte para salvarlas de las fluctuaciones asociadas con toda transmisión oral. Las formas se fijaron durante los primeros tiempos apostólicos, lo que garantiza su exactitud esencial.
Es probable que algunos discípulos, con don para la redacción, hayan escrito narraciones del ministerio de Cristo desde el principio, pero, debido a la escasez de materiales de escribano, y la rápida extensión de la obra, es seguro que muchos creyentes habrán tenido que depender de la «tradición oral» durante muchos años.
El paso de la tradición oral a los Evangelios escritos
Escribiendo probablemente sobre los años 57 a 59, Lucas empieza su Evangelio destinado, como veremos, a Teófilo y a un círculo de gentiles cultos, con palabras que echan bastante luz sobre los comienzos de las narraciones evangélicas escritas: «Habiendo emprendido muchos la coordinación de un relato de los hechos que entre nosotros se han cumplido—se trata del ministerio del Señor—tal como nos los transmitieron aquellos que desde el principio fueron testigos oculares de ellos y ministros de la Palabra; hame parecido conveniente también a mí, después de haberlo averiguado todo con exactitud, desde su principio, escribirte una narración ordenada, oh excelentísimo Teófilo, para que conozcas bien la certeza de las cosas en las cuales has sido instruido» (Lc. 1:1–4).
Aprendemos que por la época en que Lucas empezó a redactar los resultados de sus investigaciones había muchas narraciones que recogían las enseñanzas de los apóstoles que se explicaron al principio por el método catequístico que hemos notado.
A la sazón, ninguna de aquellas narraciones había adquirido autoridad de «escrito inspirado», aprobado por los apóstoles como el complemento de su misión de «recordar» y transmitir la verdad sobre la persona y la obra del Maestro, pero se acercaba el momento de la selección, por la providencia de Dios y bajo la vigilancia de los apóstoles, de cuatro escritos que habían de transmitir a través de los siglos el retrato espiritual de Cristo y el detalle necesario de su obra.
Según los datos que constan en la breve introducción al Evangelio de Marcos que se hallará en la segunda sección, veremos que hay razones para creer que Juan Marcos recogió en el Evangelio que lleva su nombre las enseñanzas del apóstol Pedro.
Constituye, pues, un ejemplo claro de cómo la enseñanza de un apóstol se cuaja en forma literaria por la ayuda de un discípulo y amanuense.
Mateo y Juan redactan principalmente la sustancia de sus propios recuerdos, avivados éstos por el Espíritu Santo.
Ya hemos visto que Lucas, no siendo testigo ocular de los hechos, se dedicó a una concienzuda labor de investigación, interrogando a testigos, y examinando escritos anteriores, llegando por estos medios a la cima de su hermosa obra; el auxilio del Espíritu Santo no sería menos necesario por tratarse de una labor de paciente investigación.
Sus estrechas relaciones con Pablo prestarían autoridad apostólica a sus escritos (Lucas y Los Hechos).
El llamado «problema sinóptico»
Los tres primeros Evangelios se llaman «sinópticos» («vista general», o «parecida») por la razón de que, en contraste con el de Juan, presentan la Vida de una forma aproximadamente igual, dentro de las distintas características que estudiaremos.
Es decir, que reflejan las impresiones de los testigos inmediatos de los hechos, y trazan los movimientos y obras del Señor dentro de una perspectiva cercana e histórica. En cambio Juan, al final de su vida, pone por escrito la Vida según la comprende después de largos años de meditaciones y de revelaciones, elevándola a un plano espiritual. Sus hechos son históricos también, pero su tratamiento de los hechos es personal y espiritual.
Son las interrelaciones de los tres sinópticos lo que ha dado lugar al supuesto «problema», ya que se encuentran muchos incidentes (especialmente aquellos que se relacionan con el ministerio de Galilea) que son casi idénticos en su sustancia y forma.
Para el que escribe el fenómeno es natural e inevitable si tenemos en cuenta que las primeras tradiciones orales, a causa del método de enseñanza y de reiteración, adoptaron formas más o menos estereotipadas desde el principio, y es natural que guardasen las mismas formas al ser redactadas por escrito.
Si la semejanza surge de copiar de unos escritos a otros, es interesante—pero no de importancia vital—considerar cuál sería la fuente anterior. De hecho casi toda la sustancia del Evangelio según Marcos se halla en Mateo y Lucas (menos unos cincuenta versículos).
Obviamente, Mateo y Lucas contienen mucho material que no se halla en Marcos, pero hemos de notar que existen coincidencias entre Mateo y Marcos, diferenciándose los pasajes de Lucas, y también hay coincidencias entre Lucas y Marcos, diferenciándose Mateo.
También hay material coincidente en Mateo y Lucas que no se halla en Marcos. Surgen las preguntas: ¿tenían delante el Evangelio de Marcos tanto Mateo como Lucas? En este caso, ¿disponían de otra fuente distinta que explicara el material que tienen en común que no se halla en Marcos? Muchos eruditos han afirmado la existencia de tal documento, llamándolo «Q» (alemán = «quelle», «fuente»).
Por otra parte, es posible que los eruditos pierden el tiempo en buscar «los tres pies al gato», y que de hecho todo se explica por un gran número de «moldes» que daban forma a la tradición oral, que estaban a la disposición de todos, juntamente con las tempranas narraciones que menciona Lucas, sin olvidarnos de la importancia vital de los conocimientos, intereses y propósitos de cada uno de los evangelistas.
Mucho más importante es que podemos percibir la mano de Dios que guiaba y habilitaba a siervos suyos aptos para la delicada tarea, de trascendental valor, de recopilar y redactar, por la ayuda del Espíritu Santo, precisamente los cuatro aspectos de la Vida que nos han sido transmitidos, y en los cuales es evidente aquella calidad espiritual y divina que los eleva por encima de meras biografías o historias.
EL EVANGELIO CUADRIFORME
¿Por qué tenemos cuatro «Evangelios» y no uno solo que reúna en sí la sustancia histórica y didáctica de todos? Se han redactado muchas «armonías» de los Evangelios, siendo la primera y la más importante aquella que publicara Taciano el Sirio, y que se llamaba el Diatessaron (170 d.C.) a causa de sus cuatro componentes.
Pero este esfuerzo «lógico» y «conveniente» destruye algo de verdadero valor, ya que cada Evangelio presenta una faceta distinta y peculiar de la Vida, por lo que el retrato total gana mucho en definición y en profundidad.
Para formar una idea del rostro de un «amigo por carta», a quien nunca hemos visto personalmente, ¿qué sería mejor? ¿Que nos mandara una sola fotografía grande «de cara», o cuatro fotos sacadas «de cara», de perfil, de medio perfil, etcétera? Sin duda valdría mucho más la serie de semblanzas desde distintos puntos de vista.
Así sucede con las maravillosas «fotografías» literarias que son los cuatro Evangelios, pues cada evangelista expone las múltiples glorias y bellezas morales del Dios-Hombre según le fueron reveladas; por lo tanto cada escrito, aun siendo completo en sí, suplementa y complementa los otros tres, presentando los cuatro juntos una perfecta revelación de nuestro Señor Jesucristo.
Su vitalidad y su veracidad son tales que, aún hoy, después de tantos siglos, al leerlos nos sentimos en la presencia de nuestro divino Maestro, y quedamos hondamente impresionados tanto por el impacto de su persona, como por la fuerza vital de sus palabras, que nos llegan con tanta claridad como si las oyésemos pronunciar ahora mismo.
Tuvimos ocasión de notar arriba que, durante los primeros años del siglo segundo, los cristianos juntaron en un volumen los escritos de los cuatro evangelistas (desgajando «Lucas» de «Los Hechos»), llamando al conjunto EL EVANGELIO.
Luego cada escrito llegó a conocerse como «El Evangelio según San Mateo, San Marcos, etc.
Quedó intacto el concepto de un solo Evangelio, bien que presentado según sus distintas facetas por cuatro autores diferentes.
Los matices que distinguen estos escritos evangélicos se han de detallar en la segunda sección, de modo que no hemos de elaborar más este tema aquí.
Únicamente ponemos de relieve que contemplamos la misma persona en los cuatro Evangelios, y que el significado de su obra es idéntico en todos. Se trata de distintos puntos de vista, relacionados con la finalidad de cada escrito, y no de Evangelios «diferentes».
LA VERACIDAD DE LOS EVANGELIOS
El testimonio interno del Espíritu
El creyente que ha experimentado en sí mismo el poder vivificador y transformador del Evangelio, ya posee, por el testimonio interno del Espíritu, evidencia muy suficiente de la veracidad y de la eficacia de la Palabra divina; pero, como cristianos y siervos de Dios, nos toca tratar con muchas personas que no han visto «la visión celestial» y, al testificar de la verdad delante de ellos, es necesario que sepamos dar razón de la fe que está en nosotros.
Por eso conviene saber algo de las pruebas objetivas que se relacionan con la historicidad y la fiel transmisión de los Evangelios, corazón de la Palabra santa y de la fe cristiana.
Evidencia documental
Por «evidencia documental» queremos decir los textos griegos de los cuatro Evangelios que están a la disposición de los traductores y escriturarios en nuestros tiempos.
Pasaron catorce siglos antes de que los textos pudiesen beneficiarse de la exacta impresión y rápida distribución que se debe a la invención de la imprenta, durante los cuales las copias tenían que hacerse a mano, fuese en frágiles papiros, fuese en costosos pergaminos.
Los autógrafos de los evangelistas se han perdido, igual que todos los de las obras clásicas de la antigüedad, y hemos de depender en todos estos casos de copias de copias. Pero se puede afirmar, sin posibilidad alguna de contradicción de parte de personas enteradas de estas cuestiones, que no existe obra literaria antigua alguna sobre cuya autenticidad abunden tantas pruebas, sobre todo en el terreno documental.
Los copistas cristianos, inspirados por su fe, eran mucho más diligentes que los paganos, dedicándose gran número de ellos a sacar copias de los preciosos escritos apostólicos que eran el sustento espiritual de las iglesias de los primeros siglos de la era.
Como resultado de este santo celo, se catalogan hoy más de 4.000 manuscritos de todo, o de una parte, del N.T., los cuales se hallan diseminados por los museos, bibliotecas y centros de investigación de Europa y de América, revistiéndose algunos de gran antigüedad y autoridad.
La «crítica textual» bíblica ha llegado a ser una ciencia, a la que dedican sus desvelos centenares de eruditos que pueden discernir el valor de los textos que estudian, y que nos acercan siempre más a la época apostólica. Variantes en detalle existen, pero no es cierto que el texto esté muy corrompido. Al contrario, Sir Frederick Kenyon, director en su tiempo del Museo Británico y autoridad indiscutible en la materia, afirmaba que los textos griegos modernos, que resultan de los afanes de los eruditos, tales como el Nestle revisado, no difieren sino en detalles insignificantes de los autógrafos de los apóstoles y los evangelistas.
De gran valor es el Códice Sinaíticus, que fue hallado por el erudito alemán Tischendorf en el monasterio de Sinaí en 1844, y que ahora constituye uno de los mayores tesoros literarios y bíblicos del Museo Británico.
Del mismo tipo es el Códice Vaticanus, guardado, como señala su nombre, en la Biblioteca Vaticana, pero ahora a la disposición de los escriturarios. Fueron copiados de excelentes manuscritos durante el siglo iv.
De los papiros muy antiguos, muchos de los cuales han sido sacados a la luz por los arqueólogos en tiempos recientes, puede servir de ejemplo la colección «Chester Beatty», que contiene los cuatro Evangelios, diez de las epístolas paulinas, la Epístola a los Hebreos y el Apocalipsis. Fueron copiados de buenos textos en el siglo iii.
Se guarda en la Biblioteca «John Rylands» de Manchester un fragmento del capítulo 18 de San Juan, muy pequeño, pero muy importante, ya que, según el criterio de los paleógrafos, pertenece a la primera mitad del siglo ii. Uno de ellos, el doctor Guppy, ha dicho que apenas había tenido tiempo de secarse la tinta del autógrafo de S. Juan cuando se sacó la copia a la cual pertenecía este fragmento. Constituye una evidencia incontrastable en favor de la fecha tradicional de la redacción del Evangelio según Juan sobre los años 95 a 100 d.C.
No existen otros documentos antiguos que se apoyen ni con la mínima parte de las pruebas documentales del N.T., y en particular, los cuatro Evangelios.
El testimonio de los escritos cristianos del primer siglo
Los llamados «padres de la Iglesia» eran los líderes de las iglesias que vivieron al fin del siglo i, y a principios del ii, y quienes pudieron haber tenido contacto con los apóstoles. De hecho, el valor de sus escritos fluctúa mucho, pero las referencias en ellos a los libros del NT se revisten de gran importancia evidencial, ya que prueban que los Evangelios—amén de otros libros del canon—fueron conocidos y admitidos como inspirados por los cristianos en la época sub-apostólica.
Aun cuando no disponemos de los escritos mismos de algunos de ellos, bastantes citas se hallan recogidas en Eusebio: Historia de la iglesia (Editorial Portavoz) (siglo iv).
Papías era obispo de Hierápolis, en Frigia, al principio del siglo ii. Escribió un extenso libro titulado Una exposición de los Oráculos del Señor, que conocemos por los extractos en la obra de Eusebio, y por referencias en el Prólogo antimarcionita; el obispo basó su obra precisamente sobre los cuatro Evangelios.
Ireneo dice que Papías era discípulo de Juan; por las fechas no hay dificultad en aceptar esta declaración, y por lo demás vivía cerca de Éfeso, la última base del apóstol Juan. Hay evidencia, pues, que se enlaza con la época apostólica.
Ignacio era obispo de Antioquía en Siria, y, en camino a Roma para sufrir el mártirio en el circo (115 d.C.), escribió varias cartas a algunas iglesias en Asia, llenas de citas o de alusiones a los cuatro Evangelios.
Policarpo era obispo de Smirna, donde murió por la fe, ya muy anciano, en el año 156. De él tenemos una hermosa epístola dirigida a la iglesia de Filipos. Por numerosas referencias a Policarpo en los escritos de Ireneo y Eusebio, sabemos que citaba muchos textos de los Evangelios, llamándolos «Las Santas Escrituras» o «Los oráculos del Señor». También en su juventud había conocido a S. Juan.
Justino Mártir, filósofo y apologista cristiano, murió mártir en el año 150; hizo frecuentes referencias a los Evangelios en sus libros apologéticos y su «Diálogo con Trifón el Judío».
Desde los años 150 a 170 aparecen listas de libros del NT ya considerados como canónicos, tanto en el Prólogo antimarcionita, como en el Fragmento muratoriano.
Estimulados por la controversia con el hereje Marción, quien rechazaba el AT y publicaba una lista muy restringida de los libros del NT que estaba dispuesto a admitir, los cristianos ortodoxos volvieron a examinar los escritos evangélicos y apostólicos, rechazando algunos otros que se consideraban equivocadamente como inspirados y quedando aproximadamente con la lista que compone nuestro NT de hoy.
En Siria, sobre el año 170, Taciano produjo su «Diatessaron», ya mencionado, que es una armonía de los cuatro Evangelios.
Ireneo. Sólo resta mencionar el testimonio del líder cristiano Ireneo, obispo de Lyon, en Francia, pero oriundo de Asia, discípulo de Policarpo y voluminoso escritor. De importancia especial es su obra Contra herejías, en la que cita constantemente textos sacados de todos los Evangelios.
CONCLUSIÓN
No hay nada pues que apoye la idea muy extendida de que Jesús era un maestro religioso, al cual crucificaron por oponerse a las ideas corrientes en su día, convirtiéndose los escasos datos en cuanto a él en leyendas a través de los siglos por el celo de sus seguidores, quienes llegaron a considerarle como un dios.
Las evidencias documentales remontan a una época cuando aún vivían muchos de los testigos de su vida, muerte y resurrección, y que daban sencillo testimonio de su persona divina y humana.
Los cuatro Evangelios son escritos históricos que ofrecen toda garantía a quien busca en ellos la suprema revelación de Dios en Cristo.
COMPRUEBE SU ENTENDIMIENTO
1. Discurra sobre el origen del Evangelio, su manifestación en el Señor Jesucristo y su proclamación por el Señor.
2. ¿Cómo fueron entrenados los testigos-apóstoles? Señálese la importancia de su obra como tales y cítense palabras del Señor que indican lo que habían de ser y realizar.
3. Con referencia a los primeros capítulos de Los Hechos, describa la manera en que los apóstoles cumplieron su cometido como heraldos de Cristo y como enseñadores de la Iglesia.
4. ¿Qué entiende por «tradición oral» en el verdadero sentido de la palabra? ¿Cómo se concretaron las enseñanzas orales en los cuatro Evangelios reconocidos como autoritativos?
5. Si alguien le dijera que los Evangelios son producto de la falsa piedad cristiana de los siglos segundo y tercero, ¿cómo le demostraría lo contrario?