Páginas De La Biblia Dice

Páginas

Pages

sábado, 11 de junio de 2016

Estas señales seguirán á los que creyeren: En el Nombre de Jesucristo echarán fuera demonios; hablaran nuevas lenguas; Quitarán serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les dañará; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




Derrotando a satanás hoy y siempre
Las señales que seguirán a los que creen Hoy
La Unción del Espíritu Santo en el ministerio

La obra de Dios vive tiempos fructíferos en muchos países de América. Las personas están hambrientas de Dios, necesitan descubrir el verdadero camino. Por lo tanto, creo que es necesario estar preparados y para ello necesitamos la unción divina que respalde nuestros ministerios. Toda obra que no lleva la firma ungida de Dios es muerta.

La unción deben reconocerla aun los que no tienen a Cristo en sus vidas. Mientras caminamos, cuando trabajamos o realizamos diversas actividades, las personas que nos rodean deben reconocer algo diferente en nosotros; y aunque ellos no lo expresen con la misma palabra, esto se llama: unción. Si el mundo no ve en nosotros esa unción, no creerá que Dios nos envió. 

La mayor capacitación que un siervo puede tener es la del Espíritu Santo, sin su obra en nuestra vida sería imposible hacer la voluntad de Dios en esta tierra. Por eso es necesario que estemos investidos, que seamos llenos, renovados permanentemente en el poder y la gracia del Espíritu Santo.

Tal fue el caso de una joven mujer que ansiaba con desesperación encontrar a Dios, pero la misericordiosa mano del Señor la guió hacia alguien que sin conocerla le mostró el camino de su salvación. 

Ella misma relató el hermoso testimonio de esta manera:


«No me quite lo que me ha dado»
Mi vida tenía muchas complicaciones. Había tomado la decisión de suicidarme. Por lo tanto, llevaba en mi cartera una carta en la que expresaba mi determinación. 

Desconocía todo acerca de la campaña evangelística que precisamente ese día daría comienzo en la ciudad de Mar del Plata. No sabía nada del evangelista Annacondia, ni siquiera había oído hablar de él.

En ese tiempo trabajaba como jefa de personal de un importante hotel de esa ciudad. Por años llevé una vida de enfermedad y depresión a pesar de tener una familia bien constituida. No me faltaba nada, pero algo no andaba bien en mí.

Una tarde, mientras estaba parada en mi puesto de trabajo esperando que los empleados a mi cargo cambiaran de turno, decidí terminar con mi vida. Ese era el día que había elegido para suicidarme. Como mi trabajo estaba ubicado frente al mar, caminaría penetrando en las aguas sin mirar atrás y de esta manera le pondría fin a mis sufrimientos.

La entrada del hotel es muy hermosa con unas grandes puertas de vidrio y bronce. Desde allí se sienten los ruidos comunes del vestíbulo. A pesar de lo acostumbrada que estoy a ellos, esa tarde me llamó poderosamente la atención el sonido de la puerta que penetró en mis oídos muy profundamente. En ese instante, siento una mano muy fuerte que me toma de la espalda y me levanta, entonces comienzo a caminar bien erguida y me dirijo hacia una persona que estaba entrando por esa gran puerta. 

Me acerco, lo agarro fuertemente de su camisa y le digo:
—Señor, señor, ¿habrá alguien que me hable de Dios? Necesito que alguien me hable de Él.

Este hombre, con unos ojos muy limpios y una sonrisa muy tierna, me responde:
—Sí, yo te puedo hablar de Dios. Te puedo hablar de un Cristo que te ama y te salva, Él es Jesús de Nazaret.

Esas palabras jamás las voy a olvidar; en ese momento comencé a pedir perdón al Señor. Descubrí todos los pecados que había cometido en mi vida, incluso los que había hecho de niña. 

Al pedir perdón a Dios, entró una luz a mi interior y comencé a agradecerle. Luego miré al hombre que me había hablado y le dije:
—Dígame, ¿quién es usted?
—Yo soy un siervo de Dios, soy el evangelista Carlos Annacondia—me respondió.
—No lo conozco—repliqué—, pero no me quite lo que me ha dado.

A los quince minutos llegó mi esposo a buscarme a mi trabajo y no me reconoció. A partir de esa tarde mi vida cambió, nunca volví a ser la misma. Esa noche fui a la campaña de Annacondia y entregué mi vida a Dios frente a una gran multitud. Hoy puedo decir que fui la primera persona que entregó su vida al Señor a través del evangelista en esa primera e inolvidable campaña de Mar del Plata.

A los tres días de haber conocido a Dios, Él me habló con voz audible y me dijo que tendría una hija más. No fue fácil entenderlo y aceptarlo porque debido a una operación en la que me habían extraído algunos órganos reproductores, los médicos habían confirmado que nunca más podría tener hijos; en esos momentos tenía treinta y siete años y tres hijas. Hoy mi cuarta niña tiene once años y es el resultado de haberle creído a Dios.

No mucho tiempo después, Dios me llamó a su servicio. Hoy trabajo para la obra del Señor pastoreando junto a mi esposo un anexo de nuestra iglesia. Dios es nuestra fuerza y aliento.
María, ciudad de Mar del Plata, Argentina.
Sin la unción de Dios, ningún ministerio en la tierra puede ser eficaz. Si hay algo que nosotros necesitamos es lo que Jesús le encomendó a sus discípulos: «Quédense en Jerusalén hasta que descienda el Espíritu Santo y los llene con poder de lo alto» (Lucas 24:49, La Biblia al día). Ellos deberían primeramente ser llenos del poder de Dios para luego ser testigos en Jerusalén, también en Samaria y finalmente hasta lo último de la tierra. 

Cuando estamos investidos del poder, tenemos la capacidad de ser testigos y así es como comienza nuestra vida en el ministerio. Allí es donde veremos las señales que marcarán nuestro camino.

Cierto día llegó un hermano a mi iglesia para invitar a un predicador a realizar una campaña en una villa miseria por tres días. Dentro de la congregación se habían formado muchos predicadores, por lo tanto, cualquiera de ellos podría hacerlo. Sin embargo, el hermano insistió en que debía ser yo el que llevase la Palabra puesto que su esposa me había visto en visión predicando.

Para ese entonces Dios ya me había hablado diciéndome que si quería que Él me usara, solo debía creer. Allí me mostró abiertamente el verdadero significado de Marcos 16:17, Él me reveló que ese era el secreto de las señales: creer.

Entonces le dije a Dios que nunca me iba a proponer para predicar en una campaña, Él siempre enviaría personas que me invitaran, de esta manera me daría cuenta de que Dios estaba en ello. Así sucedió desde aquel momento hasta el día de hoy.

La campaña a la que me invitaron era en medio de una de las más peligrosas villas. La primera noche muchos pandilleros cayeron endemoniados al suelo, revolcándose y echando espumarajos, así fueron libres de todas las ataduras diabólicas. Al día siguiente estos muchachos eran los primeros en esperar el comienzo de la reunión.

La segunda noche de campaña, no sé si fueron aquellos pandilleros u otros, pero alguien cortó la electricidad del lugar. Igualmente junto con el resto de los hermanos comenzamos a alabar a Dios con todo nuestro corazón y el Espíritu Santo descendió de tal manera que los que estaban ubicados a mi derecha cayeron al suelo y la mitad de ellos comenzaron a revolcarse. 

Veía personas que entraban de la calle gritando, otros llorando, algunos se arrastraban, vi a otros golpearse la cabeza contra el púlpito dando gritos. Mientras tanto, todos continuamos alabando hasta que repararon el desperfecto eléctrico. Esa noche pude ver obrar al Espíritu Santo al darle convicción de pecados a tantas personas, además de sanidades y liberaciones.

El tercer día de campaña los espíritus inmundos continuaban saliendo. Algunas personas llevaban a los vecinos del lugar que se manifestaban en sus propias casas. Esa noche la reunión finalizó llena de prodigios y maravillas. Así fue mi primera campaña evangelística. La gloria de Dios estaba allí mostrando señales que respaldaban su Palabra.

Como le ocurrió a esta mujer, el mundo está esperando que alguien enviado les predique, les hable de salvación, sanidad y liberación. En Romanos 10:11 la Biblia nos dice:
Todo aquel que en Él creyere, no será avergonzado. Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo. ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!
¿Es usted, estimado amigo, o es su ministerio el encargado de este mandato? Si es así, nunca olvide los pasos que describiré a continuación.
Siete pasos para la unción
Hay siete requisitos que cumplir para tener éxito en el ministerio cristiano. Estos son los elementos básicos para alcanzar un ministerio ungido y con éxito. Sin ellos, nuestro servicio será intrascendente y sin frutos. Observemos lo siguiente:
Consagración
Con esto me refiero a la entrega total de una persona a Dios. Ninguno de nosotros puede desarrollar un ministerio eficaz si no rendimos toda nuestra vida a Él.

En la empresa comercial y familiar que dirijo, cuando necesitamos emplear a una persona para trabajar con nosotros, publicamos un aviso en las páginas del periódico. Como respuesta a tal solicitud, se presentan muchos a los que se les hacen los exámenes pertinentes al puesto que se encuentra vacante. De acuerdo a la capacidad de cada aspirante, elegimos a uno de ellos que a nuestro parecer es el indicado. Sin embargo, esto no se hace sin antes evaluar algunas referencias, como por ejemplo: la capacidad para el desempeño de la correspondiente función y la experiencia. Así se suele proceder cuando se necesita contratar a alguien para que cubra un puesto específico.

La iglesia, por lo general, cuando necesita un ministro, un siervo, un colaborador, busca un teólogo que conozca perfectamente las Escrituras, que tenga sabiduría, capacidad, experiencia, etc. 

Pero, ¿qué busca Dios de un siervo? Él solo quiere una vida íntegramente rendida. Dios no busca un teólogo, ni un sabio, ni un dogmático, sino una persona del todo consagrada a Él. Dios no solo busca capacidad o sabiduría, sino consagración y entrega a Él. Lograr esto no es fácil, requiere luchas y demanda de nosotros una total entrega y muchas otras cosas que nos cuestan ceder.

Recuerdo cuando Dios me llamó al ministerio. El primer año fue de verdadera lucha entre Él y yo. La razón de esta batalla era que solo le había rendido el noventa por ciento de mi vida. A pesar de que había recibido el bautismo del Espíritu Santo, de que iba a los hospitales, oraba por los enfermos y se sanaban, de que predicaba y se convertían, había algo en mí que no estaba íntegramente entregado al Señor.

Recuerdo que muchos habían profetizado sobre el ministerio que Dios me había dado. Me decían que Él me enviaría a otros países, que sería un evangelista internacional, que toda América oiría mi voz y muchas otras cosas más. Sin embargo, no sentía una libertad plena en mi vida para desarrollar este ministerio.

Un día, en sueños, el Señor me mostró una villa miseria y me pregunté: ¿Será que Dios quiere que vaya allí a predicar? A lo que respondí de inmediato: No … allí no voy. Otro día Dios me vuelve a mostrar otra villa miseria. Y volví a decir: A ese lugar no voy. ¿Cómo voy a ir yo a una villa miseria? Esa era la lucha. Creía que les predicaría a magnates o artistas, pero Dios quería que predicara a los pobres.

Me sentía tan mal al darme cuenta de lo que Dios me mostraba y de mi negativa, que un día le dije a María, mi esposa: «¿Si regalo todo lo que tengo y nos vamos al norte argentino a predicar el evangelio, sin nada, con lo que tenemos puesto, tú me seguirías?» Y ella respondió: «Si sientes que es de Dios, te seguiré. Donde tú vayas, iré». Pensaba que Dios quería esto. 

Hasta que finalmente comprendí que la voluntad de Él era que predicara de Cristo en esos lugares, a esa gente. Así entendí que ya no me interesaba lo que tenía, había perdido ese amor enfermizo por la empresa comercial que, hasta ese momento, había sido mi vida. Cuando quité mi «yo» y cambié las prioridades de mi corazón, Él me envió a evangelizar a los pobres.

Predicamos en los lugares más marginados de la ciudad, bajo la lluvia, en medio del lodo. Así comenzó el ministerio. Allí realicé campañas entre ladrones, pervertidos, en medio del pecado. En ese lugar estábamos nosotros. En el auto, mi esposa y yo teníamos un par de botas para los días lluviosos en que debíamos caminar por esas calles llenas de barro. Pero, ¡con cuánta alegría predicábamos!

Dios necesitó de mí una entrega total. Ese es el primer paso. Si no hay una entrega total en nuestra vida, Él no nos puede usar. No hablo solamente de estar convertido ni de haber recibido el bautismo del Espíritu Santo, sino que Dios quiere una vida íntegramente consagrada a Él. Alguien que le diga: «Señor, donde me envíes iré».
Visión
El segundo punto es la visión. ¿Cuál es la visión ministerial que Dios le ha dado?
Dentro de la Iglesia de Cristo hay cinco ministerios importantes: apóstol, profeta, evangelista, pastor y maestro. Creo que no todas las personas llamadas al ministerio deben ser pastores, ni que todas deban ser evangelistas porque si no estaríamos construyendo un cuerpo deformado. 

Si Dios aún no le ha dado una visión ministerial para su vida, ¡pídasela! Usted necesita saber cuál es el llamado que Él le ha dado para luego poner sus ojos en ese objetivo. Debe tener una visión clara y exacta del ministerio que va a desarrollar. De no ser así, será difícil alcanzarlo. 

Hay un llamado específico para cada uno de nosotros que debemos cumplir. Cuando tenemos ese llamado, Dios nos da la visión, la forma y la capacitación del Espíritu Santo para poderlo llevar adelante.

¿Sabe cuál es el grave problema en la Iglesia de hoy? El triunfalismo. ¡Cuidado! Esa es una enfermedad que corroe los ministerios. ¿Por qué lo digo? Muy simple, resulta que si un pastor tiene tres mil almas en su iglesia, una cantidad menor de personas le resultaría un fracaso. Entonces para alcanzar ese número de asistentes no importará lo que se deba hacer, ya sea comprar un gran auditorio, dos horas de radio, pedir dinero prestado, etc., Todo esto con el simple propósito de tener una iglesia de tres mil personas. Eso es triunfalismo.

En realidad, no todos los llamados de Dios son iguales. Por lo tanto, si usted se equivoca en la visión, fracasa en el ministerio. Lo importante es que sepamos cuál es la voluntad de Dios para nuestras vidas. Dios llama al hombre y a la mujer para un ministerio, pero usted debe saber que hay pastores para mil, para diez mil y hay pastores para cincuenta o cien almas.
         
Hubo un ministerio en la tierra que creo fue el más hermoso que haya existido. En él todos los enfermos que llegaban se sanaban. El predicador que lo lideraba salía fuera de la ciudad a predicar y la ciudad entera iba tras Él. Y no eran solo los habitantes de una población, sino que llegaban de otros lugares a verlo. A miles les predicó y miles sanaron, a ciudades enteras conmovió, a endemoniados liberó, hasta muertos resucitó. Pero cuando terminó su ministerio público aquí en la tierra, ¿cuántas almas tenía? Apenas ciento veinte. ¿Y a usted le parece que este ministerio fracasó?

Si lo miramos con la óptica actual, tendríamos que decir que Jesús fracasó. Ciento veinte almas estaban en el aposento alto esperando la promesa de Dios. Más de quinientos lo vieron resucitado, pero solo ciento veinte fieles estaban allí. Sin embargo, ellos fueron los que llenaron el mundo de Cristo y hoy nosotros recibimos este evangelio de aquellos ciento veinte.

 Así que estemos conscientes de que quizás Dios nos llame a tener una iglesia de mil, de quinientos, de cincuenta o de veinte. ¿Qué importa la cantidad? Lo importante es cumplir el propósito y el plan de Dios para nuestras vidas.

Cuidémonos del triunfalismo, de tratar de obtener el éxito de cualquier modo. Debemos esperar de Dios lo máximo, pero por sobre todas las cosas, hacer su voluntad. Por eso hay muchos ministerios que fracasan. Por eso hay ministros, que teniendo iglesias de doscientos y de trescientos miembros, se encuentran tristes y amargados porque no se conforman. Pero si esa es la voluntad de Dios, acéptela y no se preocupe por las cantidades.

Dios quiere salvos, pero en su medida y a su modo. No todos van a predicar en las principales ciudades del mundo. Quizás Dios lo envíe a un pueblecito, a esos lugares tan difíciles donde a veces cuesta que la gente entienda el evangelio, pero para Dios esas almas también tienen mucho valor. Por eso nosotros estamos en un ejército, y allí no es valiente solo el que se encuentra en un puesto de batalla, sino aquel que administra, el que prepara los alimentos, los que se preocupan por la atención de los que están en la lucha. Todos los ministerios son importantes. El suyo también lo es.
Conocimiento
Tener conocimiento es fundamental, pero debemos usarlo para servir al Señor y no para demostrarle al mundo nuestro nivel intelectual. La capacitación es esencial para responder adecuadamente a los que preguntan sobre un determinado tema. Los que ministramos somos hombres y mujeres que debemos saber responder puesto que conocemos bien la Biblia, la Palabra de Dios. Si no la conocemos, vamos a estar en desventaja frente al diablo porque él sí la conoce.

Dios también nos capacita para que ministremos el amor y la gracia de Cristo a través de nuestras vidas. Si nos llenamos solo de conocimiento y no tenemos amor por las almas perdidas, no alcanzaremos el objetivo. Por lo tanto, todo tiene que ir ordenado, balanceado, en el ministerio eficaz. Trazando, como todo obrero aprobado, la palabra de verdad y no modificando las Escrituras.
Fe
La fe sin obras es muerta. Podemos tener fe, pero si no la ponemos en práctica, de nada nos sirve. Si cumplimos todos los pasos hasta aquí citados pero no tenemos fe, la unción no resultará. Son necesarios cada uno de estos ingredientes para alcanzar la unción.

El Señor nos dice claramente: «Y estas señales seguirán a los que creen» y menciona diferentes manifestaciones de poder, como por ejemplo: 
  • sanar enfermos, 
  • echar fuera demonios y otras cosas más. 
¿Usted cree que esas señales le seguirán? ¿Para quiénes son estas señales? Sin duda son para todos nosotros sin excepciones. El Señor nos dice hoy: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» y avalará este envío con señales que se accionarán únicamente a través de la fe. (Véase Marcos 16:14–19.)

Cuando usted se para detrás de un púlpito, pone en obra la Palabra por la fe a fin de confirmarla. Todo lo demás corre por cuenta de Dios. Quizás me pregunte qué hago yo. Simplemente predico el evangelio como dice la Biblia en el Evangelio de Marcos: hablo la Palabra. Después que las personas aceptan a Jesús y se acercan a la plataforma como demostración de su paso de fe, echo fuera los demonios en el nombre de Cristo y estos salen. Oro por los enfermos y estos sanan. También en cada reunión oro por el bautismo del Espíritu Santo. Es fundamental cumplir con estas cuatro facetas. No deje de hacerlo, ya que cada una de ellas es necesaria: salvación, liberación, sanidad y bautismo del Espíritu Santo.

Entonces, ¿qué ocurre cuando oramos con fe? Lo sobrenatural comienza a suceder, el mover de Dios se activa con la única llave que puede darle movimiento y esa es la fe. Nosotros debemos creer que lo pedido se cumplirá porque Dios no falla.

Hace un tiempo me llamó un pastor para que fuera a predicar a su iglesia y le respondí: «Sí, iré. Dios me dio algo nuevo y quiero darlo a conocer». Ese día el culto fue una revolución. Pusimos en fila a todos los que querían el bautismo del Espíritu Santo y empecé a orar. A todo el que le imponía las manos comenzaba a hablar en lenguas. Creí que así sucedería y así ocurrió.

Eso es fe. Poner la Palabra en acción y con sencillez. Si creemos con candor en la Palabra, Dios revolucionará nuestra vida. En mi caso, predico el evangelio en la forma más sencilla posible para que todos lo entiendan sin importar el nivel cultural de los que escuchan.

Durante una reunión evangelística en Estados Unidos, Dios me dijo: «Predica una hora si es necesario. Las personas deben entender que son ellas las que necesitan de mí y no yo de ellas». 

Esto es una realidad, Dios le hace falta a los hombres, entonces nosotros tenemos que exponer sus necesidades diciéndoles: «Ustedes necesitan de Dios. ¿Piensan seguir con sus corazones destruidos, emborrachándose, adulterando, mintiendo o desean cambiar? Tengan en cuenta que vivir de espaldas a Dios solo trae dolor, tristeza y amargura».

Así de simple es el evangelio. Aprendamos las cosas sencillas y prediquemos a un Jesús sencillo para que todo el mundo pueda entender las verdades de Dios.
Acción
Para entender este paso deseo que tomemos el ejemplo de Nehemías. Él recibió Palabra de Dios diciendo que debía hacer algo. Y no se quedó sentado esperando que Dios lo hiciera, sino que se puso en acción y dijo: «Ayúdame cuando le presente al rey mi petición. Haz que su corazón sea propicio a mí» (1:11, La Biblia al día).

Muchos oran y oran, y cuando les decimos: «Hermano, ganemos aquel barrio para Cristo», responden: «Estamos orando». Al año siguiente le repetimos: «Hermano, hay que ganar el barrio para Cristo, hay muchos drogadictos». Y ellos vuelven a responder que siguen orando. 

En definitiva, se pasan la vida solamente orando. Debemos orar, pero una vez que Dios nos da la seguridad es momento de pararnos como Nehemías y decir: «¡Vamos! Reedifiquemos los muros de Jerusalén y quitemos de nosotros este oprobio» (Nehemías 2:17, La Biblia al día). Siempre estamos esperando que Dios lo haga todo, que Él sea el que venga a predicar. Oramos dos minutos y decimos: «Señor, salva el barrio», y ya está. Y de esta manera pretendemos que una persona se convierta.

En cierta oportunidad Dios me dio una visión en la que vi un gran oasis, palmeras, plantas exóticas, árboles frutales de todo tipo, arroyos de agua cristalina, flores, césped de color verde oscuro, pájaros y una multitud bebiendo refrescos, comiendo frutas, cantando, riendo, jugando. Y pensé, este lugar es «el paraíso». Mas cuando comencé a acercarme al vallado que lo circundaba vi al otro lado un gran desierto. No había árboles, agua, flores, no había sombra, el sol partía las piedras y vi la multitud agonizante mirando. Muchos tenían la piel agrietada, la lengua hinchada y se sostenían el uno con el otro. Sus manos tendidas hacia los que estábamos en el paraíso imploraban ayuda.

Esta visión de Dios me ayudó a reflexionar como parte de la Iglesia de Cristo. Nuestros templos están cansados de oírnos. Cada ladrillo puede ser un doctor en teología. Saquemos el púlpito a la calle, a las plazas, a los parques. Vayamos de puerta en puerta hablando de Cristo.

 Los lamentos de los que sufren golpean nuestros tímpanos. Despertemos, los noticieros de radio y televisión, los periódicos y semanarios cantan loas al destructor. ¡Prediquemos de Cristo!

Dios quiere hombres y mujeres de acción. Seamos sensatos y sabios. En la vida, si no entramos en acción, no movemos. Si no nos esforzamos, fracasamos. Si no hay acción, aunque tengamos mucha sabiduría, no vamos a ganar las almas para Cristo. 

Aunque nos instalen una iglesia completa con todo lo necesario; ¡olvídese! A todo proyecto hay que agregarle acción y eso se demuestra saliendo a servir al Señor. Si es haragán, renuncie al ministerio o dígale al Señor que le saque la pereza. 

Ningún perezoso va a tener éxito en la obra del Señor porque Él necesita personas valientes y esforzadas. Eso fue lo que Dios le dijo a Josué: «Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes» (1:9).

¿Qué es esforzarse? Es sobrepasar los límites de nuestras fuerzas. Si por ejemplo nos gusta dormir mucho, el ministerio no resultará en nuestras vidas. En realidad, todo debe tener un límite y una medida. Tampoco es necesario llegar al extremo de tener tanta actividad que nos pasemos el día corriendo y dejemos de orar.
Oración y ayuno
Somos sacerdotes de Cristo. Cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de tener el fuego encendido, mantener el fuego del altar en nuestra vida devocional a través de la oración constante. Así el fuego del Espíritu Santo no se apagará jamás.
Y el fuego encendido sobre el altar no se apagará, sino que el sacerdote pondrá en él leña cada mañana, y acomodará el holocausto sobre él, y quemará sobre él las grosuras de los sacrificios de paz.
Levítico 6:12
Es importante que sintamos amor por las almas perdidas; que doblemos nuestras rodillas para gemir, para clamar por el mundo que se pierde. Cuando aceptamos a Jesús, las llamas del altar llegan hasta el techo. Sin embargo, al pasar el tiempo el amor se va apagando y el altar también. 

Entonces, allí donde había fuego, solo quedan cenizas. Si dejamos apagar el fuego del altar, como le sucedía a los levitas, no servimos como sacerdotes, fracasamos en nuestra función. Si no mantenemos el altar a Dios encendido en nuestras vidas, nos enfriamos. De pronto comenzamos a perder el amor por las almas sin Cristo, por la obra y por los hermanos.

Pero aún estamos a tiempo de recuperar ese primer amor, como la iglesia de Éfeso. Perdió su primer amor y su altar se consumió. Había trabajado mucho, había andado mucho, había obrado mucho, pero algo andaba mal. Dios vio los esfuerzos de la iglesia de Efeso, su trabajo incansable, que resistía a los malos y a los que decían ser apóstoles y no lo eran. Sin embargo, le dijo: «Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor. Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete» (Apocalipsis 2:4, 5).

Podemos mantener el fuego del altar encendido con oración y con ayuno. Buscando a Dios con todo nuestro corazón e intercediendo. Así nos prepararemos para enfrentar los obstáculos, pues, como el Señor nos dice, no tenemos lucha contra carne ni sangre, sino contra principados, contra potestades y contra huestes espirituales de maldad. 

La Biblia es clara al mostrarnos que nuestra lucha no es contra los hombres, sino contra las potestades del aire. Es allí donde debemos tener victoria, orando permanentemente y diciendo: «Satanás suelta la ciudad. Diablo suelta las finanzas. Satanás, diablo inmundo, tú que traes el pecado sobre la Iglesia, suéltala en el Nombre de Jesucristo».

Satanás es real, pero muchas veces pareciera que lo pasamos por alto, creemos que de esta manera no nos va a hacer nada. El diablo anda como león rugiente, buscando a quien devorar y nosotros debemos librar esta batalla en oración, en el altar; y cada vez que lo reprendemos es como si le echáramos un balde de nafta al altar.

Es importante la consagración, la visión, el conocimiento, la fe, la acción, pero a la oración y al ayuno debemos cuidarlos celosamente. Este es un ingrediente que no puede faltar en su ministerio. Si fracasa en esto, lo demás no sirve. Cada tema debe cuidarse con celo. Cada cosa tiene su componente real para nuestra vida cristiana, pero es importante que le agreguemos una vida de oración e intercesión. Además, como líder de un ministerio, es importante que organice un grupo que esté orando constantemente a su alrededor e intercediendo por su vida.
Amor
A todo lo enunciado hasta aquí debemos abrazarlo con amor. Si no hay amor por las almas perdidas y por las ovejas propias, el ministerio cristiano es ineficaz y no va a tener en nuestra vida ningún resultado. Usted puede ser una persona de acción, de fe o de conocimiento, pero si no tiene amor, ¿de qué sirve? Todo lo que pueda construir lo termina destruyendo por falta de amor.

Diariamente elevo esta oración a Dios: «Señor, dame amor. Porque sé que si no tengo amor, nada soy». Si no amara en verdad al que sufre, me sería imposible continuar en el ministerio. Hay días en que tengo tres personas que me están hablando en un oído, tres en el otro y tres por detrás. Le puedo asegurar que a veces no es fácil, por eso necesitamos Una cuota de amor especial, pues muchas veces la paciencia se termina y si no tenemos amor no podemos continuar.

El amor, dice la Biblia, «no se envanece … no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Corintios 13:4–5, 7). Ese es el amor que debemos tener. 

Si usted tiene una vida de altar y el fuego está encendido, pídale a Dios que lo llene de su amor y Él lo hará. Pero no se olvide, ore a Dios, interceda ante Él, no se conforme con orar cinco o diez minutos, eso no alcanza. Ore a Dios cuanto quiera: una hora, dos horas … pero trate de dedicarle tiempo al altar. De manera que todos los pasos que debemos transitar para lograr un ministerio triunfante estén inundados con el amor precioso de nuestro Señor Jesús.

Hace un tiempo llegó un hermano, que ha escrito muchos libros, enviado por un pastor alemán. Estaba investigando todo acerca de los avivamientos y sus fallas. Habló de Finney, de Moody, de Wesley y de otros. Quería saber el porqué los avivamientos se detienen.

Entonces le respondí, de acuerdo a mi entendimiento, con una ilustración. Si dos boxeadores pelean en un ring, uno ataca y el otro se defiende. Cuando el que atacaba deja de hacerlo, el que se defendía comienza a atacar. Lo mismo sucede con la Iglesia y su lucha con Satanás. Cuando estamos librando la lucha por las almas perdidas, lo que sostiene el ataque es el amor por esas vidas. Cuando la Iglesia deja la acción, el diablo la ataca y pasa a defenderse de él. ¡No pierda su lugar de victoria dentro de la lucha!

Quiero terminar esto con lo que Dios me dijo al respecto:
El amor por los perdidos produce avivamiento. Cuando se termina el amor, se termina el avivamiento. Aquel que tiene pasión por las almas vive en un permanente avivamiento.
DESCARGAR

viernes, 10 de junio de 2016

Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




A propósito del matrimonio gay o lesbianismo
La relación VARÓN-MUJER en la Biblia
Relación horizontal
Es posible que ningún tema que se pueda actualmente plantearle a la teología exija tanto de la hermenéutica bíblica como el que tenemos entre manos. 

La razón es obvia: no hay manera de evitar que su consideración sea afectada por un doble condicionamiento. Por un lado, 
  1. el de la larga historia de interpretación bíblica coloreada por el machismo; 
  2. por otro lado, el de la lucha por los derechos de la mujer, promovida por el                       feminismo dentro y fuera de la Iglesia.
La sexualidad, en su variante masculina y su variante femenina, forma parte de la esencia misma del ser humano e inevitablemente influye en todas las relaciones interpersonales. 

Dios no creó seres asexuales o andróginos: creó al varón y a la mujer. Y a uno y otro los diseñó de tal manera que en su relación mutua descubrieran el sentido de su propia sexualidad:
  • el varón, el de su masculinidad; 
  • la mujer, el de su femineidad.
Sin embargo, abundan las pruebas para demostrar que, desde tiempos inmemoriales, la diferenciación sexual, lejos de ser un factor unitivo en la sociedad, con demasiada frecuencia ha sido un factor de división entre hombres y mujeres. 
Para ser más precisos, a lo largo de la historia la relación hombre-mujer ha estado constantemente marcada por el machismo y la misoginia. Y, tristemente, éstos se han reflejado en la interpretación bíblica hasta tal punto que hoy se hace difícil creer que la Biblia provee una base firme para la reivindicación de los derechos de la mujer en la sociedad o para el ministerio de la mujer en la Iglesia. Basta citar, a manera de ejemplo, las palabras de Tertuliano dirigidas a la mujer:
Eres el portal del diablo, quien deselló aquel árbol (prohibido); fuiste la primera en desertar de la ley divina; eres aquélla que persuadió a aquél a quien el diablo no se atrevió a atacar. Con cuánta facilidad destruiste la imagen de Dios, el hombre. A causa del castigo que te merecías —la muerte— hasta el Hijo de Dios tuvo que morir.
Frente a la discriminación de que la mujer ha sido objeto, muchas veces supuestamente apoyada por la enseñanza bíblica, no es de sorprenderse que el ala radical del movimiento feminista descarte la Biblia por considerarla «machista», fuente y origen del sexismo que aflige a la Iglesia y a la sociedad. 

Si la Biblia presenta a un Dios masculino que ha dispuesto que el hombre ejerza dominio sobre la mujer, ¿qué puede ofrecerle a la mujer que anhela liberarse de las imposiciones de una sociedad machista y realizarse como persona? No se puede considerar el tema de la relación hombre-mujer sin tomar en cuenta este desafío que plantea el feminismo contemporáneo.

En resumidas cuentas, estamos frente a un problema hermenéutico fundamental: se nos convoca a interpretar la enseñanza bíblica sin permitir que las lecturas machistas tradicionales ni los presupuestos feministas actuales respecto a la Biblia nos impidan escuchar la Palabra de Dios. 

Con este fin consideraremos la relación hombre-mujer a la luz de Biblia, primero en el contexto de Génesis 1–3 y, luego, en las cartas de Pablo, específicamente en Gálatas 3:26–29 y Efesios 5 y 6.
A Imagen de Dios los creó
Toda la narración de la creación en el capítulo 1 de Génesis está caracterizada por una admirable sobriedad. Sin elaboración ni adorno enumera los actos de la creación por medio de los cuales, paso a paso, Dios prepara el escenario para la vida humana. 

Todo lo que Dios hace es «bueno», puesto que se adapta cabalmente al propósito divino. Y toda apunta a un clímax que da sentido a cada acto que lo precede: la creación del Hombre (’adam = humanidad) en el sexto día.

También los animales (a excepción de los peces y las aves) corresponden al sexto día y eso pone en relieve la solidaridad del Hombre con el reino animal. 

No por eso la creación del Hombre deja de ser un acto especial de Dios, lo cual se echa de ver en el contraste entre la forma verbal en el versículo 24 («Produzca la tierra seres vivientes») y la que aparece en el versículo 26 («Hagamos al Hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza»). 

Dios dialoga consigo mismo y proyecta crear al Hombre como la imagen de sí mismo. Esto coloca a la humanidad en una categoría aparte entre todos los seres creados: le da su carácter distintivamente humano. El Hombre es por definición imago Dei.

En la historia de la interpretación bíblica se ha discutido mucho sobre el significado de la expresión «a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza». La exégesis tradicional, especialmente en círculos católico-romanos, en el pasado pretendió construir toda una antropología basada en la distinción entre «imagen» (tselem) y «semejanza» (demuth). 

De acuerdo con ella, el Hombre fue creado, por un lado, con una conformidad innata con Dios, la cual era un don natural y, por otro, con una capacidad de desarrollarse y llegar a ser como Dios, la cual era un don sobrenatural. Sin embargo, el uso que se hace de los dos términos en Génesis no apoya esta interpretación. 

Hoy se admite ampliamente que las dos palabras apuntan a una misma realidad que la versión popular Dios llega al hombre expresa en lenguaje sencillo: «Ahora hagamos al Hombre. Se parecerá a nosotros». El texto sugiere que entre todos los seres creados por Dios, éste solo —hombre— se parece a Dios, pero no dice explícitamente en qué consiste la semejanza del hombre con Dios. Esto es algo que se tiene que deducir del contexto literario e histórico del texto.

Karl Barth mantiene que a la definición del contenido de la imagen se puede llegar por vía de la exégesis. 

Para él la semejanza está dada en la diferenciación sexual que implica tanto la relación como la diferencia entre el hombre y la mujer. El ser humano, entonces, se parecería a Dios en que, gracias a su diferenciación sexual, en él se reproduce la relación entre el «yo» y el «tú» que está presente en el trino Dios (como sugiere claramente el plural «hagamos» en Gn. 1:26). 

La imagen, por lo tanto, sería una analogia relationis (una analogía de relación), no una analogia entis (una analogía del ser). G. C. Berkouwer ha objetado la ambigüedad en que cae Barth al usar a la pareja humana como el modelo de la relación interpersonal (la relación entre el «yo» y el «tú») y a la vez poner énfasis en la diferencia sexual entre el hombre y la mujer (la diferenciación sexual) como el contenido mismo de la imagen. Aunque no se puede negar que hay una conexión entre la imagen de Dios y la capacidad que tiene el ser humano de relacionarse con el prójimo, el texto no da pie a la interpretación según la cual la «analogía de la relación» agota el sentido de la imago Dei.

La investigación del significado que tenían las imágenes antiguamente en el Medio Oriente ha arrojado resultados positivos para la interpretación de Génesis 1:26–28. La conclusión es que según la «ideología real» difundida en el mundo antiguo, especialmente en Egipto, el rey es la imagen de Dios y como tal lo representa ante sus súbditos. La imagen del rey, por otro lado, representa a éste en la tierra conquistada. Estas ideas no están lejos del texto bíblico: el Hombre es la imagen de Dios porque lo representa y está investido de su autoridad.

La figura de la imagen cobra aún más fuerza cuando se toma en cuenta que la expresión aparece en un contexto en el cual se destaca la trascendencia de Dios. El Dios a quien se parece el Hombre es el Dios que crea el universo y los seres vivientes por medio de su palabra, pero luego hace una imagen de sí mismo y la coloca en el mundo como su representante; es el Creador que implanta en el Hombre su propia creatividad y lo hace su propio lugarteniente, le encomienda la mayordomía de su creación. Para la ideología real oriental sólo el rey representa a Dios; para la revelación bíblica el Hombre (y consecuentemente todos los hombres y todas las mujeres) es la imagen del Creador en el mundo.

Así, pues, el significado esencial de la descripción del Hombre como la imago Dei es el carácter representativo que el Hombre tiene respecto a Dios. Esta interpretación que se desprende del contexto histórico del pasaje bíblico es ratificada por la conexión que el texto establece entre la intención divina respecto a la creación del ser humano en Génesis 1:26 («Hagamos al Hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree...») y la narración misma de la creación en Génesis 1:27–28 («Y creó Dios al hombre a su imagen... y... dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread...»). 

Al Hombre como su imagen —su representante— le da la facultad de reproducirse y le encomienda la mayordomía del mundo. La tarea humana fundamental es el gobierno de la realidad creada, en representación de Dios y bajo su autoridad. Éste es el «mandato cultural», en cuyo cumplimiento el ser humano manifiesta que en efecto es imago Dei

El Hombre completo —el Hombre como ser somático y espiritual— se asemeja a Dios porque a él le ha sido encomendada la mayordomía de la creación. Y allí radica la base de la responsabilidad humana en el uso y cuidado de los recursos naturales, y en el desarrollo científico y tecnológico.

En relación con nuestro tema cabe destacar, sin embargo, que Génesis 1:26–28 no deja lugar a dudas acerca de la diferenciación sexual entre el hombre y la mujer, la identidad de los dos miembros del binomio como imago Dei, y su común vocación en el mundo. Las tres verdades fundamentales para la relación hombre-mujer quedan comprimidas en pocas palabras.


  • En primer lugar, el Hombre a quien Dios crea no es asexual ni andrógino sino el ser humano varón y el ser humano hembra. La diferenciación entre la sexualidad masculina y la sexualidad femenina no es, pues, resultado de la caída, sino un elemento constitutivo de la creación arquetípica. Cuando Dios creó al Hombre a su imagen, «varón y hembra los creó» (v. 27b).
  • En segundo lugar, tanto el hombre como la mujer son creados a imagen y semejanza de Dios. De su semejanza con Dios derivan los dos su dignidad humana. La imago Dei está en la esencia misma de su ser de tal modo que ni aún el pecado puede destruirla (cf. Gn. 9:6; Stg. 3:9). Cuando Dios creó al Hombre como varón y hembra, «a imagen de Dios los creó» (v. 27a). El mismo pensamiento es confirmado de nuevo más adelante, en Génesis 5:1–2: «El día en que creó Dios al Hombre, a semejanza de Dios lo hizo. Varón y hembra los creó; y los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán [Hombre], el día en que fueron creados».

Si el varón y la hembra —según la Biblia— se asemejan a Dios, nos parece demasiado aventurado afirmar que el Dios de la Biblia fuera concebido como un Dios masculino. Como ha demostrado Mary Hayter en su excelente estudio exegético intitulado The New Eve in Christ, el género masculino del vocabulario bíblico relativo a Dios no significa que éste fuera pensado como una deidad masculina. 

Por lo menos en el caso del Antiguo Testamento —dice Hayter— tal vocabulario refleja una sociedad dominada por el hombre pero a la vez muestra que, en un mundo cuyo pensamiento religioso ponía énfasis en la actividad sexual entre dioses y diosas, Israel se esforzó por separar a la Persona de Dios de toda esa trama de mitos y ritos vinculados a la sexualidad. Para esta estudiosa,
la frase clave para entender el concepto hebreo de la sexualidad en Dios es su «trascendencia de toda sexualidad». Según el Antiguo Testamento, Dios trasciende la distinción varón/hembra. 

La sexualidad es creación de Dios; por lo tanto, es buena intrínsecamente. Sin embargo, sigue siendo parte de la creación y no debe ser confundida con el Creador, que está muy por encima de lo creado.
En todo caso, si se quisiera insistir en afirmar la presencia de sexualidad en Dios, el solo hecho de que el Hombre haya sido creado como varón y mujer sugiere que sería más bíblico decir que en Dios se integran la masculinidad y la femineidad en perfecta armonía; que él incorpora y a la vez trasciende la diferenciación sexual humana creada por él.


  • En tercer lugar, tanto al hombre como a la mujer les son dadas la tarea de reproducirse y la mayordomía de la creación. Desde el comienzo mismo de la creación el Hombre es varón y hembra llamados a compartir una común vocación de representar a Dios en el mundo.                                                                                                                A ambos los bendijo y les dijo: «Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread...» (v. 28). No hay la menor sugerencia aquí de que el varón tenga mayor responsabilidad por la mayordomía de la creación y la hembra mayor responsabilidad por la reproducción.                                                                             Como imagen de Dios, ambos comparten una común humanidad y una común vocación en el mundo. Apenas se puede exagerar la importancia que el reconocimiento de la mujer (y no sólo el hombre) como la imagen de Dios tiene para la relación hombre-mujer.   Aun hoy la sociedad en general está organizada de acuerdo con pautas dictadas por un machismo que resulta en una triste negación de la vocación humana de la mujer.        Hay la idea de que a ésta le corresponde cumplir el mandato de fructificar y multiplicarse, puesto que está hecha para ser madre y esposa, mientras que el mandato cultural está reservado para el hombre. Ésta es una tergiversación de la enseñanza bíblica, tergiversación de la cual se desprende la reducción de la mujer a un estado de inferioridad respecto al hombre, inclusive en la Iglesia.                                                   En América Latina el problema cobra dimensiones de tragedia. No se toma en cuenta que tanto en el caso de la hembra como en el del varón, por encima del sexo está su común humanidad y que su realización como ser humano depende del cumplimiento de su vocación como imagen de Dios.
Desde una perspectiva bíblica, no se puede definir el rol de la mujer exclusivamente en términos de matrimonio y maternidad física. Tiene que definirse sobre la base del mandato de Dios: el mandato a ejercer el dominio sobre la creación, bajo la soberanía de Dios y en estrecha colaboración con el hombre. 

Más importante que la femineidad de la mujer es su humanidad. Por eso, la primera preocupación de la mujer no puede ser casarse y tener hijos. Si a veces lo es, eso se debe a que la mujer a través de los siglos ha internalizado una imagen de sí misma que le ha sido impuesta por el sexo masculino. 

La tarea prioritaria de la mujer se deriva directamente del hecho de haber sido creada a imagen y semejanza de Dios. Su lugar en el mundo no depende únicamente del género sino de su vocación; no de la biología sino del mandato de Dios.

Sin embargo, esto no niega la diferenciación sexual hombre-mujer. El Hombre que Dios creó a su imagen se da en la historia necesariamente como varón o hembra. El sexo masculino y el sexo femenino fueron creados por Dios, y la diferenciación sexual y la complementariedad de los sexos forman parte de la estructura misma de la historia humana. 

Ni el varón ni la mujer puede cumplir la vocación del Hombre sin el aporte el otro. Yerra, por lo tanto, quien piensa que para luchar por la reivindicación de los derechos de la mujer es necesario rechazar la maternidad o negar las diferencias que existen entre ella y el hombre. El esfuerzo por eliminar las diferencias sólo puede conducir a una situación artificial, con el peligro de que la mujer termine por concebir su liberación en términos de una imagen de la «mujer liberada» que le impone (¡otra vez!) el hombre. 

El camino de la liberación de la mujer no está en la negación de los atributos de su femineidad, incluyendo su capacidad maternal, sino en la integración plena de la mujer como mujer en un proyecto de vida que dé expresión a su vocación humana. Al Hombre como imago Dei Dios le ha encomendado la mayordomía del mundo. El hombre y la mujer por igual se realizan como seres humanos en la medida en que ejercen esa su vocación en obediencia a Dios y en estrecha colaboración mutua.
La mujer, «ayuda idónea» del hombre
En el capítulo 1 de Génesis el énfasis está en los orígenes del cosmos y el lugar que el Hombre ocupa en él en su calidad de imagen de Dios. En el capítulo 2, en cambio, el énfasis se desplaza del cosmos a la humanidad. El rico simbolismo de la narración comunica con fuerza la vinculación del ser humano con la naturaleza (el hombre es hecho del polvo de la tierra) y con Dios, de quien recibe el aliento de vida (v. 7). 

El capítulo 2 reitera así las afirmaciones básicas que aparecen en el capítulo 1 en cuanto al Hombre: que éste guarda continuidad con la creación (fue hecho el sexto día) y que mantiene una relación especial con Dios (es su imagen). Si en el capítulo 1 se presenta al Hombre como la culminación de toda la obra creadora de Dios, en el capítulo 2 se ausculta la naturaleza de la relación entre los dos integrantes de la pareja humana. Aquí apenas podemos anotar los énfasis principales que surgen del análisis del texto.

Lo primero que se debe notar es que la creación de la mujer en este contexto responde a la necesidad que el hombre tiene de compañerismo (Gn. 2:18–25). Al final del capítulo 1 se dice que «vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera» (v. 31). En contraste, en el capítulo 2 se asevera que, después de hacer al hombre y colocarlo en el huerto del Edén, Dios dijo: «no es bueno que el hombre esté solo» (v. 18). 

La inferencia es clara: el hombre no fue creado para la soledad sino para la comunión, para la comunicación con el otro. Todo individualismo (el énfasis unilateral en la realización o la libertad individual) queda descartado en el origen mismo de la historia. Pero el compañerismo que requiere el hombre no pueden proveerlo los animales a quienes él nombra (v. 19) y con los cuales mantiene una diferencia esencial como ser humano que él es. Por eso Dios crea a la mujer como «ayuda idónea» (’ezer kenegdo) del hombre (vv. 18, 20).

Muchos intérpretes han querido encontrar en la narración de la creación de la mujer base para afirmar que la Biblia enseña la inferioridad del sexo femenino y la superioridad del masculino. 

Tomás de Aquino, por ejemplo, dejó de lado las perspectivas que da Génesis 1 respecto a la relación hombre-mujer y dedujo de Génesis 2 que «la mujer ha sido hecha para ayudar al hombre, pero solamente en la reproducción». La misma lectura machista del texto aparece en tiempos modernos en autores como S. B. Clark quien dice que Génesis describe el lugar de la mujer en el matrimonio como «una ayudante del hombre en la tarea de establecer un hogar y una familia». Caben aquí dos observaciones.


  • En primer lugar, nada en el texto sugiere que la mujer sería «ayuda idónea» del hombre exclusivamente en la reproducción. Si ese fuera el caso, Génesis 2 entraría en contradicción con Génesis 1, donde, como hemos visto, el hombre y la mujer, como imago Dei, reciben de Dios una común vocación que incluye la procreación y la mayordomía de la creación.
  • En segundo lugar, de la descripción de la mujer como «ayuda idónea» del hombre no puede deducirse que el hombre sea jerárquicamente superior a ella y la mujer jerárquicamente inferior a él. El sentido de ’ezer kenegdo aquí no es de «ayudante subordinada», como si la mujer hubiese sido hecha para ser una esclava doméstica puesta al servicio del hombre. De las veintiún veces que aparece el término ’ezer en el Antiguo Testamento, quince sirven para describir a Dios como «ayuda» de personas en situaciones de necesidad. La connotación del término se refleja, por ejemplo, en el Salmo 115, donde dice: «Oh Israel, confía en Jehová; él es tu ayuda y tu escudo. Casa de Aarón, confiad en Jehová; él es vuestra ayuda y vuestro escudo. Los que teméis a Jehová, confiad en Jehová; él es vuestra ayuda y vuestro escudo» (vv. 9, 10, 11). En Génesis 2:18 y 20 se describe a la mujer como «ayuda idónea» o «ayuda que le corresponda» (Croatto) al hombre porque ella está en condiciones de liberarlo a éste de su soledad, y esto por dos razones: (1) Porque, en contraste con los animales, entre los cuales «para Adán no se halló ayuda idónea para él» (v. 20), ella, y ella sola, es igual a él: como el varón, ella se parece a Dios, y comparte con el varón su humanidad. (2) Porque es mujer —una persona de sexo femenino— y, por lo tanto, distinta de él. La descripción de la mujer como ’ezer kenegdo no apunta a la inferioridad de la mujer respecto al hombre sino a la relación mutua de dos personas que se complementan entre sí. Por eso, a la mujer que Dios le hace y le presenta como compañera, el hombre la reconoce como hueso de sus huesos y carne de su carne y le da, no un nombre cualquiera (como en el caso de los animales, sobre los cuales ejerce dominio), sino el suyo propio: «Ésta será llamada Ishah (varona) porque del Ish (varón) fue tomada» (v. 23).
La igualdad y la distinción de la mujer con referencia al varón están en la base misma del matrimonio. Son los factores que hacen posible la complementación mutua de la cual la pareja humana deriva su sentido. La diferenciación sexual no encuentra su justificativo en la reproducción, sino en la unión de dos seres que se complementan entre sí. 

Esto explica cómo es posible que Génesis 2 se refiera a la pareja humana y aluda al acto sexual sin mencionar la procreación: en el contexto del matrimonio la mujer vale porque como ser humano de sexo femenino ella sola está en condiciones de completar al hombre. Esta complementación mutua entre el hombre y la mujer es suficiente de por sí para explicar la existencia de la diferenciación sexual. Como escribe Otto Piper:
Al darle al hombre una mujer, y no otro hombre, para que lo acompañe, Dios indica que la diferenciación sexual tiene significado aparte de la procreación, y que el compañerismo entre el esposo y la esposa debe ser considerado como la más grande bendición de la vida.
Así, pues, la relación hombre-mujer no puede definirse en términos de una diferenciación jerárquica entre un ser superior y un ser inferior, sino en términos de una diferenciación funcional entre dos seres humanos en pie de igualdad. Según la enseñanza bíblica, la intención central de Dios en la creación de la pareja fue que entre el hombre y la mujer se estableciera un compañerismo íntimo, una dependencia mutua basada en la naturaleza complementaria de los cónyuges. 

La complementariedad de los sexos no puede reducirse a lo biológico: abarca la totalidad de la persona, tanto del varón como de la mujer, y comunica a todas sus relaciones mutuas una dimensión sexual. Porque el hombre y la mujer son iguales, ya que ambos fueron creados a imagen y semejanza de Dios y comparten una común vocación en el mundo, deben respetarse y amarse mutuamente. Porque son diferentes, pueden ejercer funciones distintivas, sin negar o usurpar el rol del otro, o pretender realizarse en total independencia del otro, ya que el hombre descubre su identidad masculina frente a la mujer, y la mujer descubre su identidad femenina frente al hombre.

Aún más fundamental que la función de la mujer en la relación matrimonial es la vocación que ella tiene como imagen de Dios. Sin embargo, función y vocación no son ideas antitéticas. Es obvio que para la mujer casada el proyecto de vida en el cual cumple su vocación de imagen de Dios tiene que incluir, por lo menos en parte, el rol de esposa y de madre. El casarse no es condición ineludible para que la mujer se realice como ser humano; pero si la mujer se casa con sentido de vocación, en el matrimonio y la maternidad encuentra un medio de servicio a Dios y de realización personal.

Entiéndase bien: no estamos aquí abogando por la reclusión de la mujer al hogar o negando que haya otras maneras, aparte del matrimonio y la maternidad, por medio de las cuales la mujer puede realizarse como persona. Lo que negamos es que la reivindicación de los derechos de la mujer pase por el menosprecio del rol de la mujer como esposa y como madre o por el desconocimiento de las diferencias funcionales entre el hombre y la mujer. La igualdad entre el hombre y la mujer no significa que los dos son idénticos: es más bien una igualdad en el contexto de la complementariedad mutua, una complementariedad que se extiende más allá de lo meramente fisiológico, a lo psicológico.

En el marco de la interpretación bíblica de la sexualidad humana se puede entender el verdadero significado del acto sexual. Si la sexualidad está enraizada en la creación misma como algo que orienta ante todo a la complementación mutua del hombre y la mujer, la unión carnal tiene que entenderse como un acto en el cual los cónyuges dan expresión al hecho de haber sido creados el uno para el otro y experimentan esa íntima comunión que define el propósito de su sexualidad. En otras palabras, el acto sexual tiene una función esencialmente unitiva. Por medio de él el hombre y la mujer alcanzan la unidad física y psicológica a la cual se refiere la más básica de todas las afirmaciones bíblicas relativas al sexo: «los dos serán una sola carne» (Gn. 2:24; cf. Mt. 19:5; Mr. 10:8; 1 Co. 6:16; Ef. 5:31).
En la providencia de Dios, el acto físico viene a ser la expresión de sentimientos tan profundos que no pueden ser expresados con palabras: el signo exterior y visible de una gracia espiritual. La unión es más que una experiencia física; es también una experiencia emocional profunda y conmovedora, tal que ambos participantes quedan comprometidos en la totalidad de su ser.
Esto no niega la relación entre el acto sexual y la procreación. Simplemente afirma que según la Biblia el deseo sexual no se orienta hacia el fruto de la unión conyugal, sino hacia la unión misma, a ese «conocerse» mutuo que hace del hombre y la mujer «una sola carne». El significado de la sexualidad no debe definirse a partir de sus consecuencias (los hijos) sino a partir de su causa (el hombre y la mujer fueron creados con la capacidad de complementarse mutuamente). Antes del «fructificad y multiplicaos» de Génesis 1:28 está el «varón y hembra los creó» de Génesis 1:27. La primera responsabilidad de los esposos no es la transmisión de la vida sino la entrega mutua en amor, la aceptación gozosa de la sexualidad propia y de la sexualidad del cónyuge.

Limitar la sexualidad a la función biológica de la reproducción, o poner a ésta por encima de la relación entre los cónyuges, es vaciarla de su sentido personal y colocar a la pareja humana en el mismo nivel que los animales. Precisamente la pérdida de la perspectiva bíblica del sexo como algo que está en la esencia misma del Hombre hecho a la imagen de Dios fue lo que condujo a algunos pensadores cristianos antiguos a definir la sexualidad humana exclusivamente en términos de la reproducción. 

Según San Agustín, por ejemplo, el acto conyugal es un acto «bestial» y vergonzoso; lo único que lo justifica como «mal necesario» es la exigencia de la preservación de la raza. Según Tomás de Aquino las relaciones sexuales pertenecen al orden genérico —a aquello que el hombre tiene en común con los animales— y se ajusta, por lo tanto, a las leyes propias de su naturaleza biológica. 

La raíz de tales ideas no está en la revelación bíblica, sino en conceptos importados del paganismo, particularmente de la filosofía estoica y la neopitagórica. Lamentablemente este enfoque, auspiciado por siglos por la Iglesia Católica Romana, ha ejercido tanta influencia en nuestra cultura que para mucha gente en nuestro medio el acto sexual en el contexto del matrimonio requiere siempre como justificativo la necesidad de transmitir la vida. Urge el redescubrimiento del propósito unitivo de la sexualidad humana. 

El acto sexual entre el hombre y la mujer es la consumación de una unión personal y deja en los cónyuges una huella imborrable. Para el ser humano, en contraste de lo que es para los animales, el acto sexual establece entre los cónyuges un vínculo caracterizado por una dependencia mutua que marca a los dos permanentemente. En palabras de Piper, «una experiencia sexual no es sólo existencial, relacionada al ego del individuo, sino que también da como resultado una conexión crítica con el cónyuge». No puede ser una experiencia pasajera, de cuyos efectos los participantes puedan desembarazarse a gusto. En el propósito de Dios cumple la función de unirlos en una sola carne.

De ese propósito unitivo de la sexualidad humana se deriva la afirmación de la fidelidad como un elemento fundamental del matrimonio. Desde la perspectiva cristiana, dado el carácter de la unión sexual, ésta sólo puede consumarse dentro del marco de la promesa de fidelidad por parte del hombre y la mujer. Fuera de ese marco el coito pierde su dimensión humana —se «animaliza»— puesto que no reconoce el verdadero propósito de la sexualidad humana. 

En el análisis final, frente a la cuestión de la «exclusividad» y la durabilidad del matrimonio sólo hay dos alternativas: o se concibe el acto sexual como una experiencia que envuelve toda la persona y por lo tanto une a los cónyuges permanentemente en un matrimonio «homogéneo», o se lo concibe como una experiencia genital incidental que no implica ninguna obligación duradera para los que participan en ella. Jesús ratificó la primera alternativa cuando condenó el divorcio apelando a la naturaleza exclusiva de la unión que se establece en el acto sexual (Mt. 19:3–9).

Cuando el matrimonio se rige de acuerdo con el propósito unitivo de la sexualidad, el valor de la mujer no depende de su capacidad para ser madre, para «dar hijos al esposo». Depende más bien del hecho de ser mujer y, como tal, no una posesión del esposo, sino su «ayuda idónea», la única persona con la cual puede actualizar la relación de la primera pareja: «Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban» (Gn. 2:25).
El hombre y la mujer en Génesis 3
La intención original de Dios para la relación hombre-mujer fue la mutua complementariedad. Dos seres ontológicamente iguales y funcionalmente distintos fueron colocados frente a frente con una vocación común como imago Dei en el mundo.

¿Por qué, entonces, la mujer experimenta con tanta frecuencia una absoluta disociación entre la vocación humana y la función que está llamada a cumplir en relación con el hombre? Se han ensayado muchas respuestas. 

La mayoría de las veces la discusión se ha polarizado entre los defensores de un feminismo que quisiera echar por la borda todo rasgo de femineidad que distingue a la mujer, a fin de comprobar la igualdad con el hombre, y los defensores de un machismo que proclama la superioridad indiscutible del hombre. La raíz del problema desde la perspectiva bíblica está en la división que se introdujo entre el hombre y la mujer como consecuencia de la caída (Génesis 3).

Los capítulos 1 y 2 de Génesis muestran que la relación hombre-mujer, de acuerdo con el propósito de Dios, sería complementaria pero no intercambiable, unitiva pero no uniforme, recíproca pero no idéntica para los dos sexos. La vocación de la mujer no dependería de la biología pero tampoco la desconocería. «Mientras sean sólo las mujeres y no los hombres los que dan a luz y amamantan a los hijos, el ámbito de las mueres seguirá siendo esencialmente diferente del de los hombres». 

El problema es que, como muestra la narración de la caída en Génesis 3, el pecado ha transformado la diferenciación sexual (sin la cual no sería posible la complementación mutua entre el hombre y la mujer) en una trágica polarización entre los sexos. Señala Croatto, «desde el punto de vista narrativo, el programa de Yavé tejido paso a paso en el capítulo 2 se desvía por la fuerza de un antiprograma sugerido por un personaje nuevo, la serpiente».

Una primera señal de la separación entre el hombre y la mujer, consecuencia del pecado, es la vergüenza que los dos sienten uno frente al otro al darse cuenta de que están desnudos (v. 7). La desnudez inocente de Génesis 2:25 («Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban») se torna en una desnudez sospechosa indicativa de una ruptura de la intimidad mutua y de la comunión con Dios. Queda comprobado que la promesa de la serpiente, «seréis como Dios» (Gn. 3:5), ha sido espuria: en vez de conocer «el bien y el mal», el hombre y la mujer conocen su propia alienación, de Dios y del prójimo.

La alienación entre el hombre y la mujer vuelve a manifestarse elocuentemente en la disculpa que el hombre ofrece a Dios por su pecado: «La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y comí» (Gn. 3:12). Indirectamente, Dios queda implicado en la desobediencia de Adán por haber hecho a la mujer y habérsela traído (Gn. 2:22). Para el hombre, sin embargo, la culpable directa de todo es la mujer. Por siglos, a lo largo de la historia, muchos teólogos estarán de acuerdo con Adán. Así, por ejemplo, Crisóstomo afirmará que «toda la raza femenina transgredió», Tertuliano acusará a la mujer de haber destruido la imagen de Dios que es el hombre, y Agustín especulará que la serpiente tentó a Eva porque Adán era inexpugnable. Sin embargo, la narración en Génesis muestra que tanto el hombre como la mujer son infieles al mandato de Dios. 

Es más: se puede argumentar con Croatto que la estructura rítmica de los versículos 6–7 del capítulo 3 sugiere que el «comer» del hombre, no el de la mujer, es el epicentro de Génesis 2 y 3, lo cual «responsabiliza al hombre como principal, aunque no primer, transgresor del mandamiento». Si es así, este autor tiene razón en juzgar que «la imagen tradicional de la mujer ‘tentadora’ es una lectura subrepticia infiltrada en el texto». Con esto parece concordar el apóstol Pablo, para quien la desobediencia arquetípica, por la cual el pecado y la muerte entraron al mundo, la cometió el hombre (Ro. 5:12).

La fractura de la relación hombre-mujer causada por el pecado se refleja, además, en el doble sufrimiento a que la mujer se ve sujeta después de la caída: el sufrimiento del parto («con dolor darás a luz tus hijos», v. 16b) y el sufrimiento de la dominación sexual que sobre ella ejerce su marido («tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti», v. 16c). Cabe anotar que lo que aquí tenemos no es prescriptivo sino descriptivo: se trata del reconocimiento de una triste realidad que se desprende de la desobediencia a Dios, a saber, que como madre y como esposa, la mujer sufre. ¿Dónde queda la complementariedad con el hombre, para la cual fue creada?

El cuadro de la relación hombre-mujer en esta situación se completa con el nombre que el hombre da a la mujer después de la caída: «Y llamó Adán el nombre de su mujer, Eva (de jawwá, «viviente» o «dadora de vida» = madre), por cuanto ella era madre de todos los vivientes» (v. 20). Vale observar que el nombre que ahora la mujer recibe del hombre la define como un medio para alcanzar un fin (los hijos); alude a la maternidad sin hacer referencia a la complementariedad con el hombre para la cual la mujer fuera creada. 

Ella deja de ser la compañera con quien él comparte toda su vida, su «ayuda idónea», Ishah, hueso de sus huesos y carne de su carne, y pasa a ser valorada por su capacidad de engendrar hijos. En adelante, esa cosificación de la mujer por parte del hombre será característica de la actitud de éste hacia ella. La mujer, por su parte, estará escindida entre su deseo de darse a su esposo y el temor de perder su libertad. Los efectos de la caída aparecen así en el matrimonio con toda la carga de tragedia resultante del pecado. «La primera división en la humanidad no fue entre señor y esclavo, oligarca y proletario, sino entre el varón y la mujer».

En forma curiosa, el único otro pasaje de Génesis en que se menciona a Eva por nombre es 4:1. En efecto, aunque es obvio que la expulsión del huerto de Edén descrita en 3:22–24 afecta al hombre y a la mujer juntos, en este pasaje se usa ’Adam en sentido genérico para referirse a los dos, lo cual mantiene visible al varón a riesgo de sumir a la mujer en el olvido. 

La humanidad queda instalada en un mundo caído, androcéntrico. No es de sorprenderse que toda la historia que se narra en el Antiguo Testamento a partir del capítulo 4 de Génesis sea un drama en que predominan los hombres. Esto no niega, por supuesto, la importancia de mujeres excepcionales como Débora, Ana, Abigail, Noemí y Ruth, cuya presencia en el Antiguo Testamento nos recuerda que cuando Dios creó al Hombre, «a imagen de Dios lo creo; varón y hembra los creó» (Gn. 1:27).
En el Reino de Dios, «no hay varón ni mujer»
La encarnación señala el advenimiento de una nueva era. Es la era del Reino de Dios, hecho presente en la persona de Jesucristo. Es la era del Nuevo Hombre, el segundo Adán por medio del cual Dios quiere restaurar el propósito inicial de la creación.

La obra de Jesucristo, cumplida en su muerte y resurrección, se dirige a la totalidad de la existencia humana. No tiene que ver exclusivamente con la salvación del alma, ni se limita al aspecto religioso de la vida. Toca al ser humano, hombre o mujer, aquí y ahora, en el centro mismo de su personalidad y transforma todas sus relaciones. Se orienta a la restauración de la imagen de Dios en el Hombre. 

Ésta es la convicción que hace posible que el apóstol Pablo proclame la desaparición de las divisiones entre los seres humanos en el contexto de la nueva era: «Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gá. 3:28). La idea central es clara: la unidad de la humanidad, basada en la creación pero afectada por el pecado, ha sido restaurada por Jesucristo; por lo tanto, ya no tienen vigencia las divisiones raciales, sociales o sexuales que colocan a unos en rango de superioridad y a otros en rango de inferioridad.

El antecedente más importante para esta «Carta Magna de la humanidad», como denomina Jewett a Gálatas 3:28, es la actitud de Jesús hacia todas las personas que en su propia sociedad judía eran víctimas de discriminación y menosprecio, entre ellas las mujeres. Aquí no hay espacio para elaborar el tema. 

Baste decir que en su trato con las mujeres Jesús se atrevió a romper los cánones de su propia cultura y a reconocer la dignidad humana del sexo femenino de manera sorprendente. No exagera Stott cuando afirma que «sin alharacas ni publicidad, Jesús acabó con la maldición de la caída, devolvió a la mujer la nobleza que había perdido parcialmente, y restituyó en la nueva comunidad de su Reino la bendición original de la igualdad sexual».

Indudablemente, Pablo capta el espíritu revolucionario de Jesús en cuanto a la relación hombre-mujer cuando en Gálatas 3:28 propone una igualdad de los sexos que contrasta notablemente con las actitudes de menosprecio hacia la mujer tan en boga en su tiempo. Leído a la luz de la narración de Génesis 1, este pasaje muestra que en Jesucristo ha irrumpido en la historia una nueva humanidad en la cual es restaurada la imago Dei

En el Hombre que Dios creó a su imagen, según Génesis 1:27, no había separación entre hombre y mujer: «Y creó Dios al Hombre a su imagen... varón y hembra los creó». En el Nuevo Hombre, según Gálatas 3:28, Dios ha reconstituido esa unidad esencial de los sexos: «No hay varón ni mujer». La base de la unidad es Cristo: en él —en virtud de su incorporación en el segundo Adán— los creyentes, judíos o gentiles, esclavos o libres, varones o mujeres, forman una «personalidad corporativa» en la cual desaparecen las divisiones.

Hoy, veinte siglos después de que Pablo escribiera esas palabras, la unificación de los sexos (como la unificación de las razas y las clases sociales) realizada en Jesucristo está todavía por plasmarse en la historia. A pesar de la «revolución de la mujer», calificada por Jacques Leclercq como «el acontecimiento más importante de nuestro siglo», en muchos lugares del mundo (incluyendo a la América Latina) la mujer sigue siendo considerada como un ser inferior al hombre. 

Frecuentemente, la Iglesia misma sirve como rémora en lo que atañe a la conquista de la igualdad de derechos para la mujer. A partir de la obra unificadora de Jesucristo, los cristianos deberíamos ser los primeros en comprender que la construcción humana del futuro no puede ser tarea exclusiva de los hombres: requiere el aporte de hombres y mujeres por igual. Ni siquiera podemos conformarnos con una mera igualdad de derechos en el campo social, económico y político. Tenemos que ir más allá, hacia la meta de una sociedad en la cual hombres y mujeres luchemos juntos por la justicia, la paz y la integridad de la creación.
Marido y mujer «en el Señor»
Si Gálatas 3:28 apunta al capítulo 1 de Génesis, Efesios 5:21–33 apunta al capítulo 2. La misma obra salvífica que ha hecho posible la unificación del hombre y la mujer como imagen de Dios también hace posible la restauración del propósito inicial de Dios para el matrimonio. Pablo exhorta a las esposas a «someterse» (o «sujetarse») a sus maridos «como al Señor» (Ef. 5:22, 24). 

Por otro lado, a los esposos llama a amar a sus esposas «así como Cristo amó a su iglesia» (Ef. 5:25, 28, 33). En la conclusión no deja lugar a dudas en cuanto al significado concreto de la unidad conyugal establecida en la creación misma de la pareja humana: «cada uno de vosotros ame también a su mujer como a sí mismo; y la mujer respete a su marido» (v. 33).

Sin intentar una discusión exhaustiva de este importante pasaje, me permito hacer las siguientes reflexiones:
1.     La exhortación inicial al sometimiento mutuo (5:21) forma parte en el original griego de una compleja cláusula que se inicia con otra exhortación relativa a la plenitud del Espíritu de Dios en la vida cristiana: «No os embriaguéis con vino... antes bien, sed llenos del Espíritu» (5:18). Lo que sigue son los resultados de la presencia del Espíritu: a) la alabanza comunitaria (v. 19); b) el agradecimiento a Dios (v. 20), y c) el sometimiento mutuo (v. 21). Este último resultado a su vez introduce una serie de aplicaciones prácticas del principio de sometimiento en las relaciones interpersonales en el seno de la familia cristiana: entre esposo y esposa (vv. 22–33), padres e hijos (6:1–4), amos y siervos (vv. 5–9). Se da por sentado que la conducta práctica que se ajusta a la intención de Dios para la familia (comenzando con la que atañe a la pareja) es expresión de la plenitud del Espíritu. El estilo de vida que se demanda de los cristianos es inseparable de la acción de Dios y eso lo distingue de todo legalismo.
2.     La definición de la relación esposo/esposa precede a la referencia a los hijos porque en efecto los cónyuges se casan entre sí, no con sus hijos. El matrimonio que permite que la función de esposos sea absorbida por la función de padres, labra su propia destrucción. La pareja es el elemento constante de la familia y la unidad de ésta depende de la unidad de aquélla.
3.     El énfasis está en las responsabilidades, no en los derechos, de cada uno de los cónyuges. El esposo que hace del llamado a la sumisión de la mujer (vv. 22–24) una consigna, pero pasa por alto el llamado al amor, dirigido a él (al cual el texto dedica mayor atención que al anterior, vv. 25–32), no ha entendido el propósito del pasaje. La exhortación a la mujer es inseparable de la exhortación al hombre. Y ambas exhortaciones se dan, no a un hombre y a una mujer cualesquiera, extraños entre sí, sino a la mujer casada y al marido. En otras palabras, se dan en el contexto de la unidad conyugal, de esa unidad en que un hombre y una mujer asumen la responsabilidad de vivir su mutua complementariedad en el matrimonio. La dignidad de ambos sexos subyace todo el pasaje. Se da por sentado que el hombre y la mujer participan de la misma humanidad y pueden, por lo tanto, relacionarse entre sí como personas de igual valor y como agentes morales igualmente responsables. Se equivoca Jewett cuando mantiene que las exhortaciones dirigidas a las esposas (5:22), a los hijos (6:1) y a los esclavos (6:5) reflejan las limitaciones históricas de Pablo, explicables a la luz de su formación rabínica judía. En contraste con las Haustafeln de los estoicos, en las cuales se exhortaba a personas investidas de autoridad a llevar una vida ética, aquí se exhorta primero a las personas subordinadas socialmente, sin estatus legal o moral en su propia cultura, y luego a las personas que las subordinan, porque se da por sentado que unas y otras tienen la responsabilidad moral de decidir.
4.     Como ya se ha señalado, la definición de responsabilidades específicas en la relación esposa/esposo está precedida por una exhortación general: «Someteos unos a otros en el temor de Dios» (v. 21). O sea que la responsabilidad de «sujeción» por parte de la esposa y la de «amor» por parte del esposo son las formas particulares en que cada uno por su cuenta ha de dar cumplimiento a esa sumisión recíproca que está en la base misma de toda relación interpersonal desde el punto de vista cristiano. Si es obvio que, aunque el llamado al amor se dirige al esposo y no a la esposa, no por eso ésta queda eximida de amar, también es obvio que, aunque el llamado a la sujeción se dirige a la esposa y no al esposo, éste no queda eximido de someterse. Las exhortaciones particulares tienen el objeto de definir con mayor precisión la responsabilidad de cada cónyuge, subrayando aquello que cada uno tiene que aportar a la relación matrimonial: ella, el respeto que salvaguarda la integridad del amor; él, el amor que se hace acreedor al respeto. Así, pues, Efesios 5:22–33 exhorta a la esposa y al esposo a vivir en su matrimonio la sumisión de Jesucristo, cuya actitud es el modelo de aquello que se requiere éticamente de todos los creyentes: «No hagan nada por rivalidad o por orgullo, sino con humildad, y que cada uno considere a los demás como mejores que él mismo. Ninguno busque únicamente su propio bien, sino también el bien de los otros» (Fil. 2:3–4, vp).
Desde esta perspectiva, nuestro pasaje de Efesios, lejos de ser un clásico alegato «machista» explicable a la luz del condicionamiento del autor por parte de una sociedad acostumbrada a la opresión de la mujer, presenta el matrimonio en un nuevo marco de referencia la unidad entre Cristo y su Iglesia —en el cual los dos cónyuges, hombre y mujer, se dan y se reciben mutuamente como personas en un plano de igualdad. 

La retórica feminista que está en boga hoy en día podrá usar la exhortación de Pablo a la esposa a sujetarse a su esposo como un ejemplo de la exaltación del sexo masculino en el mundo antiguo. Pero para hacerlo tendrá que extraerla de su contexto, en el cual es obvio que la sumisión de la esposa no es más que una renuncia voluntaria a su autonomía, en respuesta al amor que su esposo le brinda y cuya medida es nada menos que el amor de Cristo por su Iglesia. 

La radicalidad de la ética cristiana no se detiene con una abstracta «igualdad de sexos»: exige que el marido, como «cabeza de la mujer» (v. 23), sea el primero en abandonar su egoísmo y se dé a su esposa en amor, «así como Cristo amó a su iglesia, y se entregó a sí mismo por ella» (v. 26); exige que la esposa se ponga a disposición de aquél que está llamado a preocuparse por que ella llegue a ser lo que está destinada a ser delante de Dios. 

El énfasis principal del pasaje recae en el amor-agape —el amor modelado en la entrega de Jesucristo por su iglesia— como la dinámica que establece la unidad de la pareja y en relación a la cual el esposo ha de tomar la iniciativa como «cabeza». ¿Y qué mujer en sus cabales querrá negar su sujeción y respeto al hombre que entienda que, como «cabeza de la mujer», su llamado no es al dominio sino al sacrificio, no a la explotación sino al cuidado amoroso?

Sin igualdad entre el hombre y la mujer no puede haber complementariedad en el matrimonio. Sin embargo, la complementariedad no elimina, sino presupone, las diferencias. Los dos seres que están llamados a complementarse mutuamente en el matrimonio no son meramente dos seres humanos (y como tales iguales entre sí), sino un hombre y una mujer (y como tales distintos entre sí). 

La restauración del propósito de Dios va más allá del simple reconocimiento de la igualdad de los sexos, a la afirmación que en Cristo el hombre y la mujer establecen una relación que recobra la unidad que estuvo en la intención de Dios desde el principio. 

La redención elimina la polarización sexual pero mantiene la diferenciación de los sexos; corrige la situación de opresión de la mujer descrita en Génesis 3:16, pero respeta la diferenciación sexual y las funciones que le corresponden a cada sexo o que la pareja acuerda dentro del matrimonio. En otras palabras, lleva a la mujer y al hombre al descubrimiento de su propia sexualidad y del sentido que ésta tiene como elemento unitivo de la pareja humana.

La diferenciación sexual entre el hombre y la mujer no se limita a la función que cada uno cumple en el acto sexual: se extiende a la función que le corresponde a cada uno en todo lo que hace a la vida matrimonial. No hay necesidad de caer en estereotipos para admitir con Brunner que las diferencias físicas entre el hombre y la mujer reflejan diferencias «en el alma y el espíritu», aunque éstas no sean tan uniformes y penetrantes como aquéllas. 

La exhortación a la mujer a someterse a su marido como aquél que, en cumplimiento de su rol de «cabeza», está para brindarle su cuidado amoroso, no obedece a un concepto de la mujer como un ser inferior, sino como un ser cuya naturaleza se adecua mejor a esa función en el seno del matrimonio. 

Que la opresión de la mujer por parte del hombre a menudo se apoye en «la naturaleza femenina» es consecuencia directa de la caída expresada en las palabras de Dios a la mujer: «Tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti» (Gn. 3:16). Que la mujer vea en el sometimiento a su marido algo compatible con su femineidad es consecuencia de una aceptación voluntaria del designio de Dios en la creación, expresado en las palabras de Dios: «no es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él» (Gn. 2:18). Por eso, Pablo añade que el sometimiento de la mujer ha de ser «como al Señor»: como un deber cristiano.

En vista de la larga historia de abusos cometidos contra el sexo femenino, con demasiada frecuencia en nombre de fidelidad a la Biblia, no es nada extraño que se ponga en juicio el modelo bíblico de la relación hombre-mujer en el matrimonio: «Cada uno de vosotros ame también a su mujer como a sí mismo; y la mujer respete a su marido» (Ef. 5:33). 

Sin embargo, aparte de la diferencia funcional entre el hombre y la mujer, no hay esperanza para la sobrevivencia del matrimonio como una comunidad caracterizada por la complementariedad de sus miembros. Porque cuando Dios los creó, «varón y hembra los creó» (Gn. 1:27).
Para comprobar la comprensión del material de estudio
  1. El material de estudio nos convoca a interpretar la Biblia en este tema «sin permitir que las posturas machistas tradicionales ni los presupuestos feministas actuales respecto a la Biblia nos impidan escuchar la Palabra de Dios». ¿Es posible alcanzar tal neutralidad en tanto que somos fruto de una cultura arraigadamente machista y vivimos en una época de justas y crecientes reivindicaciones feministas? Si el ideal no es posible, ¿qué es lo aceptable?
  2. El material de estudio nos alerta ante los peligros que existen en el esfuerzo por eliminar las diferencias entre el hombre y la mujer. ¿Cuáles son esos peligros?
  3. Lo que condujo a los pensadores cristianos antiguos a definir la sexualidad humana exclusivamente en términos de la reproducción fue «la pérdida de la perspectiva bíblica del sexo como algo que está en la esencia misma del Hombre hecho a imagen de Dios». ¿Cómo han influido hasta hoy esas posturas en nuestro legendario ambiente católico? ¿Qué esfuerzos han hecho las iglesias evangélicas para contrarrestar esa influencia?
  4. El pasaje de San Pablo a los Efesios (5:21–6:9) ha sido usado muchas veces y de muchas maneras para justificar la ideología machista predominante en muchos hogares y para mantener a la mujer en subordinación. ¿Qué es lo nuevo y revelador en el estudio exegético que hace este material de estudio?
  5. Tanto la igualdad como la complementariedad de hombre y mujer en el matrimonio pueden resumirse en el párrafo siguiente: «Sin igualdad entre el hombre y la mujer no puede haber complementariedad en el matrimonio. Sin embargo, la complementariedad no elimina, sino presupone, las diferencias». ¿Qué implicaciones tiene para la vida hogareña, para la iglesia y para la comunidad?
  6. Este estudio nos invita a (1) «ser los primeros en comprender que la construcción humana del futuro no puede ser tarea exclusiva de los hombres; requiere el aporte de hombres y mujeres por igual», y (2) «a no conformarnos con una mera igualdad de derechos en el campo social, económico y político. Tenemos que ir más allá, hacia la meta de una sociedad en la cual hombres y mujeres luchemos juntos por la justicia, la paz y la integridad de la creación». ¿Qué transformaciones se requieren a nivel de la pareja, la familia, los negocios, la educación y la sociedad en general para lograr esto? ¿Con qué podemos comenzar?
DESCARGAR